Fex López Álvarez
Escalofrío
Cuentos de miedo en tinaquillo
Arco de Taguanes, es un monumento que conmemora la Batalla de Taguanes, en la ciudad de Tinaquillo, en Cojedes Venezuela, se trató de un enfrentamiento protagonizado por lanceros comandados por los generales Atanasio Girardot, Fernando Figueredo y Rafael Urdaneta, quienes alcanzan en las sabanas de Taguanes al Coronel Julian Izquierdo comandante del ejercito español y le causan la derrota en esta árida llanura, donde el entonces sargento José Laurencio Silva cumple hazañas de valor.
El Sistema de Editoriales Regionales (SER) es el brazo ejecutor del Ministerio del Poder Popular para la Cultura para la producción editorial en las regiones, y está adscrito a la Fundación Editorial El Perro y la Rana. Este Sistema se ramifica por todos los estados del país, donde funciona una editorial-escuela regional que garantiza la publicación de autoras y autores que no gozan de publicaciones por las grandes empresas editoriales, ni de procesos formativos en el área de literatura, promoción de lectura, gestión editorial y aspectos comunicacionales y técnicos relacionados con la difusión de contenidos. El SER les brinda estos y otros beneficios gracias a su personal capacitado para la edición, impresión y promoción del libro, la lectura y el estímulo a la escritura. Y le acompaña un cuerpo voluntario denominado Consejo Editorial Popular, co-gestionado junto con el Especialista del Libro del Gabinete Cultural estadal y promotores de literatura de la región.
EscalofrĂo
Cuentos de miedo en tinaquillo
Escalofrío, cuentos de miedo en tinaquillo Edición digital 2019 © Felíx López Álvarez © Fundación Editorial el perro y la rana Ministerio del Poder Popular para la Cultura G-20007541-4 Centro Simón Bolívar, Torre Norte, Piso 21, El Silencio, Caracas – Venezuela 1010 Telfs.: (0212) 377.2811 / 808.4986 http://www.elperroylarana.gob.ve coordinaciondels.e.r@gmail.com @perroyranalibro Fundación Editorial Escuela El perro y la rana Sistema de Editoriales Regionales-SER, Cojedes Calle Sucre, entre Manrique y Libertad, Edif. Manrique 1er. Piso. Cojedes – Venezuela cojedes.ser.fepr@gmail.com @SNECojedes Editorial Cojedes
Diseño y diagramación Deibi Diaz Portada Alejandro López Técnica: Dibujo sobre papel Tamaño: 15cm x 23cm Depósito Legal: DC : 2019000539 ISBN: 978-980-14-4468-8
Fex López Álvarez
Escalofrío
Cuentos de miedo en tinaquillo
A los que corren en un laberinto, su misma velocidad los confunde. SĂŠneca.
Este es para Alicia, por contarme cuentos de terror. A Baute, por adoptarme. A Mariangel, por la tinta hecha sangre A Deibi, Diosa escondida entre las hojas cortadas en una vieja impreta
Prólogo
H e a quí 10 cu e ntos co r tos s o b re T inaquill o. Cuando llegué al pueblo con ínfulas de ciudad dormitorio, un buen amigo mío me recomendó escribir un ensayo sobre la situación de este lugar. Sería una especie de crónica sobre el atraso cultural y social, un trabajo enteramente sociológico referente a las condiciones de la población. En un principio me emocioné con la idea, no puedo negarlo. Sería el primer trabajo relativamente “Serio” que escribiría, así que cogí un cuaderno y empecé a colocar notas correspondientes a lo que me angustiaba de este lugar. Apatía, desidia, violencia desmedida, promiscuidad, etc. Pero esencialmente 10 factores me desesperaron (clasismo tradicionalista similar al fascismo, desconocimiento del pasado real del pueblo, segregación geográfica, violencia sexual y homosexualismo reprimido, uniones matrimoniales para defender derechos sexuales sobre la pareja1, tres generaciones totalmente irreconciliables, hipocresía religiosa, machismo celebrado, ritos funerarios exageradamente dramáticos2 y el alcoholismo), y justo cuando me disponía a escribir sobre esos temas, se mi vino a la cabeza una pregunta: ¿Por qué no abordar este asunto desde otra perspectiva? En La Náusea, de mi amado Jean Paul Sartre, Antoine Roquetin nos debela en su diario, lo inútil que es (bajo su percepción existencialista-pequeñoburgués) escribir un libro biográfico que represente los aspectos de un momento histórico desde la perspectiva de uno de sus más apasionantes exponentes. Por lo cual, luego de un proceso increíble, decide escribir una novela para contar esa historia, no solo liberándose a sí mismo, sino que también, ayudará de esa forma a muchos más lectores a comprender esa época. Obviamente esa no es la única ilustración de ese hermoso libro. Sin embargo, es con la que más me identifico. Creo firmemente que al escribir desde las perspectivas universitarias, eurocéntricas en pleno, se nos aleja del grueso de la población, elitizandonos,
acariciando nuestros egos y encerrándonos en una Torre de Marfil donde no hay pasaporte para la Ciudad de los Sabios. Quienes sostengan este libro en sus manos, tendrán además, dos formas de leerlo. Estos cuentos pueden ser perfectamente leídos como relatos de horror y miedo, pero también pueden ser estudiados a fondo y desnudar, uno a uno, los factores más aterradores del pueblo. Por lo cual, el lector se encontrará con una historia lineal sobre la cual se dibuja un arco enorme que es en síntesis, otra historia. Mis amigos dicen que cuando escribo, tengo la manía de sobreexponer los símbolos, que hago uso de la yuxtaposición por placer casi sexual, y que me gusta meter a los lectores en laberintos porque yo mismo vivo en ellos (y lo disfruto). Nunca les creí, hasta que leí con calma estos 10 cuentos. El autor
1 Todas las uniones matrimoniales, en cualquier lugar del mundo donde estas no sean arregladas, corresponden a la absoluta posesión sexual sobre otra persona, al menos dentro del contrato social. Sin embargo, en Tinaquillo, este fenómeno no corresponde exclusivamente a esa condición propia del matrimonio occidental, sino también, a presiones familiares propias de las condiciones llaneras; mientras más grande sea la familia, más posibilidades de éxito tendrá esta. 2 Hecho que se está presentando en las grandes ciudades del país debido a la colonización cultural que venido con los inmigrantes caribeños y andinos, y que es absolutamente preocupante.
EN UNA SILLA, FRENTE A UNA DELGADA MESA,
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El Hombre en el Asilo
EN UNA SILLA, FRENTE A UNA DELGADA MESA, EL MONSTRUO LE ESPERABA. Su primera visión de él, realmente le sorprendió. Era mucho más delgado y pequeño de lo que parecía en televisión, su piel era amarilla y sus ojos, parecían no tener expresión ni rastro de vida alguna; solo eran un acuso charquito verde. Pero lo que más le impactó fue ver la tranquilidad con la que aquel draconiano ser le esperaba. Como imaginó, aquel hombre no tenía puestas unas esposas o una camisa de fuerza, el director del manicomio, el doctor Siro Herrera, le había dicho que aquel paciente no tenía nada que ver con el Monstruo de la Floresta, este era un hombre totalmente indefenso e inocuo, incapaz de matar a una mosca. Por lo cual, el escalofrío que le recorría el sistema nervioso no tenía nada que ver con miedo a ser atacado, lo que le perturbaba era ver esa enorme nada en los ojos de aquel individuo. El comedor del asilo le pareció mucho más agradable de lo que se imaginó, sería un figón. El azul y el blanco colmaban las paredes ausentes de ventanas, de vidrios o filos, las esquinas estaban acolchadas y la puerta gris que daba a lo que debía ser la cocina, estaba tan alfombrada como el suelo sobre el que estaba parado. Un rápido vistazo le bastó para percatarse de que en aquella habitación no había cuchillos ni tenedores ni nada que aquel hombre pudiera usar en su contra. Por primera vez lo vio como lo que era, solo un escuálido hombrecito con gafas sentando frente a una mesa. Escoltado además, por dos fornidos enfermeros salidos de una película de gueto 13
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estadounidense. Tenía muy clara cuál sería su primera pregunta, empero, al sentarse frente a él y verle sonreír, pausadamente, el tiempo se le detuvo y la mente se le puso en blanco. Frente a sus ojos desfilaban imagines salidas de la televisión mescladas con viejas películas sobre asesinos seriales. Recordó como sacaban al sujeto frente a él, esposado de una gran casa amarilla, llena de rejas y puertas blancas mientras una enorme cantidad de policías lo protegía de una turba furiosa dispuesta a lincharle. Aquello le marcó tremendamente, el niño al que el “Monstruo” había matado tenía la misma edad que él, y ahora, 20 años después estaba sentado frente al único asesino serial en la historia de Venezuela. Aquel hombre había sido una eterna obsesión para él. Su único motivo real para estudiar periodismo consistía en investigar aquel caso. Y ahora que veía cercanamente al hombre que más le había influenciado, estaba bajo un hechizo absoluto. —Buenas tardes —respondió mecánicamente. No supo en que momento pasó pero fue el hombre frente a él, con las gafas perfectamente colocadas, quien rompió el hielo. Aquello fue una llamada de atención para él, sintió vergüenza de su desvanecimiento, había confundido a aquel escuálido hombre con un poderoso gigante, y eso no lo podía hacer un periodista. Decidido a cambiar la situación, le tendió la diestra y puso una cara de póker que se deshizo en cuanto Miguel Reyes Morales le regresó el gesto. Su mano era fría y huesuda, sin fuerza física 14
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para apretarle, pero que de alguna forma le ataba mientras le succionaba la vida. Guillermo Carache necesitó más fuerza psicológica que física para separar su palma de la del contrario, y mientras se presentaba, solamente podía pensar que si la muerte tenía manos, eran como aquellas. —Se bien quien es —lo interrumpió el asesino mientras él se presentaba—. Yo he pedido que venga, supongo que me he portado bien —dijo mientras reía—, si no, no estaría usted aquí. —Realmente me sorprende —admitió el periodista mientras trataba de mantener la compostura—. Han pasado 20 años desde que fue capturado, y solo hasta ahora quiere hablar de sus crímenes. —Actos —acotó secamente el entrevistado. —Actos —repitió Carache mecánicamente—. Después de tanto tiem… —Quiere saber por qué decidí hablar —lo interrumpió el hombre de las gafas. —Justamente, quiero saber por qué. —Tengo cáncer. Del que no se cura. La respuesta fue tan seca pero a la vez tan humana que por un momento el periodista quiso consolar al hombre frente a él. Solo la ética periodística y el miedo latente se lo impidieron. Tener una sentencia de muerte sobre la cabeza le parecía insoportable, levantarse de la cama día tras día, pensando que ese puede ser el último despertar, era ante sus ojos, la peor forma de morir. Mucho tiempo atrás había hablado con su exesposa sobre cuál era la mejor forma de morir, aun recordaba claramente su sentencia <<Que sea rápido y sorpresivamente>>. 15
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—Le tienes miedo a la muerte —le dijo ella. Pero no era así, le tenía miedo al preámbulo de la muerte. Lo de Reyes le hizo creer de inmediato en la justicia divina. ¿Cuánta gente habría deseado que aquel monstruo tuviera una muerte larga y dolorosa? Y ahora estaba pasando. Le pareció algo tremendamente inhumano estar hablando con un hombre que moría de a poco frente a sus ojos. —Entonces quiere hablar para explicarnos que pasó — dijo Guillermo tratando de iniciar la entrevista. —Exactamente —acotó el aludido echándose para atrás. — ¿Entonces también quiere excusarse con los familiares de sus víctimas? —preguntó intuitivamente el invitado al asilo. — No… solo quiero contar que pasó. Realmente siento que he sido olvidado Aquello dejó congelado a Carache. Había pensado en tenerle compasión, creyó que aquel, solo era un hombre que al final de sus días quería contar su versión de una historia espeluznante, quizás arrepentirse y derramar una lágrima o dos. Pero no; solamente tenía miedo de ser olvidado. Por algún motivo enteramente humanista, quiso asegurarse de la sentencia de su entrevistado, quizás solo estaba confundido o tenía tanto tiempo sin tener conversaciones con alguien que no fuera un psiquiatra, que no recordaba cómo comunicarse con las personas. —… ¿Olvidado por los familiares de las víctimas? —Oh no —sonrió—. Esa gente solo piensa en emborracharse, drogarse y copular. Trabajan en los peores 16
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oficios posibles, en los que ningún ser racional trabajaría, y solo lo hacen porque es la única forma que tienen para satisfacer sus adicciones. Esa gente me debe haber olvidado hace tiempo. —… En… entonces, ¿Quién lo ha olvidado? —preguntó realmente interesado. —La gente importante —confesó con una pequeña mueca en el rostro—. Verá —continuó el hombre del sanatorio tras el silencio incólume de su entrevistador—, Tiempo atrás venían todo tipo de hombres importantes a hablar conmigo. Periodistas, psiquiatras y hasta dos cineastas, todos querían conocer mi versión de lo que había pasado pero todos se fueron con las manos vacías. Supongo que se aburrieron de venir lo cual es muy triste, aquello era realmente divertido. Como si se tratara de un cuadro que estuviera viendo fijamente, Guillermo Carache recordó una película para televisión hecha por un escritor que aseguraba haber visto el brillo de la muerte en los ojos de Miguel Reyes Morales. Rememoró especialmente al actor de la transición de una hora, un especial de un programa amarillista llamado Archivos Criminales. Aquel era un hombre totalmente distinto a Reyes Morales, era gritón, efusivo y mentalmente desordenado, y el sujeto que tenía al frente, el verdadero “Monstruo”, era aterradoramente racional. Se preguntó si aquellos que le habían ido a ver, notaron esa faceta, o si simplemente lo hicieron parecer un bárbaro para que encajara dentro del cliché televisivo. En ese momento las preguntas se le perdieron en el abismo de aquellos ojos verdes. No encontró el brillo de la muerte en ellos pero definitivamente dio con algo 17
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que tenía que ver con eso. Sin embargo estaba consciente del privilegio que tenía al estar frente aquel fenómeno. Por lo cual, y con miedo a que se molestara y se marchara sin contar una historia escalofriantemente interesante, le formuló una pregunta para que aquel hombre se extendería mientras él reorganizaba sus ideas, aquello le gustaría al “Monstruo”, estaba seguro de eso pues había notado lo mucho que le agradaba oírse a sí mismo. —Bueno —dijo conteniendo el aliento—… cuénteme que ocurrió, ¿Qué lo llevó a matar a 32 personas? —Oh excelente —dijo mostrando cierta excitación el otro—, quiere escuchar mi historia, le aseguro… Se quedó en silencio y lo miró con desdén. Guillermo Carache ya había experimentado el miedo en su vida, pero jamás como aquella vez. Imaginó que el enfermo mental se quitaría las gafas y lo apuñalaría con ellas mientras los dos negros enfermeros se miraban mutuamente los músculos. — ¿Es que no piensa usted escribir lo que digo? — preguntó Reyes Morales dejando colar cierto deprecio en su voz. — ¡Oh por supuesto! —Exclamó el periodista— solo que no escribiré, le gravare, con este apartito —sacó del bolsillo del pantalón de mezclilla azul un grabador digital y simuló ponerlo en acción. La verdad es que había grabado cada sonido desde que entró en el sanatorio en Carabobo. Su acto respondía a una manía que se le había quedado desde que vio y escuchó al presidente de FEDECAMARAS totalmente ebrio insultando a un grupo de mesoneros en una fiesta y no había podido grabarle—. Es un grabador de voz. 18
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—Genial, genial, así esto no solo se quedará en lo que usted escriba, sino que será pasado de generación en generación y se comprobara que soy inocente y que lo que hice estuvo bien. Guillermo Carache Tenía más o menos idea de porqué el hombre frente a él pensaba así. Pero por el bien periodístico y para que el asesino entrara en confianza, prefirió guardarse su comentario y dejarle hablar libremente. —Bien cuéntenos que pasó —dijo Carache. —Bueno —dijo acercándose al grabador— Mi nombre es Miguel Reyes Morales. Soy descendiente de las dos familias fundadoras de Tinaquillo, un pueblo enclave entre la zona industrial del país y los llanos centrales. También soy heredero de un conde de las Canarias. Como corresponde a una familia de nuestra posición y nuestros valores, tuve una vida decente y digna hasta que murió mi padre. << ¿Decente y Digna? >> quiso preguntar Carache. Los Reyes Morales prácticamente eran los dueños de ese pueblo. Poseían una Arenera, 2000 hectáreas de tierra, un par de farmacias y hasta una clínica, ¡incluso, la casa donde funcionaba la alcaldía del pueblo era de su propiedad! Pero se contuvo nuevamente y dejó que el “Monstruo” siguiera contando su historia entre frías sonrisas que se escabullían bajo sus delgados bigotes negros. “Cuando él murió —continuó Reyes Morales—, Tinaquillo atravesaba por la época más difícil de su historia. Empezaban a llegar del oriente y del interior del llano familias y familias de mestizos y de indios, gente despreciable sumida en el sueño de la revolución industrial con tan poco valor que no podían llegar hasta 19
