Siluetas del Centro Histórico

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del centro hist贸rico



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Siluetas del Centro Histórico Es una edición del Fideicomiso Centro Histórico de la Ciudad de México

Gobierno del Distrito Federal Miguel Ángel Mancera Espinosa jefe de gobierno del distrito federal Alejandra Moreno Toscano autoridad del centro histórico Inti Muñoz Santini director general del fideicomiso centro histórico de la ciudad de méxico Ricardo Bautista García director de promoción y difusión del fideicomiso centro histórico de la ciudad de méxico Sandra Ortega Tamés directora de km. cero

Siluetas del Centro Histórico editoras Sandra Ortega Tamés y Patricia Ruvalcaba Gama entrevistas Patricia Ruvalcaba Gama, Regina Zamorano, Alonso Flores, Sandra Ortega, Beatriz Velasco y Juan Pablo Bastarrachea diseño gráfico Igloo: Griselda Ojeda / Mónica Peón fotografía Eikon.com.mx: Eloy Valtierra, Elizabeth Velázquez, Essene Hernández, Araceli López, Germán Espinosa, Guillermo Olivares, Omar Franco, Alejandro Medina, Eduardo Mejía y Angélica Vázquez

Juan Pablo Bastarrachea, Barry Wolfryd y Arturo Fuentes corrección de estilo Patricia Ruvalcaba cuidado de la edición Sandra Ortega apoyo a la edición Omar Aguilar y Ernesto León


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La palma de su mano: el Centro de su vida

El libro que usted tiene en sus manos, querido lector, es un libro sobre la vida en el CENTRO HISTÓRICO de la Ciudad de México. Porque así habría que leerlo, en voz alta, con cierta altivez, como si lo hubiéramos pronunciado en mayúsculas. Porque una cosa gigantesca es la que se evoca y resuena cuando pronunciamos su nombre, porque se trata de mucho más que un poema viejo, un microcosmos inserto en el caos mayúsculo de nuestra realidad mexicana. Mucho más porque, al decir su nombre, nos referimos a una suma infinita de elementos que nos constituyen simbólicamente, nos atan como ciudadanos de un origen común. Lo invito a adentrarse en sus páginas para que pueda leer con sus propios ojos, amigo fiel, este retrato vivo de nuestro CENTRO, perfilado por los tesoros biográficos de sus moradores más arraigados, sus nuevos residentes. Ya lo verá usted con toda calma, no me dejará mentir, se trata de un retrato con la cara en alto, trazado con destreza por un periodismo noble, de pluma fresca y certera, cuyas señas de identidad le harán pasear al mismo tiempo por sus plazas, callejuelas y callejones (en fin sus buhardillas secretas), que por los vericuetos de nuestra compleja herencia, el aquí y ahora de nuestro patrimonio cultural. Y no es un decir, ya comprenderá. Porque lo que nos sugiere este grupo de cerca de 40 entrevistas no es una caminata convencional: nos reclama la confianza dejarnos ir a la deriva por sus páginas (abandonarnos a la suerte en un viaje por el tiempo y el espacio), para dar con las bellezas de su etapa señorial, la vida íntima de sus habitantes guarecida en el álbum familiar.


Conocerá parte de la vida y las ideas, la forma en que piensan al CENTRO sus vecinos escritores, trabajadores de la palabra viva y sus efectos en los hombres; los de la palabra antigua constructora de recuerdos, la viajera, almacenada con celo en la memoria. También a sus inquilinos al servicio de la imagen en movimiento, de la luz para el deleite de nuestros sentidos. A los celosos protectores del patrimonio, gracias a la limpieza del entorno o el cuidado honorario de nuestra arquitectura inamovible. Echará como pocos un vistazo a la incesante labor de los testigos del paso del tiempo y sus medidas, los sabios de la memoria precisa y la fortaleza que nos brindan. A los artistas del cuerpo en relación con el mito fundacional, el rito saludable, el juego mágico del deporte o también (igualmente importante), la necesidad apremiante de un transporte. Serán sus nuevos conocidos los hilanderos de la estética en ropajes, vengan estos de vieja escuela o de la industria moderna, qué decir de cierto estilista promotor de un arte sofisticado, otro peluquero más histórico, cómodamente desvelado, pasando por la querencia del zapato para pachucos y un par de boleros famosos para darles lustro. Y para terminar, al último pero muy importantes claro está, los músicos felices de la vida, ya sea en su armonía guapachosa, su versión juguetona o su fama orgullosa, sin dejar atrás a los que nos regalan un jugo muy de mañana, un cafecito por la tarde en calma, el pulquito que el cuerpo calma. Todos ellos, mentes brillantes en cuerpos incansables, apenas como una muestra de un mundo de miles más que han hecho del CENTRO la palma de su mano, el centro de su vida. Ya lo leerá. Aquí pues en este bello libro, amigo lector (a la espera de reunirse con sus propios recuerdos y anécdotas dentro de su gran historia), un retrato vivo del CENTRO, gallardo y en mayúsculas como hemos quedado, la fotografía de una escultura social que respira a todo pulmón y nos recuerda, con cierta ansiedad y urgencia, que no hay ni habrá nada más sanguíneo que nuestra identidad mutua, ese fulgor de sentido que nos vertebra, nos da rostro como pueblo hacia el futuro más esperanzador. La vida de los que viven el CENTRO, irradiada hacia todos los puntos cardinales de nuestra federación, desde el meollo de la meseta central, porque no hay nada como encontrarnos en el camino mismo de nuestra cultura, sabia, rotunda, categórica, compartida por todos por la pura inercia de la vida, pletórica, como la prueba incontrovertible de nuestro paso por estas bellas tierras de América.

Antonio Calera-Grobet



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siluetas de carne y hueso

A la gente le gusta saber sobre la gente. La idea es la esencia tanto del chisme como de la antropología. Gabriel García Márquez la usó para explicar los rasgos principales de su literatura y de su trabajo periodístico. En Km. cero hemos comprobado esa sencilla verdad número a número. Los textos que más comentan en la calle suelen ser los perfiles de la sección Siluetas, situados en la contraportada del periódico. Este libro, que reúne 36 entrevistas aparecidas en Siluetas, es un mosaico de personas arraigadas en el Centro Histórico ya sea porque allí viven, trabajan o desarrollan algún proyecto. Entrevistamos a vecinos, comerciantes, artistas, artesanos, empresarios y gente que desempeña oficios, algunos absolutamente singulares —como campanero mayor de la Catedral Metropolitana o planchador de rebozos. Nos interesaba saber cómo llegaron al Centro y qué tanto este magnífico entorno ha influido en su modo de ver la vida y de hacer cosas. Son personas que invierten su tiempo, su conocimiento, su creatividad y sus esperanzas en el Centro y que han desarrollado una fuerte conexión emocional con él. Son la carne y el hueso, son el corazón del Centro Histórico. La serie muestra una diversidad de edades, intereses y formas de estar en el Centro: el sastre que lleva más de 30 años haciendo trajes de charro sobre medida y la joven diseñadora de moda que instaló su taller hace dos años. La zona tiene esa cualidad: preserva celosamente prácticas tradicionales y acoge gustosamente propuestas recién nacidas. Estos retratos son historias de vida determinadas por un territorio, que puede ser, según quien lo describa, un espacio geográfico, cultural, comercial, patrimonial o ritual. De ellas fluyen desde apasionadas declaraciones de amor hasta detalladas explicaciones sobre lo compleja que es la vida cotidiana en el Centro. Creemos que estos testimonios pueden, casi por sí solos, ofrecer una idea clara sobre la variedad de relaciones que se pueden dar entre las personas y un lugar de extraordinaria riqueza cultural. Sobre todo, cómo esa gente se vuelve parte de esa riqueza y posibilita la vitalidad de la que goza. Pero un casi es un casi. Por eso, entre una entrevista y otra, incluimos fotografías —y una presentación breve— de otras personas que si bien no han llegado a la sección Siluetas, sí han aparecido en otras secciones del periódico y son parte importante de este gran fresco sobre la gente del Centro Histórico. Para el presente libro se hizo una selección de 36 perfiles, de 45 publicados hasta ahora en Siluetas. La mayoría se reproducen tal como fueron publicados pero algunos casos aparecidos en la primera época de Km. cero fueron editados para ajustarse al espacio, más reducido, de los siguientes. Esperamos que este libro sirva para poner en valor uno de los atributos más impresionantes del Centro Histórico: la diversidad de su gente.


