Cojedes
Na c i o n a l
Argenis Pinzรณn
d e I m p r e n tas
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Evocaciones y Cuentos Argenis Pinzรณn Serie Narrativa
c o l e c c i o n LI T E R AT U R A
Evocaciones y cuentos
Evocaciones y cuentos
Argenis Pinzรณn
Evocaciones y cuentos
Evocaciones y cuentos © Argenis Pinzón Portada: / Sin Título / Fotografía digital / 2010 Por la 1ra Edición: © Fundación Editorial el perro y la rana Imprenta Regional Cojedes Edificio Manrique, Primer Piso sede de la Escuela Regional de Teatro San Carlos-Venezuela 2201 Telefs.: 0424-4364611 correo electrónico: sistemadeimprentascojedes@gmail.com
ISBN 978-980-14-1312-7 Depósito Legal: LS 40220078003118
El Sistema Nacional de Imprentas es un proyecto editorial impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, a través de la Fundación Editorial El perro y la rana, la participación en corresponsabilidad y cogestión de la Red Nacional de Escritores de Venezuela. Tiene como objetivo fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: El libro. El Sistema Nacional de Imprentas funciona en todo el país y cuenta con tecnología de punta, cada módulo está compuesto por una serie de equipos que facilitan la elaboración rápida y eficaz de textos. Además, cuenta con un Consejo Editorial conformado por el Especialista del Libro y la Lectura del Gabinete Estadal, un representante de la Red Nacional de Escritores de Venezuela Capítulo Estadal y diversos representantes del poder popular a fin de garantizar la participación y la inclusión.
Dedicatoria Estos cuentos, de alguna forma, salieron del talento de un amigo entrañable de quien aprendí a acariciar las palabras escritas. Fue mi ductor en literatura cuando no sabía a ciencia cierta qué era eso. Con él caminé pocas cuadras en los saberes de las letras, pero lo poco que anduve fue suficiente para toda la vida. En estos cuentos está un poco de su espíritu, de su recuerdo inmanente, de su pasión y entusiasmo por las cosas buenas y aquellas que no pudimos –hasta ahora- alcanzar. Pero también hay alguien que forma parte también de estas narraciones porque siempre me ha acompañado y su paciencia infinita me ha permitido insistir en seguir trillando estas palabras inventadas para contar una historia real o inverosímil. Es para ti, Maritza, como un regalo que dedico con amor y descubro que existe más fantasía e inventiva para continuar machacando este quehacer constante que llena el alma, el espíritu y la vida. Quiero dejar constancia que por estas letras y estas palabras también pasó García Marquez, fuente primigenia para atreverme a contar estas historias que son un pedazo de mi historia y mis fantasías, como evocaciones.
Agradecimientos
A mi querida Maritza, por su paciencia
A mis hijos, por su comprensión
A mis amigos que me han oído contar esto cuentos.
A aquellas personas que creyeron que valía la pena publicar estas pequeñas historias. A las instituciones de Cojedes por abrirme sus puertas con dedicación y desinterés.
La Diosa India 10/10/01
I La selva con su lentitud va dejando un vaho de quietud y misterio. Sus infinitos rincones esconden millones de secretos. No hay caminos; no tiene sendas, no las necesita. En ella se va y se viene por el mismo pasaje y a los días, sino repites el paso, éste se pierde inexorablemente. Pero la selva tiene un habitante que lo modifica todo, que todo lo pone a su servicio. Al principio lo hacía sin herramientas, pero el tiempo y el azar le fueron dando la oportunidad de mejorar su cualidad única y así fue modificando con más eficiencia y le fue arrancando secretos. Los primeros pobladores de estos contornos llegaron del oeste, cansados, atribulados y decidieron quedarse, no caminar más. En este valle lleno de todo el verdor posible, con mucha agua, muchas plantas comestibles, animales salvajes mansos, fáciles de cazar, con el sol disponible todo el año, ¿para qué seguir andando sin fin? Un día, el mayor de la tribu, al encontrarse con este valle que el paraíso le envió, dio la orden de quedarse, de armar las chozas, de buscar leña y prender fuego. Reunió a los hombres de de su tribu y les dijo: -¿Cuántas generaciones han pasado desde que mi bisabuelo murió? -Cuatro o cinco –le contestaron en coro. -Ya nuestras familias tiene muchos muertos para seguir cargando con ellos –le contestó el jefe. Y se dispuso que se diera destino y descanso a las osamentas de los parientes. Ya cansaba la espalda cargar con tanto hueso;
ni siquiera sabían de quién eran los que arrastraban. Tuvieron que improvisar una ceremonia. Fue el primer invento místico. Todos lloraron a sus antepasados, pero a su vez fue una alegría. Se instituyó el día del reposo, de la tranquilidad de los muertos; ahora todos tenían la certeza de que cuando murieran sus huesos descansarían de una vez y para siempre, que nadie iba a cargar con sus carnes muertas y huesos secos. La ceremonia fue larga; todos quedaron satisfechos con los rituales que inventó Chaquiritac, el más viejo de los hombres y jefe. Ellos, como grupo humano, acababan de inventar el cementerio. Después terminaron de construir las viviendas, que eran comunes, separadas únicamente por dos palmas secas y se formaba un gran redondel. La tribu fue tomando una hechura distinta. El jefe un día reunió a todos para decirles: -Queridos hermanos, ayer hemos terminado las últimas viviendas de nuestras familias y hoy es un día para celebrar. Con este logro ya estamos seguros que es aquí donde nos quedaremos; aquí criaremos a nuestro hijos y nietos, seremos dueños de todas estas tierras, de sus animales, de todo lo que la tierra y los ríos produzcan. Aquí nos haremos viejos y moriremos y tendremos siempre a alguien que nos recuerde. Asó como viene la muerte vendrá la vida; nuestros hijos serán más fuertes, más bellos porque serán mejor concebidos y sus padres tendrán la felicidad siempre presente. Los vientres de las madres no tendrán el apuro de parir y partir mañana y los varones serán mejores cazadores y pescadores. Después del discurso pasaron a los preparativos para la celebración. Fue larga, acuciosa, de muchos detalles que Chaquiritac iba anotando en su mente. A cada detalle le iba poniendo un nombre, le iba dando una interpretación y una explicación. Con el tiempo la gran casa comunitaria se dividiendo
en pequeñas chozas y así cada familia iba obteniendo su intimidad. Los más viejos no se preocuparon eso, pero las parejas jóvenes sí querían estar más solos. En general, compartían todo menos la mujer; cuando llegaron a estos valles ya sabían que las sangres no se podían mezclar. Y fueron creciendo, creciendo tanto que un grupo familiar se separó de asentamiento primigenio y se fueron unos kilómetros más allá, hacia el este. Con ellos se fue un nuevo jefe que nombró Chaquiritac: Aramac. Aramac fue más prolijo y permitió que los varones tuvieran hasta tres mujeres. Creó una manera de medir el tiempo basado en las fases de la Luna que después completó con la posición de las estrellas. Impuso que cada mujer podía tener más de tres hijos. Él se había dado cuenta de lo improductiva que se ponían con tantos partos. Él creía que, además, perdían el apetito sexual. Cuando esto sucedía le ordenaba a sus mujeres que se cubrieran el sexo, así aumentaba la actividad ostensiblemente. Aramac inventó la ceremonia del casamiento como producto de los desórdenes de parejas que no tenían clara sus preferencias sentimentales; aunque las hembras no tenían derecho a escoger pareja, podían rechazar al pretendiente hasta cierta edad. El sedentarismo enriqueció mucho a estas etnias; los hizo ambiciosos, guerreros, emprendedores. Su solidez social les permitió rechazar con fiereza a las oleadas invasoras de tribus nómadas que preferían el asalto y el saqueo. La astucia sorprendió muchas veces a estos salteadores furtivos. Aramac y Chaquiritac murieron viejos y sus hijos heredaron el mandato tribal pero éstos no pudieron heredar a sus hijos. Las tribus habían creado, para entonces, un método de sucesión fuera de la herencia ancestral, basado en habilidades y destrezas físicas. Esto enriqueció la vida social y política de las tribus, que ya era cuatro para entonces.
II Un río cristalino pada a un lado de los uruyimas, tribu descendiente de los nómadas de Aramac. El paso del tiempo va dejando lentitud en los recuerdos y la sucesión de jefes ha sido tan prolija que ya nadie se acuerda de las enseñanzas de Chaquiritac y Aramac. El río, quieto, siempre sereno con grandes rocas que le van sacando el canto a las mansas aguas; con sus bajos y profundos pozos llenos de misterio y silencio, a esas mansas aguas van tres veces por semana las hembras de la tribu a pescar. Es tarea de mujeres únicamente y es el momento que todas ellas aprovechan para intercambiar impresiones lejos del oído celoso de sus maridos, es también un reto de intimidad. Allí aprovechan las jóvenes y mayorcitas a quitarse el taparrabo libidinoso que las libera de las miradas crueles de sus maridos o pretendientes. Enerí ya tiene quince años y aprovecha el río para desplegar toda su belleza y erotismo. Sus senos son redondos, turgentes, temblorosos, de piel lisa y vellosidad costa, casi invisible. Delgada y frágil con pronunciadas caderas u torneadas piernas, fuertes de tanto bajar y subir al río. Su vientre plano, delicado, su inmutable sexo de escasa vellosidad se perfila profundo contrario a sus protuberantes nalgas que le da a la cintura una geometría de estrechez, finura, elegancia. Así de bella, linda, pura, delicada su madre la contemplaba y entendía por qué los varones eran también esbeltos, musculosos, ágiles. Su abuela alguna vez se lo dijo: “Tendrás hijos bellos y fuertes.” Su preciosa hija era como un embrujo permanente, un imán de las miradas. No tenía secretos, siempre había alguien vigilándola, observándola. Los varones, viejos y jóvenes, hurgaban todo el día su belleza. No había gesto, ademan que no conocieran de ella. Cauripé, el chamán, le pidió a la madre y al padre
que le permitieran convertirla en diosa de la fertilidad hasta los dieciocho años. Ellos accedieron sin malicia y a él se le dio la oportunidad ociosa de tenerla cerca de su frustrado erotismo. Serían su dos vestales y su presencia callada quienes harían los ritos y ceremonias para alabar la fertilidad de las mujeres, de las plantas, de los animales de caza, de los peces del río. Cada una tenía una desnudez diferente, un onanismo chamánico distinto, pero igual de sublime, de clímax solitario. La niña no sospecharía nunca de las verdaderas intenciones de Caupiré. Sus ayudantes siempre estaban desnudas en la choza ritual, tenebrosa, con un halo de luz mortecina que aparentaba ocultar los desvestidos cuerpos hermosos de las hembras más bellas se la tribu. Él no las tocaba jamás y así ellas sentían seguridad del encierro místico. Cada paso de las danzas se los mostraba oculto en una túnica de palma entrelaza. Cada paso era una posición más erótica que la anterior; cada movimiento era para mostrar en todo su esplendor la erogenie de sus cuerpos, la voluptuosidad de sus sexos en flor, impolutos. El cuerpo tiene que sudar para mostrar sus turgencias sensuales, de allí que la choza altar mantenía un sinfín de antorchas y una ventilación caótica. Al final de cada sesión las enviaba al río a un lugar apartado y alejado de miradas furtivas para que refrescaran sus cuerpos y sus anatomías tomaran el curso normal de la sangre henchida, alborotada. “Entrena al río poco a poco, caminen lentamente y cuando el agua toque su sexo entonces entréguense a la suavidad de sus aguas.” Este último ritual también era otro acto de contemplación lujuriosa de Caupiré. El verlas bañarse lo llevaba a un trance final donde casi moría cada vez. Para suerte del chamán no siempre podía ir a verlas. Todas las ceremonias eran secretas y no podían ser contempladas por nadie. Enerí encontró en esta condición un secreto que le venía perfecto a su naturaleza lasciva, lujuriosa, mórbida, apasionada de su corta y precoz edad.
