El modelo de lizardi

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CUENTOS

José Luis Fernández Sepúlveda

ARTE, LITERATURA Y SOCIEDAD INSTITUTO DE INVESTIGACIONES MULTIDISCIPLINARIAS UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE QUERÉTARO


Reservados todos los derechos conforme a la ley PRIMERA EDICIÓN 2017 D.R. © Universidad Autónoma de Querétaro Instituto de Investigaciones Multidisciplinarias Centro Universitario, Cerro de las Campanas s/n C.P. 76010 Querétaro, Qro. México www. iim.uaq.mx Tel: 01 (442) 192 12 00 Ext. Qro. 7014 Ext. SJR. 4802 E-mail: jc.schara@gmail.com ISBN: En trámite En portada: Obra del maestro Fernando Tamés Diseño y formación: Arlett Romero Navarrete Asistente editorial: L.A. María Isaura Morales Pulido Captura: L.A. Santiago Romero Navarrete Corrección de Estilo: M. en P. Liliana Velázquez Ugalde

Impreso y hecho en México Printed and made in Mexico


DIRECTORIO UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE QUERÉTARO Dr. Gilberto Herrera Ruiz Rector Dr. Irineo Torres Pacheco Secretario Académico Dr. Blanca Gutiérrez Grajeda Secretaria Particular de Rectoría Q.B. Magali Elizabeth Aguilar Ortiz Secretario de Extensión Universitaria Dra. Ma. Guadalupe Flavia Loarca Piña Directora de Investigación y Posgrado Dr. Aurelio Domínguez González Director Facultad de Ingeniería Dr. Julio César Schara Director del Instituto de Investigaciones Multidisciplinarias Mtro. Edgar Manuel Montes de la Vega Coordinador General del IIM Campus Cerro de las Campanas Dr. Raúl Martínez Merling Secretario Académico del IIM Campus Cerro de las Campanas Instituto de Investigaciones Multidisciplinarias Facultad de Ingeniería Universidad Autónoma de Querétaro. Querétaro, México 2017.



ÍNDICE Prólogo ........................................................................

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Un hombre, una isla ................................................... Per saécula seculórum ............................................... ¡Rechazado! .................................................................. Carmelo “Dinamita” González .................................. Tierra del Fuego ......................................................... El modelo de Lizardi ................................................. Los ejemplos de Balboa ............................................. Gamuza blanca .......................................................... El seminarista Nairod Yarg ........................................ Pata grande ................................................................

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PRÓLOGO El modelo de Lizardi José Luis Fernández Sepúlveda, no es solo un autor de cuentos. Es tinta, es personaje, memoria y narración. Lo sé porque no es la primera vez que leo una colección de sus cuentos. Cada vez que abro una página que lo contiene, me encuentro con historias llenas de imágenes y de sueños que pueden pasarle a cualquiera o pueden no suceder, dentro del mundo que él ha creado. Imagino a todos sus personajes sonriendo, llorando o sufriendo como él los ha hecho ser, pero siempre plácidos de estar entre sus textos. Son historias humanas con las que es fácil identificarse o pensar: “a éste lo conozco de algún lado”…, aunque jamás nos lo hayamos topado en la vida. Porque están en el inconsciente colectivo desde los inicios de nuestra mortalidad: amor, odio, pérdida, agonía, deseo. Y con estos elementos juega José Luis a narrarnos sus cuentos uno tras otro. He ahí la virtud del creador: lograr que como lectores nos reconozcamos en historias, que podamos ser cualquiera: un boxeador, un escritor -que no escribe novelas sino ensayos-, un cantante, un profesor, un jubilado, un explorador, un seminarista…, pero también podemos ser el mar que los envuelve, la universidad, el ring, la fe, la muerte y la esperanza. ¡Qué tentación! En opinión de William Faulkner, es más difícil escribir un cuento que una novela. “El modelo de Lizardi”, lo reafirma, pues hay algo en la forma breve de narrar que nos prueba una y otra vez al encontrar ideas e inspiración, donde se destila la esencia de estos personajes grávidos de significados, en las páginas que cada uno ocupan. Epifanías fugaces y cotidianas, con rumbo y ritmo que impide dejarlos a un lado. Porque una vez que se ha terminado de leer, se puede volver comenzar para reírnos o llorar con ellos. Sin juzgarlos. Sólo registrar las acciones tal como son y dejar que hablen por sí solas sin censurarlas. Los lectores de cuentos nunca hemos desaparecido del todo, porque un buen cuento nos da una breve descarga de placer mental. No importa en realidad el tiempo que nos tardemos en leerlos, su poder es un privilegio intenso; letras que actúan con eficacia y brevedad.

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En este caso, José Luis nos ofrece la oportunidad de leerlo en distintas formas, otros tonos, narrativas y estilos que varía en cada cuento, con diferentes voces de sus personajes. Un placer leer un collage de voces del mismo autor. Además, estos textos funcionan independientemente y con plena autonomía. Usted lo comprobará si inicia por el último, el de en medio o el primero, dando paso a la libertad del lector a través de la emancipación creadora del autor. Cuentos campechanos, diría yo, que al terminar de leer, salimos con una ligera sonrisa o sutil tristeza apenas notoria, y a la vez con una clara sensación de humanidad que se deja ir más allá del suceso narrado, que nos provoca salir, al menos en ese instante, de nuestra superficial vida ordinaria. Sandra Becerril México, Junio 2017

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UN HOMBRE, UNA ISLA Pensó que estaba ciego. Se fue palpando la cabeza, el cuerpo, una mano con la otra, los pies, los ojos. En contraste con el frío ambiente, la sangre caliente empapaba su ropa, su cabello. Se acurrucó y se abrazó a sí mismo en busca de un poco de calor, volvió a dormir. Un delgado rayo de luz hirió sus ojos acostumbrados a la oscuridad. La cueva se iluminaba conforme el sol ascendía. Pudo divisar la entrada de su refugio y reptó hacia ella para poder asomarse con cautela. Los barcos de guerra se hacían cada vez más y más pequeños. Tomó un sorbo de agua de la cantimplora e intentó ponerse de pie. El esfuerzo inútil lo convenció que la única manera de salir era gateando. Tenía que conseguir alimento y más agua con que limpiar sus heridas y saciar plenamente la sed. Salió. Los caídos en batalla que cruzaban su camino, empezaban a hincharse. Esculcando sus mochilas consiguió cantimploras, algunas latas de alimento, frascos de sulfas y vendas. Entre aquel mar de muertos, dudó en estar vivo. ¿A qué bando pertenecía? No podía entender si el idioma en el que razonaba correspondía a alguna nacionalidad en particular, pues no tenía un referente. Su uniforme estaba tan manchado de lodo y sangre propia y ajena, que no se podía definir algún color que le indicara alguna pista con la cual ir ordenando su precaria existencia. Colectando en un casco agua de varias cantimploras, lavó las heridas, les aplicó antibiótico y las vendó. Con una bayoneta, abrió trabajosamente una lata e intentó comer algo desconocido: no entendía nada de lo escrito en la etiqueta. Por lo menos ahora sabía que ese no era su idioma, aunque ignoraba a cuál correspondían esos signos. Apenas pudo tragar algunos bocados. La fiebre lo consumía. Levantó del suelo la botellita de sulfas y leyó: U.S. Army. Al no encontrar significado alguno, dedujo que ésta tampoco era su lengua. Pero, ¡qué importaba el mentado idioma, había que sobrevivir! Algo repuesto, se trasladó a la cueva con una mochila llena de pertrechos y un par de mantas, una verde y otra beige. También había recogido un manual con la intención de encontrar información en alguna palabra o signo clave que pudiera entender. Recostado en un improvisado colchón de hierbas buscó algunas palabras que se parecieran al idioma en el que estaba razonando.

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Encontró la palabra “industry” que interpretó como “industria”. De todas maneras, esta deducción no le sirvió de nada. Seguía ignorando su procedencia. Harto de pensar decidió hablarse a sí mismo. Lo hizo y se sorprendió al no comprender su propio discurso. Pareciera no haber conexión entre lenguaje y pensamiento. Intentó no razonar más, las contradicciones lingüísticas lo habían dejado agotado. El día más extraño de su existencia terminaba mientras la oscuridad invadía la cueva hasta la total negrura. El hedor de los cuerpos en descomposición lo despertó. Desde la entrada de la caverna pudo observar a miles de aves marinas que atacaban sin piedad a los indefensos soldados. Impactado por el infernal banquete, quiso tomar sus cosas y marcharse en busca de un mejor lugar, pero todavía le faltaban fuerzas y tendría que aguantar otro par de días. Con un pañuelo mojado a manera de mascarilla, se resignó a pasar ese tiempo en la cueva de la mejor manera posible. * En el otro lado de la isla no se habían librado batallas. Los palmares no presentaban huellas de bombas ni de lanzallamas, la playa estaba libre de escombros y de cadáveres. Había vivido en el infierno y ahora llegaba al paraíso. Como refugio, no se le ocurrió construir una palapa, consideró más seguro habitar otra de las muchas cuevas. Escogió la que se encontraba en el punto más alto; desde ahí podría admirar el paisaje y contemplar el atardecer. En ese momento, el sol se escondía detrás del horizonte azul. Más recuperado, preparó su nueva vivienda acomodando los pocos objetos personales sobre un cajón de municiones. Con mayor cuidado, preparó un lecho con fibras de cáscara de coco que envolvió en un retazo de lona recortado de una tienda de campaña. Se paró frente a la caverna y, mirando al mar, respiró profundamente el aire limpio y fresco. Un estremecimiento recorrió su endeble cuerpo al recordar la terrible peste del otro lado de la isla. Todo sería diferente a partir de ahora. * Su identidad perdía importancia día con día. No tenía interés en recordar idioma, familia, país…, nada. El pensamiento lingüístico era suplantado por imágenes visuales y sonoras: el murmullo del mar, el viento silbando entre las palmeras, el canto de las aves, el chirriar de la cigarra. En sueños, vislumbraba ballenas, pelícanos, gaviotas

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y aves del paraíso; también peces, pequeños jabalíes, armadillos e iguanas, animales que le servían de alimento. Olvidando su lengua y ante la imposibilidad de hablar con otro ser humano, adoptó los sonidos de la naturaleza. En un lenguaje onomatopéyico, hablaba al aire, a la montaña, a la ballena y al ave. Recolectó pigmentos que mezcló con aceite de coco y decoró su casa. Las paredes de la cueva se alegraban con imágenes de caza y pesca, dibujos de plantas y animales de la jungla y autorretratos. Echaba mano a un espejo que había rescatado de la hecatombe para recordar su rostro. Se regocijaba al verse con un incipiente bigote y una barbita que crecía cual vellos rebeldes en su rostro moreno. La melena era negra y lacia. Unos pequeños ojos negros completaban la imagen. Aunque abundaban al otro lado la isla, jamás volvió a usar un rifle. Cazaba con lanzas y pescaba con arpones elaborados por él mismo. El uniforme fue sustituido por un taparrabos de piel de jabalí y las botas militares, desechadas. Así, descalzo y semidesnudo, viviendo de la recolección, la caza y la pesca, se integró a la naturaleza isleña. Una necesidad espiritual lo condujo a nuevos dioses. Lejos de concepciones abstractas y monoteístas, el entorno le brindaba entes reales con sustancia divina: la selva, el sol, el viento, la lluvia, el mar… Adoraba a su compañía espiritual en pequeños altares construidos en el área cercana a su cueva. El otro lado de la isla, lugar maldito, lugar de muerte, estaba vetado a sus dioses. Sólo los peores demonios podrían vivir en ese infierno. Sin pretenderlo, las pinturas rupestres y altares de piedra constituían un testimonio de su existencia. Un inconsciente afán de trascendencia se reflejaba al plasmar el diario vivir. Manifestaba su condición de ser humano por medio del arte y el rito, la caza y la recolección. * Los investigadores y reporteros de la World Exploration Society arribaban a la isla en un impresionante barco. Desembarcaron con cámaras y micrófonos prestos para filmar. El lado maldito de la isla, lugar de muerte, cobraba vida mientras los camarógrafos hacían tomas de restos óseos, rifles, morteros y cascos oxidados, botas carcomidas y diversas chatarras de guerra. Desde lo alto, el anciano observaba. Hacía más de setenta años que no veía a otro ser humano. Una mezcla de temor y curiosidad lo atenazaba. Mientras dudaba

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entre esconderse o comunicarse, uno de los camarógrafos lo captó cuando hacía una toma general de la isla. Lo habían descubierto. Entre gran revuelo, el equipo de filmación abandonó el cementerio de guerra para ir en busca de aquel ser primitivo. El hombre que había vivido en paz por décadas en armonía con la naturaleza, veía con desencanto la invasión de su isla. Poco a poco, los extraños se acercaban a su cueva. Asustado, buscó refugio en otra. Atraídos por los muebles rústicos situados en la entrada, los reporteros encontraron la vivienda. Sin un elemental respeto a lo ajeno, allanaron la morada. Quedaron maravillados ante el espectáculo: grandes áreas cubiertas con imágenes coloridas de animales, plantas, paisajes y, sobre todo, una gran cantidad de autorretratos que representaban al dueño de la cueva en varias épocas de su vida. La obra pictórica continuaba, pues de los andamios de bambú colgaban recipientes con pinceles y pigmentos aún frescos. Montaron luces y trípodes e iniciaron la filmación de los murales. Un reportaje sobre este descubrimiento era muy superior al del cementerio de guerra; seguramente les redituaría fama mundial y, por supuesto, muchos dólares. No les pasó por la mente que dicha obra podría estar protegida por las leyes modernas de derecho de autor, pues el pintor aún vivía. ¿Qué podría saber de esas cosas aquel viejo troglodita? El equipo acampó un par de días esperando en vano encontrarse con el primitivo artista. Las pinturas rupestres ya estaban documentadas pero hubiera sido sensacional tener una entrevista exclusiva con el autor. Si bien, no habían podido entablar contacto con el único habitante de la isla, llevaban en sus cámaras valiosísimo material. Quedaba, por lo menos, un registro espontáneo del pintor cavernícola: aquella primera toma fugaz desde el lado maldito de la isla. Apenas levando ancla, los reporteros ya estaban planeando una segunda visita a la isla equipados con “drones” provistos de cámaras infrarrojas para localizar, a como diera lugar, al enigmático personaje. Su ambición no tenía fondo. Observó al barco pirata que se alejaba. Nada sería igual. Los demonios del lado maldito de la isla se habían rebelado llegando hasta su propia casa. Estaba seguro que los invasores regresarían a

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buscarlo. Siendo un hombre casi centenario, no tendría fuerzas para buscar otro refugio y empezar de nuevo. Tomó el espejo y pintó su último autorretrato. Al día siguiente, puso en orden la casa, acomodó los utensilios de pintura y salió. Recolectó ramilletes de flores que fue depositando como ofrenda en cada uno de los altares mientras musitaba, en su lenguaje onomatopéyico, algunas oraciones que lo iban acercando a sus dioses. Pronto estaría junto a ellos. Con paso lento, se fue adentrando en el mar, mirando directamente al sol que se escondía detrás del horizonte azul. Antes de ser engullido por una enorme ola, todo le fue revelado: conmovido hasta lo más profundo de su ser, vino a su mente aquel sentido poema que había aprendido en su lejana juventud y, recitándolo a viva voz ─“Quiero morir cuando decline el día, en alta mar y con la cara al cielo, donde parezca sueño la agonía, y el alma, un ave que remonta el vuelo”─, desapareció.

