AntologĂa
Cuentos de la
Sierra Relatos fantĂĄsticos de terror y misterio
estado Vargas
Ukumarito (voz quechua), representación indígena del oso frontino, tomada de un petroglifo hallado en la Mesa de San Isidro, en las proximidades de Santa Cruz de Mora. Mérida – Venezuela.
El Sistema de Editoriales Regionales (SER) es el brazo ejecutor del Ministerio del Poder Popular para la Cultura para la producción editorial en las regiones, y está adscrito a la Fundación Editorial El Perro y la Rana. Este Sistema se ramifica por todos los estados del país, donde funciona una editorial-escuela regional que garantiza la publicación de autoras y autores que no gozan de publicaciones por las grandes empresas editoriales, ni de procesos formativos en el área de literatura, promoción de lectura, gestión editorial y aspectos comunicacionales y técnicos relacionados con la difusión de contenidos. El SER les brinda estos y otros beneficios gracias a su personal capacitado para la edición, impresión y promoción del libro, la lectura y el estímulo a la escritura. Y le acompaña un cuerpo voluntario denominado Consejo Editorial Popular, co-gestionado junto con el Especialista del Libro del Gabinete Cultural estadal y promotores de literatura de la región.
Todo lo narrable, entre el testimonio y la ficción, trinchera, resumen último de la tradición oral merideña, muestra del ara y no del pedestal. Parte de ello quisiera ser esta Colección Oswaldo Trejo, a la vez hijo de aquellas palabras y creador de nuevas sintaxis, merideño universal al que rendimos homenaje, cuya singular obra, junto a otras muy diversas propuestas narrativas venezolanas, nos recuerda que la historia de nuestra literatura, y aún el vuelo metafórico del cuento de nuestra calle, está difundiéndose y multiplicándose, reapareciéndose ahora, en nuevos tiempos.
Antología
Cuentos de la Sierra Relatos fantásticos de terror y misterio
Fundación Editorial el perro y la rana Sistema de Editoriales Regionales-SER ¦ Mérida. 2018 Colección Oswaldo Trejo Edición Digital
Primera edición impresa 2016 © Daniel Quintero, © Javier Pérez, © José Vicente Castillo, © Lenín Ramírez, © Luis Perales, © Luis Regalado, © Raúl Ruiz, © Yuleici Verdi, © Simón Zambrano © Fundación Editorial el perro y la rana, 2016 Segunda edición digital 2018 © Daniel Quintero, © Javier Pérez, © José Vicente Castillo, © Lenín Ramírez, © Luis Perales, © Luis Regalado, © Raúl Ruiz, © Yuleici Verdi, © Simón Zambrano © Fundación Editorial el perro y la rana, 2018 Ministerio del Poder Popular para la Cultura G-20007541-4 Centro Simón Bolívar, Torre Norte, Piso 21, El Silencio, Caracas – Venezuela 1010 Telfs.: (0212) 377.2811 / 808.4986 http://www.elperroylarana.gob.ve coordinaciondels.e.r@gmail.com @perroyranalibro Fundación Editorial Escuela El perro y la rana Sistema de Editoriales Regionales-SER, Mérida Calle 21, entre Av 2 y 3. Centro Cultural Tulio Febres Cordero, nivel sótano Mérida – Venezuela merida.ser.fepr@gmail.com @SNIMerida Imprenta Mérida Fundación para el Desarrollo Cultural del Estado Mérida – FUNDECEM Editor literario José Vicente Castillo Corrección José Antequera Diseño y diagramación YesYKa Quintero Portada e Ilustraciones Miguel Albornoz Depósito Legal: DC2018001622 ISBN: 978-980-14-4270-7
AntologĂa
Cuentos de la Sierra Relatos fantĂĄsticos de terror y misterio
Agradecimientos El presente libro no hubiese sido posible sin la hospitalidad y la paciencia del señor Acacio Quintero y la señora Ramona Rodríguez de Quintero, que tuvieron el gesto solidario y la amabilidad de abrir para nosotros el espacio de “La Sierra Maestra” (la casa donde hacíamos nuestras lecturas y donde algunos llegamos a vivir). Hace unos meses dejó de estar físicamente con nosotros la señora Ramona. Este esfuerzo es en su memoria. También queremos agradecer a la Fundación Editorial el perro y la rana, quien tendió la mano al proyecto y apreció el esfuerzo plasmado en la antología. A Yesyka Quintero y a Rosiris Berroteran, cuyo paciente trabajo y apoyo fue determinante en la publicación de estos relatos. A Cipriano Alvarado, por su desinteresada colaboración en el diseño gráfico de este libro. A José Antequera, quien dedicó su
valioso tiempo a la revisión final de los cuentos, y a Miguel Albornoz, que logró ilustrar cada historia, haciendo del libro una galería artística. Finalmente, a Yanitza Albarrán y a Oscar González, que contribuyeron en la última etapa de este trabajo con sus consejos y diligencias. A ellos y a todos nuestros seres queridos y compas que con cada palabra, critica, gesto, sonrisa, o aplauso, enriquecieron esta experiencia literaria, nuestro agradecimiento y dedicatoria. Los autores
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La Biblioteca de autores inéditos
A Simón Zambrano
—Por cierto, esta tarde llovió con sol –dijo gocho negro–. Sus palabras rompieron el silencio que segundos antes había detenido la conversación. Nos encontrábamos frente al patio, sentados, Javier, Raúl, gocho negro, Luis Carlos y yo. —¿Y eso qué? –pregunté–. —Bueno, que los viejos dicen que eso es pavoso. —¿Sí? Bueno, pero eso será aquí. En mi tierra dicen que cuando llueve con sol, es que se murió un viejo con plata. —Yo también he escuchado lo que dice gocho negro –intervino Javier–. Es algo así como que vienen malas noticias en camino. —Bueno, yo no sé –dijo Luis Carlos–. Lo que sí sé, es que a Vicente le toca buscar la ronda. Me levanté sin protestar. Fui hasta la nevera, que estaba en lo que debió haber sido el patio interior de la casa.
