Cuentos Maxilentos. José Gregorio Salcedo

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JosĂŠ Gregorio Salcedo

d e I m p r e n tas

S i st e m a

Serie Narrativa

c o l e c c i o n LI T E R AT U R A

Cuentos maxilentos



Cuentos maxilentos



JosĂŠ Gregorio Salcedo

Cuentos maxilentos


Cuentos maxilentos © José Gregorio Salcedo Portada: Graziano Gasparino / Sin Título / Fotografía / 1974 Por la 1ra Edición: © Fundación Editorial el perro y la rana Imprenta Regional Cojedes Edificio Manrique, Primer Piso sede de la Escuela Regional de Teatro San Carlos-Venezuela 2201 Telefs.: 0426-3425995 correo electrónico: sistemadeimprentascojedes@gmail.com

ISBN : 978-980-14-0046-2 Depósito Legal: LS 40220078003118


El Sistema Nacional de Imprentas es un proyecto editorial impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, a través de la Fundación Editorial El perro y la rana, la participación en corresponsabilidad y cogestión de la Red Nacional de Escritores de Venezuela. Tiene como objetivo fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: El libro. El Sistema Nacional de Imprentas funciona en todo el país y cuenta con tecnología de punta, cada módulo está compuesto por una serie de equipos que facilitan la elaboración rápida y eficaz de textos, poniendo así al alcance del pueblo, otro brazo de autoconciencia y de liberación.



A mi familia y mis amigos por lo siempre y grandes que han sido



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TONQUI, MI PERRO MACILENTO

Tenía cinco meses así, sin caminar, pensé que se iba a morir, ya ni se movía, solo cuando cortamos la mata de palma, que casi lo aplasta, logró el ánimo de levantarse y salir corriendo. Pasaron los días y el perro no ladraba. Apenas se alegraba cuando todos los días le llevaba la comida casi al amanecer, tragaba a gran velocidad, luego se echaba mirando el cielo, feliz, muy feliz y se dormía. Por fin se levantó y lo lleve de paseo, aún sabiendo que en una de esas me podía arrastrar con todo y cadena por la calle, porque a pesar de verse tan enclenque no se de donde sacaba tanta fuerza ese animal. Me sorprendió que al llegar a la plaza destruida y remodelada varias veces, salía disparado hacia las flores moviendo la cola como un loco, las olía , se revolcaba en ellas con tanto agrado parecía volar de felicidad. Luego a toda velocidad se estrellaba con una de las paredes de la iglesia situada al frente, tuvimos muchos problemas legales con la jefatura del pueblo por eso. Una vez que estaba allí tendido, desmayado, casi inconsciente, lo alzaba en brazos, despertándose a la semana

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algo confundido y muy hambriento otra vez. Ese perro hay que botarlo, era lo primero que decía el mas necio de la familia, pero resulta que un ejemplar con esas características, tan fiel, tan educado ¿bueno? No porque era mi perro, pero ese carajo era un perrazo, mi abuela no se quejaba, el barrio tampoco, entonces ¿para que botarlo?, ¡ah! cuando le compré un casco, él juraba que le quedaba muy bonito y en realidad le quedaba bonito. Ese día, se escapó e hizo la misma rutina de siempre, fue a unos de los jardines, esta vez el de uno de mis vecinos, acabó otra vez con las flores, también con la pared. El señor gordo se asomaba a la calle sin molestarse, ¡claro! porque todo eso se debía a que las flores de nuevo crecían más grandes, hermosas, también en las paredes una especie de musgo iba naciendo, el cual le daba a las casas un toque muy especial, como las que se dejan ver por esas carreteras cuando transmiten el Tour de Francia todos los años. Un día de esos salió a la calle y no lo vimos más. Salimos a buscarlo y no lo conseguimos por ningún lado, sólo nos faltaba el cementerio municipal ubicado hacia la salida del pueblo. Llegamos hasta allá, y estaba echado al lado de la tumba de mi abuelo, parecía dormido, pero no, ya había muerto, de tristeza tal vez. Compramos un pequeño cajón de madera y lo sepultamos con todo y casco en el mismísimo panteón de la familia como un homenaje al eterno cariño que le teníamos. De regreso al pueblo nos sorprendimos con la cantidad de flores que estaban naciendo a pesar del calor


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que siempre hace aquí, en las aceras, las casas y por supuesto en los famosos agujeros que había dejado mi perro también sobresalían los hermosos ramos agitados por una brisa que no de donde salió. El pueblo no fue lo mismo después de esto, se convirtió en una atracción nacional, todos los fines de semana venía una multitud para tomar fotografías y elaborar documentales sobre lo que para nosotros era tan común y a la vez tan secreto, porque a ellos no le contábamos nada de lo que percibíamos por las noches, por primera vez en la vida apreciamos que nos tomaban en cuenta para algo gracias a mi perro. Cuando hay creciente de luna, algunas personas aseguran que oyen unos ruidos extraños alrededor de la plaza mayor, nadie se asoma, por eso, porque son muy extraños y les da como miedo. Es que al final de cada uno de esos ruidos se escucha un estruendo mayor, como un gran impacto. No se sabe exactamente lo que es, también se oyen muchos gritos, tal vez como de gente anciana quejándose. Dicen que uno de los policías del pueblo se atrevió a salir a investigar, a la semana lo trasladaron a una comandancia lejana de aquí, aunque otros comentan de un supuesto tratamiento psiquiátrico del cual estuvo siendo sometido en una clínica de la capital, al pobre hombre no le fue muy bien asomarse, la gente como que tiene razón, esos ruidos dan muchísimo miedo. Al día siguiente todo el mundo salía en la mañanita y se fijaban en la iglesia que estaba frente a la plaza, tenía otro gran agujero con muchas flores en los bordes de sus gruesas paredes. El cura del pueblo de inmediato me buscó y casi acorralándome:

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-¿Cuando va a parar de hacer eso?, lleva tres meses haciéndolo.- entre nervioso y molesto preguntó-. -No se padre, pero yo le dije clarito que al morirse el perro, usted tenía que hacerle una misa especial todos los días, y no lo ha hecho. -No creo mucho en esas cosas, pero se las voy a hacer… ¡cará! me va demoler lo que queda de iglesia. Así fue, todos los días al ocultarse el sol, se formaba un remolino de colores que parecían mariposas pero en realidad eran pétalos de flores que perfumaban todas las calles de la periferia, sólo el redoble de las campanas de la iglesia avisando el comienzo de la misa de la tarde. Sólo con eso, se lograrían calmar aquellos eventos nocturnos que para la mayoría de los espantados resultaban ser tan extraños. Sólo así, el quejido de sus muertos se lo llevaría una brisa hacia la salida del pueblo, por allá mismo, en donde queda el cementerio.


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EL LOCO Y EL MATADOR

Cuando salió del túnel, le sorprendió la cara de pánico que pusieron los dos jóvenes con aspecto desaliñados y un cierto aire de poetas. Estaban en el cuarto de las computadoras de un viejo e inútil museo, visitando unas paginas porno vía internet: -¿Qué pasó? dijo el flaquito. -¡Quieto todo el mundo! sacó algo parecido a un yesquero pero en realidad era una pistola de bajo calibre, estaba todo sucio con la cara llena de telaraña, de tierra, un tanto alterado. -¡Tranquilo chamo, cuidado se te dispara esa vaina! Dijo el otro poeta dejando atrás el bello busto de una mujer en la pantalla del monitor. -¡Que tranquilo un coño chico!, levanten las manos y no les pasa nada, de verdad no les va a pasar nada, la cuestión no es con ustedes, la cuestión es con esos pata en el suelo, por culpa de ellos mi familia cayó en la ruina. Por supuesto, era como para no entender nada, sólo apuntaba con su mini pistola sin dejar escapar ningún detalle de todo el salón, había una combinación de lo antiguo con lo histórico, de arte moderno con arte colonial, de tecnología y poesía, de calma y morbosidad. A él desde muy pequeño, le habían

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contado parte de la historia de la guerra federal, destacando la versión de su familia, añoraba una época que jamás vivió, pero por los datos y reliquias, no le quedaba la menor dudad de lo abundante y ostentosa que fue. Se recordaba con mucha arrechera, aparentemente sus antecesores, estuvieron del bando que se repartió las mejores tierras luego de haberse ganado la guerra independentista, estaban situadas en los llanos centrales, aquellos que en tiempos atrás eran de lanza, pólvora y candela. -Esto debe ser el motel de ustedes, se la deben pasar aquí cazando carajitas. Los muchachos ni hablaban, aín estaban confundidos. Terminó de salir del agujero y apuntando con el arma se fue acercando, hizo que dieran la vuelta para poder amarrarlos, los colocó uno de espalda del otro. Antes de apagar la computadora murmuró algo parecido a ¡buenas tetas vale!, parecía no saber mucho de esas maquinas, se desesperó y arrancó el cable del enchufe, trataron de verse las caras pero no pudieron, sólo un movimiento de aviso con el codo pudo hacer el flaquito para hacerse sentir. Mas allá el señor, sin prestarle ningún tipo de atención, se perdía en su silencio, mirando lentamente toda la habitación, como si estuviera preparándose para algo muy grande y muy próximo. A una cuadra de allí, habían demolido una casa muy vieja, unos setenta u ochenta años tenía de antigüedad, quedaba exactamente diagonal a la iglesia San Juan Bautista, esta última muy famosa porque desde hace años se conservaba el falso mito que desde


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allí había salido la bala que asesinó al General de los hombres libres Ezequiel Zamora. Se hablaba de un francotirador o lo que llamaban para entonces “matador” que con mucha paciencia montó la celada y esperando el momento más oportuno, la cabeza del General sería atravesada por la bala que disparó un Mausser desde lo alto de la torre de esa iglesia los primeros días de enero de 1860. La trayectoria de la bala, datos históricos plasmados en manuscritos y la atmósfera de traición de los otros líderes que lo rodeaban, hicieron que los historiadores llegaran a la hipótesis que al General le dispararon desde muy cerca, eliminando al verdadero líder de la Revolución Federal que se estaba tornando peligroso para los intereses políticos de muchos ambiciosos de la época, eso era motivo suficiente para apartarlo de la historia. El pueblo de San Carlos para los comienzos del siglo XXI, era una de las capitales de estado menos privilegiadas en comparación con las demás capitales del país. No había manera de hablar de San Carlos sin que se asomara la apatía colectiva heredada por varias generaciones. Dicen que los hombres más aptos se los llevó la guerra de la independencia, luego la guerra federal, pero casi no prosperaba esa hipótesis en comparación con las capitales de otros estados llaneros de indudable progreso, que también habían vivido esa triste historia. Se podía notar en casi todas las edificaciones, escuelas, instituciones, en donde escasamente muy pocas de ellas llevaban el nombre de un sancarleño, era como si la gente estuviera predispuesta a un pesimismo crónico, rodeado de una desconfianza