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PER SAÉCULA SAECULÓRUM A Rod Serling La conoció en la fila del supermercado. En el carrito llevaba una buena cantidad de botellas y diversos entremeses. Él Iba adelante con su compra: una bolsita con jamón y queso. En un descuido, la mujer empujó el carrito y lo golpeó justo en el carcañal. Volteó bastante molesto para reclamar, pero ante una sonrisa encantadora y un dulce “disculpe”, no tuvo más remedio que sonreír y decir: “oh, no es nada, no se preocupe”. Él Inició la charla ─todavía faltaba largo trecho a la caja─ mirando el contenido del carrito y preguntándole si planeaba una fiesta. Ella le dijo que sería la reunión anual de empleados de su compañía de seguros y que le había tocado organizarla. Se mostró interesadísimo en el asunto de los seguros aunque no tenía la menor idea del tema. Platicaron animadamente hasta llegar a la caja, pagó y esperó a que empacaran la mercancía de la chica. Se quiso despedir con fingida intención esperando que lo invitara a la fiesta. Casi al retirarse, la vendedora de seguros le dio un papelito con la dirección de la reunión: “si quieres ir”. * Parece que por primera vez, una mujer en el supermercado no lo rechazaba. Siempre iba con la ilusión de conocer a alguna ama de casa aburrida de la monotonía del hogar y deseosa de iniciar una ardiente aventura con un desconocido. Había abordado a varias, pero siempre le contestaban con muecas y monosílabos cortantes. Sobra decir que estaba encantado: ¡lo había invitado a su fiesta! No lo podía creer. Se llamaba Lucrecia y suponía que era soltera, pues se veía de muy buen humor. Tendría unos treinta y tantos años, guapa y con una figura sensacional. Nada más de acordarse, temblaba de emoción. ¿Cuándo le dijo que era la fiesta? Ah, sí, el próximo viernes a partir de las nueve de la noche. El contador Sócrates Medina se preparaba para el guateque, hacía años que no era invitado a una fiesta y mucho menos por una dama. Saliendo de la ducha, escogió el vestuario. Se imponía la moda informal: un par de jeans, playera del club Barcelona y zapatos tenis. Mientras se peinaba, miraba una y otra vez el papelito con

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la dirección de Lucrecia. Lo frotaba con fruición; era el boleto a la felicidad. Empapado en loción, se dirigió a la fiesta de la aseguradora a bordo del carrito Volkswagen. Llegó a la dirección. Lo esperaba una fachada de cantera descascarada con un impresionante portón de madera labrada que mostraba el paso del tiempo y la polilla. Le pareció que la imagen de la casona no correspondía a la chica joven y fresca que había conocido en el supermercado, pero en fin, que importaba. Llamó golpeando con un enverdecido aldabón de bronce con forma de garra de león. La puerta se abrió acompañada de un agudo rechinido. Un hombre pequeño, alguien como un niño con cara de viejito, asomaba la cabeza. Con un ademán, invitó a pasar al contador Medina. Como única decoración del vestíbulo, un enorme paisaje al óleo colgaba arriba de un sillón forrado con una piel reseca y agrietada. Eso era todo, no había nadie, incluso el hombrecito había desaparecido. Detrás de una puerta de doble hoja cubierta con cristales biselados y unas ligeras cortinas, se observaban vagas figuras. La alegre música anunciaba fiesta. Entró al gran salón. La presencia del contador pasaba inadvertida. Buscó con la mirada a Lucrecia y, al no encontrarla, se sirvió un trago y tomó un par de bocadillos. Plantado junto a la mesa de las bebidas escudriñó con más detenimiento la reunión. De ninguna manera parecía ser una reunión de agentes de seguros. Hermosas mujeres con exagerado maquillaje y ropas ligeras formaban la mayoría del grupo. Aparte del contador, la presencia masculina la componían un par de jóvenes afeminados que hablaban a gritos y hacían grandes aspavientos. ─¡Hola guapo, qué bueno que te animaste a venir! Volteando, Sócrates reconoció a Lucrecia que llegaba, hermosa, vestida en un traje rojo de seda transparente. Casi balbuceando el contador respondía al saludo. ─Buenas noches, Lucrecia. Qué bonita reunión, gracias por invitarme. ─Oh, es un placer. Nos gusta tener gente nueva en el grupo. La verdad nos aburrimos de vernos las caras, je, je. ─No sabía que las agentes de seguros fueran tan guapas. ─Te voy a confesar algo: no trabajamos en la aseguradora. Te dije eso para que tuvieras confianza en venir. Nuestras actividades son bien diferentes.

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─Oye, ¿de veras vives en esta casota? ─Sí, todos vivimos aquí. ─Ah. Oye y, ¿se puede saber cuáles son las actividades a las que se dedican? ─Ya lo verás. Sírvete otro trago, te voy a presentar a unas amigas. * Sócrates Medina amaneció en una gran cama redonda acompañado de varias mujeres y los dos jovencitos. Esa imagen solamente la había visto en películas, jamás pensó en estar en una situación ni siquiera cercana. Después de una noche de placeres ilimitados, le dolía la cabeza y tenía mucha sed. Buscó un lugar donde encontrar algo de tomar. La habitación circular estaba rodeada de espejos; no hallaba cómo salir de ese laberinto de cuerpos desnudos. Después de varios intentos, uno de los espejos cedió dándole paso a un maravilloso jacuzzi. Se introdujo a las cálidas aguas tomando una cerveza de una de las hieleras que rodeaban la tina. Pronto se integraron los demás al delicioso baño. Unas chicas brindaban suaves masajes al contador mientras otras perfumaban el vaporoso recinto esparciendo flores. Sonó la campanilla que indicaba la hora del desayuno. Arropado en una fina bata de baño, Medina se sentó a la mesa. Las chicas y los chicos se desvivían por atenderle. Frutas exóticas, deliciosos pastelillos y una gran variedad de platillos desconocidos formaban la minuta. Terminando de desayunar, se dirigió a la habitación para vestirse, pero no encontró los viejos jeans ni la camiseta del Barcelona. En su lugar, estaba a su disposición un amplio guardarropa con prendas de los mejores diseñadores. Desde unos calcetines hasta un smoking, pasando por moda deportiva y casual. Hecho un figurín, Sócrates llegó al salón fumador. Entre varias opciones, escogió fumar un poco de mariguana antes de prender un enorme habano que le recordó a aquellos petroleros millonarios de Texas que aparecían en los programas de televisión. El contador recibió un préstamo de la casa para empezar las partidas de cartas y backgammon. Aunque jamás había jugado, la suerte le sonreía. Unos buenos fajos de billetes se apilaban frente a él. Para complementar su buena ventura, el salón fumador estaba rodeado de pantallas que proyectaban varios partido de futbol de la liga mexicana y de todo el mundo. Justo cuando se disponía a hacer una

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arriesgada apuesta, sonó el llamado al buffet de mediodía. Si el desayuno lo había impresionado, el buffet lo dejó atónito. Todos los platillos que había visto en revistas, películas, internet y televisión estaban dispuestos en abundancia en enormes mesas de manteles largos. Una espléndida vajilla de porcelana antigua y cubertería de plata fina acompañaban al magnífico espectáculo culinario. No sabía por dónde empezar, estaba confundido. Decidió probar un poquito de todo. Entre platillo y platillo anocheció. Había comido hasta el hartazgo y quiso retirarse a descansar. Imposible, ahora tocaba turno a la fiesta. Vestidos con nuevo ropaje, el grupo entró al salón abriendo las puertas cubiertas con vidrios biselados. Las chicas volvían a mostrarse casi desnudas y los jóvenes amanerados empezaban su discusión con gritos y aspavientos. * Sócrates amaneció del mismo modo que el día anterior. Tenía sed, entró al jacuzzi, recibió deliciosos masajes en medio de aromas florales, desayunó frutas exóticas y pastelillos, jugó naipes y backgammon ganando mucho dinero, vio innumerables partidos de futbol, comió hasta reventar en el buffet de mediodía y se divirtió en la fiesta. Al anochecer del día siguiente ─que había transcurrido de manera parecida a los anteriores─, el contador Medina se percató que era lunes y había faltado al trabajo. Sintió un ligero remordimiento; pero no importaba, llegaría temprano al día siguiente. Nunca había recibido tanto placer en su vida. Se sentía orgulloso, pues sería la envidia de los compañeros de la oficina cuando les platicara lo sucedido en esos días. Se iba, además, con los bolsillos llenos de dinero. “¡Qué más le pido a la vida!” Se acordó de Lucrecia a quién no había visto desde la primera noche y preguntó por ella. Quería despedirse y agradecerle por un fin de semana inolvidable. Lucrecia se presentó con otro vestido de seda transparente, esta vez sin ropa interior. ─Eh, bueno, creo que me tengo que despedir. Mañana tengo trabajo y necesito madrugar. ¡Mil gracias por todo! Ha sido la mejor experiencia de mi vida. ─Mi querido Sócrates, ¿es qué todavía no te has dado cuenta? ─ ¿De qué, Lucrecia? ─Todo lo que has experimentado aquí día con día, es un reflejo de tus deseos, de tus fantasías sexuales, de tus aspiraciones.

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─Pues ahora que lo dices… ─No podrás retirarte. Diariamente disfrutarás de sexo en abundancia, comida, bebidas, drogas, futbol, dinero. Lo que siempre has querido. * Al paso del tiempo, Medina se hartaba de vivir siempre lo mismo. “¡Quiero mis jeans y mi camiseta del Barcelona! ¡Me comería con gusto unos tacos de cabeza con cebolla, cilantro y salsa verde! ¡Extraño ver el futbol en la cantina con mis amigotes de la oficina!” Recordaba los encuentros a escondidas en el baño del despacho con Mary la secretaria, ¡ah!, y la sabrosa pachita de mezcal que introducía los lunes por la mañana cuando llegaba crudo al trabajo. Añoraba los balances contables y las declaraciones de impuestos mercantiles. Al igual que el infierno, el cielo cierra sus puertas una vez que has entrado. El contador Sócrates Medina había idealizado su paraíso, ahora tendría que resignarse a vivir en él. Per saécula saeculórum. Amén

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¡RECHAZADO! Estimado Mauricio Avendaño: Lamento comunicarle que el manuscrito enviado por usted en fecha reciente con título “Tradiciones y leyendas de mi barrio” ha sido rechazado. El consejo dictaminador se ha visto en grandes aprietos tratando de descifrar el texto. Es decir, su obra es completamente ilegible. Le pido encarecidamente que asista a algunos talleres de gramática y redacción con el fin de poder, en un futuro, recibir su texto una vez más y volverlo a considerar para su publicación. Saludos cordiales. Oscar Schelmann Director Editorial Ediciones Monotrema * Por enésima ocasión, el texto de Avendaño era descalificado. “Ese estúpido de Schelmann no tiene la menor idea acerca de la buena literatura”. El incipiente autor estaba harto de corregir y corregir el mismo texto con la ilusión de ser publicado. Reza un viejo proverbio que un hombre debe tener un hijo, sembrar un árbol y escribir un libro. Recordó que por ahí tenía un hijo y que alguna vez había sembrado un árbol: “Sí, en aquella campaña de reforestación a la que fui con los compañeros de la primaria”. Solamente faltaba el libro. Tomó una hoja, le colocó papel carbón y puso debajo el delgado papel copia. Siempre se embarraba los dedos de negro y manchaba las hojas antes de colocarlas en el rodillo. “Seguramente por eso rechazan mi texto”. El engorroso papel carbón ya lo tenía hasta la coronilla. Ni modo, tenía que escribir en aquella vieja Remington color verde olivo que había recibido como única herencia de su padre. “Quizá por eso soy escritor, es mi destino”. Necesitaba dinero para comprar una computadora, pues a la larga salía muy caro enviar los manuscritos por correo. “Si publicaran mi ensayo, si publicaran mi ensayo, si publicaran mi ensayo”. Miraba la hoja de papel en blanco imaginando un texto estéticamente perfecto, como queriendo que se escribiera solo, por sí mismo. Flaqueaban las fuerzas creativas.