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Era una casona vieja, de esas de estilo colonial: un patio interior rodeado de habitaciones, tejas y paredes de bahareque. El señor Acacio, el dueño, decía que donde estaba la casa había sido antes una especie de establo, en tiempos de la independencia. Nunca le creímos, pero sabíamos que perfectamente la casa podía tener sus cien años. En realidad era pequeña: cuatro dependencias, a la derecha desde la entrada, y lo que debió haber sido el corredor y el patio interior apenas media dos metros y medio de ancho. Quizás en un pasado algunas macetas con plantas recibieron allí la luz del sol. Ahora, con un techo de cinc, no era más que un angosto pasillo que peleaba su espacio a una nevera, una destartalada cocina y a dos inmensas bombonas de gas. Saqué cinco verdes y las destapé. Regresé al patio trasero. Ese era el centro de la casa. Apenas salías te encontrabas con un pequeño piso de cemento, bajo un techo de lata, con un bombillo de luz amarilla colgando en un sócates de plástico. Unas tres vigas hacían el papel de columnas y en medio de dos de ellas, una hamaca colgada, una pequeña mesa de madera y algunas sillas. Más allá podía distinguirse un limonero y al fondo la silueta difusa de algunos árboles. 1
Le di su curda a cada quien. Me llamó la aten 2
Verdes, forma coloquial, en Venezuela, de referirse a una cerveza de mayor grado alcohólico. El mote verde hace referencia al color de la botella (N. del A.). Forma coloquial de referirse a la cerveza, en Venezuela (N. del A.)
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ción el tema en el que los conseguí. Quizás la referencia supersticiosa que hizo gocho negro los llevó a esas veredas. —Si... –decía Luis Carlos– aquí en los andes se habla mucho de las brujas. Mi tío me conta- b a , sobre la casa que tenemos en El Morro, que ese terreno estuvo en venta muchos años y que nadie lo quería comprar porque allí habían enterrado a una muchacha que la gente decía que era bruja. El terreno lo compró mi abuelo y construyó una casa... esa, la que ustedes conocen... nunca vimos a la fulana bruja, ni nada que se le pareciera, pero en las noches pasan pájaros volando y lo que se escucha por los alrededores son risas y carcajadas. —¡Huy! –exclamó gocho negro, frotándose los brazos–. —Fíjate –dijo Javier, sentado en la hamaca, el puesto de privilegio, mientras fumaba un cigarro–, a mí me
contó mi papá, que estando él chamo, mi tía Julia siempre tenía pesadillas. No eran todos los días, eran determinados días a la semana. Resulta que a mi tía la llevaron con un santero y el santero le dijo que una vecina era bruja... y que esa vecina le mandaba el ánima sola a otra vecina. Y como mi tía tenía materia y la casa donde vivían en aquel tiempo estaba en medio de las casas de ambas vecinas, lo que mi tía sentía era cuando el ánima sola pasaba de una casa a la otra. Cuando la vecina que era bruja mandaba el ánima sola para casa de la otra vecina, mi tía la sentía pasar... —¡Su madre! –exclamó Raúl y rompió a reír, como siempre hacía–. Comenzó a lloviznar. Una brisa fría y la luz amarillenta del bombillo eran nuestra única compañía. A lo lejos, la sombra en movimiento de los árboles creaba imágenes siniestras. —Bueno, ya va –dijo Raúl, con su particular hablar parsimonioso–, escuchen este cuento. Esto le pasó a un pana... —Al amigo de un amigo –dije–.
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—No, no, un pana... un conocido. El chamo tuvo madres peos con la novia... terminaron... bueno, de la noche a la mañana el chamo se volvió loco. Pegaba gritos, le lanzaba golpes a la gente, a la familia. Lo llevaron con una santera y la tipa dijo que la novia, bueno, la ex novia, había mandado a una bruja a que le hiciera un trabajo al pana... y la bruja mando un espíritu... —Lo arrecho fue que hicieron una ceremonia... una vaina en la que un tipo llamó al espíritu que estaba
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jodiendo al chamo. El tipo tenía materia y dejó que el espíritu que estaba jodiendo entrara en su cuerpo –Raúl hizo una pausa, miró al piso y continuó–. ¡Imagínense la vaina! A través del tipo hablaron con el espíritu que estaba jodiendo al chamo, y negociaron con él. —Verga, ¿y qué pasó? –dijo gocho negro–. —El espíritu pidió unas vainas: una misa, un novenario... también que le echaran más tierra a su tumba. Esa vaina y que se compra: tierra de muerto o de cementerio. —Sí, si se compra y la usan precisamente para volver loca a la gente –dijo Javier–. Sacan tierra de alguna tumba y se la echan a alguien y el muerto los persigue. Hay que reponer la tierra... En ese momento tronó. El sonido acalló cualquier voz y el mismo bombillo pareció titilar. En medio de la puerta apareció Simón. No lo sentimos entrar y teníamos semanas sin verlo. —Camara, siéntese –dijo gocho negro–. Estaba desaparecido. Lo hacíamos en su tierra, en el llano. —De pana chamo, yo lo he llamado varias veces, estaba perdido –agregó Luis Carlos–. Simón entró y se sentó en una de las sillas de plástico. Caminó hacia ella con suma lentitud. Su
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aspecto no era el mejor: se veía sucio y desaliñado, y él siempre había sido muy cuidadoso y pulcro en su vestir. Antes que se sentara, ya Raúl le había traído una curda y la había colocado en la mesa de madera, frente a Simón. —Gracias... –dijo con una voz hueca y sin tocar la cerveza–. De pana que me hacía falta. —Tranquilo, yo sé que te gusta estar ebrio, je, je, je. —Es que borracho siento la muerte lejana... –contestó forzando una sonrisa, acompañada de una mirada vacía que no se dirigía a ninguno de nosotros. Parecía mirar algo que estaba más allá–. —Camara, ¿qué se había hecho? –interrumpió gocho negro–. Teníamos semanas sin saber de usted. —Dejen que les cuente... no me lo van a creer. Simón miraba la cerveza y sin haberla probado comenzó su relato: —Saben que hace un mes fui a Caracas. Fui a hacer unas diligencias... unas vainas. Yo había mandado varias copias de mi poemario... como a tres editoriales, hace unos meses y sólo una me dio respuesta, rechazándolo... —Bueno, aproveché de visitar las otras dos que no me habían dado respuesta. En la primera, ni me
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pararon... de pana que lo que faltó fue que me dieran una patada por el culo... en la otra fueron más elegantes: me invitaron a salir... Normalmente, todos hubiéramos reído. Pero en el rostro de Simón había algo, como un susto. Estaba muy serio. —En la última, había un tipo, un viejo... habló conmigo y me dio ánimo... se lamentó de que sus colegas de la editorial no le hubiesen prestado atención a mis poemas… y me dijo que él formaba parte de un fondo editorial privado. Me invitó a un almuerzo al otro día, en un restaurante y me pidió que llevara mi manuscrito. Al otro día, mientras almorzábamos, me presentó a algunos periodistas y escritores, todos viejos. Me preguntaban mucho si había publicado antes en algún periódico, revista... si existían más ejemplares de mi texto. Yo les contesté que no. Pasamos media tarde conversando. Me decían que era un joven ambicioso. Llegar así, a las editoriales, sin haber publicado nada antes...
