Tras la Huella de Cuentos Viejos de Viejos Nuevos, Maria Natera

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MarĂ­a Georgina Natera

R e g i o n a l e s

Nac i o n a l

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cojedes Serie Breves

C o l e cc i Ăł n LI T E R AT U R A

Tras la huella de cuentos viejos de viejos nuevos



Tras la huella de cuentos viejos de viejos nuevos



MarĂ­a Georgina Natera

Tras la huella de cuentos viejos de viejos nuevos


Tras la huella de cuentos viejos de viejos nuevos © María Georgina Natera Portada: Richard La Rosa / Sin Título / Mixta sobre papel / 2008 Por la 1ra Edición: © Fundación Editorial el perro y la rana Imprenta Regional Cojedes Edificio Manrique, Primer Piso sede de la Escuela Regional de Teatro San Carlos-Venezuela 2201 Telefs.: 0424-4364577 correo electrónico: imprentaregionalcojedes@gmail.com

ISBN 978-980-7163-20-0 Depósito Legal: LS 40220078003118


El Sistema Nacional de Imprentas es un proyecto editorial impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, a través de la Fundación Editorial El perro y la rana, la participación en corresponsabilidad y cogestión de la Red Nacional de Escritores de Venezuela. Tiene como objetivo fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: El libro. El Sistema Nacional de Imprentas funciona en todo el país y cuenta con tecnología de punta, cada módulo está compuesto por una serie de equipos que facilitan la elaboración rápida y eficaz de textos. Además, cuenta con un Consejo Editorial conformado por el Especialista del Libro y la Lectura del Gabinete Estadal y un representante de la Red Nacional de Escritores de Venezuela Capítulo Estadal.



A mi madre, que inculcó en mí el amor por la lectura y siempre me impulsó a escribir Tu vientre, mi cama. Tu voz mi consuelo ¡Principio de vida… padre! Amiga, maestra Ese… todo, más… Ángel, eres Daniela. Abrigo, en la turbulencia Sosiego, en el dolor Amor blanco, cual azahar Desojado, en el invierno Sus pétalos de amor Se vierten. Sobre mi frente A Dios, por darme la oportunidad de existir A mi familia por entenderme y aceptarme, en el complicado y agitado devenir que es mi vida



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Demetria la rezandera

El frío mañanero dejaba entrever la llegada de la navidad, Demetria metida en sus matas, recogía una rama de cruceta, otra de caña brava, su rostro de rasgos indígenas y tez blanca era enigmático. Tomando un cuchillo f iloso, comienza a cortar las ramas para armar una cruz pequeña, toma el cuchillo y con fuerza corta una estaca de cañafístola, elaborando otra cruz. Refunfuña… vamos a ver si esta noche, me viene la sinvergüenza esa a molestar, a buscar chisme, no jile toda la noche arañando el techo y esos perros aullando. Cae la tarde, Demetria, toma una totuma grande, le agrega agua bendita y la cruz de caña brava, en otra camaza pequeña le coloca un chorro de orine de varios días de la bacinilla de don Ambrosio su marido, unas ramitas de ruda, otra de alcornoque. Su dientes maceran una bola de chimó, escupiéndola en la extraña pócima junto con una medallita de San Cristóbal. Su voz declama una oración a San Marcos de León… San Marcos de León, que amansaste a la daga y al dragón amansa los toros bravos que también del monte son… continuó un largo rato en su extraño rito. Junto a su cruces

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artesanales y sus recipientes Toma dos velas de sebo blancas, les ata una cinta roja la enciende en el piso de tierra de la cocina, debajo de un mesón de adobe, cercanas a la pared de bahareque de su rancho. Ya entra la noche toma todos sus pertrechos y se encarama en la mata de tapara, la oscuridad reina, el silencio es profundo en la hora de los difuntos, de repente una ráfaga de aire frío golpea su rostro. Para sus adentros dice ahí está, ya llegó la desvergonzada. Al frente de su vivaz mirada un animal, en forma de pavo gris, pequeño, con una cresta entre amaranta y negra corona su cabeza, se arrellana sobre el techo de tejas si saber que es acechado, su pico negro escarba el tejado, logra abrirlo… está atento a lo que pasa en el rancho, de repente siente que es bañado por un líquido hediondo que lo paraliza, no puede moverse, no puede volar. Graznea de forma aterradora, intenta zafarse…mas no lo logra. Los perros enloquecidos aúllan creando un alboroto en toda la cuadra. Demetria, con una rapidez inusual para una mujer de su edad y su voluminoso peso, se lanzó del taparo, subió a una escalera maltrecha y ¡zas! se encarama en el techo, su voz entrecortada increpa al animal… bandida, sin oficio, chismosa, mala mañosa, golpeando repetidamente al animal, con las cruces que realizó en la mañana, por último rezando un Padre Nuestro inicia un Rosario Doloroso, baña al bicho emplumado con agua bendita. Se baja del techo y le grita, ahora si te puedes


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ir, además le ordena, mañana temprano ven por un poco de sal, entra la casa, toma otra vela la enciende y reza por el alma infortunada de la pava y se acuesta. Los gallos cantan, Demetria está en su fogó, ya tendió las arepas en su budare, está colando el café en su manga. Oye que tocan la puerta y esta se abre lentamente, dando paso a una mujer ya entrada en años, se ve cansada, esta moreteada, por los brazos y las piernas, tiene un ojo hinchado. ¡Ay comadre que mal me siento! amanecí molida… ¿me regala un poquito de sal? baja la cabeza avergonzada. La mestiza la observa con detenimiento. Ya me suponía yo que eras tu… déjese de esas mañas comadre, tan vieja. Mire yo solo la pelé otro… capaz la mata, venga vamos a rezar y a pedir para que no llame más a la pava y deje de ser tan chismosa, tómese el café y váyase a confesar a… y porsía las moscas no me visite más ni de mañana y mucho menos en la noche o la madrugada.

