Cuentos cprtos de navidad

Page 1

La niña de los fósforos

Por Hans Christian Andersen

¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos. Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas. La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña. Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien! Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre


el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría. Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo. -Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios". Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante. -¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuándo se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento! Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios. Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo. -¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien. Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.


La Nochebuena del carpintero José volvió a su casa al anochecer. Su corazón estaba triste: nevaba en él, como empezaba a nevar sobre tejados y calles, sobre los árboles de los paseos y las graníticas estatuas de los reyes españoles, erguidas en la plaza. Blancos copos de fúnebre dolor caían pausadamente en el alma del carpintero sin trabajo, que regresaba a su hogar y no podía traer a él luz, abrigo, cena, esperanzas. Al emprender la subida de la escalera, al llegar cerca de su mansión, se sintió tan descorazonado, que se dejó caer en un peldaño con ánimo de pasar allí lo que faltaba de la alegre noche. Era la escalera glacial y angosta de una casa de vecindad, en cuyos entresuelos, principales y segundos vivía gente acomodada, mientras en los terceros o cuartos, buhardillas y buhardillones, se albergaban artesanos y menesterosos. Un mechero de gas alumbraba los tramos hasta la altura de los segundos; desde allí arriba la oscuridad se condensaba, el ambiente se hacía negro y era fétido como el que exhala la boca de un sucio pozo. Nunca el aspecto desolador de la escalera y sus rellanos había impresionado así a José. Por primera vez retrocedía, temeroso de llamar a su propia puerta. ¡Para las buenas noticias que llevaba! Altas las rodillas, afincados en ellas los codos, fijos en el rostro los crispados puños, tiritando, el carpintero repasó los temas de su desesperación y removió el sedimento amargo de su ira contra todo y contra todos. ¡Perra condición, centellas, la del que vive de su sudor! En verano, cebolla, porque hace un bochorno que abrasa, y los pudientes se marchan a bañarse y a tomar el fresco. En Navidad, cebolla, porque nadie quiere meterse en obras con frío y porque todo el dinero es poco para leña de encina y abrigos de pieles. Y qué, ¿el carpintero no come en la canícula, no necesita carbón y mineral cuando hiela? El patrón del taller le había dicho meneando la cabeza: «¿Qué quieres hijo? Yo no puedo sacar rizos donde no hay pelo... Ni para Dios sale un encargo... Ya sabes que antes de soltarte a ti, he «soltao» a otros tres... Pero no voy a soltar a mis sobrinos, los hijos de mi hermana..., ¿estamos? Ya me quedo con ellos solos... Búscate tú por ahí la vida... A ingeniarse se ha dicho...» ¡A ingeniarse! ¿Y cómo se ingenia el que sólo sabe labrar madera, y no encuentra quien le pida esa clase de obra? Un mes llevaba José sin trabajar. ¡Qué jornadas tan penosas las que pasaba en recorrer Madrid buscando ocupación! De aquí le despedían con frases de conmiseración y vagas promesas; de allá, con secas y duras palabras, hasta


con marcada ironía... «¡Trabajo! Este año para nadie lo hay...», respondían los maestros, coléricos, malhumorados o abatidos. De todas partes brotaba el mismo clamor de escasez y de angustia; doquiera se lloraban los mismos males: guerra, ruina, enfermedades, disturbios, catástrofes, miedo, encogimiento de bolsillos... Y José iba de puerta en puerta, mendigando trabajo como mendigaría limosna, para regresar a la noche, de semblante hosco y ceño fruncido, y contestar a la interrogación siempre igual de su mujer con un movimiento de hombros siempre idéntico, que significaba claramente: «No, todavía no.» La mala racha los cogía sangrados, después de larga enfermedad: una tifoidea de la chica mayor, Felisa, convaleciente aún y necesitada de alimento sustancioso; después de la adquisición de una cómoda y dos colchones de lana, que tomaron el camino de la casa de empeños a escape; después de haber pagado de un golpe el trimestre atrasado de la vivienda y oído de boca del administrador que no se les permitiría atrasarse otra vez, y al primer descuido se los pondría de patitas en la calle con sus trastos... En ocasión tal, un mes de holganza era el hambre enseguida, el ahogo para el resto del venidero año. ¡Y el hambre en una familia numerosa! Nadie se figura el tormento del que tiene la obligación de traer en el pico la pitanza al nido de sus amores, y se ve precisado de volver a él con el pico vacío, las plumas mojadas, las alas caídas... Cada vez que José llamaba y se metía buhardilla adentro, el frío de los desnudos baldosines, la nieve de la apagada cocina, se le apoderaban del espíritu con fuerza mayor; porque el invierno es un terrible aliado del hambre, y con el estómago desmantelado muerde mil veces más riguroso el soplo del cierzo que entra por las rendijas y trae en sus alas la voz rabiosa de los gatos... Cavilaba José. No, no era posible que él pasase aquel umbral sin llevar a los que le aguardaban dentro, famélicos y transidos, ya que no las dulzuras y regalos propios de la noche de Navidad, por lo menos algo que desanublase sus ojos y reconfortase su espíritu. Permanecía así en uno de esos estados de indecisión horrible que constituyen verdaderas crisis del alma, en las cuales zozobran ideas y sentimientos arraigados por la costumbre, por la tradición. Honrado era José, y a ningún propósito criminal daba acogida, ni aun en aquel instante de prueba; las manos se le caerían antes que extenderlas a la ajena propiedad; pero esta honradez tenía algo de instintivo, y lo que se le turbaba y confundía a José era la conciencia, en pugna entonces con el instinto natural de la hombría de bien, y casi reprobándolo. Él no robaría jamás, eso no...; pero vamos a ver: los que roban en casos análogos al suyo, ¿son tan culpables como parece? A él no le daba la gana de abochornarse, de


arrostrar el feo nombre de ladrón; unas horas de cárcel le costarían la vida; moriría del berrinche, de la afrenta; bueno: ésas eran cosas suyas, repulgos de su dignidad, que un carpintero puede tener también: mas los que no padeciesen de tales escrúpulos y cometiesen una barbaridad, no por sostener vicios, por mantener a la mujer y a los pequeños..., ¿quién sabe si tenían razón? ¿Quién sabe si eran mejores maridos, mejores padres? Él no daba a los suyos más que necesidad y lágrimas... Gimió, se clavó los dedos en el pelo y, estúpido de amargura, miró hacia abajo, hacia la parte iluminada de la escalera. Por allí mucho movimiento, mucho abrir de puertas, mucho subir y bajar de criados y dependientes llevando paquetes, cartitas, bandejas; los últimos preparativos de la cena: el turrón que viene de la turronería; el bizcochón que remite el confitero; el obsequio del amigo, que se asocia al júbilo de la familia con las seis botellas de jerez dulce y las rojas granadas. Una puerta sola, la de la anciana viuda y devota, doña Amparo, que no se había abierto ni una vez; de pronto se oyó estrépito, una turba de chiquillos se colgó de la campanilla; eran los sobrinos de la señora, su único amor, su debilidad, su mimo... Entraron como bandada de pájaros en un panteón; la casa, hasta entonces muda, se llenó de rumores, de carreras, de risas. Un momento después, la criada, viejecita, tan beata como su ama, salía al descanso y gritaba en cascada voz: -¡Eh, señor José! ¿Está por ahí el señor José? Baje, que le quiero dar un recado... En los momentos de desesperación, cualquier eco de la vida nos parece un auxilio, un consuelo. El que cierra las ventanas para encender un hornillo de carbón y asfixiarse, oye con enternecimiento los ruidos de la calle, los ecos de una murga, el ladrido del perro vagabundo... José se estremeció, se levantó y, ronco de emoción, contestó bajando a saltos: -¡Allá voy, allá voy, señora Baltasara!... -Entre... -murmuró la vieja-. Si está desocupado, nos va a armar el Nacimiento, porque han «venío» los chicos, y mi ama, como está con ellos que se le cae la baba pura... -Voy por la herramienta -contestó el carpintero, pálido de alegría. -No hace falta... Martillo y tenazas hay aquí, y clavos quedaron del año «pasao»; como yo lo guardo todo, bien apañaditos los guardé... José entró en el piso invadido por los chiquillos y en el aposento donde yacían desparramadas las figuras del Belén y las tablas del armadijo en que habían de descansar. Entre la algazara empezó el carpintero a disponer su labor. ¡Con qué gozo esgrimía el martillo, escogía la punta, la hincaba en la madera, la remachaba! ¡Qué renovación de su ser, qué bríos y qué fuerzas