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La más reciente versión del manuscrito no se parecía en nada a la primera. Tantos borrones, tantas correcciones a través de los años habían llevado al texto a una continua metamorfosis sin resultado alguno. “¡Un gusano que nunca reencarnará en mariposa! ¡Eso es mi ensayo!”. Y rompió en llanto. Angustiada por los sollozos de su hijo, la madre del escritor irrumpió en la habitación sin tocar la puerta. ─ ¿Qué tienes hijito? ¿Algún problema con tu novela? ─ ¡Qué no es novela! ─respondió montando en cólera─ ¡Es ensayo! ¡EN-SA-YO! Se nota que no sabes nada de literatura. Antes de interrumpirme en mi proceso creador, por lo menos podrías tocar la puerta, ¡toc, toc! ─exclamó golpeando al unísono el escritorio con los nudillos─, ¿me entiendes? Acostumbrada a los arrebatos del hijo escritor, la anciana se retiraba cerrando la puerta con sigilo. Antes de alejarse rumbo a la cocina escucharía un último reclamo: ─ ¡Espero que ya esté lista mi cena, tengo hambre! “¡Uf, ahí viene Avendaño! Vamos a hacernos tontos a ver si pasa de largo”. La observación llegaba demasiado tarde, el ensayista ya iba en camino a la mesa de los escritores. Todos los días, estos artistas se juntaban en el café “París” para comentar las novedades literarias, es decir, lo último que habían escrito. Entre ellos la lisonja era común pero, ¡había que verlos en la cantina! Siempre era lo mismo, discutían interminablemente sobre el famoso Ulyses de James Joyce. Sí alguien se atrevía a comentar que no entendía ni pío de la novela, era atacado salvajemente por los intelectuales. Uno de los profanos con la obra de Joyce era Avendaño. Había intentado leerlo, sí, pero tuvo que aceptar que era mejor dedicar todo su esfuerzo literario a la publicación de su “Tradiciones y leyendas de mi barrio”. El incipiente escritor saludó alegre a la concurrencia y tomó asiento sin pedir permiso. Haciendo caso omiso de muecas y chasquidos les comunicó los recientes adelantos en el ensayo: “Ahora sí, muchachos. Estoy seguro que con la última corrección me publican. Ya contacté a una editorial española. Seguramente los ibéricos sabrán comprender el texto mejor que mis propios paisanos. ¡Qué vergüenza verse obligado a buscar opciones en el extranjero!”. Mirándose entre sí, los escritores no hallaban el modo de deshacerse de Mauricio y lanzaban sonoras indirectas que el

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ensayista no parecía escuchar. Finalmente se despidió y encaminó sus pasos a la iglesia de San Juditas para rezar algunos padrenuestros en aras de la edición del libro. Días después, el artista entraba a un café internet para checar su e-mail. Tenía los nervios de punta, no se atrevía a consultar el buzón. ¿Soportaría otra decepción? Respirando profundamente hizo el click. ¡Sí, ahí estaba el mensaje de la Editorial Don Quijote! Con mano trémula lo abrió: “Lo sentimos mucho…”. Sin terminar de leerlo, salió furioso del local. El empleado del negocio lo alcanzó en la esquina exigiéndole el pago del servicio. “¡Carajo, hasta tengo que pagar por recibir malas noticias!”. Hurgó en sus bolsillos y entregó, cabizbajo, sus últimas monedas. Bajo un cielo encapotado, deambuló por los callejones de la barriada buscando la muerte. “¡Ojalá me parta un rayo!”. Cual presagio funesto, un cruel relámpago tronó en las cercanías. Pegando un brinco colosal y pálido como una hoja de papel bond, Mauricio se santiguó. Continuó su camino derechito a casa. ¡Cuál no sería su sorpresa al encontrar a multitud de vecinos apiñados frente a la casa! Acercándose, conoció el motivo de la reunión: el terrible rayo había caído directamente en la vivienda. El cuerpo carbonizado de doña Eulalia era retirado del lugar por un equipo de paramédicos bajo la mirada atónita de Mau ─así le decía su mamá─ y de los curiosos vecinos. Todavía habitable ─salvo la agrietada recámara de la difunta─, la casa era ahora propiedad de Avendaño. De carácter cínico, el escritor revisaba las pertenencias de su madre pensando en rematarlas de inmediato. La causa era noble: publicaría él mismo su ensayo. Encontró los documentos de una cuenta bancaria en la cual era nombrado beneficiario. Si antes había brincado de susto, ahora lo hacía de gusto. No era mucho dinero, pero seguramente alcanzaría para lo del libro. Para afianzar el texto de “Tradiciones”, contrató a un escritor fantasma. Avendaño simplemente firmaría como autor. Por otra parte él era su propio consejo dictaminador y aprobaría de inmediato el manuscrito. El escritor-editor se frotaba las manos. “¡Asunto resuelto!”. Mauricio Avendaño pasó de ser un sujeto taciturno a ser el hombre más jovial del barrio. Algunos vecinos que le daban el pésame por la trágica muerte de su querida madre recibían por respuesta: “Eso es cosa del pasado. Ahora lo importante es mi libro, pronto lo tendrán en sus manos”.

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En la mesa de la terraza, el grupo de escritores seguía con su práctica cotidiana: tomar café y platicar. Los papeles habían cambiado y ahora Avendaño era quien los miraba con desprecio. “¿Cuándo escribirán estos vagos si están todo el tiempo en el café?”. Sin embargo, el día era hermoso y se sentía de un humor magnánimo. Saludando, tomó asiento sin ser invitado. ─Tengo una nueva editorial. ¿Quién de ustedes quiere publicar su obra? Poniendo ojos de plato y frunciendo el ceño, se miraban unos a otros. ─ ¿Qué dices Avendaño? ─Sí, me cansé de las arbitrariedades de los editores y he fundado mi propia editorial. Una vez más: ¿Quién de ustedes quiere publicar? Todos despreciaban a Mauricio pero, ante la posibilidad de publicar por primera vez en sus largos años de carrera, cambiaron de actitud. Gerardo Beltrán fue el primero en hablar ─ ¡Eres grande Mauricio Avendaño! Siempre te hemos admirado, sabíamos que tarde o temprano tendrías éxito. Estamos orgullosos de ser amigos de un hombre tan talentoso. Yo quiero publicar mis poemas. Continuó Julio Alvarado: ─Yo sabía que contigo tendría la oportunidad de proyectarme como novelista. Con el apoyo de tu editorial llegaremos lejos Mau, estoy seguro. Emilio Puente y Miguel Larrea, cuentistas, se dirigían al flamante empresario editorial expresando parecidas zalemas. Como poniéndose de acuerdo, todos preguntaron: ─ ¿Cómo se llama tu nueva editorial? Orgulloso, Mauricio Avendaño contestó: ─Es una sorpresa. Ya lo sabrán. * “Antes que nada, a comprar la computadora”. Comenzaba el proyecto editorial de Mau Avendaño organizando una pequeña oficina en la sala de la recién heredada casa. Contrató servicio de internet y mandó correos a Larrea, Puente, Beltrán y Alvarado ─próximos autores de Editorial Avendaño─, indicándoles los requisitos para enviar sus manuscritos, haciendo hincapié en la ortografía y la redacción. Algo había aprendido a través de largos años de rechazo editorial. Telefoneó al escritor fantasma quien le

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indicó que por la tarde recibiría el texto completo de “Tradiciones y leyendas de mi barrio”. ¡Todo marchaba sobre ruedas! Al día siguiente, buscaría una imprenta decente para iniciar de inmediato el tiraje. No había tiempo que perder, tantos años de espera se desvanecían ante la expectativa de ver su sueño realizado. Imaginaba concurridas presentaciones del libro con personajes importantes del mundo de la literatura, hermosas edecanes sirviendo el vino de honor y docenas de lectores haciendo fila solicitando el autógrafo. Él, con una sonrisa encantadora, complacería a todos escribiendo una amable y cariñosa dedicatoria. Uno por uno, los manuscritos de los escritores del café “París” llegaban por correo electrónico a Editorial Avendaño. El director ─Mauricio─, enviaba acuse de recibo con un comentario que terminaba en: “…turnaremos su manuscrito al consejo editorial para dictamen.” Emocionados, el poeta y los narradores no hablaban de otra cosa que no fuera la publicación de sus obras. Habían olvidado a Joyce y a Bukowsky para admirar a su nuevo ídolo: Mauricio Avendaño. “¿Quiénes estarán en el consejo dictaminador?” se preguntaban estos hombres de letras. “Imagino que vendrán de fuera, quizá los manden de España, por sus contactos en aquel país”, comentaba el poeta Beltrán. “Seguramente conoce gente importante en el Consejo de las Artes que lo podrían asesorar”, decía el cuentista Larrea. Los otros escritores ─Alvarado y Puente─ estaban seguros que sus manuscritos serían aceptados sin importar quienes formaran parte del consejo editorial por el simple hecho de ser amigos del editor Avendaño. En fin, todo tipo de conjeturas se discutían en la mesa del café. “TRADICIONES Y LEYENDAS DE MI BARRIO libro del escritor Mauricio Avendaño será presentado el día 16 de abril a las 19 hrs. La cita es en la librería Quevedo, Calle del Roble 21, Centro Histórico.” El arduo trabajo finalmente daba frutos y el autor no cabía en sí mismo de orgullo y satisfacción. “Dios aprieta pero no ahorca, pronto seré famoso”. Mauricio había pensado en grande con motivo de la ansiada premiere. Para su mala fortuna, el dinero se había agotado con el pago al escritor fantasma, la compra de la computadora y principalmente, el tiraje del libro. Necesitaba conseguir algo de capital para el pago de las edecanes, el vino y los canapés.

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Encontró la solución con los nuevos amigos escritores: “Sus libros deben estar casi listos para la imprenta, son excelentes textos, ya los leí y no cabe la menor duda que pronto verán la luz en las mejores librerías. Fíjense muchachos que tenemos que promocionar la editorial para que cuando salgan sus ejemplares encuentren mercado rápidamente. El jueves 16 presento Tradiciones y leyendas de mi barrio, primer título publicado por Editorial Avendaño. Nada más me hacen falta unos pesitos para acabalar para el coctel de honor y los bocadillos. Pensé que podrían apoyarme… No, no piensen mal, desde luego sería un préstamo que pagaría de inmediato con la venta de los primeros libros. Si no consigo dar una buena impresión en este evento, no creo que sus textos tengan posibilidades de ser publicados, pues la editorial carecería de capital revolvente, ustedes saben de economía y lo entienden. ¿Verdad?” A regañadientes, los escritores se presentaron en casa del editor con algo de dinero. Estaban sacrificando lo de la renta de sus cuartos con el fin de apoyar el proyecto editorial. Le dejaron claro a Mau, que sería la última aportación y además que ya no podrían seguir invitándole los cafés. Llevaban meses haciéndolo. “Sí, sí muchachos, no hay problema, tengan fe, verán que luchando hombro con hombro, saldremos avante”. El texto de Avendaño consistía principalmente en una serie de referencias a las familias de más alcurnia en la ciudad. Benefactores, militares, políticos, obispos, empresarios y grandes personajes de todo tipo brillaban con impresionantes títulos y rimbombantes nombradías. Su narración de las tradiciones y leyendas consistía en un aburrido refrito de “La llorona”, “El jinete sin cabeza”, “Chucho el roto” y cosas por el estilo. El éxito estaba asegurado de antemano: cualquier asistente a la presentación encontraría en el libro alguna mención a un pariente lejano y, como a todo mundo le gusta tener a alguien famoso en la familia, pues comprarían el libro. Esta era la mercadotecnia del editor. Tal como había sido profetizado por Avendaño, la presentación del libro fue un éxito. Invitado por el autor, presenté y comenté su Tradiciones y leyendas de mi barrio. Debo confesar que, aunque conocía muy bien las patrañas de Mauricio, me divertí de lo lindo observando a los orondos asistentes hojear el libro y encontrar entre sus páginas a algún ilustre antepasado: “Este señor Juan Alcocer fue mi tío bisabuelo”, “el obispo Altamira tuvo varios hijos ilegítimos, uno de ellos fue mi abuelo”. Un viejo sinvergüenza

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afirmaba que Chucho el Roto había sido amante de ¡su propia madre! “¡Qué barbaridad, hasta podría ser su hijo!” El autor dedicaba ejemplares al por mayor. Para controlar las finanzas, él mismo vendía, cobraba y firmaba los libros. ¡Negocio redondo! La primera edición del libro “Tradiciones y leyendas de mi barrio” del autor Mauricio Avendaño quedaba agotada. * Emilio Puente y Julio Alvarado fueron los primeros en llegar. Pidiendo su café americano con un poquito de leche, comenzaron la habitual tertulia: “Se hinchó de dinero Avendaño en la presentación de anoche. Vendió todo”. Por lo menos estaba garantizado el pago del préstamo que le habían proporcionado a Mau. Aunque no entendían el concepto a ciencia cierta, suponían que ya existía el capital revolvente necesario para la publicación de sus propios textos. Mientras charlaban, los otros compañeros se acercaban gesticulando y hablando casi a gritos: “Fuimos a ver a Avendaño y el muy cínico dice que apenas y salió para los gastos de la presentación. ¡No nos quiere pagar el hijo de la chingada!”. El incumplimiento del pago representaba severos problemas para la cuarteta de artistas. Se podía sobrevivir con cigarrillos y café, pero era inconcebible perder el alojamiento. El casero los estaba presionando y amagaba con exigir el desalojo si no pagaban a la brevedad el alquiler de los cuartos. Tendrían que encontrar alguna solución. “Podemos decirle a don Cuco ─el casero─ que somos escritores y estamos por publicar nuestros libros, muy posiblemente con gran éxito. Con las ventas le pagaríamos las rentas atrasadas incluso con intereses. Nada más que nos aguante un poquito”. El comentario caía en oídos sordos. Todos suponían que, si no les había pagado el préstamo, Avendaño tampoco les publicaría. Pidieron otro café ─en esta ocasión, de fiado─ y se sumieron en el silencio y la depresión. Llegaba el otoño y una fina llovizna caía sobre la terraza del café “París”. Bajo la tarde gris, el poeta, el novelista y los escritores de cuentos, levantaban displicentemente sus cuadernos de apuntes para emprender la retirada. Se despidieron cabizbajos para dirigirse a dormir, quizá por última vez, a sus cuartos. No se verían al día siguiente; no había dinero para el café. ¿Quién ocuparía aquella mesa que había sido testigo de hermosas conversaciones literarias

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acerca del gran Joyce y del maestro Bukowsky? “¡Hola muchachos!”. Mauricio Avendaño llegaba a la mesa de los escritores. Tomó asiento sin pedir permiso. A una señal del editor, un muchacho, empujando un “diablito” repleto de cajas con libros lo estacionaba a un lado. Abriendo caja por caja y sacando libro por libro Mauricio iba anunciando: “Cuentos de ultramar de Emilio Puente…, Poemas infinitos por Gerardo Beltrán…, Bajo la sombra del olmo, novela de Julio Alvarado… y, por último, Relatos macabros de Miguel Larrea”. Emocionado, Mau seguía hablando: “He visto a don Cuco y le he pagado por adelantado varios meses del alquiler de sus viviendas. Por cierto, ¿ya cenaron? ¡Mesero, la carta por favor! ¡Yo pago!”. Una vez más, los escritores quedaban boquiabiertos. Por lo pronto ordenaron una opípara cena, la primera decente en mucho tiempo. No se atrevían a preguntar lo que todos pensaban: aunque hubiera vendido toda la edición de su libro ─con un tiraje muy limitado─, las ganancias no alcanzarían para las cuatro publicaciones y el pago de los alquileres. ¿De dónde había sacado Avendaño todo ese dinero? Casi al término de la cena y en pleno reparto de los respectivos libros, se acercó a la mesa una amable y elegante viejita indicándole a Mauricio: “¿Has terminado amor mío? Recuerda que me tienes que acompañar a misa de siete”. El editor Mauricio Avendaño se despedía de sus amigos escritores tomando del brazo a su prometida doña María de los Ángeles Altamira y Urrutia, última marquesa del Villar. Abriéndose paso entre las iridiscentes nubes, la luna brillaba como una enorme moneda de plata. Al alejarse, la silueta de los dos enamorados se reflejaba, sinuosa, en el húmedo mármol de la terraza ajedrezada del café “Paris”.