Sus secretos íntimos, que descubrió con la menarquía, pasaron a ser más secretos; ella encontró la razón para ser más reservada con su entorno, insondable en sus pensamientos, misteriosa en su modo de ser, se movía con sigilo desprendiéndose de su andar una melodía libidinosa que aturdía a hombres y mujeres. Un día le preguntó uno de sus hermanos mayores: -Enerí ¿por qué tú usas taparrabo y otras muchachas no? -Porque hay una ley que lo dice así. Mamá y papá son los que deciden quién lo lleva y o como soy la única hembra lo debo llevar. Esta larga explicación de Enerí despertó más la curiosidad de su hermano. -¿Y tú tienes lo mismo que ellas? -¡Claro!, tonto. -¿Y por qué unas sí y otras no? -Pregúntale a mamá. Yo sólo sé que me lo debo quitar únicamente cuando estoy en el agua y con puras mujeres. -Pero, yo que soy tu hermano, ¿por qué no te puedo ver y mi papá, mamá y los otros hermanos? La acuciosa curiosidad de Yeireni –su hermano- la hundía más en su mutismo. Yeireni, después de su interrogatorio, se fue. Sus otros hermanos dormían; la atención de ella se fijó en los que dormían en quienes observó y distinguía las formas de sus músculos tan diferentes a los suyos, a su piel tersa y delicada; entonces, quedó sorprendida con algo que no esperaba, en uno de ellos, en la profundidad de su sueño, se notaba su falo erecto, impertérrito, desafiante, altanero; quizás lleno de fantasías eróticas o deseo reprimidos no sentía el ardor de las miradas llenas de lascivia de su hermana quien al poder ver sin restricciones toda la dimensión lúbrica del sexo masculino, empezó a sentir un sopor exultante que la invadía inexorablemente, que le empezaba
a revelar, ciertamente, lo que su imaginación había especulado hasta el cansancio; sus fantasías tomaban forma real, dimensiones ciertas y una extraña salivación masiva en su boca; la incomodaba y le traía un dejo de apetito sensual en muchas partes de su cuerpo; pequeños estremecimientos le movían la piel, sudorosa, sensible. Una humedad repentina en sus interiores erógenos le avisaba con furia que debía pasa de la contemplación a la acción. Midió la distancia entre las hamacas y se sorprendió al darse cuenta que no estaba sola. Por un momento olvidó su ubicación terrena y en ese mismo instante materializó tantos sueños que no quiso desprenderse de ellos jamás. La tentación de palpar la vividez fálica la atormentó, un desquiciante arrebato la paralizó. Buscó con la mirada una señal que la sacara de aquella súbita desesperación; varias partes de su cuerpo se consumían en un ardor incontrolable. Su mirada volvió al objeto revelador: estaba flácido, interso, lacio, caído, mutante hacia una pérdida irremediable de forma, de rigidez. Esta frustrante visión trastocó todo; una pérdida repentísima de sensaciones, un sudor frío, seco, pegajoso. Sus senos se desinflaron, los pezones se perdieron, su ardor profundo del bajo vientre se convirtió en un espasmo doloroso. Fue como un sueño instantáneo, efímero, traidor, fue un despertar como si nunca hubiera dormido: frustración, desencanto, atolondramiento. Fue solo un instante, casi fugaz, vívido, enorme y todas las sensaciones producidas eran poco controlable, intensas, profundas. Enerí se preguntaba casi aturdida: ”¿Qué había pasado; por qué este sudor repentino, esta humedad en mi sexo, esta sensibilidad en mi piel, esta turbación, esta pérdida del sentido común, este deseo irrefrenable, esta locura?”. Los muchachos empezaron a despertarse y ella a entrar en un profundo sueño para recomponer sus rutinas. Cuando su madre la despertó ya se le hacía tarde para ir a su obligación con el
chamán. Corrió y en la travesía no tuvo tiempo de pensar en nada. Llegó y apresuradamente se fue quitando sus atuendos: collares, dijes, zarcillos y el taparrabo, cosa que nunca había hecho a pesar de las súplicas de sus compañeras. Necesitaba sentirse libre, sin ataduras; que el calor de ese ambiente le quemara la piel, que las sombras descubrieran sus formas perfectas. Cada movimiento le debía dar una respuesta, cada posición un respiro y un ataque a sus sensaciones. Y empezó la danza de iniciación –como todos los días- y al primer paso sus formidables senos se fueron hinchando, tomando una redondez inusitada, su piel transpiraba más a cada paso y con la primera posición estática hizo explosión su vulva frenética de tacto fálico. El chamán observaba que algo distinto estaba ocurriendo en Enerí; la notaba deshinibida, atrevida, lanzada como nunca a cumplir su ritual con una actitud sin recato, pero con solemnidad casi exajerada. Cuando las tres acompasaron la danza, el chamán en su rincón de observación, pasó de su aburrida postura a una expectación repentina. Las tres estaban ejecutando su rutina con plasticidad; algo estaba cargando la atmósfera, la rutina estaba dejando de serlo; una energía extraordinaria iba apoderándose del recinto; Caupiré sentía que algo fuera de lo común estaba iniciándose. La visión virtuosa de aquellas tres hermosas mujeres, desnudas, serpenteando sus cuerpos sudorosos, mostrando toda su sensualidad en superlativos arrebatos le estaba dando un aviso más de lo ordinario de las supertecheria cotidiana con la que mantenía impresionada a la tribu. Desde su trono oculto y ante las imágenes increíbles y a cada segundo más eróticas de las danzarinas su voyerismo lo iba llevando a niveles clímaxiales incontenibles, de paroxismo coital; no estaba preparado para lo que estaba viendo, nunca creyó que aquellas torpes bellas muchachas iban a ser capaces de lograr una atmósfera tal que sus aberraciones le
saltarían volcánicas, incontenibles, como un vórtice indomable de sensaciones, una tras otras, atropellados en todos sus sentidos que su pobre corazón anquilosado no pudo soportar y dejó de saltar para quedar inerte entre su pecho que buscaba expandirse buscándole aire a sus pulmones. Afuera de la choza, todos corrían desesperados, recogiendo cualquier pertenencia que le sirvieras en la huída. Un mensajero de la tribu vecina trajo la noticia: unos monstruos con cuatro patas entraron en sus chozas matando a todo lo que tuviera vida con unas cañas que vomitaban humo y fuego. Despedazaban a las personas con unos instrumentos fuertes y brillantes, hablaban una lengua extraña y estaban recubiertos por unas escamas raras, brillantes a las que no traspasaban los dardos y las flechas. El jefe dio lao orden de irse para el monte y a los guerreros, que en realidad eran cazadores, se ubicaran en los árboles a esperar la horda de matarifes. En minutos la tribu quedó solitaria. Una de las mujeres que alguna vez sirvió a Caupiré fue a dar el aviso a la choza sagrada, todavía danzaban las muchachas, seguían en el estadio frenético de sus pasos y contoneos libidinosos que el chamán les había enseñado. La mensajera se impresionó ante el escenario erótico, la coreografía lujuriosa y por un momento recordó sus pasos allí. Estaba estática y maravillada de la belleza de sus sucesoras; no las interrumpió y siguió hacia el trono de Caupiré. Se desmayó al darse cuenta que éste estaba muerto. Las danzantes no vieron llegar a la frustrada emisaria y terminaron su rito igual que siempre, tal vez un poco extenuadas por el esfuerzo mayor. Enerí no salía de su trance descubridor de pasiones más fuertes. Se vistió y salió con las otras para el río. -Aquí la gente como que se fue. -Algo se debe estar celebrando. Un silencio extraño reinaba en el pozo del río, sus
aguas corrían más lentas, los pájaros, testigos del baño diario de las divinas, se habían callado para darle paso a otros sonidos más urgentes de la selva. Enerí se quedó en el agua apaciguando su calor; no respondió a sus compañeras que duraron poco en el agua; el silencio les advertía algo extraño en el ambiente. Hasta este sitio secreto llegó Miguel de Albarrán en su búsqueda de venganza. Su caballo acostumbrado a la caza furtiva, avanzaba en silencio entre la selva que rodeaba el paso lento del río. De pronto el cuadrúpedo se paró y con un movimiento brusco de su cabeza le avisó a su jinete que había visto algo. Miguel recorrió con su vista azorí todo el entorno. Paciente, tal vez cansado de guerrear en estos montes indomables, imposibles de domeñar. Estaba a dos pasos del agua, el río, el silencio, la tranquilidad lo invitaron a darse un baño para quitarse un poco la fatiga, para despejar los pensamientos, para volver a su amada España que ya extrañaba después de no encontrar lo que la ilusión le mintió sobre estas tierras. Cuando ya se quitaba los calzones, se ha dado cuenta que no está solo en el pozo. Por un momento creía que soñaba, que el cansancio le estaba jugando una mala pasada, se pellizcó las mejillas, se agazapó y miró fijamente hacia las piedras, por donde bajaba saltarina y graciosa, una caída de agua, donde se colaba la claridad del sol y el agua se hacía transparente, hacia donde el río remansa sus intranquilos hilos de corriente y por un instante se entibia el agua. Miguel no lo podía creer, no sabía qué hacer. Por un instante se petrificó y un sopor lo bañó haciéndole brotar salvajemente sus bajos instintos y a la vez se maravillaba de lo extraordinario y extravagante de esta tierra. Allí estaba Enerí en todo su esplendor; el sol tocaba su piel con delicadeza u el agua casi la mojaba, inocente, virgen, absorta dentro de un paisaje, hoy más quieto y callado, que abrazaba todos los días, que la amaba y le daba sus bendiciones y le agradecía su
armonía con la naturaleza. Miguel emergió como una tromba por detrás de ella y la sujetó por la cintura, con fuerza, con el temor que se le escapara, resbaladiza como una guabina, esperando el pataleo típico y los estridentes alaridos pidiendo auxilio. Sabía que tenía todas las ventajas, no había nadie en los alrededores, solamente su fiel caballo que le guardaba las espaldas. Su sigilo de cazador furtivo lo premió. Pero ella no se resistió, ni chilló ni siquiera volteó. En su lengua, al sentir el fuerte abrazo, dijo con alegría: -¡Al fin llegas! ¿Por qué tardaste tanto, Dios del amor? ¡Tómame entera! Y no te detengas hasta que agotes todo lo que la naturaleza te dio. Miguel de Albarrán, sorprendido, la aflojó un poco porque creyó comprender cada una de las palabras de la india. Aquel cuerpo parecía arder, un morboso calor emanaba de sus poros, como fumarolas. Ese cuerpo ardiente se plegó, centímetro a centímetro, a las formas y protuberancias del guerrero. El calor de ese cuerpo parecía fundir la piel temblorosa y sobresaltada del combatiente en conquista con la sutileza fogosa de la india. Miguel la volvió apretar y el cuerpo serpenteó con lujuria, comprendió que se había topado con un ser superior. Su morbo le dijo: “Esta es la recompensa que tanto he buscado en todos estos años de lucha y sacrificio.” Decidió poseerla tal como ella esperaba: totalmente y sin pausa. La viró fuertemente y clavó su mirada en ella. La Diosa no tenía mirada; el reflejo de sus ojos era una exigencia urgente de posesión, de dominio, de goce. -Tómame y no me dejes hasta saciar todo mi cuerpo –le dijo la india con voz profunda y dramática. Miguel la alzó y se la llevó a la orilla del pozo y se zambulló en todas las profundidades húmedas de aquel cuerpo que no pedía reposo ni pausa. El conquistador sació su sed contenida por años
de recato, hidalguía, pacatería, disimulos, dobleces angustiosas de seres falsos, sin naturaleza capaz de sentir, de amar. Únicamente la apariencia burda para sostener una falsa dignidad. Esta selva, hasta hace poco feroz, se lo estaba engullendo inevitablemente y él no hacía nada para impedirlo. Estaba seguro que este cuerpo, con todas sus sustancias, era la verdadera riqueza de estas tierras sin metales y piedras preciosas. Miguel de Albarrán viajó sin detenerse por horas entre la irrefrenable lujuria de enerí; no se midió en nada de sus acometidas: unas feroces, inescrupulosas y otras sutiles y hasta inocentes. Ya caía la tarde, cuando detuvo su sicalíptica locura, se paró ante su objeto sexual y se daba cuenta que en ningún momento tuvo posesión real de aquel cuerpo. Cada embate de él era respondido con acompasada complacencia. Ella en ningún momento se quejó de sus maromas aberradas y siempre le dio una respuesta seductora. Ahora ella le respondía, ante la atónita y confusa mirada del guerrero, con un estadio de felicidad infinita. -¿Quién eres tú, encantadora indígena? ¿Sería un ángel que perdió el vuelo y se posó por estas tierras olvidadas de Dios? ¿Quién te enseñó a decapitar cualquier embate de lujuria? Ella se levantó del lecho carnal con la misma gracia que había mantenido mientras él se hacía de todas las artes libidinosas que la pacata Europa le había enseñado, atravesó el río, se puso el taparrabo y se fue hacia la tribu tras los mismos pasos de todos los días. En el poblado todo estaba revuelto: chozas quemadas, los utensilios regados por doquier, pero no había personas por ninguna parte. Fue hasta su casa y estaba toda destrozada, luego corrió hacia la choza altar y sólo quedaban cenizas. Buscó una señal que le diera respuesta y todo estaba desolado. Cayó de hinojos y un pequeño dolor le recorrió la espalda. Recojido su rostro entre sus brazos y vientre permaneció absorta, abstraída de todo su ser
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y temiendo haber sido abandonada por haberse entregado al hombre rubio. Miguel llegó a su lado, asombrado de comprobar que ella sí era un ser humano. -Vente conmigo, Diosa de la selva, yo te daré todo lo que necesitas si es posible un reino.