morales le entraban al empuñar, después de tanto tiempo, los útiles del trabajo! Pedazo a pedazo y tabla tras tabla iba sentando y ajustando las piezas de la plataforma en que el Belén debía lucir sus torrecillas de cartón pintado, sus praderas de musgo, sus figuras de barro toscas e ingenuas. Los niños seguían con interés la obra del carpintero; no perdían martillazo; preguntaban; daban parecer y coreaban con palmadas y chillidos cada adelanto del armatoste. La señora, entre tanto, colgaba en la pared algunas agrupaciones de bronce y vidrio para colocar en ellas bujías. Los criados iban y venían, atareados y contentos. Fuera nevaba; pero nadie se acordaba de eso; la nieve, que aumenta los padecimientos de la miseria, también aumenta la grata sensación del bienestar íntimo del hogar abrigado y dulce. Y José asentaba, clavaba la madera, hasta terminar su obra rápidamente, en una especie de transporte, reacción del abatimiento que momentos antes le ponía al borde de la desesperación total... Cuando el tablado estuvo enteramente listo y José hubo dado alrededor de él esa última vuelta del artífice que repasa la labor, doña Amparo, muy acabadita y asmática, le hizo seña de que la siguiese, y le llevó a su gabinete, donde le dejó solo un momento. Los ojos de José se fijaron involuntariamente en los muebles y decorado de aquella habitación ni lujosa ni mezquina, y, sobre todo, le atrajo desde el primer momento una imagen que campeaba sobre la consola, alumbrada por una lamparilla de fino cristal. Era un San José de talla, escultura moderna, sin mérito, aunque no desprovista de cierto sentimiento; y el santo, en vez de hallarse representado con el Niño en brazos o de la mano, según suele, estaba al pie de un banco de carpintero, manejando la azuela y enseñando al Jesusín, atento y sonriente, la ley del trabajo, la suprema ley del mundo. José se quedó absorto. Creía que la imagen le hablaba; creía que pronunciaba frases de consuelo y de cariño infinito, frases no oídas jamás. Cuando la señora volvió y le deslizó dos duros en la mano, el carpintero, en vez de dar las gracias, miró primero a su bienhechora y después a la imagen; y a la elocuencia muda de sus ojos respondió la de los ojos de la viejecita, que leyó como un libro en el alma de aquel desventurado, deshecho física y moralmente por un mes de ansiedad y amargura sin nombre. Y doña Amparo, muy acostumbrada a socorrer pobres, sintió como un golpe en el corazón; la necesidad que iba a buscar fuera de casa, visitando zaquizamíes, la tenía allí, a dos pasos, callada y vergonzante, pero urgente y completa. Alzó los ojos de nuevo hacia la efigie del laborioso patriarca y, bondadosamente, tosiqueando, dijo al carpintero: -Ahora subirán de aquí cena a su casa de usted, para que celebren la Navidad.


El luís de oro, de François Copée Cuando Luciano de Hem vio su último billete de cien francos arrastrado por el rastrillo del banquero, y cuando se levantó de la mesa de ruleta, donde acababa de perder los restos de su pequeña fortuna, reunidos por él para aquella suprema batalla, sintió una especie de vértigo, y creyó que iba a caer. Con la cabeza turbada, y las piernas vacilantes, fue a arrojarse sobre el ancho banco de cuero que rodeaba la mesa de juego. Durante algunos minutos miró vagamente el garito clandestino en que había dilapidado los mejores años de su juventud, reconoció las estragadas cabezas de los jugadores, crudamente iluminadas por las tres grandes lámparas de pantalla, escuchó el ligero roce del oro sobre el tapete, pensó que estaba arruinado, perdido, recordó que tenía en su casa, en un cajón de la cómoda, las pistolas de ordenanza que su padre, el general de Hem, simple capitán entonces, había usado tan bien en el ataque de Zaatcha, y luego, rendido de fatiga, se durmió con sueño profundo. Cuando se despertó con la boca amarga, vio con una mirada dirigida d reloj, que había dormido apenas media hora, y sintió imperiosa necesidad de respirar el aire de la noche. Los minuteros señalaban las doce menos cuarto. Mientras se levantaba estirando los brazos, Luciano recordó que era víspera de Navidad, y por un juego irónico de la memoria viose de repente tal como era en la primera infancia, y poniendo, antes de acostarse, los zapatos en la chimenea. En aquel momento, el viejo Dronski, columna del garito, el polaco clásico, de gabán raído, adornado con alamares y bellotas, se acercó a Luciano y murmuró algunas palabras entre su sucia barba gris: -Tenga usted la bondad de prestarme una moneda de cinco francos, caballero. Hace ya dos días que no me muevo de aquí, y en esos dos días no ha salido el diecisiete... Búrlese usted de mi, si le parece, pero, daría un ojo de la cara si dentro de un momento, al dar las doce, no sale ese número. Luciano de Hem se encogió de hombros; no tenía en el bolsillo ni con qué pagar ese impuesto que los frecuentadores del club llamaban “los cien sueldos del polaco”.


Pasó a la antesala, se puso el sombrero y el abrigo, y bajó la escalera con agilidad febril. Durante las cuatro horas que pasara encerrado en el garito, la nieve había caído con abundancia, y la calle, una calle del centro de Paris, bastante estrecha, y edificada con altas casas, estaba completamente blanca. En el cielo tranquilo, de un azul negro, titilaban las frías estrellas. El jugador desplumado se estremeció bajo las pieles, y echó a andar, revolviendo en su espíritu ideas de desesperación, y pensando más que nunca en la caja de pistolas que lo aguardaba en el cajón de la cómoda; pero, después de haber andado algunos pasos, se detuvo ante un espectáculo desconsolador. En un banco de piedra colocado, según se usaba antiguamente, a la puerta monumental de un palacio, una niñita de seis o siete años, vestida apenas con un vestido negro hecho jirones, estaba sentada en medio de la nieve. Se había dormido allí, a pesar del frió cruel, en una actitud espantosa de fatiga y de aniquilamiento, y su pobre cabecita, y su hombro delicado, aparecían desplomados sobre un ángulo de la pared y descansaban en la helada piedra. Uno de los zapatos con que iba calzada la niña se había salido del pie, y yacía lúgubremente ante ella. Con ademán automático, Luciano echó mano al bolsillo; pero recordó que un momento antes no había encontrado ni una moneda olvidada de veinte sueldos, y que no había podido dar propina al mozo del club. Sin embargo, impulsado por un instintivo sentimiento de compasión, acercose a la niña, e iba quizá a llevársela en brazos y darle asilo por aquella noche, cuando, dentro del zapato caldo en la nieve, vio que brillaba algo. Se inclinó: era un luis de oro. Una persona caritativa, una mujer sin duda, había pasado por allí, había visto, en aquella Nochebuena, el zapatito delante de la criatura dormida, y recordando la conmovedora leyenda, había puesto en él, con mano discreta, una limosna magnifica, para que la pequeña abandonada siguiese creyendo en los regalos del niño Jesús, y conservara, a pesar de su desgracia, un poco de confianza y un poco de esperanza en la bondad de la Providencia. ¡Un luis! Aquello era muchos días de tranquilidad y de riqueza para la mendiga, y Luciano estaba a punto de despertarla para decírselo, cuando oyó