ÍNDICE

14

16

18

gamaliel islas

rafael parra

isabel aguilar

Diseñador de vestuario

Campanero

Mariachi

22

24

26

jaime jiménez

agustín sánchez

ELVIRA MENA

Chacharero

Peluquero

Vecina del Centro

30

32

34

jesús juárez

héctor infanzón

sofía olayo

Pulquero

Jazzista

Bolera

38

40

42

damián bassó

esperanza valdés

jem cohen

Estilista

Luchadora

Cineasta

46

48

50

esther salazar

uriack zenteno

ma. eugenia martínez

Librera independiente

Estatua viviente

Empleada de la Intendencia del Centro Histórico

54

56

58

saúl becerril

petra fisher

miguel hernández

Vendedor de zapatos

Documentalista

Escribano


62

64

66

antonio arreola

judith almazán y laura álvarez

armando ramírez

Sastre

Cronista

Diseñadoras de moda

70

72

74

aurelio acosta

amador bernal

cristian rivera

Cartero

Juguero

Ciclo taxista

78

80

82

daniel montalvo

ramón hernández

silvia huerta

Escultor

Planchador de rebozos

Maestra de zumba

86

88

90

máximo juárez

lidia camilo

mauro fuentes

Taquero y trompetista

Relojera

Voceador

98

102

94

96

ricardo pérez escamilla

gema y thelma serna

jesús rodríguez petlacalco

Curador de arte

Dueñas de la Cafetería Río

Comunicólogo

104

TITO BRIZ Empresario

106

108

clara franco

antonio calera

luisa cortés

Comerciante

Escritor y promotor cultural

Documentalista


gamaliel islas Diseñador de vestuario

“coso, lavo y plancho ajeno”

Gamaliel vive en la calle de Luis González Obregón. Las mercerías y tiendas de telas lo abastecen de materias primas; el Templo Mayor, de inspiración.

Publicado en febrero de 2009.

“Excéntrico”,

se autodefine Gamaliel Islas, más conocido como El Gama en el medio del diseño de vestuario para comerciales de televisión y para espectáculos. Es fácil estar de acuerdo con él. El color morado de algunos mechones de su cabello hace juego con sus botas vaqueras, una de las cuales —la derecha— lleva borlas. Sus pantalones con estampado escocés son generosamente bombachos en las caderas, ajustados en las piernas y abundan en bieses, bolsillos y cierres. La camisola blanca, holgada, y el fajín rojo que le da varias vueltas en la cintura, completan una estampa como de espadachín. Es un atuendo de casa, aclara. “Cuando salgo, me produzco (adorno) más”, dice con voz sedosa, y luego suelta una discreta carcajada. Hace cinco años, el diseñador, de 37 años, hizo nido en el Centro. “Aquí tengo todo”, dice. Y es que si las mercerías, las tiendas de telas y las de ropa lo proveen de materia prima para su trabajo, el Templo Mayor —a unos pasos de su casa— lo inspira para cocinar desde pozole de guajolote hasta chiles en nogada, “pero de los chiquitos”. En charla con Km.cero, Islas comparte su experiencia en el frenético mundo de la producción televisiva, sus aficiones y cómo cura a sus clientes de ciertos prejuicios acerca del Centro.

“Haciendo garras”

Se mueve por la casa con suavidad y elegancia. En la sala, cuyos balcones dan al edificio de la antigua Escuela de Medicina, elige una hamaca para sentarse a conversar. En su regazo se acurruca su gata Sarampaguila, mientras que Tundra, una galgo de ojos pacíficos, merodea por ahí. Tiene además a una impetuosa cachorra dobermann llamada Balam. Oriundo de la Ciudad de México, Islas pasó parte de su infancia en Texas. De

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regreso a México cursó la secundaria y, después, en una escuela del inba, estudió diseño de muebles y objetos, razón por la que tenía una máquina de coser. “Un día una amiga me habló —ella hacía vestuario—, que necesitaba que le hiciera unos pantalones, y se los hice en siete horas. Y ya de ahí entré. Primero de costurera (risas). Nunca me imaginé que iba a acabar haciendo garras...”. Con el tiempo, y de manera autodidacta, fue acumulando sus propios encargos hasta hacerse de un estilo propio y un nombre. Doce años después de aquella llamada telefónica, entre las figuras a quienes ha “vestido” se hallan Shakira, Penélope Cruz, Ana Guevara, Ana de la Reguera o los miembros de Timbiriche, así como cientos de modelos y extras. “También políticos. Para cosas de disfraces, para fiestas, etcétera (risas). Hasta vestí animales en peligro de extinción como búhos, pumas y osos, para un comercial de Jeep”. “Coso, lavo y plancho ajeno y sobre pedido”, es su eslogan. Así es el amor al arte

Es difícil imaginarse las sesiones matadoras de trabajo que caracterizan a la ocupación del diseñador: “A veces nos dan dos días para producir todo un vestuario”. En esos casos, equipos de hasta 10 personas se encierran a cortar, armar y detallar. “A veces faltan dos horas para el llamado y me pongo a coser, con todos”. En la sección de talleres de la casa hay rastros de esas jornadas de adrenalina al tope. Allí se apilan los textiles organizados por colores, se disponen los hilos, los maniquíes de sastre, las máquinas de coser. Incontables prendas de todo tipo, que Islas diseñó, descansan en colgaderos, mientras que zapatos y accesorios se guardan en entrepaños y cajas. Los comerciales para televisión y los espectáculos son los dos carriles por los que transita el diseñador. Autor del vestuario para Circo Barroco —montaje de la Compañía de Danza Aérea Anima Inc.— y para las producciones del centro noc-


turno Amapola, disfruta más este carril, pero es donde hay menos presupuesto. “A veces acabo poniendo lana. Ya sabes, así es el amor al arte”. “Nomás hay pulque”

De la casa del diseñador, en los altos de un edificio de tres plantas en la calle de González Obregón, entre Argentina y Brasil, admiran la quietud, resguardada por gruesos muros del siglo xvii, los balcones que miran al hermoso tablero de canteras y tezontles de González Obregón, la azotea con su paisaje de cúpulas, cimborrios y agujas. “Siempre quise vivir en el Centro”, dice Islas, mientras acaricia a su gata. Sus abuelos eran de ahí y, además de haber pasado muchas horas infantiles en la zona, cuando viró al diseño, éste se volvió su sitio predilecto de compra y búsqueda. Al crecer como empresario, requirió más espacio y en el Centro halló lo que buscaba. Ahora todo le queda a pie. Desde las tiendas hasta el mercado de La Merced, donde se surte de ingredientes para sus platos prehispánicos, desde el bar El Ma-

rrakech, a donde va a divertirse, hasta algunas pulquerías —la bebida sagrada le resulta refrescante y sofisticada. A Islas le divierte confesar que obliga a gente del medio del cine, la tele y los comerciales a venir al Centro. “Tienen miedo. Pero como aquí se hacen las pruebas de vestuario, pues tienen que venir”. (Aunque ha tenido un par de incidentes, considera que el Centro es seguro y que los temores son infundados). Y cuando organiza fiestas, los obliga a beber pulque. “A algunos no les gusta, pero no pongo otra cosa. ‘Nomás hay pulque’, les digo”. Son pocas las quejas del diseñador respecto al Centro. “Yo seguido cargo maletas grandes y a veces, por las marchas, no me dejan pasar, a veces no puedo llegar a mi casa. Ya me adapté, pero por favor ¡no más marchas!”. Como sea, en los siguientes cinco años Islas se ve así mismo como vecino

del Centro. ¿Te diviertes, no?, se le pregunta. “No me quejo”. patricia ruvalcaba

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rafael parra Campanero mayor de la Catedral Metropolitana

Publicado en septiembre de 2009.