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Mujer de Barro

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Lentamente se escurre la silueta, arcaica, sodomita, pintada de carmín la luna con sonrisa soez observa su desdentada vida. Mírame, le dice a la luz inclemente del neón, su eterno cómplice de los arabescos encuentros de cama, sabanas gastadas llenas de sabores, de la sal acumulada de mil encuentros, de mil colores, de dos mil dolores. Son su zurcido testigo de gritos mudos, cantan sórdidos escurriendo el lamento, suplican. Y allí ella cubierta de la luminiscencia. Espantando a los profanos llega la luz, cual constelación, que inunda al mundo con el canto matinal del gallo. Destacando las arrugas del alma negra, del alma blanca que cual vampiro se desbanda esperando nuevas lunas. El silencio de las mil hogueras confunden su alma, esta tan sola. La señalada… Costos de una sociedad de quimérica honorable donde el deja la paz de su lar y corre… Marcha, desf ila, en busca de la lobreguez de unas piernas perdidas, las que se abren mostrando el placer de la carne mórbida, en busca de la delicia de lo prohibido.


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Animas

La cuesta al monte, estaba desierto, la tinieblas indicaban las horas, que el viejo reloj del campanario se negaba a marcar. La calma podía tocarse en el silbido del viento. El f ilo de la media se hizo presente, las largas puertas sepulcrales se abrían lentamente mostrando las sonrisas cadavéricas de los invitados a la f iesta. Las almas en condena cantaban su dócil trova. Letrilla a letrilla... de tristeza, de alegría. A la vuelta, en las calles del barrio festejaban, el sonido sordo de la bala, el olor a pólvora se mezclaban con suave olor a jazmín de territorio sagrado. La pugna, en pleno apogeo. Las madres, velaban a sus crías contra su pecho, en el rincón más apartado de la casa. Solo un Padre Nuestro y el terror cabalgaban los caminos. La parca, reía celando… su espacio, colgando de su caballo alado las almas de los desafortunados. Maldiciendo entre dientes a los vivos por robarle su compromiso de siglos. En el campo santo, los dolientes, en f iesta plena, esperan a los nuevos huéspedes de la tierra santa.

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Amanece, el sol furioso inundó el camino… la reyerta pendenciera terminó. La ley con vestido de hombre se hace presente tarde, lentamente, a recoger los sacrif icados confundidos de victimarios. Lentamente va el cortejo, acompañado de gritos rociados de licor, llantos, canciones de despedida. Se hace la noche, el ritual de sombras se inicia de nuevo con calma pasmosa, los espectros en pena catequizan a los nuevos inquilinos en espera.


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Misterios dolorosos

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La cama adjunta, contenía un cuerpo yerto de horas, las moscas siseaban en la blanca habitación. El perfume apestoso, anunciaba la expiración. En la esquina debajo de la ventana rota, una mujer rezaba con la fe de las desesperadas. Miraba f ijamente el lecho donde recostado, tendido, su compañero de andares ya no es el mismo, su risa, su alegría se esfumaron, al igual que su cuerpo sano, dejando en su puesto sólo un montón de huesos y un millón de pesares. Respira. Una lágrima, recorre la mejilla demacrada, está acorralada conoce el futuro. El hambre, la desdicha, la soledad. Se aferra al Rosario casi con rabia contenida, piensa en sus crías, los dejó solos encerrados en el rancho. A la espera, de buenas nuevas que jamás llegaran, la mayor no más de trece años, el menor casi cinco, como decirles, que sólo tendrían ausencia… Íntimamente deseba que todo acabara, sentía el peso del dolor de su agonía, quería que descansara, que la paz lo alcanzara a él, a ella.


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Una dama de blanco, cruza la puerta. Su máscara no muestra emoción, insensible se acerca al caído indicando a los hombres de sudorosos brazos que retiren los restos insepultos. Cual espectro se acerca al lecho, lo revisa, declara: Está estacionario. Se niega a partir, es sólo cuestión de tiempo. Se aleja lentamente. ¿Qué sabe ella de paciencia, de tiempo de lucha? Perdió la cuenta de las Ave María por la cuenta sin f in que eran las letanías que contenía su vida. Sólo un quedo Padre inconcluso sale de su boca, su garganta, se cierra en llanto espera… apretando las cuencas desgastadas de tantos misterios contados. Respira profundo. Sólo fue un lapso de tiempo. Se recobra, la esperan sus vástagos. Ellos son su fuerza, su esperanza, esa luz en el camino, y está con vida. Con esperanza o no se aferra a ella con las uñas con los dientes, mostrándole con el ejemplo que no se puede entregar sin luchar, se aferra a su fe, no pide milagros, pide fuerza, ruega por paz.


