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1. ¿POR QUÉ QUIERE DIOS REFORMAR A SU IGLESIA? Así estaba escrito en el libro del profeta Isaías: Se oye una voz;/ alguien clama en el desierto:/ “¡Preparen el camino del Señor;/ abran sendas rectas para él! LUCAS 3.4, La Palabra, SBU
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a pregunta sobre la razón de que Dios quiera reformar a su Iglesia procede de la preocupación permanente acerca de los caminos que elige seguir esta presencia histórica y transitoria (lo uno por lo otro) en el mundo. Su doble característica de institución promovida por Dios para ser un signo de su Reino, pero también como comunidad humana sujeta a los múltiples vaivenes e impredecibles coyunturas la hace ser, en palabras de Emil Brunner, un gran “malentendido”, incluso a veces para sus integrantes. De ahí que los impulsos que periódicamente levanta el Espíritu para sacudirla y ponerla a la altura de los designios divinos (como lo muestran las cartas del vidente de Patmos a las comunidades de Asia Menor en Ap 2-3) y de las exigencias del momento, una convergencia constante según la evidencia bíblica, obliga a prestar atención siempre a los movimientos, agentes o que intentan modificar el rostro y la actuación de la iglesia. En esta línea de pensamiento, un acercamiento a la figura del profeta Juan llamado “el Bautista” bien puede ayudar a apreciar cómo, previo a la aparición de Jesús de Nazaret, el Espíritu suscitó en medio del pueblo, en cumplimiento del anuncio deuteronomista (Dt 18.15-22) y corroborada por Jeremías (18.18) de que nunca faltarían ese tipo de voces, la presencia de alguien que, con enorme autoridad moral y espiritual, denunció a los poderes religiosos y seculares de su tiempo. Lucas no nos ahorra el marco socio-político y religioso, por niveles, para situar el anuncio profético y reformador de Juan: a) era el 15º año del reinado de Tiberio, quien había sucedido a Augusto; b) Pilato, gobernador de Judea entre el 26 y 36 d.C.; c) Herodes Antipas, gobernante de algunas de las cuatro regiones que heredó Herodes el Grande, Galilea y Perea; d) Filipo, también hijo de aquel Herodes, ; e) de Lisanias no se tienen muchas noticias, pero Abilene era un pequeño territorio cercano al lago de Genesaret; f) Anás fue sumo sacerdote durante los años 6 al 15 y su gran prestigio le hizo conservar una notable autoridad durante el tiempo en que fue sumo sacerdote su yerno Caifás, años 18-36; oficialmente, el sumo sacerdote, sin embargo, de hecho, lo era Anás. Ése era el ambiente impuesto y tolerado por los romanos. En estos días de nuevos escándalos vaticanos, Hans Küng se pregunta si la iglesia tiene salvación, una expresión que radicaliza la preocupación de los espíritus reformadores. En palabras de Leonardo Boff, este libro “expresa un grito casi desesperado en pro de transformaciones y, al mismo tiempo, una manifestación generosa de esperanza de que éstas son posibles y necesarias, si no se quiere entrar en un lamentable colapso institucional”.1 Pero en la tradición de la Reforma L. Boff, “¿Tiene salvación la Iglesia?”, en http://servicioskoinonia.org/boff/articulo.php?num=506. 1