a su oído, como en una alucinación, una voz, la del polaco, que murmuraba muy quedo estas palabras: -Hace dos días que no me muevo de aquí, y en esos dos días no ha salido el diecisiete... Daría un ojo de la cara si dentro de un momento, al dar las doce, no sale ese número. Entonces, aquel joven de veintitrés años, que descendía de una raza de gentes honradas, que llevaba un soberbio nombre militar y que jamás había faltado al honor, concibió una espantosa idea; asaltólo un deseo loco, histérico, monstruoso. Con una mirada se aseguró que estaba completamente solo en la calle desierta, y doblando la rodilla, adelantando con precaución la mano temblorosa, robó el luis de oro del zapato caído. Luego, corriendo a más no poder, volvió a la casa de juego, trepó la escalera de cuatro en cuatro, abrió de un puñetazo la mampara de la sala maldita, y entró en el momento preciso en que el reloj daba la primera campanada de media noche, tiró la moneda de oro sobre el tapete verde, y gritó: -¡En pleno al diecisiete! El diecisiete ganó. De un manotón Luciano empujó los treinta y seis luises a la colorada. La colorada ganó. Dejó los setenta y dos luises en el mismo color. La colorada volvió a salir. Volvió a hacer el paroli dos, tres veces, siempre con la misma suerte. Ya tenía delante un montón de oro y de billetes, y se puso a sembrar el tapete como un loco. La docena, la columna y el número, todas las combinaciones le salían bien. Aquello era una suerte inaudita, sobrenatural. Habríase dicho que la pequeña bolilla de marfil, saltando en las casillas de la ruleta, estaba magnetizada, fascinada por los ojos de aquel jugador, y que le obedecía. Había recuperado en una docena de golpes, los pocos billetes de mil francos, su último recurso, que perdiera al principio de la velada. Y ya, apuntando de a dos, de a trescientos francos, servido por su suerte fantástica, iba a ganar muy pronto, y con creces el capital hereditario que había malgastado en pocos años. Estaba a punto de reconstituir su fortuna.


Con el apresuramiento de ponerse a jugar, no se había quitado el pesado abrigo; había llenado sus grandes bolsillos de fajos de billetes de banco y de rollos de monedas de oro, y no sabiendo ya donde amontonar su ganancia, iba llenando de papeles los bolsillos interiores y exteriores de la levita, del chaleco y del pantalón, la cigarrera, el pañuelo, todo cuanto podía servir de recipiente. ¡Y seguía jugando, y seguía ganando como un furioso, como un ebrio y arrojaba puñados de luises sobre el tablero, al azar, con un ademán de certidumbre y de desdén!... Pero tenía algo como un hierro candente en el corazón, sólo pensaba en la pequeña mendiga, dormida en la nieve, en la niña a quien había robado. ¡Todavía está en el mismo sitio! ¡Seguramente debe estar todavía...! ¡Enseguida, sí, en cuanto dé la una... lo juro y... saldré de aquí... iré a tomarla, dormida, en brazos, la llevaré a casa, la acostaré en mi cama... Y la educaré... y la dotaré, la querré como si fuera mi hija... la cuidaré siempre, siempre! Pero el reloj dio la una, y el cuarto, y la media, y los tres cuartos... y Luciano seguía sentado a la mesa infernal. Por fin, un minuto antes de las dos, el director de la partida se levantó bruscamente y dijo con voz lenta: ¡Caballeros! Ha saltado la banca... Basta por hoy. Luciano de un brinco se puso de pie. Apartando brutalmente a los jugadores que lo rodeaban mirándolo con envidiosa admiración, salió desalado, se precipitó por las escaleras, y corrió hacia el banco de piedra. De lejos, a la luz de un pico de gas, descubrió la criatura. -¡Alabado sea Dios! –exclamó-. Todavía está. Se acercó a ella y le tomó la mano. -¡Oh, que frío tiene! ¡Pobre chicuela! La tomó por debajo de los brazos y la levantó para llevársela. La cabeza de la niña volvió a caer hacia atrás, sin que se despertara.


-¡Cómo se duerme a esta edad! La estrechó contra su pecho para calentarla, y asaltado por vaga inquietud, trató, para arrancarla de aquel pesado sueño, de besarla en los ojos, como hiciera antes con sus prendas más queridas. Pero vio con terror que Ios párpados de la niña estaban entreabiertos, y dejaban ver a medias las pupilas, vidriosas, apagadas, inmóviles. Con el cerebro atravesado por una horrible sospecha, Luciano puso la boca junto a la de la criatura... no salía de ella hálito alguno. Mientras, con el luis de oro que había robado a aquella mendiga, Luciano ganaba al juego una fortuna, la niña sin asilo había muerto, ¡muerto de frío! Con la garganta apretada por la angustia más espantosa, Luciano quiso lanzar un grito... Y con el esfuerzo que hizo despertó en el banco del club, en que se había dormido poco antes de las doce, y donde el mozo del garito, yéndose el último, a eso de las cinco de la mañana, lo había dejado tranquilo, por bondad hacia el desplumado... Una brumosa aurora de diciembre hacía palidecer los vidrios de las ventanas. Luciano salió, empeñó su reloj, tomó un baño, almorzó y se fue a la oficina de reclutamiento a firmar un enganche voluntario en el primer regimiento de cazadores de África. Luciano de Hem es hoy teniente; solo tiene su sueldo para vivir, pero se las campanea con él, porque es un oficial muy ordenado, y jamás toca un naipe. Hasta, según parece, halla medio de hacer economías, porque el otro día, en Argel, uno de sus camaradas, que le seguía a pocos pasos de distancia, en la montuosa calle de la Kasba, vio que daba limosna a una españolita dormida bajo un portal, y tuvo la indiscreción de mirar lo que Luciano había dado a la pobre. El curioso se quedó muy sorprendido de la generosidad del pobre teniente: Luciano de Hem había dejado un luis de oro en la mano de la niña.