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Sobre la sombra

La rasgada camisa, deja al descubierto la piel morena quemada de sol, él camina rápido, a pesar de que le pesa el tiempo. Las canas cual nubes grises de tormenta, se anidaron en su sien. Se corona la luz sobre su testa, desprendiendo gotas de rocío al transpirar. Su faz cual relieve de arrugas, no mostraba emoción. Sólo en sus manos viejas surcadas de caminos andados, donde se aferraba cual garf io a un saco, dentro de él todas sus posesiones terrenas, acompañadas de sus miserias humanas. Un perro desnutrido lo acompañaba, parecía tan cansado como su amo, su mirada era triste. Se acercaban a la larga cola frente a la plaza, donde el busto erguido de un héroe sucio de moho los observaba, la f ila de hambrientos crecía, se agrandaba, se presentía el temor en la facciones de los desvalidos, hasta el perro inquieto gruñía como defendiendo su derecho y el de su amo. Respiró el desventurado, una sonrisa iluminó su semblante al recibir la escuálida vianda. Se alejó a la sombra de un árbol y comenzó, frenético, a devorar los bocados, compartiendo su porción con su sabueso.

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Atrás, los gritos de los menesterosos se hicieron latentes ¡cerraron las puertas! las miradas tristes, las quejas y la rabia impotente se podían palpar en el ambiente. Pero el anciano sonreía, descansando su humanidad bajo las sombras, pensando en la estrategia para llegar a la cola de la comida mañana. 20


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Llanto en temporal 21

El sol abrasante le quemaba, con la vista nublada por las gotas saladas en recorrido por el rostro delgado. La tinaja de barro sobre la cabeza se inclinaba peligrosamente. Acunando con mucho cuidado se inclinó a enderezar el pesado tonel donde llevaba el precioso tesoro. Estaba cansada. Salió al despuntar el alba, sin más que un trago de guarapo en el estomago. Estaba ya acostumbrada al ayuno obligado, apuró la marcha, a lo lejos se dibujaba ya el techo de paja de su cabaña. Incrementó el andar con más ánimo. Llega a la morada, ya a media mañana. Un rostro pequeño se asoma por la tabla que le sirve de tranca, marco y puerta a la entrada del rancho. Es un pequeño pillo con cara de duende, casi salido de un cuento de hadas, corre a su encuentro, con un pocillo cuarteado en la mano. Tenía sed, la misma que tenía su entorno marchito, las escuálidas matas amarillas, pálidas de verano. La tierra agrietada lloraba de sed, sus lágrimas su dolor se observaban por todos lados, el verano era de un largo de más de un año, el cielo más azul


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que nunca, más calido, más aterrante. ¿Cuánto soportarían? El pozo sólo dona polvo seco sin esperanza, el caño víctima cenicienta al igual que el manantial y la quebrada. La muerte acechaba. Ese año no nacieron las chicharras, no f lorecieron los mangos, ya no se oían las voces de los pájaros ni el canto irreverente de los loros y las guacamayas. Hasta los bachacos habían emigrado… El monte no es más que una incipiente columna f lácida de paja amarilla, que se pulveriza con la brisa. A lo lejos cerca del poblado una columna gris asciende, como f lecha mortal hacia el f irmamento. Están quemando. Maldice entre dientes, por la desidia que destruye su vida. Inicia su rutina, da de beber una pequeña porción al niño, otra al perro viejo, que la ve agradecido echado bajo el taparo. Con la totuma en mano se dirige al corte, donde su hombre intenta infructuosamente de arar la tierra, sedienta, incapaz de dar vida, a las tristes matas de yuca que sembró. Llega a su lado callada, él la mira y juntos voltean al observar el inf inito… resplandeciente diamante en el que se convirtió el verano. No emiten palabras, conocen la respuesta sin invierno, tienen que iniciar el éxodo, la huida, como tantos otros lo hicieron ya dejando sus huellas marcadas… para ser seguidas por otros desventurados.


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Ella suspira emitiendo otra sĂşplica a Dios, a la vida, a la lluvia. Llega la tarde pesada, ardiente con un calor que hace llorar a las cayenas.

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Entre perros y zamuros

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Llovían truenos y estrellas el cielo lloraba como lloraba él, esa noche cálida donde la f iebre y el hambre lo acosaban como lo acosan el dolor, la rabia, el desconsuelo. Mira al otro lado de la cama aquella mujer aquel bulto de huesos, tan hambrienta como él y en medio del lecho los dos cuerpos pequeños inocentes: uno un niño chiquitico demasiado chiquito, pegado al pecho escuálido de su madre alimentándose de su savia, luchando por permanecer aquí a costa de lo que sea, de la vida de ella que se escapa con cada sorbo de la leche mal nutrida que su hijo le arranca. A su lado su hermano con no tanta suerte como la del pequeño, engañando su apetito con grumo, pan frío y guarapo. Su cuerpo está tan delgado amarillo, lleva la anemia a cuestas y la muerte en el espinazo Amanece y el hambre acrecienta, su pobre mujer, su maga aparece con una sopa de cola de iguana aderezada con culantro silvestre y unas mazorcas de maíz escuálidas y desdentadas, un banquete para los miserables, los olvidados, los invisibles Calienta el sol suave marcando el rumbo de aquel desdichado, inicia su camino en busca del