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CARMELO “DINAMITA” GONZÁLEZ ¡Por el título mundial de la división welter, pelearán diez rounds! ¡En esta esquina, de Maracaibo, Venezuela, con 65 kilos 600 gramos y pantaloncillo amarillo, el campeón mundial Ramiro “Blacky” Valdés! ¡En esta otra, del barrio de Bondojito en la Ciudad de México, con 64 kilos 900 gramos vistiendo pantaloncillo verde, el retador Carmelo “Dinamita” González! El campanazo anunciaba el inicio de la pelea estelar. Primer round. Los peleadores hacen fintas de reconocimiento. Podemos ver la guardia zurda del campeón bien afianzada mientras lanza jabs de derecha preparando su poderoso puño izquierdo. Carmelo “Dinamita” González pelea a distancia con buen trabajo de piernas. “Le tengo que ganar a este pinche venezolano, se lo prometí a Marcela y a mi´ja. Voy a pegarle abajo para irlo ablandando, así se le gana a los negros”. Blacky conecta una buena izquierda a la cara del retador, pero podemos ver que el Dinamita está bien preparado y resiste el golpe. Carmelo responde con una andanada de ganchos de izquierda buscando la zona hepática. Suena la campana terminando el primer asalto. Segundo round. Ambos peleadores brincan del banquillo mostrando intenciones de terminar pronto esta pelea. Carmelo ataca primero con algunos jabs, pero se acerca peligrosamente a territorios del Blacky. En cualquier momento podría recibir uno de los famosos upper cuts del campeón. Y, así es. Dinamita es impactado por un tremendo golpe que lo cimbra de pies a cabeza. Se repliega lanzando jabs defensivos mientras Valdés lo persigue por el cuadrilátero. “Pega duro este cabrón, casi me tumba. Por güey, me acerqué mucho. Mejor me alejo hasta que termine el round y reciba instrucciones de mi manager”. Parece que por el momento, Carmelo no quiere saber nada del campeón y emprende la retirada. Para fortuna del Dinamita, suena la campana. Tercer round. Después de recibir instrucciones del manager por medio del lenguaje de señas ─hay que recordar que Carmelo es sordomudo─, el retador sale con más precaución. El campeón sabe que el Dinamita está tocado y va tras la presa. Sin esperar, se lanza mandando una serie de volados de derecha para rematar con un recto que se impacta en plena cara del Dinamita. Los aficionados mexicanos gritan inútilmente a Carmelo que se aleje de Valdés.

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“Otra vez me dio este hijo de la fregada, tengo que atacar antes que me ponga en la lona. No puedo perder, le prometí a Marcela y a Karlita que las llevaría a un crucero por el Caribe si ganaba, le voy a meter unos buenos chingadazos a este pinche negro pa´que vea quién es quién”. Sacando fuerzas de flaqueza, Dinamita se lanza sobre el campeón, conecta sólido con la derecha a la cara y le ensarta tres ganchos al hígado que hacen bambolear al Blacky. El campeón busca las cuerdas pero Carmelo lo persigue. Ahora es el venezolano quien le corre al mexicano. Suena la campana. Cuarto round. No sabemos que instrucciones habrá recibido el Dinamita en su esquina, pero brinca como resorte del banco amartillando la mano derecha y amenazando al Blacky. Antes de acomodar su guardia, el campeón es saludado con un brutal upper cut, una sopa de su propio chocolate. La afición grita enardecida: ¡dale, dale! Parece que Carmelo está decidido a noquear al campeón, le tira tremendos rectos a la mandíbula y lo remata una y otra vez con el gancho al hígado. “Ya lo tengo, ya lo tengo, este güey no se me escapa”. El Blacky Valdés se tambalea, la arena vibra de emoción mientras el Dinamita golpea al campeón sin piedad. El Blacky Valdés ha caído a la lona. Recibe la cuenta del réferi. Uno, dos, tres, cuatro…, diez, ¡fuera! ¡Tenemos nuevo campeón mundial welter! Los seconds de Carmelo “Dinamita” González lo levantan en hombros, la arena es un manicomio, la policía impide que cientos de aficionados suban al ring. Ahí se encuentran ya su esposa y su hija que lo abrazan emocionadas. ¡El ganador de esta pelea, por nocaut técnico en el cuarto round, Carmelo “Dinamita” González! Solamente cuando le levantan la mano, se da cuenta que lo están anunciado como ganador. No oye nada pero siente en el cuerpo la vibración de miles de gargantas que lo aclaman al unísono: ¡Dinamita, Dinamita, Dinamita…! * Último de siete hijos, Carmelo González nació en una vecindad del populoso barrio de Bondojito. Todas las noches, su madre prendía el anafre en una esquina del vecindario para vender quesadillas de diversos guisos: flor de calabaza, huitlacoche, picadillo y otras delicias. Con un cajón del cual sobresalía un soporte con forma de pie, el padre de Carmelo caminaba por las calles pregonando su oficio: ¡suelas, tacones, zapatos qué reparar…! Juntando los ingresos del puesto de fritangas y de la reparación de calzado, la familia de Carmelo apenas y sobrevivía,

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ni qué decir de mandar a los muchachos a la escuela; ellos también cooperaban con monedas que obtenían lavando coches o cargando bultos en el mercado. Carmelo había nacido sordomudo y por lo tanto, tenía más dificultad en conseguir aquellos pequeños trabajos. Además, su impedimento le granjeaba burlas y desprecio entre los chamacos del barrio. Aprendió el lenguaje de señas de otro sordomudo: don Chente, el del puesto de jugos. El juguero y el niño se divertían de lo lindo platicando a señas cuando no había clientes. Continuamente eran interrumpidos por los pequeños pandilleros que pasaban por ahí, quienes se burlaban de ellos haciéndoles señas obscenas parodiando su lenguaje. Por esos tiempos, Carmelo aprendió a pelear. Como el señor de los jugos no podía darles un escarmiento a los malvados chicos que los insultaban, enseñó a su amiguito los fundamentos del box; los había aprendido en el gimnasio de don Lupe en su época de boxeador. Cuando el niño adquirió el repertorio del ataque y la defensa, los insultos cesaron. Más de un chiquillo malviviente salió corriendo con un diente roto, la nariz sangrando o un ojo morado. Cuando el incipiente boxeador llegó a la adolescencia, la búsqueda de pertenencia lo llevó a juntarse con los mismos pandilleros que años antes había golpeado. Robaba pegamento de suelas del cajón de su padre y lo inhalaba junto con su “banda”. Orgulloso por ser respetado entre los rufianes, empezó a robar piezas automotrices y a atracar a los borrachos que vagaban por las calles de la barriada en busca de alguna prostituta. Los malos pasos lo llevaron a la cárcel más de una vez. Recibió algunas condenas cortas que nunca lo hicieron escarmentar. Siempre volvía a las andadas. Fue el nuevo cura de la parroquia, el padre Chichachoma, quien lo puso en buen camino. Apreciando las dotes de boxeador del muchacho, lo llevó al gimnasio de don Lupe y, de la noche a la mañana, Carmelo estaba listo para su primera pelea amateur en el torneo de los Guantes de Oro. * Mientras le alzaban la mano señalándolo vencedor y proclamándolo nuevo campeón mundial welter, Carmelo “Dinamita” González recordaba, agradecido, a don Chente, al padre Chinchachoma y a don Lupe, el manager que lo lanzó al mundo del boxeo. Desde aquella primera pelea que ganó en el torneo de los Guantes de Oro, nunca había sido derrotado. Ya era el campeón del mundo. Por lo pronto, el crucero por el Caribe en compañía de Marcela y su hija

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Karlita estaba asegurado con las ganacias de la pelea. Si existe un sentimiento que reúna satisfacción, gratitud y felicidad, Carmelo lo estaba experimentando en plenitud. Ya en los vestidores, mientras se bañaba, una noticia opacó su alegría: el Blacky Valdés había sido llevado de urgencia al hospital. Eran los riesgos del boxeo, pero esto no atenuaba la pena que experimentó, de golpe, el nuevo campeón. Esperaba en lo más profundo de su corazón que el venezolano pronto se repusiera e integrara a los entrenamientos; le daría la revancha cuando él lo pidiera. Carmelo fue a un restaurant a festejar el triunfo con su familia y amigos. No podía dejar de pensar en el Blacky y, en lugar de departir alegremente como lo ameritaba la ocasión, se mostraba sombrío y taciturno. Esa noche la pasó en vela, esperando ansioso el amanecer para ir a visitar a Valdés al hospital. No fue la mejor idea. Al llegar, los médicos le informaron que el boxeador estaba fuera de peligro pero no podría pelear más, so pena de morir en el ring. Tenía el hígado deshecho. Dinamita quiso mostrarse solidario y preguntó si podría ver al paciente. Se le comunicó que el Blacky Valdés se negaba a verlo. No quería saber nada de su victimario. Con la ayuda del padre Chinchachoma y de un terapeuta, el campeón mundial welter intentó superar la culpa de haber destruido la carrera del Blacky y pudo defender el cetro por tres ocasiones. Siempre que ganaba una pelea de campeonato, tomaba con su familia el crucero del Caribe. Desde el primer viaje habían quedado encantados y no tenían intención de buscar otro destino turístico. El crucero tocaba costas venezolanas. Llegando a Puerto Cabello, los pasajeros fueron desembarcados para visitar el hermoso centro vacacional. En el muelle, los vendedores de artesanías se acercaban a los turistas. Un hombre demacrado y que despedía un terrible tufo a alcohol abordó al Dinamita mostrándole unos llaveros con una mascarita tradicional tallada en bambú. Reconociendo a Ramiro “Blacky” Valdés, compró todos los llaveros y preguntó al excampeón si se acordaba de él. El menesteroso tardó unos minutos en identificar al hombre que había destruido su carrera boxística. Parecía libre de rencores y dándole la mano al campeón, lo invitó, por medio de señas, a tomar una cerveza en su casa.

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Si antes Carmelo sentía remordimientos, ahora una culpa bestial corroía su alma al observar el deplorable estado del excampeón. Aceptó la invitación pensando en cómo ayudar al pobre hombre. Después de avisar a su esposa que regresaría en un par de horas, tomó un taxi en compañía de Valdés. En el camino iba pensando: “le voy a poner un local donde pueda vender todo tipo de artesanías, pero antes lo enviaré a la mejor clínica de rehabilitación. También le compraré una casa y quizá hasta una buena lancha para que organice recorridos turísticos a Isla Margarita. Dios lo ha puesto en mi camino para subsanar de una vez por todas, el daño que le causé”. Al llegar a un arrabal en las afueras de la ciudad, el taxista se negó a avanzar. Bajaron y se dirigieron a pie a la casa de Valdés. Caminaron por unas asquerosas callejuelas llenas de basura, tripas, escamas de pescado, excrementos y otras inmundicias. De las rendijas de las casuchas de cartón y madera de embalaje se asomaban ojillos curiosos de niños que miraban al extraño visitante. Sorteando un charco de aguas negras llegaron a la vivienda. Valdés abrió la puerta desenredando un alambre que hacía las veces de cerrojo e invitó al huésped a pasar, le ofreció un cajón de madera como asiento y le hizo señas indicando que iba por las cervezas. Carmelo seguía ocupando la mente en los grandes planes que tenía para el Blacky. Según sus cálculos, en menos de un año, ambos serían felices: Blacky por haber salido de la miseria y él por hacerlo posible. Por fin se libraría de aquella terrible culpa. Desprevenido en sus cavilaciones, sintió la brutal puñalada en la espalda. Reaccionando al imprevisto ataque volteó y de un manotazo lanzó por los aires al guiñapo. El Blacky, acurrucado en una esquina, asombrado por su propia acción, sostenía, temblando, el puñal ensangrentado y miraba con sus ojos saltones y amarillentos al Dinamita. Carmelo salió de la casucha y, arrastrándose por la miasma que cubría las callejas, dio con una avenida donde fue auxiliado por unos transeúntes. La ambulancia venía en camino. Al despertar de la anestesia, pudo sonreír a Marcela y Karlita que lo miraban, preocupadas, tomándole la mano. Un equipo de cirujanos cubanos que participaba en un congreso en Puerto Cabello, había salvado milagrosamente la vida del Dinamita. En el cuarto también estaba presente el inspector de la policía ─había esperado largas horas para poder interrogarlo─ quien le hizo las preguntas pertinentes.

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Carmelo negó en todo momento haber sido atacado por el Blacky Valdés e improvisó una patraña que nadie creyó. Sin embargo, al no existir acusación, el caso tuvo que ser cerrado. Obedeciendo a una indicación del médico de turno, todos se retiraron. Una vez solos, el galeno explicó poco a poco lo complicado de la operación y el endeble estado de salud del campeón. Tuvo que comentar lo inevitable: Carmelo “Dinamita” González nunca podría volver a pelear. Esa noche, Carmelo reflexionaba, tranquilo, en el silencio de la habitación. Al fin se sentía libre de culpa por haber arruinado la carrera del Blacky Valdés: ninguno de los dos boxearía jamás. Estaban a mano.

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TIERRA DEL FUEGO Nunca he sabido quién soy. Desde que tengo uso de razón tengo la misma edad, estoy en el mismo lugar y uso la misma ropa. Mis zapatos son nuevos, invariablemente nuevos. Me gustan porque son de dos colores: blanco y azul. Supongo que deben estar a la moda. Mi peinado de raya en medio aplacado con brillantina luce extraordinario, al menos para mí. Y digo para mí porque no conozco a nadie más que yo. De todas maneras hay que estar presentable para uno mismo. Tengo la fortuna de tener buen porte. No quiero imaginar verme en el espejo todos los días vestido de manera indecente. El gris con raya de gis me sienta de maravilla. La corbata de seda roja complementa la imagen con un gusto regio. Siempre he dicho que un traje de casimir inglés cortado por un sastre caro es garantía del buen vestir. Me aburro terriblemente, lo único que hago es pensar. Lo malo es que pienso siempre lo mismo: Nunca he sabido quién soy. Desde que tengo uso de razón tengo la misma edad, estoy en el mismo lugar y uso la misma ropa. Mis zapatos son nuevos, invariablemente nuevos. Me gustan porque son… * El profesor Wenceslao Korzack terminaba de prisa el desayuno. Casi no había dormido y la ponencia aún tenía detalles que afinar. Lo iría haciendo de camino al congreso. Tomó de un sorbo el resto del café y salió casi corriendo indicándole desde lejos al chofer: “enciende la máquina, partimos de inmediato”. Obedeciendo al patrón, Germán accionó la manivela y a un par de giros de ésta, el motor empezó a ronronear. Durante el recorrido hacia la universidad, el sabio murmuraba palabras ininteligibles a la vez que hacía correcciones al texto de su conf erencia. Había participado en innumerables seminarios de botánica, pero en esta ocasión presentaría algo revolucionario: un hongo recién descubierto y clasificado por él mismo. La seta era endémica de Tierra del Fuego y Korzack se había interesado en ella al leer una referencia acerca de un hongo mágico encontrada en un viejo libro de viajes de circunnavegación. El año anterior, el profesor y su ayudante Germán ─quién además era el chofer─ habían viajado a esas lejanas latitudes argentinas para investigar entre los habitantes acerca de los efectos