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—Me invitaron a casa de unos de ellos, luego que terminamos el almuerzo. No me inspiraban desconfianza. Me cayeron bien y sentí que les había caído bien. Así que los acompañé con mucho entusiasmo. La llovizna se transformó en lluvia. Simón hablaba y nadie se atrevía a interrumpirlo. —Llegué con ellos a casa de uno de esos viejos. Ellos eran como cinco. En seguida se sirvieron vino y me ofrecieron un poco, y después de conversar un rato, me invitaron a un salón donde tenían varios estantes con cualquier cantidad de manuscritos, impresiones, trabajos a máquina... esos eran los más, algunos estaban encuadernados. —Me dijeron que esa era su Biblioteca de autores inéditos. Que era la biblioteca
más exclusiva del mundo. Que los libros que allí estaban sólo los tenían ellos, nadie más y que querían que el mío formara parte de la colección. Que ellos se aseguraban de que esos manuscritos nunca fueran publicados. —Yo les dije que yo quería publicar, que no quería formar parte de tan aberrante biblioteca, pero ellos me contestaron que eso no era decisión mía... yo tenía rato sintiéndome mareado... —Cuando desperté todo estaba oscuro. Seguramente me habían drogado y encerrado. Algún narcótico en el vino. Empecé a buscar la salida en medio de la oscuridad, tanteando las paredes... “¿Y qué paso? ¿Cómo saliste?”, se oyeron las voces, pero yo sabía que esas preguntas no tendrían respuesta. Segundos antes había notado, con un nudo en la garganta, como los pies de Simón se desvanecían. Cuando habló del lugar oscuro y frío ya sus piernas eran trasparentes. En la mirada
de Simón pude leer, y quizás fuera lo único que alguien leería de él, el anhelo de algún día publicar sus poemas y la idea de que la muerte estaba lejos... José Vicente Castillo
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La Ardilla
Llegó a su casa, se sentó en el mueble, tomó un vaso con agua, prendió la tele y se quedó dormido. En el sueño ya, continuaba con ella, estaba en el restaurante, continuaba sintiéndose mal, el dolor de sus extremidades inferiores se acentuaba calamitosamente, el pie derecho comenzó a despertar y mientras ella hablaba sobre economía, él intentaba prestarle atención a la muchacha para no mirar debajo de la mesa. El pie lo miró, había tomado vida, tenía forma de ardilla, el zapato estaba totalmente destruido. La tez comenzó a blanquear y la muchacha no sabía nada. Se despertó y ahí estaba la ardilla, la muy desgraciada estaba dormida, el otro pie ya tenía síntomas de la misma enfermedad, comenzaba a sudar ese líquido semiamarillento por las uñas y la calentura era exageradamente extrema. Ya no aguantaba el zapato, el único que le quedaba luego del alboroto en el restaurante. Brincando en un solo pie, mientras la ardilla dormía corrió hacia el baño, encendió la regadera y se duchó con todo y ropa, se la fue quitando mientras se bañaba, el pantalón fue el más difícil de sacar, la ardilla que ya había devorado media y zapato, se despertó inquieta al primer contacto con el agua de la ducha. El dolor regresó y el pobre hombre se retorcía en el piso del baño, sin poder gritar, sin poder llamar a nadie. Ahí volvió a quedarse dormido. 23
En el restaurante, mientras ella saboreaba la tardada cena, él no podía ya controlarse, quería pararse, quería tirarse al suelo, quería gritar, pero se reprimía ante la presencia de la segunda cita con Estela, la definitiva. “¿Qué es esto?”, pensaba. El dolor no podía traicionarlo, antes, por lo menos, ella tendría que decirle que sí, porque había aceptado la segunda cita, inventaría algo para que se fuera sin que él tuviera que levantarse de la mesa y luego dejaría ver al monstruo al resto de los comensales de aquel lujoso restaurante, podría gritar y hasta tirarse en el suelo y revolcarse y pedir ayuda. Los presentes se levantarían asqueados al verlo con una ardilla ensangrentada en vez de pie en su extremidad inferior derecha, correrían, vomitarían algunos, y ninguno volvería a aquel restaurante, y muy seguramente la prensa cubriría la noticia en las páginas más amarillas de sus tabloides. La noche continuaba y ya no existía zapato, ni media, sólo trocitos de cuero, plástico, sangre y tela se habían esparcido debajo de la mesa. El mesonero se acercó por segunda vez, ya había traído la carta o menú, esta vez traía las bebidas y le preguntó si se sentía bien, el mesonero había notado la inquietud del hombre de la mesa de la esquina. —¿Se siente bien señor? –le preguntó–. Ella aprovechó la pregunta del mesonero para repetirla. 24 | Cuentos de la sierra
—Estás blanco, pálido, ya sé lo que me vas a preguntar, lo que me vas a decir, sé que estás nervioso, y mi respuesta es sí –dijo Estela–, yo acabo de salir de una relación y tú me has ayudado mucho a olvidarlo y me has hecho sentir diferente, nueva. Sé cómo te sientes, aunque nunca había visto a un hombre sudar tanto antes de una declaración, ni ponerse tan nervioso, juraría que estás enfermo, que te duele algo... Fue en este instante cuando la mujer repentinamente dio un grito que rompió con la armonía de la musiquita de fondo y los susurros de las otras mesas. Arrastró la silla hacia atrás, tiró los cubiertos al piso, se levantó y al ver su pie, mutilado y ensangrentado, cayó desmayada. Él no quería levantarse, estaba petrificado, el dolor había pasado. La mayoría se había ido, ya había llegado la ambulancia que había llamado el empleado del restaurante. Ya eran dos los heridos, pues cuando uno de los mesoneros quiso mirar debajo de la mesa, la ardilla lo agarró y pudo rasgarle la yugular para dejarlo ahí tendido, medio cuerpo debajo del mantel de la mesa, medio cuerpo afuera. La maldita ardilla se lo estaba comiendo. Nadie se atrevía a acercarse, todos miraban y escuchaban espantados los chasquidos que producía la ardilla mientras devoraba los huesos o las tripas del mesonero y un gran charco de sangre fue llenando los alrededores de la mesa. El hombre se 25