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Protestante, apegada a una sana lectura de los textos, las observaciones críticas eran contundentes, en el talante radical de Juan: La Escritura, al narrar los sucesos de Israel, “enseña que Dios, aunque nunca abandonó a su Iglesia, destruye a veces el debido orden político”. “Por consiguiente, no creamos que Él se halla tan vinculado a las personas que la Iglesia sea necesariamente indefectible, esto es, que no puedan apartarse de la verdad quienes la presiden” [1 Sam 1.18; CO 29, p. 244]. […] Han abusado “tiránicamente de su potestad” y han “depravado el modo de gobernar la Iglesia instituido por Dios” [Ez 13.8-9, CO 40, p. 280; Cf. Carta 1607, CO 14, p. 294 s; Carta 3232, CO 18, p. 159s]. […] Lo sucedido bajo el papado muestra “que en el reino de Cristo se cumple lo que aconteció bajo la ley, a saber, que a veces la Iglesia se cubre de miserias y yace oculta sin esplendor ni forma” [Jer 30.20, CO 38, p. 634]. […] “Así pues, entre ellos hay Iglesia, es decir, Dios tiene allí su Iglesia, aunque oculta, y la conserva milagrosamente; pero de ahí no se deduce que ellos sean dignos de algún honor; al contrario, son más detestables porque, debiendo engendrar hijos e hijas para Dios, los engendran para el diablo y los ídolos” [Ez 16.20, CO 40, p. 354].2
Estas fueron las bases para una crítica radical comportamiento de los dirigentes eclesiásticos. Juan el Bautista, como último profeta del Antiguo Testamento, llama a la conversión del pueblo de abajo hacia arriba y no duda en señalar con dedo flamígero los errores de gobernantes y pueblo en general, asumiendo la subversión de la fe y de la política como parte del mismo problema. Dios quería reformar completamente la existencia histórica de su pueblo aun cuando estuviera dominado por un imperio. Pero para Juan, éste sólo era la envoltura histórica de una comunidad que podía retomar los lazos con el Dios de la Alianza, pero que lamentablemente ya no se pudieron reconstruir. Sus duras palabras ya no tendrían el eco esperado (“¡Hijos de víboras! ¿Quién les ha avisado para que huyan del inminente castigo? Demuestren con hechos su conversión y no anden pensando que son descendientes de Abrahán. Porque les digo que Dios puede sacar de estas piedras descendientes de Abrahán, Lc 3.7b-8). Por eso anticipa a Jesús, quien rompe con la particularidad relacionada con el antiguo Israel y abre las puertas de toda la humanidad para el trato salvífico con Dios. Con todo, el mismo Juan atisba ya esta universalidad que Lucas proyecta en la cita de Isaías: “¡Que se enderecen los caminos sinuosos y los ásperos se nivelen, para que todo el mundo contemple la salvación que Dios envía!” (Lc 3.5b-6). Juan demandaba una reforma social, cultural y política, a la que incluso los soldados extranjeros estaban convocados. Nadie debía librarse de ella. Dios quiere reformar su Iglesia siempre porque las continuidades y discontinuidades históricas alteran el proyecto original y continuamente se requiere renovar no sólo el rostro o los aspectos institucionales sino, cuando es necesario, las raíces mismas del conjunto humano, sus vicios, Jesús Larriba, Eclesiología y antropología en Calvino. Madrid, Cristiandad, 1975 (Biblioteca teológica, 5), pp. 368-369, 371. 2
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hĂĄbitos, comodidades, actitudes, etcĂŠtera. La tarea reformadora no es cosa fĂĄcil, pues comprenderla lo mejor posible, entregarse a ella y encontrar las formas que debe alcanzar para ser efectiva, propositiva y concreta.