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trabajo anhelado, sus pasos lo llevan a la fábrica, donde lo recibe un cartel: No hay vacantes. Continúa, su paso se hace lento, va al mercado no hay cupo, le pregunta a la gran dama si necesita mozo, no está copado. Se le cierran las puertas, se le cierra la vida. Se imagina otra noche de hambre, otra noche de pobre, otra noche de paria. Inicia un nuevo rumbo. Sus pies caminan con desánimo, el asfalto quema sus plantas a través de los rotos zapatos. Tropieza, cae en medio del polvo. Está desamparado, las lágrimas recorren el curtido rostro, su cuerpo alto y f laco se dobla como si llevara una cruz. Sigue la ruta oscura donde unos pájaros negros le dan la bienvenida. Los perros le ladran presintiendo que será otro rival para compartir el botín, al salir de la cuesta observa el paisaje trastornante. Se mira en esa realidad de mujeres, hombres y niños peleando con los zamuros en inmensas montañas de tristeza, hurgando entre las sobras en busca de la esperanza, gime con cólera, llora con el sufrimiento del vencido. Pero se levanta y comienza a pelear con el arrebato que da la lucha por sobrevivir. Esa es su meta, vivir, pues el que permanece triunfa. En la oscuridad de la noche, el hambre es saciada por la miseria y las sobras opulentas que se convirtieron en tesoros miserables. Echa una ojeada a su familla. Duermen, estarán vivos mañana. Iniciará de nuevo el camino pero sabe que triunfará, ese triunfo del pobre, del de-

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rrotado, del hombre peleando por los huesos como perro bravo. Ese es su destino, batallar para existir y pelear para resistir. Y robarle alguna jornada al maĂąana, otro plazo para ver el sol radiante, las sonrisas de hijos y el abrazo amable de su mujer.

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Las espinas

El sol inclemente sobre su descubierta espalda, con sus ardientes rayos ref lejándose en los surcos que le cruzan de costado a costado. Gruesos, como las serpientes del caño, se extendían por su costado como advertencia perenne… del amo La luz cubría su torso, los músculos se contraían con el esfuerzo de bajar la pasada carga del carretón, su respiración era entrecortada, casi jadeante… Cómo deseaba que un nubarrón misericordioso ocultara al astro rey y refrescara un poco, pero ninguna nube se atrevía a contrariar la voluntad de la estrella. Suspiró el negro Manuel. Era inmenso, alto, fuerte. Con disimulo, con mucho disimulo miró, absorto: Parecía una mariposa, casi transparente, tan tierna, tan lejana… con esos ojos color cielo, como la fuente de la virgen al amanecer. Desvía la mirada y continua… el día será largo, le ardía la espalda que le servía de blanco al sol. Asustada… trémula, con las manos sobre el bordado, se estremece al sentir su cercanía: Anhelando lo prohibido, remembrando el recuerdo de las noches robadas, donde una silueta hermana de

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la oscuridad rompía esquemas y entra en su vida, a su cama, ahogándola en besos, reprimiendo los gemidos de placer, para no ser escuchados por oídos indiscretos de los habitantes de la habitación contigua, así inicia el sortilegio pagano desde el remonto del tiempo. Sin más compañía que la luz de la luna indiscreta, sin prejuicios ante una entrega de sudores, de cuerpos, de sangre. Sonríe y dos hoyuelos juguetones se asoman a sus mejillas… un sonido la devuelve a su bordado y continúa con la realidad que obliga la mañana. ¿En qué piensa? La mira, su rostro ref leja algo distinto. Es la pregunta que se hace esa joven mujer sentada a lado de la soñadora. Es quizás un poco mayor a la de su compañera de bordado, su apariencia plácida… con los ojos fríos helados y el rictus de la amargura en su preciosa boca, se mece pausadamente en la mecedora. De cuando en cuando su delicado zapato de raso rojo la impulsa, columpiándose. Su mirada se dirige al patio a los negros en su labor, sudorosos, brillantes parecían dibujados en un tapiz… a aquel negro imponente. Perfecto, alto cual Ulises, musculoso como Hércules. ¿Que sentirá ser rodeada por sus brazos como bandas y sentir su fuerza, su empuje? El deseo, la lujuria la hacían fantasear, pero jamás permitiría que su sudor y su negritud la tocaran, mueve la cabellera negra, llena de hermosos rizos y destierra los pensamientos. Pasan las horas, una f igura se escurre por el patio, tragado por la noche, huyendo de la luz de las