levantó, ya no podía ocultar nada, sacó primero el pie izquierdo. Todos estaban asombrados de lo que pasaba. Se afincó con la mesa y el espaldar de la silla, y en vez de pie había como un trapo negro del que escurría sangre, todo el mundo se alejó por donde él caminaba, y en un pie salió brincando del restaurante. Sólo recordaba el charco de sangre y el dolor y que quiso bañarse y a Estela tirada en el piso del restaurante. La puerta fue tumbada, la policía entró y una gran ardilla negra estaba dormida en el baño mientras el agua se desparramaba. Parecía estar muerta pero se escuchaba el feo respirar del enorme animal. Cuando despertó, sintió pesado el cuerpo, no era él, estaba lleno de pelos, no tenía manos, sino garras, una patas, se miró todo, “qué soy”, dijo, volteó al espejo pero estaba totalmente destruido al igual que el resto de la habitación del baño. Parecía que una batalla se hubiese librado ahí, la del hombre con la bestia, pienso mientras escribo esta historia. Los policías entraron y no salieron. Cuando despertó definitivamente estaba en su cama, miró sus pies, sus manos, fue al espejo y estaba bien, le dio miedo entrar al baño pero se atrevió, estaba en perfecto estado, nada había ocurrido, lo había soñado. Se vistió tranquilamente, se rio del loco y sangriento
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sueño, recordó como saboreó el dedo de Estela, y la sangre corriendo por su cuerpo. Salió de su casa, corrió al trabajo y concretó con Estela la tercera cita. Al mediodía pudo hojear el diario, estaba en la sala de recibo del señor Gonzalo, allí estaba la noticia, había ocurrido, tal y como lo había soñado, estaba narrada con lujos de detalles y había una foto del interior del restaurante y de la mesa rodeada de sangre, la misma. Nuestro amigo, no hizo más que levantarse, dobló bien el tabloide, lo metió en el portafolio y se fue, perturbado, en realidad tenía noches enteras en vela según me enteré posteriormente. El día de la tercera cita, él no apareció, había quedado en buscar a Estela en su casa a las siete de la noche y nunca llegó. Estela lo llamó varias veces pero no contestaba el teléfono. La ausencia se notó en la oficina una semana después. Nadie sabía nada de él, ni sus amigos, ni su familia ni Estela. Estela en realidad casi no lo conocía. Trabajaban en la misma oficina pero sin embargo casi nunca se habían tratado hasta que un día por una casualidad del trabajo él la invitó a salir. La segunda cita o la segunda vez que salieron, estuvieron en el mismo sitio, en el mismo restaurante y no pasó de ser una cena de compañeros de trabajo, al igual que la primera. Ella sin embargo, estaba intrigada y emocionada con las invitaciones de su compañero y cuando fue en serio lo de la desaparición no lo podía creer. Le pareció
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haberlo visto unas noches atrás cerca de la plaza. Ella quiso acercársele para preguntarle dónde estaba, por qué había abandonado el trabajo, que estaba preocupada, pero mientras ella se acercaba él se metió entre los matorrales y desapareció. “Fue una ilusión”, pensó ella, ahora que lo recordaba por ahí mismo había sido uno de los últimos inexplicables homicidios, creo que esa misma noche, que peligro había corrido, esa mujer descuartizada en esa misma plaza, esa misma noche pudo haber sido ella misma. Un día fue a la plaza en la mañana. Antes, cuando recién había llegado a la ciudad, lo hacía regularmente, iba en las mañanas a la plaza, compraba manís y las ardillas bajaban de los árboles y lo tomaban de sus manos. Recordó entonces cuando se le cayó la bolsa de maní al piso, y una ardillita le había mordido el dedo del pie confundiéndolo con un maní. Luis Perales
La hora más oscura del silencio
Estaba en la profundidad del bosque, observando la solemnidad que reflejaba la cima de las montañas cuando advertí, con la más absoluta falta de asombro, dos hombres vestidos de beige que subían presurosos por los montes agrestes de una loma aledaña. Mi cuerpo en reposo y mis ojos tranquilos, inmóviles, los vieron alejarse. Memoricé las luces de la tarde, aunque me resultaba difícil guardar otro recuerdo más. Un par de horas después, la policía y las autoridades de un pequeño pueblo de la región de Zungaria ya habían levantado tiendas de campaña en la entrada del parque. El viento soplaba en dirección norte y el largo camino estaba a la izquierda sembrado de abetos. Los visitantes habían detenido sus autos formando grupos numerosos de curiosos reclinados sobre los alambres de las cercas. Tenían a un sospechoso vestido de beige, al que interrogaban. Pálido y demacrado, pero de ojos brillantes y una sonrisa cruel, pataleaba como sin fuerzas y emitía unos estridentes gritos que asustaban a las gentes. Todos veían su afán por demostrar su inocencia. Allí mismo, cuando aún quedaba un poco de la luz de la tarde, el jefe de la policía le ordenó abrir su camisa para ver su abdomen. Eso significaba una prueba importantísima en su imputación o defensa, pues los diamantes