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2. ¿CUÁNDO LLEVA A CABO DIOS LAS REFORMAS ECLESIÁSTICAS? Luego preguntó: —¿Qué monumento es ese que veo? La gente de la ciudad le respondió: —Es la sepultura del hombre de Dios que vino de Judá y profetizó todo lo que acabas de hacer contra el altar de Betel. Entonces Josías ordenó: —Déjenlo. Que nadie toque sus huesos. Y así se respetaron sus huesos junto con los del profeta que había venido de Samaria. II REYES 23.17-18, La Palabra, SBU
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o siempre es claro cuándo son los tiempos propicios para llevara cabo las reformas eclesiásticas, e incluso tal vez sea un exceso atribuir este concepto a las acciones que Dios
realiza en la historia, pues la Iglesia también forma parte del horizonte mayor del Reino de Dios y cualquier impulso por renovarla o transformarla únicamente debe interpretarse en función de él. Las reformas eclesiásticas serían, entonces, signos de la presencia del Reino en la Iglesia y una muestra de la conversión de ésta a sus valores supremos. Cada reforma de la Iglesia supone la intervención directa del Espíritu Santo para introducir en las comunidades la perspectiva divina y así superar todas las mezquindades humanas que amenazan siempre con adueñarse de los planes que rebasan cualquier mentalidad que desee imponerse como absoluta o única. Esta mentalidad es la que han enfrentado siempre los/as reformadores de todos los tiempos, pues la resistencia de los poderes religiosos y políticos, enquistados en las comunidades cristianas es el mayor obstáculo para renovar la vida y la fe. Al releer los textos acerca de las “reformas” del rey Josías en Judá, salta a la vista la presencia o ausencia de los profetas en ese proyecto de cambio, pero no porque Dios hubiera optado por prescindir de la profecía para suscitarlo y acompañarlo. Por el contrario, los restos del profeta (I R 13) que fueron encontrados y respetados (II R 23.15-18) representan que el anuncio de los cambios por venir estaban presentes, pero no habían sido suficientemente atendidos por los gobernantes o por el pueblo. Los mediadores de lo sagrado, los reyes y los sacerdotes asumieron como una afrenta personal el hecho de que los hombres o mujeres de Dios, pues no hay que olvidar tampoco el papel desempeñado por Hulda en esta etapa de la historia (II R 22.14-20), fueron verdaderas barreras para que el pueblo retomara el rumbo original en su camino para ser una comunidad alternativa en la historia. La función de los/as profetas en estas situaciones era: a) denunciar la realidad crítica y golpear la conciencia (concientizar) del pueblo, los gobernantes y la clase sacerdotal; b) inspirar a la sociedad en su conjunto para que, luego de la conversión, reorientaran su espiritualidad; y c) anunciar, atisbar y proponer nuevos rumbos de vida como fruto de esa conversión. La radicalidad de las acciones de Josías, sus “reformas estructurales”, religiosas en la forma, no fueron más que un esfuerzo del propio Dios por devolver a la comunidad de Israel el destino para 6
el cual la había elegido: ser luz en medio de las naciones para que éstas conocieran al verdadero Dios, con Ezequías como casi único antecedente. Pero este propósito estaba velado o suspendido por la intromisión de otros proyectos políticos que, al humanizar o reconducir las intenciones divinas, acabaron por desnaturalizarlas y hacerlas incomprensibles para las mayorías. De ahí que el periodo de 31 años en los que Josías ejerció el poder (II R 22.1, 642-609 a.C.) haya sido un auténtico oasis en el que el pueblo pudo enterarse nuevamente de hasta dónde se había alejado de los principios que Dios estableció para que se experimentaran en todas las áreas de la vida colectiva e individual. Las familias de Israel solamente conocían las intrigas de los gobernantes y contemplaban pasivamente cómo sus dirigentes políticos y religiosos corrompían cada vez más los designios del Dios que había hecho una alianza con ellas. Para algunos, esas reformas fueron muy tardías, pues sólo hubo otros cuatro reyes en Judá y vino el fin de la nación, 22 años después. Josías llegaba demasiado tarde y el mecanismo de destrucción del reino de Judá estaba ya en marcha: Josías fue una de sus primeras víctimas. Entonces, ¿para qué sirvió su reinado? De la obra de Josías ha quedado una cosa de gran importancia: el movimiento deuteronomista. La publicación del libro de la Ley puso en marcha este movimiento que unía a todos los que sostenían la política de renovación nacional emprendida por Josías. Especialmente por sus escritos, el movimiento deuteronomista es uno de los que más ayudaron a Israel a atravesar la prueba del destierro sin perder su identidad ni su fe en el Dios de la alianza. La grandeza de Josías consiste en haberlo hecho posible.3