La primera Navidad (Una historia que nos enseña como el Misterio de la Navidad emblandece el corazón humano)

Mientras todos los niños ayudaban en sus casas en los preparativos para la Nochebuena, Pedro, de 7 años de edad, trabajaba en la joyería de Don Juan para ayudar con el sostenimiento de su casa. Don Juan era un joyero de mucho dinero, pero al mismo tiempo, un hombre sin familia, a quien solamente le importaba el dinero y miraba a Pedro como un simple trabajador más no como un niño. El día de Navidad Pedro quería retirarse temprano del trabajo para comprar algunas cosas para la cena y ayudar a su mamá. Contemplando en la ventada como algunos niños jugaban, Pedro escuchó un grito que lo hizo temblar: - ¡Pedro!, gritó Don Juan. - Si señor, respondió él¿Qué haces mirando por la ventana? Aún no terminas tu trabajo. - Pedro contestó:¡Hoy es navidad! hoy es el cumpleaños del niño Jesús, hoy es un día muy especial. - ¡Pues a mí no me importa! ¡Crees que hoy vas a poder escaparte más temprano de tus deberes, trabaja mejor!, replicó - Pero Don Juan, hoy quería comprar algunas cosas para la cena de navidad, suplicó el niño. - ¡Para la cena de Navidad!, se burló el joyero. Tú lo único que quieres es escaparte más temprano. Hoy es un día común y corriente; mejor sigue trabajando si quieres mantener tu empleo. - Si don Juan, contestó Pedro muy triste. El niño continuó trabajando, con lágrimas en los ojos. Su corazón estaba muy triste y angustiado y temía que Don Juan no lo dejase pasar Navidad junto a su familia. En medio de ese aterrador pensamiento, elevó una plegaria a la Virgen María pidiéndole su intercesión para que pudiese pasar una linda Navidad con su familia. Poco después, Don Juan, inesperadamente, gritó tan fuerte que casi se le sale el corazón a Pedro. - ¡Pedro, Pedro ven apúrate! - gritaba el joyero horrorizado. - Don Juan ¿qué le pasa? preguntó -Don Juan asustado abraza a Pedro y le dice: "Vi un fantasma, vi un fantasma! - Pedro miró para todos lados en la habitación de Don Juan y no vio nada. - Cálmese, dijo. Yo no veo nada. - ¿Me estas tratando de mentiroso?, exclamó el anciano. - No don Juan, disculpe no quise decir eso. - ¡Sigue trabando mejor!, fue una pesadilla ¡sigue trabajando!


Don Juan seguía atemorizado por lo que según él había visto. No queriendo permanecer ni un momento solo se le ocurrió pedirle a Pedro que se quedara con él hasta bien entrada la noche. "Por si acaso", pensó. Don Juan llamó al niño y le dijo: - Pedro, necesito que hoy te quedes hasta más tarde. - Pero señor, hoy es navidad y mi familia me está esperando. - ¡Pedro te pago el doble! - Pero Don Juan, ya tengo casi terminado mi trabajo y debo ir a casa. Don Juan no le quería confesar que estaba asustado y el niño lo sabía, pero él se resistía a quedarse porque era Navidad. Entonces, se le ocurrió una magnífica idea: "invitar a Don Juan a su casa a pasar la navidad". - Don Juan: lo invito a pasar la Navidad con nosotros para que no se quede solo. Don Juan estaba emocionado por el ofrecimiento de Pedro, ya que nadie lo invitaba a su casa, por lo que sin pensarlo… aceptó. Cuando llegaron a la casa de Pedro, Don Juan se quedó muy impresionado porque en esa humilde casa, había mucha alegría y generosidad. Don Juan sonrió como nunca lo había hecho, se dio cuenta que nunca había tenido una Navidad y ahora la compartía con una familia muy sencilla y amable. Sus mejillas se sonrojaron y sobre ellas rodaron muchas lágrimas de la emoción y felicidad que sentía. Al final de la noche, Don Juan se comprometió a ser más justo y considerado con el niño, y a desprenderse de sus bienes a favor de los más necesitados.


Un ángel en navidad

Autor: Lo Desconozco

Había una vez un ángel que vivía en un castillo todo de nubes, en compañía de otros angelitos. Y mientras Dios no los llamara para ningún mandado, los ángeles jugaban a la escondida por el cielo o remendaban nubes rotas. Una tardecita de verano el ángel estaba pintando una nube con acuarela, cuando de pronto oyó la gran voz de Dios: -Ángel. . .hijito mío. . .¿me oyes?. EI corazón del ángel se alboroto de alegría. No era para menos. -¡Dios! grito el ángel... ¡Dios me llama! Y dicho esto se largo por un tobogán celeste hasta llegar a su castillo. Entonces se estiro la ropa, peino sus alas y se lavo la cara. Después voló feliz hasta la gran Casa del Padre. Dios miro al ángel con mucho cariño, y el angelito se lleno de luz. -Ven para acá, te estoy necesitando para un mandado -¡Siempre listo, mi Señor. . .! dijo el ángel Dios señalo a la Tierra... -¿Ves aquella ciudad? Cuando Dios señalo el lugar, las nubes se corrieron obedientes. Entonces pudieron ver claramente aquella ciudad. Era bastante gris. Estaba llena de casas, una encima de la otra. La gente andaba apurada, y mientras miraban el reloj pulsera de reojo, entraban y salían de un lugar a otro. Las calles estaban llenas de autos y colectivos. - Ya veo, mi Señor... -comento el ángel-. ¿Hay que plantar algún rosal? Dios hizo que no con la cabeza. - Hay que ir a visitar un matrimonio que tiene. . . - ¡Ya se. . .! Tienen un hijo, y yo voy a ser su ángel guardián. . . ¿verdad? Pero Dios agrego: - Es un matrimonio sin hijos. Cuidan un perro pekinés. Gorosito abrió los ojos así de grandes!. Su corazón se asusto. Acaso lo mandarían a cuidar un perro pekinés? Entonces Dios vio la trompa del ángel, y sonrió. En seguida le dijo en secreto: - Bsss... bsss... bsss... Y a medida que Dios explicaba su plan misterioso, la cara del ángel se iba iluminando como una naranja. Es que el plan de Dios siempre es un misterio. Muy pocos pueden descubrirlo. Se entusiasmo tanto, que ahí nomas le dio a su Dios un ruidoso beso. Después partió. Al llegar al lugar señalado por Dios, espió por la ventana.


Entonces vio: Un perrito descansaba muy triste sobre un almohadón de seda. A su lado tenía dos chiches, un terrón de azúcar y un plato con leche. Un señor rogaba al animalito: - Vamos, hijito. . . toma un poco de leche. . . mira que esta tibia. . . ya viene mamita con el churrasco... no te hagas rogar... Pero el perro miraba para otro lado, haciéndose el orgulloso. Por una hendija de la ventana salió olor a churrasco. Entonces Gorosito tomo la punta del humo con olor a churrasco, y fue llevándola. . . llevándola. . . Allá abajo, en la vereda, había un chico. No tenia mama ni papa. Estaba solito en el mundo. Andaba por esas calles a la buena de Dios. Un día pedía limosna. . . otro día lustraba zapatos . . . y casi siempre tenía hambre. Pero justo en ese momento ¡oh, misterio del amor! el chico sintió un aroma muy rico. Era un olorcito a churrasco que le hizo recordar que tenía mucha hambre. Fue. . . como si alguien invisible lo estuviera tomando de la nariz, y lo levantara por el aire. . y lo pusiera en camino. . . y lo hiciera tocar un timbre. . . - ¿Quien sos? dijo el señor. - Hola. Buen día. . . dijo el chico sonriendo. Tengo un poco de hambre. . . Entonces el señor miro hacia adentro, y vio al perrito. Y miro hacia afuera y vio al chico que sonreía. Y se le apretó un poquito el corazón. - Veni, hijo. Pasa. . . dijo el señor. Cuando el chico entro, el perrito se levanto y se puso a hacerle fiestas. Claro. Lo que pasaba es que el perro pekinés estaba harto de que lo confundieran con un ser humano. El quería su lugar de perro en el mundo. Al oír los ladridos juguetones, se asomo la señora desde la cocina y vio : Un perrito, un niño y un papa. Desde aquel día un chico tuvo un hogar, una mama y un papa, y un perrito para jugar. . . y hasta un ángel guardián. Y en el rostro de Dios Padre floreció una sonrisa. Fin.


NAVIDAD EN FANTASÍA

Autor : Beleth.