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al ser ingeridos rompían el estómago y en el caso de este hombre, ya se asomaba un purpúreo pus por el ombligo que buscaba libertad en la intemperie. Las autoridades chinas, presentes pero ajenas al procedimiento policial, eran de una pasividad compleja y casi absurda. Siempre he pensado que la abrupta rueda de los tiempos atropelló su saber milenario y ahora no tienen respuestas, ni preguntas. Nadie comprendía nada, pues nadie arriesgaba nada, como si un miedo general los embargara y les imposibilitara actuar. Yo me limitaba también a ver sin hablar, sin embargo, algo en mí se revolvía intranquilo, tratando de comprender. Sentía mi cuerpo como imposible y lejano. La entrada del parque era una planicie de tierras inestables que se hundían al llover. Los hijos de algunos turistas se introducían en unos pozos que estaban cerca de la carretera y atrapaban con sus manos unos peces pequeños. Los pozos eran extraños –como casi todo por aquí–. Eran oquedades, lodazales, charcas o criptas funerarias antiguas. El fondo era verdoso y negruzco, pero su agua cristalina. Si alguno de los agentes se hubiera fijado podría haber visto relumbrar en el agua clara la daga con que me atacaron. Había llegado al pueblo el día antes, al finalizar la tarde. Luego de encontrar hospedaje e instalarme, me dirigí a la casa del jefe de la policía, ya de no-
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che. Lo encontré cenando en compañía de algunos de sus subordinados. Les mostré mis credenciales, documentos y órdenes. Iba vestido con un traje gris y supongo que me veía tonto con mi cara de refinamiento inglés. Platicamos una hora y salimos en dirección a la pagoda, acompañados de dos agentes. Las calles del pueblo eran angostas y sombrías. Una noche sin luna vestía de negro el firmamento y el silencio anegaba hasta el último rincón. El mutismo era lo más inquietante, porque no lograba sacarme la sensación de zozobra. Sentía que la mudez de los callejones era falsa, que todos en sus casas fingían dormir, que esperaban nerviosos algo malo esa noche de confusas y densas tinieblas, a esa hora, a la hora más oscura del silencio. Atravesamos un parque de árboles silentes y llegamos a la pagoda. La edificación era grande, con su techo de puntas picadas y un eco aletargado que rodeaba el ambiente. Sin pérdida de tiempo los agentes forzaron la entrada. Subí los peldaños serenamente con mis brazos atrás, la mano derecha tomaba la izquierda. El recinto estaba a oscuras, apenas iluminado por nuestros fanales. Nos dividimos para revisar y en una de las dependencias encontré a cinco hombres. Estaban apretujándose contra un rincón, como tratando de esconderse. Iluminé con mi linterna sus rostros, uno a uno. El primer hombre era delgado, estaba en cuclillas, no lo reconocí. Tampoco al segundo, que no mostró mucho el rostro,
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pero eso no importaba. A los otros tres los ocultaba la sombra de una pared. Aun así, los logré ver, y en uno de ellos aprecié un rasgo pernicioso. Le brillaban los ojos y sonreía con crueldad. Los miré fijamente, como determinando su derrota pero sin ofenderles con mi actitud de extranjero. Viré el rostro para llamar a mis compañeros cuando uno de los hombres se arrojó sobre mí, pero me anticipé y lo esquivé. Cayó a un lado y desde allí me lanzó algo. Erró el tiro y el objeto chocó contra el muro y fue a parar al piso. Lo recogí y en una sola mirada lo detallé bien: era una punta acerada con veneno, arma mortal del Clan de Los Siete Males, banda de contrabandistas de diamantes. La lucha tornó a las manos: con otra daga el mismo hombre arremetía en mi contra. Logré dominarle hiriendo su mano con el dardo que había recogido. En medio de la confusión, pude ver como se encogieron los músculos de su cara e instantáneamente se fue al suelo de bruces. La boca me supo a metal, el suelo se me alejó de los sentidos y por mi torrente sanguíneo ascendió un hielo. 34 | Cuentos de la sierra
Un segundo hombre se me abalanzó, sujetándome de un brazo, pero uno de los agentes llegó y le cercenó el abdomen con un sable. Caímos los dos y en la oscuridad matizada por los candiles, observé como salían de su cuerpo pequeñas piedras brillantes envueltas en sangre. Ahora, en el bosque, poco a poco voy entendiendo lo que pasó. Miro mi cuerpo frío e inmóvil, en medio de un charco negro. La venganza china ya se ha tragado casi toda mi sangre. Una opaca nube del último atardecer refleja su débil luz en la daga bajo el agua, mientras un sonido silencioso punza en mi pecho y abre para mí la oscura tierra, y desde ya se va tragando todas mis palabras. Javier Pérez
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Terror en la Serranía
Eran las cuatro de la mañana en un pequeño pueblo enclavado en la serranía de los Andes. El frío resultaba insoportable, y mientras el gallo daba su canto, los jornaleros se preparaban para iniciar su largo trajín. En una de las casitas que quedaba algo alejada del pueblo, vivía Efraín. Mientras se encomendaba a los santos para salir en la oscuridad a buscar los animales para la labranza, su esposa María se despide de él con un suave beso. María empezaba, entonces, sus labores de ama de casa del día y miraba por una ventanita como se alejaba Efraín. La mujer se dirige al corral para recoger los huevos y hacer el desayuno a los niños, y de repente se escucha un grito desgarrador. María se asusta mucho y rompe uno de los huevos en su mano. La intrigada mujer reconoce de inmediato la voz que gritó, diciendo: —¡Ave María, esa es la voz de Efraín! La señora miró, pero la penumbra era cómplice de la tragedia pues no se vía nada. Cuando los primeros rayos de sol alumbraron el horizonte, la confundida mujer corrió como loca al pueblo para pedir ayuda, tocando las puertas de todas las casas y pidiendo auxilio, ya casi sin voz. Tímidamente, se iba asomando la gente por los pequeños rosetones de madera de sus casas y murmuraban entre ellos, pero nadie se atrevía a salir. El silencio y el frío se 37