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Valencia y se quedaban allí, como si aquello fuera una periferia. Entonces los barrios marginales de chozas empezaron a verse de un lado a otro, también llegaban chinos y colombianos con sus negocios de esquina y su forma amoral de hacer dinero. — Disculpe —intervino Carache después de haber reorganizado sus ideas—, eso no tiene mucho que ver con lo que usted hizo. —Déjeme terminar —aclaro ferozmente el entrevistado— ¡Soy yo quien le está contando que pasó! —Está bien, continúe su historia pero por favor sintetice. Es por el bien de los que le estudiaran —añadió tramposamente el periodista— de seguro no serán tan inteligentes para comprenderlo. —Es cierto —reflexionó—… bueno como decía —se acercó una vez más al grabador sobre la mesa—, mi padre murió durante una encrucijada cultural allá en Tinaquillo, mi familia aun gozaba de renombre y aun teníamos algunos negocios en pie. Uno de esos era una panadería al frente de la plaza Bolívar. Papá que creía que se debía ayudar a aquellos parías, tenía a unos cuantos indios y mestizos trabajando en esa panadería. Mí muy amado padre… “¿Sabe que ocurre cuando alguien tan importante como un Reyes o un Morales muere? —preguntó el monstruo de la floresta invirtiendo los papeles de la entrevista. Guillermo Carache reflexionó un poco y luego respondió: —Pues imagino que se forma un gran velorio y una gran comitiva fúnebre — ¡Así es! —Dijo el otro visiblemente emocionado— 20
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Siempre que ha muerto uno de los nuestros, Tinaquillo se paraliza y durante días la gente nos llora. Sé lo que piensa —dijo el “Monstruo” sin quitarle los ojos de encima—, que cuando yo muera aquella tradición acabará. << ¡Acaso este hombre puede leer la mente! >> pensó Carache. —Para nada —mintió el periodista—. Pensaba en que tan grande fue la comitiva fúnebre de su padre. — ¡Ah, enorme! Mi padre era el hombre más amado del pueblo, incluso los adecos, esas ratas inmundas le lloraron en su funeral. De inmediato Carache comprendió el porqué de aquel comentario. Antonio Reyes había intentado ser alcalde de Tinaquillo 5 veces por el partido COPEI, pero nunca lo logró. En pueblos como Tinaquillo, mezcla de Macondo y Ortiz, el populismo siempre se impone políticamente. — ¿Y los trabajadores de sus negocios? —preguntó el entrevistador. — ¿Ese montón de cucarachas hipócritas? — Contrapreguntó— Esos eran los peores. Lloraban como magdalenas y en apenas tres meses ya nos estaban clavando una puñalada por la espalda. Aquel comentario interesó profundamente al periodista, por lo cual, antes de que la entrevista se perdiera en las divagaciones de Reyes Morales, prefirió saltar sobre ese argumento y atacarlo como si se tratara de un tiburón y una presa herida. — ¿No fueron justamente unos trabajadores de esa panadería los que mataron a su madre? —Si… esos malditos son los responsables de todo lo que 21
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pasó después. —Cuéntenos acerca de eso por favor. —Pues verá —el gesto que Reyes Morales hizo en ese momento realmente le sorprendió, por primera vez en toda la entrevista, no se acercó al grabador sino que por el contrario, se columpio en su silla y empezó a hablar en dirección al techo blanco—, tras la muerte de papá, mis tíos se hicieron cargo de los negocios importantes mientras que mi madre se quedó con la panadería. Las panaderías son tan fáciles de manejar que hasta una mujer puede gerenciarla, incluso una idiota de piernas calientes como mi madre. En aquel momento, más que como periodista, como ser humano (sí; alguna vez lo fue), quiso preguntar el porqué de aquel comentario, pero algo le decía que se mantuviera al margen, que le dejara hablar con la vista fijada en el techo, y como venía haciendo, obedeció a su instinto dejo hablar al “Monstruo”. “La panadería iba bien —siguió Reyes— pero eran los noventas, todo el mundo quería ser posmodernista. Lo mejor para cualquier cosa era renovarla, no importaba cuan bien le estuviera yendo, todo tenía que cambiar para que el nuevo milenio fuera armónico. ¿Puede creer eso? —Preguntó una vez más a su entrevistador regresando a la vez la mirada a él— ¿Ha escuchado algo más ridículo? <<Este hombre solamente quiere hablar>> pensó Carache. —Créame que he escuchado cosas peores —Imagino que en esta época se deben escuchar cosas igualmente ridículas —dijo mientras reía. —No imagina —le acompañó con risas tan excelentemente 22
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fingida que hasta él mismo se las creyó—… Nos hablaba de su madre y la panadería en Tinaquillo —retomó. Las pocas risas que había podido sacarle se fueron a un lugar lejano. Sin mediar entre una emoción y la otra, Miguel Reyes Morales dejo de reír y de nuevo se columpió sobre la silla. —Si… eso… bueno ella era una puta —dijo abriendo los brazos—. Tanto como cualquier otra mujer. Uno de sus empleados en la panadería, un mestizo asqueroso de labios gruesos y cabello rizado era maestro de obra, eso decía él, de seguro solo era un miserable albañil, esa gente sabe cómo mentir. — ¿Cuando dice esa gente se refiere a… — ¡A mestizos! —Lo interrumpió Reyes Morales con tanta brusquedad que la silla dejó de columpiarse dejando caer fuertemente las patas en el suelo. Tal fue el impacto, que los dos indiferentes enfermeros se pusieron alertas—. Déjeme preguntarle algo, ¿de dónde es usted? —De Valencia —respondió el aludido casi por instinto. —No, no, no, no me refiero a eso —Dijo Reyes—. Hablo de orígenes, de etnias —Hizo un gesto con las manos bastante emotivo, como si tratara de ahogar a su pulgar con sus otros cuatro dedos—. Verá mi familia es de Canarias y antes de eso de Toledo, puedo rastrear mis orígenes hasta el etrusco. ¿Y usted? ¿De dónde es? —Pues mis abuelos son de Francia y de Bélgica —mintió apresuradamente, en su mente sabía que si aquel pequeño Hitler se enteraba de que él no conocía su propio origen, de seguro que le dejaba allí sin contarle porqué había asesinado a 32 personas. El hombre frente al él se quedó en silencio un 23
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momento, como esperando que le contara alguna historia sobre esos antepasados, pero luego de una mirada por parte del periodista al grabador sobre la mesa, el asesino se tragó la mentira, tal vez por los ojos azules y a piel insípida del periodista o simplemente porque quería seguir hablando. —A eso me refiero —dijo por fin el entrevistado sonriendo confiadamente—. La gente como nosotros tiene un nivel moral muy distinto al de esos marrones. Incluso estos — hizo un gesto de confidencialidad con una mano en cerca de la boca mientras que con la otra señalaba a los dos enfermeros— tira flechas son más adecuados que esos malditos mestizos. — ¿Por qué cree eso? —interrumpió Carache. — ¡Ah pues porque estos son trabajadores y al menos los podemos devolver al Congo o Ghana! En cambio — bajó el tono de voz volviendo a la confidencialidad— los mestizos son haraganes, pues son hijos de indios, y no tiene un lugar para estar. América nos pertenece a los blancos, nosotros la descubrimos ellos no deberían estar aquí. Carache, que no daba crédito a lo que escuchaba, se vio forzado a asentir y reorientar una vez más la entrevista. Vio el tiempo en el grabador digital y se percató de que ya habían pasado 46 minutos y aun no le había dicho nada relevante. Solamente se había sentado frente a un sujeto tan etnocéntrico que si le hubiera dicho que Canarias está cerca de las costas Africanas le habría apuñalado con algo, así fuera con las uñas. — ¿Y que hizo su madre entonces? Créame que nuestros lectores estarán muy interesados en saber que ocurrió. 24
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—Ella se mezcló con ese mestizo —respondió Reyes Morales secamente—. No me malinterprete no me hubiera importado que se acostara con aquel sujeto, después de todo solo era una mujer, tan fácil como todas las demás. Lo que realmente me molesta es que lo puso a vivir en nuestra casa. El caso se fue armando en la cabeza de Carache. Recordó entonces que todos los asesinados por Reyes Morales eran hombres éticamente mestizos. Por un momento se le cruzó por la cabeza la idea de que todos sus crímenes tenían que ver exclusivamente con el odio mal dirigido hacia al hombre que se acostaba con su madre. Fue entonces cuando sus piernas empezaron a temblar y de sus sienes empezó a escaparse un sudor helado que secó instintivamente con su robusta mano derecha. “Eso fue lo que realmente me molestó —continuó el apodado Monstruo de la Floresta—. Llevó a ese simio a la casa de mis abuelos, la casa de mi padre ¡a mi casa! —Afirmó vehemente pero sin alzar la voz—. En aquellos días La Floresta era la única zona que aún no estaba contaminada en Tinaquillo, y mi madre ¿puede creerlo? Mi madre, una descendiente de los Morales llevó a ese hombre a vivir con ella. — ¿Y con usted? —se vio forzado a preguntar el entrevistador, más por automatismo que por gusto. En aquel momento solo quería salir corriendo de allí. —Oh no —dijo el otro—. Yo me marché de inmediato a la casa de mis abuelos maternos, aunque lamentablemente estaba justo al frente. << ¡De esa casa fue de donde lo sacaron esposado! >> recordó Carache. Una niebla helada empezó a colarse 25
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dentro del comedor. El periodista quedó abrumado y de nuevo, el hombrecillo frente a él era un gigante. A partir de allí todo lo que le contó pasó frente a sus ojos como si se tratara de una película. “¿Sabe que es lo peor de esos gauchos de pocilga? —pregunto el hombre del sanatorio de forma retorica—. Pueden meterse de a varios en pequeñas parcelas de tierra, allí montan sus chozas y en menos de una hora tiene usted frente a su casa todo un barrio de gentuza marrón. — ¿Y eso pasó allí en La Floresta? — ¡Exactamente! Y lo peor es que la culpable fue ella, fue mi madre. Si ella no hubiera metido a ese tipo allí de seguro ese montón de bestias no se nos hubieran colado. << Los 32 hombres jóvenes que mató eran mestizos —pensó el periodista—. Este hombre quería limpiar su barrio. No era odio por lo que pasó con su madre, es solo un gran racista>>. — ¿Entonces usted atacó a aquellos jóvenes hombres para limpiar su ba… —corrigió sus pensamientos— su comunidad? —jajajajaja para nada —dijo el otro—. Eso deben hacerlo las policías, no uno. Aquella risa y aquel argumento fueron suficiente para Carache. Sintió que fuera cual fuera el motivo de los 32 homicidios, importaba poco, solamente quería salir huyendo de allí. Mientras menos supiera era mejor. Se levantó e hizo el intento de recoger su aparatito de la mesa. Incluso los dos enfermeros se percataron de que el periodista se marcharía, pero Reyes Morales no se notó, solo seguía hablando mientras miraba al vacío. Y justó 26
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cuando estaba por guardar el grabador, Carache escuchó algo que lo obligó a sentarse nuevamente simulando que acercaba el mismo a su entrevistado y así salvar algo de honor. “Yo solo quería vengarme —dijo Reyes Morales. — ¿De… los mestizos? —preguntó Carache. —Si… de ellos —afirmo el otro—. ¿Sabe? Esa gente no se respeta ni entre ellos. Se matan los unos a los otros como si se tratara de una competencia. Y ni hablar del odio que tiene por nosotros. Quieren quitarnos a las malas lo poco que hemos conseguido tras años de esfuerzo. Un par de esos se metió en nuestra casa a robarnos, aun sin importar que allí viviera uno de los suyos y sin importar que eran nuestros empleados. Lo que Carache escuchaba lo emocionaba de tal forma que el temblor de las piernas, el que lo consumía de un miedo extraño, se le mezclaba con la emoción de estar escuchando aquello. Por fin, después de 20 años aquel hombre hablaría, contaría que había ocurrido, que lo llevó a aquellos actos horribles. Y mientras en su cabeza ya iba estructurando el reportaje, un aluvión de ego se le brotó del pecho, sería él quien contaría la historia más impactante de los últimos años. La idea de marcharse se esfumó, decidió quedarse allí y escuchar lo que aquel maniático había hecho. “La noche que se metieron en la casa —siguió relatando Reyes Morales su historia— yo me quedaba allí. Había llegado a un acuerdo con mi madre para quedarme dormir en mi casa algunos días a la semana. ¿Sabe? tengo el sueño muy ligero así que en cuanto los escuché, cogí una navaja que tenía bajo mi almohada y salí corriendo 27
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a casa de mis abuelos. No sé qué salió mal en su crimen, pero cuando cruzaban las puertas externas de la casa de mi padre, mi casa, mi hermosa casa de paredes blancas y pilares marmoleados empezó a quemarse. Aquello me devastó, ver las puertas de madera bañadas en ese rojo horrible desde un balcón ha sido una visión que me ha perseguido toda mi vida. Siempre que cierro los ojos veo como cae el techo a pedazos y como mi madre salía corriendo envuelta en llamas. Eso no se puede olvidar, esos dos mataron a mi madre y también al sujeto con que se acostaba, uno igual a ellos... y destruyeron mi herencia. El olor a carne quemada y las cenizas sobre el rostro es algo que perdura aquí en la cabeza —continuó diciendo mientras ponía su dedo índice sobre su sien arrugada. —Imagino que aquello fue terrible —dijo Carache apiadándose realmente del asesino a la par que uno de los dos enfermeros, el negro, asentía. —Oh, no imagina cuánto —dijo el otro. —Supongo entonces que eso fue lo que lo llevó a vengarse de los mestizos que vivieran en su comunidad —afirmó el periodista—. Usted estaba buscando a los que mataron a su madre. —Está equivocado —dijo Reyes Morales con tanta frialdad que el vaso con agua que tenía frente a él se empañó—. Dios me regaló algo hermoso. Mientras mi abuelo llamaba a los bomberos vi a los dos mandriles que se habían metido en la casa. Uno estaba herido, le había caído algo en la pierna y se la había destrozado completamente. Vi que lo vecinos aun no salían de sus casas pero comprendí que aquello no duraría mucho tiempo. Corrí lo más rápido 28
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que pude y apuñalé al ladrón que no estaba herido en el cuello, el muy idiota trataba de ayudar al otro en lugar de abandonarlo como haría cualquiera de los suyos. Lo arrastré hasta un lugar donde sabía que las llamas se lo comerían, el otro fue más fácil aun pues estaba desmayado. Cuando llegaron los bomberos y la policía, 4 cadáveres calcinados se encontraban sobre las cenizas de mi hermosa casa, yo estaba llorando en el balcón de mis abuelos, abrazado a mi tía, como lo haría cualquier muchacho de 16 años. El relato sorprendió a los tres hombres que estaban con él. Pero mucho más a Guillermo Carache. De inmediato creyó que ese sujeto era realmente un monstruo. Se recordó de la turba que intentaba lincharlo, de seguro no sabían eso y si se los contaban no lo creerían; nadie creería eso. Afortunadamente él tenía las pruebas en aquella grabadora. Pero también fue justo en ese momento que se percató que aún no tenía un motivo por el cual aquel sujeto no solo había matado a esos dos individuos sin nombre, sino a 31 hombres más y aun niño también. Entonces decidió arriesgarse: —Pero… si ya había consumado su venganza… ¿por qué asesinar a tantos más? —Es muy fácil —dijo el otro—. Cada vez que veo un mestizo recuero como dos de los suyos mataron a mi madre y a la par quemaron mi hogar, el hogar de mis antepasados, de los fundadores de un pueblo. — ¿Incluso al niño? —Preguntó Carache— ¿Acaso también esos fueron los motivos por los cuales asesinó a ese niño? 29
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—Para nada —infirió el asesino—. Ejecuté ese niño porque actuó como los suyos lo hacen. Yo iba caminando una mañana a la panadería y ese mocoso se me atravesó y me dijo que le regalara cinco bolívares. Tenía que matarlo, no tenía de otra. Debí hacerlo más meticulosamente, pues una maldita chismosa me vio y me delató, luego encontraron los cadáveres en el patio de la casa de mis abuelos y ahora estoy aquí encerrado y no puedo librar al mundo de ellos. Guillermo Carache se llevó la mano al rostro y trató de digerir lo que había escuchado. Le estaba dando mucha importancia al asunto de la madre asesinada en el reportaje que de a poco escribía en su cabeza, por lo cual, y contradiciendo esta vez todos sus instintos, se decidió a hacerle una pregunta más. Después de todo, aun creía que podía hallar un rasgo de humanidad en la masa que tenía frente a sí. —Entonces…. ¿Podríamos decir que usted quería cóbrale a todos aquellos hombres lo que solamente dos le hicieron a su madre? Quiero decir —dijo retomando el valor— ¿De alguna forma todo esto, todo lo que pasó tiene que ver con su muerte quemada? —Por supuesto —Dijo el hombre en el asilo— Todo tiene que ver con eso. ¿Sabe que es lo que más me molestó? Había preparado un plan genial para matarla a ella y a su marido, por eso tenía la navaja escondida conmigo. Esa misma noche lo haría y de repente —dijo con desdén—, dos malditos mestizos me echan a perder el plan que tan perfectamente había tramado. Carache simplemente se levantó de la mesa, cogió el grabador y se marchó lo más apresuradamente 30
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que pudo. No miró atrás pero no necesitó hacerlo para saber que el monstruo lo veía fijamente mientras sostenía una sonrisa perturbadora con sus delgados labios amarillentos. Días después, en la radio que le permitían tener en su habitación debido a buen comportamiento, Miguel Reyes Morales escuchó una noticia que le hizo sonreír de nuevo. Guillermo Carache se había ahorcado en el baño de su casa, en la posterior autopsia le encontraron un coctel de medicinas y alcohol en el estómago, además de un grabador.