La escarcha del Lago de Cristal se resquebrajó en el centro y de repente miles de fragmentos de hielo saltaron por todos lados centelleando bajo los rayos del Sol y formando una red de centelleos entre las facetas de los cristales de hielo. En mitad de aquella lluvia de color el Hada del Agua emergió del agua helada rodeada de un destello Aguamarina. Los animales del lago, agradecidos por haberles librado de su prisión de hielo, le felicitaron la Navidad. - ¡La Navidad! - exclamó ella llevándose las manos a la cabeza - ¡He estado tan ocupada haciendo nieve con el Hada del Frío que ni me he acordado! Y salió volando hacia el cielo dejando un reguero de gotas de rocío que formaron un Arco Iris tras ella. Cuando llegó al Árbol de los Deseos, hogar de todas las Hadas de Fantasía, este le felicitó la Navidad y abrió su boca para que ella pudiese entrar. Dentro todo era algarabía, el Hada Flora había prestado su gorro en forma de árbol para adornarlo y tras un toque de varita el sombrero alcanzó 2 metros. Era un abeto soberbio y de inmediato empezó a llenarse con adornos. El Hada de la Luz sacudió un poco la Estrella Polar y con el polvo de estrella que cayó espolvoreó el abeto de forma que empezó a resplandecer. Entre tanto Flora iba colgando frutas escarchadas de las puntas de las ramas mientras que el Hada del Fuego colgaba guirnaldas de velitas encendidas que se reflejaban en el polvo de estrella. El Hada del Agua también quería ayudar así que sacudió sus alas y el abeto se llenó de gotas de rocío, pero con el calor de las velas se empezó a evaporar. Por suerte estaba allí Nieve, el Hada del Frío que con un soplido congeló las gotas de rocío de forma que ahora parecía que el árbol estaba adornado con perlas. Cuando terminaron en el interior salieron al exterior y se dispusieron a adornar al Árbol de los Deseos. No pusieron tantos adornos, ya que el Árbol de los Deseos era un venerable anciano y debía guardar la compostura, pero sí los suficientes como para darle un aspecto de alegría. Después cada una salió corriendo a felicitar la Navidad a todo el mundo. El Hada del Fuego fue casa por casa y chimenea por chimenea felicitando a los habitantes que en ellas viven: las Llamas. Estos pequeños y juguetones seres saltarines recibieron con mucha alegría las felicitaciones y daban salto y hacían cabriolas en sus chimeneas. El Hada del Frío se fue a los Parajes Siempre helados a felicitar a los Hombres de Nieve, seres formados por enormes bolas de nieve redonda y que tienen una zanahoria por nariz. Cuando llegó estaban enzarzados en una divertida guerra de bolas de nieve. Es curioso como para evitar que les alcance una


bola de nieve ( y queden eliminados) se dividen en tres bolas de nieve de diferente tamaño y empiezan a rodar por el suelo. El problema es que a veces cada bola se va por su lado y a veces les cuesta un poco encontrarse. Flora fue a ver a todos los árboles del bosque para felicitarles las fiestas, y cuando terminó se fue al Prado del Color y visitó a cada una de las flores que en ese momento, por ser invierno se encontraban en sus casas bajo tierra a la espera de que llega se el Hada Primavera y les dijese que ya podían salir. El Hada de los Sueños entró en los sueños de todos los niños del mundo y les contó los más deliciosos sueños que podáis imaginar. Todo el mundo era feliz porque era Navidad en Fantasía. ¿Todo el mundo? No. Había alguien a quien todo eso le aburría. Alguien de corazón frío: Invierno. De las cuatro estaciones Invierno era sin duda la que peor llevaba su trabajo. Después de todo siempre era lo mismo, todo era gris, aburrido y monótono. Envidiaba a sus otros compañeros. Deseaba la algaraza de Verano, cuya aparición significaba el comienzo de la diversión. Se moría de envidia cuando veía a Primavera dar vida a los seres vivos, sobre todo cuando él pensaba que sólo podía matar y dormir a los animales y plantas. Por otro lado Otoño era demasiado melancólico e Invierno no podía soportar que Otoño fuese la estación más romántica. Ese día Invierno estaba especialmente harto de todo. Tanto que decidió irse y le dijo a sus compañeros: - Haced lo que queráis con mi estación, yo ya estoy aburrido. Y dicho esto se fue a pasear por la Constelación del Cisne. Las otras estaciones comenzaron a discutir acaloradamente. No se ponían de acuerdo en quién debería ser el que suplantase a Invierno. Finalmente, después de mucho discutir decidieron que lo mejor sería que se turnasen, que cada día se encargase uno. Lo echaron a suertes y le tocó empezar a Verano. Al día siguiente salió un Sol espléndido y abrasador. Hacía tanto calor que todo el mundo tuvo que apagar los fuegos y quitarse las bufandas. Aquello supuso un desastre para las Llamas, quienes se vieron sin hogar en unas fechas que siempre habían sido buenas. Además como todo estaba mojado no podían irse a ningún otro lugar. Pero lo peor fue cuando el calor empezó a fundir la nieve. Los Hombres de Nieve no sabían que hacer porque si aquellos seguí así acabarían derretidos. Aquello les había cogido por sorpresa y no les daba tiempo de llegar hasta las Montañas Eternas, donde solían pasar la temporada cálida ya que allí siempre hacía frío. Nieve, el Hada del Frío tuvo que hacer grandes esfuerzos para mantener a los Hombres de Nieve con vida. Cuando todo el mundo estaba desorientado con aquel cambio le tocó el turno a Primavera. Primavera recorrió los bosques y las praderas


despertando a las flores y las hojas. Pero las pobres flores al salir y encontrarse rodeadas de nieve se empezaron a helar de frío, Flora no sabía qué hacer para remediarlo. Pero el colmo fue cuando Otoño llegó e hizo caer las hojas de los árboles. La caída de la hoja es un duro golpe que los árboles encajan todos los años, y no se habían acabado de reponer del de ese año cuando se les volvieron a caer las hojas. Todo el bosque estaba triste. Esa noche las Hadas se reunieron en consejo de emergencia. Había que hacer algo o de lo contrario ese año las Navidades serían un desastre. Decidieron que fuese Rocío, el Hada del Agua la que fuese a hablar con las estaciones para averiguar lo que estaba pasando. Rocío voló y voló hasta la Torre del Tiempo, donde las Estaciones tenían su morada. Se sorprendió mucho al ver a Verano sentado en el trono, ya que ahí sólo se sentaba la estación que regía en aquel momento. Rocío se acercó a Verano y respetuosamente le preguntó por qué las estaciones habían alterado su orden. Verano le contó lo que le sucedía a Invierno. Rocío comprendió al pobre Invierno y fue en su búsqueda. Cuando llegó se lo encontró leyendo un libro a la luz de una estrella. Estaba recostado en la Luna que en ese momento tenía forma de cuna. - Hola Invierno. - saludó Rocío. - Hola. - dijo Invierno fríamente. -¿Qué quieres?. Entonces Rocío le contó todo lo que estaba sucediendo a causa de su ausencia. Pero al Invierno todo aquello no le importaba, necesitaba de algo que le alegrase la vida. Rocío pensó y pensó, hasta que por fin se le ocurrió: -¡ La Navidad !- exclamó. - ¡Tú tienes la Navidad! - Sí y qué. - contestó Invierno indiferente. Si contestas así es porque nunca has sentido la Navidad, es un tiempo de perdón y de fraternidad. De olvidar las diferencias con los demás. Es con mucho la época más alegre del año y tú dices que tu estación es aburrida, prueba a vivir la Navidad y verás. E Invierno hizo caso del Hada del Agua. Volvió a la Torre del Tiempo y vivió en fraternidad con las otras Estaciones olvidando todas las envidias que había arrastrado toda su vida. Y ese año le gustó tanto la Navidad que a partir de entonces Invierno siempre espera con entusiasmo su turno para poder adornarlo todo con la nieve y disponerlo para la Navidad. Fin.