“Ella

tiene una voz grave y sonora… ella es la única con aleación de bronce y plata… con ella anunciaron la invasión estadounidense…”. Cuando Rafael Parra Castañeda, Campanero Mayor de la Catedral Metropolitana, habla de las 30 campanas que están bajo su custodia, a menudo se refiere a ellas como si fuesen seres animados. Hace quince años que Parra pasa buena parte de su vida en las torres de Catedral, territorio donde los vientos cruzan libremente entre los vanos, y donde los timbres de las campanas gobiernan las emociones. Y viceversa. Sin instructivo

“Nunca me imaginé que sería campanero, y menos aquí en la Catedral”, cuenta Parra, quien antes se dedicaba a oficios de mantenimiento. Un día quiso estudiar teología y acudió a la Catedral. A cada alumno le fue asignado un apostolado, y a él le tocó “aprender a tocar las campanas”. “Seguí haciendo ese apostolado un par de años, cada ocho días. En esos tiempos me quedo sin trabajo y el padre me invita a que me haga cargo de las campanas. Así empecé”. Pero “en esto de tocar las campanas no hay nada escrito de cómo se debe de tocar”.

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“las campanas resienten el estado de ánimo” Rafael pasa casi todo su tiempo en las torres de la Catedral, donde empezó a tocar “de oído”. Aprendido el oficio, escribió un manual y formó un equipo de 30 campaneros, quienes transmiten a las campanas su estado de ánimo.

No había un manual, notación musical ni grabaciones sobre la infinidad de toques que constituyen el repertorio para campanas de una catedral. El sacristán conocía la mayoría de ellos, pero nunca iba a las torres, así que se los describía a Parra, éste subía y los ejecutaba. Al bajar, el sacristán corregía: “Te falló en esto, ibas muy aprisa…”. De naturaleza curiosa, Parra combinó ese método con el estudio. “Tuve que meterme al archivo de Catedral, a consultar en otras bibliotecas y hacer comparaciones”. Sin embargo, las descripciones eran vagas. “Por ejemplo, para echar las campanas al vuelo, se tocan todas en una misma armonía”, cita Parra de memoria; y hace un gesto de perplejidad, pues así se sentía entonces. Los campaneros que le sigan no tendrán ese problema. Parra, ahora diácono, escribió un manual y prepara varios discos con grabaciones. Nacido hace 58 años en La Candelaria de los Patos, barrio aledaño de La Merced, Parra podría hablar durante horas sobre los aspectos litúrgicos, históricos y técnicos de su trabajo. “Todo tiene un simbolismo”, y explica que, por ejemplo, la secuencia de escaleras por las que se llega al campanario de la torre oriente significa los trabajos del hombre, su reposo, su paso por las tinieblas y su encuentro con la posibilidad de subir al cielo. Parra señala que en esa torre hay 23 campanas, entre ellas las primeras fundidas en el continente, por órdenes de Hernán Cortés, para la primera catedral. Las campanas suelen consagrarse y llevar nombres de vírgenes, santos, ángeles, etc. Parra sabe la fecha y lugar de fundición, peso, aleaciones y timbres de todas ellas, y las presenta: “Ella es Santa María de la Asunción…”. Repertorio cambiante

La Catedral dejó de tocar desde hace mucho los nocturnos —ánimas, maitines y el alba—, y los llamados vísperas y completas. Aún así, hay trabajo para 30 campaneros.

Sólo para la ceremonia de laudes, todas las mañanas se ejecutan más de mil tañidos. Después, se llama a la “misa conventual”, a misas normales, el ángelus a mediodía y la hora nona a las 15 horas; los domingos se llama a misa varias veces, y hasta las 19 horas. El repertorio de toques cambia con el calendario litúrgico, el tono de la celebración (solemne, festiva, mixta, etc.) y situaciones emergentes. Km.cero presencia el toque del ángelus en la torre poniente. Es un toque complejo y emotivo, con pasajes hondos, en el que se coordinan varias campanas. Siempre pendiente de su reloj, Parra hace sonar las 13 toneladas de Nuestra Señora de Guadalupe, la campana más grande del continente, agitando un badajo de 250 kilos. Le responde la más joven de Catedral, San Juan Diego, consagrada en 2002, tañida por un campanero adolescente, mientras en la torre oriente se llevan a cabo otras secciones del toque. El factor emocional

Conforme iba “afinando” y memorizando el repertorio, Parra se propuso formar un equipo de campaneros, para lo cual lanzó una convocatoria. Ahora son 30 miembros, mitad hombres y mitad mujeres, que se distribuyen el repertorio semanal. Es una ocupación honoraria, y la mayoría trabaja o estudia. En algunas ciudades europeas el toque de campanas se mecanizó, pero en México sigue siendo manual, lo que además de volverlo un oficio muy divertido, le añade valor, pues hay emociones en medio: por un lado, se mueven fibras de júbilo o de melancolía; por otro, las campanas “resienten” el estado de ánimo de quien las tañe. A veces, cuando los campaneros llegan tarde, y se saltan el acostumbrado rezo inicial, se quejan luego de dolor muscular o de que la campana “no se dejaba tocar”. Esto “se nota” en los tañidos demasiado largos, cortos o vacilantes. El consejo de Parra es: “Haz oración, empieza a decirle oye, déjate tocar, se me hizo tarde…”. patricia ruvalcaba

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isabel aguilar Mariachi

“estamos invadiendo un territorio de hombres”

Isabel nació en una familia de mariachis. Decidió ser mariachi, y en mero Garibaldi, donde “nos dicen que las mujeres son de la casa, para lavar y planchar”.

Publicado en septiembre de 2008.

Para

Isabel Aguilar llevar bien puesto un traje de mariachi no es sólo cuestión de orgullo o glamour patrio, es símbolo de tenacidad y de pasión por su oficio. “Desde que tengo uso de razón me ha gustado la música”, dice. Antes, la institución del mariachi sólo aceptaba a la mujer como cantante. Isabel, mariachi desde los 18 años, está rompiendo el esquema —junto a otras mujeres—, pues canta, toca el violín, hace arreglos, además de ser fundadora y directora del Mariachi Femenil Sonidos de América, con el que inició hace año y medio. Torcer la tradición no es fácil. Isabel halló tanto el amor por la música como los primeros obstáculos en un mismo lugar, su familia. “Mi papá es mariachi y mis hermanos también, aunque fue mi mamá la que me inculcó el gusto. Ella siempre oía discos de Lola Beltrán y de Lucha Villa. Él ensayaba en la casa, pero yo no me podía acercar, porque de plano me mandaba a lavar los platos”. Al terminar la secundaria Isabel se alistó en el mariachi femenil Las Alazanas, donde se inició como violín. Con esa agrupación conoció Marruecos, Estados Unidos y la República Mexicana. Esa experiencia le enseñó que “Es difícil sostener grupos de mujeres; alguna se casa, o tiene bebé, se salen y hay que contratar nuevas. Así pasó con Las Alazanas, cuando yo me acerqué eran diez y después de un tiempo, ¡éramos cuatro!”. Por mejorar, estudió música formalmente. En diciembre pasado concluyó una carrera de seis años en la Escuela Superior de Composición y Arreglo.

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Durante ese periodo Isabel dejó Las Alazanas y formó parte de dos mariachis masculinos, Jalisciense y Juanacatlán. “Antes de terminar la escuela pensé: ‘Ya puedo escribir música, ya puedo hacer arreglos, quiero hacer algo mío”. Entonces integró el conjunto Sonidos de América. Alto grado de dificultad

Un buen mariachi no sólo canta o toca un instrumento, sino que desarrolla muchas destrezas, explica Isabel. “Hay que aprender a ser alegre, incluso cuando estás triste. A memorizar, pues el mariachi no toca con partitura y siempre salen canciones nuevas. A veces no las hemos estudiado, pero si alguna se sabe la letra y las demás la hemos oído, pues no queda más que seguirla y tocar lo que el cliente está pidiendo. “Tampoco el sentimiento te lo enseña un maestro. El hecho de sentir profundamente una canción, y transmitirlo, es la parte del arte que uno va sintiendo”. Ahora, ser mujer mariachi tiene otras complicaciones. “Los hombres mexicanos son machos, pero los hombres mariachis mexicanos, son más machos”, subraya Isabel. “Aquí en Garibaldi hay quinientos mariachis hombres y no más de diez mujeres. Estamos invadiendo un territorio de hombres. A mí me ha costado mucho, a veces hasta llorar y decir: ‘¿Cómo puede ser que no nos acepten?’. Te califican desde cómo tocas, hasta cómo te comportas; si hablas con alguno, pues ya eres de lo peor. Musicalmente, nos achican. Dicen que no tenemos el peso para el


arco del violín, ni la fuerza para tocar la vihuela, ni el sabor en el guitarrón, porque somos más débiles”. Si en otros ámbitos las mujeres han ganado derechos, “aquí en Garibaldi, no es así. Nos dicen que las mujeres son de la casa, para lavar y planchar”. “Algunos sí nos apoyan y nos dicen que somos las que mejor llevamos el traje. El público nos recibe muy bien; las mujeres, casi siempre muy contentas”. La estricta