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antorchas rodea la casona. Divisa la ventana abierta, lo esperan, se corren las cortinas, sólo suspiros y murmullos, la f iebre los devora. Afuera en un recodo de la cocina, un viejo esclavo tan anciano como la sabana, movía triste la cabeza de un lado a otro… mala cosa, dice la negra gorda que está calentado quimbombó en el fogón, se persignan, presentían la tragedia, eran testigos mudos de lo imposible. Otro día otra aurora, el terror se instala en el alma de la muchacha, una nueva vida palpita como una alborada dentro de ella. La mirada inquisitiva de su joven madrastra, la voz de trueno de padre y el miedo que la cubre. Su mano corre a posarse en su vientre como protegiendo su contenido. En el campo, el amante, el furtivo de la noche piensa en los tiempos que se avecinan. Una pesadilla lo aturde. La ve en el poste bañada en sangre y el látigo empuñado en la mano inefable de su padre, toma una decisión. La tarde se hace fría, húmeda la tormenta se avecinaba, en los ojos verdes de mujer en el rostro crispado se adivina que es noche de sacrif icio, de víctimas en el lecho, del holocausto de esa joven de esa víctima ofrendada a los caprichos de su padre. Llega la hora de los espantos. En la habitación contigua se desata la pasión sobre la f lor triste, rota, sembrando en ella desolación, sentimientos negros, dolor. En la noche del diablo sobre la grupa de un caballo negro corre a galope el terror. Un rayo lo

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ilumina, es la f igura unida en férreo abrazo. Son los amantes que huyen, los lleva el viento, los cuida la noche, la tormenta los apaña. Se desboca la bestia perseguida por f ieras que la acechan llenas de odio, la venganza de sangre. Y en la casa… reina el dolor. Los oscurecidos pagan el precio atados al poste, cubiertos de sangre, en la cocina inertes dos cuerpos tendidos: El taita y la negra. El terror campea camina por los pasillos y ella en su mecedora, vencida, más amargada que nunca, más victima que nunca, oye la voz de rencor, del trueno de ese hombre humillado en su estirpe, en su casta y ella envidiosa deseando ocupar el lugar de la prófuga que se atrevió a romper cadenas y a cambiar destinos. En una montaña lejana inaccesible una mujer de apariencia débil pero muy fuerte ilumina en medio del día, sin mas escondite que la pared de bahareque de su rancho, de su castillo, alumbra un nuevo génesis de tiempo de sangre y el negro toma en sus brazos un niño aguarapado con ojos de cielo, en unión def initiva de la raza nueva, sin complejos, con alegría.


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Escrito al revés

Rezaba un padre nuestro… mientras sus pies movían el pedal, su mente corría, volaba. Como corría el timón de vieja máquina de coser y sufría como la tela perforada con miles de puñaladas hechas por la aguja de acero. Rezaba un Padre Nuestro, de sus labios triste salía incesantemente esa oración, de cuando en cuando por el rabito de ojo vislumbraba la puerta de la calle y sus oídos medio sordos atentos a cualquier sonido al ruido de la llaves en la cerradura esperando oír ¡bendición vieja! El sonido del pedalear parecía contestar la triste letanía de su rosario perpetuo de oraciones, que se repetía en forma silenciosa en la trémula voz de la anciana de cabellos tan blancos como la nieve, que caía húmeda, fría, helada, como copos desconocidos que se anidaron en su cabeza. Sus arrugas fueron tempranas, amanecieron más grandes, al igual que sus ojos más grises como los pozos oscuros de la laguna en invierno, la casa callada desconsolada… en la cocina una joven hermosa amargada endulza el café como si así se le endulzara el alma. Piensa… otro día más de fechorías, otro día más de vergüenza, otro día rogando porque lle-

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gue y que Dios lo proteja. Las sirenas anuncian el miedo. Se levanta la abuela, tiembla la nieta, al unísono corren al altar a encender las velas, deseando que sus luces lo guíen, lo cuiden, lo protejan… Tocan la puerta. Se oyen los gritos de la calle, cierra los ojos. La niña abraza con fuerza a su vieja. Rezan juntas otra oración. De las manos salen al sol inclemente que les señala el recodo de la calle, donde tendido yace un cuerpo tendido, su sangre roja cae cual manto, riega la calle, cubre el asfalto. Se cumplió el presagio tantas veces temido. Unidas rezan en silencio, con dolor, con descanso ante el cuerpo tendido. Miran su rostro y con dolor lo bendicen… al fin te aquietaste muchacho y con lágrimas amorosas lavan el rostro, que escribió su f in con letra torcida y al revés. Cierran sus ojos. Se levanta la anciana y con la muchacha entra en la casa, se sienta en su máquina y continúa con el eterno rosario, para pedir por él, por su alma.


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El Catecúmeno

La fría neblina golpeaba la nariz de Agapito Carpio, en su recorrido por el caminito intrincado que lleva a lo profundo de la montaña, rezongando, jalando a Bartolomé. No había tenido tempo de tomar café… ¡Ay, cómo deseaba una taza de café! estaba oscuro, hasta el gallo estaba dormido… Bartolomé resoplaba arisco, dando un profundo rebuzno. Agapito aprieta la ruana sobre el esquelético cuerpo. Una rama de taparo le golpea la cara, refunfuña. Esa visita a media noche… ¡cónchale! ¿será que los difuntos no pueden pedir favores a horas más decentes? Esta llegando al zanjón, su pelona cabeza gira de un lado a otro, arroja un escupitajo negro de chimó, que aterriza en un mogote de cabritos, el frío arrecia… su estómago gruñe. Abre los labios, una oración sale de su boca: Animas benditas, que me necesitan, ánimas benditas que perdidas están, busquen redención, que el Señor las va cuidar, como Cristo levantó a Lázaro, como Jesús dio a Maria como nuestra madre, como José lo hizo su hijo y lo cobijó. Animas del purgatorio, ánimas perdidas, lleguen a Dios. Aquí está este hermano para consolarlas