La amistad es el tesoro más valioso de una persona Erase una vez un bonito pueblo en medio de un frondoso y colorido bosque habitado por unos alegres animales. Cada año, con la caída de las primeras nieves y la llegada de las estrellas de luz, se reunían en torno al Gran Árbol para preparar la Navidad y conocer una de las noticias más esperadas de la temporada. Todas las actividades que realizaban en aquella Época tenían como objetivo la convivencia, el fomento de la amistad y la diversión. El concurso de cocina, organizado por la Señora Ardilla, hacía las delicias de los más comilones, pues los platos presentados eran degustados al finalizar la competición. Los más pequeños participaban en la tradicional Carrera de Hielo, que tenía lugar en el lago helado y acudían cada tarde a los ensayos de la Señorita Ciervo, que era la encargada del coro que alegraba con sus villancicos todos los rincones del bosque. Y, por supuesto, estaba lo mejor noche de todas: la Nochebuena, en la que se representaba una obra de teatro que tenía como tema central la amistad. El Señor Búho, como director de la escuela de teatro, seleccionaba una pieza de entre todas las que enviaban los animales aspirantes a ser los elegidos para llenar de paz los corazones de los habitantes del bosque, pero ese año: - Bienvenidos todos a la reunión preparatoria de la Navidad, dijo el Señor Búho posado en la rama más robusta del Gran Árbol. Este año, la elección de la obra ha estado muy reñida porque todas las propuestas eran de gran calidad, pero había que elegir un ganador. Así que sin más demora demos un aplauso al Sr. Conejo, autor de la obra ganadora “Salvemos el bosque”. - Gracias, gracias, es un honor para mí, exclamaba Conejo entre aplausos. - Bien, pues ya sabéis que mañana a las diez daremos comienzo a las pruebas de selección. Rogamos puntualidad a los interesados, concluyó el Sr. Búho. Al día siguiente, a la hora convenida, comenzó la selección. Al ser un musical, las pruebas se centraron en las habilidades de canto y baile, pues eran requisitos imprescindibles. La obra contaba la trama de un guardabosque que debía salvar la flora de un malvado leñador, obsesionado con cortar un Árbol milenario y arrasar todo lo que se pusiera en su camino. En su lucha por preservar el entorno natural, el guardabosque contaba la inestimable ayuda de un girasol y de un lirio que ponían su astucia al servicio de la noble causa. Tras varias horas, los papeles quedaron repartidos de la siguiente manera: el Sr. Oso haría de guardabosques, Castor sería el vil leñador, la Sra. Pata representaría al girasol, y la Sra. Lince, al lirio.


Al principio todo marchaba estupendamente, los actores estaban contentos con sus papeles y trabajaban duro para perfeccionar sus actuaciones, hasta que hizo su aparición el peor de los fantasmas: la envidia. - Sr. Conejo, creo que Castor tendría que tener un poco más de protagonismo. El leñador está lleno de matices y podríamos crear unos espectaculares efectos especiales que dejarían al público boquiabierto, dijo el Sr. Búho en uno de los ensayos. -Sí, puede que tengas razón y deba retocar el texto para darle más peso a Castor. Podemos hacer un juego de luces y sombras cada vez que aparezca y realzar su papel. Ante estas palabras Castor se puso muy contento, pues estaba muy ilusionado con la obra, pero Oso no lo vio con los mismos ojos. Si a Castor le daban más protagonismo, eso significaba que él dejaría de ser el protagonista absoluto, y eso no le gustó nada. El ensayo del día siguiente fue un caos. En lugar de avanzar, daban pasos hacia atrás. Oso no colaboraba y Castor, que se había dado cuenta de lo que estaba pasando, estuvo muy arisco. Por si fuera poco, el vestuario también había sido fuente de conflictos entre las chicas. La Sra. Pata consideraba que el vestido de la Sra. Lince era más llamativo y que debían haberlo echado a suertes. La tensión en el escenario se podía cortar y desastre no se hizo esperar, y durante el ensayo de la escena final, que reunía a todos los actores en el escenario para interpretar el número final comenzaron a empujarse unos a otros con tal brío que parte del decorado se rompió. - Orden, orden, pero bueno ¿qué pasa? preguntó Conejo encolerizado. Habéis echado a perder el trabajo de varios días y de todos los que han colaborado en la puesta en escena. Quedan sólo dos días para Nochebuena, pero si tuviéramos más tiempo os echaría a todos de la obra. Se acabó el ensayo por hoy. Conejo estaba rabioso, no entendía nada. Pero ¿cómo podían pelearse por una cosa así? Al día siguiente los habitantes se despertaron siendo testigos de un acontecimiento terrible: la nieve había desaparecido y las estrellas de luz se habían apagado. ¿Cómo era posible? Asustados, los animales se congregaron alrededor del Gran Árbol, en busca del sabio consejo del Sr. Búho. - Queridos habitantes del bosque, el espíritu de la Navidad se ha ido, sentenció Búho. - ¿Y cómo podemos hacer que vuelva? preguntó asustada la Sra. Ardilla.


- Nos vamos a quedar sin Navidad, se oyó decir a un lobezno. - Hoy es un día muy triste. La envidia ha desatado unas reacciones negativas en cadena. La nieve se ha derretido, las estrellas han dejado de lucir y la obra de teatro peligra. Oso estaba escuchando tras un arbusto y tenía miedo a salir porque sabía que era el desencadenante de la situación, pero había que ser valiente y afrontar las consecuencias de los propios actos, así que se decidió a salir. - Lo siento mucho. Si hay algún culpable, ése soy yo. Me cegó la envidia. ¿Qué puedo hacer para enmendar mi error? - No, no tienes por qué cargar con las culpas tú sólo, yo también he contribuido con mi mal comportamiento. Si sirve de algo yo también lo siento, se lamentó Castor. - Si te hace ilusión, te cambio el vestido, me importa más tu amistad que un trozo de tela, exclamó la Sra. Lince dándole un abrazo a la Sra. Pata. - Mirad, ¡está nevando! gritó con entusiasmo una voz. - Sí y parece que en el cielo brillan de nuevo las estrellas. ¡El espíritu de la Navidad ha vuelto!, se oyó. Ese año, la Navidad se vivió con mucha intensidad en el bosque, al fin y al cabo estuvieron a punto de perderla para siempre. Habían aprendido la lección y ahora sabían que la envidia cegaba y tenía unos efectos muy negativos que no se podían controlar. Así que para que no se les olvidara nunca construyeron una gran placa de madera que colgaron del Gran Árbol. En ella se podía leer la siguiente inscripción: "El tesoro más valioso que posees es la amistad, cuídalo todos los días y crecerá".


Un viaje increíble Esta es la historia de Carlos, un ratón que vivía en la punta de un cerro. Carlos trabajaba día y noche para limpiar el polvo a una bota que hace años atrás le había regalado su amigo, el viejito Michel. Ya era costumbre para él pasar las navidades con esa bota, y como faltaba poco para las fiestas, escuchó que golpeaban su puerta. ¡Era su amigo Michel, que venía del pueblo! Se le veía muy cansado. Carlos le dijo a Michel que se sentara a descansar. Michel había subido caminando hasta la punta del cerro para invitar a Carlos a pasar la Navidad en su casa. Michel pensaba que su amigo se sentiría solo en Navidad. Michel había tardado en su viaje más de los que debía, sabía que para subir a la punta del cerro tenía que caminar nueve días, pero,… debido a lo resbaloso del pasto, había tardado el doble. Michel se encontraba cansado y triste porque faltaban solo tres días para la Navidad. Sabía que era imposible estar de vuelta con su familia para ese día. Así que Carlos, preocupado, pensaba y pensaba en cómo poder ayudar a su amigo. ¡Y planeó un viaje increíble! Y fue así que, con voluntad y amistad, Carlos y Michel celebraron juntos la Navidad. Carlos con su bota, y Michel con su familia.