Los fines de semana, entre nueve de la noche y una de la mañana, Garibaldi es una romería, pero las integrantes de Sonidos de América se distinguen fácilmente por sus faldas largas y moños rosa al cuello. “Trabajamos viernes, sábado y a veces domingo. Esperamos a los clientes, cantamos lo que nos piden o nos vamos a alguna boda o quince años. Para poder trabajar en la plaza tienes que estar en la Unión Mexicana de Mariachis y para entrar tienes que saber tocar y ser hijo de mariachi”. “En el grupo somos ocho: trompeta, vihuela, guitarra, guitarrón y cuatro violines. Hay de todo, la alegre, la que siempre llega tarde, la que nada le parece, la chistosa, la tímida. Yo soy la estricta, llevo la disciplina”. “Nuestro traje es una falda larga con botonadura, un chaleco y una chaqueta también con botonadura, camisa blanca, botas y moño rosa”. “Llevamos el pelo recogido, tocado con flores o listón, maquillaje, y las pestañas lo más largas que se pueda”. “Es un traje tan fino, tan elegante, que tenemos que cuidar cómo lo portamos, llevarlo con gallardía, como un uniforme militar. Y tiene sus reglas de cómo llevarse: La camisa fajada, el cuello bien abrochado, derechito, las botas limpias”. Isabel no duda al hablar del futuro. “Quiero formar una familia y a veces me preocupa si mis hijos me van a entender”. Aún así, sus planes van a ritmo de son y de ranchera: componer, grabar un disco, viajar y consolidar el grupo. Incluso, por supuesto, torcer la tradición: “A lo mejor sueno muy feminista, pero una de mis prioridades es lograr que en Garibaldi, la mujer mariachi sea respetada”. sandra ortega

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“El Centro es un monstruo que atrae a mucha gente”, dice el diseñador de moda Sergio Alcalá.

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Raúl Fernández lleva 55 años confeccionando bolsas en el barrio de La Merced. Las bolsas, dice, “son parte de nuestra cultura”.

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jaime jiménez Chacharero

Publicado en octubre de 2008.

Una

casa en la esquina de Allende y Perú se distingue de las demás. Matas de higuerilla y de cornetilla en flor crecen pegadas al alambrado que hace de barda. En la entrada hay un arco de punto elaborado con cadenas. Restos de bicicletas y triciclos alineados decoran la fachada. Para llamar, hay una campana. La atmósfera interior es de tonos ocres, hogareña y una pizca excéntrica. La estructura de la casa, la decoración y los objetos utilitarios se confunden entre sí, pues todo fue realizado por Jaime Jiménez —también conocido como El Chatarral o El Señor Tlacuache— con materiales de desecho. Infinidad de cosas, de libros a piezas de arte-objeto, atestan ordenadamente anaqueles y vitrinas. Y aún hay lugar para plantas y árboles. Al fondo del patio, en una bodega, hay un mundo de objetos entre los que Jiménez se orienta por secciones: “patas de tina, lavaderos, llaves”.

En el reino del fierro viejo

Nacido hace 47 años, en el rumbo de Talismán, por el metro Martín Carrera, Jiménez se estableció hace 20 años en el Centro Histórico, en un terreno que heredó de su padrastro. Desde entonces, y “por necesidad”, empezó a recoger por la noche basura y objetos, para venderlos de día en la banqueta de su domicilio. Esa actividad

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“no me gustó el modo de vida de ustedes” Jaime es conocido como El Chatarral o El Señor Tlacuache. Vive y ejerce su oficio en la esquina de Allende y Perú. Un mantra rige su existencia: “Reducir, reutilizar, reciclar”.

lo llevó a recorrer el ambiente del fierro viejo, de los ropavejeros, anticuarios de baratillo y “burreros”, gente que vive al día “con un trabajo honrado, decoroso, que están reciclando, en lugar de andar cortando cabezas”, sentencia. Jiménez trabajó “con muchos de los viejos dinosaurios de La Lagunilla”. Allí pulió su “habilidad de echarle el ojo a piezas especiales”, pues aprendió diferentes “estilos, muchas modas, y entendí que hay que valorar el pasado para entender este presente”. Poco a poco, los artistas empezaron a acercarse a su banqueta. “Vi la necesidad de los artistas, tenían sed, siempre tienen sed, y no hay lugares donde abastecerse”. Jiménez asumió la tarea y llamó a su lugar El gran chatarral. “Ésa fue mi base para dedicarme al reciclado como forma de vida”. Al tiempo que se especializaba, se descubrió artista y ecologista. El arte, dice, es el mejor modo de aplicar “las tres erres: Reducir, reutilizar, reciclar. Tenemos la obligación de hacer algo con toda esta basura que producimos”. Vino entonces un periodo intenso de actividad creadora en el que, con su carreta de tracción animal “llena de arte” participó en exposiciones en calidad de artista del reciclaje y activista medioambiental, e incluso ganó premios. “Vivo de lo que ves”

Con el tiempo, prevaleció el ímpetu de crecer “como humano entonado con la naturaleza”, dice. “Me olvidé ya de que soy un artista, porque eso es un ego. Me volví un reciclador (así, sin adjetivos). Y vivo del reciclado”. Eso significa, por ejemplo, una economía personal basada en el trueque, de la que apenas “sale para los frijoles”. Las comidas corridas que vende su mujer complementan los ingresos de la pareja. Jiménez ya no hace los recorridos de antes, pues clientes y proveedores lo buscan en casa. “No tengo trabajo fijo, vivo de esto que ves”. Ese estilo de vida implica, además, restricciones. “No estás para saberlo, pero

poco me baño yo. Porque no me gusta tirar doscientos litros de agua. El que más ahorra, tira doscientos litros de agua diarios. ¡No es posible!”. ¿Cómo resuelve eso?, se le pregunta. “Pues con un trapo. Te das un trapazo bien dado”. Significa también resistir presiones. Como la de un funcionario que le dijo que su fachada discordaba con el entorno colonial. “Pues ya la regaste”, replicó él, “tengo rejas del 1800, tengo balcones del 1600 en la fachada”. “Están empeñados en que construya”, dice. “No voy a construir, mi modo de vida es éste. No me gustó el modo de vida de ustedes, yo vivo diferente”. Al caos

Para este hombre con cabellera y barba de asceta, el futuro inmediato es ominoso. El cataclismo ambiental llegará “pronto” y “no es Dios, es el resultado de nuestros actos”, de las agresiones contra la naturaleza, desde las pruebas nucleares hasta cada bolsa de plástico que desechamos irresponsablemente. Necesitaríamos, considera, un esfuerzo como el que se dio tras los sismos de 1985, cuando la gente olvidó sus diferencias de clase para ayudarse. “Deberíamos estar haciendo una reforestación mundial urgente, de punto rojo, para primero salvar esa capa de ozono”, algo que “solo los árboles pueden hacer”. Jiménez manifiesta constantemente una incurable aversión por la clase política. “Van a dejar el Centro limpio y bonito, eso lo entiendo, pero ¿y los valores?”. —¿Cuáles? —Reducir, reciclar y reutilizar. Los planes deberían ser más estudiados, más a fondo… Jiménez opina que, por ejemplo, los camiones recolectores de basura deberían llevar en su interior un molino de pet; si no lo llevan, es por falta de visión del gobierno. —Dado que nuestra necedad nos lleva al desastre, ¿cuál es su plan? —Esperar. Y seguir reciclando. ¿Qué más? patricia ruvalcaba

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elvira mena Vecina del Centro

“platícame un siglo...”

Elvirita cumplió cien años en 2010. Durante 30 años trabajó en comercios del Centro, luego estudió restauración, a lo que se dedicó hasta los 87 años. ¿La clave de su longevidad? “Vivir tranquila y sin conflictos”.

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Publicado en diciembre de 2010.