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El refujio atómico 19/11/02
I Transcurrieron quince años desde las fechas del holocausto; la convivencia en el refugio, los dos primeros años, fue muy difícil, casi todos vivían bajo el temor de morir por el efecto de las bombas y, lo más irónico, es que murieran, casi todos, y ninguno por una causa que no fuera natural. A todos nos cambió el metabolismo, hasta tal grado que no razonábamos, al tercer año, como lo hacíamos cuando llegamos aquí. El primer año, cada uno de nosotros, a excepción de los niños, sabíamos manejar las cincuenta máquinas de reciclaje de desechos; dependíamos de eso y la mayoría creía que morirían por las bombas. Cada refugio eran comunidades de unas cincuenta mil personas de donde sobrevivirían, a los cinco años, unas veinte mil; pero lo que nunca aclararon los diseñadores es cómo sobrevivirían. En los tres primeros años murieron catorce mil, entre adultos y menores; eso nos permitió tener reservas por muchos años más. En el cuarto año, una crisis de nostalgia y espiritualismo, se llevó a ocho mil; eso sumó otros años a las reservas alimenticias y purificación del ambiente. Yo, desde el primer día, me di cuenta que la clave estaba en crearse una rutina ocupacional que copara las dieciséis horas de estar despierto; y a los seis meses, cuando aparecieron los primeros muertos, entendí que los sentimientos no tenían cabida en esta sociedad artificial. Nos esterilizaron bajo engaño. Al año noté que en mi entorno ninguna mujer había salido embarazada. En el tercero, entendí que lo que estuvimos to-
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mando religiosamente, los primeros seis meses, como un adaptativo ambiental, o estabilizador metabólico, no era otra cosa que un esterilizador de última generación. Buena idea práctica, pero rompía el ciclo de la vida y hay cosas que el hombre no soporta. A los cinco meses de estar luchando contra el “stablishment”, o mejor dicho, tratando cambiar mis hábitos mundanos por el encierro salvador, empezaron a surgir, a la fuerza, señales que estaban reprimidas: mi sexualidad. Mi afán por adaptarme a este encierro atroz, me lanzó hacia una encrucijada complicada: emprender una vida en pareja que generaría un montón de situaciones nada normales, o hacerlo de la forma impersonal que hasta ahora había sido mi norte. Así conocí a Eva en la máquina número 42; ella me ayudó a que nos fuéramos por la opción de la adaptación a las circunstancias; por eso, además, he podido llegar hasta el noveno año. El diseño de estos refugios era para que sobrevivieran, en cinco años, el 20% en perfecto estado de salud. Al quinto año, efectivamente, quedábamos la cifra calculada; pero una mente retorcida, eliminó los manuales de funcionamiento del refugio y la manera de salir del encierro no lo conocía nadie. Este fue el punto de inicio de la disociación en la comunidad. El insensato que quemó los manuales, apareció picado en treinta seis pedazos, en una caja, al lado de la compuerta de los crematorios; después, en semanas sucesivas, fueron apareciendo los conmilitones eliminados de la misma forma. Definitivamente existía entre nosotros una patrulla justiciera. Vivir con una pareja, en términos de sobrevivencia, era una actitud inteligente; ayudaba a resolver muchos problemas de supervivencia y el apoyo mutuo era un pilar fundamental de subsistencia para no volverse loco en esta especie de neutralidad intelectual. Un día, Eva y yo, decidimos seguir las tuberías de salida
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de gases de la máquina recicladora en la trabajábamos. Después de dos horas de caminar y arrastrarnos por los túneles y pasadizos de éstas llegamos a un salón donde convergían muchas otras. Nos convencimos que teníamos que graficar estos recorridos que convertimos en una rutina máquina tras máquina. Al término no se de cuánto tiempo teníamos un montón de papeles que no conducían a nada. El día que los iba a quemar, la persona la persona que operaba la máquina, quiso ver el contenido como curiosidad, casi se desmaya al ver aquellos toscos, pero elocuentes mapas-laberintos. Sin saberlo, Eva y yo, habíamos dado con uno de los enigmas más sólidos del refugio; algunos ingenieros loas tomaron como base para desenmarañar el misterio de la forma de salir de allí. De pronto estábamos en una organización que buscaba lo mismo, eran más personas y lo esfuerzos estaban mejor orientados y sin extenuarnos en su cometido. Lucidez y descanso eran fundamentales ya que al mes de estar allí, nos dimos cuenta que el asunto era cosa de años. La nostalgia, el ocio y la desesperanza mataba más personas que en años anteriores; a mediados del séptimo año, Eva y yo, encontramos un pasadizo que conducía a un salón de una unidad de energía nuclear: ¡Este era el cerebro del refugio! Luego de este descubrimiento, que nos trajo muchísimas alegrías, se complicaron más las cosas para los ingenieros: no era fácil definir el funcionamiento de aquel computador gigantesco. Al finalizar aquel año, en lo práctico, habíamos avanzado muy poco. Lo que hacía el grupo era nuestro secreto; difundir lo que sabíamos no era conveniente, el estado de angustia de muchas personas era tal que una expectativa como esta podría crear una histeria colectiva incontrolable. En esos años cumplimos con una serie de tareas de resultados infructuosos. Los genios pensantes creían en nosotros; decía uno de ellos: “Ustedes
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tienen el olfato e intuición; eso, con un poco de inteligencia, es lo que realmente da resultados.” Pero teníamos tantos meses sin ver resultados que la frustración nos empezó a visitar, hasta que Eva dio con la pista que nos llevaría al feliz término de salir de allí. Ese día estábamos en el comedor del ala seis, el menos concurrido, por tener un equipo de trabajo, realmente, lerdo y sin esperanzas. A nosotros nos gustaba aquella parsimonia que nos compensaba en una abundante ración. --¿Por qué el grupo de investigación no se instala en el salón de la directiva fallecida? Fuimos con esa inquietud hasta ellos y en minutos y en minutos estábamos removiendo cada centímetro cuadrado de aquel recinto que se había abandonado desde que fallecieron todos los criminales que quemaron los manuales. Se simuló una mudanza para allí. Doce semanas duró la infructuosa búsqueda; pero el grupo estaba convencido que aquella posición era la correcta; así, se aclararon muchas cosas que relacionaban aquel lugar con el cerebro del refugio. En una reunión del grupo sacamos en claro que la forma de salir no era cosa de un solo procedimiento; eran varios, unos simultáneos, otros sucesivos y unos y otros desencadenaban otros nuevos y así sucesivamente, muy complejo; pero, ¿por qué? Si fuera muy sencillo cualquier grupo, en la desesperación de los días podía tomar las instalaciones de comando, abrir el refugio y matar, sin proponérselo, a todo mundo por efecto de una contaminación radioactiva o biológica. Pero quienes diseñaron estos lugares quería salvar unas parte de la humanidad, preservarla, no enterrarla en vida y todo no podía ser la lógica-aritmética de las computadoras. El sufrimiento humano y su magia imaginativa tenían que estar presentes en aquellos santuarios de la previsión y la perfección del ingenio humano y de las computadoras. Me incliné por una
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simbología tomada de alguna cultura sabia que no fuera tan evidente como la maya, quétchua, egipcia, etrusca, griega, arábiga, anglosajona, indú, china, etc. Más bien moderna, pero que no fuera popular y ricamente culta como la aymara-inca. Fueron tres semanas de observación en el despacho del Director de refugio, finalmente, allí dejé al líder del grupo. -Jefe, aquí está la clave de lo que andamos buscando. Su cerebro está mejor organizado que el mío; siéntese aquí y observe. Cada uno de estos objetos y adornos tienen un mensaje que usted puede ser capaz de descifrar… permítame unos minutos, dele una oportunidad a la intuición, pero esa que va por la venas y llega al corazón. Para el jefe era otra broma más de mi parte para alegrar el menguado entusiasmo. Nada de lo que habíamos encontrado, en estos años de acuciosa búsqueda había sido tiempo perdido. Cada una de las conclusiones era, verdaderamente, útil; al día siguiente, se empezaron a notar unos cambios en el refugio, cambios ambientales hasta el día que se consiguió el sistema de sonido. Hacía tantos años que no funcionaba que muchos creían que nunca había existido. No volví a aparecer por allá; Eva y yo, nos refugiamos en el ala seis. Allí éramos unos perfectos incógnitos que no estorbábamos a nadie y, a la vez, le servíamos al conglomerado ganándonos el agradecimiento y la aceptación de esa gente. No sabemos si nos buscaron realmente, pero las glorias de todo aquel proceso la necesitaban más ellos que mi humilde individualidad y la de Eva. Fuimos viendo cómo se acercaba el día que estaríamos afuera. El ala seis era la de los “viejitos”, nos dejaron para el final de la cola. Eso no favorecía para mantener el anonimato. Tanto Eva como yo, sabíamos cuál era la secuencia para que las compuertas se abrieran, cuál sería el día y la hora. Habían
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transcurrido quince años, el plan era para un período menor, si las condiciones de contaminación lo permitían II La guerra duró sólo tres años; suficientes para destruir todos los logros de la civilización. Desde el australopithecus robustus hasta el homo sapiens cibernus. Solamente quedaron en el planeta cuatro millones de habitantes. En Norteamérica, Europa y parte del Asia no sumaban medio millón; de hecho, Europa y EE.UU no contaban con habitante alguno que pudiera escuchar el cuento. Nuestro país por tener el privilegio de ser rico en recursos naturales comercializables, pudo construir muchos refugios, pero sólo funcionaron aquellos donde se respetaron todas las normas de construcción y calidad. Se pudieron haber salvado de ocho a diez millones de personas, pero las fallas, por no haber cubierto los extremos exigidos, acabaron con más de la mitad. Los que sobrevivieron a la acción bélica, no pasaron más allá del quinto año. Nos preservamos por quince años, la Tierra se había recuperado de la actividad radioactiva ya en el octavo año. La alteración climática fue tal, que debido a los desequilibrios la recuperación ecológica fue muy rápida. Y nosotros salimos al paraíso. No quise deambular como lo hicieron muchos; todavía teníamos reservas alimenticias para mucho tiempo y fuentes de energía casi infinitas. Eva compartió conmigo la idea de fundar cualquier tipo de civilización u organización social alrededor del refugio; éste no podía proveer de alimentos y energía por muchos años, sobretodo de energía. Cuando salimos a la luz del día, con un cielo azul y nubes como motas de algodón, el aire lleno de la pureza del oxígeno, lo primero que sentimos, además de la alegría, fue un
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mareo que nos paralizó el oído medio. Nuestro organismo se nutría de nuevo con oxígeno producido por la naturaleza. La piel se había decolorado; parecíamos ranas. Teníamos palidez cadavérica. Alrededor del refugio no había nada que no fuera vegetación quince años después… tal vez esa vegetación tendría cuatro o cinco años. Quince años después no sabíamos con certeza dónde estábamos. El horizonte, sí, el horizonte nos puede decir… no, para qué, había personas que se acordaban perfectamente dónde estaba refugio: entre Cúa y Ocumare del Tuy. Había un tren y una autopista, el distribuidor de la autopista estaba a un kilómetro del refugio. Pero, ¿por qué nunca nos vinieron a buscar? ¿Por qué se olvidaron de nosotros? Pertenecíamos a la élite de la capital. Financistas, científicos, intelectuales, artistas plásticos, ingenieros, médicos y una parte de la alta burguesía la cual desapareció en los primeros cinco años. Como a las cuatro de la tarde, regresaron muchos de los habían partido en la mañana. En sus rostros se veía la frustración total, desconcertados hasta los tuétanos. Tendríamos que esperar hasta la noche para saber hacia dónde nos quedaba el norte. Rostros bañados en llanto, cosa que no veíamos desde hacía mucho tiempo, mostraban una profunda frustración. No comprendían que había transcurrido quince años, quizás, suficientes para olvidar o para pensar que no nos salvamos al igual que en otros refugios mal construidos. Pero en aquel momento no podíamos saber nada de eso y era válida toda manifestación sentimental, emotiva y, más aún, impresionable ante el desconcierto de no encontrar, a primera vista, nada de lo que imaginaban estaría allí. Desde esos momentos nos dividimos. Mis “viejitos” no estaban dispuestos a abandonar el refugio sin saber a dónde iban a parar. La mayoría de los otros se inclinaba por partir; la noche les diría cuál sería la ruta. Desde la cinco de la madrugada
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empezaron a partir; llevaban consigo los enseres que podían cargar, no abrigaban esperanzas de encontrar a nadie el primer día de camino y, por otra parte, llegar hasta Caracas sería fácil siguiendo la línea del tren. Esperaremos una semana a que regresen. Durante la noche, aquella noche, muchísimas personas razonaron que esperarlos sería mejor. A media mañana, cuando partían los últimos, me consiguió el jefe. Su fuerte abrazo transmitió tantos sentimientos que nuestros ojos no resistieron, una vez más, desbordarse en lágrimas. Pasamos horas resumiendo todo y planeando lo que haríamos. Él no abandonaría el refugio. ¿Y ahora qué haríamos? Se había perdido todos los valores éticos y morales que habían sustentado la civilización. Volver a ellos era, sencillamente, absurdo. Nuestros patrones tenían que ser otros, otros nacidos, tal vez, de la experiencia del refugio, pero nunca volver a la naturaleza elemental del hombre cibernético hacedor de dinero y armas para defender su moral inescrupulosa de esclavizar sociedades para saciar su inagotable ambición de poder y dinero. Claro, hoy en día no debe haber ese tipo de especímenes, pero como todo bicho malo, por ahí deben haber algunos solapados. III El refugio trabaja con más eficiencia por la ayuda de la atmósfera, todos los procesos se redujeron automáticamente al mínimo. Un grupo de ochocientas personas nos dedicamos a conservarlo. Así transcurrían nuestros días en mantener la perfección del lugar; tanto así, que una mañana me conseguí en los crematorios a tres personas del equipo y me contaron que habían eliminado a seis individuos que estaban comerciando con sus enseres. Les di la razón y aplaudí la iniciativa. Allí estaba el retoño de los nuevos valores: la supervivencia del grupo sin darle oportunidad al malhechor.