Un regalo de Navidad. Cuentos navideños En una pequeña ciudad había una sola tienda que vendía árboles de Navidad. Allí se podían encontrar arboles de todos los tamaños, formas y colores. El dueño de la tienda había organizado un concurso para premiar al arbolito más bonito y mejor decorado del año y lo mejor de todo, es que sería el mismo San Nicolás quien iba a entregar el premio, el día de Navidad. Todos los niños de la ciudad querían ser premiados por Santa y acudieron a la tienda a comprar su arbolito para decorarlo y poder concursar. Los arbolitos se emocionaban mucho al ver a los niños y decididos a ser el elegido, les gritaban:¡A mí... a mí... mírame a mí ¡ Cada vez que entraba un niño a la tienda era igual, los arbolitos comenzaban a esforzarse por llamar la atención y lograr ser escogidos. ¡A mí que soy grande!... ¡no, no a mí que soy gordito!... o ¡a mí que soy de chocolate!... o ¡a mí que puedo hablar!. Se oía en toda la tienda. Pasando los días, la tienda se fue quedando sin arbolitos y sólo se escuchaba la voz de un arbolito que decía: A mí, a mí... que soy el más chiquito. A la tienda llegó, casi en vísperas de Navidad, una pareja muy elegante que quería comprar un arbolito. El dueño de la tienda les informó que el único árbol que le quedaba era uno muy pequeñito. Sin importarles el tamaño, la pareja decidió llevárselo. El arbolito pequeño se alegró mucho, pues al fin, alguien lo iba a poder decorar para Navidad y podría participar en el concurso. Al llegar a la casa grande, donde vivía la pareja, el arbolito se sorprendió: ¿Cómo siendo tan pequeño, podré lucir ante tanta belleza y majestuosidad?. Una vez que la pareja entra a la casa, comenzaron a llamar a la hija: ¡Regina!... ven... ¡hija!... te tenemos una sorpresa. El arbolito escuchó unas rápidas pisadas provenientes del piso de arriba. Su corazoncito empezó a latir con fuerza. Estaba dichoso de poder hacer feliz a una linda niñita. Al bajar la niña, el pequeño arbolito, se impresionó de la reacción de esta. ¡Esto es mi arbolito!... Yo quería un árbol grande, frondoso, enorme hasta el cielo para decorarlo con miles de luces y esferas. ¿Cómo voy a ganar el concurso con este arbolito enano? Dijo la niña rompiendo en llanto.


Regina, era el único arbolito que quedaba en la tienda. Explicó su padre. ¡No lo quiero!...es horrendo... ¡no lo quiero! Gritaba furiosa la niña. Los padres, desilusionados, tomaron al pequeño arbolito y lo llevaron de regreso a la tienda. El arbolito estaba triste porque la niña no lo había querido pero tenía la esperanza de que alguien vendría por él y podrían decorarlo a tiempo para la Navidad. Unas horas más tarde, se escuchó que abrían la puerta de la tienda. ¡A mí... a mí... que soy el más chiquito. Gritaba el arbolito lleno de felicidad. Era una pareja robusta, de grandes cachetes colorados y manos enormes. El señor de la tienda les informó que el único árbol que le quedaba era aquel pequeñito de la ventana. La pareja tomó al arbolito y sin darle importancia a lo del tamaño, se marcho con este. Llegando a la casa, el arbolito vio como salían a su encuentro dos niños gordos que gritaban: ¿Lo encontraste papi?... ¿Es cómo te lo pedimos mami? Al bajar los padres del coche, los niños se le fueron encima al pequeño arbolito. ¿Y qué pasó después? Acaben la historia. Consulten a la familia... Por Amarilis Irigoyen


El gigante egoísta. Cuento infantil de Navidad Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Los pájaros se apoyaban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura, que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos. Los niños eran felices allí. Pero un día el Gigante regresó. Había ido a visitar su amigo el Ogro de Comish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín. Furioso, el Gigante les dijo con voz retumbante: - ¿Qué hacen aquí? Los niños escaparon corriendo en desbandada. Y continuó el Gigante: - Este jardín es mío. Es mi jardín propio. Todo el mundo debe entender eso, y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí. Enseguida, puso un cartel que decía: "ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES" Era un Gigante egoísta. Los niños se quedaron sin tener donde jugar. Intentaron jugar en otros lugares, pero no les gustó. Y al pasaren cerca del jardín del Gigante, pensaban en cómo habían sido felices allí. Cuando la primavera volvió, toda la ciudad se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta seguía el invierno. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles no florecían. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra. Los únicos que allí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha que, observando que la primavera se había olvidado de aquel jardín, estaban dispuestos a quedar allí todo el resto del año. La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco, y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el invierno. Y el Viento del Norte invitó a su amigo granizo, que también se unió a ellos.


Mientras tanto, el Gigante Egoísta, al asomarse a la ventana de su casa, vio que su jardín todavía estaba cubierto de gris y blanco. Y pensó: - No entiendo por qué la primavera se demora tanto en llegar aquí. Espero que pronto cambie el tiempo. Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno. Los frutales decían: - Es un gigante demasiado egoísta. De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el viento del Norte, el Granizo, la Escarcha, y la Nieve bailoteaban lamentablemente entre los árboles. Una mañana, el Gigante estaba todavía en la cama cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventada, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir, y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas. - ¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la primavera - dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana. ¿Y qué es lo que vio? Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. Los niños habían entrado al jardín a través de una brecha del muro, y se habían trepado a los árboles, En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices que se habían cubierto de flores. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo era invierno en un rincón. Era el rincón más apartado del jardín, y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él. El Gigante sintió que el corazón se le derretía. - ¡Cómo he sido egoísta! - exclamó-Ahora sé por qué la primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.


El Gigante estaba de veras arrepentido por lo que había hecho. Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape, y en el jardín volvió a ser invierno otra vez. Sólo el niño pequeñín del rincón no escapó porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. El Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Los otros niños, cuando vieron que el Gigante no era malo, volvieron corriendo. Con ellos la primavera regresó al jardín. Y les dijo el Gigante: - De ahora en adelante, el jardín será vuestro. Y tomando un hacha, echó abajo el muro. Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños. Estuvieron jugando allí todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante. - Pero ¿dónde está el más pequeño? - Preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón? El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso. - No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito. - Díganle que vuelva mañana - dijo el Gigante. Pero los niños contestaron que no sabían donde vivía, y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste. Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero no volvieron a ver el niño pequeñito. El Gigante lo echaba de menos. Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar. Pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín. -Tengo flores hermosas - se decía-, pero los niños son lo más hermoso de todo. Una mañana de invierno, miró por la ventada mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno pues sabía que el invierno era simplemente la primavera dormida, y que las flores estaban descansando. Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró….. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.