Casi

70 años de su larga vida los ha pasado en el Centro, al que conoce como la palma de su mano. La calle República de Paraguay, en La Lagunilla, la vio madurar, hacerse mayor, aprender a sus 62 años una nueva profesión y ejercerla por otros 25. Personaje del barrio —“yo era muy elegante, vestía muy bien; siempre iba perfumada y con maquillaje muy fino”—, todos la llaman, con afecto, Elvirita. Activa y curiosa, de joven le gustaba nadar y andar en bicicleta en el Zócalo, que “en ese entonces tenía jardines”. No se casó, pero cuidó y educó a un sobrino como si fuera su propio hijo. Con su ánimo pacífico y su buen humor, Elvira Mena comparte su historia con Km.cero, en su vivienda del edificio San Jorge, en República de Chile 43. Los mariachis cantaron

En el San Jorge, el pasado 16 de noviembre hubo mariachis. Fue el cumpleaños número 100 de Elvirita. Maquillada —“todavía me gusta arreglarme”—, da su receta de longevidad: “Vivir tranquila y sin conflictos”. Elvirita se quedó huérfana muy pequeña. Su abuela y luego su tía se hicieron cargo de ella. Vivían en Toluca, pero se mudaron a la capital en 1942, cuando ella tenía 32 años. Recién llegada, encontró en el número 4 de la calle de Paraguay un departamento nuevecito, que rentó por 80 pesos al mes; allí vivió hasta el año pasado. Su primer empleo fue en una de las tiendas de abarrotes 1-2-3 del Centro. En esa compañía trabajó de lunes a domingo, durante 30 años, hasta que se jubiló. Pero Elvirita tenía un as bajo la manga. “Me gustaba dibujar”

Tres años antes de jubilarse, comenzó a estudiar por las noches en una escuela del inba, de la cual se graduó como Restauradora de Arte. “Desde niña me gustaba dibujar”, acota. Así fue como inició otra carrera a los 62 años. Para promover sus servicios de restauradora, repartía volantes en las calles del Centro Histórico. Durante un cuarto de siglo reparó artesanías finas y antigüedades en su casa. Algunos de sus clientes eran los sacerdotes de las iglesias que frecuentaba. Le llevaban muñecas, niños dios y santos. Con material de dentista —acrílico en polvo— modelaba las piezas. En sus manos, la sustancia se transformaba en el delicado bracito de un Santo Niño de Atocha, o en el ala de un Espíritu Santo. Desgraciadamente, hace más de 10 años se enfermó de un ojo. Los doctores le prohibieron “forzar la vista”, lo que significó para ella una segunda jubilación.

Por un pelito

Nacida en plena Revolución, Elvirita presenció hechos históricos. También estuvo cerca de ser una víctima. Un día de 1914, los carrancistas entraron a la casa donde vivía en Toluca. Buscaban hombres y dinero. “Me ordenaron detener un caballo. Uno de los hombres me apuntó con un rifle: ‘Si lo dejas ir, te quebro, escuincla’, me dijo. Yo tenía cuatro años”, cuenta Elvirita. “No encontraron nada y se fueron, pero a mí me tuvieron que curar de espanto, porque ya no dormía ni comía”. Su memoria repasa los años veinte y la Guerra Cristera, cuando “perseguían a los padres y los mataban. Quemaban las figuras de los santos”. Y en voz baja, como si fuera un secreto: “Había un padre joven que se disfrazaba de mujer”. En 1968, justo el 2 de octubre, regresando del trabajo le tocó pasar frente a la plaza de las Tres Culturas. El camión, recuerda, “se fue volado para que no nos tocaran los balazos”. Una vida en Paraguay

La vida de Elvirita dio otro giro en junio de 2009, cuando los vecinos de su querido edificio de Paraguay fueron desalojados para remodelar y vender el inmueble. Le dieron 20 días para desocupar el lugar que habitó durante casi setenta años. A sus 98 años, no quiso irse lejos de sus conocidos. “Muchos de mis amigos son muebleros de La Lagunilla”. Ahora se le dificulta caminar, pero antes, al pasar por la calle, todo el mundo la saludaba. “Un día, el perro de un vendedor de periódicos me hizo fiestas, allá por la iglesia de Santa Catarina, y el dueño me dijo: ‘Uy, Elvirita, en este barrio ¡hasta los perros la conocen!”, cuenta divertida. Consiguió sitio en el San Jorge. Allí vive con Eufrosina, su cuidadora desde hace 15 años. Por una feliz coincidencia, el edificio es sede de la Fundación Centro de Promoción Gerontológica Centro Histórico, que brinda a personas de la tercera edad atención psicológica, servicio de comedor, recreación y actividades educativas. Allí se entretiene y divierte a sus compañeras del grupo: “Les cuento chistes, adivinanzas, cuentos. Les recito versos chiquitos y grandotes”, dice riendo. Y como son tantas las vivencias de Elvirita, no extraña la frase con que la recibía el cura del templo de El Carmen: “Pásale hijita, y platícame un siglo”. regina zamorano

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La Plaza de la Ciudadela es una gran academia de baile al aire libre. los sábados se baila con orquesta, tacuche y tacón.

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“Me gusta mi nombre”, dice Juan Carlos González, quien vive el en Centro desde hace 15 años.

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el Hemiciclo a Juárez es emblemático para la lucha de la comunidad lgbttti por sus derechos. allí se conmemora el 17 de mayo el Día internacional contra la homofobia.

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la comunidad chino-mexicana siempre celebra la llegada del año nuevo chino en la calle de dolores.

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maría eugenia martínez Empleada de la Intendencia del Centro Histórico

“yo también sé andar de zapatillas”

Maru se esfuerza todos los días por mantener limpias las calles del primer cuadro. Su trabajo es agotador y poco reconocido. Le gusta mucho el Centro, pero cuando regresa a su casa, “lo que más quiero es no oír más ruido”.

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Publicado en abril de 2010.

A sus

50 años, María Eugenia Martínez se siente orgullosa de su trabajo. Esta alegre lectora del poeta Jaime Sabines tiene marido, tres hijos y nueve nietos, y es una de las 350 mujeres que, perdidas entre las multitudes del Centro, viven una paradoja: dedican muchas horas y esfuerzo a mantenerlo bonito, pero casi no lo disfrutan. Maru, como la llaman sus compañeras, habla acerca de su arduo trabajo en el Centro Histórico.

“Qué bonitos limoncitos”

“Yo me siento orgullosa, es un servicio a la ciudad el que hacemos. Hay gente que nos mal mira, que cuando pasamos, se tapan la nariz. No deberían hacer eso, porque no olemos mal…, se te ensucia el uniforme, pero estamos haciendo nuestro trabajo”, dice Maru. “No hay que ponerse al tú por tú con la gente, pero sí llega el momento que te fastidia, te cansa. Sí les he contestado: ‘Yo también sé andar de zapatillas, sé andar perfumada”. A veces las piropean: “Ah qué bonitos limoncitos, qué rica la ensalada”, les dicen, por el color verde de los uniformes. Pocos reconocen su trabajo, que entre otras cosas consiste en barrer diariamente algunas de las calles más concurridas. “A veces nos dicen ‘muchas felicidades, sin ustedes no sé qué haríamos’. Y eso se siente bonito”.

piedra, cemento, cortinas. Hay partes que se quita fácil con thiner, pero otras en las que se mancha (…). Otras veces lo que hacemos es repintar”. Los trabajadores de la Intendencia del Centro están organizados en tres turnos, matutino, vespertino y nocturno. A Maru también le ha tocado trabajar de noche, cuando “hay menos ruido, todo es más tranquilo, pero sí pesan las trasnochadas”. “Un gran cenicero”

Nacida en la colonia Guerrero, Maru tiene once años trabajando en la limpieza de calles, los últimos cuatro en el Centro Histórico. “Me gusta mucho. Es como mi casa, porque lo conozco muy bien, de día, de noche, de tarde. Aquí se congrega mucha gente, hay mucho bullicio”. Su trabajo le agrada, pero es agotador. “Estar en el Zócalo y sus alrededores es una locura. Se fatiga uno con el sol, los carros, tanta gente que quién sabe de dónde sale… y acabas de pasar barriendo, das la vuelta y está otra vez igual o peor”. “El Zócalo es un gran cenicero, hay polvo y colillas que se meten en las hendiduras del piso. Nos tenemos que agenciar un tubito o varillita para irlas sacando y que quede bien, aunque sea en un 90 por ciento.” Las manifestaciones, aunque sean pacíficas, le dan temor. “Siento que va a pasar algo, como cuando te viene una ola del mar. Y es cuando hay más trabajo, ahí entramos todos, parejitos”. Después de un acto masivo se llegan a recoger hasta 50 m3 de basura, de acuerdo con la Intendencia del Centro Histórico, entidad que coordina las tareas de limpieza. “Los conocía por fuera”