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Pasó la semana de la esperanza y no regresaron los emisarios; quizás calculamos mal. Si los viaductos estaban destruidos tendrían que caminar mucho más y si consiguieron gente por el camino, eso los pudo retener un poco. Tendrían que atravesar montañas completas y para eso no tenían el equipo adecuado. Volvieron los sentimientos del pasado: la aflicción, congoja, tristeza, desconsuelo, amargura, consternación, tribulación, pesadumbre, melancolía, intranquilidad, pena, sufrimiento… En los quince años de refugio casi todos eso sentimientos desaparecieron. ¿Desaparecieron? fue tan solo una pausa mientras pasaba el holocausto; ahora, vuelven al lugar que siempre ostentaron. Cambió la topografía, el paisaje, la atmósfera, los árboles y matas, pero la naturaleza del hombre se mantuvo incólume; renacer con diez mil años de experiencia es más tétrico que cuando el pithencantropus erectus empezó a caminar por estos parajes. Las estrellas nos decían que el eje de la tierra se había mantenido en su lugar, que las bombas tenía la fuerza para matar y envenenar a los seres vivos de la biósfera, pero alterar las constantes físicas del planeta no era posible. A la tercera semana de espera nos dimos cuenta que éramos unos perfectos inútiles dependientes de una tecnología que había desaparecido para siempre. Ya no teníamos la televisión, la radio, la telemática y la cibernética; y peor aún, estábamos esterilizados y casi todos los jóvenes se habían ido a buscar las cenizas del pasado, siendo lo más seguro que no regresaran al refugio. Lo que nos conectaba al pasado, de manera palpable, era el refugio, que para todos, estaba lleno de misterio y secretos. Sabíamos cómo hacer funcionar muchas cosas de él, pero cómo lo hacía no era posible saberlo. Todos los inventos con los que vivía el hombre, de los que dependía día a día, eran un verdadero milagro tecnológico; ¡enchúfalo y listo! Tal vez estábamos invadidos por otra civilización y si
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dependieran nuestras vidas de explicarles cómo funciona un radio, una computadora, moriríamos en el acto. Íbamos directo a la desaparición definitiva como especie si no superábamos la dependencia tecnológica y creábamos, nosotros mismos, la nuestra, que fuera de nuestro dominio y conocimiento; es decir, volver al paleolítico. O esperar morir aquí, dependientes del refugio. Si alguna pareja de jóvenes regresa, explicarles estas verdades y dejarles la elección. Claro, lo adecuado es ayudarlos, pero nunca seremos desinteresados; más aún, estando a la orilla del abismo. Como decía anteriormente: le presentamos un menú de opciones para que ellos escojan, o alienarlos a nuestro favor y salvarlos, y volver a los mismos métodos y sistemas que hicieron posible que estuviéramos en el refugio y luego lanzaran las bombas. Cuando concluyó la cuarta semana, decidimos realizar patrullas de reconocimiento de la zona en forma organizada. La inercia y dependencia del refugio nos anquilosaba hasta el cerebro. Necesitábamos un indicio de la vida anterior, más nada; así que formamos quinientas patrullas de cinco miembros, las enumeramos y le dimos una frecuencia de salida a fin de controlar las expediciones y sus resultados. Eva y yo participamos en una con dos parejas más, éramos la excepción y nuestra misión no era exploratoria, sino más bien de supervisión. Las idas y venidas ya habían abierto caminos expeditos hasta unos doscientos metros alejados del refugio. Entonces me dediqué a observar todo a mí alrededor. El gamelote ya no era el mismo: crecía menos, pero su tallo y macolla eran más gruesos, todo lo que a su entorno vivía atropellado en el desarrollo de las planta; pero llegó un momento en que concluí que toda la vegetación estaba mutada y por tanto la topografía había variado severamente. El tercer día salimos más temprano; estábamos contagiados del entusiasmo pueril de sentirnos útiles. Cuando ya co-
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noces los caminos iníciales, avanzas con mayor rapidez y te aleja más; los grupos, entonces, tardaban más y cubrían más terreno y era más fructífera la expedición. Ese día nos alejamos tanto que perdimos nuestras referencias de orientación y nuestra curiosidad nos hizo olvidar nuestro principal objetivo. El objeto de esta locura fue el haber encontrado un pedazo de carretera, unos doscientos metros. Allí estaba el asfalto reseco como polvorosa y los hombrillos de concreto. Encontramos el indicio que nos conectaba con el pasado, no muy lejano, como una especie de prueba de que sí era cierto todo lo que sabíamos de la destrucción total de la civilización. Deberíamos explorarlo todo, hacia dónde conducía, pero ya era tarde y teníamos que regresar y no perder la pista del sitio. Fue el día de los hallazgos; varios grupos habían encontrado el terraplén de las líneas del tren. Los rieles se los habían llevado; tal vez hubo una escasez de acero tan severa que sacrificaron el tren o se los robaron para otros fines, porque en la conflagración debe haber habido un momento en que se perdió la autoridad. Las esperanzas se catapultaron y casi todo el mundo se contagió de inmediato de optimismo post escatológico que para alguno de nosotros no significaba nada bueno. Pero era lógico y natural lo que estábamos haciendo; después de todo, de la esperanza siempre había vivido el hombre, aunque fueran falsas. Después del hallazgo del terraplén y del pedazo de carretera, los grupos se atrevieron a ir más lejos, partiendo desde muy temprano para poder volver hasta varios de ellos acometieron la posibilidad de pernoctar una o dos noches y llegar más allá. Y llegaron lejos, descubrieron pueblos y ciudades que eran cementerios de humanos y animales. Las marcas del suplicio ya no eran perceptibles; las osamentas sólo eran testimonios de la cantidad de muertes, pero el horror y el sufrimiento no se veía por ninguna parte. Esa impresión indolora no contribuía
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en nada con el futuro, pero le dejaba al presente un testimonio cruel, aberrante; un tópico para reflexionar. Eva y yo escojimos envejecer en el refugio… habíamos dejado de ser humanos junto con otros muchos que renunciaban a la raza humana y pasábamos a ser los hijos adultos de la energía nuclear no sacrificada.
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Dios y el río 19/09/2001
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I El río que pasa por el pueblo, como en otras culturas también, es el que rige casi toda la vida de las personas, animales y cosas. Razón tenía Julián Espejo cuando le refutó al cura Sánchez que el verdadero dios del pueblo era el río y no Jesucristo. Por supuesto que fue excomulgado; de haber habido algún representante de la Inquisición cerca, lo hubieran llevado a la hoguera. Pero fue bastante castigo que lo expulsara del pueblo. Después tomó venganza cuando juntó una partida de bandoleros y trató de asaltar, por sorpresa, a la iglesia. Él conocía a su enemigo, pero no sus marramucias. No lo consiguieron. En alguna parte se ocultó con sus cálices y las custodias de oro y piedras preciosas que poseía la iglesia. Julián y sus secuaces no se atrevieron contra más nadie en la casa del Señor. El padre Sánchez midió las consecuencias de la justicia de Dios aplicadas por los hombres. Pero la intolerancia podía con casi todo y todos en el pueblo eran víctimas o serviles de ella. Un domingo, en plena misa de diez, a la que concurría casi todo el pueblo, se presentó Julián con sus bandidos. Entraron a caballo en la iglesia, sorprendieron a todos y el padre Sánchez, al voltear para enterarse de lo que ocurría, se desmayó al ver a los jinetes llegando al altar. Julián lo alzó por los macundales benditos y en el segundo tirón, a la vista estupefacta de unos y de júbilo de otros, lo dejó sobre el ara sagrada, desnudo como su madre lo parió, de largo a largo, sin mácula que cubriera sus falsas pudendas, y tras el episodio atroz, los ahogados lamentos de susto, sorpresa, admiración, de vergüenza, de inocencia violada.
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Raudos, como entraron, se retiraron los asaltantes; no se llevaron nada, no volvieron aparecer más nunca. Esta vez sí se cobró venganza Julián. A él nadie le pidió explicaciones de sus razones herejes, nadie quiso oír sus verdades sacrílegas; muchos pidieron su cabeza por la iniquidad expresada. El cura Sánchez, en un arrebato, cambió la ahorca por el exilio. Ahora le dirían al oído: “Eso le pasó por no haberlo ahorcado.” Cuarenta días y cuarenta noches pasó en penitencia, sin dar misa, ni recibir confesión, confinado en la casa parroquial sin recibir a nadie. Las beatas del pueblo casi renuncian a la fe al verse sometidas a semejante castigo. El día cuarentiuno, a las ocho de la mañana, cuando las beatas empezaban el trabajo de asear la iglesia para la misa dominical, apareció el cura Sánchez en la iglesia. Estaba delgadísimo, con un barbón de cuarenta días; llevaba la indumentaria para dar misa. Sin mediar palabra con nadie comenzó el ministerio. Alguien corrió a repicar las campanas llamando a misa. El pueblo se conmovió. -¡Ave María purísima! Algo grande va a ocurrir. Los devotos salieron corriendo para la iglesia al oír el llamado del campanario. Los curiosos se agolparon igual. Hubo una conmoción en el pueblo. Mucha gente se fue acercando, unos llenos de extrañeza y otros por compromiso. La mayoría quería ver el rostro de la vergüenza, pero los había también, quienes ansiaban ver la otra cara del sinvergüenza. A pesar de las carreras y apuros de la gente, no fue posible verle el rostro en la misa con la claridad que todos esperaban. Después del oficio, se le acercó el Alcalde y entró con él en la sacristía. Mientras el padre se cambiaba los hábitos, el Alcalde le dijo: -Mire, señor cura: esta vaina que usted desaparezca y vuelva aparecer, no se la acepto más. Yo he tenido que lidiar con la gente usurpándole el trabajo a usted; y, por supuesto, que la fe de las personas se ha quebrantado. Uno no tiene las palabras que
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convencen, que mantienen la fe; además, más de una beata se me puso rebelde y casi que la puse con todos sus huesos en un calabozo. Ultimadamente, el río está echando mucha vaina para que también tenga que ocuparme de las cosas de Dios. Así que, espero se reintegre a sus obligaciones como antes. El padre Sánchez respiró hondo y escrutó profundamente el rostro del Alcalde por unos instantes y le dijo: -No se preocupe, Bonifacio, que de mi no va a tener más problemas de hoy en adelante. Ese mismo día, en la tarde, cuando todo el mundo está trabajando y los que no, guardan la siesta, cargó su burro con los enseres, marchándose en un silencio sepulcral; ni los cascos del jumento tocaban el piso. No huía. Partía acabado por sus propios pasos; abatido por su prepotencia; carcomido por su soberbia; derrotado por su estupidez; molido por la vergüenza; arruinado por haber perdido la moral para dar la cara a los hombres. Descubierta su intimidad, no tenía nada que ofrecerle a su feligresía, ya no tenía mensaje ni palabra; el verbo del Señor se quedó el aquel altar, aquella mañana, en aquella misa, perdido entre su desnudez y la humillación. Nadie trató de parar a los bandoleros en su huída. Todos se quedaron mirando sus impúdicas carnes mortales. En esa ara del Señor se quedó su santidad, sus votos, su pasión, su amor… su razón de ser. Esa tarde, las beatas se reunieron en casa de Doña Celmira para planificar todo lo que habían dejado de hacer mientras duró la cuarentena del padre y así reemprender con nuevos bríos sus actividades; luego lo irían a visitar y le entregarían varios obsequios. A eso de las cinco de la tarde, pasaron por la plaza; los sin oficio de siempre, los sempiternos borrachitos del lugar, quedaron sorprendidos ya que ellos calculaban que ese tipo de gestos no se iba a ver más. El beodo Juan Carpiera les dijo: -Asegúrense que el cura esté vestido antes de entrar, porque por ahí dicen que pasó cuarenta días sin vestirse.