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La Vieja de la Mecedora FRANCISCO SE CONGELABA DEL FRÍO. Aunque conocía gran parte del país, Coro y sus médanos, la costa oriental del lago de Maracaibo, Isnotú e incluso la lejana Canaima, era la primera vez que viajaba por la única zona atractiva de Tinaquillo. En un principio, Vallecito no le pareció nada extraordinario, era la típica zona rural que se puede encontrar a lo largo de Venezuela. Pequeñas colinas verdes, largas carreteras donde pasa una camioneta cada cuatro horas, mucho alambrado, grandes fincas con casas hermosas al lado de pequeñas parcelas donde colindan el gallinero y el rancho de bahareque con niños repletos de barro y lombrices, atados a la libertad más pura y la ignorancia más absoluta. Nada fuera lo normal. Siete personas hacían la travesía con él, no las típicas personas que le gusta meterse de lleno en exploraciones de paisajes naturales. Todo lo contrario, seis de sus compañeros de viaje eran caraqueños tan metidos en teatros y librerías que fácilmente podían confundir a una noble vaca con un mastodonte. Eran tres parejas que en lugar de meter cuchillos o brújulas en sus morrales optaron por libros y cámaras. Aquello no le sorprendió, no era la primera vez que viajaba con capitalinos por el país, de hecho, siempre le pareció gracioso ver a arquitectos que no podían armar una carpa o antropólogos que no podían encender una fogata. También estaba su hermana menor, Adriana, ella estudiaba en la Capital y los otros 6 eran sus compañeros de clase. De alguna forma logró apartarlos del Teresa 32
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Carreño, de la UNEARTE y de la plaza Diego Ibarra para meterlos en aquel estanque de sancudos, arañas y mangos. Eso tampoco le sorprendió, esa niña podía convencer a un esquimal de comprar hielo. La pequeña rubia, como él, era oriunda de Tinaquillo, pero a diferencia de su hermano mayor, ella conocía esa zona del pueblo a perfección. De hecho, era la única que sabía del pozo al cual se dirigían. Fue ella quien organizó el viaje, ella quien consiguió el hospedaje en aquella bella finca y ella la que le explicó a sus compañeros que podían coger cuantos mangos quisieran. Aquello tampoco le sorprendió. No hay nada más normal que ver a un caraqueño enloquecer por un mango. Lo único que realmente cambió su expresión aquel día fue el frío que se le empezó a meter en los huesos cuando se levantó la tarde. Francisco creía que Vallecito sería igual de caluroso que Tinaquillo, sin embargo, en cuanto cruzaron Los Manantiales el sudor que se consigue en el pueblo tras solo caminar, desapareció del todo. Allí el clima era agradable y hasta provocaba trotar por las praderas, ¿Quién diría que eso podía pasar en Tinaquillo? Sin embargo, cuando se instalaron en la vieja finca, todo cambió, el frío dejó ser agradable y se convirtió en un auténtico tormento. Pero ni su hermana ni los caraqueños se vieron afectados por el frío. Sentados en el suelo adoquinado del sanjuán de la casa grande en la finca, compartían entre risas e insultos tragos de ron mientras esperaban la noche con una larguísima partida de un juego de mesa donde la única forma de ganar era a través de la conquista 33
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del mundo. Mientras se frotaba insistentemente los brazos y veía los estragos que la caballería del gordito de lentes había dejado en el frente europeo, propiedad del muchacho del suéter negro y palabras aceleradas, se percató de que solo le quedaba un cigarrillo. No supo en qué momento se había comido aquella única caja que tenía, entonces se puso a repasar mentalmente sus acciones desde que habían llegado a la finca. Se habían instalado en habitaciones distintas, y los únicos que dormirían a solas serian él y su hermana, por lo cual, arrojó todas sus pertenencias sin preocupación alguna en la cama donde dormiría, entre esas, sus cigarrillos. Luego bajó junto con todos los que estaban con él al pequeño arrollo que pasaba por la finca, le había sorprendido que ninguno de ellos fumara, ni siquiera la morena de senos grandes. En su larga experiencia en travesías de ese tipo había aprendido dos cosas, la mujer más atractiva de la caterva fumaba y era fácil, y el más geek del grupo siempre cargaba con marihuana encima y era vengativo. Aquellos muchachos era la excepción a la regla; todos estaban limpios de vicios con humo. Luego habían regresado a la Casa Grande de la finca y en algún momento entre que se cambió de ropa y el instante en que las parejas se intercambiaban enemigos y se repartían el mundo en un tablero, había fumado más de 15 cigarrillos. Por más que lo intentaba no podía recordar haberlo hecho. Supuso que se debía a un pequeño desvarío por caminar desde la plaza Bolívar hasta esa zona o quizá, por el cambio tan dramático de clima. No era la primera vez que se le iban los tiempos de esa forma, en una ocasión le 34
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habían pegado un manotazo en la nariz y pasó toda una semana desorientado. También, siempre que se hacía un tatuaje nuevo, pasaba la noche confundiendo la realidad con los sueños. Pero lo de los cigarrillos era distinto, realmente lo desconcertaba aquello, pues ni si quiera sentía el olor típico del humo entre los dedos. Sintió deseos de ir corriendo hasta el pueblo y comprar tres cajetillas en la primera bodega que viera por el camino, pero vio una vez más la caja con el solitario cigarrillo y decidió calmarse, quedarse allí y guardar aquel último tabaquillo para a mañana siguiente. Los muchachos le ofrecieron ron pero él no quiso. A su parecer no había bebida más pendenciera que esa, y para confirmar su hipótesis, mostró una cicatriz que le adornaba el costillar derecho desde hacía 12 años. Para poder luchar contra la neblina que empezaba a asomarse amenazadoramente por entre las rejillas, decidió ponerse la chaqueta de su hermana pequeña, que gracias a las risas estruendosas y al licor acaramelado desconocía completamente la presencia del helado invasor. Por un momento la medida le bastó, pero al cabo de unos minutos el frío le había encogido el abdomen del todo. Fue entonces cuando empezó a moverse. Dio una excusa somera que fue escuchada por nadie antes de salir de la Casa Grande. Vio revolotear a cumulo de insectos en torno a una luz amarilla sobre esa misma puerta, fue eso lo que lo inspiró a dar una vuelta por la finca, eso le quitaría el frio; estaba seguro. Los dueños de aquel lugar no habían escatimado en gastos. Ciertamente la casa de hospedaje era hermosa, parecía sacada de una vieja finca colonial, con sus 35
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grandes ventanas y muebles de madera, con muchos cuartos y pinturas de paisajes rupestres o de señoritas blancas con sombreros tejidos; pero el exterior no era menos bello. Justo al lado de esta, había un invernadero de los viejos, de los que eran hechos con cemento, acero y vidrio, con pequeños murillos de ladrillos rojos por los cuales Francisco saltó en búsqueda del calor. Fue a dar a un garaje detrás del edificio donde dormiría esa noche, no un garaje cerrado como los de las casas modernas sino uno improvisado y abierto donde una carreta de dos metros y medio, hecha con madera y acero hermosamente forjado, convivía con un viejo carro rojo donde todos sus compañeros de viaje se habían tomado fotos participando del culto a la mercancía, y donde solo él, vio una serpiente reptando por el asiento trasero. Quizás porque recordaba el movimiento elíptico del reptil demasiado bien o porque quería estar más cerca de los enormes faros al sur de allí, Francisco se alejó totalmente del garaje y se dirigió hasta una especie de plazoleta que había por monolito había un farol repleto de sancudos y en lugar de muebles de hierro, había bancos de cemento revestidos con la misma cerámica roja del suelo de la Casa Grande. Una pandilla de gatos que no había visto cuando llegaron a la finca, le perseguía de lado a lado. Si se movía hasta la glorieta de rejas blancas, a la sombra del enorme almendro, el cumulo de felinos mestizos estaban allí, observándolo como si le tuvieran lastima. Si se movía hasta la capillita abierta, donde estaba una enorme Santa Bárbara junto al mecanismo del tanque de agua y los fusibles de la luz, los gatos estaban mirándolo como si le 36
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estuvieran exigiendo comida. Quizás fueron ellos los únicos responsables de que Francisco no se fumara el último cigarro en la cajetilla. Más de una vez la había abierto y se había llevado su contenido a la boca, pero cuando estaba dispuesto a encender el yesquero uno de los gatos se le montaba encima o se peleaba con otro retrayéndolo de nuevo a su idea original, conservar aquel cigarrillo y fumarlo a la mañana siguiente. En el camino al pozo de seguro conseguiría alguna bodega donde vendieran un cigarro al costo de una caja. Como había pensado, su paseo dio un buen resultado. El frío no había desaparecido pero ya le era soportable. Consciente de que tal vez había pasado media hora o un poco más por fuera, decidió aventurarse nuevamente al interior de la casa. Mientras caminaba, los pensamientos que se había hecho durante su aventura en búsqueda del calor, historias sobre los que habían vivido en aquella finca, fueron sustituidos por presentimientos sobre la batalla que alentada por el licor, sostenían sus compañeros de viaje. Se preguntó si ya el chico de la franela de Judas Priets había sido derrotado. Su posición era la peor, estaba asediado por todos, hasta por su novia, la morena de senos grandes que lo atacaba en las costas del Pacifico Sur. Imaginó gritos, insultos y una nueva botella destapada. Lo que se encontró fue totalmente distinto. La partida estaba justo por terminar. El muchacho de la franela con la hojilla desataba un ataque simultáneo sobre sus dos últimos contrincantes, el gordito de lentes y la muchacha escuálida y jipata de largo cabello rojo. 37
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Todos los demás estaban dormidos, y en el suelo junto a ellos, siete botellas vacías reposaban tranquilamente. En cuanto lo vieron, los tres que permanecían despiertos, le saludaron afectuosamente. Le preguntaron por qué se había demorado tanto tiempo mientras él simplemente no daba crédito a lo que oía y veía. Cuando se marchó de aquel sanjuán, la partida apenas estaba empezado y la primera botella de ron estaba por la mitad. Ahora que regresaba, aquel juego difícil de terminar, estaba siendo ganado por el tipo al que le iba peor, y unas cuantas botellas de ron, un licor casi imposible de beber, habían expirado. Francisco no solo se dio cuenta de que había pasado más tiempo del que creía, sino que había transcurrido muchísimo más. La única conclusión que pudo alcanzar fue que estaba cansado, tanto que no recordaba que había hecho con sus cigarros, ni notaba el pasar del tiempo. Quizás había acariciado a ese gato gris por más de una hora o tal vez se había sentado en el banco en la plazoleta por un par de ellas. Aquel día había sido muy confuso, y solo estaba seguro de dos cosas: tenía el brazo izquierdo lleno de picadas de sancudos y le quedaba un solo cigarrillo. Decidió entonces, con tanta resolución como lo había hecho anteriormente, irse a dormir. Los últimos tres que quedaban en pie también habían pensado en hacer lo mismo, solo que tenían que remolcar a los demás mientras lo hacían. Él en cambio no tenía ninguna responsabilidad, ni siquiera su con su hermana, pues ella había sido la primera vencida por el sueño etílico y ya dormía en el cuarto que le había asignado la sabiduría de las carreras aceleradas y desordenadas. Se dirigió directamente a la 38
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habitación que había tomado para él, dispuesto a dormir. Aún quedaban unas cuantas horas para el amanecer y quería descansar lo más posible. Lo primero que notó al entrar en el dormitorio fue la enorme pintura sobre la cabecera de la cama de una señora mayor, algo arrugada y muy mal encarada. Con un gran vestido blanco y largo dedos amarillos. Francisco pensó que se trataba de alguna de esas pinturas que se compran en las carreteras, de las que artistas locales inspirados por retratos de mujeres europeas acostumbradas a vivir entre guerras, pintan. Se puso a imaginar una historia sobre ese retrato pero se detuvo en seco cuando se percató que sus cosas, las que había tirado al azar, ya no estaban desparramadas por la cama sino muy bien ordenadas sobre el suelo y al lado de esta. <<Estoy Cansado>> pensó. Cuando estaba por acostarse notó un mecedor de madera y mimbre en el cual los años habían dejado cicatrices. Sobre el asiento o lo que quedaba de él, había un enorme gato que lo miraba con soberbia. Era un felino blanco, y robusto, con cola moteada. El primer instinto de Francisco fue echarlo afuera, pero pronto cayó en cuenta que no tenía corazón para hacer eso, por lo cual, para equilibrar las emociones, abrió una de las ventanas del cuarto por si el animal quería salir. Entonces se acercó una vez a la cama y se preparó para dormir. Pensó en fumar una vez más pero logró aguantarse satisfaciendo a cambio el deseo sexual que todos los humanos sienten por las noches. Cerró los ojos, estiró suavemente las piernas, y empezó a imaginar el olor del cigarrillo huérfano en la cajetilla. 39
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Hacía Frío. Olía a tabaco quemado. Hacía Frío. Olía a tabaco quemado. Hacía Frío. Olía a tabaco quemado. Hacía Frío. Olía a tabaco quemado. No podía dormir. Empezó a retorcerse de un lado al otro de la cama, pero era inútil. El olor y el frio eran demasiado fuertes. El primero, demasiado penetrante para ser solo imaginación. Pensó que uno de los muchachos si fumaba y que le habían mentido cuando les preguntó si alguno lo hacía. Apeló a la racionalidad y de inmediato se convenció de que solo tenía ansiedad y que realmente no olía a nada. Pero el segundo era otra cosa, ese era muy real. Podía sentirlo congelándole los pectorales y reduciéndole a puntos ridículos los pezones y los testículos. Se hizo un ovillo intentando alejar así el frío pero era inútil, pensó en coger al gato y abrazarlo como si fuera un peluche pero cuando abrió los ojos, el mecedor que no había notado la primera vez que llegó a esa habitación, estaba más lejos de lo que recordaba. Empezó a acariciarse el cabello y a tratar de dormir nuevamente, pero fue inútil. El olor se hizo más insistente, más penetrante. El frío se le colaba en los huesos del pecho. El olor se hizo más insistente, más penetrante. El frío se le colaba en los huesos de los brazos. El olor se hizo más insistente, más penetrante. El frío se le colaba en los huesos de las piernas. 40
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Obligado por aquello, Francisco se vio en la necesidad de deshacer su postura protectora. Estiró las piernas, giró lentamente el torso y extendió los brazos y colocó el cuello a forma tal, que quedó totalmente bocarriba. Buscó entonces aliento en el aire helado y abrió los ojos. Una humarada blanca estaba posada justo sobre él. Flotaba pero era inmóvil, estaba allí pero se sentía muerta y helada, era humo, pero su forma estaba muy definida. Era el rostro arrugado de una mujer mayor, con ojos furiosos y la boca rota. Francisco pensó en disipar aquella espantosa visión con sus manos pero estaba tan aterrado que apenas si podía respirar. De la figura, emanaba un olor a cigarrillo tan penétrate que pronto los poros del joven sintieron la necesidad de vomitar. Pero pudo aguantarse y soportar el contenido de su estómago en la garganta. Creía que aquello no era real, no podía ser real, pero aun así abrió la boca dispuesto a pegar un grito que alejara a esa cosa, fuera lo que fuera. En cuanto lo hizo, la gran mole blanca se aceleró, su forma arrugada y perfecta se desvirtuó y se hizo un huracán introduciéndose por la abertura que él mismo le había dado. Sintió a la bruma recorriéndole los dientes la legua y la garganta, alojándosele en los pulmones y en el hígado, expeliéndose a sí misma a través del uso de la nariz y los ojos ajenos. Sin saber cómo, Francisco giró sobre si mismo y quedo totalmente boca abajo, hundiendo el rostro en la almohada esperando que así la bruma se fuera. No se movió durante un buen tiempo. Poco le importó el sabor rancio de millones de cigarrillos en la boca ni la 41
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hiperacidez en la garganta. Cría firmemente que si no se movía aquello que estaba sobre él, eso que no existía, desaparecería. Luchó por dormir, pero no pudo vencer. Solamente podía pensar en aquello que se le había metido por la boca. No supo si el frío se había ido o si estaba tan asustado que no podía sentir nada, pero las gélidas olas ya no estaban. Irónicamente percatarse de eso fue lo que le hizo abandonar su segura posición. Lentamente giró su cuerpo hasta quedar bocarriba nuevamente. Mientras abría los ojos intuía lo que pasaría, esa bruma estaría nuevamente allí y se le metería otra vez en el cuerpo, pero ya no se escaparía por los ojos y la nariz son que le reventaría el pecho. Abrió los ojos una vez más. No había nada. Estaba aliviado, cada musculo de su cuerpo se relajaba con la disminución del ritmo cardiaco. Todo había sido producto de la ansiedad, estaba seguro de eso. Por cuarta vez se dispuso a dormir, ahora más que retozaba confianza. Pero había algo que no le dejaba hacerlo. Ya no era el frío ni el olor a humo, eso había desaparecido. Lo que perturbaba su sueño era un crujir insistentemente lento pero impresionantemente continúo. Sonaba como el traqueteo de huesos viejos pero no era eso. Parecía como el crujir de una puerta pero tampoco lo era. Emulaba el ruido que hacen las bisagras oxidadas pero allí no habían tantas de ellas para sonar así. El ruido era idéntico al de una mecedora, al de una vieja mecedora. Francisco una vez más, levantó los parpados para asegurarse que no había nada en aquella habitación además del gato y él. En cierta forma así lo era. Vio al obeso 42
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animal bambolearse en la mecedora, por un segundo o dos se tranquilizó. En los siguientes momentos; conoció el miedo. Con el gato sobre las piernas, una mujer mayor se bamboleaba en el mecedor. Tenía un vestido blanco perla y su piel era tan nívea que se podía ver a través de ella. Acariciaba al felino y sonreía maliciosamente mientras se llevaba un cigarrillo a la boca y lo aspiraba lentamente, iluminando un poco, en cada bocanada, la pequeña habitación. Un intenso escalofrío recorrió el cuerpo de Francisco antes de caer por fin, profundamente dormido. Cuando volvió a abrir los ojos, la mañana se había colado entre las rendijas de la ventana de madera. De inmediato, el mecedor frente él le recordó la experiencia de la noche anterior, el corazón se le aceleró y sintió que le perforaban las sienes con agujas. Pero pronto volvió en sí, no había bruma, ni cigarro, ni vieja en el mecedor, ni gato sobre ella. <<Fue un sueño>> pensó. Como si nada hubiera pasado y como si no se hubiera aferrado a las sabanas verdes la noche anterior, se levantó briosamente de la cama. Cuando puso los pies sobre la cerámica roja, el frío acumulado de la noche le cruzó los puentes y se metió en sus pantorrillas. Instintivamente pensó en fumar el último cigarrillo que le quedaba, en parte por la helada sensación que le colmaba los huesos y como doble premio, primero por haber soportado no consumirlo la noche anterior y segundo por no haberse orinado con aquel extraño sueño que tuvo. Como si se tratara de un acto simbólico tras una victoria, se sentó en el mecedor justo antes encender 43
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el pequeño rubio. Aquello le sabía a gloria, el frío en las pantorrillas, el calor en el pecho, el humo en la laringe y el vaivén del mecedor. <<Si… solo fue un sueño>> pensó afirmativamente. Sus ojos se fijaron entonces en el cuadro sobre la cama. De seguro tenía muchos más años que él, pero no se había cuarteado, ni sus colores habían perdido brillo. Se levantó del mecedor de un brinco y notó que el suelo ya no estaba helado y que el humo de su cigarrillo se había adueñado de la habitación, pues ninguna ventana estaba abierta. Empezó a reflexionar sobre si realmente había abierto una de ellas o si lo había hecho dentro de ese extraño sueño. Si no hubiera sido por las voces que venían de la sala, Francisco se habría quedado allí, pensado largo tiempo en aquello, pero recordó al oírles, que no estaba en aquel lugar para pensar en una ventana, sino para ir al dichoso pozo que solo su hermana y un grupo selecto conocía. Mientras caminaba hasta la sala, repasó el sueño. La bruma, la vieja y la lumbre se hicieron absolutamente reales en su cabeza, incluso sintió el pecho repleto de la humarada blanca que se le había metido por la boca. Al igual que la noche anterior, cuando caminaba por el patio de aquel caserón, el tiempo se le extravió, a la par que tocaba insistentemente su pecho en busca de alguna abertura. —Fue solo un sueño —le dijo al viento. En la mesa de madera, dos grandes panes eran cortados sin elegancia alguna y rellenados con crema de queso y el embutido más barato existente. Alrededor de ellos se encontraban sus compañeros de viaje 44
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repartiéndose aquello como si se tratara del tesoro más preciado de la historia humana. Nadie hizo caso a su comentario, había sido en un tono casi personal y había ya una conversación en curso. Una muchacha delgada, nívea y con cabello de ónice hablaba de aquel lugar. Era ella una de las herederas de la finca y era ella quien dirigía el palabrerío al que Francisco, contribuiría como no fue capaz de imaginar cuando se levantó esa mañana. Hablaba de su familia, de cómo habían llegado a Vallecito cuando Tinaquillo apenas era un punto mal pintado en el mapa. De cómo sus abuelos, judíos rumanos que escaparon del holocausto, pusieron las primeras alambradas, llenando los linderos con papas y maíz. Era una muchacha orgullosa de su legado, tanto, que conocía cada nudo y cada clavo en la historia de ese hogar. En el medio de aquello, el jamón triturado y lamineado, expiró dejando el forro en el que venía prácticamente vacío. Y justo cuando el gordito de lentes se dispuso a botarlo Francisco pegó un grito que interrumpió la historia de la chica judía. — ¡Déjalo para los gatos! —sugirió después de su gritó Todos se le quedaron mirando extrañados, no por el grito, sino porque nadie había visto gatos en aquella finca. —Ya no tenemos gatos —dijo la heredera—. Antes había muchos. Cuando estaba pequeña. Mi abuela los tenía. Ella dormía en ese cuarto del que saliste. — ¿Murió? —preguntó una de las muchachas — ¡Huy si hace mucho! —respondió la blanquísima chica. — ¿De vejez? —Preguntó la misma muchacha. —Bueno —dudó—… tenía 96 años cuando murió así que…. Si, estaba bastante mayor. Pero fue algo muy raro 45
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—continuó mientras bajaba la mirada tratando de buscar los recuerdos en suelo—, mi abuela gozaba de buena salud, le gustaba caminar por el patio al anochecer y bueno ya vieron lo frío que esto se pone en las noches. El “Si” fue unánime. “ Lo hacía para ir a rezarle a la Santa Bárbara de allá atrás —dijo mientras apuntaba la dirección con los labios—, y para alimentar a sus gatos. Se había hecho católica después de que empezaron a perseguir a los judíos en Europa y supongo que cuando llegó aquí tuvo algún contacto con la santería. Pero yo nunca he creído que mi abuela murió de vieja, esas salidas nocturnas no solo estaban llenas de frío ¿acaso vieron la cantidad de zancudos y bichos que hay aquí en las noches? —aunque su pregunta fue retórica, una vez más los visitantes dieron un gran “Si” mientras mostraban las picadas como medallas de guerra— Yo digo que eso también tuvo que haberla afectado. Además— Miró directamente a la puerta del cuarto que le había pertenecido a la madre de su padre—… fumaba en exceso, su cuarto siempre estaba lleno de ese oloroso humo gris, nunca abría las ventanas. Tenía miedo de que los nacionalistas se metieran por las ellas… era raro… —Claro debía estar traumatizada con lo que pasó —afirmó la hermana de Francisco. —Yo fui quien la vio por primera vez cuando estaba muerta —dijo cortándole el aire a todos los de allí—. Mi mamá me dijo: “Ana, ve a buscar a tu abuela para que venga a cenar”. Entré en su cuarto y la vi, estaba sentada sobre su mecedor con su gato en las piernas y con un cigarrillo en la boca. Entonces miró a Francisco fijamente y le preguntó: — ¿Viste su retrato? Es el cuadro sobre la cama. 46