“El Zócalo es una locura”

De lunes a viernes, Maru sale a las 6 de la mañana de Aragón y trabaja de 7:30 a 14:30 horas, con una hora para almorzar. Normalmente limpia la calle de Guatemala y la Plaza del Seminario. El trabajo se hace en parejas, y consiste en barrer las calles, despintar graffiti, quitar propaganda y limpiar fuentes y jardines. Las principales herramientas de trabajo son las escobas de vara o de mijo, el carrito, la barredora mecánica y la hidrolavadora (manguera que echa agua a presión). Y los guantes de plástico o de carnaza “porque luego hay cosas peligrosas”, como vidrios, latas y fierros oxidados. De entre las dificultades de su trabajo, Maru destaca dos. La limpieza de la fuente País de volcanes, de Vicente Rojo, en la Plaza Juárez; ha costado muchas caídas, y a ella en particular, una clavícula rota en 2009. Y remover graffiti, “porque las superficies son distintas, hay granito, cantera,

En 2009, 35 trabajadoras de la Intendencia del Centro Histórico participaron en un proyecto de la organización civil Territorios de Cultura para la Equidad, cuya meta fue hacer efectivo el derecho a la cultura. A lo largo de tres meses, las mujeres conversaron, escribieron, reflexionaron y visitaron varios recintos del Centro. “A mí me gustó muchísimo, porque sólo conocía por fuera los museos, los edificios”, cuenta Maru. “Una paga el compromiso de los hijos con la escuela y se pregunta cómo serán esos lugares a los que van. Y ahora que fuimos, ¡qué bonito todo eso!, el Templo Mayor, al que jamás había entrado y está hermoso, el saber de nuestros antepasados y recordar lo que aprendimos en la escuela”. “Y también pensar en tantas cosas que no pude hacer cuando estaba chamaca (…) deberíamos, a pesar de que somos mayores, estudiar, agarrar un libro”, concluye Maru quien, cuando vuelve a su casa del trabajo, ya no sale: “Lo que más quiero es ya no oír más ruido”. sandra ortega

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en su local la jersey, roberto castro ofrece más de 150 tipos de quesos, en el mercado de san juan.

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félix frías camina por donceles guiado por su perra lazarillo melody. en el centro hay una gran comunidad de ciegos e invidentes.

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cristian rivera Ciclo taxista

“no todo es fuerza bruta”

Cristian, a bordo de la unidad número 12, es la única mujer que maneja un ciclo taxi en el Centro. Algunos desconfían de sus capacidades, pero ella replica: “Si no lo llevo hasta su destino, no me paga”.

Publicado en junio de 2010.

Un

rinoceronte anda por las calles del Centro Histórico, entre los autos. Fuerte y ágil, incansable, lleva pasajeros con mercancía o simplemente de paseo. “Me gusta pensarme como un rinoceronte que va por lo que quiere”, dice Cristian Rivera Ramos, la única mujer que maneja un ciclo taxi en el Centro Histórico.

miente, su cuerpo esbelto, flexible, en fin, saludable, corrobora sus palabras. Desde su base en la plaza del Seminario, en su unidad número 12, Cristian ofrece un paseo diferente a quienes “piden que los llevemos por tal calle para conocerla, o buscan un museo o van un sitio determinado, como un hotel”. “Si no lo llevo, no me paga”

“Medios más sanos”

“Mi pareja es bici taxista y cuando venía a verlo me daba cuenta de cómo la gente que se sube te alienta a seguir pedaleando. Es un trabajo que ayuda a tener una buena salud. Y más que nada, me gusta”, dice Cristian al explicar por qué se sumó al gremio. “Al principio me daba pena acercarme, pero después se me fue quitando. La gente ya me busca, ahora hasta me dicen, ‘flaca, ¡llévame!”, cuenta emocionada. Desde marzo de 2009, de 2 a 7 de la tarde, Cristian conduce uno de los nuevos ciclo taxis con motor eléctrico, esos color verde. Junto con más de 100 personas forma parte de la cooperativa Ciclo Taxis Aztecas del Bicentenario. “El Gobierno de la Ciudad nos ha entregado 130 unidades. Una ayuda importante para poder empezar. Todos estamos muy emocionados. Queremos ser una familia donde nadie sea dueño de nada y compartir lo que tenemos. Al mismo tiempo, la idea es que la gente venga a visitar más el Centro y conozca nuestras raíces, y aprender junto con ellos”. “Además, pretendemos cambiar el modo de transporte por medios más sanos, tanto para el ambiente como para nosotros mismos, al hacer ejercicio”. No

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Esta gentil guerrera del asfalto, de 27 años, tiene tres hijos y viene todos los días desde la colonia Florida, en Ecatepec. Como parte de su rutina supera pronunciadas pendientes, repara descomposturas, soporta la lluvia e incluso la desconfianza de la gente, para realizar entre 20 y 30 viajes cada día. La propina máxima que puede aceptar es de 30 pesos y aporta 65 pesos a su organización, para solventar los gastos operativos. “A veces no se quieren subir porque me ven mujer, pero uno les dice ‘si no lo llevo hasta su destino, no me paga’. Como a unos extranjeros que al final, sin que les cobrara, me felicitaron y me dieron 80 pesos”, recuerda entre risas. Y con orgullo, agrega: “Hoy ya podemos aprender lo que un hombre hace y hacerlo bien. No todo es fuerza bruta, aquí es mucho de equilibrio. El esfuerzo está en aprender, incluso de mecánica, porque seguido hay que cambiar las llantas, parcharlas, cambiar los ejes cuando se rompen”. Incluso se le ha afinado el oído. “Hay que ir conociendo las unidades conforme a los sonidos, tienes que escucharlas porque cada parte produce un sonido diferente cuando se va a descomponer”.


“Una sonrisa limpia”

Trabajar en el Centro “es difícil porque la gente está muy acelerada, estoy segura que una sonrisa limpia el alma”, pero “siempre con una sonrisa que te dé la gente sientes alivio y te va mejor”, afirma. “Pero el Centro no sólo es intenso, también interesante, sorprendente. Encuentras lo que no hay en otros sitios. Por la calle que recorras encontrarás algo importante, algo bonito y atractivo”. “De los edificios, me gusta uno que está en Isabel La Católica y Madero”, dice Cristian emocionada. “Tiene un balcón corrido y una historia. Se dice que ahí vivía un señor de la nobleza muy celoso al que no le gustaba que su mujer saliera a la calle, entonces

le mandó hacer un balcón de media manzana, alrededor de toda la casa. Y ahí se veía a la mujer paseándose con su sombrilla, de extremo a extremo del balcón, asomada, como si caminara con la gente”. Su trabajo le ha dado satisfacciones, como el haber llevado al Jefe de Gobierno del Distrito Federal en un recorrido por la zona oriente. “Iba risa y risa de los nervios. Guardo los recortes y es algo muy padre, porque lo veo como un reconocimiento a mi trabajo”. Pero lo más importante, asegura, “ha sido sacar a mis tres hijos adelante —Casandra de 8 años, Sharon de 6 y Bryan de 5—. Para mí será una satisfacción decir ‘ya están grandes, ya les di escuela y les compartí todo lo que he aprendido, hasta cómo arreglar sus bicicletas”. alonso flores

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Ramón Sánchez Louzán es el dueño de la Camisería Bolívar, uno de los negocios más antiguos del Centro (1898). siempre elegante, atiende personalmente a su clientela.

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Por amor y por terquedad, Patricia Ramírez sigue al frente de La Lupita, una de las dos rebocerías que quedan en la ciudad.

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por La calle de Manzanares transitan cargadores, diableros, sexoservidoras y comerciantes, todos ellos oficios tradicionales del barrio de La Merced.

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Don Fortino Rojas es el chef del Resturant Bar Chon. tortas de ahuautle o jabalí en salsa costeña, son algunas de las delicias que salen de su cocina.

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máximo juárez Taquero y estudiante de trompeta

“doy gracias por estar en bolívar”

Máximo es un experto en eso de “volar la piña”. A la puerta del local donde trabaja, practica la trompeta. ¿Su sueño? Ser la “espina dorsal” de una banda oaxaqueña en Santa Catarina Loxicha, su tierra natal.