combinaban y el pueblo resultó convertido en una lápida. De una de las casas se oyó el tarareo de un viejo loco llamado Elías: —Yo sabía, que iba a volver, ese demonio, taba dormido, pero regreso por los pecadores, jaaaaaaaaaaaa”. La desconsolada mujer ya no podía ni con su alma. Uno de los pregoneros del pueblo se armó de valentía, y se acercó a decirle: —María, venga rápido, usted y todos sabíamos que esto iba a pasar, esta vez fue Efraín, pero pudo ser cualquiera, vamos pa’ entro antes de que seamos los próximos. Los días avanzaron, nadie hablaba del tema, y el miedo corría por las calles. La gente se agolpaba en la iglesia del pueblo y no hacían sino pedir en sus plegarias a Dios que no volviera esa maldición de nuevo. Un anciano llamado José, vociferó: —Carajo, todos sabemos que hay una sola forma de apaciguar a este Satán, yo fui el último que estuvo cerca de esa presencia y no me gustó lo que hice, pero tuvimos cincuenta años de paz. Todos tragaron grueso ante esta remembranza hecha por el hombre, y se miraban unos a otros preguntándose quién estaría dispuesto a apaciguar a la bestia. Transcurrían las semanas, y noche tras
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noche se oían los gritos aterradores de una nueva víctima que desaparecía en el lúgubre anochecer. En un caluroso mediodía, se escuchan los pasos de unos caballos, junto a las voces de personas desconocidas. Eran forasteros, en plena plaza Bolívar. Tres individuos: una mujer y dos hombres (Eugenia, Maximiliano y Alfredo). La gente curioseaba y veía con sospecha a estos visitantes tan particulares, en un momento tan trágico. El trío era un grupo de biólogos que se sentía atraído por la flora andina y venía a recoger muestras y especímenes. Alfredo fue en busca de alguien que los acogiera. Al pasar por las calles sólo se escuchaban los fuertes portazos de la gente que rechazaba a estos sujetos. Desconcertado, Alfredo iba a regresar cuando desde un viejo rancho se escuchó la voz del viejo Elías que decía: —Usted, musiú, venga pa’ ca, yo le doy posada, pero apúrese que ya va a oscurecer y les conviene estar resguardados. Alfredo corrió a buscar a Eugenia y Maximiliano. Cuando los tres entraron a la casa, sintieron un olor mohoso e insalubre, se dieron cuenta que su anfitrión carecía de sentido común. Elías les indicó donde podían dormir, y les ofreció un guarapo que parecía una mezcla de petróleo con bosta de vaca. Alfredo, por pasar el rato, empezó a intercambiar palabras con el viejo y en medio de su burla e ironía contra Elías, todo quedó en silencio cuando un des-
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garrador alarido fue seguido de un estruendo horrible que parecía un trueno. Todos se estremecieron y a Elías le corría una fría gota de sudor por su frente. Maximiliano exclamó: —Mierda que fue eso, como que mataron a un animal. Elías lo miró y dando un fuerte golpe sobre la mesa dijo: —Chito pendejo, usted no sabe qué pasa, cállese y les diré lo que nadie quiere decir. Los tres se miraron y se colocaron alrededor de Elías y empezaron a escuchar la historia del viejo: —Hace cincuenta años, yo taba en mis años mozos, de esa época sólo quedamos en el pueblo el viejo José y yo. Éramos muy amigos, aunque después de lo que pasó no vivimos sino para odiarnos. El destino, o quien sabe qué, hizo que nos enamoráramos ciegamente de Lucía, una muchacha muy bonita de pelo rojizo, ojos marrones, y piel blanca. Dios quiso que fuera yo quien me quedara con su amor, y ahí empezó a crecer la pasión de ella hacia mí y el odio de José. Un día en medio de la plaza, muy borracho José gritó con todas sus fuerzas: “Maldigo esa unión, pido a las fuerzas del mal que me ayuden a destruir todo lo que los une”.En ese momento se cubrió el caluroso y soleado día con una nube negra 40 | Cuentos de la sierra
como el carbón y un hedor a azufre se dispersó por todos lados. Los perros ladraban desesperados y todos los animales se intranquilizaron, y sonó por primera vez ese aturdidor rugido, ese mismo que escuchamos hace rato. José en un gesto desesperado de borracho pidió algo a las fuerzas del mal, y para mala suerte de él y de todos, algún demonio lo escuchó. Los tres sujetos se quedaron algo incrédulos escuchando el relato del viejo Elías, y Eugenia preguntó: —Elías, pero qué es eso que escuchamos, ¿es un animal o qué? El viejo respondió con voz fuerte: —Que animal va a ser, ese fue un trueno venido del mismo infierno, yo he sido el único que ha visto esa bestia y no puedo ni quiero tener que describirla nunca más. Elías se puso a llorar y golpeó como un loco la mesa, Maximiliano le dio una palmada y le dijo que se tranquilizase. El viejo continuó su historia con lágrimas: —José, no descansó hasta verme separado de Lucía, pidió ayuda hasta el mismo Infierno para alejarnos. Esa noche después de lo sucedido en la plaza, me acuerdo que dormía con Lucía y escuché a lo lejos unos pasos como los de una mula, me dirigí a la entrada de la casa y sólo se me viene a la
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memoria dos ojos rojos como la sangre; esa bestia me lanzó como diez metros. Recuerdo que Blanco, mi fiel perro, fue degollado de un manotazo por esta presencia. De donde pude saqué fuerzas para ir a proteger a Lucía, tomé mi machete y ataqué con furia a ese bicho, en medio del desconcierto sólo recuerdo que le abrí varias heridas, y que no hice sino enfurecerlo más, la bestia que creía yo un oso, me dejó perplejo cuando con una voz ronca y profunda gritó unas palabras que hoy día no olvido: “TremunsorBelsebumNotris”. Me miró y tomó a Lucía por el cabello, se rio y arrancó de un trastazo su cabeza, la sangre de Lucía y la de Blanco se mezclaron, y la casa se volvió un matadero. No me quedaba nada más que hacer, y tomé una lamparita de aceite que tenía a mi lado y la lancé a ese demonio, fue en ese pequeño instante de claridad que pude observar a que me enfrentaba: era un... Cuando Elías, estaba por describir el causante de esta tragedia, irrumpió desde una ventana como un rayo una enorme sombra que arrebato la vida de Elías en un instante, su cuerpo quedó tan destrozado que era imposible comprender qué ser podía hacer tal magnitud de heridas en tan poco tiempo. En un último suspiro Elías gritó y después en voz baja repitió: 42 | Cuentos de la sierra