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histórica de cualquier acontecimiento cercano que amenazara con llegar. Si en algún momento decidían construir una edificación que era necesaria para el bien colectivo, las buenas intenciones eran blanco de cualquier hecho frustante que impedía el comienzo de la obra y si en dado caso se lograba comenzar, el fantasma de la paralización rondaba alrededor de esta. Ya era una costumbre de empezar y durar un largo período para concluirla. Esto quedaba demostrado con la demolición de esa casa vieja. Para poner la primera piedra del monumento que se comenzaría a edificar en homenaje al padre de la Revolución Federal, el primer año vino el presidente. Para el segundo año pusieron otra primera piedra, aunque se le debería llamar segunda. También vino el presidente. Ya el tercer año parecía que otra vez iba a venir el máximo jefe de la nación, fue desde entonces que el misterioso matador comenzó a preparar para la gran celada. -¡Entonces!, ¿se van a quedar callado? No es con ustedes, me estoy preparando para algo grande. -¿y ... que será?- se atrevió a preguntar el flaquito. -Algo grande ...aaalgo ...algo! El otro muchacho que no era flaquito, más bien cara de borracho, le dio un ligero codazo par hacerse sentir y aunque no se estaban viendo de frente, sus miradas se tornaron como cuando uno saca la conclusión de que se encontró con un rolitranco de loco. -Epa... -entrándole con mucha delicadeza- ¿y eso de amarrarnos a nosotros?


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-Nada que ver con ustedes, tengo alrededor de ocho meses cavando túneles por debajo de esta casa vieja, desde pequeño vengo oyendo que existe un túnel que va desde aquí hasta la Iglesia San Juan, lugar al que necesito llegar para el día histórico de mi golpe... bueno, en realidad no es un golpe, sino saldar una gran deuda familiar. -¡Esa vaina es mentira! -dijo el flaquito ¡Aquí no hay ningún túnel!, hace tiempo le han metido mucha paja en la cabeza a la gente con eso... -¡Entonces perdí mi tiempo! yo vine para acá a buscar el famoso túnel que condujera hacia la iglesia y luego al campanario hasta llegar a la cúpula. Eso si llevando conmigo el arma matadora, porque así le decían a los francotiradores en el siglo antepasado, “matadores”, se ocultaban desde lejito y ¡piíkiti!, el trabajo estaba hecho, el cambio de una historia también. El flaquito era de lo más curioso, además, casi le hablaba en la cara, es por eso que ya le iba perdiendo miedo al loco. -Mira... pero con esa pistolita no vas a joder a nadie. -Pero es que esta no es el arma... el arma la tienen ustedes aquí en exhibición. Hace un año vine con unos amigos turistas en una visita guiada y uno de sus guías me mostró el aparato, aquel viejo Mausser, creo que es alemán, está allá afuera en pasillo, le pedí al muchacho que lo sacara para tocarlo, pero me dijo no estar autorizado para eso, pero al final lo convencí. Lo detallé por completo, calculé el calibre del cañón para poder fabricar las balas, verifiqué si podía

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funcionar, sacando la conclusión de que no estaba en perfectas condiciones, pero si estaba apto para ser usado en mi gran causa. Yo no se como voy a hacer para montarme en la cúpula de la iglesia y hacer el disparo ese día, todo estará lleno de seguridad en los alrededores, pero de que lo hago lo hago. Por lo detallado que les estaba contando todo, el flaquito pudo sacar su conclusión de que este loco los iba a matar. -¡Entonces maldito loco, tu nos piensas matar es la vaina! -enfrentándolo el flaquito sin miedo- ¿como vas a hacer?, me imagino que contabas de que el túnel existía y así podías llegar a la torre sin ningún problema, ¿entonces? A pesar de todo no llegó a alterarse, se sumergió en un pronunciado silencio, de esos donde la gente comienza a darse cuenta que de verdad, se trataba de un loco. ******** Un matador de presidentes ya estaba con el arma cargada, listo para hacer el certero disparo. Colocado desde varias semanas antes, camuflajeado con yeso, se enterró en una pared falsa de la parte superior de la cúpula de la iglesia San Juan, a menos de 100 metros de la placita que por tercera vez venía a inaugurar el Presidente. Ese trabajo lo vino haciendo por las noches, con una piqueta de minero que había encontrado en su casa en el cuartico de los peroles. Empezó por una ligera abertura, que luego tomaría la forma de su cuerpo, era lógico, debía permanecer


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por el lapso de cuatro días más o menos, esperar el momento exacto cuando los guardias de la seguridad presidencial hicieran la acostumbrada inspección de todos los lugares que pudieran resultar peligrosos para el presidente. Ese día llegó, y como él lo esperaba, esa cúpula no pasó por mucha revisión, se imaginó que estarían confiados por la falsa historia que se inventó, que desde allí había salido el disparo que mató al General Ezequiel Zamora, confiados por supuesto, que ninguna persona normal se subiría nuevamente hasta lo más alto de esa estructura, para tratar de burlar los anillos de seguridad y accionar un arma para acabar con la vida del actual presidente, no tenía lógica. ******** En el viejo museo el loco terminó de inquietar a los muchachos que habían pasado de un día para otro sin haber comido nada, y lo peor, bebido cerveza alguna. Para tratar de calmarse, el flaquito comenzó a balbucear, como sintonizando un viejo radio. Por fin se le logró entender que algo le había contado su tatarabuela en años anteriores. “Eran los silencios del miedo, los cascos de miles de caballos que en cualquier amanecer entraban por todas las rendijas de las casas de San Carlos y se asentaban en la boca del estómago, agarrando los genitales y las piernas. En esos cuartos oscuros, en los que todavía se percibía el olor a vela recién apagada, asomaban su curiosidad por los postigos de las ventanas, detallaban a hombres, muchachos armados, cubiertos de polvo o barro seco, que aun notándosele el cansancio, mantenían ergui-

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da su estirpe de guerreros. Se podía percibir a los lejos el olor a sangre, venían de una batalla, venían de matar a mucha gente. Había que colaborar con la causa, con comida, con los metales, con caballos, con hombres que dejarían a sus familias para siempre, por eso es que estos pueblos quedan tan tristes, porque siempre se llevaban a los más fuertes. Por las rendijas se asomaban, detallaban el desorden ordenado, ella juraba que había visto al general Páez, pero para esa época él no pasó por aquí, pero de lejitos asomaba la descripción de un hombre alto que daba ordenes, de gran nariz, inmenso bigote y sobresaliente cachucha de militar, definitivamente, ella vió al General del Pueblo Soberano, Ezequiel Zamora”. El día del supuesto “gran golpe” llegó. El loco notablemente desesperado con impotencia se quejaba y maldecía por no haber encontrado los famosos túneles que conducían a la iglesia, y de ahí, al campanario. Miraba hacia la calle a través de un ventanal apenas abierto. A una cuadra se divisaba todo el movimiento en torno a la llegada del presidente en la placita cerca de la iglesia. El otro matador desde el campanario, comenzaba a moverse resquebrajando el yeso que le había servido de camuflaje, ya habían pasado requisa y no había moros en la costa. Un coro de niños comenzó a cantar el himno de la Federación, bajo el estruendoso ruido de unos aviones F-16, que realizando acrobacias sobrevolaban insistentemente la zona, siendo al parecer, el verdadero centro de atracción de todo esto. Un automóvil con características rústicas iba lle-


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gando al sitio aparentemente con el presidente. Ya el matador se disponía a ponerse en posición, se notaba que era zurdo por la forma de agarrar su rifle de cacería. Al tratar de acercarse a una de las ventanas del campanario, tropezó con una de las cordeles de las campanas, comenzó a dar vueltas sobre sí mismo, llegando al borde se desplomó quince metros hacia abajo justo al frente de entrada de la iglesia. Comenzó la muchedumbre a correr, a gritar, los guardias de seguridad al ver que se trataba de un hombre armado, desplegó con efectividad su accionar para afrontar esta contingencia. El loco, que desde el viejo museo con asombro había contemplado la caída del matador, salió corriendo gritando con voz desgarradora ¡mi hermanito! ¡mi hermanito! Estando en la calle, comenzó a desplazarse apartando de forma violenta a cualquiera que se le atravesara. Cuando casi alcanzó su objetivo, desatendió la voz de alto de uno de los tantos guardias que se acordonaron en el lugar, al mismo tiempo de percatarse de que efectivamente se trataba de su hermano menor y en medio de la confusión, alguien le disparó cayendo mortalmente herido sobre el otro cuerpo tendido en el piso. Por supuesto, la ceremonia se suspendió. El flaquito y el poeta escuchaban que a lo lejos se percibía la magnitud de semejante escándalo. Aprovechando que el loco había salido rapidito hacia el lugar de los acontecimientos y valiéndose de lo delgadamente sudado de uno de sus brazos, logró zafarse del lazo, luego buscó una tijera y desató a su compañero.