Publicado en enero de 2011.

Vestido

con uniforme de taquero, Máximo Juárez mira embelesado su trompeta. Hace sólo unos meses que la tiene, y se ha convertido en una compañera inseparable. A veces interrumpe la conversación con Km.cero para tocarla. Sus dedos aprietan los pistones con la emoción del principiante, mientras sus carrillos se desinflan poco a poco y un grupo de notas graves sale del instrumento. Pero es hasta que Max llega a las escalas agudas, cuya fuerza paraliza los pensamientos y corta la respiración, cuando uno se da cuenta de la potencia del instrumento. De lunes a sábado, hacia las 11 de la mañana, Máximo abre un local en la calle de Bolívar, casi esquina con Venustiano Carranza. Ahí sirve, hasta las ocho de la noche, tostadas de salpicón, cochinita, tinga de pollo y pata. Entre sus comensales hay turistas y paseantes, músicos y empleados. El lugar es tan estrecho, que apenas cabe una persona y una mesa con los guisados. Eso no le impide ensayar algunas notas, sobre todo por la tarde, cuando hay menos clientes. A un lado, en el bar Dos Naciones, en el segundo piso, toca la orquesta tropical Inmensidad. El director de la agrupación le dijo a Máximo que, en cuanto domine la trompeta, se suba “sin pedir permiso” a tocar salsa con ellos. Pero a Máximo lo guapachoso no le “suena”. Prefiere la banda oaxaqueña, ya que, como buen hijo de Santa Catarina Loxicha —un pueblo de la sierra de Oaxaca—, desde niño escuchó esos ritmos tradicionales, donde el sonido de los metales es el protagonista. Su sueño es integrarse a la banda Nuevo Amanecer, de sus primos, y tocar piezas como Mi bello Cuixtla o La voladora. Para ello está decidido a terminar su aprendizaje musical en dos años —en vez de tres— y regresar a su tierra. Quiere

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llegar a ser la “espina dorsal del grupo”: director, trompetista, primera voz, animador y compositor. Nada más. “No sé por qué soy tan ambicioso”, agrega en tono travieso. “Hay gente pesimista que me trata de desanimar, pero yo me voy a entregar en cuerpo, alma y espíritu, y lo voy a lograr”. La tierra prometida

Hace sólo seis meses que Max llegó a esta zona del Centro. Antes trabajaba en un restaurante de carnitas, en La Merced. Pero don Mario, quien ha sido su patrón desde hace 11 años, decidió cerrarlo. Entonces le pidió que atendiera el negocio de tostadas. Llegar a Bolívar, justo en el tramo donde se concentran las tiendas de instrumentos musicales, fue para Máximo como descubrir la tierra prometida. A sus 44 años, al fin pudo empezar a estudiar música en una academia en la calle de Mesones, donde descubrió que la trompeta era lo suyo. Dos semanas después, don Mario le regaló una, como recompensa por tantos años de trabajo. Este gesto le cambió la vida. “Lloré de alegría”, confiesa. Aún no toca piezas completas ni sabe leer partituras, pero ya ha compuesto fragmentos de corridos “de puro oído”, como uno titulado Pobre soñador, sobre su propia historia. Cuando practica en el local, se acercan muchos de los músicos que van de compras a Bolívar. Así ha conocido a trompetistas famosos, como el que acompañaba a José José y Luis Miguel, o el de la Banda Limón, y a grupos de toda la República, que invariablemente le dan algún consejo, lo felicitan por su empeño y lo animan.


“Doy gracias por estar aquí”

Cuando Max era bebé, una epidemia de poliomielitis azotó su pueblo. La enfermedad le dejó secuelas en la pierna izquierda, pero eso nunca ha sido un obstáculo para él. A los 16 años, como muchos de sus paisanos, emigró a Monterrey. Allá se dedicaba a preparar la carne en un restaurante —su padre le enseñó el oficio de carnicero— y aprendió a cocinar antojitos, parrilladas y a “volar la piña” para los tacos al pastor. También tuvo un primer contacto con el oficio de músico. Un grupo de norteño lo contrató de quirero, es decir, su tarea era pasar de mesa en mesa ofreciendo las

canciones del repertorio, y por cada melodía que vendía, le pagaban cinco pesos. Quiso aprender a tocar el acordeón, pero tuvo que regresar a Oaxaca. Con 29 años, se dedicó a cultivar maíz, jamaica, caña, jícama y café. Su tentativa de ser agricultor no prosperó. “El campo es una belleza, pero ya no es negocio”, opina. Dos años después vino a la capital, conoció a don Mario y empezó a trabajar en La Merced. Ahora pareciera que el destino lo ha puesto en el lugar indicado. “Le digo a mi patrón que no puedo creer mi suerte. Doy gracias por estar aquí, en Bolívar, donde puedo conocer a tanta gente del medio de la música y estudiar mi instrumento. Aprovechar esta oportunidad ya sólo depende de mí”. regina zamorano

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Publicado en agosto de 2011.

“La

relojería tiene muchos secretos”, dice Lidia Camilo con una nota de satisfacción en la voz. Sobre su mesa de trabajo hay instrumentos puntiagudos dispuestos en perfecto orden, como para una cirugía. Con una lente en su ojo derecho, abre un reloj de pulsera femenino, mira el interior y diagnostica: “Esta máquina es desechable y ya no sirve; hay que cambiarla”. Ese ojo lleva 38 años examinando las minúsculas entrañas de todo tipo de relojes y parece infalible, como su pulso.

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Lidia es técnica relojera, un oficio en el que pocas mujeres se aventuran. Km.cero la visitó en su gabinete, en la calle de Palma. Paciencia, vista y pulso

Sábado a mediodía. Los encargos llegan incesantemente. Lidia repara al hilo tres relojes frente al dueño. Mientras le cobra, abre otro reloj y cambia la pila, sin desmontar la máquina. “Tengo mis mañas para ahorrar tiempo”, dice con un guiño.


lidia camilo Relojera

“el tic-tac es parte de mi organismo”

Lidia tiene 38 años reparando relojes cucú o de bolsillo, despertadores o de pared, desechables o de colección. Desde los 14 años aprendió el arte de la relojería y el estricto orden en que se colocan las manecillas: horaria, minutera, segundera…

Lidia empezó su carrera a los 14 años en la compañía Nacional Ensambladora de Relojes, en avenida Madero. “Era una empresa para puras mujeres, éramos 49. Para esto se necesita paciencia, buena vista y mucho pulso, y yo era una de las mejores”, recuerda. Al ver su potencial, uno de sus supervisores le preguntó: “¿Quieres aprender más?”. Él trabajaba además en los portales y le enseñó a Lidia “muchos secretos” de la relojería. Con el tiempo se casarían. Lidia laboró en otras ensambladoras, como H. Steele y Bulova, y en la joyería La Princesa, en la calle de Tacuba. Más tarde la pareja abrió su propio negocio, que ahora atiende él. Ella regresó al Centro Histórico hace 10 años y desde hace cinco está en Fornituras Navia. Allí atiende a su propia clientela y a la de la casa. Si no hay más relojeras —ella sólo conoce a dos, quienes también trabajan en el Centro— es por falta de interés en el oficio: “Las mujeres somos más minuciosas, el hombre es más distraído, la mujer tiene más agilidad en las manos, somos más pacientes, la mujer está más apta para esto”. Tampoco ha tenido obstáculos. “Cuando preguntan por el relojero y me ven a mí, se admiran, y luego me felicitan por la experiencia y la rapidez que tengo”. Liliputiense

Con poco más de un metro cuadrado, el gabinete es un mundo liliputiense bien organizado, con cajoneras, estuches, herramientas y un artilugio para lavar máquinas de relojería. El tic-tac de los relojes —“ya es parte de mi organismo”— es el fondo de la frenética actividad de Lidia, quien saca piezas microscópicas, las separa, las extiende, las ensambla. En un día repara hasta 12 relojes, no importa si es un cucú o uno de bolsillo, despertador o de pared, desechable o de colección. Y si no sabe cómo, aprende. “Cuando llega algo nuevo, al ir desarmando voy memorizando el orden de las piezas, para poder armarlo después”.