—Ahhhhhhhhhhh,Tremuns or BelsebumNotris. Bañados en sangre, los tres biólogos salieron corriendo despavoridos. Amaneció y en medio de la plaza se encontraba Eugenia llorando y con un ataque de pánico, nada se sabía de Maximiliano y Alfredo, pero la gente sabía que cerca de la media noche, se habían escuchado los gritos desesperados de dos hombres, que sólo fueron callados por los aullidos espantosos de una bestia que parecía celebrar el festín de sangre que disfrutaba. Nadie auxiliaba a Eugenia, que lloraba desconsolada. Entonces, caminando por el centro de la calle polvorosa se vio la figura de un hombre que se iba acercando a Eugenia, era el viejo José. Le dio la mano y se la llevó a su casa. La confundida chica veía todo dándole vueltas, José la acostó en una vieja cama y se durmió profundamente. Cuando Eugenia despertó, estaba rodeada de velas por todos lados y tenía colocado un desgastado y amarillento vestido de novia, que tenía unas manchas rojas. La asustada mujer intentó levantarse rá-
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pidamente, pero la detuvo unas cuerdas que amarraban sus muñecas, Eugenia gritó implorando ayuda. En ese instante una puerta rechinó y entraron cuatro hombres vestidos de negro, levantaron la cama donde se encontraba la muchacha y la llevaron por la calle principal del pueblo. Conforme caminaban, se les unía gente como si fuese una procesión de un santo. Todo el pueblo se reunió en torno a la plaza, y en medio estaba la cama con Eugenia y en coro empezaron todos a pronunciar esas extrañas y sombrías palabras: “TremunsorBelsebumNotris, TremunsorBelsebumNotris, TremunsorBelsebum. Notris”, cada vez lo decían más fuerte, como si quisieran que los escucharan en el mismo infierno. De pronto, un silencio sepulcral se abrió paso entre la gente. José, vestido con un traje negro, se colocó junto a la chica en la cama. Lentamente se fue quitando su paltó, y luego se retiró la camisa quedando su torso desnudo, Eugenia quien lloraba y gritaba, vio con horror como en el pecho del viejo José estaban tatuadas las palabras malditas “TremunsorBelsebumNotris”, y observó como toda la espalda del viejo estaba marcada por unas cicatrices desgarradoras, hechas como por un arma blanca. Fue ahí, cuando la joven empezó a entender la macabra trama en la que estaba envuelta, cuando comprendió que el viejo José quien había implorado –según lo contado por el loco– ayuda al mismo Satán para acabar con el amor de Lucía y Elías, recibió ayuda del mismo averno, pero se condenó a ser instrumento de destrucción y terror. 44 | Cuentos de la sierra
Las fuerzas del mal, lo transformaron en una bestia horrible, insaciable de sangre, que cada cincuenta años debía salir a cobrar su cuota de muerte, para satisfacer al propio Diablo. Eugenia sucumbió ante el viejo José, que frente a ella se convirtió en un ser espantoso, que expiraba olores putrefactos y sus ojos eran como brazas incandescentes. Todo el pueblo miraba, y escuchaba impasible el último alarido de la desesperada mujer. La bestia miró a los habitantes que presenciaron el atroz espectáculo, y les gritó en un lenguaje desconocido: —HasterBelsebumHaster. Todos parecían entender, agacharon sus cabezas, y en silencio cómplice se apartaron a sus casas a esperar con miedo otros cincuenta años más.
Daniel Quintero
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El Ermitaño
El inclemente verano secaba las otrora verdes praderas, y se percibía el calor tormentoso como venido de las entrañas de la tierra en toda la comarca. La jornada diaria se hacía insostenible en la finca de don Evaristo, y el pobre sueldo de peón no compensaba el inusual desgaste por el severo clima. Cerca de las doce, uno de los peones más resabiados llamado Emeterio decidió desertar de sus labores, para resguardarse en un frondoso árbol del combustible rayo solar. Le dijo a Emiliano, otro de los peones: —Mire, yo ya no aguanto el calor, me le escapo al patrón, voy a ver si cojo pal río. Entre dudas y resquemores el siempre correcto Emiliano le respondió: —Joda, no sea toche, Emeterio, que si lo agarran fuera, lo echan del trabajo, y a pasá necesidades. La malicia cargada con cansancio, apuraron la salida furtiva de Emeterio, que se perdió en el zaguán, rumbo a un apacible refugio silvestre. La fresca sombra de un ceibo lo acogió durante varias horas de plácido sueño, que fueron interrumpidas por el sonido de hojas que crujían por los pasos de un desconocido. Inmediatamente ante la 47
proximidad de algún animal, los sentidos de Emeterio se agudizaron, ya que las culebras llamadas “Tigras”, solían aguardar que sus presas anduvieran desprevenidas para inyectar su letal toxina. La mirada milimétrica del hombre acostumbrada a los agrestes terrenos enmontados, no logró percibir sino una sombra amorfa que se difuminaba en la lejanía. La compañía inusitada despertó inquietud en Emeterio, que curioso aunque cauto, inició el andar para hacer frente al descortés invitado, que husmeaba su privacidad. Con prudencia, se encaminó por la vereda que su instinto de baquiano le indicaba seguir. El rastro de ramas quebradas y pisadas en el barro lo condujeron a una aislada cabaña, que se disimulaba entre los arbustos, con cara de extrañeza reflexionaba Emeterio: “Llevo casi cuarenta años por estos montes, y nunca había visto este lugar, Dios mío que será esto”.