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Salieron a la calle detrás del loco para buscar la forma de delatarlo, pero de nuevo el cordón de guardias de seguridad impidió que pasaran. No muy distantes, pudieron divisar a dos cuerpos que reposaban inmóviles al frente de la iglesia, uno encima del otro. Se retiraron sin preguntar, ni opinar algo al respecto. Antes de salir corriendo del museo, el enorme portón se cerró y quedaron afuera. -¿Qué hacemos?, -con algo de fastidio pregunta el flaquito ¿Se lo decimos a la gente? -¡Métete en la cabeza de que esto nunca pasó! contestó sereno el poeta. -¿Y que hacemos con el hueco? ...te fijaste que ese tipo no estaba tan loco, parece que era hermano del otro que estaba en el piso? ¡ Ese si era el matador! -insiste el flaquito. -Ya, ya, ya… mañana traemos las otras llaves del portón y de alguna forma solucionamos eso, lo demás no nos importa para nada, por cierto, ¿tienes hambre o sed?. -¡Muchiiiisima sed! -dijo ya mas relajado con los ojos bien despiertos. -¡Bueno, vamos a beber cerveza! -No cargo ni un bolívar fuerte. -Tranquilo, en alguna parte sacamos fiao. Arrancaron a correr como un par de locos, muy ansiosos, como si alguien los persiguiera o los acosara. Se perdieron por una de esas calles negras en las que parece que el asfalto le saliera humito desde adentro.


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LA SOMBRA

Hace cincuenta años, un hombre exageradamente común vivía el profundo tormento de encontrarse en cada uno de los rincones a alguien parecido a él. Investigaba y chequeaba casi todos los periódicos del mundo, en las gráficas, las portadas, con mucha regularidad aparecían sus idénticos personajes. Era tanto el suplicio, que en cada hogar que visitaba también encontraba una bendita fotografía con sus rasgos, “era impresionante” -se repetía, “se parece a mi difunto esposo”, -decía la más vieja de la casa. Llegaron a pasarle muchas cosas. Su novia lo dejó por otro con las mismas características. Se le perdió su cédula de identidad, fue a buscarla a la oficina central. Sorprendido quedó al ver que había otra persona con su número y de paso oficialmente fallecida. Llamó a su antiguo hogar en donde pasó su niñez, él mismo se atendió, pero se asustó tanto que colgó. Pasaron muchos incidentes, alguien le contó con mucha seguridad, que los clones errantes no existían, pero que todo hombre tiene su “medio-par”. El no quedó muy convencido de eso. Pudo llegar a intuir que su parecido con la ma-

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yoría de las personas con las que se había topado no se quedaba en mera coincidencia y que solo podía deducir, sin poder explicarlo, que en algún momento de su otra vida, le había correspondido ser la sombra de todas ellas. Cuando se le encendió esa brillante idea en su mente, sintió desaparecerse lentamente de la superficie de la tierra. 26


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AMOR DIGITAL

Uno sabe cuando llegan esos días, por cierto, los llamamos “días bonitos”. Te levantas, consigues tus zapatos, o sea, si la noche anterior, por accidente, los botaste, se ven allá en el lado inalcanzable bajo de la cama, aun así, tus medias están allí, tus zapatos también. Vas al baño y todo está limpiecito, miras al espejo, te pasas la mano y el peinado te nace con naturalidad, hay crema dental, hay de todo. Sales a la calle, y omites todas las cosas aburridas que de repente ibas a realizar, llegas a la entidad bancaria, seguramente te habrán depositado el dinero que te debían, saludas a alguien que conoces, volteas saludando a otra persona y te saluda, precisamente, la que no estaba saludando, incluso, una tercera persona saludó pero no la viste. Luego te disculpas por no haber devuelto el saludo, y luego fue el gesto de una mujer que no sé de dónde salió, la que convirtió esa mañana en uno de esos días en los que uno termina diciendo: “este día va a ser bonito”. Le dije que fuéramos a tomarnos un café, aceptó. No encontramos ni una tacita de café, pero cuando íbamos en la tercera cerveza, vomitó, y se marchó. Lo hizo de forma precipitada, muy rápida, hacia su casa, llegué a anotar su teléfono, anteriormente había

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demostrado mucho interés por mi conversación, así que decidí que al día siguiente la iba a llamar. No aguanté y en la noche llamé a su número de celular, me contestó una persona de voz grave, notablemente molesto, confundido guardé silencio, el hombre siguió insultando y maldiciendo al amante anónimo del otro lado de la bocina que supuestamente era yo. Retaba vulgarmente que revelara mi nombre, con sonidos extraños de animal mal herido, insistía, no le encontré sentido y corté la comunicación. Por supuesto, mi número de celular quedo registrado en el suyo, pasó quince días seguidos llamando para insultarme. Otras veces ponía un señuelo, una voz de mujer muy sensual, ésta me invitaba a un lugar público para seducirme. A ver si caía. Llegó a desesperarme tanto que decidí a aceptar una de esas invitaciones. Era un lugar al cual concurría muchísima gente a divertirse, los mesoneros corrían como en patines, era una gran barra llena de borrachos y de mujeres complacientes. Cargaba mi celular en mano, observé que se encendió la pantalla, había una llamada, en ese momento, la revisé para ver si era el mismo número del fanfarrón celoso tendiéndome una trampa en ese local. La idea de él, era que al contestar mi teléfono en varias ocasiones, aquel anormal me precisaba y descubría quien era yo. Había mucha gente loca. Tampoco yo sabía quien era él, con la música tan alto él no podría averiguar de quién era el celular al que estaba llamando, me hacia el distraído para no levantar sospecha de cualquiera que pasara a mi lado. Incluso lo metí en mi bolsillo. De repente sentí una mano en mi hombro derecho, volteé lentamente para no demostrar


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nerviosismo, era un hombrecito con el rostro muy parecido al inspector de la Pantera Rosa, hacía una señal pidiéndome un cigarrillo, se quedó viéndome directamente a los ojos, no perdí la serenidad y moviendo mi cabeza entendió que no fumaba y que sólo me gustaba la cerveza. Siguió mirándome, como cinco segundos diría, se volteó y se fue. Como a cinco puestos mas adelante volvió a hacer la misma operación, entendí que estaba peinando la zona para ver si pescaba algo, o sea... a mí. Ahora sabía quién era él. Toda esa noche mi teléfono continuó sonando, nadie escuchaba por el ruido, pero el mecanismo vibrador hacía que yo lo sintiera. Era demasiado insistente, obsesivo, como todos los hombres celosos que tienen como esposa una mujer tan exuberante como esa. Imagino que me estaba cazando, esperaba que me equivocase. Sin percatarme saqué el celular del bolsillo de mi pantalón y lo coloqué en el de mi camisa, era de un gris muy claro, ese que llaman en los catálogos de pintura “gris comercial”, de tela muy delgada y fresca. Estando en el bolsillo, ocurrió la peor, vino la mala suerte, hubo una falla eléctrica, y aunque todo los borrachos gritaron con unísono bochinche, la única pantalla de celular encendida en toda esa enorme barra circular, era la del mío. Desesperado casi me arranque el bolsillo para tapar la llamativa luz, a la vez hubo una especie de silencio, combinado con el ruido de sillas cayéndose, alguien se acercaba apartando violentamente a personas y parecía muy enojado, por los insultos que lanzaba. Me imaginaba que era él. Estaba muy oscuro. El hombrecito venía

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acercándose, ya había apagado mi celular, por supuesto, me levanté de la silla, caminé unos metros, sentí que algo se movió, también por la gracia de dios muchos celulares se encendieron en ese instante, deduje por los golpes que se escuchaban, el maltrato que recibía la desafortunada persona que tuviese un celular encendido en sus manos, o en su bolsillo. Me fui alejando de tan salvaje pelea, al fin y al cabo no era mi pelea, era la de aquel troglodita que nunca iba a lograr entender como son las mujeres. Y parece mentira, todo comenzó cuando saludé a esa mujer en la cola de un banco. Me fui apartando lentamente de aquellos salvajes sin causa, estando en la calle, subí a un taxi para irme a dormir. Bajé el vidrio de la ventana e intenté botar el maldito celular como achacándole toda la culpa del problema, pero no lo hice y lo guardé otra vez en mi bolsillo. Ya en mi casa robándole el último silencio a la noche y cuando estaba a punto de vencer el insomnio solitario de cada día, siento que el celular comienza a vibrar haciendo sonar las llaves que posaban sobre una especie de mesita de noche situada al lado de mi cama. Lo agarro con cierta arrechera y desconfianza, creándome el dilema de contestar o no, sin embargo a pesar que era tan avanzada la noche, contesté la llamada. Se escuchaba una música a lo lejos, y al mirar un reloj antiguo de esos que tienen manecillas, y una gallinita subiendo y bajando la cabeza, supe que pasaron como quince segundos sin que nadie hablara, luego sentí una respiración un tanto agitada y una voz débil que apenas logró decirme: “¿Te fuiste en un taxi, cierto? Ahora yo también sé quién eres…”


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EL PASO E’ LAS NEGRAS a Pedro Quintero

Sólo esperábamos que algún día escampara. Abuelo se había acostumbrado a vivir sobre una hamaca y respirar el olor a tierra seca se le iba quedando en el olvido. En realidad, era el tercer día de lluvia seguido, pero a veces es bueno exagerar, así los demás se enteran y de esa forma uno llega a servir aunque sea para dar lástima. Mi casa la construimos a la orilla del río, la mayor parte la construyó mi abuelo, con bloquecitos de adobe que fabricaba cuando aún habitábamos la casa de palma y bahareque. Le pagaba a un señor que tenía un camión para que trajera un viaje de arena arcillosa, lo vaciaban al frente de la casa, a la semana, los bloquecitos de adobe parecían un ejercito formado en el patio grande de un cuartel, mi hermano mayor, un negro alto de brazos largos, era el que siempre lo ayudaba en todo, a batir la mezcla, cortar la madera, seleccionar las cañuelas, buscar las tejas, hasta que un día lo mordió un animal que le produjo una fiebre tan alta que lo dejó inconsciente por muchos días, cuando despertó, llamó a mi abuelo aparte como para que yo no oyera lo que decían, mi abuelo hizo un gesto de aprobación, mi hermano se levantó, se puso