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del hongo. Todo parecía indicar que el ahora clasificado como Argentomicetus korzackus era un hongo alucinógeno común en toda América, pero no era así. Los resultados de las investigaciones científicas demostraron que tenía otros efectos aún más profundos en la mente humana. Los indios desnudos de la Tierra de Fuego que el gran Magallanes había descrito, habían sido exterminados por los colonizadores europeos hacía siglos. Solamente poblaba dicha tierra un destacamento de soldados argentinos que vigilaban el territorio ante posibles intrusiones chilenas. Precisamente ellos fueron escogidos por el profesor como sujetos de experimentación. Definitivamente los efectos del nuevo hongo diferían enormemente de los del género Psilocybe. La sustancia activa ─aún sin nombre─ y hasta ahora desconocida, provocaba unas reacciones maravillosas: el individuo que consumía la seta, se transformaba en artista. Sí, en artista de cualquier género. Quizá el compuesto contenido en el hongo alteraba algún gen de un antepasado con dotes musicales, pictóricas o literarias. El caso fue que, después de ingerir los hongos, uno de los soldados empezó a cantar con una límpida y atenorada voz que podría competir con los mejores intérpretes operísticos. Un poeta sensacional ─el sargento─ recitaba los más bellos sonetos y el cabo de guardia dibujaba sobre la arena con una vara hermosas figuras femeninas de una anatomía y proporciones perfectas. Otros danzaban al ritmo de palmadas como lo hubiera hecho el mismísimo Rudolf Nureyev. De regreso a Zúrich, el profesor Korzac tuvo oportunidad de ordenar los resultados de la investigación y preparar el artículo científico pertinente. Había rebasado el campo de su especialidad ─la botánica─, para adentrarse en los laberintos de la mente humana. Con la gran cantidad de setas traídas de Tierra del Fuego, el botánico preparó un potente extracto para continuar con los experimentos. Estaba jugando con fuego y lo sabía. Este tipo de drogas solamente podía ser probado en seres humanos pues no se conocía a ninguna especie animal con posibles antecedentes artísticos. Después de la ponencia en el congreso de botánica, el profesor decidió tomarse unas merecidas vacaciones. Escogió el balneario de Vichy para reponer sus menguadas energías. Dice el dicho que “cuando el gato se va de casa los ratones hacen fiesta”. En efecto, la servidumbre organizaba una espléndida fiesta a

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costillas del buen profesor. El cognac y el whisky corrían a raudales al son de los valses de un fonógrafo. Los mozos, la camarista, la cocinera y el chofer se divertían de lo lindo. En secreto, la ilusión de Germán ─el ayudante y chofer del profesor─ era ser cantante de tango. El viaje a Argentina había reavivado su deseo al escuchar al gran Carlos Gardel en un bar de Buenos Aires. Korzack era un hombre distraído y podría decirse, irresponsable. Había dejado sobre una mesa de la sala el frasco del concentrado de la sustancia activa del Argentomicetus korzackus. La concurrencia exigía a gritos un tango en la voz de Germán. Vestido con un espléndido traje gris a rayas y zapatos bicolores ─del guardarropa del patrón─, el chofer apuraba todo el contenido de la botellita. ¡Superaría en voz y presencia al famoso Gardel! La parálisis fue instantánea.

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EL MODELO DE LIZARDI Ahora estoy jubilado. Fui agente viajero desde muy joven. Empecé a trabajar a los quince años, al terminar la secundaria. Esos fueron todos mis estudios. En aquellos tiempos era difícil que un muchacho estudiara la preparatoria y desde luego, los que llegaban a la universidad eran contados. Solamente los hijos de familias acomodadas tenían oportunidad de ser licenciados o doctores. En mi caso, mientras más pronto empezara a trabajar, mejor. De todas maneras, a mí siempre me gustaron las ventas. Lo más probable es que no sepan que es un agente viajero porque ya no existen. La profesión se extinguió con la llegada de la internet y la famosa globalización. Les voy a platicar en qué consiste: un agente viajero se traslada a toda la república en su coche llevando muestras de la mercancía que vende y ofreciéndola. El trato es personal con el cliente, directo. No importa que tan lejos te llamen, ahí estarás presto a dar el servicio personalizado. De Tijuana a Tapachula, de Veracruz a Colima. Norte, Sur, Este u Oeste. Yo soy de Saltillo y obviamente, vendía sarapes. Aquellos que cargaba, al hombro, el charro en las películas mexicanas, el sarape de lana gruesa que ponías sobre tu cama en invierno. Qué lástima que las películas antiguas fueran en blanco y negro y no se podía apreciar el maravilloso colorido del sarape, orgullo mexicano. En fin, quizá ni siquiera conozcan un sarape y si lo conocen, estará fabricado en China. Trabajaba en la fábrica de un viejo español bastante avaro y gruñón. Una de las ventajas de mi puesto era que casi no tenía contacto con el jefe. Cuando cerraba un contrato en provincia, hacía el pedido por teléfono y mandaba el anticipo por giro telegráfico. El resto del pago se hacía contra entrega de la mercancía, la cual se llevaba a cabo en el camión de la empresa. Mi labor terminaba al cerrar la venta. A veces no todo salía bien. Hubo ocasiones, ya de noche, en las que se descomponía el auto o se le acababa la gasolina a media carretera. Entonces sacaba del baúl un sarape y me envolvía en él para pasar la noche calientito. Al amanecer alguien me auxiliaría. Conocí una gran cantidad de hoteles de todo tipo. No siempre podía escoger el de mi agrado, ya fuera por estrechez económica o porque era el único hospedaje que encontraba en la ruta. Cuando hacía una venta fuerte, le daba un pellizcón al anticipo, a cuenta de mi comisión. Me hospedaba en el

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mejor hotel y cenaba en algún restaurant de cortes americanos. Me encanta la carne asada. De moteluchos y fondas baratas a suites y restaurantes de lujo. Príncipe y mendigo. En una ocasión, conocí a José Alfredo Jiménez cuando cantaba en una cena-show de año nuevo. Le regalé un sarape muy bonito que luego estrenó en un programa de televisión, ahora sí, a todo color. ¡Qué precioso se veía el sarape al hombro de este gran cantante! Por casi cincuenta años viajé por todo el país. Sin embargo, el lugar que más visité fue la ciudad de México. Los grandes almacenes del centro hacían compras muy importantes. Mis comisiones más jugosas las obtuve aquí, en la capital. Solamente una vez tuve serios problemas con un negocio que salió mal. Cerré una venta grandísima en almacenes “Astor”. Por esta única ocasión, se les había concedido crédito a treinta días y no pedimos anticipo. A los dos o tres días de entregada la mercancía el almacén se incendió. El dueño, mañosamente se declaró en quiebra y nunca nos pagó. Siempre sospechamos que el incendio fue intencional. Lo que salvó a nuestra fábrica textil de su propia bancarrota fue un pedido aún mayor que el de “Astor” por parte de “El Centro Mercantil”. Sobra decir que el pago lo exigimos al contado. Siempre me ha emocionado venir a la ciudad, pues no faltan las novedades y la diversión. Como ya estoy jubilado, decidí visitar, ahora como turista, la capital. Vine solo porque soy viudo y mis hijos viven en Estados Unidos. Es como un viaje al pasado. Visitar los lugares donde me hospedaba, las fondas y restaurantes, los almacenes. Algunos todavía existen, otros son ahora negocios de otro giro. Muchos están clausurados por los daños de aquel temblor del ´85 y son ruinas del ayer. Cuando regresas a algún lugar que visitaste tiempo atrás, esperas encontrar a la misma gente, las mismas construcciones, los mismos platillos únicos en este o aquel restaurant. A mediodía, el agente sintió hambre y entró al “Salón Cerralvo”. ─ ¿Y Doña Meche, la mesera? ─ ¡Ay, señor, se murió hace ocho años! ─ ¡Qué pena! Bueno quisiera un buen plato de cabrito con su salsa y tortillitas. ─Lo siento señor, el restaurant cambió de dueño y ya no vendemos cabrito. Le puedo enseñar la carta. ─No gracias, deme nomás una cerveza.

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Regresó al “Lucero” deprimido, mejor dicho, desilusionado. Le animó un poco el ver que este hotelito mantenía su estilo de antaño: grandes espejos y mosaicos de talavera, muebles labrados en nogal con forros de piel. El viejo recepcionista era el mismo de siempre pero no se acordaba del agente. En otros tiempos había jugado innumerables partidas de dominó con él y otros huéspedes ocasionales que completaban la cuarteta. El agente viajero se despertó temprano. ¡Una buena ducha, un sabroso desayuno y a la calle! No quería saber más de recuerdos y nostalgias. ¡A vivir el día de hoy, sí señor! Salió del hotel muy animado y empezó a recorrer las calles del precioso centro histórico. Por primera vez se percató de algo: en el diario tráfago de personas y automóviles, todos van mirando hacia el frente, hacia los lados. “¡Cruza la calle pronto que se pone el verde!” “¡Esta no es la calle, da vuelta, alto, acelera, frena!” No hay tiempo. Todo es rápido, fugaz. “¡La mercancía, el cheque, el depósito, súbela al camión, bájala!”... “¡Basta!” Pareciera ser que a nadie se le había ocurrido levantar la mirada. Cuántas maravillas se podían observar. En la parte alta de las fachadas había mascarones tallados en cantera, frisos ricamente adornados, hermosas cariátides sosteniendo los techos. Ricas texturas centenarias en piedra, cal y yeso. Los balcones defendían su espacio con balaustradas y piezas de artística herrería. Todos los estilos arquitectónicos se apreciaban al caminar por estas calles medio desiertas por la semana santa. Cuántas veces caminó por estas mismas aceras sin siquiera pensar que existían otras cosas aparte de él, su rutina, su trabajo, sus ventas. Se sentía pleno al descubrir estas nuevas sensaciones. Vivía el presente. Paró frente a un edificio antiguo que había visto muchas veces. Por primera vez leyó el letrero labrado en piedra de la fachada principal: Biblioteca Nacional. Cada columna de la barda que rodeaba el inmueble, sostenía el busto de algún hombre famoso. Curiosamente había cuatro o cinco estatuas que no representaban a nadie. La cabeza de estos bustos era una piedra redonda sin facciones, como si nunca hubiera sido labrada o como si la hubieran borrado a punta de cincel. El agente viajero se preguntaba: “¿Quiénes serán estos sabios? Ah, ese tiene el nombre de Netzahualcóyotl, este otro se llama Clavijero, aquél es un tal Primo de Verdad y ese, Ixtlixóchitl. Qué raro, los de aquí no tienen cara ni nombre, ¿por qué? Los de la entrada si tienen cara, pero no tienen nombre. ¡Qué relajo de hombres ilustres! Bonito edificio. Nunca he entrado a una biblioteca y la primera que conozca será ni más ni menos la

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Biblioteca Nacional”. Aunque la reja que daba a la calle estaba abierta, el gran portón de madera, no. Un hombre se acercó. ─ ¡Hoy no abrimos, señor, es semana santa! ─Qué lástima, yo vengo de fuera y quería conocer la biblioteca, nunca he entrado a una. Regreso mañana a Saltillo y no me puedo esperar hasta la semana que entra. ─Mire señor, voy a hacer una excepción. Le voy a abrir para que conozca. Me cayó usted bien. ─Muchas gracias, yo soy Flavio Madero. ─Héctor Garzón, servidor. Soy el encargado de la biblioteca. Desde que nací he vivido aquí. Mi abuelo fue el primer responsable de la biblioteca, después mi padre y ahora yo. ─Bueno, yo fui agente viajero. La verdad no sé mucho de libros. El único título que recuerdo de la secundaria es “Don Gil de las calzas verdes”. Ni sé quién lo escribió, pero me acuerdo del nombre porque se me hizo gracioso. ─Pues búsquelo usted en el fichero y averigüe. Mire aquí en “título” y luego encuentre la “D”. ─ ¡Aquí está! “Don Gil de las calzas verdes” de Tirso de Molina. ─Ya ve Don Flavio, es usted un hombre culto. ─ ¡Que va, Don Héctor!, exagera usted. Oiga, ¿por qué a algunas de las esculturas que están afuera les falta la cara o el nombre? ─Los Garzón somos una familia de escultores. Cuando se creó la biblioteca, contrataron a mi abuelo para hacer los bustos que usted menciona. Él era un hombre muy culto y las autoridades decidieron que también se quedara como encargado. Le asignaron, aquí mismo, un pequeño apartamento donde vivir con mi abuela. En aquel entonces, un consejo decidía qué hombres ilustres iban a ser retratados en la piedra. No siempre las decisiones eran unánimes, cada quién tenía su favorito. Cuando entraba un nuevo miembro al consejo en sustitución a alguno ya fallecido, mandaba elaborar un busto de su sabio preferido. Como no había lugar para todos los hombres ilustres, era necesario retirar unos bustos para poner los nuevos. Por eso mi abuelo tenía trabajo fijo. Cuando mi padre tomó el lugar del abuelo, decidió que era más fácil borrar las caras y labrar otras nuevas encima, que tallar un busto desde el principio. Por eso las cabezas se hacían cada vez más y más pequeñas hasta que era imposible labrar las nuevas facciones. Las figuras sin cara

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son resultado de ese proceso. Ya no aguantan otra esculpida. Por ejemplo, la figura de Fray Servando Teresa de Mier, en realidad era de Platón. Se le afeitaron las barbas con el cincel, se le refinó la nariz y se cambió la túnica por sotana. De todos modos nadie sabe bien cómo eran los rostros verdaderos. Otros retratos fueron hechos con modelos vivos. Para el de Netzahualcóyotl, mi abuelo contrató a un indio que vendía jarcias y plumeros de casa en casa. Su cara tomó el nombre del famoso gobernante azteca. Algunos bustos se quedaron sin nombre porque nadie sabe de quienes son. Lo último que mi padre estampaba era el nombre. Desgraciadamente falleció antes de ponérselos. Entre recorridos por el edificio y plática, el día se transformó en noche. ─Creo que me retiro a mi hotel, Don Héctor. Muchas gracias por estos momentos tan agradables y por haber dedicado su tiempo libre a mi persona. Mañana me regreso a Saltillo con un buen sabor de boca. ─ ¿Qué tiene que hacer usted en Saltillo, Don Flavio? ─En realidad nada, pero ando corto de dinero. Usted sabe, el hotel, las comidas. ─Quédese unos días más, aquí le pongo un catre. Podemos preparar comida en la cocineta. Además, me hace falta con quien hablar. El otro día me sorprendí a mí mismo platicando con Clavijero. ─ ¿No sería mucha molestia? ─Para nada, Don Flavio, mañana lo espero con su maleta. Aquí nos acomodamos. Hasta mañana. ─Hasta mañana, Don Héctor. El invitado se presentó en la biblioteca al día siguiente. ─Bienvenido Don Flavio, deme su maleta. Por aquí. Después de subir intrincadas escaleras llegaron a una fabulosa buhardilla cuyas únicas ventanas eran una especie de escotillas circulares con vidrios de colores. Ahí estaba la cocineta, una mesa, dos sillas, una cama y el catre para el visitante. A Don Flavio lo asaltó un sentimiento bohemio. Se sentía artista en ese ambiente tan extraño para él. Por la tarde, el escultor le mostró el taller que se hallaba en el sótano. ─Aquí es donde se han elaborado todas las esculturas de los hombres famosos. Está un poco descuidado porque, con el nuevo gobierno, se suspendió el subsidio a la biblioteca. El consejo

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desapareció hace años y no hay quien encargue nuevos bustos. La última talla que hice hace casi 25 años, es la de don Francisco Primo de Verdad. Soy el último artista de los Garzón. Nunca me casé y no tengo un hijo que continúe con la tradición escultórica. Además, a nadie interesan ya los hombres ilustres. Poca gente visita la biblioteca. Usted me simpatizó porque supo apreciar el trabajo de escultura. De los miles de personas que pasan diariamente por aquí, solamente una, usted, levantó la vista para ver asentados sobre las columnas, a estos sabios. Ya soy viejo y quiero dejar una última obra. Se me ha ocurrido tallar un Fernández de Lizardi. Voy a quitar una de las esculturas de su columna y lo voy a plantar ahí, nuevecito, con su nombre y todo. Por cierto Don Flavio, usted tiene cierto parecido a Don José Joaquín. ─ ¡Qué cosas dice Don Héctor! Cómo un viejo como yo se va a parecer a ese señor Lizardi. ─Lo que importa son las facciones. Un buen artista sabe transformar los años en meses, los meses en días, los días en horas… Nunca más regresé a la capital después de aquel inolvidable viaje. Recuerdo con inmenso cariño a Don Héctor Garzón, el gran artista que me hizo ver que la vida no tiene fechas, aunque seas un desconocido. Si alguna vez pasan por la Biblioteca Nacional y levantan la vista en la esquina poniente del inmueble, verán el busto de Don José Joaquín Fernández de Lizardi. Ése, soy yo.