Horaria, minutera, segundera

El auge de los teléfonos celulares no ha minado el apego al reloj de pulsera, dice esta experta. Lidia ha visto evolucionar los mecanismos de relojería desde los de cuerda y los automáticos hasta los digitales. Gracias a que “la gente quiere conservar sus relojes” y a que ella se actualiza, no le falta trabajo y ha sacado adelante a dos hijas, ambas licenciadas en turismo. Lidia abre otro reloj. “Esta máquina es rusa; es buena. Las máquinas buenas ponen más presión, porque si se llega a romper una pieza, las refacciones son muy caras”. Con esa destreza que le atrae clientes de Acapulco, Toluca o Cuernavaca, desmonta una carátula, las manecillas, la máquina, la vara —el eje con que se da cuerda— y la corona —la cabecita para lo mismo. En unos instantes las piezas están limpias y la vara nueva ha sido ajustada al reloj. La firmeza de su pulso queda demostrada cuando reinstala las manecillas, que parecen pestañas de tan breves y livianas. Como un chino toma un grano de arroz con unos palillos, Lidia toma la manecilla horaria y la coloca, luego la minutera y la segundera. “Es el orden en que deben ir, y todas deben marcar las doce”, explica. ¿Cómo andan sus atributos a los 52 años? Aunque es diabética e hipertensa, su vista sigue impecable. Cuando un reloj se complica, lo deja y trabaja en otro; así conserva la paciencia. Ya con la cabeza fría, halla la solución. En cuanto a su pulso, “es a prueba de nervios, de café, de lo que sea”. A Lidia se le nota que disfruta el ser relojera. Cada pieza “es un reto, hay relojes que dan dolor de cabeza, pero yo me aferro, hasta que queda”. “Mi trabajo está garantizado por seis meses”, añade con seguridad. “Este trabajo hay que hacerlo con amor. Algunos lo toman como negocio, pero así”, aquí mueve la cabeza negativamente, “no sale”. patricia ruvalcaba

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Regina 18 es un estudio de grabación en el que grupos musicales ensayan, graban y postproducen. Alonso López es uno de los fundadores.

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beatriz garcía en su local de la plaza revolución. como otros ex vendedores ambulantes, ella formalizó su actividad comercial.

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el boxeo es uno de los protagonistas de la oferta deportiva del centro.

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cada año cientos de quinceañeras festejan de manera colectiva en el centro, además de recibir información sobre sus derechos.

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Publicado en diciembre de 2011.

De niño

le llegó a resultar odioso, pero luego el Centro fue para Antonio Calera-Grobet el país donde se forjó como artista de la palabra. Si es verdad lo de las tres fases del amor —pasión, amor romántico, que incluye la crianza de hijos, e intimidad—, con el Centro, el escritor y promotor cultural ha pasado por las tres.

Flechazo

Con ademanes duros pero un habla rica en escalas, cúspides, precipicios y remansos —todo un muestrario de su espíritu—, Calera-Grobet habla sobre sus flirteos con el Centro. “Mis tres tías y mi mamá hacían manualidades y cuando venía con ellas era para comprar muchas cosas, pero me dejaban esperando en el coche o en las

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tiendas, y era horrible” “Mi abuelo escribió en Novedades, en la sección de cultura, para la que yo trabajaría años después. Yo lo acompañaba a entregar una nota, o por un pago, y luego comíamos aquí o me llevaba a alguna panadería a tomar café, eso ya era más interesante”. “La primera vez que vine a una exposición, ya con conciencia, fue a la de los impresionistas en Bellas Artes en el 89, que fue una cosa brutal. Yo tenía 16 años”. Más tarde, en un taller literario en la Universidad del Claustro de Sor Juana, supo de la carrera de Ciencias humanas y de la cultura —ahora gestión cultural— y se inscribió. “Del 93 al 98 estuve estudiando allí. El encuentro con el Centro fue toda una epifanía, una revelación poética de largo aliento. El Centro me convulsionó de


antonio calera-grobet Escritor y promotor cultural

“el centro me convulsionó”

Antonio vivió sus años de estudiante universitario en el Centro, lugar que para él fue “una revelación poética de largo aliento”. Reconoce profundos cambios en la zona, pero advierte sobre el futuro: “Aquí hay una moneda echada al aire”.

muchas maneras, sobre todo intelectualmente. Pasaba aquí todo el día, me iba a medianoche, y en época de exámenes hasta dormía en el Hotel Isabel”. Los hijos

En 1998 Calera-Grobet entró a trabajar al Museo de la Ciudad de México, bajo la dirección de Conrado Tostado. “Lo viví con un júbilo agotador. Creábamos contenidos y eso nos llevó a Mixquic, a Milpa Alta, a los barrios del Centro como Tepito, La Lagunilla. Allí me di cuenta de que mi amor (por el Centro) sería indestructible, y decidí seguir en este espacio”. Entre 2000 y 2003 continuó fogueándose en el Instituto de Cultura de la Ciudad de México, antecedente de la actual Secretaría. Allí organizó talleres “para toda la ciudad, pero particularmente para el Centro”. En 2005 se integró como coordinador de Literatura a Casa Vecina, proyecto de la Fundación del Centro Histórico que buscaba regenerar la vida de una zona bastante deprimida del Centro (Regina) por medio de actividades culturales. En los bajos del edificio montó un restaurante-bar —inaugurado el mismo día que Casa Vecina—, un “templo secular para artistas” cuya abigarrada decoración es ya legendaria: la Hostería La Bota-Cultubar. En esos días, recuerda, “Sentía que tenía que dar algo al Centro a cambio de toda la poesía que me había dado. Entonces inventé un programa, Poesía y Combate, que era repartir poemas de cualquier manera, en cualquier soporte”. “Los imprimimos en vasos, obleas, dulces, globos; los regalábamos a los policías, en el metro, en los microbuses, los pegábamos en las paredes o gritábamos en un altavoz”. Los textos eran sobre todo de la vanguardia latinoamericana: Hinostrosa, Gelman, Milán, Rojas, Zurita. “Poemas como balas de plata para matar hombres lobo. La gente reaccionaba de manera muy humana, era muy fuerte la fricción, la chispa que se lograba a pie de calle. “Repartimos como un millón de poemas, y sentí que había saldado una cuo-

ta de amor”, dice el autor de la novela En la cúpula de Globe (2003). Calera-Grobet asumió la dirección de Casa Vecina en 2006. “Fundamos con un ejército de creadores, un periódico, una editorial, un centro de documentación, áreas de vinculación comunitaria”, recuerda. El proyecto, fue ingrediente germinal en la vida cultural de la zona. En febrero de 2010, el escritor se mudó con La Bota al jardín de San Jerónimo. Allí surgió el focca (Frente de Operaciones Comunitarias de Cultura y Arte), “empresa cultural” que ha lanzado 15 libros, creó la exposición itinerante Trono de los de a pie —300 cajas de bolero intervenidas por todo tipo de personas—, ha becado a decenas de creadores emergentes y realizado más de un centenar de actividades culturales con el apoyo de su equipo. Intimidad

Amante en plena madurez, Calera-Grobet conoce ya muy bien los méritos y los defectos de su amor. “El Centro ha cambiado, ya no es el mismo, ni desde una manera epidérmica ni desde una manera profunda. Ahora es un lugar más público”. Pero, dado que el cambio lleva apenas un lustro, advierte: “Los entornos tienen fecha de caducidad, viven y mueren. Se levantan artificialmente como Dubai, o puedes matarlos por la vía de los billetes como a la Condesa, o por mal gusto, como murió la Zona Rosa”. El editor considera que el Centro necesita una dirección, marcada no sólo por el gobierno, sino por los demás actores. Entre los visitantes, señala, “hay gente que viene con respeto y hay gente que no”. En cuanto a los vecinos y los comerciantes, “Faltan muchas cosas por hacer y no veo ese afán entusiasta, veo un afán comercial muy exacerbado, (de) ganar dinero a costa de la belleza. Necesitamos equilibrio, si no lo encontramos, puede ser que el Centro, antes de nacer, ya esté muriendo. Hay una moneda echada al aire”. patricia ruvalcaba SILUETAS DEL CENTRO HISTÓRICO • 107


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del centro histórico

Editado por el Fideicomiso Centro Histórico de la Ciudad de México. República de Brasil 74, segundo piso. Centro Histórico. CP 06010. México D.F. Este libro se terminó de imprimir en febrero de 2013 Impreso en ++++++++++


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