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hoy. Continúo sus oraciones acompañándolas de Ave Marías y Padrenuestros. Molesto, toma una vara de un eucalipto… reprendiendo al espíritu ¡ah no mijo! tu me paraste en medio de la noche. Me pediste agua, no me dejaste descansar, ni tomar miche en mi café y ahora no te manifiestas, ¡no jorobe la paciencia del ocupao, ña zipote!, dándose vuelta levanta la vara y golpea la tierra a sus pies, su pelona cabeza y su ancha nariz aspiran el aire mañanero, los ojos saltones como paraparas revisan el relieve, su boca de labios delgados deja entrever una sonrisa al divisar un cuerpo crispado, escondido por el barro al lado del zanjón. Se lo había traído la creciente. ¡Ay doña Juana, bendito sea Dios! era usted la que me requería, me lo hubiera dicho anoche, me hubiera traído a sus muchachos a buscarla, que tristeza para los muchachos… mire que usted pesa lo suyo, bueno esa era su decisión. Levanta el cuerpo yerto colocándolo sobre Bartolomé y se enrumba al pueblo, pensando en una taza de café.


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Mi vieja

Con la cabeza dentro de la batea, oliendo el kerosén y la resina que resbalan por mi cuello, oigo su refunfuño al registrar por enésima vez las negras hebras de mi cabello, en busca de los infames intrusos chupa sangre. Un aroma dulce, comienza a impregnar el aire, me dejan libre no sin darme el consabido regaño y la monserga ¡Cuidado con quien te juntas, te vamos a rapar el coco, muchacha del zipote! Se da vuelta, envuelta en su camisón f loreado, corriendo, como niña, vía a la cocina, sus manos corren bajo el grifo, lava una paleta de una vara de largo y comienza a remover ligera la olla negra de tiempo cubierta de hollín y ceniza. Un espeso líquido color crema, parece tener vida y querer escapar, huir de la olla. De las paletadas vigorosas que luchan, bravamente, contra el hervor. La leche azucarada forma olas, fervientes en contra de la abuela. Pero la furia de la pócima está vencida, la lucha la gana las manos callosas, llenas de surcos azulados, se corona triunfadora, una sonrisa curva la cara, iluminando los ojos grises, dando la impresión de que se trasforma en un duende juguetón.

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Espío desde el quicio de la puerta, mi mano rasca y rasca maquinalmente la cabeza, me escondo, si me atrapa de nuevo, me sale otra escarmentada. Sal de ese hueco, me grita, ven, pasa, muchacha ven a raspar el ollón y la vara. Los extiende y rauda y golosa comienzo con la parte más divertida del trabajo, a limpiar la olla con mi lengua en espléndido afán. Sentada al frente de este café, con un dulce de leche al lado, me parece escuchar su voz, oler, su aroma. Lentamente llevo un trozo de postre a la boca, nunca más he podido encontrar uno tan bueno como el de mi vieja, cómo quisiera volver a ser niña, tener piojos y que ella estuviera, me diera una friega con kerosén y otra escarmentada.


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El principio a Fabiola, mi pequeño ángel 37

Se reía y a través de sus labios se podía observar su dentadura, le faltaban algunos dientes y cuando los cerraba se formaba un túnel oscuro que llevaba a su lengua. ... y se carcajeaba con tal fuerza que los comensales intrigados, no hacían menos que observar ¿de que se ríe? ...y se reía y todos emocionados aplaudían, se puso en pie trastabillando insegura con su vaso en la mano, y se reía. Algunos, expectantes, asustados al ver lo que hacía: Era regordeta, sonrosada, solo tendría un año… era una nena que cual porf iado daba sola sus primeros pasos.


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El asalto del almedronazo

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El golpe frío de la neblina sonrojó sus regordetes cachetes, de su nariz pretendían escaparse gotas trasparentes que limpia con su saquito azul. Salta de dos en dos los escalones de metal del viejo puente. Se detiene, tratando de esconder el miedo, se sitúa en medio de las dos orillas, cuidando de no ver hacia bajo. De su mano cuelga una pequeña olla cargada de granos de maíz sancochado. Una mano, hala suavemente una de sus brillantes crinejas trenzadas para someter los cabellos y la intranquila criatura, es su mamá cargada con otro recipiente, van rumbo al molino. Un rumor de voces se escucha, y la incipiente luz de un farol alumbra la f ila de mujeres y niños que impacientes separan su turno para moler el grano. Mira al grupo de pillos encaramados en la uva de playa al frente de la Prefectura, al lado de la Junta Municipal, donde la mamá trabaja. Su mente planea como escapar de la vigilancia materna, se le complica el plan de escape, llegó su madrina Josef ina Arévalo. Esta tenía ojos de águila y la miraba como diciendo, cuidado Maria… De repente ve a su madrina Carmen Arévalo, las dos