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la ropa, se fue y no volvió más nunca, mi mamá tuvo que ayudar a terminar la casa. Mi casa siempre se inundaba, todo el tiempo se inundaba. Se nos morían los cochinos y las gallinas en el agua marrón que nos llegaba hasta el cuello, bueno, a mí me llegaba hasta ahí porque yo todavía era un sutico en chancleta e’ goma, sin embargo, a pesar de no saber nadar mucho, lograba salvar una que otra polla para medio comer en los días difíciles posteriores a la tragedia. Cuenta mi abuelo, que cuando él estaba carajito, también hubo una gran crecida del río, con unas gotas inmensas que caían del cielo, eran como unos melones llenos de agua. En esa oportunidad la gente del pueblo como siempre perdió todas sus cosas, porque en realidad lo perdieron todo, ya que en algunas ocasiones aunque se lograra salvar algo, había que decir de todas formas que se perdió todo, para ver si alguien se conmovía y colaboraba con una ayudita para la familia. Seguía lloviendo. Un italiano entrado en años, dueño de un pequeño solar de gallinas, miraban como se les iban muriendo una por una antes de desbordarse el río, corrían y cacareaban de un lado para otro, inútil, todas eran alcanzadas por las enormes gotas que volvieron a caer. Si no las mataba el impacto, se ahogaban dentro de la gran burbuja de agua. Se murieron todas, el señor comenzó a regalarle a toda la gente del pueblo, entre ellos, a mi abuelo. Como no había nevera estuvimos comiendo gallina toda la semana, en sancocho, asada, en salsa. Tengo la certeza de que si esto hubiese


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ocurrido en otro país alguien lo hubiese bautizado como El Festival de la Gallina. Había dejado de llover, nada me había asustado tanto como lo que vi después que el agua abandonara la parcela en donde vivíamos. Los cadáveres hinchados de una pequeña parte de la comunidad comenzaban a verse de a poquito, todos dispersos, algunos levemente abrazados, como si el último intento de socorrerse mutuamente lo hubiesen lanzado abajo en el fondo del nauseabundo barro podrido de peces muertos. Más sorprendido quedé cuando un grupito de gallinas que lograron salvarse, corría y revoloteaban hacia los cadáveres y con sus picos despellejaban las carnes blanditas, parecía una fiesta de zamuros, disfrazados de gallinas. Comenzamos a lanzarles piedras para espantarlas. Pudimos sacar los cuerpos para darle cristiana sepultura. Todo esto me impactó tanto. Escucho unas vocecitas cuando cierro los ojos. Muchas voces. Apenas tengo un recuerdo de mi abuelo y mi abuela, creo que se murieron ese día. Me dejaron la hamaca, en ella duermo en la cima de este cerro en donde vivo ahora. Siento como si mi alma me hubiese abandonado, como si una fuerza dentro de mí decidió dejarme morir de hambre. El que me quiera regalar comida que suba para acá y me la traiga. Yo nunca bajo, no vaya a ser que caiga un palo de agua y me ahogue en la crecida del río. El que me quiera traer comida que lo haga, eso si, no me traigan gallina ¡gallina no! ¡Lo mío es carne!

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EL SANTO DE LOS NECESITADOS

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De verdad no tengo explicación de como se dejó convencer por Carlos, tal vez una oración bien pronunciada, quizás una estampita de San Cristóbal, el santo patrón de los caminos, pero ni modo, estaban montados en el expreso que los llevarían a la capital, luego tomarían otro con destino a oriente hacia un lugar en donde existe un gran río. Estando en el Terminal de Nuevo Circo en Caracas, ya era casi de madrugada, las personas medio sentadas, medio dormidas, en bancos destartalados, medio arrechas, ignorándose por completo unos con otros, pero a la vez atentos con sus pertenencias, con sus niños, con sus vidas, que podían peligrar en cualquier pestañeo, en una malsana maniobra de un zagaletón recogelatas, amparados por la perversa complicidad de un policía mal pagado y mal nacido, que afortunadamente no siempre se salían con la suya. A esas hora, el tipo de ruido que se percibe en el lugar no es común, todos coinciden con el murmullo, el gesto, quisieran hablar más alto pero el cansancio no los deja, los vence, la llegada de cada uno de esos motores diesel y sus bestiales cornetas, los humillan, sólo se conformarían con guardar energías para no quedarse dormidos, abordar el expreso que los llevaría


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a su destino y de repente la voz de Carlos interrumpiendo ese profundo sueño que Alfredo indudablemente disfrutaba: -¡Este carajito como que tiene anemia!, dijo un poco molesto. -¡Tranquilo, Carlitos, tranquilo!, dice medio despierto Alfredo. Yo duermo como el caiman: con un ojo abierto y otro cerrao. Carlos tomo su maletín, se levantó del asiento y con el tic nervioso de mover la cabeza como si sufriera de un intenso dolor de cuello le dijo “me voy a comer una vainita antes de irnos”. El otro todavía con sueño, apenas pudo agarrar el bolso para salir a perseguirlo, sólo corriendo logró emparejarse con él. Carlos se burló todo el tiempo del eterno sueño de Alfredo, de sus impuntualidades, de su flojera, de la vez que cerraron el cine en la última función porque no pudo mantenerse despierto y luego tuvo que salir por la ventana del baño saltando desde el primer piso, malográndose una pierna. Pero Alfredo no se quedaba con eso, y le inventó un teoría para contraatacar, decía que el gran problema de Carlos radicaba en los enormes ojos que la madre naturaleza le brindó, todo en el santo día Carlos se la pasaba nervioso, con una especie de estrés sabanero que no lo dejaba tranquilo haciéndole mover la cabeza desesperadamente hacia todas las direcciones como tratando de zafarse de sus inmensos ojos sin ninguna posibilidad de lograrlo ¡pobrecito!. Es que la causa de todo ese agite es que no puede dormir bien. Cuando llegaba a su casa, se desvestía, luego se acostaba como a las once de la noche, colocaba su cabeza en la almohada, comenzaba a

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cerrar las pestañas con un movimiento tan lento, tan lento, que apenas a las cinco de la mañana, después de ese largo recorrido de sus párpados, lograba por fin cubrir completamente sus “ojitos”, pero de inmediato sonaba el despertador... tenía que levantarse para irse a otro largo y caluroso día de universidad. Alfredo se iba en risas, casi de rodillas en el suelo cada vez que tocaban esos temas de adolescente mayor. En esa mariquera se la pasaron todo el tiempo cuando eran muchachos. Casi amanecía, el olor de la mañana aquí en la capital es muy diferente al de un pueblo de la provincia, la gente siempre anda rápido, hasta los viejitos andan rápido, nadie se mira a la cara, pareciera que todos estuviesen en un milimétrico cubículo y no dieran cuenta de la presencia de los demás. Sólo te miran cuando alguien te ofrece algo para que le compres, otro te suplica por dinero para poder comer, la mirada de una prostituta y un homosexual no se diferencian a la hora de abordar un cliente potencial, el que te va a robar de seguro te mirará a los ojos para cerciorarse de que tu no lo veas, no lo identifiques, en fin todo, esto pasa y no lo asimilas, te encierras también en tu burbuja y como si nada, avanzas caminando, dejándote llevar por la marea de gente que te empuja, te arrastra, pero de repente reaccionas apartándote y te salvas en el momento que logras abordar el primer expreso de la fría mañana. Habían transcurrido varias horas de camino, Alfredo guardaba total silencio, algo muy extraño en el, casi nunca dejaba de hablar, podía llegar a esos niveles de obstinar a alguien, esos niveles que generalmente


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sólo llegan los borrachos fastidiosos que perturban la tranquilidad de una cerveza en la solitaria barra de un bar. El sol del oriente venezolano lo humillaba a través de la ventana sin cortinas del inmenso Mercedes Benz, además “El Sol de Oriente”, se llamaba también ese inmenso autobús. El sudor comenzó a correrle por la cara como si alguien le hubiese lanzado un vaso de agua. La señora que compartía uno de los dos asientos con él, lo detallaba con extrema desconfianza y seguramente pensó “este muchacho como que se esta derritiendo”, los minutos pasaban, la cara de preocupación era mas patética Se levantó del asiento y se dirigió unos puestos hacia delante para acercársele a Carlos, y con extremo cuidado casi en tono de secreto le dijo en el oído: ¡Chamo me estoy cagando!. Soltó una carcajada, no dejó de reírse por un gran rato, Alfredo se fue a sentarse un poco molesto, se acariciaba el abdomen con insistencia repitiendo en voz baja “quien me manda de lambucio a comerme ese choripan”. El calor continuaba, y las ganas de ir al baño también. Carlos para reivindicarse trató de hablar con el chofer de la unidad, pero este se negó argumentando que faltaba una hora para hacer la parada oficial, o sea, la espera continuaba. La compañera de asiento, enterada del percance, ahora con tono maternal, trató de ser útil y le facilitó una revista para que tratase de despejar la mente y aliviara un poco la presión. Pero cuando notó que era una revista de Crónicas Policiales con la portada de un pobre hombre con un tiro en la cabeza, Alfredo muy gentilmente no aceptó el amable gesto, se la devolvió.

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Intentó revivir los días no muy lejanos, cuando pertenecía al teatro universitario, trató de realizar diferentes tipo de ejercicios de respiración para relajarse y poder viajar más cómodo, pero de manera casi sincronizada, la simpática señora sin darse cuenta de su espontánea necedad, le preguntaba cada cinco minutos “¿ya vamos a llegar?” sacándolo de concentración recordándole el intenso malestar estomacal que inútilmente estaba tratando de olvidar. Una estruendosa explosión rompió el silencio de todos los pasajeros, levantando a más de uno para tratar de curiosear lo que tal vez pudo ser una tragedia. El expreso iba perdiendo velocidad, como tratando de orillarse en algún lado de la carretera. Carlos volteó bruscamente y notó mucha angustia en la mayoría de los pasajeros, en cambio en Alfredo se le dibuja una sonrisa de esas que se les hacen a algunas personas cuando están convencidas que por una u otra razón algo les ha caído milagrosamente del cielo. No había terminado de detenerse el autobús, cuando ya Alfredo se lanzaba hacia el asfalto con una velocidad que apenas sus piernas lograban dominar y corrió como si un depredador casi estuviese dándole alcance, corrió hacia una casita que parecía tener una venta de empanadas, que aparentemente debía de tener un baño y que posiblemente se lo prestarían. Pasarían al menos diez minutos y Carlos comenzaba a impacientarse, ya que el chofer del autobús comenzó a tocar la corneta dando señal de que todo estaba resuelto para continuar el viaje. Se dirigió a la destartalada puerta de lo que parecía un baño y apresuradamente llamaba a Alfredo para que se diera