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A la orilla del Camino COMO TODAS LAS MAÑANAS, Juan José Heredia encendió la vieja camioneta azul a la par que tomaba un café recién preparado. Tenía que dejar calentar un poco el motor, era un carro tan fiel que a pesar de tener años con todo dañado, aún seguía rodando, aún seguía siendo útil y lo único que pedía a cambio era ser calentada antes de ser usada. El viejo Heredia tenía tanto tiempo haciendo eso que instintivamente medía los tiempos de todo aquel ritual. Se levantaba, iba al baño, encendía el carro, colaba el café, cogía la masa de las arepas y las ponía a cocinar a fuego lento, luego se bebía el guarapo y se montaba en la camioneta para ir a comprar el periódico y cualquier otra cosa que comer con las arepas. Para él, lo mejor de vivir en el asentamiento campesino San Ignacio, no eran las grandes extensiones de tierra que tenía cada familia, lejanas a la terrateniencia y cercanas a la decencia. Tampoco era que todas las personas allí compartiera lo que le sobraba a cambio de lo que le faltaba (sin más obligación que la moral) convirtiendo aquel lugar en un paraíso socialista. No, ni siquiera se trataba de la enorme tranquilidad que tenía allí para pintar, para leer o simplemente para dormir sobre una hamaca al frente del camino a casa. Lo que más amaba de estar allí era la seguridad casi ridícula con la que se moraba. Y eso lo comprobaba todas las mañana cuando separaba sin esfuerzo alguno, el escueto alambre que mantenía las dos secciones del portón principal cerrado. La vida en aquel lugar era tan relajada que hasta los tres 47
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perros que tenía como guardianes, dormían plácidamente a esa hora. Juan José Heredia venía haciendo eso tantos días, que no solo sabía cuánto tiempo pasaba entre que el motor de su camioneta se encendiera y se calentara sino que también conocía perfectamente cuantos minutos tenía para llegar a hasta la bodega de la señora Juana, a las afueras del asentamiento y regresar en el momento justo para terminar de preparar las arepas antes que los niños y la esposa estuvieran listo para ir a la escuela y al trabajo. Mientras cerraba el portón y veía a uno de sus tres perros levantarse lánguidamente como para intentar despedirse de él, repasaba mentalmente cuales serían sus actividades del día. Montó en la camioneta y empezó a rodar reflexionando sobre las plantas que tendría que regar al regresar, había llovido la noche anterior así que no serían muchas las que necesitaría pasar por la regadera. Revisaría una tonelada de libros sin publicar, él era editor, su trabajo aunque envidiable, resultaba tedioso en ocasiones. Aquello de seguro le tomaría todo el día, así que nada de pintar ni de distraerse un rato frente a la TV. Pero estaba seguro de algo, en cuanto terminara de revisar el primer libro iría hasta su bodega de licores y revisaría como había resultado la cerveza de jengibre que 13 días antes había hecho. Aquella idea le había dibujado una sonrisa en el rostro. <<Nada sabe mejor que lo que hace uno mismo>> solía decirle a sus hijos, cada vez que le daba a probar sus mermeladas de guanábana o las jaleas de ciruelas o incluso, pequeños traguitos de vino de naranjas o mangos. 48
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Estaba tan mentido entre el placentero sabor que tendría su cerveza y la lista de deberes pendientes por hacer que si no hubiera sido por el bache que movió la camioneta y lo sacó de aquel mundo fantástico, no hubiera visto al hombre a la orilla del camino. Dos cosas eran seguras en la vía de San Ignacio. La carretera, compuesta por piedras y tierra, nunca sería pavimentada, y siempre se vería gente caminando a la orilla de ella. Como todos los habitantes que andaban con camionetas en aquel lugar, Juan José Heredia siempre le daba un aventón a cualquiera que estuviera caminando por aquel lugar. No era nada peligroso, en aquella comunidad todo el mundo se conocía, además ¿Quién iría a robar a un lugar tan lejano a gente tan común como la que habitaba en San Isidro o en Francisco de Mirada? Más de una vez el tranquilo editor había bajado hasta el pueblo con la cabina de la camioneta repleta de conocidos y más de una vez, y había subido hasta San Ignacio con jóvenes trabajadores de la planta de procesamiento de pollos a los que jamás había visto y los que jamás volvería a ver. Algunas veces se encontraba con amigos o con familiares de estos que iban o venían pero siempre pasaba lo mismo, un aventón y unas cuantas palabras amistosas. Aquella ocasión no sería distinta. Heredia se detuvo al lado del hombre que caminaba a la orilla de la carretera y con una amplia sonrisa en el rostro le preguntó << ¿Pa’ dónde vas? >> El aludido se volteó pausadamente y mirando fijamente a los ojos del viticultor respondió: —Ahí mismito. Hasta la bodega de ‘ña Juana. —Vente vale, yo también voy para allá. 49
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Juan José Heredia no notó el momento en que pasó, pero de un instante a otro, el hombre en el camino, como si se hubiera trasladado mágicamente, ya estaba dentro de la camioneta, por lo cual, puso a rodar nuevamente la vieja camioneta azul. Desde donde estaban hasta la bodega había un poco más de 500 metros, el editor lo sabía, así que lo mejor era hablar con el compañero improvisado. Cuando lo vio por primera vez no supo quién era, no le reconocía el rostro ni recordaba su voz, por lo cual pensó que era un total desconocido. Pero luego de que el pasajero respondió a su pregunta sobre los motivos que lo llevaban a la bodega de la periferia, empezó este a preguntarle sobre su familia, sobre cómo le iba a la profesora María, sobre la linda Rosa que ya estaba haciéndose una señorita, y sobre Fernando que pronto sería un hombrecito, el pintor llegó a la conclusión de que aquel hombre sin rostro le conocía muy bien. Desde ese momento Juan José Heredia se dedicó a pensar quien era aquel hombre. Afortunadamente el otro era tremendamente conversador, tanto que parecería que llevaba un año sin hablar con nadie. Esto le daba espacio suficiente al editor de para tratar de recordar quien era su compañero de viaje. También el camino se hacía anormalmente largo, quizás era el mismo Heredia quien ansioso por recordar a su interlocutor, bajaba excesivamente la velocidad con la que conducía. Pero todo era en vano, cada vez que volteaba a afirmar lo que el otro decía, a responderle una pregunta o simplemente a verlo, se encontraba con un gran mascaron negro, un caparazón impenetrable repleto de signos melquiadescos en lugar de arrugas, y enigmas en lugar de poros. Los pequeños 50
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ojos negros del pasajero, que a cualquier ser humano le hubieran parecido amistosos, a él le parecían ojos de gato, eternos, fríos y totalmente distantes. Sus cuentos, las cosas que contaba, a las que él simplemente asentía o de las que se reía, parecían suficientes para disipar el laberinto en el que se él encontraba, pero por el contrario, aquello solo complicaba todo. Cada palabra lo sumía más en aquel lugar oscuro repleto de puertas y escaleras que llevan a ninguna parte que es la memoria. Como si supiera que aquel improductivo ejercicio le llenaría la cabeza de dolores, se sintió tentado a preguntarle el nombre. Pero quizá por pena o quizá porque sabía que así le dijera el nombre, nada conseguiría, prefirió entonces volver a la divagación interna, a correr dentro del laberinto, y allí encontró solo sombras que lo guiaban a ninguna parte. La gente que sabe manejar tiene un instinto de ubicación impresionante. Siempre saben dónde están y siempre arañan la exactitud del tiempo y la distancia entre un lugar y otro. Sin embargo en San Ignacio esa habilidad es inútil. La división de las zonas es tan clara que cualquiera, hasta el más inepto de los hombres, puede ubicarse con facilidad. La parte más cercana al río Machadero está marcada por pequeñas colinas donde las piedras del camino son como témpanos de hielo que violan el frío mar. El centro es la zona más plana, casi llana y repleta de sol, y el final del camino o el inicio del mismo es el más claro de todos. Como si se tratara de un mal chiste sacado de cualquier novela de Gallegos, como una lucha entre la luz y la barbarie o la política real y la propaganda de la misma, la carretera hacia Machadero, la carretera de San Ignacio, colindaba con la vía pavimentada 51
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de Juan Ignacio Méndez, constituyéndose por sí sola en una barrera entre ambos mundos, entre el pueblo y el asentamiento. Justo en ese lugar donde cemento y tierra se atacaban mutuamente, usando piedras y chapas como balas, estaba la Bodega de doña Juana. Mientras más se acercaban a ella, más era la duda que colmaba el corazón de Juan José Heredia. Trató de ubicar al pasajero en algunos lugares o algunos momentos, en algunas fiestas o hasta en algunas discusiones, pero el resultado siempre fue el mismo, penumbras. Cuando lo volteaba a mirar no veía a un viejecito doblado por décadas de trabajo sino a una gran sombra con un guardapolvo oscuro y raído, hediondo a tristeza y a soledad. Cuando decidió por fin, echando la pena a un lado, preguntarle el nombre, habían llegado al fin de la tierra y al inicio del cemento. Estaban frente a la casa blanca y morada en la que Juana Peña, viuda de Calixto Peña, desde hacía 27 ininterrumpidos años, atendía su pequeña bodega de panes de guayaba, queso blanco rallado y refrescos tibios. Siendo fiel a su primer argumento, el pasajero se bajó de inmediato de la camioneta. Usando la fuerza precisa, cerró la pesada puerta de metal pintado de azul y se alejó rápidamente regalándole a Heredia una cálida sonrisa y sonoro “Gracias” que retumbó entre los gigantescos mangos a la orilla del camino a la que el admirado editor de libros solo pudo responder con igual gentileza. —Aun me debes esa partida de dominó —dijo antes de alejarse. Heredia fingió recordar. Creyó que le volvería a ver en cuanto se bajara 52
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de la camioneta y caminara hacia la bodega, pero en cuanto puso píes en el suelo solo pudo ver tierra y polvo arremolinándose en torno a un vendaval, y cuando este pasó, no había nadie en la carretera. Pensó en buscarlo más al sur, hasta la parada de camionetas públicas de la ruta Juan Ignacio Méndez-Buenos Aires, pero la mirada de Juana Peña lo detuvo. Estaba sentada frente a su ventana, como siempre, esperando al que pasara, como siempre, levantada desde temprano, más temprano que cualquiera, como siempre, solamente para sentarse en una sillita azul frente a la ventana de su casa a esperar a quien pasara, como siempre. — ¿Cómo está Sr. Luis? —preguntó la señora. —Bien doña Juana —respondió Juan José Heredia sin hacer caso a la confusión de la nonagenaria—. ¿Cómo amanece? —Ay bueno, con frio —soltó alargando las palabras—. De repente pegó un fríito raro. ¿Verdad? —Si —respondió el otro—. Oiga ¿no vio a alguien por allí? Un señor mayor que se bajó de la camioneta. —Ay no Sr. Juan —dijo la anciana—. Na’ más a Ud. No me diga que ‘ta viendo aparecios por aquí. El profesor universitario, editor, pintor, viticultor; el espíritu absoluto con lentes y franela a rayas soltó tamaña risa que la bebe recién nacida de Victoria Mejías y Daniel León, a media cuadra, despertó llorando a todo pulmón. A Juan José Heredia el regreso a casa se le hizo bastante común. Más “Holas” de los que estaba acostumbrado a dar los jueves, pero también era un poco menos temprano. De su cabeza había desaparecido el señor mayor, tenía mucho trabajo pendiente para preocuparse por los 53
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desvanes de la memoria, de un hombre sin rostro y de una partida de dominó retrasada. Sin embargo, mientras compartía el sagrado pan de maíz con la familia, mientras la mantequilla ya en forma líquida se escapaba de la arepa recién cortada y el queso amarillo luchaba contra el café con leche recalentado por el dominio aromático de la mesa, la duda le asaltó nuevamente. Empezó a contarle a sus cercanos la historia, a preguntarle si lo reconocían, describió cada centímetro del rostro de aquel hombre, los ojos negros gastados, la sonrisa que estiraba arrugas, la nariz explayada y las grandes orejas, pero nadie dio con el rostro. Hasta que dijo algo que solo hasta ese momento había notado. —Tenía un diente de oro. Fernando y Rosa se miraron confirmándose mutuamente la corazonada. Pero ninguno de los dos dijo nada por miedo a parecer iluso. Por un momento el silencio reinó y el olor de las arepas y el sabor de la bebida fue lo único que se hizo presente. No fueron los hijos los que rompieron el silencio, fue la esposa, que tras largo pensar en las características del pasajero dijo laicamente: —Juan… el único así como tú dices era el Sr. Calixto. A Juan José Heredia se le cayó la comida de las manos. Ese día se cumplía un año de la muerte de Calixto Peña recordó partida de dominó que se habían prometido y que nunca se dio.
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La lluvia y el Sacerdote
DESDE EL CIELO, LAS HELADAS GOTAS DE AGUA CAÍAN DE TAL FORMA, que parecía que el delgado techo de cinc se les vendría encima. María Magdalena García y Petra Blanca Cortez, por mera casualidad, habían entrado a la recién construida casa de delgados bloques justo antes de que cayera el aguacero. Eran comadres por partida doble, la primera le había bautizado el hijo mayor a la primera y la segunda había hecho lo mismo con la hija menor de la otra en los días en que Perro Seco no era más que una gran quebrada con casitas de palma y bahareque distribuidas a cada lado de la quebrada. Y como venían dándose las cosas, pronto serían familia. Marita, la ahijada de María, y Camilo, el ahijado de Petra, estaban por casarse. Los habían criado como si fueran primos para evitar que aquello pasara, pero en lugar de separarlos, esa condición le unió más. Eran dos niños que intercambiaban gritos, insultos, abrazos, juegos y barro en la cara, pronto este fue sustituido por suaves besos en la boca que lejos de ser eróticos, resultaban inocentes y hasta graciosos. Como cualquier par de niños de sexos opuestos, se ocultaban entre los mogotes de papiro y bajo las sombras de apamates y ceibas para cruzar ósculos y jugar a los adultos. Pero cuando a ella empezaron a abultársele los senos y a él le nacieron un montón de puntos negros en el filtro, los arrumacos inocentes dieron paso a mordiscos, a caricias, y lenguas rotas. De a poco fueron aumentando el ritmo de las misma y la frecuencia de sus encuentros y 55
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la obscenidad de sus besos, hasta que los encontraron en medio del placer del pecado entre el gallinero de una casa y sobre la paja de otra. Lejos de lo que Marita y Camilo pensaban, su unión no fue vista con malos ojos por nadie. Cuando se vive en ese tipo de comunidades primitivistas algo maravilloso se apodera de las personas. La moral, la idea de la familia y el tabú religioso en cuanto a la sexualidad y en cuanto al sexo pasan a un plano casi terciario. En este tipo de lugares, cualquiera se puede acostar con cualquiera solo para procrear más gente porque se cree que esta sacará a la comunidad adelante. También se acepta porque es un gran método para aliviar las tensiones de vivir entre el calor, las culebras y la miseria sin volverse locos. Todo el llano del país está lleno de lugares así. Pueblos donde la necesidad sexual es tal, que muchachitas con su primera menstruación quedan embarazadas de muchachos a los que apenas les empiezan a salir los vellos púbicos. Algunas que sobreviven sin ser tocadas hasta los 15 años, son repentinamente violadas por los primos treintañeros o los tíos o hasta por los padres, otras con más suerte pasan a ser propiedad del viejo de la esquina, un portugués o alemán o canario al que se le rinde pleitesía por tener una bodega y que luego, cuando estos mueren, pasan a acostarse públicamente con sus hijastros, mayores que ellas, esos que por solo borrar los recuerdos de la adolescencia, cuando tenían que manosearse entre varones, cuando tenían que besarse y masturbarse mutuamente, eran capaz de acostarse con la mujer del padre y con cuanta muchacha se le atravesara por el camino. Esa es la gran realidad del machismo latinoamericano, surge exclusivamente del 56
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miedo a reconocer la propia sexualidad, es tal el miedo que se le tiene al homosexualismo en ese lado del mundo, que la zoofilia es preferida a la hora de contar historias sobre virginidad perdida, que los mogotes y la boca de algún muchacho igual a ellos. Por lo cual, la unión de aquellos dos, eran sin duda, el mejor escenario posible. Sin embargo, Perro Seco estaba dejando de ser una comunidad de esas. Tinaquillo ya no era el pequeño pueblo donde Maisanta le compró una vez unos cigarros al Mocho Hernández. Las primeras empresas ya se estaban estableciendo a las afueras del pueblo, poco a poco, algunos timoratos negocios surgían en la calle principal, siguiendo el curso de la plaza Miranda. Incluso, aquella quebrada que dio nombre a toda esa región, había cambiado de nombre recientemente por orden del padre de la iglesia, a quien ese título le parecía horrendo en comparación con las bellas brisas frescas que pasaban entre los árboles, con las Brisas de Buenos Aires. Justamente era a él, al padre Juan De La Hoya a quien María Magdalena García y Petra Blanca Cortez esperaban a las puertas de la casa de la primera cuando empezó a caer el aguacero. Si bien la unión de sus dos hijos, era algo que hasta deseaban ocultamente, y se había dado por el amor y la pasión más pura y bella, también lo era que había que institucionalizarlo y mancharlo con las reglas humanas, con la organización que nos legó la iglesia cuando era aún más poderosa. Se decía que el cura de ojos cafés había cambiado mucho desde que perdió una juagada de gallos con un hombre del que todos decían era hijo de Nicanor Ochoa y que estaba protegido por más diablos que su mismo 57
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padre, y si bien el sacerdote, ya no era el hombre del burrito blanco y las larguísimas misas, seguía siendo la cabeza de la iglesia en Tinaquillo. Se suponía que estaría en aquella casa en cuanto asomara la tarde para resolver el asunto de los dos muchachitos. Había que casarlos cuanto antes, eso era indudable, y su regla personal, pues lo investigaba cada vez que oficiaba un matrimonio de alguien tan joven, era saber si la muchacha ya había tenido el castigo heredado de Eva. Para el encuentro, las dos mujeres, ambas morenas, ambas menudas, ambas cocineras expertas a la fuerza, habían preparado un auténtico festín vespertino. Café con leche, con azúcar como endulzante en lugar de papelón, galletas de miel delgadas y frágiles, pan de leche con jamón recién cortado y un caldo de gallina que se enfriaban en la mesa de la sala. Mesa adquirida de los turcos que iban de casa en casa cobrando monedita a monedita mercancías fiadas. La lluvia, que parecía querer penetrar en la casa a través del techo había retenido al sacerdote en su iglesia, o al menos eso creían las comadres futuras consuegras. Pero también estaban seguras que el padre De La Hoya iría en cuanto escampara. Años atrás, cuando llegó a Tinaquillo en medio de una peste sin nombre, se encontró con un pueblo lleno de gente que compartía la cama sin haberse casado, según él, aquello era el motivo de que el diablo se hubiera hecho un nido en el pueblo. Para contrarrestarlo, mandó a poner en los cuatro rincones más lejanos del municipio una enorme cruz blanca que le recordara al maligno su derrota en Hades contra el hijo del señor. Y 58
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para alejarlo definitivamente, recorrió calle por calle sobre un burrito albino casando a quienes no lo estuvieran y aun así durmieran juntos, bautizando muchachos de hasta 20 años, bendiciendo ríos y oficiando entierros a muertos que tenían más de 30 años enterrados. Así pues, con toda la futura familia reunida en la sala, las dos mujeres se dispusieron a proteger la comida del descarado ataque de los maridos y de los hijos, de los insectos de lluvia y especialmente de las hormigas. Inventaron formas para tratar de mantener la comida medianamente caliente llevándola constantemente al pequeño fogón cerca de la puerta que daba al patio, pero el mismo era tan diminuto que solo podía haber una tinaja recibiendo el calor de la leña vieja, por lo cual, se movían de mesa a fogón con tinaja en mano, mientras los familiares contaban cuentos de espantos, de apariciones y de fantasmas, de esos que no se veían en Tinaquillo desde que el padre De La Hoya había mandado a poner las cuatro cruces blancas y había viajado de casa en casa sobre el burrito blanco. Mientras más oscurecía más seguras estaban las mujeres de que escamparía, y que el padre se aparecería en la puerta. Pero los que las acompañaban no eran tan optimistas. La lluvia era tan fuerte que a pesar de que vivían, una familia al frente de la otra se estaban tejiendo planes para ir a dormir. Todos los hombres se quedarían a dormir en la sala mientras que las mujeres ocuparían los dos cuartos, para evitar que la carne fuera débil. Marita se quedaría con sus hermanas menores en el cuarto de su tocaya y futura suegra, por ser este el único cuarto 59
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en la casa con seguro. Los demás se acomodaron como pudieron. Solo las dos mujeres permanecían renuentes y tercas a dormir y contrario a los demás, permanecieron sentadas frente a la mesa con las ropas más bonitas que les quedaban, espantando a las moscas con trocitos de cartón que bamboleaban de un lado al otro, enfriando así, la ya fría comida que entre las dos, tenían que llevar cargado hasta el fogón, para poder calentarla un poco, y encontrarse al regresar, con una nueva holeada de moscas a las que espantaban bamboleando trocitos de cartón, enfriando así la ya fría comida que entre las dos, tenían que llevar cargando hasta el fogón, para poder calentarlas un poco y encontrarse al regresar, con una nueva holeada de moscas a las que espantaban bamboleando trocitos de cartón, enfriando así la ya fría comida que entre las dos, tenían que llevar cargando hasta el fogón, para poder calentarlas un poco y encontrarse al regresar, con una nueva holeada de moscas a las que espantaban bamboleando trocitos de cartón, enfriando así la ya fría comida que entre las dos, tenían que llevar cargando hasta el fogón, para poder calentarlas un poco y encontrarse al regresar, con una nueva holeada de moscas a las que espantaban bamboleando trocitos de cartón, enfriando así la ya fría comida que entre las dos, tenían que llevar cargando hasta el fogón, para poder calentarlas un poco. Y aun no paraba de llover. Fue María Magdalena García quien se rindió primero. Agotada por la jornada y convencida de que la lluvia no acabaría, decidió abdicar al intensivo cuidado del caldo de gallina y el jamón comprado en la mañana y presentar su dimisión ante el sueño. A duras penas logró 60