Preguntarse por los tiempos debe llevar a pensar en las coyunturas, es decir, en las situaciones y estrategias que mejor contribuyan a intentar la recuperación del camino querido por Dios. Tres son los tiempos que se presentan ante nosotros en este análisis iluminado por la revelación bíblica. El primero, es el modelo desarrollado por Josías: desde el poder, un gobernante consciente de la obediencia que el pueblo le debía a Dios, toma las determinaciones que, con un “costo político” monumental, restablecerían, en parte, el pacto de Dios y sus consecuencias positivas para la vida del pueblo, aunque para muchos ese esfuerzo fue bastante tardío. Segundo, en el siglo XVI, las reformas eclesiásticas surgieron como un proceso intra y extra-eclesiástico que formaron parte de un proceso de transformación profunda de la existencia social, y contribuyeron a establecer lo que se conoce como “modernidad”. Este proceso cultural, ideológico y político fue el marco general en donde el cristianismo debía encontrar un nuevo rostro para y no sucedió, primordialmente, en función o con base en la preocupación de los poderes por que la fe se expresara y se viviera adecuadamente, lo cual era esperar demasiado. Más bien, y como parte de una lectura crítica de los procesos eclesiásticos, el molde antiguo con que se vivía la fe, de características corporativas y que anulaban al individuo, comenzó a resquebrajarse y, en su lugar,
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Pierre Buis, El libro de los Reyes. Estella, Verbo Divino, 1995 (Cuadernos bíblicos, 86), p. 44. 7
emergieron nuevas formas de relacionarse con Dios, con la Iglesia y con el mundo. Se trató de una auténtica revolución de las ideas y de las prácticas. Finalmente, los tiempos recientes, si son vistos como espacios de gracia y renovación, también exigen tomar determinaciones difíciles, pero pertinentes, ante la necesidad de situarse en el plano de la renovación de las estructuras eclesiásticas, las cuales también se resisten al cambio, pues de manera acumulativa quienes las encarnan suponen que deben permanecer aunque ya no representen el espíritu que las originó. En el caso del protestantismo reformado, esta manera de actuar choca profundamente con los valores que expresa lo que se ha denominado “el principio protestante”, esto es, que ninguna estructura o institución humana puede pretender ser absoluta, pues únicamente lo sagrado tiene ese carácter. “El tema evangélico de la purificación del templo está asociado en los escritos calvinianos a la renovación de la Iglesia. La renovación se realiza mediante la purificación de los miembros y mediante la restauración de la doctrina verdadera y del culto legítimo”.4
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F. Larriba, Eclesiología y antropología en Calvino. Madrid, Cristiandad, 1975, p. 363. 8
3. ¿CÓMO PRODUCE DIOS LAS REFORMAS EN MEDIO DE SU PUEBLO? Esto dice el Señor Dios: Aquí estoy, enfrentado a los pastores. Voy a exigir que me devuelvan mi rebaño, voy a poner fin a su oficio de pastores; ya no volverán a apacentarse a sí mismos; arrancaré a mis ovejas de sus fauces para que ya no les sirvan de alimento. Esto dice el Señor Dios: Yo mismo buscaré a mi rebaño y velaré por él. […] En cuanto a ustedes, ovejas mías, esto dice el Señor Dios: Aquí estoy, dispuesto a juzgar entre ovejas y ovejas, entre carneros y machos cabríos. EZEQUIEL 34.10-11, 17, La Palabra, SBU
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ara muchas iglesias surgidas de las reformas del siglo XVI no ha resultado tan claro que ellas
son el fruto de un esfuerzo divino por purificar y restaurar la existencia histórica de su pueblo en el mundo. Las comunidades interpretan su origen con base en criterios que van desde la visión teologizante y sobreespitualizante hasta un preocupante y complejo conjunto de observaciones meramente históricas o materiales que comparten cierto cinismo con algunos analistas no comprometidos con la vida de las iglesias y a quienes les da lo mismo que prive una u otra comprensión de los sucesos. Y es que, en efecto, el mero recuento de los acontecimientos, se ha realizado en el espectro general de los protestantismos latinoamericanos mediante una lectura bastante maniquea de los procesos que condujeron al imprevisto surgimiento de nuevas iglesias en medio de los acelerados cambios socio-políticos del momento. De una lectura así procede la imagen de los dirigentes (“reformadores”)como adalides o profetas de la estirpe de los mensajeros bíblicos que interpelaban a sus contemporáneos con los oráculos sagrados mientras que, por otra parte, sus adversarios fueron los villanos que se negaron rotundamente a prestarles oídos para poner en práctica los cambios reclamados por Dios. Pero la historia nunca ha sido así, porque escasamente y sólo después de múltiples debates es posible trazar perfiles para hacerse una idea más o menos clara de qué pasaba por las cabezas de unos y otros, sin olvidar a los monarcas y a otros grupos sociales implicados. Por lo anterior, preguntarse acerca del sentido de la intervención divina para reconducir la vida de las comunidades por senderos nuevos es en sí misma una confesión de fe y una afirmación de que Dios efectivamente se hace presente en lo s momentos más necesarios a fin de renovar la presencia de los grupos que dicen seguir las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Ésa es la razón por la que, al acercarse a diversos textos bíblicos para parangonar la actuación de los personajes bíblicos y de la manera en que entendieron lo que Dios esperaba de su pueblo. Un ejemplo de esto es el durísimo pasaje de Ezequiel 34, donde Yahvé, en voz del profeta, fustiga duramente a la dirigencia política y religiosa de su pueblo por haberlo conducido a la destrucción y a la desaparición. Este planteamiento acerca de la crisis moral, social, espiritual y política en que se hallaba el pueblo, como parte de los cambios de paradigma en la comprensión de la alianza con Yahvé, se 9
complementa magníficamente con el anuncio de que éste ya no castigará a familias enteras por el pecado de algunos, afirmando con ello el respeto a la individualidad de los creyentes. En el cap. 34, además de reclamar intensamente a los monarcas y sacerdotes el destino del pueblo, se subraya la responsabilidad colectiva, pues luego de señalar los errores de aquéllos, se afirma que es preciso distinguir entre sus integrantes y que éstos deben también responder por el rumbo que tome la comunidad (v. 22). Dios enviará un pastor, en la figura mesiánica de David, para responder a la necesidad del pueblo, pero éste también deberá actuar conforme a sus obligaciones. En la época del exilio, el pueblo está dividido en ovejas famélicas y en ovejas "dispersadas". Las primeras designan probablemente a los miembros del pueblo que permanecieron en Palestina, donde son entregados a la tiranía del ocupante y expoliados por los agentes del enemigo; las segundas designan a los que fueron llevados en cautiverio o huyeron a Egipto. El futuro se dibuja como una reunión o congregación de todas las ovejas, pero esta reunión reviste dos nuevas características: en primer lugar se realizará en torno al mismo Yahvé y no en torno al rey (v. 11); en segundo lugar estará formada por relaciones personales y de mutuo conocimiento entre Dios y cada uno de los miembros del pueblo (v. 16) y no ya por la pertenencia jurídica y exterior a la alianza. Ezequiel tiene, pues, delante, un reino situado directamente bajo la dependencia divina y basado sobre relaciones esencialmente religiosas. Como tal, este reino es cualitativo y no compite con el reino terrestre ni se adhiere a instituciones humanas. Es de otro orden y puede extenderse por todos los reinos porque se limita a añadir una dimensión religiosa a las relaciones humanas ya existentes.5
Esta búsqueda de balance entre individualidades y colectividad, que la tradición protestante englobó en su doctrina del “sacerdocio universal de los creyentes” es, quizá, uno de los grandes logros en el camino de las reformas eclesiásticas, guiadas todas, como era de esperarse, a) por una palabra divina pertinente y sólida; b) por intérpretes valientes de la misma y de la realidad; y c) por grupos y comunidades dispuestos a abrir sus ojos y sus oídos para comprender las exigencias de cambio ante los cuales es preciso estar a la altura. La intención divina de purificar a su pueblo, expresada en la actuación profética de Jesús cuando irrumpe en el templo de Jerusalén (Jn 2) y enarbola la bandera de la lucha contra la corrupción religiosa y el maridaje con el mercado, fue vista por los reformadores como fuente de inspiración para articular fuerzas de todas partes en la lucha por regresar al camino original del cristianismo. Ciertamente, hoy suena todo esto como un proyecto monumental, y lo es, pero precisamente por ello la confianza que ofrece Dios para recordar que Él está detrás de muchos proyectos de cambio, es la esperanza que debe sostener a quienes se empeñan en seguir el pulso de las transformaciones deseadas por Él.