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LOS EJEMPLOS DE BALBOA Las promesas de fama y grandes fortunas habían inflamado el pensamiento de los miles de desposeídos, vagabundos y presos que habitaban territorio ibérico. Sólo unos pocos de ellos encontrarían recompensa en la arriesgada empresa.Transcurría el año 1500 cuando un aventurero destinado a aparecer en los libros de historia se embarcaba rumbo al Nuevo Mundo. Pisando tierra firme en Santo Domingo, después de agotadores viajes de exploración por las islas del Caribe, Vasco Núñez de Balboa quiso sentar cabeza y dedicarse a la agricultura, sembrando en los terrenos concesionados por la Corona miles de plantas de banana. Esta fruta tropical, delicia de los Reyes Católicos se producía casi sin esfuerzo debido al espléndido clima. Con unos pocos naboríes y bajo la férrea dirección del exitoso fruticultor, grandes embarques del sabroso plátano dominico salían de las costas de la isla rumbo a España. En un abrir y cerrar de ojos, la vida le sonreía a Vasco: de pobre diablo a hombre rico y respetable. La felicidad duró algunos años. Quiso la mala fortuna que una terrible plaga se abatiera sobre la plantación bananera arruinándola por completo. Confiado en su próspero negocio, Vasco se había excedido en gastos. De origen muy humilde, no supo cuidar las ganancias, dilapidándolas en lujos innecesarios, juego, mujeres y vino. Pidió prestadas grandes cantidades de dinero con la ilusión de sustituir los bananos por cocoteros. Del coco podría extraer buena cantidad del fino aceite tan apreciado en Europa, pero no tomó en cuenta que las palmeras de coco tardan muchísimos años en crecer y dar frutos. Viendo crecer a sus palmeritas, el empresario agrícola se encontró en total bancarrota. Los acreedores lo asediaban día y noche. Abandonando sus terrenos, palmeras y naboríes, Balboa huyó con Leoncico, su fiel perro mastín. Abordaron un barco como polizontes y, escondidos en barriles, atracaron en la costa este del Golfo del Darién. Al llegar a la pequeña colonia situada justo donde el Istmo de Panamá se une a Sudamérica, el fugitivo se encontró con una población diezmada por el hambre y las flechas envenenadas de los indios. Un prominente bachiller en leyes, Martín Fernández de Enciso, había sido enviado a gobernar esa colonia, pero pronto se

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percató que no era lo mismo las aulas universitarias y los juzgados de Castilla, que la sobrevivencia en tierras tropicales y hostiles. Balboa aprovechó la ineptitud de Enciso para arrebatarle el mando, trasladando a los habitantes del decadente asentamiento a un mejor lugar donde pudieran producir sus alimentos y alejarse de las flechas envenenadas. Así fue fundada Santa María de la Antigua del Darién. Desde Santo Domingo, el virrey Diego Colón ─hijo del Almirante─ autorizaba el mando a Balboa, dándole poder de extraditar a Enciso y sus seguidores embarcándolos rumbo a España. Libre de escollos, el nuevo dirigente tomó por esposa a la hija de Careto, el cacique indígena local, sellando así una valiosísima alianza y un futuro promisorio. Balboa se convertía en el hombre más poderoso de aquella comarca istmeña. Como regalo a sus nuevos aliados españoles, Careto los obsequió con cuatro mil onzas de oro. Deslumbrados ante tal riqueza, los miserables colonos se abalanzaron sobre el metal amarillo, provocando pleitos a golpes y cuchilladas. Entre Balboa y Careto pudieron poner orden. El cacique hablo: “es una vergüenza que hombres que dicen ser civilizados, peleen por esa baratija. Si quieren encontrar algo más valioso que el oro, diríjanse detrás de aquellas montañas ─dijo señalando con el índice la cordillera occidental─. Ahí viven hombres que navegan en un gran mar con barcos de vela, como los de ustedes, aunque viven desnudos como nosotros”. Balboa preparó la expedición que conquistaría aquel mar allende las montañas. Seleccionando a ciento noventa españoles y ochocientos indios, formó un pequeño ejército. Una gran jauría formada por feroces dogos y mastines, comandada por Leoncico, se unía a las fuerzas. Balboa había nombrado capitán de jauría a su fiel perro asignándole un salario acorde a su rango. Siempre firme en sus determinaciones, Balboa se internó en la espesura de la selva del Darién tomando rumbo oeste. Durante más de quince días, los expedicionarios no pudieron ver un solo rayo de sol, tal era la densidad de la vegetación selvática. Atravesando pantanos y luchando cuerpo a cuerpo con caimanes, jaguares, anacondas y otras bestias, arribaron a un claro donde pudieron disfrutar la luz del sol. Mientras hombres y perros descansaban dando gracias a Dios por haber salido del infierno, fueron atacados por los indios Quarequa. Los ingenuos nativos, armados con arcos y macanas, no conocían el poderío español. Seiscientos indios

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cayeron bajo el acero y las armas de fuego. Caminando sobre los cadáveres de los vencidos, Balboa se dirigió a la aldea Quarequa. ¡Cuál no sería su sorpresa al encontrar al hermano del rey y a docenas de jóvenes indios vestidos como mujeres y compartiendo sus mismas pasiones! Escandalizado ante tan abominable conducta, la cual atentaba de manera brutal contra la fe cristiana, el español mandó destazar vivos, en nombre de Dios, a todos los indios lujuriosos. Los pedazos de los sodomitas fueron aventados a los perros, reservando para Leoncico las mejores piezas. Una vez culminada la obra evangelizadora, Balboa y su ejército continuaron el viaje hacia la anhelada costa occidental. A los veinticinco días de haber partido de Santa María de la Antigua, los expedicionarios divisaron el mar desde la parte más alta de la montaña. Solamente les tomó cuatro días de camino cuesta abajo para llegar a la playa. Con la armadura puesta, la espada en una mano y el estandarte de Castilla en la otra, el aventurero Balboa se introdujo en el agua y tomó posesión, en nombre de los Reyes de Castilla, del Mar del Sur. La noticia del descubrimiento no llegó a oídos de los reyes antes que las difamaciones del rencoroso Fernández de Enciso. El nuevo gobernador nombrado por la Corona ─Pedrarias Dávila─, que desplazaba a Balboa, ya navegaba rumbo al Darién. Ajeno a las intrigas en la corte española, el descubridor del Mar del Sur ─ahora Océano Pacífico─ trabajaba en la construcción de cuatro barcos para continuar su expedición navegando hacia el Perú. No tuvo tiempo de terminar las embarcaciones. En el año de 1519, los hombres del nuevo gobernador llegaban al astillero para tomarlo preso. Cruzando el Istmo de Darién, fue llevado al pueblo de Acla donde Pedrarias Dávila lo acusó de autoproclamarse emperador del Perú, usurpando la autoridad de los soberanos españoles. Sin poder preparar su defensa y después de un improvisado juicio donde se les encontró culpables de traición, Balboa y cuatro de sus subalternos fueron decapitados públicamente. Para culminar el evento, sus cuerpos descuartizados sirvieron de comida a los dogos y mastines. Leoncico, el fiel perro de Balboa, recibiría, una vez más, las mejores piezas.

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GAMUZA BLANCA He visto en el aparador de la zapatería unos mocasines de gamuza blanca. Son algo caros. Tendría que ahorrar un par de meses para comprarlos, pues con mi sueldo de profesor adjunto en la Facultad de Filosofía, apenas sobrevivo. Mi alimento son las ideas pero a veces me da hambre. Me gusta vestir de manera sencilla: pantalón de mezclilla, playera de algodón de la India estampada en batik y huarache con suela de llanta. Mis libros y documentos los acarreo en un morral de yute. Uso barba y pelo largo. Ese podría ser mi retrato. Pero, ¡ay!, ¡me encantan esos malditos mocasines! Debe ser algún atavismo burgués que todavía no logro superar. Diariamente, rumbo a la universidad, paso por la zapatería y miro, embelesado, el calzado que algún día no muy lejano compraré. Sin embargo, la contradicción me asalta. ¿Cómo calzar los finos mocasines sin cambiar el resto de mi vestimenta? ¿Cómo usar una prenda que va en contra de mi ideología? Seguramente sería una imagen discorde que mis compañeros y alumnos criticarían con sobrada razón. Ni modo, tendré que soportar los ácidos comentarios y hasta la burla. Tal es la atracción que ejercen sobre mí esos zapatos blancos. * No he podido justificar la compra de los zapatos por medio de la filosofía. Cada vez que encamino mis disertaciones acerca de las bondades del calzado, me sumerjo en terribles y profundas entelequias. En cambio, he descubierto la meditación trascendental. La elevación espiritual que experimento en mis sesiones me ha brindado una profunda sensación de paz y alegría. Gracias a la meditación, me he convencido que no tiene nada de malo comprar los mocasines de gamuza blanca. Es un regalo a mi autoestima. Debo hacer caso omiso a comentarios negativos provocados por la envidia. ¡Tengo derecho a calzarme esos zapatos! Un buen día de quincena, el filósofo hizo cuentas. Tenía el dinero justo para comprarse los famosos mocasines. En su cátedra de hermenéutica, los alumnos lo notaban distraído. Su mente estaba totalmente ajena a la academia, los zapatos ocupaban todo su pensamiento. Terminó la clase antes de tiempo y se lanzó directamente a la zapatería.

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Ahí estaban, esperándolo en la vitrina, suaves, blancos, a la última moda. Hubo algunos contratiempos en la compra ya que no encontraban la medida adecuada al pie del catedrático. La decepción empezaba a marcar su rostro cuando la empleada, sonriente y triunfante, salió de la bodega mostrando, por todo lo alto, el par de mocasines de hermosa gamuza blanca del número deseado. Rechazando el empaque, se puso los mocasines. Dejó los huaraches en el bote de basura del negocio y salió con un caminar orondo. Henchido de orgullo por su nueva imagen, se fue directamente al curso de meditación. ¿Qué dirían sus compañeros al verlo con los zapatos nuevos? Al llegar, lo primero que recibió fueron comentarios halagadores. “¡Para eso, precisamente, sirve la meditación trascendental! ¡Para crecer, para cambiar, para ser mejor!”. La sesión de esa tarde fue maravillosa. Había logrado un nivel de paz interior que jamás hubiera imaginado. Definitivamente, se sentía como un hombre nuevo, capaz de desechar todas las emociones negativas. De ahora en adelante no volvería a blasfemar, a tener resentimientos sociales, ni a envidiar a nadie. Por supuesto, los mocasines blancos tenían mucho que ver con esta renovación espiritual. El mismo color connotaba pureza, bondad, amor. Además, había tenido el atrevimiento de romper con la imagen anterior para pintar, en un nuevo lienzo, el retrato de un hombre en constante renovación. Se despidió del Maestro y de los compañeros. Su casa estaba algo lejos y podía tomar el autobús, pero no. Prefirió caminar sobre los deliciosos zapatos nuevos. Tras años de usar el áspero huarache, pareciera que sus pies flotaban sobre mullidas nubes. Al andar cavilaba, extasiado, sobre su nueva vida. “Soy un hombre bueno. La meditación me ha abierto los ojos de cuerpo y alma. Qué lindo sería compartir esta experiencia con los compañeros de la universidad. Quisiera proponer la materia de meditación como parte del currículo de la carrera de filosofía. Todos deben ser partícipes de las bondades de esta preciosa disciplina. ¡Qué feliz soy!” Caminaba absorto en sus pensamientos cuando pisó algo blando. El filósofo miró hacia abajo. El hermoso mocasín de gamuza blanca estaba embarrado de mierda. Sin poderse contener y, contradiciendo todo lo aprendido en los cursos de meditación, gritó: “¡Me lleva la chingada! ¡Deberían matar a todos los perros! ¡Y, a sus dueños también! ¡Cómo es posible que estos pinches animales se caguen en las banquetas!”.

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Intentó limpiar el zapato frotándolo contra el césped del pequeño parque donde una anciana paseaba a su perro. Mientras más restregaba, más se embadurnaba la fina piel. Todo el costado del mocasín derecho estaba irremediablemente manchado. Ante este infortunio, su nuevo mundo, su nueva vida, se derrumbaban. Los sentimientos de rencor y misantropía volvieron a hacerse presentes en el alma del filósofo. Para colmo de males, tendría que comprar huaraches nuevos. ¿Con qué dinero? Todo lo había gastado en los mocasines. De la ira, pasó a la depresión. Llegó a casa, metió los zapatos en una bolsa de plástico y los tiró al bote de la basura. Exactamente lo mismo que había hecho con los viejos huaraches de llanta. La idea de proponer la materia de meditación en la facultad, la desechó junto con los mocasines. Por fortuna, tenía bajo la cama un par de viejas sandalias de playa que podría usar mientras conseguía los nuevos huaraches. Lo que había temido al comprar los mocasines de gamuza blanca se hacía realidad, nada más que ahora, con las chancletas: maestros y alumnos de la facultad se mofaban de su calzado provisional. Estoicamente soportó las burlas. El asunto de los mocasines de gamuza blanca le había dejado amargas ─pero valiosas─ experiencias. Pronto volvería a su tradicional modo de vida. Los huaraches eran mucho más baratos que los mocasines y no fue necesario ahorrar. La siguiente quincena, se dirigió al puesto de zapatos del mercado. Recios y sencillos, los huaraches de suela de llanta, fieles compañeros de camino, recibían con los lazos abiertos al descarriado hijo pródigo.