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prisa pero este no contestaba, daba la impresión de que ese cuartito estaba vacío. Cuando salió de la parte de atrás de la casa, por supuesto otra cara le acompañaba, no pudo encontrar a Alfredo. Trato de convencer al chofer de la unidad, pero este le aclaró que ya el autobús estaba completo y por eso debía arrancar, de hecho arrancó, dejando a Carlos hablando solo y bamboleándose de un lado para otro, agarrado con fuerza de un pasamanos para no caerle encima a los demás pasajeros. De inmediato se dirigió al asiento que compartía Alfredo con la señora mayor que trato de ayudarlo, pero al llegar a el notó que la viejecita ya no estaba, solo dos adolescentes besándose de forma aburrida no comprendían lo que este le preguntaba, al mismo tiempo sacó la cabeza por la ventana para cerciorarse cual era el lugar en donde Alfredo se había bajado otra vez, pero no distinguió nada, ya iba demasiado lejos. Carlos se acordaba clarito en día que él y Alfredo tuvieron el accidente en esa misma vía, fue un momento muy trágico, fue el único sobreviviente. El siempre le rezaba a su amigo para que lo acompañara en cada viaje, pero daba la impresión que se parecía a lo que siempre decía un gracioso sacerdote de su pueblo sobre el patrón San Cristóbal, de como se le rezaba para que lo protegiera en la carretera y lo salvara de cualquier accidente, pero a la menor muestra de imprudencia del conductor, se bajaba inmediatamente del vehículo y no respondía por nada. Alfredo constantemente se bajaba, pero no por imprudencia del conductor, sino por sus ganas de ir

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al baño, aunque para Carlos no se trataba de un ánima más, nunca podía sacárselo de la mente, había un sentimiento de culpa por convencerlo de hacer aquel viaje en donde perdió la vida y lamentablemente sin querer lo invocaba en cada uno de estos. Con el tiempo Carlos no llegó a saber si lo de Alfredo era algo del más allá, era un recuerdo, una alucinación, una obsesión, nostalgia, etc. Lo que de si se percató, era la forma en que cualquier autobús en donde él viajaba, se detenía bruscamente al escuchar un clamor desesperado de alguien que requería urgentemente una sala de baño para realizar una necesidad fisiológica. Cada vez que esto sucedía, Carlos estallaba en risas sin importarle nada de lo que pensaran a su alrededor, se estiraba en el asiento buscando comodidad para quedarse profundamente dormido, ya tenía la seguridad de que si algo malo iba a pasar, de seguro había pasado, y que su viaje concluiría sin ningún percance. Con los ojos semicerrados y aún sonriendo parecía convencido de haber visto nacer una especie de superstición entre los viajeros de esa ruta. Viviría con la sensación de que “El Santo de los Necesitados” lo acompañaría para siempre en cada uno de sus viajes.


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LA AMISTAD Y LOS NEGOCIOS

Aurelio se la pasaba arrecho por los diversos problemas que aquejaban su vida. Eran muchos, no sabía como empezar a contárselos a sus amigos. Temía volverse aburrido, tenía razón, a nadie le interesa estarse calando la quejadera de otro, menos en estos tiempos, en que cada uno tenía su propio repertorio, eso sí, cuando se decidía a compartir con ellos, todo el mundo le caía encima, “pa’ que vas hacer esa vaina”, “esa tipa no te conviene”, “si regresas te jodes”. A pesar de todo, cuando le quedaba tiempo, repetía un pedacito de un poema de Aquiles Nazoa “Creo en la amistad como el invento más maravilloso del Hombre”, aunque por los pocos buenos ejemplos que conocía de amistades sinceras, se imaginaba que ese invento no llegó a ser patentado por esa razón nunca salió a la venta y no tuvo mucha demanda. En una tarde cualquiera, aprovechándose de las ventajas de tener Internet en su trabajo, comenzó desesperadamente a buscar algo que lo sacara de ese momento incomodo por el cual estaba pasando. Navegó por largas horas sin obtener resultados, a veces esto le pasa a cualquiera en la red, la gente empieza buscando una dirección y encuentra tantas ventanas que

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distraen el verdadero objetivo. Puedes entretenerte con infinidades de cosas si tienes todo el tiempo del mundo, pero eso no sucedía con Aurelio, se concentró tanto en la información que por mera casualidad logró conseguirla. Se trataba de una Agencia de Amigos a Domicilio. Esos amigos se caracterizaban por tener un nivel de comprensión mucho más alto que los demás amigos de verdad. Eran tan sofisticados, que de una manera profesional podían llegar a comprender y a la vez sentir como si fuesen de ellos, cualquier tipo de problema, ya sean de negocios, sentimentales, familiares, etc. Hizo el contrato por un día. Salieron a caerse a palos, buscaron muchas mujeres y el amigo a domicilio nunca se quejo de ninguna, para él la felicidad de su jefe era lo más importante. Hacia muy buenos comentarios y se reía de todo lo que decía su alquilador. Casi amaneciendo al día siguiente de la gran farra, habló con su “amigo sustituto” y lo convenció de llamar desde su teléfono a todos sus compañeros más cercanos, le insistió que presumiera que en él podía encontrar el verdadero amigo comprensivo y solidario, virtudes que por cierto ellos carecían por no haberlo escuchado cuando más los necesitaba. A primeras horas de la mañana, así de rápido, iba desapareciendo la sonrisa del extraño empleado. Después de cumplir con el horario de trabajo empezó a exigirle a Aurelio que le pagara, pero éste, bien borracho, se negaba y empezó a insultarlo, llegó a decirle hipócrita, mal nacido, que como iba a sacrificar una bonita amistad de veinticuatro horas,


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sólo por un sucio dinero que no valía la pena. El amigo a domicilio volvió a insistir, y lo volvieron a insultar de manera muy infame, lentamente fue perdiendo la paciencia, apartó a las dos mujeres con las que estaban bebiendo desde el comienzo del día anterior, logró alcanzar una botella de cerveza y la rompió, se la puso en el cuello, de esta manera, en voz alta y casi gagueando, Aurelio accedió rápidamente a pagarle todos los honorarios que le correspondían al enfadado señor. Sin un centavo en el bolsillo, pudo Aurelio comprender desde ese día, que la amistad es una cosa y los negocios son otra.

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LA RUTINA

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El vivía muy feliz con su esposa, sus hijos y su amante de turno que de vez en cuando lo rescataba de una inevitable rutina revolcándose clandestinamente en cualquier hotelucho del pueblo. No sabía otra cosa, sino darle amor a cada una de ellas. De repente olvidaba todo el trabajo por hacer, responsabilidad por cumplir o compromiso adquirido con mucha anticipación, lo olvidaba todo, para darse de frente con sus dos mujeres, un día con una, otro día con otra, de repente un día con las dos, una en la mañana y la amante en la tarde. Lo asumió como su práctica cotidiana. El era un tipo bajito, regordito, un poco musculoso, piernas cortas, con una voz gruesa y engolada, en la que muchas veces fanfarroneaba dándosela de locutor de radio, así era. Desde hace un tiempo para acá y con ese trajinar amoroso de su propia elección, el pobre tan acabado estaba, que ya era imagen y semejanza de un fideo desnutrido, pero no importaba, el se sentía el macho latino, aunque en realidad ellas dos habían sido sus únicas mujeres en toda su vida, no resultaba ser de gran interés, esta situación elevaba mucho su ego, y lo hacía sentirse súper poderoso. Sus amigos ya no lo


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reconocían, por lo flaco que estaba, y no entendían porque seguía haciendo ejercicio, todas las mañanas, trotar, correr, dar saltitos de rana, etc, “¡te vas a desaparecer!” le decían medio en serio y medio en broma, era inútil, él seguía obstinadamente y muy concentrado en esa desordenada vida sentimental, la cual en forma calculadora no pensaba abandonar en ningún momento. Eran los días de agosto y como siempre llovía demasiado, las calles se llenaban hasta el tope de la acera, y sólo se distinguían las caras de amargura de los peatones por la impotencia de no poder pasar de un lado a otro con tranquilidad. En San Carlos siempre sucedía, carros a gran velocidad, mojando brutalmente a los que esperaban el transporte colectivo para llegar a sus casas, eran aguaceros que no tenían fin, de esos que el cielo se pone de un gris aclarado, o sea tirando a blanco. Justamente ya en la tardecita cuando el fulano macho venía tarde del trabajo, extremadamente agotado, con los ojos hundidos y con escaso aliento en su carrito de dos puertas, el agua apenas lo dejaba manejar, no se veía nada, lo que si pudo ver fue a una persona con apariencia de mujer, que se mojaba en exceso. Fue bajando la velocidad hasta detenerse, algo fuera de lo común, debido a que dependía ciegamente de su día a día y como acostumbraba decir que su rutina había que respetarla, él era de esos que colocaba las llaves todos los días en el mismo sitio, porque si se salía de esa práctica se le perdían, por eso fue tan extraño que se detuviera. Ya la mujer se abalanzaba hacia el vehículo y abría la puerta sin titubear, de lejos parecía bella, una vez dentro del

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carro, las facciones, el cabello, los senos sobresalientes y el agradable olor de su piel mojada confirmaban con certeza de que se trataba de una bella dama. Ella lo miró directo a los ojos, a él le pareció una mujer fácil y para su “fortuna” lo era. Extendió su brazo para tocarla, no ofreció resistencia, él propuso y ella dispuso. Terminaron en un lujoso hotel de carretera. Apenas logró bajarse y meterse en la habitación, de milagro se quitó la ropa, a duras penas alcanzó a extender su fálica virilidad, colocándose torpe y lento encima de la hembra, en los que movimientos tardíos aturdían su voluntad, pero a pesar de su agotamiento, y su terquedad de convertirla en la tercera amante sin saber nada de ella, siguió en el acto por un buen rato más, comenzó a sentirse la piel reseca, como si tuviera escamas, se iba deshidratando, resquebrajando, quedó como espichadito, la mujer se asombró tanto de ese espanto derritiéndose sobre su cuerpo, que optó por salir disparada de habitación, casi desnuda y gritando. El personal del hotel, se presentó en el cuarto, una camarera muy valiente trató de darle respiración boca a boca a ver si lograba inflarlo y no pudo, lo montaron medio vestido en uno de sus carros mandándolo posiblemente para su casa, aunque no estaba seguro hacia donde lo llevarían, se dejó montar, aunque después de ese momento juraría que por el resto de su vida jamás se volvería a salir de su rutina, él se montó.