Lleno de alegría el Gigante se acercó al niño y notó que él tenía heridas de claros en las manos y en los pies. Preocupado, y a gritos, el Gigante le preguntó quién se había atrevido a hacerle daño. Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo: - ¡No! Estas son las heridas del Amor. - ¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? - preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño. Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo: - Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso. Y cuando los niños llegaron esa tarde, encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas. FIN Un cuento de Oscar Wilde (Irlanda,1854 - Francia,1900)


Cuento navideño:

El cocinero de Nochebuena

Ésta es la historia de un cocinero que debía preparar una sabrosa cena de Nochebuena. Había trabajado tanto durante los meses precedentes que se vio abandonado por la inspiración, precisamente en la época más importante del año. Pasaba el día pensando e ideando menús navideños, sin que ninguno de ellos lograra satisfacerle. Así llegó la víspera de Navidad y él seguía huérfano de ideas. Tan cansado estaba que le pudo el sueño y se quedó dormido sobre la mesa de la cocina, rodeado de libros y cuadernos de recetas. Se vio convertido en un orondo Papá Noel con su abultado saco al hombro, y viajando a bordo de un bello trineo que se deslizaba silencioso por la nieve al son de un dulce tintineo de campanillas. Desconocía el lugar al que se dirigía, pero intuía que el trineo conocía su destino. Porque debo decir que el vehículo que le transportaba no era tirado por ciervos ni por renos, sino que únicamente se desplazaba guiado por una fuerza invisible. Una vez finalizado el viaje, el trineo se detuvo ante una rústica casita en el bosque, de cuya chimenea escapaba un inmaculado y cálido humo blanco. Llamó a la puerta y ésta se abrió al instante, sin que nadie apareciera tras ella. Entró en la casa y halló un bello salón decorado con toques navideños que provocó en él una profunda y hogareña sensación. Un pequeño abeto le hacía guiños junto a la chimenea encendida, cuyos troncos crepitaban e iluminaban la estancia con sus llamas, y de la que colgaban unos calcetines de bellos colores, esperando ser llenados de regalos. En el centro de la estancia, una acogedora mesa, bellamente dispuesta y con las velas encendidas, esperaba ser cubierta de manjares. No había nadie a su alrededor, y sin embargo se sentía acompañado por presencias invisibles que él percibía, aún sin verlas. Depositó el saco en el suelo y se dispuso a abrirlo. Desconocía lo que podía albergar y por un momento sintió que su corazón latía con más fuerza. Se sentó en una mullida butaca junto a la chimenea y con manos temblorosas empezó a extraer el contenido. Lo primero que apareció fue una bella sopera con una reconfortante Sopa de Crema, hecha con una gallina entera, aderezada con unos diminutos dados de su pechuga. Levantó la tapa y una oleada de vapor repleto de aromas empañó sus gafas. Después, un dorado y casi líquido Queso Camembert hecho al horno, con aromas de ajo y vino blanco, acompañado de un crujiente pan hizo que su boca se llenara de agua. Hundió la nariz en él y lo depositó sobre la mesa. Su tercer hallazgo fue una Pierna de Cerdo rellena


con ciruelas pasas y beicon ahumado que venía acompañada de un sin fin de guarniciones, a cual más apetitosas: cremoso puré de patata aromatizado con aceite de ajo y con mostaza, salsas agridulces y chutneys irresistibles, compota de manzana con vinagre y miel... ¡de ensueño! Dispuso la inmensa fuente en el centro de la mesa y aspiró los intensos aromas que aquella sinfonía de contrastes culinarios le ofrecía. En un rincón del salón, reparó en una mesita auxiliar dispuesta para los postres y allí colocó un crujiente Strudel de Manzana y nueces y una espectacular Anguila de Mazapán, una dulcera de cristal que albergaba una deliciosa Compota de Navidad al Oporto y un insólito Helado de Polvorones. Apenas podía creer lo que estaba sucediendo, se sentía embargado por la emoción. El menú tocaba a su fin y comprendió que era hora de abandonar aquella cálida casita, para dejar que sus moradores disfrutaran en la intimidad de las exquisitas viandas que había traído en su saco. Pensó que los manjares se enfriarían si no lo hacía pronto, pero comprendió que el calor, material y espiritual, que invadía todos y cada uno de los rincones de la estancia se encargaría de mantenerlos a la temperatura adecuada. Como toque final a su visita, llenó los calcetines de la chimenea con figuritas de mazapán, polvorones y turrones, que sin duda harían las delicias de los niños... y de los menos niños. Le despertó el borboteo de un caldo que había dejado en el fuego y que amenazaba con desbordar el puchero. Era ya de madrugada, pero aún tenía tiempo de ponerse manos a la obra y elaborar el menú de la casita del bosque. La fuerza invisible que guiaba el trineo no era otra cosa que el amor que el cocinero sentía por el mundo de la cocina.


El conejito burlón Vivía en el bosque verde un conejito dulce, tierno y esponjoso. Siempre que veía algún animal del bosque, se burlaba de él. Un día estaba sentado a la sombra de un árbol, cuando se le acercó una ardilla. - Hola señor conejo. Y el conejo mirando hacia él le sacó la lengua y salió corriendo. Que maleducado, pensó la ardilla. De camino a su madriguera, se encontró con una cervatillo, que también quiso saludarle: - Buenos días señor conejo; y de nuevo el conejo sacó su lengua al cervatillo y se fue corriendo. Así una y otra vez a todos los animales del bosque que se iba encontrando en su camino. Un día todos los animales decidieron darle una buena lección, y se pusieron de acuerdo para que cuando alguno de ellos viera al conejo, no le saludara. Harían como si no le vieran. Y así ocurrió. En los días siguientes todo el mundo ignoró al conejo. Nadie hablaba con él ni le saludaba. Un día organizando una fiesta todos los animales del bosque, el conejo pudo escuchar el lugar donde se iba a celebrar y pensó en ir, aunque no le hubiesen invitado. Aquella tarde cuando todos los animales se divertían, apareció el conejo en medio de la fiesta. Todos hicieron como si no le veían. El conejo abrumado ante la falta de atención de sus compañeros decidió marcharse con las orejas bajas. Los animales, dándoles pena del pobre conejo, decidieron irle a buscar a su madriguera e invitarle a la fiesta. No sin antes hacerle prometer que nunca más haría burla a ninguno de los animales del bosque. El conejo muy contento, prometió no burlarse nunca más de sus amigos del bosque, y todos se divirtieron mucho en la fiesta y vivieron muy felices para siempre. FIN Moraleja del cuento: Procura no burlarte (Autor: L.A.V.M de www.santaclaus.cl)

nunca de

la gente


Nacimiento del niño Jesús Era un 24 de diciembre María y José iban camino a Belén, José iba a pie y María sentada en un burro. María estaba embarazada y esa noche tendrá a su hijo, el que se llamara Jesús. Tiempo atrás el arcángel Gabriel visitó a María y le dijo que en su vientre llevaba al hijo de Dios, al que debía llamar Jesús. María y José buscaron donde dormir esa noche, pero nadie podía alojarlos, estaba todo ocupado. Un señor de buena voluntad les prestó un establo para que pasaran la noche, mientras José juntaba paja para hacerle una cama a María. En el cielo nació una estrella que iluminaba más que las demás. En el oriente, lejos de Belén estaban tres sabios astrólogos, se llamaban: Baltasar, Melchor y Gaspar. Ellos sabían que el nacimiento de esta estrella significaba que un nuevo rey iba a nacer. Los tres sabios a los que conocemos como Los Tres Reyes Magos fueron guiados por la estrella hasta el pesebre del nuevo rey, Jesús. El nuevo rey ha nacido dijeron los Reyes Magos, y le regalaron a Jesús oro, mirra e incienso. Así como Baltasar, Melchor y Gaspar llevaron regalos a Jesús… Ahora el viejito pascuero (Papá Noel) trae regalos en Navidad, celebrando cada año, el Nacimiento de Jesús.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.