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Todas se ruborizaron, rabiaron la irreverencia, pero no aflojaron el paso. Y volvió Carpiera: -Ahí le llevan regalos al cura, pero cuando el río se metió en las casas de la rivera, ninguna consiguió ni un grano de maíz para socorrer la necesidad de esa gente. Cuando llegaron a la casa parroquial, notaron que la puerta estaba abierta. Entraron sigilosamente; en la mente de cada una de ellas estaban las palabras de Juan Carpiera. Ninguna quería llamarlo y todas quería sorprenderlo, mas recorrieron toda la casa, fueron hasta la sacristía, recorrieron la iglesia, unas subieron al campanario y otras llegaron hasta el pesebre del patio: ¡No está el burro “Mereno”! -¡Kyrie eleison, dominos vobiscum! Exclamó la beata Isabelina. -Ora pro nobis –le contestó Carmen Delia. -¡Fin de mundo! El padre se ha ido –completó María de la Cuerda. Todas salieron corriendo a buscar a las demás al entender lo que pasaba. Iban gritando como locas cuando se tropezaron con el grupo. Dos de ellas cayeron de rollito al comprender el asunto. Juntas, en un solo tropel, llegaron a la Prefectura. Esta vez no tuvieron que cruzar la plaza; sin embargo, todos los allí presentes se dieron cuenta que había novedades para matar el tiempo por largo tiempo. -Yo se lo dije y ustedes no hicieron caso –les gritó a todo gañote Juan Carpiera. Estaba bien lejos de saber la realidad, pero cuando se enteró de la verdad más nunca volvió a tomar una gota de licor y se dedicó para siempre a hacer el mantenimiento de la iglesia y la casa parroquial. Cuando el pueblo supo la noticia, fue como si hubiera temblado la tierra. La conmoción fue general; todos salieron a la calle. El jefe civil y el Alcalde organizaron grupos para ir por todos los caminos a atajar al hombre de Dios y traerlo por
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cualquier medio. La búsqueda fue infructuosa. Pareciera que la naturaleza y el tiempo se lo hubieran tragado. No se fue a la montaña ni tampoco a los llanos. Llegaron a tiempo al puerto y por allí tampoco había pasado. Esa misma noche, Bonifacio partió para la capital a hablar con el arzobispado; también hubo una vigilia en la plaza, en el muelle del río, en la hacienda de Don Rigoberto, el cubano. -A ese se lo llevó Juan Espejo –comentó El Mocho. 42
II En verano su paso es lento, callado, de una tranquilidad expectante. Sus aguas parecen de hule. Recorren con parsimonia su eterno camino al mar. Su vida subacuática cambia. Las riveras emergen como lomos de dinosaurios; milenarias rocas destrozadoras de botes y barcos de gran calado posan incólumes, retadoras. El verde invierno se torna ambarino casi de la noche a la mañana y es su silencio lo que más turba a los hombres llanos y crece a los grandes. Por esta época salen unos cultivos rumbo a los puertos marinos y por esta época se calafatean las embarcaciones añejas. El comercio crece, en el mercado se puede conseguir de todo. La mayoría de la gente tiene dinero. Se aprovecha para mejorar las casas y demás propiedades. Casi terminando el verano se celebran las fiestas patronales; viene el circo, magos, saltimbanquis y demás extravagancias circenses. Ellos se llevan parte de la abundancia de la estación. Los bazares hacen lo mismo. Nunca nadie les descubre la trampa. Es la época en que se toman las grandes decisiones sobre lo que se cultivará para el próximo invierno. “Este año el río no crecerá mucho.” “Si el río lo permite, sacaremos más temprano el grano.” “Si el río no crece mucho, podremos hacer muchos viajes al puerto de mar.” ----- o ---- o --- -Compadre, aquí no hay vaina que no se haga sin que tenga
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que ver el río. Eso me cansa –comentábale una tarde estival Florencio Arencivia, quien no era rivereño, a Julián Espejo. -Compadre, yo le he dicho, lejos de aquí, que este río es Dios padre todo poderosos -le contesta con tono desabrido y lleno de ironía, Julián Espejo. -Cuidado, compadre, que este cura debe tener oídos en todas partes. A mí me parece un santón anacrónico de la edad media, miembro de la Inquisición: quemador de brujas y torturador de judíos, perseguidor de musulmanes y asesino de chamanes. -Y confesor complaciente de las mujeres ricas con maridos de adorno –terminó de sentenciar, Julián. -No hombre, compadre, él es malo, pero de allí no pasa. Él es de esos individuos con una gran vergüenza interior. No hace falta matarlos para acabar con su vida -Arencivia, premonitoriamente ubicaba al padre Sánchez. Y así ubicaba a todos los hombres y mujeres. Eso le había hecho ganar mucho dinero. Julián, con su extrema franqueza, se había ganado enemigos acérrimos o amigos incondicionales; sus éxitos comerciales eran muy espasmódicos. Para él era más fácil armar una banda que vender un saco de papas. Tenía algo por lo que lo buscaban siempre: él era amigo de sus amigos. Al final de aquel verano, cuando ya se acercaban las fiestas patronales, el Alcalde Bonifacio Berroterán, convocó a una reunión en la sede edilicia. Se quería hablar de las mejoras al muelle principal. Concurrieron la mayoría de los invitados. Toda la flor y nata de la burguesía local. Pescadores, comerciantes, el clero –en la presencia del padre Bernardino Sánchez- y los representantes de la cámara Municipal. La exposición de motivos fue muy aplaudida, a cargo, por supuesto del señor Bonifacio. Dos ingenieros, venidos de la capital, se encargaron de los detalles técnicos, exposición que fue prolija y tediosa. Cuando algunas de las damas presentes empezaron a bostezar –gracias a
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Dios- los ingenieros volcaron el asunto hacia la parte económica del caso y los ánimos se despertaron risueños y esperanzados. Para que el proyecto pudiera ser una realidad todos los sectores productivos y comerciantes, artesanos, etc; tenían que contribuir con aportes bien significativos aunque los podían fraccionar en varias cuotas hasta el próximo verano. La mayoría se mostró de acuerdo, salvo algunos temerosos que no dejaban de señalar al padre Sánchez con miradas esquivas y temerosas. Bonifacio Berroterán acusó el asunto con un nerviosismo mal disimulado y desde el fondo del salón Julián Espejo, hablando para todo el auditórium, dijo: -¿Cuál es el temor, señor Alcalde, que el cura Sánchez lo excomulgue, porque con esto, las contribuciones para las fiestas patronales no van a ser tan generosas como en otros años? Con el embarcadero nos beneficiamos todos y esto incluye al clero, por supuesto. Ante el insulto ni una pestaña movió el padre Sánchez. Estaba como de una sola pieza. No transpiraba, no había un músculo en él que estuviera flácido. -Señor, Espejo, creo que usted le debe una disculpa al padre Sánchez. ¡Ahora mismo! –intervino Bonifacio. -Señor Berroterán, pregúntele a los señores González Sena, Peña Prado, Garza Sala, que ya se les va torcer el pescuezo de tanta morisqueta para advertirle que deje eso para después de las fiestas patronales -fue la respuesta atrevida de Julián. -Señor Espejo, es usted un falto de respeto. Exijo que, públicamente, pida disculpa por sus comentarios groseros y desatinados –Bonifacio ardía de rabia y vergüenza. -Y ¿por qué, nuestro queridísimo párroco no se defiende diciendo algo, es que necesita a estos señores para imponer su ley divina? –insistió Julián. Ya el auditórium era todo un intercambio de ideas en pro y en contra. La racionalidad de los comentarios de Julián
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desquició a más de uno, quienes a grandes voces le pidieron al jefe civil Nepomuceno Peret, que pusiera preso a Julián Espejo. Con unos cuantos empellones lo trataron de sacar del salón; éste se negó y tuvo que amenazar a más de uno. Alguien pidió silencio y las voces se fueron apagando al contrapunto de los ruegos de silencio. El padre Sánchez, sabiendo ya hacia dónde se inclinaba la audiencia, con reposada voz, ademanes tranquilos y la mejor expresión corporal –como para domingo de resurrección en el púlpito-, empezó diciendo: -Hermanos, habéis entrado en una disputa que yo no os la he pedido ni he obrado por ella; sin embargo, es propicia la ocasión para que abráis vuestros corazones y poned en la balanza de la fe lo que nuestro Señor os ha enseñado. No soy quién para obligar a vuestras almas a escoger; pero como buenos cristianos que sois, confío en que sabréis cuál es la opción sabia de vuestra preferencia. Saldrá del alma, de la fe, de la verdad tan grande como Cristo y seréis premiados con el mejor de los regalos que nos ha dejado su resurrección. Creo que no tengo más nada que aconsejaros. ¡Ah! Señor Espejo, vuestros pecados serán perdonados con la santa confesión; no tengo otro modo de hacerlo. -Yo me confieso ante Dios –le ripostó Julián-, no ante mortales tan llenos de pecados como yo. Mi Dios y mi amor están en el río, al que le queremos sacar mayor provecho; es él el que nos brinda el sustento, nos trae la abundancia o la escases; es él quien nos quita o nos da. Por él medimos las horas, los días, los meses, los años, las estaciones, si va haber buena cosecha o no. A través de él viene el progreso, la cultura, las nuevas maneras hacer las cosas… -¡Blasfemia! ¡Como os atrevéis a conjugar la omnipresencia de Dios nada más que en un río! –fue el estallido del padre Sánchez. -¿No fue usted quien nos recordó por meses que la mejor manera de reconocer a nuestro Señor estaba en las monumen-
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tales obras de la naturaleza? Entonces, ¿a quién voy a reconocer ante esa presencia inconmensurable que no sea al propio Dios Padre? No son ustedes, los curas, los únicos que tienen la potestad de indicar cuál es la obra de Dios y cuál no. Es mi fe por los evangelios y mi amor al prójimo quienes me van a decir, con toda certeza, dónde está mi Señor. Una exclamación de asombro, de aprobación, de rubor en muchos rostros, se dejó oír con todo descaro. -Pero, ¡cómo se atreve este hombre, pretender darle lecciones de religión al cura! –le decía Margolita Serrano a su prima Rosario. -O es muy valiente o muy estúpido –le contestó Rosario. El auditórium se fue vaciando poco a poco con un tronar de murmullos que no paraban, pero en el estrado se quedaban el cura, el Alcalde, el jefe civil y el secretario de la Liga de comercio del pueblo. Parados deliberaron casi media hora. Al terminar la reunión Nepomuceno Peret, montó su caballo y salió raudo para la capital. Los otros se fueron a sus casas. La decisión había sido tomada. Pasaron varias semanas en las que ninguna autoridad volvió a tocar el tema del muelle y justo una semana antes de las fiestas patronales, Nepomuceno Peret detuvo a Julián Espejo, lo esposó y se lo llevó a la jefatura -¿No es usted lo suficiente hombre como para decirme de dónde viene la orden? –lo emplazó Julián. -Eso lo sabrá a su tiempo. Por ahora, disfrute el calabozo. El desconcierto de Julián era tal que no acertaba dar con el origen del atropello a su libertad. Empezó por construir mentalmente los últimos cinco días y nada; los últimos diez y tampoco. Llegó hasta el día de la reunión y el altercado con el cura y recordó que Rosendo Pachano le comentó sobre el conciliábulo y quienes lo formaban, esa misma noche. “Ahora sí lo entiendo –pensaba quedamente-; lo que hace falta es otra
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autoridad eclesiástica para hacerme un juicio inquisitorial. ¡Maldito cobarde! Pero voy aprovechar la vaina para sacarle todos los trapos sucios a ese sinvergüenza. La cara que irá a poner Don Romero Tañón, cuando se entere de las 18 posiciones coitales que le enseñó el señor cura a su cándida esposa que sólo conocía una y de vaina. O de lo que le hacía la inocente de la hija de Don Juan Garrido de Heres al cura en el confesionario. O de cuando desnudó a las beatas para bautizarlas en el río. Claro, hay que reconocer que las muy putas también querían que el cura les metiera mano y todo lo que se le antojara. Para su fortuna –la del cura- no pasó de haberlas desnudado y bautizarlas. Hubiera pescado una pava de dos mil años. Y de la limosna que dejó Don Antonio Planchar a Jesús Cautivo. Voy a pedir papel y lápiz para hacer una lista. Yo sé que no voy a ganar, pero van a llevar el palo parejo antes que me ahorquen.” Mientras armaba esos pensamientos, ese día en la tarde, llegó al pueblo otro cura; traía sotana blanca cubierta por una capa roja como la sangre, radiante, hermosa; jalonada con vivos de oro que remataban en heráldicas lises. Hombre de cabeza grande, escaso cabello oro, tez rosada, mirada inteligente, penetrante; no necesitaba ver dos veces al mismo lugar y nunca fijaba la vista en algo que no fuera un ser humano. Llegó a la casa de Don Pernalete Peñaranda, su primo lejano. Prefería las comodidades y los oportos de los Peñaranda que la modesta sobriedad de la casa parroquial. Aun sabiendo esto, al padre Sánchez, le dolía el desprecio, le dolía la oportunidad perdida de compartir techo, cama y mesa con Monseñor, le dolía que todavía lo siguieran castigando por un desliz tan lejano. “En el clero –pensaba con dolor- nadie perdona. Sólo Dios te da la gracia, pero las leyes de los hombres, inclusive la de los hombres de la iglesia, no contemplan la gracia de Dios.” -“¿Qué más quieren –pensaba en voz alta- de mí? Les he dado toda una fortuna que vilmente le he quitado a este pueblo.