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NINOSKY NUNCA SE IMAGINÓ QUIEN ERA EN REALIDAD a Nuevo Tramo

Cada vez que se acercaba una tormenta eléctrica, Ninosky salía disparado corriendo hacia el medio del patio casi desnudo y descalzo haciendo todo lo posible para que un rayo lo alcanzara, sólo él sabía que nada le iba a pasar. Aunque no siempre fue así. Hace mucho tiempo, mucho antes de interesarle la electricidad, incluso de interesarle la escritura, aun muy joven, decidió irse a buscar novia y sé auto-exilió al sur de Guanare, mucho mas allá de donde apareció la Virgen de la Coromoto, casi llegando a la tierra de El Silbón, penetrando carreteras en muy malas condiciones para ese entonces. Se internó hasta allá en una época de lluvia mansa, una lluvia que sabe a verde pero que se ve blanca, que se siente fría y no es pegajosa, una lluvia que a cualquier edad sirve para sentirse bien, hasta chapotear los caminos llenos de charcos y sentirse tan feliz como cuando él venía de su escuela en uno de esos días lluviosos que en ese momento le hiciera recordar. Para él no era muy fácil conseguir una mujer en la forma tradicional como las demás personas lo hacían, aparentemente era dueño de un método que el mismo creó en sus ratos de ocio cuando era policía en una

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alcabala al sur de los llanos occidentales. Aunque el sistema no se lo planteó de una forma científica, había algo de eso y en su mayoría mucha sabiduría personal. Para aplicar lo anterior, la mujer señalada debería pasar “la prueba”. La prueba infalible consistía en llevar a la susodicha a comerse una arepa de las grandes, de esas que llaman “Reina Pepiada”, en un lugar donde frecuentara mucha gente. En estos casos se presentaban varias alternativas para establecer que tipo de relación podría concretar con la aspirante: a)La aspirante agarraba la arepota muy delicadamente, apenas la mordía, se desenvolvía decentemente. b) Sin importar ensuciarse, comía moderadamente. c) Se la arrancaba de la mano al vendedor, botaba la servilleta al piso, derramaba la salsa, no se sabía si era la boca o la nariz, el lugar por donde tragaba. Al final se chupaba los dedos con una sensualidad poco convencional. Después de llevarla a casa, se dedicaba a examinar meticulosamente las tres opciones: la “a” y la “c”, las descartaba y definitivamente se quedaba con la “b”, “son apasionadas…”, decía. Por supuesto eso era meramente hipotético, tanto, que nunca lo había hecho, y en Guanarito en ese tiempo era casi imposible, el único puesto de comida rápida que había, era un señor con una bicicleta de reparto vendiendo cachapa con cochino frito. Sintiéndose solo, salió a sentarse como los demás lo hacían en la plaza Bolívar de allí. Porque gene-


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ralmente eso es lo que hacen los pelabola, con pocos centavos en la cartera. Era un lugar parecido a las demás plazas de todo el país. Había viejitos amargados discutiendo por la fecha exacta de algún acontecimiento pasado, niños limpiabotas de aparente y temeraria astucia, unos adolescentes reían a todo volumen para llamar la atención, árboles cansados de dar sombra, de ramas dobladas y follajes trises, el sitio donde aparentemente tocaban la retreta los domingos estaba abandonado. Esta era una estructura tipo templete, con acabados de mármol, con una especie de piscina alrededor, vacía, sin agua, bonita si era, construida como en los años cuarenta, por un general muy nombrado y querido por la mayoría de los viejos cuenteros de la plaza y el resto de sin oficios o cazadores de chismes que pernoctaban todo el santo día allí, matando el tiempo, malgastando las horas. Uno de esos tantos días pasó una muchacha de apariencia muy sencilla, quizás un tanto tímida o tal vez distraída, como contando los cuadritos pálidos de mosaico pasó por primera vez frente a Ninosky, ella no lo notó, el dijo algo para que la oyera, “¡que bonito caminas , ojalá nunca pierdas ese movimiento!”, ella hizo como si no lo hubiese escuchado, pero si lo escuchó y se fue caminando hacia una de las calles transitadas de ese centro poblado, casi haciendo cantinflear coquetamente sus caderas. Como aparentemente no le prestó atención, siguió como todos los días matando el tiempo, matando el fastidio. A la mañana siguiente, volvió a la plaza Bolívar, sorprendiéndose que la muchacha del bonito caminar

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estaba sentada en el mismísimo asiento en donde él frecuentaba hacerlo siempre. Por supuesto se acercó, lanzó una sonrisa muy tierna de su parte, entablando de inmediato una fresca conversación. Duraron hasta muy tarde hablando de cualquier cosa, llegó la hora de despedirse, se dieron la mano hasta un beso en la mejilla. Se fue alejando poco a poco, de la misma forma, que a él ya le comenzaba a gustar, tenía una ligera semejanza a una lavadora chaca-chaca, para allá y para acá, movía su voluptuoso trasero, pero también notó lo agradable que fue haber estado con ella y que no sería necesario hacerle su famosa prueba de la “arepa” para aceptarla. Sin embargo, jamás la volvió a ver, insistió en esperarla todos los días en el mismo sitio, pero fue inútil. Recorrió todas las calles del pequeño pueblo preguntando por ella, al parecer ninguno sabía de quien estaba hablando, se desesperaba un poco al tratar de describirla y no lograr ningún resultado, todo esto le obligaba a razonar que había estado tratando con un espanto desconocido por la gente de la comunidad. No se atrevió a decírselo a alguien, no le quedó más remedio que recoger su ración semanal de chimó y con el resto de sus macundales partió para San Carlos. Allí quería convertirse en escritor, quería dedicarse a escribir historias. Ya no iban a ser cuentos de terror, como aquellos, los de Guanarito, en donde dejó su vida, y que en algún momento intentó escribir. Tampoco las crónicas policiales ya le interesaban, tal vez se inclinaría por terminar elaborando una especie de diario personal, allí, él mismo sería el


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protagonista de tenebrosas experiencias, de esas que sin darse cuenta, terminaban comprometiéndolo de forma muy peligrosa. Ya para entonces, se iría tejiendo su fama de espanto que lo acompañaría por el resto de sus días. El dulce chirrido de la silla eléctrica, a Ninosky lo excitaba. Escribía una y otra vez, en página y media, un cuento en donde él, sentado en una silla eléctrica, cuya marca no podemos mencionar, moría achicharrado con la sonrisa del último colmillo sobreviviente de su generación. Era dueño de su propia historia, cometía cuanta fechoría que se le viniera a la cabeza para que lo condenaran a muerte. No podía disimular su felicidad burlona, cada vez que entraba a la sala de ejecución, sabía que ese momento se repetiría cada vez que alguien leyera sus líneas. El muy muérgano dejaba abierta a propósito la página que narraba el día de la ejecución, para que alguien por error leyera una y otra vez la historia que a él le diera la gana que leyera. No había manera de quitarle de su cabezota que no era necesario crear toda esa ficción para llamar la atención de las personas, puesto que a nadie le interesaba si se moría o no. Era de esperarse que a nadie le interesara, porque muy poca gente lo conocía. De vez en cuando hacia demostraciones de valentía, subiéndose a los postes de alumbrado, a los que se les trenzaban cables conductores de electricidad, conductores de trece mil voltios, o sea las trenzas de la muerte. Trepaba con suave elegancia circense, a esa misma hora a la que todo el mundo acostumbra ir al trabajo, soñoliento, distraído. Se iba

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quitado los guantes, los de trabajar, y con tanta sensualidad, emulaba a la mejor desnudista de un negocio de esos que reinan en la noche. Eso duraba poco, se podía ver luego a su padre, bajándolo a fuerza de piedras que lanzaba con vergüenza, para evitar cualquier rumor, para evitar que de alguna manera se le dañara la integridad varonil de ese payaso, por que eso era en ese momento, un payaso cabezón que tenía como hijo. No era la primera vez, que intercedía por un él, de la misma forma pudo evitar en los años setenta, que hiciera el ridículo cuando llegó con la última moda de la capital, para entonces lo correteó con un machete por todo el solar de su casa para que se quitara unos zapatos rojos, de plataforma dorada, que para él sin duda alguna, sólo se los podía calzar una mujer. Otras veces solía pasar horas leyendo o tal vez estudiando, algo parecido a un manual para electricista, el cual le serviría para determinar cuanta energía eléctrica podía pasar por el cuerpo de un ser humano sin que éste se muriera, dato considerado muy importante dado a las extrañas circunstancias narradas por él a comienzos de su historia. Y era un libro lo que escribía, porque era esa su intención, era un reflejo que lo condicionaba a elaborar un manuscrito en donde el incauto lector presenciara paso por paso los detalles de su muerte. “Cosas así, sólo deberían suceder en San Carlos”. Comentaba entre dientes. Se tomaba así toda la noche para escribir lo mismo todo el tiempo, pero no era por falta de creatividad, porque eso de verdad le sobraba, era otra cosa, era la mágica intención de re-


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partir esa página y media a cuantas personas pudiera, envolviéndolas en el sádico momento de su gloria. El Enano Solo el hombre pequeño de fumar nervioso demostró cierto interés por los finales trágicos de Ninosky, no porque le interesaba el contenido literario del mismo, tampoco tenía ningún tipo de relación con él, no, era por otra razón, tal vez por lo achicharrado que quedaba después de la ejecución, definitivamente era un gran aficionado al chicharrón de cochino, y en cada momento que al condenado a muerte le bajaban el interruptor para dejarle pasar toda la corriente de alta tensión por sus venas, aquel humito saliendo por toda su piel lo llevaba directamente a un pasaje de su adolescencia, cuando aquel matador de cochino de su barrio lanzaba el agua hirviendo sobre el animal tirado en un mesón, luego le pasaba el cuchillo, dejándolo blanco, afeitadito, como el cuerpo desnudo de aquella graciosa gorda que en esos bellos días llegó a ser su primer amante. Pero la verdadera intención era entrar a las páginas de Ninosky y ejecutar un plan en contra de su integridad. Y cuando lo lograba, lo hacía que se sintiera muy nervioso, tenía la facultad sobrenatural de entrar en cualquiera de las historias que este comenzara. Cuando se sentaba de frente con la seguridad de verlo morir, lo asustaba, porque también sabía que ese testigo muy particular si intentaría cambiarle el resto de la historia. Ese día, aquel señor para lograr