Maertens-Frisque, “Comenarios a la primera lectura: www.mercaba.org/DIESDOMINI/FIESTAS/Cor_Jesu/C/1lec-comentario.htm. 5
Ezequiel
34.11-16”,
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La pregunta teol贸gica de fondo, entonces, debe ser respondida en la pr谩ctica y en la b煤squeda constante por comprender los nuevos horizontes que Dios espera que su pueblo transite y los cambios que promueve para que su presencia y actuaci贸n sean pertinentes.
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4. ¿POR QUÉ ES NECESARIA LA “REFORMA PERMANENTE” EN LA IGLESIA? [Ahora] Son conciudadanos de un pueblo consagrado, son familia de Dios, son piedras de un edificio construido sobre el cimiento de los apóstoles y los profetas. Y Cristo Jesús es la piedra angular en la que todo el edificio queda ensamblado y va creciendo hasta convertirse en templo consagrado al Señor, en el que también ustedes se van integrando hasta llegar a ser, por medio del Espíritu, casa en la que habita Dios. EFESIOS 2.19b-22, La Palabra, SBU
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a carta a los Efesios afirma que la Iglesia es algo así como “el gran poema” que Dios está escribiendo en medio de la historia,6 pero lo que esta bella metáfora paulina anuncia
implícitamente es que, en cada verso, Él también está agregando correcciones y que hacer esto implica cambios, modificaciones y transformaciones, reformas en una palabra, que muchas veces cuesta trabajo aceptar y que, en ocasiones, incluso duelen, porque la nueva creación (poiesis) de Dios en Cristo no puede ser un “texto” que no alcance la perfección en el futuro prometido. De modo que, al participar en este proceso es posible tratar de responder la pregunta acerca de la necesidad de que la reforma en las iglesias sea permanente y no sólo una moda otoñal motivo de festejos y cultos conmemorativos, ni tampoco una moda pasajera o una pose para estar a la altura de los tiempos. El impulso de fe, espiritual y teológico por la reforma permanente de la Iglesia es algo que suscita el Espíritu Santo, único agente rector y conductor de la misma. De ahí que el sentido de pertenencia a la Iglesia de Jesucristo, que también despierta y conduce el Espíritu, coloca a las mujeres y hombres que la integran en situaciones inéditas que les demandan nuevas y profundas conversiones en el camino de la santificación realizada también por Él. Por lo dicho, entonces, el lema tan famoso, acuñado en Holanda, “Iglesia reformada, siempre reformándose”, debería reflejar el empeño divino por realizar los cambios que ha comenzado a realizar en Cristo, el constructor, el poeta de la paz, que ha derribado los muros de separación entre la humanidad y que ahora se ha dedicado a forjar un nuevo pueblo. La llamada a la renovación continua, con ello, obedece a seguir los caminos del Espíritu para experimentar la nueva humanidad, pues en eso consiste la que podría denominarse primera reforma, la reforma del espíritu, la instalación progresiva de una conciencia, ya no dominada por la culpa de ser “hijos de la ira” (2.3) sumidos en delitos y pecados (2.1), sino, por el contrario, avanzar hacia la segunda reforma, la reforma comunitaria de la vida de la Iglesia, del pueblo de Dios siempre peregrino, y así avistar la tercera reforma, la definitiva, la renovación final de todas las cosas. Es preciso reconocer que la reforma de la Iglesia forma parte apenas de un proceso mucho más grande de renovación, del establecimiento de la voluntad divina en el mundo, pero dada la
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Mariano Ávila, Efesios. Miami, SBU, 2008, p. 84 12
