Juanfran, la victoria del trabajo

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Juanfran, la victoria del trabajo Situémonos antes de empezar a contar la historia. Madrid, durante 24 horas, fue la capital española del fútbol. Nunca mejor dicho. Allí, frente a frente, se retaban los dos grandes equipos de la ciudad para ver quién era capaz de llevarse la Copa del Rey. El encuentro estaba en tablas. Primero Cristiano y después Diego Costa habían agitado un encuentro en el que el Atlético aguantaba como podía las acometidas de un Real Madrid que estaba siendo mejor —al menos en las estadísticas—. Corría el minuto 60 de partido de un 17 de mayo de 2013. Encaraba el astro portugués a un Miranda que salió a cubrir el hueco del lateral derecho. Consiguió marcharse y meter un pase al corazón del área. Como una daga puñetera que comenzó a atravesar poco a poco cada uno de los corazones colchoneros que estaban presenciando esa acción. El envío cayó en las botas de Karim Benzema, que estrelló el balón en el poste de la meta defendida por Courtois. Respiraban los aficionados rojiblancos, al menos por un segundo. Porque el esférico caía a los pies de Mesut Özil, que controlaba con la sutileza que le caracteriza y amagaba para tirar al suelo a Godín, Filipe y Thibaut de una vez. Tenía toda la portería para él. Iba a ser gol, y el Atlético tendría que volver a remar a contracorriente. Chutó con confianza con su pierna buena, la zurda, y cuando el aficionado blanco ya saltaba de alegría, viendo más cerca la consecución de un título… Un momento, paremos. ¿Saben lo que dicen que cuando uno está a punto de morir se le pasa por la cabeza una imagen detrás de otra de lo que ha sido su vida? Pues algo así sucedió en aquella ocasión. En esas milésimas de segundo que tardó el balón en salir de la bota de Özil hasta que llegó a la portería rojiblanca. Se sucedieron muchos derbis. Continuados derbis. Desde aquel de la temporada 1999/00 en la que un Jimmy Floyd Hasselbaink asaltó el templo rival, hasta todo lo que vino después. Una derrota tras otra. Goleadas escandalosas y humillantes. Sonrojos de local y de visitante. Ronaldo marcando a los 13 segundos tras deshacerse de, mira qué casualidad, Simeone y Burgos. Raúl anotando goles y goles al equipo del que, permitidme la opinión, siempre será su corazón. Jugando mejor o peor. Con más o menos ocasiones. Torres, Agüero, Forlán. Daba igual. El resultado siempre era el mismo. Los lunes unos reían y otros agachaban la cabeza. Había sucedido así los últimos 14 años y estaba a punto de volver a pasar. Como decía, los aficionados blancos veían en ese disparo el título de Copa del Rey al alcance de su mano, pero entonces… Apareció él. El hombre que llegó un invierno de 2011 y, sin entrenar, se puso la rojiblanca para jugar su primer derbi con la camiseta opuesta. Ese jugador que era un buen driblador y que tenía en la velocidad y el regate sus principales virtudes. Un chaval que nunca levantó la voz a pesar de escuchar murmullos. Jamás se quejó pro jugar poco o nada. Ese número 20 que se dedicó a entrenar y a tratar de ser mejor futbolista a base de trabajo y hacer caso a las órdenes del entrenador. «Usted va a ser nuestro lateral, porque con lo que tenemos no da», le debió decir un día Gregorio Manzano. Él, que había vivido toda su vida para correr, regatear, centrar y marcar goles, veía como querían retrasarle de su hábitat natural. Pero no clamó al cielo. Aceptó, y se propuso el reto de ser el mejor lateral español. Ese hombre que acabó por accidente de lateral, terminó siendo campeón de Europa con la Selección Española en esa posición. Ese señor, Juan


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