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llegar a la página de Ninosky intentó con éxito miles de maniobras, a pesar de que éste siempre inventaba muchas cosas para evitarlo. Uno de esos días de tanta rivalidad, muy confiado de si mismo, fue a buscar en unos de sus archivos, que en realidad no eran archivos, eran transformadores de desechos de la compañía eléctrica local, los borradores de su eterno libro y con sorpresa notó que ya no estaban, lo buscó de nuevo con más calma pero no lo consiguió. Se le pusieron los ojos muy pero muy grandes, sus lagañas bajaban como lágrimas o sus lágrimas bajaban como lagañas de imaginarse el destino de esos borradores, le pegaba la cabeza a la pared, tan fuerte, que abrió una ventana y se quedó pensativo. Fue cuando a lo lejos precisó un hombre pequeño, como un trencito con un cigarro en la boca, moviéndose con mostrando una risa de villano de película sin sonido y levantando un manuscrito, igual al extraviado, en señal de una gran victoria. Se lanzó de manera audaz a través del agujero, cayendo a la calle sin un rasguño, sin un raspón (estaba en la planta baja), corría mucho para alcanzar al ladrón de su historia, ya casi lo alcanzaba cuando logró meterse a un bar con una barra llena de bohemios, en un momento en que celebraban una ronda gratis de cerveza que alguien había brindado. Le dieron una cerveza en la mano, por breves instantes olvido la persecución, por breves instantes también brindó y también pudo sorprenderle la presencia del malhechor que perseguía. Allí estaba el enano fumador entre los bohemios,


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el brindis y los gritos con la facilidad de morder el cigarrillo de medio lado entre los dientes, como si ya hubiese ganado la carrera, como si supiese que había entrado a su terreno. Ninosky también se instaló y un tanto asustado, llegó a beberse su cerveza muy rápid , también se bebió la del poeta más grande de la sala, menos mal que no se dio cuenta, no le hubiese ido nada bien, sin embargo siguió disimulando como si perteneciera al grupo, no entendía porque gritaban como locos, sobre todo el poeta mayor, al oír una canción nueva en la rockola gritaba como un cantante de música mexicana de los años cincuenta cuando estaba alegre, además de eso gritaba a todo gañote ¡qué vaina tan buena¡ !qué vaina tan buena¡. También estaba Luigi, el final de la gran barra era casi su domicilio, por cierto era el único que se percataba de la tensión de las dos personas casi ajenas a esa reunión. Por cierto ya Ninosky y el enano fumador nada más de verlo sabían que sólo él podía resolver el conflicto entre ellos dos. Luigi Luigi casi sin darse por enterado, adquirió una tarea demasiado importante en el destino de esos dos protagonistas, una responsabilidad en el desenlace de una historia que aparentemente no le encontraba un final. Él como todos los días, se levantó, cepilló sus dientes, peinó su cabello hacia atrás, agarró el borrador de ese libro que estaba escribiendo, tomó su mochila con los potes llenos de agua bien helada que

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llevaba todos los días para el pequeño negocio de sahumerios que su padre el maestro le había dejado para que se encargara después de su muerte, dado que allí no había ningún tipo de bebida fría, exceptuando la gran cantidad de cerveza que consumía con sus amigos todos los sábados en el club Amigos de la Rokcola, escuchando, cantando y gritando los disco de música latina de los ya pasados años setentas. El Club de Amigos de la Rockola, consistía en un viejo mueble adquirido en un bar vecino, su dueño, un portugués con una familia de esposa y tres hijos, tuvo la voluntad de emprender lo que tristemente sería después su último negocio. En ese bar, el grupo de amigos solía beber y beber con una ingeniosa medida métrica que inventaron para saber la cantidad de cerveza que consumían en esa noche. En el transcurso de la jornada, iban colocando una botella detrás de otra a lo largo de la barra, al final, ya el dueño con una larga regla, medía todas las filas de cervezas y calculaba con asombrosa exactitud, la cantidad de monedas que tenían que pagar sus consentidos y ocurrentes clientes de todas las noches. En ese lugar la tristeza o la alegría contaban de una u otra forma, con una medida métrica. Fueron muchas las reuniones de largas charlas y de jodederas literarias. Cada uno, de mayor a menor, lanzaban sus discursos absurdos, cada uno devolvía una risa, porque de eso se trataba, de eso, de ser feliz. El mayor de ellos gritaba tan alto, que un día de esos, no se sabe si por casualidad, logró silenciar la rockola, el portugués del asombro buscó el toma-


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corriente y aun estaba conectada, se dirigió hacia el aparato, levantó la tapa en donde se encontraba pegado un hermoso afiche de Natasha Kinsky con una serpiente enrollada en su cuerpo desnudo, miró hacia adentro, el disco que estuvo sonando, giraba sin sonido, miró al más viejo, le hizo el gesto de pregunta moviendo los hombros, este miraba fijamente, tomo bastante aire, repitió uno de sus agudos y la música volvió a sonar. De los presentes no hubo ninguna pregunta, de parte del Portu tampoco, sólo paseó por el mostrador como en cámara lenta, mirando a cada uno de presentes pero concentrado en algo que de repente el sospechaba de hace algún tiempo. Estando en la barra abrió en el enfriador sacó una gran tanda de cerveza, las sirvió y señaló que era por cuenta de él, se escuchó una asombrosa ovación, un gol de Venezuela por ejemplo, se podía comparar, pero esta vez, la vieja canción siguió sonando. Nada se podía comparar a aquello de beberse una cerveza brindada en colectivo, era diferente, definitivamente un paréntesis lleno de alegrías, comentarios, hasta a veces de dudas, algunos aseguraban que ese gesto se lo cargaban a la cuenta de cada quien, pero puedo asegurar que no, aquí no. Una de esas noches cuando no había tanta efervescencia, muchos de ellos caían en conversaciones interesantemente necias, aquellas de las que muchos no querían salir de perdedores, de segundones, o sea, había alguien que emitía un punto de vista, inmediatamente otro le salía al paso, el otro para mostrar mas seguridad alzaba la voz, el otro no se le quedaba atrás e intentaba arropar sin dejar chance de ningún enten-

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dimiento, la intención más cercana era de no dejarlo hablar, pero como ninguno de los dos lo conseguía aumentaban más, y más el volumen de sus gritos de sabiduría, demostrando dominio y seguridad en todo momento, pero que a su vez y de manera infantil, cada uno con una indiferencia prefabricada, terminaba poniéndose de acuerdo con lo que decía el otro. Eso por lo general parecía coincidir con el instante aquel de haberse vaciado por completo la bebida y necesariamente había que pedir una nueva. Al llegar la espumosa bien fría, si alguien hablaba de algo carecía de sentido, no se le daba mucha importancia, no más que el primer sorbo de aquella cerveza recién sacada del enfriador. Luego de haber vendido el bar, hubo una gran incertidumbre, respecto a que iban a hacer con la rockola. Despertó una gran nostalgia el hecho de que podía quedar en manos de alguien que no apreciara su larga historia. Se hizo una gran colecta entre todos los clientes de confianza. Lograron reunir una modesta cantidad, suficiente para que el Portu accediera a venderles al gran mueble sonador de discos. Al día siguiente de la compra, hicieron la gran mudanza, entre dos de los socios más fanáticos rodaron el mueble no mas de diez metros hacia el salón de al lado donde precisamente Luigi tenía el negocio al que concurría todos los días del mundo con aquella mochila y los potes de agua casi congelados. Aun había mucha tensión en el bar y nadie se percataba de ello, pudo haber sido en una de esas algarabías, que el enano fumador tropezándose con más de un bohemio, incluso pasando por debajo del


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poeta más alto, y dejando caer el manuscrito casi en los pies de Luigi, lograría salir del bar por la puerta trasera. De inmediato, Ninosky saldría disparado detrás de él, para tratar de seguirle el rastro. El enano corrió tan rápido, que logró sacarle varias cuadras de ventaja a Ninosky. A lo lejos avistó una gran casa blanca de arquitectura colonial en la parecían celebraban un gran fiestón o tal vez un acto cultural. No vaciló en ir a esconderse a ese lugar. El evento Un individuo solía asistir a todos los actos culturales con una capucha tapando su rostro. Acostumbraba a sentarse en la parte trasera del museo, para que supuestamente nadie notase su presencia. Siempre no faltaba una que otra señora que sigilosa y prudente vigilaba todo movimiento del encapuchado, con aquello de repetir “ese muchacho esconde algo” no se sabía que iba a pasar. Un señor pequeño que todo el tiempo se encargaba de organizar las actividades, en varias oportunidades había desconfiado de él. Un inmenso gordo que acechaba los pasapalos lo veía con mucho celo. La mayoría de los hombres que llevaron a sus esposas incómodos volteaban, se corría el rumor que él les pellizcaba las nalgas al pasar por su lado. No había mujer que se resistiera al misterio. Había un expelotero que jugaba a la defensiva con este pellizcador, que por cierto, dicen que el trauma le quedó desde su época de beisbolista, cuando sacó la bola de jonrón con tres en base, en el juego

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de una de tantas academias de béisbol que los gringos abren en Latinoamérica. Después del enorme batazo, nada más y nada menos en el cierre de la novena entrada para lograr la victoria, dejando en el terreno al equipo visitante, fue esperado por todo el equipo para felicitarlo, para darle su respectiva palmada por el trasero. Iba por tercera base camino hacia el home como trotan inflados los jonroneros cuando pasan por allí, se fueron amontonando todos sus compañeros de equipo, al principio de la fila el toquecito se lo daban de forma amistosa, pero ya en la mitad la cuestión se tornaba medio morbosa, cada pelotero empezaba a pellizcarlo como si fuera un bebe cachetón, hasta el arbitro se acercó para agarrar lo suyo, pero eso si no lo soportó, el hombre enfurecido repartió tantos golpes imposibles de contar, dos horas después ya sabía que estaba expulsado del béisbol para siempre. Pasó mucho tiempo para que alguien supiera algo de él, y el incidente de las nalgas quedó para rumores de pasillos. Dicen que se retiró por eso. El más viejo de los poetas como siempre, estaba temblando de miedo por el retraso del acto. Sin embargo, siempre disponía de tiempo para conversar con las personas allí presentes y entretenerlos como el famoso cuento de una novia que de muy muchacho compartió un amorío con él, aquella muchacha para entonces era evangélica, pero luego de haber avanzado en la relación, se fue tornando eróticamente tan agresiva, hasta el término de sofocarlo de una manera inquietante “¡tú me hacer pecar!”, de esta forma siempre lo culpaba, no dejándole otra alternativa que