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convencer a la comadre de hacer lo mismo. El problema era que Petra Blanca Cortez aun preservaba una vieja maña de sus días de bruja, tenía que fumar medio tabaco antes de dormir o no era capaz de irse a la cama. Si bien nunca obtuvo nada como bruja y había dejado ese oficio cundo el padre De La Hoya la casó con el hombre con el que había compartido la cama desde los 14 años, aún tenía esa costumbre muy arraigada dentro de sí. Tanto, que incluso bajo aquel chaparrón que amenazaba con tirar el techo abajo, pensó seriamente en cruzar la puerta en busca de tabaco. Haciendo uso del miedo a que los dos muchachos por casarse se cruzaran a escondidas usando la oscuridad como escudo, María Magdalena pudo retener a la compañera de faena en la casa. Se metieron en el cuarto principal donde Marita con sus hermanas fingía que dormía, y no bien hubo camisón prestado y seguro pasado cuando Petra Blanca se volteó hacia la vecina de tantos años y resolutamente le dijo: —Voy a ir a comprá un tabaco. — ¿Pero dónde? —respondió la otra asustada— ¿A esta hora? —Aque el viejo Manuel debe estar abierto. —Pero comadre si ‘ta bien tarde y ‘ta lloviendo. — ¡Ah! —Dijo con desdén— Eso no le importa al viejo Manuel. Esos portugueses son bien avaros y siempre ‘tan abrios esperando a que cualquiera llegue. — ¿Segura comadre? — ¡Si segura! —afirmó Petra— Hagamos algo comadre, pa’ que esté tranquila véame desde la puertica de la casa y yo voy y vengo. 61
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Al igual que María García pudo convencer a la vecina de tapar los recipientes con comida para irse a dormir, Petra Cortez la convenció a ella de que la viera por la puerta mientras caminaba hasta la bodeguita de un gallego que había perdido las ganas de explicar las diferencias entre gallegos, portugueses y españoles y se había resignado al apodo de “portugués”. Se quitó el camisón y se puso sus ropas bonitas, cogió una tapara y con ella se tapó la cabeza antes de pisar el barro que se adueñó del patio ajeno. Desde allí la luz de la casa del portugués se veía apagada, por lo cual, una vez más, la comadre, vecina y futura consuegra trató de apartar a la comadre, vecina y futura consuegra de su idea de ir a buscar tabaco. —No importa comadre —dijo Petra Blanca Cortez cuando María Magdalena le dijo que la bodega se veía cerrada—, si ‘ta cerra’a busco en la casa y si no encuentro en mi casa por ahí debe haber alguien con tabaco. — ¿A esta hora y con está lluvia? —Intervino desde la puerta la otra mujer— ¿Quién va a andar por esos lares a esta hora mujer? —No se preocupe comadre —respondió despreocupadamente la otra— así me encuentre al diablo le pido tabaco. Lo último que escuchó Petra mientras se alejaba fue un “ !Ave María Purísima! ” que su interlocutora soltó para ahuyentar los espíritus. Al primer pasó que dio fuera del patio embarrialado metió el píe en una zanja que desde su punto de vista parecía un charquito mínimo. Sintió que algo se le clavaba en la pierna pero aun así siguió adelante, tapándose la cabeza con una tapara seca y dando largos pasos en busca de un montón de hojas 62
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para fumar. Efectivamente, la bodega estaba cerrada. Tocó, pegó gritos pero no hubo señal alguna desde adentro. De hecho, lo único que se veía con vida por aquel lugar era la mujer que desde la puerta le hacía señas. Sin embargo no se sintió derrotada, se dispuso a ir a la casa propia y quedarse allí con el tabaco en la boca y la soledad como compañía. Pero cuando vio a ese hombre tan alto ir hacia ella la sonrisa se le apropió del rostro y se le puso al frente dispuesta para pedirle tabaco. Era un hombre altísimo, vestido de cuero negro, llevaba un sombrero negro también y botas negras que resaltaban sobre el pantalón negro. Brillaba entre la oscuridad como solo lo hacen las estrellas cuando caen. Poco le importó a Petra Cortez que aquel gigante estuviera caminando tan apresurado, que aunque las gotas de agua cayeran tan violentamente sobre él como sobre ella, su ropa se veía seca; mucho menos le afectó el hecho de que a pesar del barro en el camino, aquel sujeto tenía las botas inmaculadas. Simplemente se le paró al frente y con su voz aguda como ardilla, preguntó: << ¿Tiene tabaco que me regale? >> Al segundo siguiente estaba tirada en el camino, mientras el hombre le hundía el rostro en el barro, le arrancaba la falda y le rompía las pantaletas con tanta rabia que le marcó la piel para siempre. Empezó a penetrarla, a arañarle la piel, a halarle el cabello y morderle la cara. En medio de la bestialidad, y justo antes de que aquel ser la volteara y empezara a tomar a la vecina por las espaldas, María Magdalena García corrió al interior de su casa, ni siquiera notó al hijo y a la hija de la vecina devorándose 63
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a besos y rasguños en el fogón, había tratado de gritar, realmente había tratado de hacerlo, pero lo único que podía pensar era que si hacía el menor ruido ella también sería poseida por aquello… por eso… por el diablo. Se metió en su cama arropándose hasta la cabeza decidida a no salir de allí aunque el techo se cayera. Por su parte, Petra Cortez, que sentía que le reacomodaban el interior del vientre entre embestida y embestida, con la poca conciencia que le quedaba, intentaba arañar al monstruo que la poseía, golpearlo en las costillas, hacer algo, gritar, pero mientras ella misma se retorcía del placer y miedo solamente podía pensar en que aquel era el diablo y era imposible pegarle. De un momento a otro aquel ser le tocó la pierna en la que había sentido algo cuando metió la pierna en la zanja. Era una cruz de hierro. Y como si se tratara de un puñal que se le enterraba en la piel, el gigante retiró la mano de inmediato, se le había quemado y gritaba de dolor. Con el revés de la misma abofeteó a su víctima antes de decirle: <<Te salvaste por esa cruz en la pierna>>. El monstruo vestido de negro salió huyendo por entre los callejones y ella se levantó recogiendo los restos de su ropa destruida. No miró a ningún lugar sino a su casa. No buscó ayuda en el hogar del bodeguero europeo, ni en la de la vecina donde dormían los hijos y el marido; solamente pudo apuntar hacía su casa. Al día siguiente escampó. Como siempre que llovía, la quebrada había crecido llevándose consigo cuanto cadáver de perro, gato o rata se encontrara en el camino. Cada Familia tenía que limpiar su lado de la quebrada y recoger de su patio hojas caídas, troncos caídos y 64
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fragmentos de techos. Sin embargo la zona donde estaba la casa de María García y la de Petra Cortez no recibió daño extraordinario. Quizás fue por eso que cuando el Luis Araya, esposo de Petra Blanca Cortez, preguntó por su mujer, María Magdalena simulo despreocupación antes des desentenderse del asunto diciendo que se había ido durante la madrugada a su propia casa porque necesitaba fumar un poco antes de dormir. Como si se hubieran puesto de acuerdo, la agredida dijo lo mismo cuando le preguntaron el motivo por el cual se había ido bajo aquella orgia lluviosa. En cambio para explicar los golpes que le colmaban el cuerpo le echó la culpa a una zanja en la que se había encontrado la crucecita de hierro que en aquel momento y para el resto de su vida, no separó de la mano derecha. En la tarde se llevó a cabo la reunión que se había planeado. Una vez más se impuso la dictadura de María Magdalena García, toda la comida estaba preparada y caliente, todos los familiares estaban peinados y vestidos, los novios, cada vez más cercanos, estaban separados por un par de muebles, y sin embargo se decían las inmoralidades más deliciosas con la mirada. Era la misma tarde del día anterior. Solamente habían tres diferencias, simples pero muy claras y marcadas. No llovía, no estaba la madre del novio que había mandado una excusa a través del marido, y estaba el cura Juan De La Hoya. El sacerdote era un hombre realmente imponente a pesar de su profesión, parecía capaz de levantar un burro por encima de la cabeza o de mover por si solo un techo de palma. Cuando comían después de la confirmación del futuro matrimonio, él exhibía ademanes elegantes 65
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y una pulcritud absurda, mientras todos los demás se embarraban de caldo y de migas. Siempre inmaculado y brillando a pesar de sus ropas negras. Cuando le ofrecieron más caldo de gallina, él, por educación, se rehusó haciendo un gesto con la palma izquierda, en ella había una marca como de quemadura, era la marca de una cruz.
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La Dama Azul SI UN LUGAR NO ERA PARA ÉL, ESE ERA TINAQUILLO. Desde el primer día en que las circunstancias de la vida lo llevaron a vivir allí, pensó en regresar en cuanto pudiera a la ciudad donde moró la mayoría de sus años. Solo por un tiempo. Él era una de esas personas a las que la providencia le había destinado a ser un trotamundos, en poco más de 20 años había vivido en cada polo del país, desde Caicara del Orinoco hasta Cabimas, desde Valencia hasta Juan Griego y desde Caracas hasta Tinaquillo. Los hombres como él aprenden rápidamente a no sentirse parte de ningún lugar, son incapaces de echar raíces o de pensar en el ahora, para ellos, solo existe un lugar y un momento, donde están y donde podrían estar. Era él un hombre con alma de inmigrante, en su cabeza, Sochi estaba tan cerca como Oslo y a su vez, estas dos ciudades no distaban mucho de Pretoria o de Londres. Era una persona que necesitaba comer cultura, devorar lugares nuevos, imaginar puertos y caminar caminos distintos cada día. Algo que Tinaquillo no le ofrecía. Si había un lugar que le recordara a Hegel era justamente ese pedazo de tierra que Cojedes le ganó a Carabobo en una partida de dominó. Tinaquillo era el lugar más estático del mundo, un pueblo donde nada había y nunca nada pasaba. A sus ojos aquel sitio caluroso, era un lugar de esos olvidados por los dioses, tan tranquilo y simple, que cualquier cosa que trate de romper esa parsimonia se hace una rápidamente con la estaticidad del lugar y pasa a ser tan inmóvil como el 67
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pueblo mismo. Un pueblo de esos al que los escritores y cultores del mundo le cantas loas y le escriben elegías desde la ciudades, a los que piden regresar a través de sus letras porque nunca han estado allí y no conocen lo que sitios como ese le hacen al espíritu de los hombres. Pero no solo era la absoluta y rotunda nada que reinaba en el pueblo lo que le molestaba. También estaba el abuso a la necesidad teológica, el constante, “Dios proveerá” o “Si dios quiere”, y los evangélicos en cada esquina retorciéndose al ritmo perturbador del merengue dominicano mientras entraban en un estado catatónico repitiendo el mantra: “Así, Así se alaba a dios”, o los brujos y santeros que confiaban toda su vida a la lectura de un tabaco. Pero eso tampoco era todo, estaba harto de los bares repletos de militares y policías, las dos castas más despreciables de la cultura moderna, no porque irrumpieran violentamente en esos lugares sino porque permanecían en ellos actuando como si fueran personas. Le aburrían los muchachos que creían tener identidad pero solo eran una pálida copia de los que habitan en los barrios de Valencia, a su vez, reproducciones sin color de los que tratan de imponer a la fuerza una identidad (que no poseen) en Caracas, copia esta de los barrios estadounidenses, donde camadas de negros son forzados a seguir un estereotipo, imitando el estilo de vida de los matones de películas y televisión, idealizaciones de las películas sobre mafiosos italianos que a su vez eran deformaciones del cine western. Pero eso no era todo lo que le molestaba. También estaba ese calor anormal que le hacía creer que caminaba constantemente sobre un yacimiento petrolero sin descubrir. 68
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Y la gente… la gente de allí era la que más le molestaba; eran los Johnny Varguilla y los José Toro lo que más detestaba. Caras distintas de una misma miseria, gente que jamás trascenderá en la historia ni dejará una huella en la vida, personas tan mediocres y tan simplonas que prefiere pasar un día sentado en un patio hablando entre cervezas con gente igual de vacía que ellos antes de hacer cualquier cosa más o menos decente, esos tan pobres hombres que perderán la vida en hacer nada, tan mezquinos, que cuando la vejez se le presente en la puerta, no se habrán dado cuenta de que han desperdiciado su vida. Pero irónicamente ese era el tipo de gente que más lastima le ocasionaba y más comprendía, después de todo que se puede esperar de un lugar donde hay más templos al cristianismo que al conocimiento, donde hay más gimnasios que librerías, donde no hay teatros ni compañías de actores, y donde el único cine es, una casa de citas para adolescentes excitados. Tinaquillo era una gran tumba, el Puerto Blanco al que le cantaba Serrat y el tártaro donde se estrellaban los poetas. Si había un lugar que lo atraparía algún día, ese de seguro no sería aquel pueblo. Pero hasta el infierno tiene lugares agradables, ese lugar de esclavos y muertos no era la excepción. Por cosas del azar, reunía las únicas dos actividades físicas que a él le gustaban, andar en bicicleta y hacer travesía a ríos, arroyos y cascadas. El 8 de Febrero de ese año, María Carmen Rincón y su novio, Luis Gómez, un par de las pocas personas con conciencia que se encontraban atrapadas como él en ese 69
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pueblo, lo invitaron a un pozo y una cascada que ninguno de los tres conocía, Pozo Azul. Todos hablaban de ese lugar, era como una cornucopia a la que todos debían ir si querían conocer la belleza. Él no había ido a pesar de que lo habían invitado más de una vez, en un principio simplemente no quiso ir, estaba agotado de su jornada del día anterior, y muy sinceramente no creía que aquel lugar fuera tan espectacular como todos decían, cuando algo requiere tanta propaganda para hacerse notar quiere decir que no es tan bueno. Hasta el último momento antes de salir de la cama, se sintió tentado a enviar un mensaje de texto a los que le invitaron, excusándose con alguna mentira, pero al final se decidió a ir, no tanto por conocer aquel nuevo lugar al que no le daba mucho crédito sino porque todos irían en bicicleta y eso realmente le agradaba. Así pues, se levantó de la cama, se bañó y vistió, cogió cámara fotográfica y vehículo tracto sanguíneo, y se dispuso a marchar sobre el centro del pueblo, hasta la plaza Bolívar donde habían acordado encontrarse. Es curioso lo que la gente que se cree inteligente habla cuando anda en jauría. Se salta de la sátira política al movimiento vanguardista de los 30’s y de allí, al marxismo y del marxismo a la música de Bach. Por mucho, la gente que se cree inteligente es la más insoportable del mundo y como lo saben, lo disfrutan tremendamente. Las conversaciones que tenían él, María y Luis en su trayecto a Pozo Azul, eran la misma charada de todos los días, esa discusión interminable en la que entraban cada vez que podían para acariciarse los egos e imponerse sobre el contario, pues lo mejor de los que se creen inteligentes, es que se creen más inteligentes que los demás. Pero María, 70
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la mujer del pequeño grupo, tenía una cualidad bendita entre todas las cualidades que pueden tener los hombres, una risa que contagiaba alegría. Así, de repente, colocaba una enorme carcajada entre Dante y Hegel, entre Chagall y Rodríguez, y entre Borges y Chávez. Risas que retumbaban en el pecho de Luis, que después de viejo y gracias a ella, había aprendido a amar, y que también se alojaban en el pecho de él que la veía como la hermana menor que el destino no le dio. La ruta definitoria hacia Pozo Azul era la misma ruta que había recorrido una y otra vez cuando iba a algún río. Centenares de pequeñas piedras que rompen la tierra, arboles con merey y limones a cada lado del camino, y un sol radiante que sonríe tan cínicamente como en los dibujos de los niños. Eran tantos los viajes hechos así, que lo único que le sorprendió, fue ver tantas casas (tan bonitas) en el camino definitivo al pozo. No solo se trataba de las pequeñas fincas que hay a lo largo de todo Vallecito, sino que también, había casas meramente residenciales, con piscinas y ventanales que despertaban la envidia en él. Se preguntó cuántas veces había dormido borracho el dueño de la casa con piedras en la fachada, en una hamaca desteñida colgada entre palo y palo de guama, cuantas veces había ido a comer gratis en el patio de la casa de al frente; un caserón gigantesco pintado de blanco colonial, donde un ejército indias de cuerpos endemoniadamente curveados, preparaban carne de vaca, de chivo o de lapa en 15 formas diferentes. Sí, él necesitaba recorrer el mundo, pero con gusto, habría dado muchos de sus viajes, muchos de sus días entre una terminal y otra, por un día tirado en una hamaca en una 71
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casa propia junto a una mujer que le perdurara al lado más de 3 semanas. Quizá fue por el hablar tanto durante la ruta hasta Vallecito o quizá era ese sol sádico que les tostaba la piel como si tuviera ganas de arrancarles la epidermis, pero los tres viajeros en bicicleta tuvieron la necesidad de ir a pedir agua en una pequeña casa azul a la orilla del camino. — ¿Qué hacen por ahí tan temprano? —preguntó una señora de cabello mal recogido y gruesa blusa estampada con flores. —Vamos a Pozo Azul —respondió María— ¿Falta Mucho? — ¡Ave María Purísima! —Exclamó la mujer— ¿Qué van a hacer pa’ ya? —Preguntó retóricamente— ¿Ustedes es que no saben lo que pasa ahí? —No… ¿es que salen fantasmas? —Preguntó él burlonamente. —No mijo —dijo la señora sin siquiera notar la ironía en el comentario ajeno—, es algo peor, con los fantasmas uno puedo negociar… pero no con la Mujer Azul. — ¿Qué es eso? —Preguntó Luis con verídica curiosidad. — ¡Ah pero es que ustedes no saben naida de jaqui! — Respondió la mujer— Bueno, yo les voy a contar rapidito. La gente de por aquí decimos que ahí en ese pozo hay una mujer vestida de azul, no un fantasma sino el espíritu del mismo pozo. Una aparición que jala a la gente que nada allí y la jahoga pa’ que se queden pa’ siempre en ese pozo con ella. Mire, al costa’o del pozo hay una cavernita negra, negra —dijo extendiendo las palabras—, ni la gente de afuera que vino ja medí el pozo pudo jentrá pa’ ya. Allí es donde vive la Dama Azul. 72
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—Osea, que la Dama —dijo María— mata gente. —La Dama es el mismo pozo —ratificó la mujer—. Ella se lleva a la gente y no la regresa sino hasta tres días después. — ¿Justo tres días? —Preguntó él— ¡Que puntual! La mujer incapaz de comprender el cinismo, respondió. —Si… A los tres días… Así nos regresó a un hermano y a una vecina. La firmeza de aquel argumento impidió que él pudiera soltar una de sus dosis de cinismo. Solamente pudo hacer silencio y esperar a que Luis terminara su segundo vaso para reanudar junto a los demás la marcha. Historias de ahogados eran la norma en cuanto río o playa hubiera en el mundo, ¿Cuánta gente se había ahogado en el Orinoco, en Canaima, en el mar Indico o en las playas de Río? Recordó que casi todas las ciudades del mundo están frente al mar o las orillas de un río, ahogarse debería ser la cosa más normal para la especie humana. A diferencia de sus dos acompañantes, él no le dio mayor importancia a las advertencias de la habitante de la localidad, de hecho, las olvido bastante rápido. No porque le parecía absolutamente innecesario conservar en su sobrecargada memoria una declaración como aquella, tampoco por la avasallante cantidad de arañas que empezaron a presentársele a ambos lados del camino y sobre los árboles y en las piedras, sino más bien porque mientras le tomaba una foto a una de ellas, una mujer delgada, hecha por ríos de leche y larga cabellera carbonizada, se atravesó frente a la cámara, asustándolo en un principio, excitándolo después. Los ríos y las playas tienen una condición mágica, 73
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pueden levantar la libido de cualquiera en cualquier momento. Se llamaba Luisa, estaba vestida con un pequeño short azul y con una chaqueta del mismo color, explicó que no era de la zona, que había quedado en verse allí con unos amigos que por alguna razón que él no escuchó, aún no habían llegado. No pasó mucho tiempo entre el momento en que se presentó y el momento en que los empezó a acompañar, él la había invitado, si sus compañeros llegaban de seguro la verían en el Pozo Azul y si no, pues al menos no perdería el viaje. Es fascinante la forma en que los hombres actúan cuando una mujer les gusta, aun cuando saben que ésta no les prestara atención. Él era un tipo enteramente asocial, de esos que odian los grupos, las relaciones superficiales, las reuniones y fiestas y demás, era un sujeto de esos que escucha al teléfono repicando junto a él y no lo toma simplemente porque le aburre hablar con sus congéneres. Pero para poder conquistar a la improvisada acompañante, no solo habló y mintió sobre sí mismo y sobre todo lo demás, sino que incluso le cedió ropa para que ella se sentara y florecitas de trinitarias para que ella sonriera. Su ataque produjo el efecto deseado, risas, recogidas constantes de cabello, miradas dirigidas a los labios, había hecho todo lo que se podía haber hecho, desde ayudarle a saltar una roca hasta adelantarse un poco al grupo y así encontrar un camino sencillo por el cual pasar. Todo con la firme intención de metérsele entre las bragas o al menos, entre los labios. Hasta que llegaron a Pozo Azul. —Esto es un charquito —exclamó él. 74
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No estaba tan lejos de la realidad. Para alguien que había cruzado el Orinoco, que se había bañado en Caroní, que se había metido en cuanta represa y cascada le ofreciera el estado Bolívar, aquel lugar era poco menos que decepcionante. <<Algunos riscos de piedra, una pequeña isla y un puente improvisado gracias a un árbol caído. Eso es el gran Pozo Azul>> —pensó. —No seas tonto —dijo Luisa como si supiera en que estaba pensando, el verdadero pozo está allá al final. Desde la isla donde estaban, pudo ver una cascada mucho más grande que la que tenía al frente. De inmediato se dispusieron a llegar hasta allá, Luisa fue la primera en zambullirse en las heladas aguas azuladas, como si fuera un pez, nadó de punta a punta y llamó a gritos a los demás, luego se le unió Luis, quien a pesar de ser un atleta natural, no fue ni remotamente similar a su homónima. Los únicos que aún se mantenían en tierra eran María y él, la primera porque necesitaba cambiarse de ropa y el segundo porque metía su cámara fotográfica en una bolsita plástica trasparente donde antes había estado un racimo de panes franceses duros y pálidos. Cuando aseguró el equipo, se quitó la camisa, escondió un poco el prominente abdomen y se lanzó apresuradamente contra el piso frío que tenía al frente. Empezó a martillar sobre el creyendo que así llegaría más rápido al otro lado, y que a la vez, impresionaría un poco a la muchacha del traje de baño azul. Se imaginaba besándola bajo un árbol inventando alguna historia sobre la eternidad del amor y los gigantes inmóviles, y luego oras falacias más. Hasta que sintió un tirón en la pantorrilla 75
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izquierda. Creyó que era un mero calambre pero pronto se hizo más fuerte, tanto, que creyó que algo lo atraía desde abajo. Intentó tocar el suelo e impulsarse hacia arriba, pero no encontró el lechó, solo agua. Por fuerza, salió una vez más a la superficie, pero en cuanto el pecho tatuado sintió el sol, un segundo jalón lo llevó de nuevo al interior del arroyo del que se había burlado. Por pura inercia o porqué quería salvar la cámara fotográfica, sacó la cabeza una vez más de aquella helada alameda. Logró ver a María gritando y moviendo los brazos, como si estuviera llamando a alguien, él dijo algo, pero no se escuchó a sí mismo, y por tercera vez lo arrastraron a otro lugar. Mientras se hundía, arrojó la cámara a un lado mientras que con el rabillo del ojo veía a la chica de azul, rodeada de gente, sonreír sobre una roca. <<Mierda —pensó—, aun me quedaba tanto por hacer>>. Frente a sus ojos pasaron imágenes borrosas, se arrepintió profundamente de todo lo que dejó de hacer y mientras el sol se hacía más distante, recordó todos los lugares a los que había ido a lo largo de su no larga vida. Entonces abrió la boca y empezó a reír mientras los pulmones se le colapsaban y la garganta se le cerraba. Se quedó para siempre en Tinaquillo.