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familias estaban hermanadas por el compadrazgo desde tiempos inmemoriales, los ahijados se heredaban, pasaran o no por la pila bautismal. La llegada de la última es su salvación, trae consigo al pequeño Pepe, sabía que toda la atención caería en vigilar al pequeño demonio, lo que le daría tiempo a escaparse a la mata de uva de playa. Sale corriendo sigilosa, halando a María Teresa, sintiendo detrás los pasos de la negra. Aprovecharon que Pepe empezó a cantar la marcha nupcial arrojando maíz a una pareja que se besó la mejilla en la cola. María Teresa, delgada, tímida, siempre termina en problemas por sus aventuras, está segura que no le gusta a su mamá, pero un día escuchó a su papá decir esa pulga hace vibrar de vida a María. No sabe que quiso decir, pero cree que le dio permiso de jugar con ella. La negra, la hermanita menor de Pepe, junto con Iraima Arevalo, los terremotos de la cuadra, con las manos cargadas de fruta verde se refugian en la placita Miranda, escondidos en las sombras de los almendrones. Llegan Alberto y Juancho, también estaban huyendo. Desde su trinchera, podían ver a la f ila humana, y vigilar a sus madres que en su entretenido conversar se olvidaron de ellos y se fueron a la Prefectura. No se quien de ellos fue el primero en lanzar una pepa de almendrón hacia los policías, lo que si es que de repente una salva cerrada de este fruto fue a dar hacia la Prefectura, haciendo que Ful-

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gencio el policía, se cayera de la silla donde dormía y a Hermelindo, le tumbaron la cachucha. Se escuchaba el canto policía, policía caraota fría, policía, policía caraota fría. Fueron rodeados y vencidos casi de inmediato, todos llorando cuando el viejo Nicasio, ordenó que los llevaran al calabozo, y llamaran a sus representantes, la pobre María Teresa lloraba como La Dolorosa, estaba privada en llanto. El miedo no era al calabozo, en realidad lo quería conocer. Los colocaron en f ila, al verla Fulgencio dijo miren esta perlita, la nieta de Linares, la hija de Daniela… esta tripona les va a dar guerra… mucha guerra. Se escuchan voces rabiosas. Apenada siente la mirada inquisitiva de la madre, ¿qué voy a hacer contigo…? te debería dejar aquí a la sombra, presa, muchacha del carrizo. Ni de perinola, no se les ocurra, dice Nicasio, capaz nos acaban con la Prefectura. Voltea y ve a la pobre María Teresa, casi desmayada por el susto, presiente que no jugará con ella en algún tiempo. Suben los escalones del puente, ya no de dos en dos, sabe lo que le espera en la casa. La mamá rezonga, mira la hora que es, se hizo tarde para el trabajo y ni las arepas de desayuno he hecho, qué vergüenza sólo tienes seis años, ya has estado presa… Ave Maria que vergüenza, pobre de mi, tengo que verle la cara todos los días. Detrás de ellas, las Arévalo, también llevan su cantaleta. A su descargo: Yo no le dije policía caraota fría


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mamá… Sólo siente el jalón de trenzas para que se callara. Dentro de si pide, ruega que esté el abuelo, para que le salve de la pela y minimice el castigo, al fin sólo despertamos a la policía ¿qué daño pueden hacer unas pepitas de almendrón? Al día siguiente la mamá lloraba, y el papá reía con el periódico extendido en la mesa, con el titular de primera plana: Sometidos policías, por terrible banda “Los teteros”. Sometieron a los agentes de la ley, con peligrosas balas de almendrón. Dos heridos de consideración, uno al caer de una silla en el cumplimiento del deber y a otro que le volaron la cachucha y le dejaron un chichón.

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Tigre mojado

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La oscuridad reinaba en la espesura, los efectos fantasmagóricos de la vegetación, hacían delirar la imaginación. La pequeña y pintoresca caravana era guiada por Pintacaro, el sonido de la campana colgada en su pescuezo marcaba el paso, detrás de él Bartolo, con sus pantalones arremangados hasta la rodilla brincaba un charco, salpicando con sus alpargatas el agua de la pasada tempestad. Era un hombre de unos sesenta años, de aspecto chistoso, extremadamente delgado, nada alto, con una barbita incipiente de cuatro pelos. El rostro moreno, al observarlo, su aspecto evocaba un rumiante, sus ojos negros redondos cual paraparas denotaban inteligencia, paciencia y suspicacia. Detrás de él, un grupo compacto de hombres, calzados con botas de cuero, envueltos en gruesas chaquetas cubiertos con ponchos. Jalando una hilera de burros, cargados de herramientas. Al salir del desnivel, en la empinada subida se detiene el baquiano, haciendo un gesto que indicaba silencio, revisa el suelo, colocando su oreja contra el fango, se levanta. -Nos está acechando un gato, preparen las escopetas, por favor mister dígale a sus muchachos que tengan cui-