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Les he arrebatado la leche y el pan a los pobres para dársela a ellos y no sacian el apetito, la sed, la gula. ¿Será que hay que matar alguien para que este castigo termine? Tal vez esta es la última oportunidad que esperan de mí y yo me flagelo en conjeturas absurdas. Un acto de firmeza y otro de piedad. Eso es lo que estaban esperando. Debería dormir tranquilo, así como ellos lo hacen todos los días.” Al día siguiente, en el cabildo, a puerta cerrada, sin testigos, se instaló el tribunal diocesano de la coadjutoría para el estudio y castigo de herejías. Cuando sacaron a Julián, esposado, con sendos guardas a sus lados, de la jefatura hacia la Alcaldía, los borrachines de la plaza sintieron un susto verdadero; Juan Carpiera, a viva voz, le dijo a la comparsa: -Ahí llevan al Judas de octubre a ver si para estas fiestas patronales el cura puede levantar algunas limosnas a costilla de un hombre valiente y de una caterva de cobardes. A una señal de Berroterán, uno de los guardas salió, sable en mano, a acomodarle las costillas a Juan Carpiera. Éste corrió al ver la amenaza. Pueblo vio al paso de Espejo al Cabildo como procesión de jueves santo. Llevaba la frente alta, no veía a los lados, no veía a nadie ni nada en particular. Su mente iba ocupada en los argumentos de su defensa que no lo iba a defender. “Después de mí –pensaba a cada paso- cae ese sinvergüenza, porque le voy a dejar en evidencia ante todos los señorones del pueblo.” Julián no sabía que no habría testigos; que todo estaba planeado –siempre fue así- para confirmar, o hacerle saber, sobre una decisión ya tomada la misma noche del altercado. Mucha gente del pueblo sabía que no tendría oportunidad de hablar, que no existía la figura de la defensa, que todos sus valores no serían considerados, más bien, supremamente ignorados. Él, por ser ya un hombre condenado, a lo único que podría aspirar era a su última cena. Se sorprendió al ver tanta gente en la Alcaldía. “¿Es
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que esta gente –pensaba con asombro- no va a ir a trabajar hoy?” Entró lentamente al recinto de marras y con sorpresa observó las poquísimas personas que estaban allí. Fue amarrado a una silla; mientras le pasaban las sogas por todas las extremidades notó la presencia del prelado capitalino. Su prestancia le daba un aire de solemnidad a la escena que permitió a Julián reponerse de la primera impresión. Le vendaron la boca fuertemente. Una vez terminada la operación de asegurar al prisionero, el padre Sánchez procedió a leer el edicto mediante el cual la autoridad eclesiástica lo condenaba a la ahorca por ofender sacrílegamente la imagen de nuestro señor Dios Todopoderoso “y que se apiade de su alma.”
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La Sinfonía 10/08/2001
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Pedro Javier Romero Calatayud era un músico de discreto éxito artístico, pero como profesor de música, y sobre todo de armonía, no había quien se le comparara. Su destacada metodología, única en el país y ya copiada por varios conservatorios y academias musicales le había reportado fama y prestigio, pero siempre con mucho énfasis en lo pedagógico y muy poco hacia la composición. Sus colegas músicos –profesores por accidente o necesidad- también insistían en lo pedagógico. Había como cierta unanimidad en que la parte musical de su enseñanza era obvia y tal vez sea cierto, porque su habilidad estaba en la forma armónica, consistente, equilibrada, catequista de enseñar conceptos musicales tan subjetivos como la armonía, partiendo de la enrevesada madeja de combinaciones y mutaciones de notas desde la fase básica hasta las tendencias modernas –contemporáneasde composición. Varios de sus primeros alumnos se convirtieron en excelentes compositores de música pop y baladas gracias a las luces preclaras de su enseñanza; sin embargo, ni ellos ni nadie supo darle el crédito debido, porque entonces su trabajo no había sido reconocido todavía. Estos muchachos, cuando llegaron a la fama, ya ni se acordaban de la escuela y sus maestros. Y no es que había transcurrido muchos años. Tal vez sería por la obstinación del conservatorio que los hizo olvidar tan pronto. Pedro sí los reconoció. Uno de ellos hasta llegó a ganarse un Grammi como compositor pop de año. La línea melódica de esos muchachos tenía algo en común; sólo Pedro lo sabía, era su creación. Pedro por iniciativa propia y valiéndose de varias ma-
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romas se logró inscribir en el festival –como participante- de música clásica del Hatillo. A los organizadores les agradó la idea llamada “Tres lecciones musicales sobre variaciones armónicas en piezas para piano de Beethoven.” Pidieron una demostración preliminar, no se querían arriesgar con algo inédito en el marco de un evento tan prestigioso ya que el currículo de Pedro no decía nada extraordinario para ellos. El día de la audición concurrió un numeroso grupo de curiosos, críticos, estudiantes, periodistas, musicólogos, dos concejales, el director de la orquesta sinfónica de Venezuela, el director del Teresa Carreño, el viceministro de ministerio de educación cultura y deporte, el gerente de mercadeo de PepsiCola, -como sponsor-; en esa misma oportunidad se presentarían una serie de talentos criollos que también tenían que pasar por ese tamiz. Pedro era el primero de la lista, la hora de la cita: a la una p.m.; el lugar: el auditórium de la escuelas de Nuestra Señora de la Purísima Inmaculada Concepción, el cual contaba con todos los elementos de acústica, sonido y comodidades para público y participantes. Ninguno de los miembros organizadores del festival leyó la sinopsis del trabajo de Pedro; nadie la consideró importante. Se le estaba dando cabida por venir de un conservatorio de música y para acallar las críticas, entre músicos, que únicamente se le da oportunidad a los participantes de Caracas. Se encontraba también –entre el público- la directora del ateneo de Caracas. Para mala suerte de los organizadores, llegó temprano el Signore Pier Luigi Tertini, invitado especial proveniente de la directiva de la Scala de Milán, lo acompañaba Teresa Dovignon, de la opera de Paris. Se notaron algunas caras pálidas entre los organizadores cuando vieron estas personalidades. -Si pudiéramos suspender el número de Pedro Romero, nos ahorraríamos toneladas de incomodidades –le comentó entre bastidores el presidente del comité organizador del festival a Jesús Illaramendi, organizador de la audición.
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-Ya no se puede, se descalabraría toda la presentación. -¿Cuál es el inconveniente? –preguntó el presidente. -En primer lugar: porque a ese señor se le dio hora y media para su presentación. Tiempo suficiente para que los otros participantes estén a tiempo y punto y mientras el público se recupera, podemos cubrir algún retraso de última hora, que nunca falta. -Eso es un riesgo calculado –aseveró el presidente. -Detrás de él se va a presentar el grupo de cuerdas del conservatorio de Barquisimeto, que es muy bueno y permitirá que se vaya disipando el bochorno. -Tremendo vainón, Jesús –espetó preocupadísimo el presidente. -Pero, en ningún momento contábamos con que esta gente se iba a presentar a esta hora. Este señor, para nosotros, fue un relleno muy conveniente, de modo que aburriera a los snobistas y nos depurara la sala convenientemente. -Pero es que tuvo que haber un error en cuanto a la hora –dijo desesperado el presidente. -¡Coño! Señor presidente, ahí están llegando los periodistas. ¡Ahora sí la cagamos! -Aprovecha eso como escusa para pasar por bola al loco de carrete este –dijo con alegría el presidente. Jesús Illaramendi buscó a Pedro en el salón de espera, ya estaba vestido para la ocasión: un discreto traje gris a tres botones, camisa celeste, corbata índigo satinada con puntitos blancos. Lo llamó hacia un rincón y le comentó sobre la alternativa de cambiar la hora. Muy suavemente, con voz y tono conciliador, casi compasivo Pedro le dijo: -No se preocupe, esto es sólo un ensayo para mí y ustedes. No hay que prestarle mucha atención a la parte musical, sino a la disertación. Que hagan un poco de ruido, esencialmente no molestaría a nadie y cuando necesite un poco de silencio, se
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lo pediré. Pierda cuidado que nada desagradable va a pasar. Ya verá que en los primeros quince minutos la mayoría se va a ir al cafetín a esperar que termine. Mi público, si lo tengo, no deberá pasar de diez u ocho personas. ¡Ah! Tampoco me molesta que se retiren cuando esté hablando. Jesús Illaramendi casi que se desmaya ante la tranquilidad infinita de Pedro. No lo podía creer. -Otro detalle, señor Jesús, la verdad es que la única persona que quisiera que me oyera –y ahí desorbitó los ojos Illaramendies el señor Pier Luigi Tartini -aquí se desmayó Illaramendi. Con precisión de relojería Suiza, Pedro inició su disertación, comenzando con unos pasajes de la “Patética”, dándole así una introducción a la temática. Transcurrieron los primeros quince minutos y nadie se había movido de sus asientos; los periodistas, siempre irreverentes, fueron sorprendidos con el silencio del auditórium; Camila Antúnez –experta musical de oficio- intuyó de inmediato que algo estaba pasando. Era como mágico. Todas aquellas personas vinculadas a la música, veían con transparencia cristalina detalles técnicos de las composiciones beethovianas, con tal fascinación, con plenitud, sin complicaciones lingüísticas, de forma que muchos que creían haber tenido siempre una apreciación muy buena de Beethoven, se dieron cuenta que aun les faltaba mucho. El encanto de todos llegó a su clímax cuando Pier Luigi Tartini rompió a llorar, la conmoción era casi general. Los miembros del comité organizador se miraban entre sí y no salían del asombro. El presidente dio gracias a Dios por estar vivo y presente en este espectáculo. Fue desde entonces que Pedro se ganó una fama muy bien merecida en casi todos los círculos musicales del país. Este reconocimiento le permitió ampliar sus relaciones sociales y profesionales, lo cual le trajo cierta holgura económica, tranquilidad espiritual, credibilidad en su entorno de trabajo, familiar y público. Hasta que un día llegó una comisión del Ministerio
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de Educación, cultura y deporte al conservatorio. Se reunieron con el director, el coordinador académico y Pedro; traían como propuesta: que Pedro escribiera su método de enseñanza musical. Este proyecto tenía asignado un presupuesto de veinticinco millones de bolívares únicamente para la parte inicial, que sería el desarrollo pedagógico teórico del método. La idea entusiasmó a todos y Pedro rebosaba de felicidad. Le dieron dos meses muertos para que iniciara el proyecto, el ministerio se encargaría de su remuneración del conservatorio, de un asesor técnico que le ayudara a coordinar el plan de trabajo; le darían una computadora, un escritorio, archivo y cualquier material de apoyo que fuera necesario. Con el dinero asignado (25 millones), contrataría expertos en materia educacional, alguien que lo ayudara a redactar y a organizar la marcha del trabajo. Tendría a su disposición un servicio de taxi para que lo trasladara a cualquier parte en funciones del proyecto. Se le respetaría sus clases privadas y conferencias. De pronto estaba embarcado en un gran proyecto que le permitiría emprender otras tareas estrictamente musicales. Encontrarse allí, lidiando con un montón de actividades le proporcionó una carga de energía y entusiasmo que antes no había experimentado. Estaba descubriendo un pozo de voluntades e ideas insospechadas en su naturaleza. Sus relaciones personales se le tornaban más fáciles, si alguna vez tuvo rasgos de timidez, pues ya la estaba perdiendo. Cierto día, mientras estaba trabajando para su proyecto, sentado en el piano, se le vino una idea –prorrumpiendo en su imaginación inexorablemente- que casi lo paraliza físicamente. Un zumbido agudo le atacó sus oídos, haciéndolo desconcentrar de su trabajo. A los minutos ya no era un zumbido, se trocó en notas musicales ricamente armonizadas, métricamente perfectas, rítmicamente correctas. La primera impresión de Pedro fue muy racional. Consideró que había comido, tomado, inhalado –