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La Gran Tribulación COMO SI SE TRATARA DE UNA NUEVA RELIGIÓN, que toma prestados los ritos de una en decadencia, la Plaza Bolívar, en el centro del pueblo, seguía albergando holeadas de personas después de las cinco de tarde. Ya no se trataba de gente que escapaba de la oscuridad o a la soledad de sus hogares y se sentaban en los bancos a hablar con desconocidos que en poco tiempo se hacían entrañables amigos. Era por el contrario, un desfile continuo de personas bien vestidas que escabullía de la mediocridad de sus vidas sentándose en los mismos lugares donde antes conversaban. El progreso había llegado aceleradamente al pueblo, al menos al centro de éste. Todos los días a las cinco de la tarde, mientras retumbaban las campanas de la iglesia, una hilera de faros con bombillos amarillos, se encendían coquetamente a lo largo de plaza central, de la alcaldía, de la casa de Dios, y de la casa del pueblo. El pueblo reaccionó de formas variadas al asunto, los más viejos rezaban con más rapidez que nunca pues juraban que aquello era el símbolo inequívoco del fin de los tiempos, los adultos, que habían pasado media vida en la oscuridad y el barro, trataban de adaptarse a esa situación. Se ponían sus mejores ropas para pasear por la plaza y obligaban a sus hijos a hacer lo mismo, creían que de alguna forma el bombillo amarillo los observaba y que si estaban mal vestidos los abochornaría frente a los demás habitantes del pueblo. Algo no tan descabellado cuando se comparaba con la historia de los viejitos que huían de la 77
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misma luz, pues ésta producía gripe española. Los únicos que se adaptaron perfectamente a aquella situación eran los niños. Parecía que habían nacido con aquel milagro y por consiguiente, no le daban la importancia que realmente tenía el hito de salir de las sombras. De hecho, el cine que estaban construyendo la pareja de actores franceses, al lado de la casa blanca, aceleraba rápidamente su paso pues los niños le preguntaban todos los días al hombrecito delgado y pálido al que creían dueño, cuanto tiempo faltaba para poder ver aquel milagro llamado cine; <<Es’t sulo una poco más>> respondía aquel desde sus ojitos verdes en un mal intento por hablar español sin que se le notara el acento. Carmen Méndez, pertenecía al primer grupo. Era una mujer mayor, una autentica anciana. De alguna forma, había sobrevivido a dos dictaduras, a varios golpes de estados y varias intentonas más, acontecimientos de los que supo solo porque alguien los mencionaba cuando cambiaban al jefe civil o cuando los adecos pusieron al primer alcalde del pueblo. En un lugar tan apartado del mundo como aquel, esas cosas apenas llegaban a conocerse, allí no mataba la política, mataba el hambre y las enfermedades, mataban los hombres a machetazos en las galleras o bares, y mataban los intentos de vivir. Y ella, con 68 años a cuestas, había resistido a todo aquello. El esposo que tuvo, lo conoció y lo perdió en aquella plaza, sus dos hijos hombres se casaron con muchachas que ella les presentó en aquella el mismo lugar, y por más de 30 años se había sentado en el mismo extremo de la plaza, bajo la misma manga, un árbol que gastaba todo su tiempo en intentar crecer. De alguna 78
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forma, ella era parte de esa plaza, de la antigua plaza al menos. Si bien era anciana, no pertenecía al grupo que catalogaba aquel desfile de luces amarillas, aquel progreso coronado con futuro cine y elecciones de presidente, como algo catastrófico. Por el contrario, trataba de adaptarse a esa nueva vida lo mejor de lo que su cerebro cansado le permitía. Entendía que aún quedaba muchos avances por delante, se preguntaba cómo sería la vida cuando sus nietos, esos que no paraban de hablar de lo escuchado en la radio, estuvieran grandes. Era una época de cambios fascinantes, y aunque lo disfrutaba, comprendía que no sería parte de la misma. Muchos de sus amigos, sus compadres y comadres esos que tenían tantos años compartiendo con ella que ya eran como hermanos o primos, habían abandonado la plaza. Se impusieron una ridícula condición de autoexilio convencidos de que mientras más lejos de las luces estuvieran, más tiempo vivirían. Carmen Méndez era lo contrario, no quería arañarle más años a la vida, hacía un buen tiempo que sabía que se día estaba marcado, y que cada minuto en aquel lugar, era un momento ganado a la muerte. Contrario como actúan los viejos, ella se dedicó ordenar sus asuntos. Dejó muy en claro para quien sería su vieja casa y para quien serían las pocas joyas de oro y los relojes y las monedas de plata que había enterrado en el patio de la casa. Día tras día se despedía de todo el que veía (pues todos la conocían) pensado que si la muerte la cogía desprevenida, no andaría mendigando entre mundo y mundo solamente porque le faltó despedirse 79
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de alguien. Ese era su único miedo, convertirse en un fantasma. El día que murió no fue distinto. Carmen Méndez nunca aprendió a leer la hora en un reloj, tenía varios, pero nunca los usó. Y nunca los necesitó. Sabía exactamente la hora del día con solo mirar el cielo o con el cambio de las brisas que se le metían por la ventana del comedor, esa misma donde yacía, silenciosa y cubierta de polvo, la radio que el mayor de sus hijos le había regalado hacía tiempo. Se cambió la bata verde que en alguna época fue amarilla y se puso un largo vestido gris que una vez fue negro, no había diferencia alguna entre ellos, ni ella sentía preferencia por alguno, solamente se cambió de ropa porque quería verse lo más limpia posible si le sorprendía su propio fin fuera de la casa donde vivió tantos años. Al salir saludó al dentista de al lado de la casa. Un hombre mínimo de bigotes largos manchados de blanco, que le había puesto dientes de oro al marido y que tras la muerte de éste, se los habías retirado y dado a ella. Cruzó la esquina y chocó con un desfile de niños vestidos de blanco que cargaban una urna diminuta del mismo color. Lejos de la comitiva vio a una mujer llorar, era una vecina a la que se le había muerto un niño a causa de una fiebre. Durante su vida, Carmen Méndez había visto tantas veces aquello que ya la muerte no le parecía nada extraordinario. Como todas las personas, sabía fingir dolor o pena cuando veía o hablaba con alguien en el medio de alguna perdida por lo cual se acercó a la vecina, le dio un abrazo y le recordó los beneficios de la resurrección en cristo, lo mismo que había hecho una y otra vez. Más allá de la funeraria estaba un hueco mínimo 80
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donde un portugués vendía jamón, queso y pan. Un hombre alegre que siempre hablaba de la casa que construía sobre aquel lugar, que vez tras vez decía que su panadería sería la más grande y bonita de Tinaquillo, un sujeto anormalmente fuerte que nunca se dejaba abatir por los comentarios que lo catalogaban de estafador en el mejor de los casos. Alguien que siempre sonreía y que siempre le tenía preparado un centipondio de café, un cuarto de quilo de jamón y un pan redondo a Carmen Méndez, que día a día recogía el mandado cuando regresaba a casa. —Téngame lo mío pa’ cuando regrese —intentó gritar la mujer al bodeguero con aspiraciones nobles. —Así será doña Carmen —respondió el luso (como hacía todos los días), mientras cortaba un pedazo de queso blanco sobre una tabla de madera húmeda y oscura. Cruzó la calle y atravesó la plaza saludando y despidiéndose de todo el que le pasaba por al lado, de los niños que corrían con sus pantalones marrones y sus camisas a rallas y de las niñas a las que les encasquetaban vestidos trémulos que les daban el aterrador aspecto muñecas vivientes. A sus padres y madres, gente que no se tenía la más mínima idea de lo que era cariño u amor pero que se mantenía junta por mucho más tiempo que aquellos que realmente se amaron. A vendedores de paletitas de chocolate y a los que apeaban los burros en las barandas a los costados de la plaza. Y como tos los días, se sentó bajo la manga a esperar que pasara el tiempo por el costado. Y empezaron a llover hojas secas de sobre ellas. El cobre de las hojas de los árboles, aun le parecía hermoso. Cada una de ellas tenía una forma distinta, algunas estaban 81
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totalmente dobladas y otras apenas curveadas, algunas se mantenían inmaculadas y otras eran destrozadas por el viento que las mecía, algunas caían sobre su cabeza y otras tan lejos que apenas si las podía ver corriendo tras los niños que corrían detrás de los niños. Cada una de ellas era un espectáculo distinto en la cual, la única unidad permanente era el dulce color que le recordaba los ojos del esposo muerto. ¿Cuántas veces había visto aquello? ¿Cientos, miles quizá? Las aves doradas que volaban sobre ella ¿Cuántas veces había visto aquello sin darle importancia? El árbol bajo el que tenía más de 40 años sentándose era cada vez más grueso, pero ella apenas si lo había notado, como apenas pensó en la araña que aplastó ese día o como a las hormigas que su hijo menor quemaba con la luz del sol y una lupa muchos años atrás. En 68 años de vida, había visto muchas cosas, pero apenas si había vivido, afortunadamente jamás se dio cuenta de aquello. Pero embrujada por la oleada de hojas secas, el tiempo, ese que manejaba de forma tan perfecta, se le extravió de alguna forma, se fue volando con ese paso hermoso y poco elegante, de subidas y bajadas, de vueltas atrás y de aceleradas carreras hacia adelante que hacía cada una de ellas. Por eso, cuando volvió en sí, la plaza estaba vacía, austera y sin vida, solo un gran lecho de hojas secas. La noche la había cogido en la plaza. No se dio cuenta de cómo pasó, pero de inmediato, se levantó para regresar a casa. Siempre creyó que había borrachos que se quedaban a dormir en la plaza, el no ver ninguno le sorprendió bastante. Mientras hacía crujir con los pies a 82
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las hojas caídas, miraba el desolado paisaje iluminado por la luz eléctrica. Ese lugar era parte de ella, y ella era parte de él, no importaba cuanto cambiara, Tinaquillo siempre sería Tinaquillo, los lugares los hacen las personas que viven en él, no las cosas que ellos existan, por eso aquel pueblo sería eternamente un caserío grande, un pueblo y nada más que eso. No supo de donde le vino aquel pensamiento, ni mucho menos aquella resolución. Pero pronto las dejó atrás, pues escuchó un tropel que la puso en sobre aviso. Aunque nunca vivió un saqueo ni vio a un hombre matar a otro por motivos políticos, aun en su cabeza permanecían los cuentos que de niña le contaba su abuela, esos donde hombres malvados iban a caballo a los pueblos como aquel y violaban y quemaban y saqueaban y solo para los más afortunados, había muerte, pues la mayoría se quedaba vivo con aquel estigma permanente en la cabeza. Fue algo que ella nunca vivió y nunca alcanzaría a comprender bien, quizás por eso le tenía tanto miedo. Era un hombre con lanza en la mano, con un pantalón blanco, roto en tantas formas que se le veía más piel que ropa. Iba, como ella lo sospechó de lejos, sobre un caballo, un imponente animal blanco que mientras avanzaba hacia ella iniciaba el revolotear de las hojas secas en el suelo. Pensó que la atacaría, pero simplemente le pasó por un lado. Cuando reanudó el paso hacia su casa tres personas se le pasaron por el frente, sus rasgos, hermosos y antiguos, delataban su origen, eran indios vestidos con taparrabos blancos, algo que le extrañó mucho, no solo porque ya no vivían casi indígenas en aquel lugar sino también por 83
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la forma en la que estaban vestidos. Quiso preguntarles por qué estaban allí, que hacían a esa hora en aquel lugar, pero por más que les habló, nada le comprendieron, y cuando se dispuso a seguir, a dejarlos varados en aquel lugar, un grupo de hombres a caballo volvieron a cortarle el paso. Estos, en lugar de lanzas tenían fusiles y el que los dirigía era un hombre rubio de bigotes y cabellos rizados, todos vestidos de blanco, ninguno la miró siquiera. Fue cuando vio al grupo grande cruzar la plaza. Hombres y mujeres, con los ojos fijos en algún lugar, desfilaban con sus ropas blancas sin mirar a los lados. Trató de hablar con ellos, de preguntarle que era aquello, quienes eran, pero nadie le respondía, ni el señor al que le faltaba un dedo ni el niño vestido como rey de carnaval. Eran caras tras caras las que pasaban, y labios sellados tras labios sellados los que le negaban cualquier intento de comunicación. Ella se atravesaba en el frente de cada uno pero todos la ignoraban, era como si no perteneciera a ese mundo. Entonces vio a una mujer que le pareció conocida, tenía el rostro redondo y los ojos tan grandes como la boca, era negra y vestía de blanco, era idéntica a la madre perdida tantos años atrás, podía ser un familiar cualquiera, una tía bastarda o algo similar, el llano está lleno de historias como esas. Pero no como la del siguiente rostro que vio. Era un hombre alto, de bigote tupido y un gran sombrero. Delgado y dientón. Ni negro, ni indio ni blanco, solo un hombre más en aquella tribulación, un hombre silencioso vestido de blanco. Tenía una cicatriz enorme en 84
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el rostro, un rostro que ella conocía bien, trató de hablarle, le gritó y hasta le lloró, pero el hombre no respondió. Ni como a los cientos que vinieron detrás de ella le importaron verla llorar. Aun no pertenecía a su mundo, eso era claro. Como siempre, la mañana despertó a Tinaquillo. La gente tenía la mala costumbre de despertar tempano, especialmente la que vivía en el centro del pueblo. Les gustaba caminar cuando el sol aun luchaba con la luna por el dominio del cielo. Iban de una casa en otra compartiendo café e historias de la noche anterior, del mes perdido o del pasado año. Era un ritual tan importante como colmar la plaza iluminada en horas de la tarde. Fue Juan Campos, el único electricista del pueblo, el que la vio primero. Iba a comprar (como todos los días) un tanto de café, algo de pan y cierta cantidad de queso, en la bodega del portugués; esa que él se empeñaba tanto en llamar panadería. Sentada bajo la manga, con ojos abiertos y labios sellados, estaba Carmen Méndez, había muerto la noche anterior.