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dado, no vaya a ser que disparen a lo loco y mal haya le den a un cristiano. -Enciendan las topas para alejar al bicho, descansaremos un rato. Comienza a rumiar un pedazo de tabaco en rama y se sienta cerca de Pintacaro, en silencio, atento. Se preguntaba que hacía con estos hombres, ya estaba viejo para andar en busca de tesoros, sabía que la pelona los acechaba. Se tranquiliza… el trato es llevarlos seguros hasta Puente Negro, de allí él y Pintacaro se devolvían, ni de perinola cruzaba el puente al risco embrujado. Se santigua, tocando el escapulario de la Virgen del Carmen y lo aprieta contra su cuerpo. Amanece, se adentra la mañana, pero una bruma espesa, húmeda cala los huesos y hasta el burro tiembla, pero no es de frío, presiente. Llegan a la orilla del acantilado, un puente colgante de cuerdas se mece al viento, los zopilotes vuelan raso sobre sus cabezas. Al frente el risco oscuro, lleno de secretos, sin vegetación seco, estéril. La brisa semejaba la voz melodiosa de una mujer que incitaba… a atravesar el zigzagueante montón de cuerdas viejas. Cuenta una vieja leyenda, que una bella india, poseedora de un don al convertir el agua en lluvia de plata, fue perseguida por un tigre mojado, al sentirse acechada por el poseso se adentró en la espesura del monte, tratando de huir, topándose con el puente, asustada lo cruza quedando atrapada, toca la tierra, la escarba, introduce sus manos

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y pide… Se concede el deseo y convirtiéndose en vena de plata incrustada en las entrañas de la tierra, maldice y condena al hombre español invasor, al encierro por siempre con la forma de tigre, lejos de sus reliquias. Transformación por los siglos memoriales, eternos… como castigo a su lascivia, él sería su eterno guardián. Muchos fueron los que se perdieron irremediablemente buscando la veta de plata en el risco maldito al cruzar sólo de ida el puente negro. Dominga, sentada sobre un guacal a punto de quebrarse, sus voluminosas nalgas buscaban acomodo en el improvisado sobre las endebles tablas Sus manos ágiles se movían con rapidez sobre el puñado de tabaco en la mesa, sonreía mordiendo el tabaco con sus dientes, dejando entrever la candela del mismo dentro de su boca. Lo saca y mira la ceniza del mismo, menea la cabeza y su mirada se dirige atenta al cerro, buscando algo en la distancia, entrecierra los ojos y agudiza el oído, ningún sonido. Mira la canasta a un lado, está llena de pequeños tabacos, evidencia de su trasnocho, le duele el cuello, su temor se hace más latente. Bartolo debió llegar la tarde pasada. El tabaco indica luto, no su Bartolo estaba bien… él y Pintacaro, llevarían a los catrines hasta la entrada de Puente Negro, ellos fueron muy claros con aquellos hombres, que solicitaron el servicio al baquiano. Él no cometería la locura de cruzar el puente.


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De nuevo la tarde se extiende cual cobija sobre el rancho de Dominga, el aroma de los tulipanes y los jacintos se mezclaban con la brisa a los malabares, estaba en el porche, en sus gruesos dedos un rosario de lágrimas de San Pedro acompañaban su letanías. Un sonido apagado, una espacie de cascabeleo se escuchó como un rumor. Su corazón dio un brinco en su pecho y una carcajada de alegría inmundo el ambiente. En el recodo, Pintacaro traía sobre el lomo a Bartolo, medio muerto, medio vivo, corrió a trote de sus gruesas y cortas piernas al encuentro de los recién llegados, con sus lagrimas limpió las llagas en la manos y brazos de Bartolo. Él, delirante, lloraba… fue horrible… traté de ayudarlos desde el extremo del puente pero éste se incendio con las llamas del infierno, quemando a los que escapaban mientras que el mojado, saciaba su sed de sangre con los otros. Se sentaron e iniciaron una oración por los perdidos, muertos por el encanto y la codicia de una leyenda.

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Indice



Demetria la rezandera Mujer de Barro Animas Misterios dolorosos Sobre la sombra Llanto en temporal Entre perros y zamuros Las espinas Escrito al revĂŠs El CatecĂşmeno Mi vieja El principio El asalto del almedronazo Tigre mojado

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Fundación Editorial El perro y la rana Imprenta Regional Cojedes Consejo Editorial Popular Estado Cojedes: Aurymar Granadillo Especialista en Gestión Cultural - Area del Libro y la Lectura Deibi Díaz Red de Escritores de Venezuela - Capítulo Cojedes Eduardo Mariño Diseño Gráfico y Edición José Baute Impresión y Montaje

Esta edición de 500 ejemplares se culminó en enero de 2009 en la Imprenta Regional Cojedes de la Fundación Editorial "El perro y la rana" En su impresión se usaron tipos Linotype Univers y Bembo


María Georgina Natera (La Victoria, 1961) Es docente, artesana y promotora de lectura. Es miembro de la Red Nacional de Escritores de Venezuela. Facilitadora de los talleres de creación artesanal, promotora de de círculos de composición literaria para niños en Tinaquillo. Ha participado en diversas ferias artesanales y representó al municipio Falcón, en FITCAR 2005.

Tras las huellas de cuentos viejos de nuevos viejos, primer libro de María Georgina Natera, nos asoma a universo de personajes y ambientes áridos, desolados, pero esperanzados y fuertes. No deja de estar presente en estas páginas el humor que habita nuestra tierra, así como la rica tradición oral que nos caracteriza.


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