escasez de miras con que habitualmente las comunidades asumimos tan magno proyecto, llegamos a suponer que los cambios en la Iglesia son un fin en sí mismo, cuando apenas son signos, síntomas, del esfuerzo creador de Dios en Cristo pata establecer nuevas pautas de vida y conducta en el mundo. La exhortación de Ef 2, en ese sentido, destaca que el origen de las personas, signado por el pecado y la injusticia, no anticipaba en ninguna forma el sublime destino al que serían llamadas. No otra es la concepción de la predestinación, que también es leída más como doctrina rigurosa que como forma de actuación procedente de la gracia para “salvar a algunos”, no en sentido excluyente sino para destacar el interés de Dios por todas sus criaturas, pues la totalidad de la Escritura no da lugar a pensar en que Dios se solaza en la perdición de alguna parte de la humanidad, pues por el contrario, su postura de búsqueda del bienestar es incesante. Es como si Dios dijera que debemos “vivir en estado de permanente reforma”, no posponiendo los cambios que el Espíritu desea hacer en su feudo “natural” que es la Iglesia, pero sin olvidar que en su soberanía Dios está actuando dentro y fuera de ella. El punto de contacto que el apóstol espera que los creyentes efesios perciban con lo que Dios hace en el mundo es la cadena de acciones de salvación que Él ha hecho: dar vida juntamente en Cristo, resucitar con él también, sentarse ya en los lugares celestiales y percibir con los ojos de la fe “las abundantes riquezas de su gracia” (vv. 5-7). Sólo una “mente reformada”, adaptada por el Espíritu a reconocer el portento de todas estas realidades puede sujetarse a la reforma continua que Dios quiere hacer en cada persona. Por ello el apóstol señala la “querencia” hacia el mundo como un obstáculo en esta percepción, porque “los sentidos de la fe” pueden distraerse con proyectos humanos, materiales, mezquinos, si no se dejan conducir por los altos propósitos de Dios que, en ocasiones parece que se comprenden y que hasta modifican el vocabulario y la expresión de los creyentes en términos de sus deseos y de las proyecciones e identificaciones con los planes divinos. La primacía de la gracia es el mayor don rescatado por la Reforma y sólo de allí puede proceder la intencionalidad de sumarse a la búsqueda permanente por poner en marcha los cambios deseados por Dios para su Iglesia, porque finalmente, como expresa el apóstol, el propósito histórico, ligado al escatológico y futuro que se cumplirá también es que todos/as sean “edificados/as para morada de Dios en el Espíritu” (2.22) en el presente reducido pero valioso de la existencia de la Iglesia y de las iglesias, algunas nuevas incluso, sin romper nunca la unidad afirmada por la misma carta (4.1-7), aunque exteriormente lo parezca. Porque si el Espíritu levanta nuevas voces y procederes, ¿quiénes somos para no atender esa llamada irresistible? Después de todo, uno de los momentos cruciales de las reformas del siglo XVI fue cuando Lutero, inspirado por las palabras del apóstol Pedro, quemó la bula papal de excomunión y afirmó en acto que era necesario obedecer a Dios siempre antes que a los caprichos e instituciones humanas, que siempre deberán someterse a los lineamientos suyos, pues no existe fuerza alguna capaz de cuestionarlos en su integridad y su
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justicia. De modo que la reforma continua de la fe individual y colectiva en las iglesias de la Reforma Protestante es una vocaci贸n, una identidad y un proyecto interminable, todo a la vez.
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