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El Santo AQUEL QUE NUNCA HA IDO AL BAILE DE UN SANTO PUEDE ESTAR SEGURO DE DOS COSAS. Una, que no es enteramente venezolano, la otra, comprender que hay cosas que no pueden comprenderse. Cualquiera puede llenarse la boca alardeado de su gran capacidad para razonar todo, de que leyó a Marcuse a los nueve años y que Hegel, no le representa reto alguno. Se puede ser un perfecto ateo sin jamás estudiar a Darwin o un budista obsesionado con imponer la opinión propia. Se puede ser un católico empedernido o un evangélico que lucha por almas de las putas y borrachos a fuerza de gritos en una plaza. Se puede ser tan apolíneo como para huirle desesperado a todo lo que huela a pasión. Incluso, es factible despreciar todo aquello que no nos guste y catalogarlo de “ridiculez” o de “pendejada”, como si fuéramos la vara de la verdad o como si la luz absoluta, estuviera sobre nosotros. Cualquiera puede asegurar tener la razón y despreciar los argumentos del otro, que el baile al Santo es una costumbre enteramente pagana propiciada por los romanos que desfilaban a sus dioses menores por las hediondas calles de sus ciudades, y que cuando estos saltaron al cristianismo siguieron haciendo lo mismo pero de otra forma, y que cuando le obligaron a los negros que obligaron a venir a América, tomar la religión ajena como propia, estos también hicieron lo mismo pero a su modo. “Todo eso se puede. “Aquel que no ido al baile de un santo jamás 86
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entenderá la belleza que hay tras el olor del sudor mezclado, los trapos rojos, la blanca con nalgas de negra que se contonea como gata protegida por la oscuridad y por el Tam, Tam, del tambor. Tam, Tam capaz de hacer mover la cadera de aquel que en su vida ha movido el culo pues solamente escucha jazz. De enamorarse de un trago de cocuy o de los ojos de una india de cabello largo que mira el fuego como buscando a los ancestros que no perdió en aquel jolgorio. No, aquel que escuchado el Tam, Tam no puede comprender ni a Miguelon ni al quilombo, ni a Chirinos ni a Negro Malo. Porque aquel que nunca ha visto un santo bailado, jamás entenderá ni el mestizaje ni la historia real de Venezuela. “Esto no me pasó a mí —nos dijo el cuentacuentos— pero si pasó aquí en Tinaquillo. Me lo contó Carlos Ochoa, el biznieto número 47 de Don Nicanor Ochoa, el rey de los brujos. Le pasó al amigo de un ahijado suyo, y que por ser de Tinaquillo, me lo contó enseguida. “A mucha gente le gusta coger el amanecer despiertos después de que se le canta a San Juan. No todos piden un rinconcito para echarse a dormir luego de los bailes. Los que no han conseguido pareja para la noche por ejemplo, buscan ron en mano la compañía del sexo opuesto. También hay quienes cogen una guitarra y cantan decimas para el Santo y hay quienes no aguantan devorarse y se llevan a la pareja detrás de un árbol y entre arañazos y mordiscos, los trapos rojos se van al suelo y los gemidos al cielo. Todo, salvo dejar al Santo, se pueden hacer esa noche; porque es el único día en que se es libre. 87
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Jesús Flores y María Betania Cruz no necesitaban desnudarse debajo de un árbol. Tenían 12 años de casados y aunque el fuego entre ellos no había desaparecido, si había disminuido drásticamente. El tiempo le abultó a él el abdomen y le pintó trazos blancos en el bigote, a ella, las cicatrices de las dos cesáreas le habían obligado a tomar el hábito de no mostrar el vientre ni al marido, los pezones que una vez fueron dos dulces gotas de miel en bancas serranías, era ahora rocas que caían en una avalancha. Pero se querían, habían aprendido a disfrutar el escaso sexo que tenían y soportar los mutuos defectos. A ella dejó de importarle (después del segundo hijo), que Jesús Flores siempre llegara tarde los viernes, dulcemente aromatizado y completamente borracho. Él había aceptado el dominio absoluto de María Betania Cruz en cuanta cosa se pasará por el frente, desde que ver en televisión hasta que religión seguir. Era una de esas parejas condenadas a pasar centurias juntos, no por la pasión que se profesaban sino más bien por la ausencia de ella. “En los quince años que tenían como pareja nunca habían faltado a el baile del Santo. Ella lo incluyó en la religión y él gustoso la tomó como propia. Realmente creían en ella, en las agujas que atravesaban bocas, en los sapos cocidos, en las gallinas degolladas y en las cabras mutiladas, en el progreso a cuenta de la desgracia ajena y en la desgracia propia a cuenta del progreso ajeno. De esos 15 bailes jamás se marcharon, sabían que eso enfurecía al Santo. Las primeras veces eran del grupo que escogía cualquier huequito para regresar a la tierra. Tiempo después necesitaron ayuda del licor y ya 88
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para aquellos últimos años, eran de los que se ponían a cantarle al Santo, más borrachos que Sansón cuando se juntó a Dalila. “Sin embargo, la noche de San Juan a la que me refiero —nos dijo el cuentacuentos que contaba la historia que le había pasado a un amigo del ahijado de Carlos Ochoa, el biznieto número 47 de Don Nicanor Ochoa, el brujo de los brujos—, Jesús y María se vieron forzados a hacer algo que nunca quisieron haber hecho, retirarse a casa después de la bailada. “Pidieron permiso al viejo padrino de ambos, a la bruja mayor, y por último al mismísimo Santo. Solo a éste pareció no importarle aquello. A regañadientes los dos imputados aceptaron el asunto, <<Ellos ya están bien viejos pa’ saber que al Santo no se le deja>> —nos dijo el cuentacuentos que dijo el decrépito padrino, un hombre tan viejo y delgado, que el solo hecho de que pudiera mantenerse en píe, hacía creer a cualquiera en la santería. “Mientras se despedían, mucho trataron de frenarlos, les recordaban que eso no se le debía hacer al Santo, que era una gran falta. Otros, un poco más terrenales, le recordaron el largo trecho y los peligros a los que se enfrentaban al ir caminando desde la calle 8 en Juan Ignacio Méndez hasta Pueblo Nuevo a orillas del cementerio viejo de Tinaquillo. “—No tenemos nada pa’ que nos roben —dijo el narrador que dijo María Betania—. Además el Santo viene con nosotros. “Algunos le prometieron un futuro aventón en cuanto ascendiera la primera lágrima de sol, pero nada 89
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podía retenerlos en la vereda llamada calle para poder justificar el tendido eléctrico y los topes en el suelo. Estaban obligados a marchar, tenían una misión que no podía esperar. Por lo cual, sin importar Santo ni mundano empezaron el recorrido de hamaca que los llevaría de un barrio a otro. “Tinaquillo por las noches es un lugar hermoso. Casas a medio construir se levantan a lado de viejos hogares de barro y de pequeños edificios de bloques grises y grandes virinas. El silencio se hace único compañero en un lugar demasiado reducido para la cantidad de ruido que produce. Y para recordar la realidad, las luces amarillas iluminas las calles con la misma intensidad que el inclemente sol lo hace durante las mañanas. Nunca se ve a nadie por las calles de la noche, solamente se escuchan los pasos propios, que acelerados, buscan huir de los inexistente ladrones que azotan el pueblo. Las iglesias, las licorerías y las plazas, lugares que son más o menos lo mismo, también se vacían, porque en Tinaquillo, todo el mundo cierra las puertas cuando empieza a asechar la madrugada. “Hasta la brisa, ese ser mágico que parece haberse olvidado de los árboles en la Puerta del Llano, se pasea coquetamente de rama de mango a rama de guama y de rama de guama a rama de ápamate. “Si, Tinaquillo es un lugar totalmente distinto por las noches, es absolutamente hermoso, es un lugar que duerme. “Tristemente, ni María Betania Cruz ni mucho menos José Flores le daban atención a esa belleza. Estaban tan preocupados por su misión del día siguiente, 90
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que apenas si alcanzaban a notar la fresca brisa que lo acariciaba los poros. Aceleraban cada vez más el paso, pero no por miedo pues eso no lo conocían. Realmente creían en que el Santo los protegía, que nadie en su sano juicio era capaz de atacar a los colores rojos de San Juan. Su caso era curioso, si bien no comprendían que el asunto de la inseguridad en el pueblo es un asunto inflando por la paranoia, confiaban tanto en la religión que su casa azul, en Pueblo Nuevo, era la única que no tenía rejas en las ventanas. “El que ha caminado por las noches, en cualquier lugar del mundo, le teme a cualquier sonido; al viento intermitente entre las hojas, a los perros que se transforman en quimeras y se estrellan violentamente en una orgía de ladridos contra las rejas de las casas, a los gatos que maúllan sobre los techos y hasta los propios pasos, pueden ser un auténtico suplicio. Pero nada aterra más a un caminante nocturno que el sonido de una moto o un carro. Es como si se prefiriera, escuchar un lejano silbido o el llanto de una mujer, que el motor de hidrocarburos violando la noche. Pero María y Jesús ese día, deseaban lo contrario. “Tenían que estar a las 4:30 de la mañana a las puertas de su impostergable compromiso. Deseaban fervientemente escuchar ese mismo motor esperando de que fuera un taxi que les acortara el trecho entre un lugar y e otro, pero a medio camino, el único sonido que les acompañaba era el de los pasos propios. Y lo único que rompía esa tranquilidad absoluta eran los gatos que huían de las ratas. “Atravesaron Las Tejas, La Fátima, y tomaron 91
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camino a la plaza Bolívar. En su cabeza, pues ya ambos pensaban como uno, estimaban que no haber conseguido forma de trasporte era una especie de castigo del Santo por haberlo dejado. Así que desistieron de buscar un taxi y a cambio aceleraron aún más el andar. Mientras más imponentes se hacían los mangos, más cerca estaban de casa y más cerca del inamovible compromiso estaban. “Con pocas palabras, si es que las hubo —dijo el narrador—, María Betania Cruz y su marido de tantos años, Jesús Flores, trazaron con carbón la ruta sobre sus pensamientos. Cruzarían la iglesia y la plaza Bolívar, tomarían la calle de la alcaldía hasta llegar al viejo cementerio de bloques rosados, y ascenderían tres o cuatro calles hasta llegar a casa. Sin miedo alguno a la soledad, pues, el Santo los cuidaba. “Si uno se pone a ver la plaza del pueblo, la plaza Bolívar, entiende rápidamente lo fácil que es dominar a la gente. A la izquierda está la Iglesia, enorme, rosada, hermosa, y pintoreteada más de una vez por jóvenes pseudo anarquistas o disque comunista que con latas de aerosol dejaban mensajes más que de odio de desesperación ante la apatía y la estaticidad. Entonces los pocos que todavía viven el centro, se levantan mirando por sus ventanas que “Dios no se arrecha que él está contento con revolución” o “Que no se calaban un Dios impuesto” pues se era pemón mas no español. Y al frente de la iglesia se levanta la alcaldía y entre los dos está un Simón Bolívar de mentira con un anillo de mentira representando una mentira, y al costado de Bolívar la casa blanca del pueblo, la casa de Acción Democrática, que por su misma condición, blanca y cuartarepublicana 92
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es blanco perfecto de los que se niegan a ser dominados. “Entre esos 4 rincones mal trazados transcurre la vida de Tinaquillo. Muy pocos se dan cuenta cuando caminan por ese sector cuan adoctrinados están. Y los pocos que lo saben, como Lorenzo Escamilla o Gabriel Baute o Pedro Reyes, terminan discutiendo apasionadamente a la sombra de esas instituciones, si Schopenhauer se peinaba el bigote pa’ un lado o si Nietzsche se envenenó de más cuando le pusieron mercurio en el miembro para librarlo de la sífilis. Y a pesar del narcisismo en aquello, su plática es más nutritiva que la de Orlando Decena y de Javier Tovar, que creen en la revolución del proletariado mientras son bombardeados de Dios, Patria y Familia en ese lugar espeluznante llamado plaza Bolívar —dijo el narrador. “A veces pienso que los que no están conscientes de eso son más felices. Como por ejemplo, el matrimonio Flores. Media vida juntos y las pocas discusiones que tenían, eran por una arepa fría o por el olor perfume de prostituta, que lejos de lo que se piensa, es bastante caro. Jamás se habló de política o de filosofía de arte o de vida en su casa. Por eso eran de esas personas felices que notan jamás su condición de esclavos. “Irónicamente esa noche, mientas saltaban de la farmacia a la plaza, los Flores, pues lo que pensaba el uno lo creía el otro y lo que creía el otro lo pensaba el uno; se dieron cuenta de lo opresivo que es el espacio allí. De un momento a otro sintieron que las paredes de la iglesia se le venían encima, o que de la casa de AD, salían fantasmas no se sabían si escapando o reclamando algo. Pero pronto todos esos pensamientos se escabulleron entre los 93
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alborotados cabellos del señor que sentado en un banco, veía un reloj dorado. “Un rasgo muy humano —dijo el narrador—, es que no importa dónde nos encontremos, siempre que nos sintamos desprotegidos buscaremos apoyo en otras personas. Es igual pedir una dirección a juntarse bajo un puente a esperar que la lluvia pase. Es de humanos ser humanos. “Cuando Jesús Flores siguió a María hacia el señor sentado en el banco de hierro, casi al final de la plaza, bajo la gran manga, no se percató de lo bien pintado que era aquel hombre. Tuvo que verlo muy de cerca para poder captar cada detalle de él. Era rubio, y de piel blanca casi marmoleada, tenía los ojos grandes y verdes, y la boca rosada y delgada. El mentón era muy cuadrado para las orejas tan pequeñas, y la camisa roja lo hacía ver más gordo de lo que realmente era. “Solo pudo reaccionar cuando escuchó su voz. Era la voz más dulce que había escuchado en la vida. Ni la voz de la mujer, cuando la amaba, le había parecido tan hermosa como la de aquel rubio hombre que dijo: —Son las 3 en punto de la mañana —dijo el narrador, que dijo el hombre de la plaza en la historia que le contó un ahijado a Carlos Ochoa sobre un amigo suyo. “Sin responderle algo sincero, solo con un gracias, los casados dejaron al hombre en la plaza y cogieron hacía la casa propia. Turbados por la imagen y la voz del hombre al que María no supo cuando le preguntó la hora, no se percataron del automóvil negro que iba a toda velocidad hacía ellos. 94
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“Como si fueran hojas de Cotoperí, volaron por aire en cuanto el automóvil los impactó. María Betania perdió la cabeza en el choque, Jesús en cambio pudo aguantar el golpe. Tanto, que mientras el conductor iba a él para tratar de salvar algo, el santero decía desesperado <<El hombre, el Santo>>. Pero el conductor no entendió nada. “Era Juano Alfaro. Uno del grupo que le habían bailado a San Juan. Movido por la empatía, decidió salir a buscarlos en su carro nuevo. Pero en todo el camino no los vio; hasta que chocó con ellos. “Él mismo se lo dijo a Pedro Delgado Tarazona, un negrito de Barlovento que por azares de la vida, había dado a parar al Naipe en Carabobo. Él es el ahijado de Carlos Ochoa, que es el biznieto número 47 de Don Nicanor Ochoa —dijo el narrador—. Y este me lo dijo a mí. “El accidente fue tan terrible que el día siguiente en el pueblo fue un día muerto. Todo se suspendió para aceptar el golpe de ver a alguien desfragmentado frente a la alcaldía del pueblo. Todo negocio en el centro, hasta los de los chinos y los sirios, estaba cerrados. La casa de blanca censuró sus puertas mientras las campanas de la iglesia retumbaban apegándose al luto no planeado. “La iglesia… ese fue el sector más afectado por aquel hecho, ese amanecer iban a recibir una bandada de niños que renunciarían al pecado, reafirmando a Cristo en sus vidas y entregándose al catolicismo en primera comunión. Cumpliendo así, con la misión que les impusieron al bautizarlos. Casualmente, Honorio Flores Cruz, hijo de Jesús Flores y de María Betania Cruz, estaba entre el grupo de los que ese día harían la primera comunión. 95
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El Bautizo de Eustaquio Cruz CARLOS MORA ERA TODO LO QUE SE ESPERA DE UN MACHO DEL LLANO. No hubo un día de su vida, que se le vio sin sombreo o con la camisa por fuera. No fumaba tabaco y ni cigarrillos pero mascó chimó hasta los 97 años de edad cuando cayó de una escalera y se rompió el cuello. Era un gran bebedor de ron, de guarapita y de cocuy, jamás tomó una cerveza o un trago de vino porque creía firmemente que esos eran licores de maricas y mujeres. Coplero mejor no tuvo el llano, fue maestro de guerreros, de carraos, de gabanes y hasta de uno que en algún momento se batió con el diablo. Era de esos que se inventaban versos en un segundo, y repicaba las maracas tan bien como tocaba el arpa o el cuatro. Era zambo y bembón como deben ser los hombres del llano, ni gordo ni flaco, ni alto ni bajo. Siempre con las botas inmaculadas, y con el pecho oliendo a mastranto. Hasta el día que murió anduvo a caballo, y hasta ese momento, fue un mujeriego empedernido. Se le conocieron 37 hijos de 37 mujeres distintas, a una sola le dio el apellido y fue a la primera hija, la 36 en la cuenta general. Fue la niña que le dio su esposa de papel, Marta Calcuta, una colombiana tan hermosa como la fortuna que su familia había hecho en las minas azules de Bejuma, y tan poco querida por el marido impuesto como por la familia que le tocó. Por esa peculiaridad, Carlos Mora, que tuvo 98 buenos amigos, tuvo un solo compadre, el que le bautizó a la niña. Nunca ninguno de los compañeros de tragos, de dominó, o de gallos o toros, quiso tenerlo más cerca de lo 96
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necesario. Fue un conocido embaucador y tramposo, de esos que envenenaba las espuelas de los gallos y apostaba al toro adormitado, que se sacaba trucos de la manga y que enamoraba a cuanta mujer se le pasara por el frente. Más de una hija de algún conocido, unas esposas y hasta algunas madres, pasaron por sus garras, desfilando una tras otra como las canciones a los caballos y a los zamuros, y las botellas de ron barato. Nunca se le vio triste, ni la noche del funeral del único compadre que tuvo. Cogía cada muerte cercana con una gran sonrisa, echando coplas al viento y bailando con alguna negra al trinar del violín cerrero de los llanos cojedeños. Lo suyo era la risa y la vida, por eso amanecía borracho en cualquier esquina, en la plaza junto a los apeaderos de burros o en las puertas de madera que dan a la iglesia. La mañana que bautizó a Eustaquio Cruz fue una de esas. Tras la larga parranda que le siguió al velorio del único compadre que tuvo, amaneció tirado frente a la iglesia blanca como huevo, y quien lo despertó fue justamente ese niño. — ¡Padrino parece! —Le gritó— Necesito que esté despierto pa’ que me bauticen. Fueron tantas las veces que Carlos Mora despertó con resaca, que muchos años atrás, cuando era muchacho, estas dejaron de afectarle. Se levantaba, como aquella mañana, tranquilo y con cada sentido en su sitio, como si nada hubiera pasado. Tan sobrio y dicharachero como cuando se emborrachó. — ¡A pues muchacho! —Replicó— Déjate de pendejadas que tu tas muy viejo pa’ que testén bautizando. 97
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— ¡Va cie padrino! —Replicó el niño delgado como hoja de palma— Es que cuando taba chiquito no jubo quien me bautizara porque mi mamá estaba loca y mi apa era un borracho que mataron a machetazos en una gallera en Tinaco. — ¡Ja pues! —Insistió Carlos Mora mientras se limpiaba la tierra de la ropa— Quesa verga no jes asunto mío. ¿Además que importa si te abutizan o no? —Es que me voy a morir hoy —señaló el niño con gran fortaleza—. Si no me bautizan no voy pal cielo. Esa fue una de las pocas veces que Carlos Mora se estremeció por algo, que no sacó una sonrisa burlona ni algún argumento sarcástico. Todo lo contrario, se quitó el sombrero y miró al caballo que había dejado en el apeadero de burros en la plaza, y entró a la iglesia con el muchacho bajo el brazo. Habló con el cura y le hizo la petición extraña para el bautizo del niño. Este no se negó, apenas había abierto las puertas de la iglesia y era un miércoles muerto, dijo unas cuantas palabras que Carlos Mora nunca recordó, echó unas cuantas gotas de agua en la cabeza morena del muchachito y listo, estaba bautizado. —Vente pa mi hacienda —le dijo el padrino al niño—, ven y comemos unas arepas. —No —respondió secamente el niño—. Tengo que esperar aquí. — ¡No digo yo! —Añadió el hombre parrandero— ¿A quién? — A la muerte padrino. Ya le dije que me moría hoy. Después de varios intentos y sin lograr convencerlo, Carlos Mora cogió para la hacienda de sus suegros en 98
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Caja de Agua, estaba dispuesto a regresar más tarde por el niño. Dejó el caballo en el portón de la casona y entro por el patio lleno de conchas de mango, donde ni los siete perros le ladraban o meneaban la cola. Se sentó en la mesa donde la mujer ya le había servido unas arepas, y le había rayado el queso blanco, y fritado las caraotas que puso en una vianda a un lado. Hablaron pocas cosas mientras degustaban del café recién molido, tenían que ir al entierro del compadre, del padrino de la niña. Pero como era de esperar, Carlos Mora le restó importancia a aquello <<Esa lloradera de los entierros es pa’ hipócritas —aseguró—. Se la pasan diciendo que Cristo va ja venir y nos va ja resusita ja todos y de todos modos cuando se mueren alguien no hay naiden que no lo llore>>. Lo suyo era la vida y la risa, no la muerte ni las lágrimas. Por eso quería rescatar a aquel niño recién bautizado. Así pues, después de la comida el baño y un nuevo café, partió sobre el lomo del zaino a buscar al Eustaquio Cruz si es que así se llamaba el muchachito, pues ese fue el nombre que él mismo le dijo al cura después de un momento de silencio cuando este le pidió uno. <<Me llamo Eustaquio… Eustaquio Cruz>>. Por esas cosas del tiempo salió mucho después de la mujer y la hija con apellido, y por esas mismas desaventuras no encontró al niño aunque lo buscó por todo el centro del pueblo. Lo que si lo encontró a él fue el funeral del compadre. Era un funeral grande, como muchos años después, cuando Tinaquillo se hizo un anexo de Valencia, sería el propio. La urna reposaba sobre los hombros de 4 amigos de la infancia, iban borrachos de las 99
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lágrimas servidas por las mujeres que dirigían el cortejo, de los rezos y del sudor que le estallaba en las frentes. Carlos Mora era un hombre tan mamador de gallo, que se acercó al cortejo del compadre haciendo que el caballo sobre el que montaba anduviera en paso de desfile. Empezó a cantar y soltar rimas mientras la esposa y la única hija hembra que tuvo lo veían con pena y desprecio. Nadie lo callaba, ni la comadre que había pasado bajo sus manos una noche sin estrellas en el cielo, ni los amigos que le temían a una patada del animal bajo sus piernas, ni nadie. Ni siquiera cuando le pegó un fuetazo a la urna y gritó: “Parece compadre, que tamos cerca del Chivo Negro”, nadie intervino, era Carlos Mora, podía hacer aquello. Pero así como era de creativo para sus chistes y sus coplas, así se aburría de las cosas. Cruzó una esquina dejando en paz al muerto y a su cortejo, y entró al bar donde ya no le cobraban con dinero sino con canciones; Chivo Negro. Jugó bolas, se emborrachó y cantó unas tres canciones, echó cuentos, manoseó a una muchacha andina y se emborrachó de nuevo. Y cuando se montaba con cuatrista y maraquero, listo para entonar otra melodía, apreció por la puerta un hombre con negro sombrero, negro pantalón y negra camisa. —Compadre —le dijo sin alzar la voz ni la mirada—, usted me dijo que me levantara, y aquí estoy. Venga en la noche pal cementerio, allí lo voy a esperar machete en mano. Diciendo eso el hombre se desapareció en una nube negra de polvo y viento. Nadie miró ni habló con el gran macho del llano. Carlos Mora, salió del bar con el machete desenvainado. Miró a cada lado de la calle y lo 100
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único que vio fueron los nubarrones que iban y venían de lado y lado, dispuestos a atraparle en una tormenta. Metió el arma blanca en el forro negro y empezó a cabalgar hacía su casa, no iría al cementerio, sabía bien que a los muertos es difícil matarlos. Uno le había quitado a un abuelo y otro se había llevado al padre, no sería él uno más en los cuentos que echan los copleros en los pueblos. Pero cuando vio en la plaza al niño que esa misma mañana había bautizado, disfrazado de principito, que lo llamaba a gritos, detuvo su marcha el cantor y se le acercó. — ¡Padrino tenga esto pa’ su combate! —dijo mientras le daba una barita. — ¿Cómo tu sabes eso muchacho? —Preguntó Carlos Mora contrariado. — ¡Eso no importa padrino! — Gritó de nuevo— ¡Coja mi barita de entierro y con eso le pega al muerto! —Bueno pero vente pa’ mi casa conmigo muchacho gafo —respondió el hombre mientras cogía el palito. —No padrino —dijo el niño secamente—. Yo ya estoy muerto. Al culminar su frase, el niño desaprecio entre nubes blancas y brisa fresca. Dejando al padrino la batuta en la mano izquierda. Carlos Mora apenas se percató de todo lo que le había pasado en tan poco tiempo cuando se bajó del caballo y empezó a caminar por el cementerio. No recordó en que momento había cogido rumbo al mismo, ni en que instante sacó el machete nuevamente, ni mucho menos la hora en que mientras llovía se encontró con el compadre fallecido. Empezó a lanzar machetazos sobre el cuerpo 101
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del antiguo amigo, y cuando ya no tuvo fuerzas para ellos, arrojó cuanto puñetazo y cuanta patada pudo; pero tampoco hicieron efecto. Así matan los muertos, desesperando al adversario, y cuando este ya no tiene fuerzas, le dan un beso en la frente y listo, han vencido. A Carlos Mora le casi le pasa eso. Cayó vencido por su propio cansancio, con el rostro lleno de mierda de caballo y agua de lluvia empezó a pedir clemencia mientras su otrora amigo lo veía sonrientemente con los ojos blancos y la boca amarilla. Y justo cuando le iba a poner los labios en la frente, el coplero recordó la barita del niño, la sacó de la camisa y empezó a golpear al muerto con ella. Tres golpazos después, el muerto se había marchado y el hombre parrandero caía desmayado y orinado de miedo. Despertó a la mañana siguiente, cortado y mallugado, con la camisa rota y la nariz partida. Su cabeza descansaba sobre la lápida del compadre, donde se leía con letras doradas el nombre: Eustaquio Cruz.