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no fumaba-, cuántas horas tenía trabajando, cuántas horas había dormido en los últimos días y todo le pareció normal. Porque así como aparecieron esta serie de sensaciones sónicas, perceptibles por demás, se desaparecieron y lo dejaron en ascuas, atribulado y después de unos minutos casi aterrado. -¡Qué vaina tan rara! ¿Será que me estoy volviendo loco? Pedro salió a caminar; anduvo largo rato vagando por las calles, contaminándose con la ciudad. La gente haciendo lo mismo de siempre le aseguró su sana existencia. “Tal vez me saturé –pensaba al caminar- de trabajo. Quizás estoy haciendo un esfuerzo exagerado y no me estoy dando cuenta.” Como a las cinco de la tarde llegó a su apartamento; se acostó a dormir y hasta el otro día no despertó cuando la alarma del despertador lo eyectó de la cama sin compasión. El día transcurrió tranquilo; estuvo en la “Academia de nuevos talentos musicales”; de allí se trasladó al club germánico donde atendió a un grupo de jóvenes talentosos y luego fue con frau Hildergarsen a comprar unas partituras en la librería del conservatorio y terminó, finalmente, en el apartamento de ella. Una borrasca de lujuria desenfrenada los envolvió hasta el paroxismo. En pleno clímax volvieron las notas con la misma alegría de la primera vez, mas, en esta oportunidad, Pedro no creyó haberlas escuchado, estuvieron flotando en su mente hasta el último espasmo, después vino el reposo y con él un pianísimo largo y obstinado. De nuevo en su casa, Pedro se sienta en el piano y comienza a ensayar algunos acordes de uso didáctico para estudiantes de tercer año de composición, y sin darse cuenta, sus dedos van ejecutando las mismas notas inconscientemente. Son largos arpegios a sincopados, como en fuga, que van llenando su entendimiento musical inexorablemente; van formando una estructura sinfónica compleja, de difícil ejecución pianística, que en Pedro parecía un prodigio ya que él nunca fue un virtuoso. Transcurrieron muchas horas y Pedro seguía tocando, ya no es-
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cuchaba las notas mágicas sino que su ingenio le iba dictando un discurso musical que hilvanaba en el piano con propiedad, experiencia de compositor sinfónico, ducho de grandes acometidas orquestales. Muy tarde de la noche, agotado, consumido, ya carente de fuerzas, falto de voluntad, pero afiebrado con la música, se fue a dormir. Al día siguiente, fue directamente a buscar hojas pentagramadas, lápiz, borrador y un pequeño libro de edición mexicana llamado:”Prontuario de notación sinfónica contemporánea”, por Enrique Muñoz Plaza. Se sentó en su mesa donde solía hacer sus ejercicios musicales de rutina; no en el moderno escritorio cibernético que le dotó el ministerio, éste carecía de magia; el contacto con la madera es esencial; de allí salen casi todos los instrumentos –todos los de cuerda-; el maderamen orquestal es una fuente de inspiración insustituible, un toque de quid divinum, para empezar a estructurar, para hacer la arquitectura de este momento. Alegro ma non tropo y empieza la armazón orquestal. Horas tras horas y se van tejiendo melodías y volviendo al tema inicial presto maestoso; cuerdas, vientos, timbales a reventar, solos de contrabajos. Como a las cinco de la tarde, un agudo aviso de hambre lo saca de la composición, se da cuenta que ha estado todo el día sentado escribiendo música, que ha dejado su tarea, sus alumnos, una reunión en la gobernación. Tiene que salir a comer. A las ocho tiene que estar en la presentación del poemario “Azules Compartidos”, del poeta y productor musical Gustavo Solano. No le dará tiempo a menos que vaya al restaurant chino de la esquina. Para allá se fue finalmente. Cuando llegó se encontró con un gentío en el sitio. Los chinos ese día estaban inaugurando una ampliación del local que le daba cabida a más mesas y a un pequeño escenario para presentar música en vivo. -Aquí puro jazz. No otro –le dijo el chino Ling, quien lo recibió con mucha alegría. Su presencia espontanea en el sitio le
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iba a dar un toque de distinción al evento. -Pero Ling, mira como ando vestido. Dame una mesa un poco apartada, por favor. De allí salió como a las dos de la madrugada, rascado; casi no se acordaba de lo que hizo, dijo y dejó de decir. Una chica bien bella lo iba acompañando. Él no sabía quién era ni las intenciones que tenía. Llegaron al apartamento y lo primero que se tropezó fue con varios mensajes tirados por debajo de la puerta. La tipa en un tris se quedó en ropa interior. -¿Y este servicio quién lo paga? -Ya está pago, varón. Ahora vamos a tu cama que voy hacer que escribas una sinfonía después que te deje. Pedro no despertó hasta después de las once del día, había venido su asistente, quien tenía varias cosas que revisar y ordenar; el coordinador del ministro, una profesora de música del pedagógico, con quien había planificado una entrevista consultiva para su proyecto; también vino el coordinador académico del conservatorio. Todos tocaron el timbre y la puerta y nadie contestó. Todos pensaron que no estaba. Pasó directo a su escritorio; ya tenía en mente el segundo movimiento. Estuvo escribiendo hasta tarde de la noche. Nadie lo vino a molestar. Esta vez alternó la escritura con el piano y amaneció en un estado pre natural del alma: extasiado, ilapso, qué estaba ocurriendo en su naturaleza sosegada, serena, apacible que ahora se llenaba de un ímpetu incontrolable, que no sentía cansancio. Era como una carrera desbocada tras un objetivo imperturbable que se había tomado todos sus sentidos, su voluntad, su arbitrio musical, sus preceptos, su orden, disposición, el mando sobre su vida. Era una renuncia, una dimisión a todo lo que había hecho hasta ahora y un impulso involuntario lo atrapaba en una hechura musical, incluso ignorada por él. Así transcurrió una semana; no había comunicación con su gente, sus alumnos, las personas del proyecto. Por fin, Olga, su
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asistente, logró colarse en el apartamento. Quedó estupefacta del desorden, la hediondez, la suciedad: el caos total. -¡Pedro! ¿Qué ha pasado aquí, usted se volvió loco, cómo va a abandonarse de esa manera? ¡Qué vaina es esta! ¿Es que no tiene una responsabilidad con el país, sus colegas, amigos… con su familia? Pedro no le hizo caso a la perorata de Olga y le pidió que lo ayudara a ordenar las partituras que las tenía regadas por todas partes. Olga le obedeció intuyendo que algo malo estaba pasando. -Pedro, vaya a darse un baño; mientras le voy arreglando los papeles. ¡No se preocupe! Aquel apartamento era un asco. “¿Qué le pasó –pensaba Olga- a este hombre para caer en este estado de abandono?” Una hora después Pedro estaba bañado y vestido y la invitó al restaurant chino, porque necesitaba comer. Hacía varios días que no lo hacía bien. En la mesa, Olga lo interrogó acuciosamente. Literalmente se encontraba en un mutismo religioso; le contestó con cortas y lacónicas respuestas que confundían a su asistente lejos de aclararle algo. Olga se negaba a la simplista conclusión de que estaba loco. Pensó mejor pedir ayuda sin que él se diera cuenta. Llegaron de comer y Pedro se fue directo a su escritorio; Olga aprovechó para hacer varias llamadas, comprarle algunos víveres y enlatados; contrató al conserje para que le limpiara el apartamento y así estar más cerca de la normalidad cotidiana de Pedro. -Pedro, ¿Qué estas escribiendo con tanto tesón? -Realmente, no estoy muy seguro, pero la inspiración la tengo desatada desde hace varios días. Esta había sido la respuesta más larga y pasional desde hacía horas. Olga decidió llevarle corriente. -Pero, puedes atender a tu inspiración y a tus otras obligaciones…
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-Es que esta llega por oleadas, cuando me empieza no sé cómo detenerme. Es como si fuera algo superior a mí. No sé cómo controlarlo. Lo curioso, es que nunca me entusiasmé por la composición y, ahora, me encuentro escribiendo una especie de sinfonía. -¿Cuándo la terminas? –pregunta ansiosa Olga. -Ya terminé el segundo movimiento, pero tengo que revisar algunas cosas con los instrumentos de viento. -Mientras tú trabajas en eso, yo voy adelantando en el proyecto. Podemos hacer un horario de trabajo. Recuerda que tú tienes obligaciones allá afuera. Cuando la señora Eulogia terminó de limpiar, Olga dispuso lo necesario para que a la mañana siguiente comenzara a trabajar como siempre. Pedro se quedó en su escritorio y continuó su trabajo creativo; le llegaba el meneíto con tanta facilidad que no se daba cuenta del tiempo, el hambre, las necesidades fisiológicas, no oía el timbre de la casa, del teléfono, era una abstracción total. Se acostó como a las cuatro. A las ocho llegó Olga con el profesor Ramírez –el coordinador el conservatorio- y se cansaron de tocar la puerta y el timbre. Fue desconcertante para ambos. No lograban entender ese comportamiento tan irresponsable. Ya tenían una semana de desfase en sus trabajos, clases perdidas, alumnos embarcados, compromisos institucionales incumplidos, citas, entrevistas sin realizar. Pero en esta situación pasaron varios días más, hasta que Olga junto con el coordinador del ministerio y un colega amigo, forzaron la cerradura del apartamento. Esta vez no había el caos de la anterior incursión, pero Pedro estaba barbado, flaco, con varios días sin bañarse, medio alimentado, tenía la misma ropa de cuando estuvo con Olga. -¡Profesor! ¿Qué le está pasando? Mire qué estampa tiene. Parece un pordiosero –le dijo escandalizado su colega y amigo, Baldomero Albarrán- ¡Levántese! Y vaya a darse un baño que
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hiede a mapurite alebrestado. -Albarrán, cuando la musa se apodera de tus sentidos no debes dejar que escape y menos de la pluma que, encendida, recorre el pentagrama dando y dejando notas tras notas en una forma tan fluida, delicada, segura… cuando cada nota, segura ella por sí, te va dejando un discurso musical que tú sabes viene del alma, viene imponiendo esquemas, estableciendo nuevas prédicas musicales, es discurrir, trajinar, platicar, fluir, examinar, controvertir, altercar, argüir; finalmente, argumenta un discurso melódico de gran cuantía, de importancia mayor, que, definitivamente, deje en todos ustedes la verdadera razón de una vida, una virtud… -Pero, Pedro, no es así como se tienen –le interrumpió el coordinador- que hacer las cosas. Tú estás echando por la borda toda una labor profesional muy meritoria con este comportamiento irracional, irresponsable. ¿A quién crees que estás engañando? Estás defraudando a media humanidad con tu actitud. ¡Basta, basta ya! O paras esa vaina que estás haciendo o tendrás que resarcir al ministerio por tu fraude. Olga palideció ante esta última sentencia; ella sabía que eso era posible. Con señas y gestos consiguió que el coordinador se tranquilizara. Pedro lo miró con sorna. -Tú eres un bolsa, un funcionario chupatinta, víctima de la mediocridad de un ambiente estéril, improductivo. A mí no me vas a dar lecciones de moralidad. Si tienes que hacer tu trabajo, realízalo y ya está. Tú no tienes estatura para decirme a mi cuál es mi responsabilidad. Yo con mi talento hago lo que me da la gana, no necesito de tus mediocres consejos y de los de ustedes tampoco. Y usted, Olga, me manda a reparar la puerta y empiece desde mañana a devolverle al pendejo este lo que nunca le pedí. Y ahora se me van de aquí, ¡no joda! Ninguno se atrevió decir nada más. Estaban estupefactos. ¿Qué estaba ocurriendo? Pedro jamás habíase expresado de esa
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forma. ¿Dónde estaba ese hombre sencillo, humilde, recatado, tolerante, simpático que encantaba a todos? Tal vez se había ido, ya no estaba en su naturaleza ese otro individuo encantador. Quedaban, quizás, pedazos, trazos de un pasado inmediato, de hace unos días. Había cambiado para poder llegar a las inmediaciones de la gloria musical; ya no podía ser un burócrata y un compositor. La magia había transformado su vida, le pedía a cambio otra actitud. No podía ser de otra manera. Albarrán, subrepticiamente, se llevó un legajo de partituras del primer movimiento. Tomó un taxi rumbo al conservatorio. Corriendo llegó a la sala de conferencia, donde había consejo de profesores. Irrumpió abruptamente la reunión. El director se disgustó muchísimo: -¡Profesor! Tiene que ser demasiado importante para que justifique este atropello. Le dio a cada uno sendas partituras. -¡Esto es lo que está haciendo el profesor Pedro Romero! Todos se asombraron, no esperaban esto. Con avidez descarada iniciaron la lectura de cada página. Vacilación, pasmo, curiosidad se notaba en el rostro de cada uno. Sólo murmullos, susurros y gestos de aspavientos se oía; recorrían los suspiros de asombro el salón. Se consultaban unos con otros. Intercambiaban las hojas. -¡Esta vaina es la Pastoral! –gritó el maestro Guerrero Chacón. La conmoción fue enorme. El director, arrobado, no lo podía creer. La profesora Morelia Montero, agarró la partitura original que estaba en el anaquel del salón. La comparó y no salía del asombro hasta que el director los llamó a ordenarse. ¡No era posible! Muchos estaban consternados, otros repulsaban ante el asombro. “Este tipo cambió a su mamá –pensaba el director- por un burro, para ponerse a copiar una sinfonía de Beethoven.”