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EL SEMINARISTA NAIROD YARG Los sabios concejales del seminario de Zlohhcie discutían acerca de la sucesión del vicerrector Leinad. Era preciso tomar una resolución antes que el viejo sacerdote muriese. Por experiencia se sabía que un puesto vacante en la mesa directiva siempre trae consigo amargas desavenencias entre los que aspiran al puesto. El nombre más sonado para la sucesión era el de Nairod Yarg. Aunque todavía no había sido ordenado sacerdote, el joven seminarista había demostrado tener gran discernimiento en los temas teológicos, además de mostrar grandes dotes de líder. Le faltaban escasos estudios para poder presentar su examen de oposición y recibir el hábito clerical. Sin embargo, el concejo rector podría acelerar los trámites y hacer de Yarg sacerdote y vicerrector de un plumazo. El único obstáculo para llevar a cabo este plan, era la extrema juventud del candidato. Otros postulantes de mayor edad mas no de mayor sabiduría esperaban ansiosos la resolución del concejo. El nombre del nuevo directivo sería dado a conocer al día siguiente durante los maitines. Ajeno a las discusiones concejales, Yarg acompañaba en su lecho de muerte a quien había sido tutor y amigo durante toda su estancia en el seminario. No imaginaba ni por un momento que su nombre se estuviera mencionando para suplir al viejo enfermo. Hábil en el arte de la herbolaria, el seminarista preparaba brebajes y linimentos para aliviar los dolores del querido maestro. Leinad agradecía los cuidados de su pupilo asomando, por entre sus añejas barbas, una desdentada sonrisa. “Hijo mío, antes de despedirme de este valle de lágrimas, he de darte mi bendición. Con fe y sabiduría quizá llegues a ser obispo, cardenal o, incluso, Papa. Recuerda mis enseñanzas y nunca flaquees en tus propósitos, que Dios te bendiga”. El anciano concejal entregó su alma al Señor en brazos de su querido alumno. Un mensajero tocó al portón del seminario: “Mensaje para Nairod Yarg”. Asomándose con sigilo por la mirilla, el portero se cercioraba que no fuera un engaño. Varios conventos y seminarios habían sido saqueados por bandas de forajidos y era necesario extremar precauciones.

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El portero entregaba el rollo lacrado al vicerrector Yarg. ¿Quién podría mandarle un mensaje a alguien que llevaba recluido más de veinte años? Rompiendo con avidez el sello se enteró, por parte del alcalde de la villa de Itür, de la única noticia que podría recibir del exterior: su padre había muerto. Casi no recordaba al progenitor. Cuando su esposa murió, el talabartero se dedicó a beber. Gastó sus pocos ahorros y no volvió a trabajar. En la miseria y cegado por el vino, abandonó a Nairod ─quien contaba con cinco años de edad─ a las puertas de aquel seminario construido en medio de los espesos bosques de Zlohhcie. De no haber sido acogido por el padre Leinad, el niño habría muerto víctima del frío, los bandidos o los lobos. Apenas repuesto de la muerte de su tutor, el nuevo vicerrector recibía otra fuerte impresión. No había grandes motivos para lamentar la pérdida paterna, pero su deber como hijo y como cristiano le imponía presentarse a las exequias. Además, le inquietaban algunos asuntos que ocuparon su mente al leer el pergamino: ¿cómo habrá vivido?, ¿tendría deudas?, ¿quizá otra esposa?, ¿hijos?... Solicitó licencia al consejo para ausentarse un par de días y, pidiendo prestada la mula del rector, inició temprano el camino hacia la villa de Itür. ¡Qué maravilloso era viajar a través del bosque! Cierto, en el seminario se le permitían algunas caminatas, pero siempre sin alejarse. Ahora respiraba libertad; un nuevo sentimiento se apoderaba de cuerpo y alma. Admiraba las altas coníferas meciéndose al ritmo del viento, las aves con sus hermosos trinos y colores, los peces que retozaban en las pozas del arroyo. A medio camino, encontró un pequeño lago surtido por una cascada que reflejaba alegremente los colores del arcoíris. Sin importarle el frío clima, sintió un inmenso deseo de darse un chapuzón, pero tendría que llegar a Itür antes de que oscureciera. Casi al anochecer, llegó a la villa. Recorrió las calles a paso lento intentando recordar la casa en la que vivió por breve tiempo. Los habitantes de la aldea entraban apurados a sus hogares siempre con el temor a esa oscuridad que abriga demonios, duendes y fieras. Al final de un callejón, reconoció la ruinosa vivienda y entró. Alumbrado con algunas velas dispuestas por algún buen samaritano, el cadáver de su padre yacía en el camastro de tablas. Ni un alma viva acompañaba al difunto.

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Tomó una vela y recorrió la casa, es decir la única habitación que la componía. Reconoció los pocos muebles ─ahora destartalados─ que su madre cuidaba con esmero frotándolos con aceite de linaza: una cómoda, un gabinete, una mesa y algunas sillas. Un gran cuadro colgaba de una de las paredes. Plasmado en la tela, el retrato de un viejo con facciones horribles y depravadas, vestido a la usanza calvinista, parecía cobrar vida cuando se le dirigía la mirada. Los penetrantes ojos del anciano, que había sido su abuelo, le causaron escalofríos. Tomó una silla y se sentó al lado del difunto con un libro de oraciones. Pasaría la noche rezando por el eterno descanso del desnaturalizado padre. Abrió los ojos al canto del gallo. Todavía con el librito en la mano, estiró su cuerpo acompañándose de un largo y sonoro bostezo. Por primera vez en mucho tiempo pasaba la noche fuera del seminario; se sintió como un extraño en la que debía ser su propia casa. Contempló al padre a la luz del día y lo encontró repugnante. Una vorágine de sentimientos se desató en su alma. Como sacerdote debía perdonar el vicio y el abandono, pero su mente racional se empecinaba en anidar un justificado rencor. Para alejar tan funestos pensamientos, salió a caminar en busca del alcalde. Quería conocer algunos pormenores acerca de la vida y muerte del talabartero. Veinte años de ausencia eran muchos, casi no se acordaba de nada. Lo único que reconoció fue la torre de la pequeña iglesia que en su punta sostenía la figura metálica de un gallo con una flecha que apuntaba según la dirección del viento. Sí, el ave permanecía incólume señalando un viento helado del noreste. Encontró al alcalde abriendo la puerta de su oficina. El mofletudo funcionario con el rostro sonrojado por el frío, le comunicó que su padre había confesado, poco antes de morir, que el hijo que había declarado muerto por la viruela negra estaba vivo. Lo había abandonado a las puertas del seminario de Zlohhcie. Como un acto de contrición había dictado un pequeño texto donde pedía perdón a Nairod y le legaba todas sus pertenencias. La lectura de la última voluntad de su padre lo tranquilizó un poco. Se enteró que había sobrevivido todos estos años miserablemente, remendando zapatos, bridas y sillas de montar aquí y allá. Debido a su permanente estado de embriaguez, nunca volvió a casarse. El alcalde le explicó que el cuadro del abuelo era de gran valor. Unos forasteros que pasaban por la villa necesitando

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reparaciones para sus sillas de montar lo habían visto, comentando que el autor del retrato era el famoso maestro Lisab Drawllah. El vicerrector agradeció al buen alcalde por la información y se despidió. Caminó a casa pensando en los preparativos para el entierro. Hurgando entre los cajones de la cómoda, encontró la vieja levita del abuelo, la misma con la que aparecía en el retrato. Vistió a su padre con ella y lo peinó. Salió en busca de una carreta donde llevar el cuerpo al cementerio. Por más que ofreció dinero, nadie quiso alquilarle un transporte. Preguntando la razón de ello, encontró que Itür era un pueblo católico que odiaba a los protestantes. Por otra parte, se habían enterado de la infamia que el vicioso talabartero había cometido con su hijo. “¡No vamos a colaborar en el entierro de un padre desalmado!”. Ante la negativa de los aldeanos, amarró el cadáver sobre la mula y se dirigió al panteón. ¡Qué patética marcha fúnebre! Un sacerdote católico guiando al difunto padre, un borracho calvinista, a su última morada. El cuerpo se balanceaba sobre el lomo de la acémila ante los ojos de los morbosos e indolentes habitantes de Itür que miraban a hurtadillas desde sus ventanas. Al llegar a camposanto, una valla de campesinos le impidió el paso: “Este cementerio es católico y no vamos a permitir que el cuerpo hereje de un calvinista profane su suelo”. Apelando a toda su gama de discursos sobre hermandad e igualdad ante el Señor, Nairod intentó en vano convencer a los aldeanos. Regresó con su difunto padre a casa sufriendo el escarnio de una segunda y ominosa marcha fúnebre. El joven sacerdote experimentaba por vez primera los sentimientos de odio y vergüenza que le habían sido velados en la cómoda residencia del seminario. Era tiempo de poner a prueba las virtudes cristianas que había estudiado todos esos años bajo la tutela del padre Leinad. El mundo real no se parecía en nada a la nube rosa de los estudios teologales y la prédica abstracta. Tuvo que hacer acopio de fortaleza emocional para no romper en llanto mientras cavaba la fosa en el pequeño patio detrás de la casa, lo embargaba un sentimiento de frustración. Ya tenía preparada una cruz que había hecho con dos ramas unidas con una tira de cuero; seguramente el carpintero se habría negado a confeccionarla.

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Pensando en pasajes de los evangelios alusivos a la muerte y la vida eterna, Nairod seguía cavando. La tierra casi congelada se resistía al golpe de pala; el vicerrector sudaba a chorros y miraba sus delicadas manos cubiertas de ampollas. Resignado a terminar el entierro a cualquier costo, el joven sacerdote no detenía su trabajo. Casi al alcanzar la profundidad adecuada para recibir el cuerpo, la pala de madera se quebró. Estuvo a un tris de blasfemar, pero pudo controlarse respirando profundamente y elevando la mirada al cielo. Con forzada humildad, se agachó a retirar la piedra que habría causado el percance. No había tal piedra: un cofre metálico de unos dos pies por lado yacía en el fondo. Escarbando en las orillas con los restos de la pala, lo desenterró. Pesaba muchísimo, no podría sacarlo del hoyo. Amarró el cofre y ató el otro extremo de la soga al cuello de la mula y, de un tirón, el cofre estaba en la superficie. Moría de curiosidad por conocer el contenido, pero antes tendría que enterrar al padre. Pareciera que el interés ahora se centraba más en el cofre que en el sepelio. Fastidiado por tanta contrariedad, arrojó el cuerpo a la fosa y lo cubrió. Colocó la cruz, rezó las oraciones pertinentes y dio por terminadas las exequias. “¡Ahora, al cofre!”. Arrastró el arca hasta el interior de la vivienda. El oxidado candado cedió al primer golpe de martillo. A punto de levantar la tapa, alguien lo saludaba desde la puerta: “¡Mi querido Nairod, has vuelto!”. ¿Quién era ese sucio y apestoso hombre que le hablaba con tanta familiaridad? Se identificó como Yrrah, amigo de la infancia. Por supuesto que el sacerdote no se acordaba de ningún amigo de la infancia y mucho menos representado en ese zafio palurdo. ¡Qué desagradable interrupción! Yrrah no le quitaba los ojos de encima al cofre: “¿Qué contiene el cofrecito, querido amigo?”. Con lujo de violencia, echó de la casa al supuesto amigo y de inmediato alzó la cubierta. Encontró, estupefacto, un tesoro en monedas con la efigie de un sultán e inscripciones en un idioma que reconoció como turco, pues lo había estudiado en el seminario entre otras muchas lenguas. La fecha de las monedas de oro correspondía a la época de las invasiones turcas a Valaquia cuando Vlad “El Empalador” gobernaba esa región. Probablemente, el tesoro sería parte de algún rescate o tributo de los otomanos al sanguinario conde. Haciendo de lado su erudición, el vicerrector Nairod Yarg levantaba a puñados las monedas y las dejaba caer. El sonido del

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oro deleitaba sus oídos. Un chispazo de conciencia cristiana le indicaba que toda esa fortuna podría ser empleada en obras de caridad. El fugaz pensamiento altruista fue desechado tan pronto como había llegado, su mente ya trabajaba en otros planes. Con el prestamista judío de la aldea cambió algunas monedas por guilders y compró una carreta para cargar sus únicas pertenencias ─el cofre y el retrato del abuelo─ y dirigirse a una ciudad donde pudiera establecerse. Tendría que encontrar un orfebre para fundir sus monedas y convertirlas en lingotes. De esa manera sería más fácil gastar su oro, pues nadie conocía la acuñación otomana. En el camino se topó con Yrrah, el supuesto amigo de la niñez, quien trepó de un salto a la carreta con el ánimo de acompañar a Nairod a su destino. Fingiendo alegría por el encuentro, el sacerdote se disculpó por el anterior exabrupto y le permitió viajar con él. El hediondo campesino era el único que sabía de la existencia del cofre y eso no era conveniente. En un paraje solitario, el pobre palurdo recibió varias puñaladas. Nairod continuaba su camino pensando en grandes proyectos. Se registró en el mejor hostal de la ciudad, pidió una opípara cena y subió a su habitación. Observando su rostro en el espejo, lo encontró ajado y seco. Acostumbrado a ver una imagen fresca y lozana, se inquietó, pero pronto encontró justificación: “debe ser la luz de las velas”. Una vez transformado el tesoro en lingotes, cambió uno de ellos por una buena talega de florines. Dedicó varios días a adquirir prendas que denotaran su nuevo estatus: ricas casacas bordadas en oro y plata, escarpines y botas de fina piel, sombreros de fieltro, camisas de lino y, para adorno personal, regios añillos con piedras preciosas y gruesos torcales confeccionados con el oro turco. Para legitimar su fortuna, sobornó a las autoridades del cabildo, quienes le expidieron un flamante título nobiliario. Compró una casona en las afueras de la ciudad y contrató a los mejores albañiles, ebanistas y decoradores. En pocas semanas, Nairod Yarg se instalaría en su nueva mansión. Jamás volvería al seminario. Nunca se había visto algo igual en la comarca. La fiesta de inauguración del palacete del barón Nairod Yarg constituía el único