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Un Funeralito —NO SE OLVIDE DE MANDARME EL NIÑO —dijo María de la Candelaria Canales—. Al funeralito de mi hijo, mi rubiecito tan lindo que Dios lo tenga en el cielo. Me lo manda de blanco blanquito, a su flaquito morenito. Con el pantaloncito cocido y bien peinadito. Ya le avisé a media cuadra, me faltan todavía algunas casas. La de los negros Mendoza y la de los indios Capaya cerca de la taguara del portugués al que no le he dicho nada. ¡Ay madre santa! Tú que enterraste a tres de tus hijos, dame fuerzas pa’ seguir este camino. Para no llorar en cada puerta cuando digo que se me murió mi niñito, rubio y bello como el sol en el cielo. ¿La niña de doña Ana tendrá su vestido de encajes blancos todavía bueno? Cuando se murió la muchachita machita de doña Caridad, esa que jugaba con pantalones a las metras donde los caballos de italiano Canelón estaban, tenía ella ese vestido bien bonito, yo la vi cuando pasaron por la plaza con la urnita blanca y el angelito ajeno; ¡quién me iba a decir a mí que yo pasaría por esto! ¡Que Andresito mi niñito catirito se me moriría mientras yo le echaba un cuento! Ahora tengo que verlo con los ojitos abiertos, azules como el cielo, como los de su papá Alberto. ¡Ay! mi niño se me puso tieso. Yo pensé que se hacía el dormido como siempre lo tenía dispuesto, es que era bien tramposo y juguetón mi rubiecito tan bello. ¿Verdad que era guapo mi niño? Bien dibujado y con porte de dueño. Ese iba a romper corazones desde Las Vegas hasta la Macapera, desde Lima Blanco hasta La Blanca, de Tinaco a Tinaquillo se leería su nombre, bajo cualquier manga alumbrada por este sol tan rubio como era mi niñito bello. ¡Pero qué 103
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va! Mañana se me va i muchachito pal cielo. En su cajita blanca y su coronita con escarcha, no se me va a casar mi niñito pues ya está muerto. ¡Ay! ¿Qué le digo a su madrina Sol? Que me lo quería casar con su indiecita Estrella, tan bella como ella lo era cuando estábamos pequeñas. Nosotras que fuimos de blanco a tanto entierro, a tanto funeralito blanco a ver partir a nuestros amiguitos al cielo. Uno no se daba cuenta de que eso era tan feo. Uno no le prestaba atención a eso, no veíamos las hojas de plátano con las que sancochaban al muerto, ni la cajita blanca ni los palitos en los ojos, para que el niño llegara con los ojos abiertos al cielo; una estaba pendiente del refresco. Del café y los caramelos, del queso de cabra recién hecho, y del niñito bonito como mi rubio catirito que se me va tan lejos, tan lejos. Ahora estará allá arriba con su primitos muertos, con Juana y con Raquel, las hijas mellizas de Doña Inés, a las que un caballo se llevó por delante y quedaron tan destrozadas que hubo que sancocharlas y pegarlas. ¿Usted se recuerda de eso, verdad misia Juana? Usted que le ha tocado tanto entierro, de marido de hermanos y de amigos, de padres de tíos y hasta de algún hijo. Dios le cuide a su nietecito tan bonito, negrito y bello como mi rubiecito que caminará pronto por el cielo. Pero yo sé que llegará el día en que estas historias de nosotros no serán creídas, que na’ más parezcan cuento y nadie el pueblo recordará esto. Que los desfiles de angelitos, con los trajecitos blancos quedarán tan lejos, como los palitos en los ojos y las coronitas con baritas, como las hojas de plátano y las urnitas blancas. Pero mientras tanto, no se olvide mandarme hoy a la casa al niño, a su nietecito, para el funeralito de mi rubio catirito, Dios lo acoja en el cielo. 104
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La Muchacha
Machadero
Doy tres pasos sobre las rocas y entro al río. Las aguas están heladas. Empiezo a sentir como recorren mi cuerpo a pesar de que solo he metido la mitad del mismo. Fue la orden que me dio La Bruja. Siete baños en Machadero, uno por día. Este es apenas el primero, pero ya siento a los duendes alejarse, sé que llegaré a casa y ellos no estarán allí. Afortunadamente no hay nadie, puedo quitarme la franela. Nadie va un río un lunes por la mañana, menos a éste que está tan lejos. Escucho el viento saltar de hoja en hoja. Antes de darme cuenta empiezo a nadar de espaldas, como me dijo ella; con el pecho desnudo y el rostro al sol. Algunos tímidos rayos empiezan a golpearme en la cara otorgándome así un poco de su calor. Cada mínimo sonido es hermoso. Las cascadas, el movimiento del agua, el trinar de los pájaros, el viento silbando en mi oído. Está demasiado fuerte para ser él quien acariciaba las hojas que vuelvo a escuchar desde la orilla. Ha de ser algún animal pequeño huyendo de algo. ¿Cuánto ha pasado desde que me metí aquí? ¿Dos horas? ¿Dos minutos? La verdad no tengo idea, cada segundo se me hace eterno y placentero. No quiero salir de este río. Mi cabello saldrá hecho trizas pero no importa. Los beneficios de este remedio serán más importantes que eso. Por fin dejaran de perderse las cosas en la casa, por fin esa mocosita dejará de coquetearle a mi marido y por fin, nos ganaremos el dinero que nos hace 105
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falta para tirar los muros de la casa que construimos en el patio. Todo gracias a estos baños. Y a La Bruja. Es tan buena persona ella. No me cobró mucho a pesar de lo complicado del asunto. Yo estaba realmente maldita, y ni cuenta me había dado; pero ella me salvó. Debo salir del río. Ya ha pasado mucho tiempo, lo sé porque el sol ya no es tímido sino coqueto. Reúno todas mis fuerzas y salgo dando cortos pasos. Me visto de nuevo con la ropa que desde el torrente arrojé a la orilla húmeda. Camisa blanca que no me cubre bien los senos. Short beige que me marcara las piernas blancas. Afortunadamente hay suficiente sol como para secarme naturalmente. De aquí a la mitad de la carretera de tierra estaré totalmente seca, despeinada y roja como un camarón. Pero prácticamente sanada. El ruido en las hojas ha cesado. Quizá era el mal huyendo de mí. La Bruja no se equivoca, es la mejor en lo suyo. Me coloco las suaves sandalias rosadas y empiezo a caminar ampara por la sombra de los grandes árboles que protegen Machadero. Mis rodillas soportan mi escaso peso mientras subo la ladera, es la señal definitiva de que he abandonado el río. De aquí en adelante todo será piedras, tierra y sol. Quizá algún finquero me dé la cola hasta el pueblo, o por lo menos hasta la parada de las camionetas. Creo que alguien me sigue. Evito mirar atrás, ha de ser un duende o algo malo. Algo que he tirado en el río y ahora me persigue. Acelero los pasos creyendo que eso me va alejar de eso. Soy tan ilusa. La Bruja me lo dijo cuándo le aseguré que nadie quería hacerme daño. Pienso en correr. Pero las piernas no me responden. 106
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Estoy tan aterrada que solo puedo caminar rápido. Mi única esperanza ahora es llegar a una zona más poblada, quizá cuando el demonio vea más gente, se aleje. Estoy por llegar, ya veo la enorme carretera de tierra. No me va a alcanzar, no lo hará. Le diré a La Bruja, que eso me persigue, entonces se inventará algo que exterminará definitivamente a esa cosa. Quizá si… Siento un golpe muy fuerte en la espalda. Caigo de boca al suelo, mis dientes se han roto lo sé por el sabor de la sangre. Trato de girarme pero eso no me deja. Está montado sobre mí, arrancándome la ropa y gritándome cosas que no entiendo. Entonces siento el filo frío contra mi cuello, es el primer machetazo. Se ha levantado, logro girarme y veo esa amorfa sombra extendiendo el brazo dispuesto a tasajearme de nuevo. Coloco la mano izquierda entre mi cara y el machete y lo siento hundirse entre mis dedos. La sangre empieza a brotar de mi cuerpo a diferencia de mis gritos, pues mueren todos en mi garganta. Extiende su brazo una vez más. Ya no tengo fuerzas para frenar el golpe. Logro ver su rostro arrugado y su barba desaliñada antes de que el machete entre por mi ojo, cortándome el rostro en dos. Ya no siento dolor, ahora lo perseguiré yo a él.
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La Bruja Es mucho lo que se ha demorado. ¡Ese gran pendejo! De seguro que anda emborrachándose, no puede hacer nada si no está borracho. Yo misma debí hacerlo. Ir y matar a La Muchacha, o matarla aquí, era lo mismo. Me lo dijo el tabaco, me lo dijeron las cartas y hasta los caracoles; “La Muchacha será la responsable de tu muerte”. Tenía que deshacerme de ella o algo me pasaría a mí. Fue la primera vez que leí algo con tanta claridad, ¡y tres veces! No podía estar equivocada. Mi error fue mandar a ese. Es ya de tarde y lo mandé bien temprano. Yo misma lavé el machete para que los espíritus se hicieran con el alma de La Muchacha. Le dije dónde estaría ella y que estaría haciendo. Que la matara después de que saliera del río. Que se viniera de inmediato, que necesitaba ver su sangre en el machete. Capaz ni lo hizo. Es un cobarde, un debilucho; como todos los hombres. Monto el agua para el café. Hoy no ha venido nadie, afortunadamente. No puedo hacer una sola consulta mientras tenga eso en la cabeza. Si él no la mata, La Muchacha será la culpable de mi deceso. Me tomo el café, he olvidado ponerle azúcar. No importa; son las dos de la tarde y él aún no ha llegado. Me lo imagino, debe estar borracho en algún lado. En una esquina o con una puta gorda. Con el machete escondido e inventado una excusa para cuando vuelva en la noche. Pero no lo recibiré, si no me muestra su sangre, lo boto de la casa. Que se vaya donde sus hermanos o su madre, no me importa. No voy a tener un marido de juguete. Preparo un pan con mortadela grande luego de otro café. Un par de cigarrillos luego igual, sin saber nada 108
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de él. Son las cuatro de la tarde y aún no ha llegado. Recuerdo a que vino La Muchacha. Me habló de duendes y fantasmas en su casa. De una vecina que le picaba el ojo al marido y de un millar de pendejadas. Quise hacer algo por ella, realmente lo quise. Pero no pude. Las tres veces que intenté saber cuál era su demonio, se repetía e mismo mensaje, ella sería la culpable de mi muerte. Por eso le pedí a él que hiciera algo, que la matara. Pero de seguro está borracho y no lo hizo. No va a venir. De seguro pasará la noche donde algún familiar y vendrá mañana fingiendo que algo le pasó. Pero yo no le voy a… Suena la puerta. Es él, ha llegado. Huele a ron y a cerveza pero no está borracho. No habla, no se mueve. Parece un fantasma. Se lleva la mano al cinto y hace un gesto rápido. Entonces me muestra el machete. Rojo de sangre, de sangre de La Muchacha.
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El asesino ¿Qué he hecho Dios bendito? Me pregunto mientras acelero un trago. He matado a esa niña por nada. Bueno, ella me lo ordenó. Me dijo que si no lo hacía sería al revés, y la muerta sería ella, mi mujer. No tenía más opción, tuve que hacerlo. Quizá violarla estuvo de más, pero es que estaba muy bella como para no hacerlo. Pido una nueva cerveza y me la tomo de inmediato. Pero no siento nada. Ni el frio típico por la garganta, ni olvido su mano llena de sangre. Otra cerveza y nada cambia. Necesito olvidar ese rostro, ese ojo oscuro cortado que no paraba de mirarme desde el suelo. Pasa todo lo contrario. Cada vez que cierro los ojos la veo muerta, debajo de mí. Y cada vez que los abro, creo tenerla al frente, con la ropa destruida y con el rostro cortado. No debe ser un fantasma. Mi mujer me ha dicho que no crea en eso, quizá solo estoy borracho y no me he dado cuenta. “Tienes que ir a casa”, me dice alguien en la pata de la oreja. No es mi voz ni la de mi mujer, es la de La Muchacha. Lo sé porque es una voz que nunca había escuchado antes. Una cerveza más y luego otra. Miro a algunas mujeres del burdel, ninguna bonita como la que acabo de destazar y esconder por los mogotes. Los zamuros, ratas y serpientes se la comerán, los perros se llevarán sus huesos, no existe forma de que la encuentren. No debo preocuparme. Otra cerveza y luego una más. Quieren hablar conmigo, las prostitutas y los 110
Felíx López Alvarez Escalofrío Cuentos de miedo en tinaquillo
borrachos. Pero no les hago caso, solo puedo pensar en La Muchacha. “Ve a casa” me dice de nuevo. Pero me niego a levantarme del taburete. No hasta que sienta algo, frío al menos. Una cerveza, luego otra. Se hace tarde, la voz me enloquece. Cada vez es más fuerte y cada vez la veo con más detalles. El lunar cerca de la boca, las espinillas en el pecho amplio. Quería gritar algo mientras se defendía pero no pudo, capaz se ahogó con su propia sangre y yo no la he matado. ¿Entonces por qué me sigue molestando? “Ve. Si quieres mi silencio ve” me dice de nuevo. Me veo reflejado en su ojo arrancando, gordo, sin afeitar ni peinar. Debió ser horrible para ella. Y yo lo sabía, pero aun así lo hice. Quiero culpar a mi esposa pero yo quise hacerlo. “No. Fue ella”. Me dice de nuevo. “Tú no tienes culpa de nada. Ella te usó, Fue La Bruja”. “La Bruja, La Bruja, La Bruja, La Bruja, La Bruja, La Bruja, La Bruja, La Bruja, La Bruja, La Bruja, La Bruja”. Repite La muchacha incansablemente. << ¡Cállate! >> Grito. Todos me ven aterrados, como si supieran lo malo que he hecho. Me levanto y suelto unas monedas sobre la barra. Me voy a casa. El camino no es menos tortuoso. La siento caminar a mi lado, se burla, se ríe, llora. Me habla y trato de no oírla; pero es imposible. Su voz atraviesa cada centímetro de mi cuerpo y me recuerda lo que soy. Un asesino. Pero ella misma me ofrece la salvación. Si la mato a ella seré libre. Si la macheteo, mi pecado será limpiado y La Muchacha no me perseguirá de nuevo. Solo tengo que 111
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hacerlo una vez más. Sacar el machete y dejar que caiga sobre su cuerpo amarillento. Solo tengo que matar a La Bruja. Eso me hará libre. Llego a casa y la veo, me empieza a decir cosas que no entiendo. Quizá si estoy borracho. “Deja caer la cruz que te asfixia” Me dice La Muchacha mirándome con su rostro cortado, con harapos por ropa y con la palidez que tienen los fantasmas. Levanto el brazo con el machete desenfundado y lo dejo caer sobre la Bruja. Dos más le siguen, uno el brazo derecho y último en el pecho. Está muerta, como antes maté a La Muchacha, lo sé porque ya no grita pidiendo ayuda. ¿Dios bendito que he hecho? digo llevándome las manos rojas al rostro. No veo a La Muchacha. No me mintió, matar a mi mujer me liberaría, no solo de su tortura sino de mi propia vida. Ahora lo veo todo tan claro. Salgo al patio. Tomo una silla y una soga. Me amarro del árbol más alto. Ya no veo mis manos rojas. Soy libre.
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Ă?ndice general El Hombre en el asilo
13
La vieja de la mecedora
32
A la orilla del camino
47
La lluvia y el sacerdote
55
La dama azul
67
La gran tribulaciĂłn
77
El santo
86
El bautizo de Eustaquio Cruz
96
Un funeralito
103
La muchacha
105
La bruja
108
El asesino
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Versiรณn Digital Marzo 2019 Sistema de Editoriales Regionales - SER Cojedes - Venezuela
Colección: LITERATURA Serie: NARRATIVA
Escalofrío
Cuentos de miedo en tinaquillo
Quienes sostengan este libro en sus manos, tendrán además, dos formas de leerlo. Estos cuentos pueden ser perfectamente leídos como relatos de horror y miedo, pero también pueden ser estudiados a fondo y desnudar, uno a uno, los factores más aterradores del pueblo. Por lo cual, el lector se encontrará con una historia lineal sobre la cual se dibuja un arco enorme que es en síntesis, otra historia.
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Cojedes
Fex López Alvarez Caracas (1990) Lic Antropología, Doctor en Filososía de las Americas, Cocinero, músico y actor. Ganador del premio Estefanía Mosca en el año 2013, en la seccional Narrativa. Especialista del libro del Estado Cojedes. Este libro representa su sexta públicación y su única incursión en el campo del miedo y el horror.