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-¡Profesores, colegas! Necesito su atención, por favor. Tenemos que tomar una decisión con respecto al colega Romero –gritó el director. Poco a poco se fueron incorporando a sus asientos. Albarrán recogió las partituras y se fue a un rincón. Este consejo podía suspender, retirar o amonestar a Pedro. Pero Pedro seguía en su apartamento garabateando notas y no salía de su abstracción. Tenía que terminar su sinfonía, aunque fuera el último respiro de su vida; ya no tenía otro camino, ya no podía escoger una senda diferente y volver. Había emprendido el camino y nada lo haría retroceder.
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El robo 20/01/03
Mirian no conocía el sitio por lo que le agradó ir allí. Desde el primer momento le atendieron con mucha diligencia; no tenía la intención de comer, esperaría tras un capuchino. Transcurrió media hora y la “gente” no llegó; esperaría un cuarto de hora nada más; total, el interés era de ellos. Finalmente no asistieron y ella no aceptaría una invitación más, eran muchos los riegos para andar exponiéndose sin ningún resultado. Caminó por la avenida y sólo flotaba, miraba sin ver, caminaba por andar, matando el tiempo que le sobraba para no llegar a la oficina al filo de la incorporación al trabajo; si quería no tenía porque volver a la rutina de todos los días. Nunca tenía el trabajo atrasado y para lo que hacía le pagaban bien. Hay ministerios sumamente negligentes y en donde ella laboraba no era la excepción. Su jefe era un viejito que la consentía en todo. Desde que ella llegó a su departamento, Don Eulogio no ha tenido más fallas ni atrasos en los informes quincenales que tenía que presentar al director y había un ingrediente adicional que Don Eulogio evaluaba con justicia: cada piconazo que le brindaba Mirian era de pronóstico reservado manteniéndole la vida en permanente alegría. La tarde se presentaba fresca, el radiante sol de todos los días hoy estaba encapotado por un manto de espesas nubes muy quietas, presagiando lluvias al anochecer y eso podía facilitar las acciones planificadas ya que las calles estarían solitarias, tranquilas. Al perderse el contacto con Mirian el riesgo sería mayor porque no tenían la información de los puntos donde encontrarían vigilancia: no obstante, había que correr el riesgo.
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Llegada la hora no llovió y el paso de transeúntes se prolongaba como nunca; más aún, en el sitio por donde habrían de penetrar al ministerio, en la calle, se presentó un caso de un arrebatón de cartera a una dama y el ladrón, con tan mala suerte, dio un paso en falso, en la huida, y se cayó dándose un fortísimo golpe en el rostro que lo dejó grogui, sin poderse incorporar, lo que aprovecharon los transeúntes para retenerlo y esperar por la policía, dos vigilantes del ministerio contribuyeron con la captura del individuo, pero en el ínterin alguien se aprovechó del cuerpo del delito, lo que prolongó, aun más la solución de del asunto. -¡Es ahora o nunca! Los cuatro penetraron al ministerio por la puerta del estacionamiento, como estaba planeado, sin ningún inconveniente –los vigilantes atendían del atraco-, llegaron a la pared bajita que separaba al banco del “Despacho”, la saltaron y ya estaban en la jurisdicción bancaria. Hasta ahora todo había salido bien, penetrar al edificio sería un más sencillo. No habría puerta y cerradura que se pudiera resistir a las poderosas laves maestras que estaban en poder de ellos, una vez adentro, abrir la bóveda sería menos complicado, tenían todas las combinaciones y desactivadoras de alarmas. El trabajo duró treinta minutos. Abelardo salió por el lado este del banco –por una calle estrecha y solitaria-; trajo la camionetita por allí mismo y sacaron las diez cajas de billetes. En la bóveda y por todas partes dejaron evidencias de haber sido el autor del robo gente de la compañía de seguridad, situación muy conveniente ya que el dueño de ésta era un general retirado, acusado de corrupto cuando militar activo, pero de gran ascendiente con grupos de inversionistas de dudosa reputación a quienes nunca se les ha podido probar nada en los tribunales. Únicamente papel moneda, nada de valores comerciales ni documentos negociables. Seis millones de bolívares que
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estaban en la bóveda previa para las taquillas contendrían las ganas de ponerle la mano a la masa de dos mil quinientos millones que tenían allí escondidos para financiar la guerra sucia de la próxima campaña electoral. El plan consistía en esperar seis meses a que el escándalo del robo se aplacara; además, que el banco no hablaría con las autoridades de los 2.500 millones. Ese ínterin sería suficiente para que se echaran cuchillo el banco con el general. Luego de seis meses, en forma planificada, empezaría a depositar el dinero sistemáticamente en cuentas abiertas, para este fin, en todos los bancos nacionales y con un flujo y reflujo de dinero que no despertara sospecha de ninguna especie. Al término de ese tiempo –un año- esa masa de dinero debería estar formando parte del circulante normal del país, no habría forma de detectarlo ya que los intereses remunerarían los gastos de transferencia y cuanta marramucia inventan los bancos para mermar los ahorros de los inocentes ahorristas; además, los intereses alcanzaría de sobra para los cinco implicados: un sobresueldo equivalente a tres veces lo que ganaba Mirian, cinco de lo que ganaba Abelardo, tres de lo de Héctor y dos de lo de Pedro y Javier. A los seis meses Javier se retiraría de su trabajo para administrar la fortuna. ¡El golpe maestro de los ochenta! -Tranquilo, Héctor, que ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón. Dos días después del golpe ya en la prensa no se reseñaba nada del robo, había sido noticia por un día. Por las sentinas del banco y los albañales de la empresa de seguridad, se libraba la más cruenta de las peleas legales de hampones de cuello blanco que el país jamás conocería. De eso quedó el desprestigio del general, la arrechera de los dueños del banco y varios bufetes de abogados repletos de honorarios. Dos días después fue cuando Mirian confirmó la vera-
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cidad de la noticia. Llamó a Javier desde el ministerio: -¿Me compraste el vestido? -Sí. -Con adornos o sin ellos… -Sí, con ellos, pero faltaste tú para medírtelo.
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Al entrar al quinto mes de la espera, Mirian pidió que la retiraran del ministerio, trabajando allí no podría disfrutar de los altos ingresos que recibiría. No renunciaría, podría ser sospechoso: con un trabajo así y lo que ganaba se necesitaba estar loco, demente, insano para perderlo. Su estrategia se fue por algo corriente y fortuito: que el viejito Eulogio pidiera su cambio o la botara por lasciva e impúdica. Así comenzó su plan, ya no con piconazos, porque Don Eulogio se había acostumbrado a ellos, sino de poses descuidadas, ropa sugestiva e insinuaciones eróticas; pero, el viejito no era ni viejo ni chocho. Tenía sesenticinco, viudo, con todos sus hijos casados, vivía en un apartamento solo por los lados de La Florida –Caracas-, tal vez producto de una buena “transacción” en el ministerio; todos sus hijos –tres varones- se graduaron el UCV. Sus hábitos eran frugales, comedido en la conversación, guabinoso en el tema político y muy conocedor de su trabajo. El puesto de Mirian fue una concesión política a la que tuvo que acceder, porque en realidad no la necesitaba. Desde que ella legó a la oficina –la cual compartían- él intuyó que más que una ayuda sería diversión para él. El primer escritorio que ella tuvo no tenía cobertura por el frente y allí empezó la diversión. Mirian al principio se incomodó, pero cuando se dio cuenta que esa era la llave perfecta para que él la dejara irse a cualquier hora, no permitió que se lo cambiaran ni de posición. Pero Mirian no calculó los riesgos de su nueva estrategia, porque Don Eulogio no era cojío a lazo. Al tercer día, con
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toda franqueza, la invitó a su apartamento para que le demostrara, de verdad, que tan hermosas eran sus piernas y nalgas; mas la elegancia empleada por su jefe fue tan convincente que ésta en un abrir cerrar y abrir de ojos ya estaba en la alcoba del apartamento quitándose la ropa. Ella se dijo para justificar su conducta: -¡A este le doy dos maracazos y listo! Pero se equivocó; en toda su corta experiencia sexual nunca había pisado los estadios de placer a los que Don Eulogio la llevó a conocer. Su aventura se convirtió en una pesadilla de contrasentido a sus convicciones y el plan se le desbarató. Abelardo no alcanzaba tranquilizarse hasta el día que Javier le dio cien mil bolívares al cuarto mes de espera. Él estaba metido en un paquete por un error de estrategia –no alquilar el vehículo- y la facilidad de tener el carro disponible cualquier día. Con ese dinero se fue para la playa con unas putas y por allá estuvo hasta el lunes por la tarde; el martes, cuando regresó al taller donde trabajaba, el dueño lo despidió. Javier tuvo que buscarle los modos para que se mantuviera en un trabajo; para Abelardo era muy difícil justificar la posesión de dinero sin trabajar. Por un miserable salario se puso a trabajar en el mercado de Coche como repartidor de un mayorista. La reprimenda que le dio Javier fue como de padre a hijo. Ese era el lado delgado de la cuerda. Héctor trabajaba en una oficina de contabilidad donde, entre otros clientes, le llevaba la contabilidad a las empresas del general. Héctor sabía cuánto ganaría con los intereses, nada más, y prefería esperar. Siempre se veía con Javier pero nunca hablaban del asunto. A mediados del quinto mes ya tenía la oficina desde donde operarían la administración del negocio; quedaría bajo la mam-
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para de una sociedad de asuntos astrales para la Nueva Era. Pedro, en la reunión de los cinco para dar por inaugurada la oficina, no estuvo de acuerdo con el plan final de Javier; consideraba que con esos rendimientos de los intereses sería vivir de una limosna considerando la inmensa fortuna, por lo que él era partidario de partir la cochina. Los argumentos de Javier no servían para nada, más aún con la cercanía del vencimiento del plazo de espera. Lo prudente –para Javier- era esperar el año, ya estarían la campaña electoral en pleno apogeo y con ese enorme circulante en la calle, el de ellos no sería fácil de detectar. Pedro acicateaba a Abelardo en su propósito de ponerse ya en los reales y salir a bonchar a mil. Propusieron hacer una votación –para ese momento Pedro y Abelardo ya estaba de acuerdo en sus intenciones- y la rechazaron de plano. Javier veía que todo se iba a caer y les explicó las consecuencias penales de darse el caso que los atraparan. Rechazaron esas razones por considerarlas infundadas. Javier, Héctor y Mirian acordaron darle su parte con la condición de no empezar a gastar el dinero en mes y medio. Los disidentes aceptaron. Ese tiempo era suficiente para que los tres pudieran salir del país. -¡No! ¡Repartimos hoy! ¡Mañana me huele a camunina! El dinero estaba en casa de Mirian. Fueron a su modesto apartamento Los Rosales y cuando entraron encontraron un letrero en la pared de la sala que decía: “Aquí estuvo Eulogio. Chao” Las cajas habían desaparecido.
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Indice
LA VISITA EN EL ESPACIO ANTES DEL AMANECER LA CASILDA DE PASO LARGO HISTORIA PARA ESCRIBIR EN SERVILLETA DESDE EL BANQUILLO DEL ACUSADO AURIGA COLLAGE DE UN INSOMNE LA CONFESIÓN DE LAS PAREDES SOBRE EL ARTE DE HACER IMÁGENES EL BOMBILLO ROJO
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Fundación Editorial El perro y la rana Imprenta Cojedes Consejo Editorial Popular Estado Cojedes: Willian Ramírez Especialista en Gestión Cultural - Area del Libro y la Lectura Willian García Asociación de Cronistas del Estado Cojedes Eduardo Mariño Red de Escritores de Venezuela - Capítulo Cojedes Iguaraya Morales Red de Escritores de Venezuela - Cojedes Deibi Díaz Fundación Editorial El perro y la rana Diseño Gráfico y Edición José Baute Fundación Editorial El perro y la rana Impresión y Montaje
Esta edición de 500 ejemplares se culminó en septiembre de 2010 en la Imprenta Cojedes de la Fundación Editorial "El perro y la rana" En su impresión se usaron tipos Linotype Univers y Bembo
Argenis Pinzòn (Maracay, 1951). Comienza su pasión por la escritura a muy temprana edad, dando sus primeros pasos como escritor en un periódico escolar, se gradúa de perito mecánico pero siempre con la inquietud de la poesía en su camino, recorre el mundo como minero y en ese periplo descubre la fuente de inspiración anecdotario que cultiva hasta hoy, actualmente comparte su modesto trabajo en la localidad de Tinaco Estado Cojedes, con su pasión por la escritura.
Una de las grandes virtudes de la narrativa latinoamericana contemporánea es su capacidad de entretener e ilustrar, de iluminar mediante destellos, aspectos y realidades que cotidianos en nuestra vida, adquieren nuevas aristas y tonalidades. Argenis Pinzón ha creado un imaginario muy propio y particular que se inscribe sin embargo, en esa vasta y rica tradición de nuestra narrativa americana. Evocaciones y Cuentos deja al lector en busca de otros espacios, de otros ámbitos donde continuar en la magia, el sueño.