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evento importante en años. Fueron invitados todos los personajes importantes del pueblo: autoridades, comerciantes y el recién nombrado obispo. Animales enteros se rostizaban en los grandes fogones, los barriles de vino y sidra se vaciaban en los gañotes de los sibaritas. Un espectáculo de músicos y saltimbanquis amenizaba la reunión. Por la noche, fueron despachadas las esposas de los invitados para dar paso al plato principal: una veintena de prostitutas que bailaban desnudas sobre las mesas. La celebración fue apenas el acto de bienvenida a una vida de depravación sin fin. El flamante barón pronto se hizo conocido entre los notables de otras ciudades. Miembros de la nobleza, y gente adinerada constituían la asistencia permanente a las interminables orgías. El desalmado barón Yarg, no tenía empacho en secuestrar a jóvenes aldeanas de los alrededores para violarlas y martirizarlas en sus abominables fiestas. Si algún criado cometía alguna indiscreción, era ejecutado al instante. El sanguinario Nairod mandaba colocar el cuerpo empalado en el jardín para escarmiento de propios y extraños. Todas las mañanas se miraba al espejo y descubría nuevas señas de deterioro, su cara representaba a un hombre mucho mayor y no sólo eso: la maldad se reflejaba en los rasgos diabólicos. Su misma presencia provocaba asco. A pesar de su repugnante aspecto, el séquito de seguidores que asistían a las famosas orgías lo adulaban: “Es usted la viva imagen de un Don Juan, querido barón”. Tras algunos meses de vida depravada, el barón parecía haber envejecido cien años. Casi ciego, intentaba ver su imagen en el espejo: unas profundas arrugas surcaban la piel verduzca, el blanco cabello se desprendía por mechones y unas horribles verrugas purulentas le cubrían la nariz y la boca. Sus manos artríticas apenas podían sostener el espejo. Encorvado, miraba el retrato del abuelo que se mostraba cada vez más joven. Parecía que el retrato absorbía la juventud de Nairod o, mejor dicho, el barón atraía para sí toda la maldad y perversión del antepasado. En medio de una escandalosa fiesta, el desgraciado barón empezó a sufrir espantosas convulsiones. Su cuerpo, receptáculo de todos los pecados capitales, se colapsaba. De la boca emanaba una espuma biliosa que arrastraba consigo los pocos dientes podridos que le

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quedaban. La piel, cubierta de pústulas, exudaba fétidos líquidos viscosos que iban formando un charco alrededor del corrupto barón. Los ojos, cual brasas ardientes saliéndose de sus cuencas, miraban desde el piso a los degenerados invitados que huían despavoridos. Espantosos gritos de dolor que parecían emanados desde el fondo del infierno, llenaban el palacio del horror. El cuerpo del barón se desintegraba. Como queriendo bailar una última danza macabra, el descarnado y tullido esqueleto continuaba estremeciéndose. Los huesos que se azotaban contra el piso de piedra producían un sonido demoníaco: clack, clack, clack… Al amanecer, el ruido fue disminuyendo hasta que la mansión se sumió en un profundo silencio. Los despojos del siniestro barón Nairod Yarg, yacían al centro del gran salón. Al carecer de herederos, las propiedades del occiso fueron incautadas por el cabildo y puestas a remate. La pieza más importante del lote se vendió de inmediato: un valioso retrato al óleo firmado por el gran maestro Lisab Drawllah que mostraba a un radiante y joven seminarista vestido a la usanza calvinista, sosteniendo una biblia en la mano derecha y en la izquierda, una moneda de oro.

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PATA GRANDE Mi madre murió en un accidente aéreo. Trabajaba para la principal empresa televisiva de México. Era lo que se llama enviada especial y cubría diversos eventos alrededor del mundo. Una de sus primeras asignaciones, el asesinato del presidente Kennedy, le valió un premio nacional de reportaje. Mientras mamá viajaba, mi padre ─ingeniero textil─ la esperaba inquieto en casa. “Eso de los viajes en avión no me gusta nada. Tu madre debería estar en su hogar como cualquier buena ama de casa”. Un día, sus presentimientos fueron justificados. Al regreso del trabajo, encendiendo el televisor se enteró de la tragedia. Sabía que ella viajaría en ese vuelo: Iberia, Madrid-México. Esperanzado, escuchaba la lista de pasajeros fallecidos rogándole a Dios que, por algún providencial contratiempo, su mujer no hubiera abordado la fatídica aeronave. Al terminar el noticiero, se sentó en un sillón y se puso a llorar. Yo no sabía que decir ni que hacer. Digiriendo la increíble noticia poco a poco, abracé a mi padre y lloramos juntos. Soy hijo único. En aquel entonces contaba con quince años y me sentía un hombre hecho y derecho. Con mi apoyo, mi padre y yo saldríamos adelante. Sentía que una gran responsabilidad pesaba sobre mis hombros. Recibimos el ataúd en el aeropuerto. Después de engorrosos trámites y papeleos, pudimos transportar los restos de mi querida madre en la carroza fúnebre. El velatorio estaba a reventar; todos los compañeros y las autoridades de la televisora estaban presentes. Las exequias se transmitían en vivo y miles de televidentes hacían propia la pena de perder a la famosa reportera internacional. El duelo de mi padre duró unos años. Decidió asistir a unas pláticas de tanatología y se hizo a la idea de ser feliz aun con la ausencia de mi madre. Lo notaba activo y contento. Había hallado consuelo en la bebida por un tiempo, pero afortunadamente pudo superar esa etapa y regresar a una vida normal. Un día, arreglando su cuarto, descubrí sobre el buró la causa de su alegría: una larga carta escrita con letra de mujer que no me pude resistir a leer. Estaba redactada en mal inglés, pero era legible. Una dama finlandesa le declaraba su amor y expresaba el deseo de venir a México con serias intenciones matrimoniales. No era la primera carta pues, picado por la curiosidad, abrí el cajón y encontré, sujetas con una liga, un buen

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fajo de ellas. ¡Qué guardadito se lo tenía, ja, ja! Para colmo de mi indiscreción, hurgué en los sobres para ver si encontraba una foto de mi futura madrastra. Sí, era una rubia enorme y mofletuda. Las ansias me consumían, esperaba impaciente la llegada de mi papá. Entró a casa irradiando bienestar y jovialidad. Por medio de ingenuas preguntas le fui sonsacando la información hasta que cayó redondito. “Fíjate Pepe que me he sentido un poco solo. Hace ya algunos años que tu mamá se nos fue y he sentido la necesidad de tener algo de compañía. Un amigo me recomendó el Club de Corazones Solitarios por Correspondencia. Ahí te dan una lista de mujeres solteras de todo el mundo que buscan una pareja con quien compartir su vida. Me ha respondido un muchacha finlandesa que se llama Miska”. Empezó a describir a su novia epistolar del modo que sólo lo hacen los enamorados: toda una princesa. No pude sino reír al comparar en mi mente la fotografía que había visto, con el retrato que pintaba mi padre de su amada. Lo animé a seguir adelante con el romance. Le dije que me emocionaba la idea de tener otra vez una madre. Bueno, mejor dicho, una madrastra, aunque suene un poco feo. Mi papá ─se llamaba Rubén─ me miraba con todo el cariño del mundo. Había dudado largo tiempo en confesarme su relación con la finlandesa. Ahora lo hacía inopinadamente y se quitaba un peso de encima. Me agradeció con un abrazo el haber aceptado ─además con entusiasmo─ la posibilidad de volverse a casar. Bromeando, me sugirió que yo podría ser el padrino de boda. Preguntando en diversas aerolíneas, conseguimos el boleto Helsinki-Ciudad de México a un precio aceptable. Se hizo la cita en el Registro Civil donde preguntamos los requisitos necesarios para el matrimonio con una mujer extranjera. No eran muchos, afortunadamente. Compramos algunas botellas de licor, una de champagne ─para los novios─, y diversos abastos para preparar algunos entremeses. Mi novia Celina nos había acompañado en todos los preparativos de la boda y se mostraba más interesada que nosotros en cada detalle: los manteles, las guirnaldas, las invitaciones, las copas para el vino. De paso, en el Registro Civil, había preguntado acerca de los requisitos matrimoniales entre dos mexicanos. No sé si fue buena idea llevarla a esa oficina. * “¡Los declaro marido y mujer!” El juez firmaba el acta y Miska y mi padre se besaban sellando el pacto de amor. De inmediato nos

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dirigimos a festejar a casa. Celina había hecho maravillas. Hermosas guirnaldas de flores naturales flanqueaban las mesas, manteles blancos de papel picado lucían debajo de preciosos arreglos florales. Los platos, cubiertos y copas, perfectamente ordenados. Además, mi novia se había tomado la libertad de llevar la pequeña orquesta de violines donde tocaba su hermano. Entre baile, brindis y alegría, la fiesta se prolongó hasta la madrugada. Cuando llegó a México, Miska se veía algo desmejorada y pálida pero, en la fiesta, sus ruborosas mejillas semejaban dos grandes manzanas. No paraba de brindar, bailar, bromear. Miska y papá eran una pareja feliz. Marido y mujer decidieron ir de luna de miel al bosque de Michoacán. A los pocos días de estar en nuestro país, la provinciana mujer extrañaba el terruño. La Ciudad de México la sofocaba y necesitaba un reducto que se pareciera a su querida Jyväskylä. En una tarjeta postal, Rubén había visto la imagen de aquella región de Finlandia y, escogiendo un paisaje similar, reservó una cabaña junto al lago. Quería complacer a la flamante esposa en todo lo posible. Manejando por estrechos caminos de terracería, llegaron a ese sitio paradisíaco. Ningún vecino molestaría su intimidad. La cabaña, aislada de toda civilización, ofrecía un aspecto romántico, ideal para los recién casados. Prendieron fuego en la chimenea y disfrutaron de una cena ligera y un vaso de vino. Rendidos por el viaje y las emociones, se fueron a la cama. Miska despertó un par de veces al escuchar algunos ruidos, quizá gruñidos de algún animal que husmeaba por la cabaña buscando algún desecho que comer. Acostumbrada a los sonidos del bosque, no les dio importancia y se volvió a dormir. El aire impecable y fresco los recibió por la mañana. El sol emanaba sus cálidos rayos sobre los enamorados y el verde bosque abrazaba al lago. La bella imagen invitaba a la pareja a dar un agradable paseo. Caminando alrededor del lago, se toparon con un campesino que se dirigía a sus labores. Les explicó que ayudaba en la conservación del bosque y vigilaba que nadie molestara a los turistas que se hospedaban en las cabañas. Miska comentó que había escuchado algunos gruñidos por la noche. “¿Qué animal habrá sido?”. El hombre se llevó la mano al bigote y, acicalándolo, dudó en contestar. Finalmente habló: “No es un animal…, bueno,

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en realidad no se sabe bien qué es. Tiene forma humana pero es muy grande, más grande que usted señora. Además está cubierto de pelo güero. Desde hace muchos años se le ha visto vagando por el bosque. Lo llamamos Pata Grande. A veces se encuentran sus huellas, grandotas, cuando acaba de llover y el suelo está húmedo. Una vez puse mi pie en medio de una de ellas y parecía chícharo en palangana. Pero no se preocupen, es inofensivo, lo único que busca son los restos de comida que dejan los visitantes; a veces yo mismo le dejo un taco sobre aquella piedra. Nada más se aparece por las noches, nadie sabe dónde vive.” Aunque Rubén consideró la historia de Pata Grande como un embuste, se la tradujo a Miska al inglés. Impresionada, la mujer se compadeció de la pobre bestia y decidió, por la noche, dejarle algo de comida afuera de la cabaña. Así lo hizo durante los cuatro días restantes de su luna de miel. La última noche, mientras cenaban, alguien tocó a la puerta. Intrigado, Rubén se acercó preguntando quién era el visitante. De manera inesperada, se escuchó una respuesta en un idioma desconocido para él, mas no para Miska. Su madre era rusa y conocía esa lengua a la perfección. Podían abrir la puerta. Pata Grande se presentaba tal cual lo había descrito el aldeano. Un imponente gigantón cuyas abigarradas greñas rubias cubrían, casi hasta la rodilla, el cuerpo desnudo. Su larga barba ocultaba púdicamente las partes nobles. Haciendo honor a su mote, se sostenía sobre unos enormes pies dotados de fabulosas garras. El pobre hombre despedía un hedor insoportable y tuvieron que hablar con él a la distancia. Explicó: “Mi nombre es Iván y soy originario de Moscú. Llegué a México hace muchos años acompañando a mi jefe, un líder exiliado de la Revolución de Octubre. Cuando mi camarada fue asesinado tuve que huir. Las autoridades mexicanas me consideraban cómplice del crimen y, por otra parte, los soviéticos habían puesto precio a mi cabeza. Con el poco dinero que tenía, pude llegar hasta estos bosques donde me he refugiado desde entonces. Sobrevivo comiendo bayas y raíces silvestres. Cuando llegan turistas, busco comida en los botes de basura. Temo que los agentes de la policía secreta soviética me encuentren. Es por ello que no hablo con nadie y solamente salgo por las noches. Me atreví a tocar a su puerta porque reconocí en usted, señora, a alguien de mi raza que podría conocer mi idioma. Quizá ésta sea la última oportunidad que pueda hablar con alguien y no quise desperdiciarla”.

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Rubén le dio a entender ─mientras Miska actuaba de intérprete ─ que, a estas alturas, no habría nada que temer. El líder comunista había sido asesinado hacía más de treinta y cinco años. Los nuevos dirigentes soviéticos no perderían el tiempo buscando a alguien sin importancia política. Podría reintegrarse a la sociedad. Lo invitaron a pasar y tomar una ducha caliente, a lo cual Iván se negó amablemente: “Hace más de treinta años que no me baño, creo que podría morir si lo hago. Me he acostumbrado a esta vida, no quiero regresar, soy feliz en este bosque. Gracias y adiós”. Miska se dirigió a la cocineta y puso en una bolsa de papel todos los víveres que no habían consumido. Entregándola a Pata Grande, recitó un poema de despedida que arrancó lágrimas al ruso, quien hizo una reverencia, dio media vuelta y partió. Con un caminar lento y pesado, el legendario Pata Grande, antiguo combatiente de la Revolución de Octubre, se alejaba y se perdía en la inmensidad del bosque michoacano.

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José Luis Fernández Sepúlveda (Ciudad de México 1958). Es escritor y músico, autor, sobre todo, de libros de cuentos. Ha publicado “Memorias del ermitaño” (Sediento Ediciones, 2015) y “El trilobite” (Fondo Editorial de Querétaro, 2016). Actualmente colabora con el Instituto de Investigaciones Multidisciplinarias de la Universidad Autónoma de Querétaro. José Luis Fernández Sepúlveda no es solo un autor de cuentos. Es tinta, es personaje, memoria y narración. Sus textos son historias humanas con las que es fácil identificarse o pensar: “a éste lo conozco de algún lado”…, aunque jamás nos lo hayamos topado en la vida. Porque están en el inconsciente colectivo desde los inicios de nuestra mortalidad: amor, odio, pérdida, agonía, deseo. Sandra Becerril, junio del 2017


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