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huir de forma cortés y elegante. Él disfrutaba mucho ese momento. Un tipo ya medio borracho, movía su gran cabeza como si llevase un multígrafo Gesttetner pegado en sus hombros. El hermano menor de cabeza de Gesttener estaba a punto de embriagarse, ocasionalmente acababa con todas las celebraciones, en realidad, ya lo había hecho en varias oportunidades, una de esas, tirado en el suelo con el miembro afuera y le daban vuelta como una tortuga boca arriba. El poeta más viejo, se dirigió hacia el señor gruñón, se veía aterrorizado, reclamándole algo, se separó otra vez. El señor gruñón como siempre encendió un cigarro, lanzó el fósforo, lo miró hasta que se apagó, y no le hizo caso a lo que acababa de escuchar. Todavía no repartían el pasapalo, el gordo desesperado veía de golosa manera al mesonero como si se tratase de un pasapalo gigante. El mesonero se notaba algo nervioso. El mesonero tenía grandes ojos, se inmiscuía en todas las conversaciones. Todo el mundo lo mandaba a callar. Él no entendía y continuaba con cualquier imprudencia que guardaba bajo la manga. Incluso, abría más sus ojotes y la gente quedaba hipnotizada mordiéndose un labio de tanto hastío. Las personas continuaban conversando sin darse cuenta que el acto no había comenzado, seguían llegando el resto del público de siempre. La noche estaba tan serena como dando tiempo que se acordaran de ella.

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En otras circunstancias, hubiesen iniciado el bautizo del libro. Pero como siempre no había llegado el invitado especial. Los invitados especiales se dividían en varias especies: 1) Personajes muy importantes de los cuales se podía esperar un gran aporte económico pero que jamás en su vida habían leído completo un libro. 2) Personajes de igual importancia, de gran aporte de dinero, muy instruidos, pero no iban personalmente por eso mandaban a un suplente. 3) Personajes de poco aporte económico, muy intelectuales, conducta intachable, demasiado humanos (generalmente los de este tipo no llegan a presentarse porque están muertos y los actos se hacen en su homenaje). Pasaron unas horas y daba la impresión de que el evento iba a comenzar. El señor que asistía a los actos con capucha pasaba inadvertido con la llegada del muy alterado enano fumador. Se notaba acelerado, con mucho sudor en el rostro un tanto de preocupación, notó que el manuscrito se le había extraviado, venía corriendo seguro, escapando de alguien, que aparentemente andaba en la calle, venía muy cerca. Uno o dos minutos bastarían para que la llegada del perseguidor angustiado se hiciera sentir en la sala. Llegó mirando hacia todas partes, detallando ligeramente quien pasara por su lado, sin percatarse tropezó con La Reina del Bolero (una artista forrada en pulseras de oro, que se le notaba impaciente porque el acto no comenzaba) pidió disculpas y continuó. Pasó al primer salón y no estaba, siguió al segundo apartando la gente tampoco tuvo suerte, encontró


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una salita pequeña, con una puerta pequeña, a la que violentamente abrió y asustó a un poeta flaquito que detrás de un gran sillón de terciopelo rojo bebía clandestinamente de una botella de aguardiente que había robado no hace unos minutos al mesonero encargado del brindis de la reunión, el flaquito gruñó como un perro cuando ve amenazado su hueso, Ninosky retrocedió lentamente guardando el debido respeto por el territorio, que sin ninguna duda, había marcado esa criatura. Cuando menos lo esperaba divisó a lo lejos entre la multitud al enano fumador, tratando de esconderse para no ser cazado, ahí fue cuando empezó a correr, tropezó con La Reina del Bolero, esta vez no se disculpó, al gordo que ya llevaba dos horas comiendo pasapalos de milagro lo hace ahogarse con una chupeta de pollo que saboreaba con cara de triunfador, el mesonero y el poeta mayor se apartaron, de un gran salto y con la mano estirada logró agarrarlo, el enano fumador a pesar de su baja estatura se defendía muy bien, pero la superioridad de Ninosky se hizo sentir, y cuando ya lo tenía casi sometido, no se sabe de donde sacó una colilla de cigarrillo y se la introdujo encendida en uno de los huequitos de la encía, en donde antes descansaba uno de sus colmillos. El dolor y el grito eran de la misma dimensión, las personas que en silencio observaban la repentina pelea pudieron notar, que el enano aprovechándose del mal momento de su perseguidor, salió corriendo hacia la salida que daba para la calle. Ninosky se levantó con una de esas rabias desorientadas, viendo con mala cara a los presentes que

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inútilmente disimulaban que no habían visto nada de lo que ocurrió. Se dirigió hacia el famoso hombre de la capucha y con violencia lo desenmascaró, todo el mundo se enteró que el incógnito pellizcador de señoras, era nada más y nada menos que el cura del pueblo, por supuesto el asombro era de gran tamaño, los dejó con ese paquete para que no comentaran el episodio de su pelea. Logró salir a la calle, pero ya no había rastros del escurridizo personaje. El nunca se enteró, lo que en realidad le sucedía. Estando Luigi en bar, tomó otra vez los apuntes con forma de diario y comenzó a leerlos, cada hoja que pasaba le hacía esclarecer el peligroso estilo como planteaba Ninosky el final de sus historias, además notó la presencia de un elemento mágico, que podía convertir la ficción en una tenebrosa realidad. En todas ellas, se posaba sobre una silla eléctrica, lo ejecutaban, pero de inmediato si quería, en la siguiente pagina él volvería a comenzar la ejecución sano y salvo. Hasta que aparecía el enano fumador con la intención precisa de acabar con la continuidad de su perversa rutina. “¿Cómo voy a hacer para no matar a Ninosky?” “¿Qué hago con ese enano del demonio?” De esa forma reflexionaba Luigi arrugando lentamente su manuscrito y mirando hacia el fondo del local, como si una luz lo estuviese cegando. El ruido de una botella de cerveza al contacto con la barra rompió el silencio y la soledad del bar: -Este es el estribo poeta. -Gracias Portu -¿Qué le pasa poeta?


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-Es que estoy escribiendo un libro que no me deja dormir –hace una ligera pausa, aspirando un cigarrillo. ¡Tengo una semana sin dormir!. -La verdad es que estaba muy concentrado. En ese momento sacude la cabeza, abre bien los ojos para mirar a su alrededor y pregunta con mucha extrañeza: -¿Qué pasó con la gente que estaba aquí hace un momento? -¿ Cuál poeta? -Cual va a ser, los panas, mis amigos y todo ese grupo que siempre viene para acá. -No poeta, hoy no ha venido nadie, con decirle que esta semana no ha venido casi clientes. -¿Así es la vaina? - Así es poeta, así es. Luigi muy desconcertado no hizo más preguntas. De un solo sorbo se bebió la última cerveza y se despidió. Caminando hacia su casa, antes de llegar a ella, lanzó una mirada al cielo y menguada la luna como estaba, volvió su mirada a lo lejos de calle pudiendo distinguir a dos hombres: uno muy alto, moreno con un colmillo que apenas sobresalía entre sus labios y el otro muy pequeño con un cigarrillo que parecía que nunca sacaba de su boca. Ambos se quedaban ligeramente escondidos en la esquina cercana a su casa, se asomaban y se volvían a esconder, ya llevaban casi una semana haciendo lo mismo todos los días. Luigi comenzó a gritarles algo parecido a unas oraciones, murmuraba y de nuevo gritaba esas oraciones. Llegaba el momento en que todo quedaba en silencio y pudiese entrar a la casa como todas las no-

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ches lo hacía. Lanzó una última mirada hacia la esquina y notó que se habían marchado. -Tengo que escribir el final de esta novela -y aspirando el cigarrillo que casi terminaba, ¡éstos carajos no me van a dejar dormir otra vez!

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Indice



TONQUI, MI PERRO MACILENTO EL LOCO Y EL MATADOR LA SOMBRA AMOR DIGITAL EL PASO E’ LAS NEGRAS EL SANTO DE LOS NECESITADOS LA AMISTAD Y LOS NEGOCIOS LA RUTINA NINOSKY NUNCA SE IMAGINÓ QUIEN ERA EN REALIDAD

11 15 25 27 31 34 41 44 47



Fundación Editorial El perro y la rana Imprenta Cojedes Deibi Díaz Corrección Eduardo Mariño Diseño Gráfico y Edición José Baute Impresión y Montaje

Esta edición de 500 ejemplares se culminó en AGOSTO de 2009 en la Imprenta Cojedes de la Fundación Editorial "El perro y la rana" En su impresión se usaron tipos Linotype Univers y Bembo


José Gregorio Salcedo (San Carlos, Cojedes, 1962) Narrador. Ha publicado sus cuentos en diferentes periódicos y revistas de circulación nacional. Miembro fundador del grupo literario Nuevo Tramo (1979). Ha publicado los libros Alas de cuervo (Poemas, 1980) y Pasos Dactilares (Cuentos, 1991). Este último fue reeditado por la Fundación Editorial El Perro y La Rana en su colección Páginas Venezolanas (2006) y con él obtuvo el Premio Nacional del Libro, Región Central, en la mención Narrativa (2007).

Personajes, lugares y circunstancias casi surreales, pero propias a sus calles habitan este libro con la naturalidad e impunidad con que nosotros mismos habitamos este sueño llamado San Carlos de Austria. La palabra casual, el sonido del día a día, un humor sardónico hasta lo mordaz y la ternura de saberse de acá hacen de Cuentos Maxilentos de, José Gregorio Salcedo, Segor, el fiel retrato de un lunes cualquiera en esta ciudad.


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