te-
Pacientemente se percató que no había nadie en los alrededores, y se introdujo en el primitivo recinto. Una luz que apenas se escabullía por un agujero en el cho, dejaba ver con dificultad el interior de los robustos muebles y enseres. Muy al fondo, en un lugar
donde la claridad no llegaba, se escuchaban unos chillidos incisivos que causaban dentera. Ya la lúgubre escena comenzaba a mellar la curiosidad de Emeterio, quien vio en un rincón unos carbones que aún relumbraban en una improvisada hoguera, tomó uno y lo acercó a un madero seco del piso y lo encendió para guiarse hacía el insufrible sonido animal. El largo pasillo se iba aclarando conforme caminaba el hombre, y poco a poco observó una especie de chiquero lleno de inmundicias, en donde retozaban tres seres que se enfrentaban por una presa de lo que parecía un animal. Ya el temor de Emeterio había hecho sucumbir su inicial valentía, y consideró la retirada inmediata. Cuando dirigía su pequeña antorcha hacia otro lugar, quedó perplejo al mirar colgado de una viga oxidada un bulto que se movía. El destello de la luz, le permitió ver a un hombre agonizante, a quien le fueron amputadas las dos piernas y un brazo con una herramienta primitiva, la sangre se vertía aún por sus venas, y prácticamente era un torso. 49
La escena dejó frío a Emeterio, que exclamó: —Jesucristo, que paila del infierno es esta. Y el desmembrado hombre le susurró con la última fuerza que le quedaba: —Esta es la cueva del locaino come gente, me agarró en el cañaveral, y me ha ido desguazando pa’ alimentar a sus vástagos. En ese instante entendió lo visto en el lodazal, aquellos seres eran los hijos del abominable ermitaño, que se peleaban por un tajo de brazo de la moribunda víctima. La huida era imperiosa, y Emeterio con el cuerpo tembloroso procuró ser lo más veloz posible, su hachón alumbraba tenuemente, viéndose por instantes, los cráneos amontonados, instrumentos herrumbrosos, una amarillenta y hedionda cama. Intentando preservar algo de serenidad, pudo llegar al punto de partida del horrible hogar. Al empujar la puerta, para
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su sorpresa se encontró con un inmenso ser, que impedía su salida, era un humanoide que medía más de dos metros, sus brazos eran como robles y la pestilencia de su sudor asemejaba a un mapurite. De un manotazo tiró por el piso al indefenso peón, que cayó en la cuna infernal con las alimañas cachorras, que ansiaban devorarlo. En segundos sintió los mordiscos por todo su cuerpo, y los gritos desesperados sólo se acallaron cuando el ermitaño lo tomó por un pie, y le clavó una estaca en el costillar, con el fin de que muriera lentamente, para así destajarlo con calma, y tener carne fresca para los días que se avecinaban. Nunca nadie volvió a saber de Emeterio, y conforme los años transcurrieron, las feroces crías se hicieron fuertes, y las desapariciones se acentuaron. Hoy ya muy pocos se atreven a visitar esos campos, nadie tiene certeza de lo que ocurre por esos rumbos, pero todos sospechan que algo anormal ronda por esas tierras, en las que el calor y la soledad son los testigos de la impronta sangrienta. Daniel Quintero
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La Abuela
La llegada de las vacaciones navideñas tenía un giro inesperado para Andrés, quien esperaba contar con unos días de playa y holgazaneo tras culminar sus estudios segundarios y estar a las puertas de la universidad. Sin embargo, un año no muy fructífero en los negocios de sus padres echaron por tierra los planes de sol y arena, decidiendo en cambio mandarlo durante los días de asueto con su desconocida abuela. El muchacho fue criado en el ajetreo citadino, sus progenitores nunca hablaban de sus familias, siendo una extrañeza que lo enviaran a donde esta señora de la que ni siquiera Andrés sabía el nombre. La partida estaba fijada para el lunes y la tarde del domingo, mientras arreglaba los últimos pertrechos para su inusual visita, Andrés pudo escabullirse en la oscuridad y escuchar una feroz discusión entre sus padres. La madre exclamaba: —Creí que ella había muerto, ¿por qué ahora, por queeeeeeé? El hombre replicaba: —Silencio, sabes que su voluntad no se discute, pues las consecuencias serían peores. A pesar de quedar pensativo por lo raro de la disputa, no era su padre hombre de dar explicacio53
nes y menos tolerar que se desobedeciera una orden suya. El viaje era inevitable. Las turbulentas calles capitalinas fueron quedando atrás y un viejo autobús Blue Bird recorrió los escarpados paisajes hasta llegar a un recóndito caserío cercado por inmensas montañas. En cuanto bajó del vehículo se escuchó la voz firme de un hombre que gritó: —Señor Fernández, soy Milton, el capataz de la finca de su señora abuela, ella lo espera, suba a la bestia. El joven con pasmo vio un caballo negro que sería el transporte para la larga travesía hacia un profundo y frío páramo en donde residía su incógnita anfitriona. Fue una jornada extenuante, cruzando ríos, peñas, barriales, y sólo tras cerca de siete horas llegaron a una sobria casa de campo, que inspiraba orden y disciplina, con una inscripción en un dintel de piedra en un lenguaje ininteligible. En el recibo de la residencia lo esperaba una mucama de mediana edad que se encontraba embarazada y se presentó como Julieta. Siempre acucioso y detallista, Andrés consulta a la mujer que significaba el escrito que había visto en la entrada, ante lo que ella algo nerviosa respondió: —Mukuzt… No había terminado de pronunciar la última letra, cuando retumbo un furioso grito de Milton: 54 | Cuentos de la sierra
—Calla insolente, no es hora. Asumieron con seriedad la orden del hombre, e ingresaron a la morada que lucía limpia, con gran cantidad de estatuas, efigies, y bibliotecas que ocupan paredes de extremo a extremo. Además persistían los mensajes en las paredes en grafías incognoscibles para el visitante. Fue sentado en un austero sofá que asemejaba la sala de espera de un hospital, se le ordenó aguardar juicioso y en silencio hasta que hiciera acto de presencia “La señora Abuela”. Un viejo reloj de pared era el único sonido en el húmedo salón, de repente sonó un rechinido y una antiquísima puerta se abrió. Una figura estilizada con andar elegante se hace presente, con mirada intrusiva y tono cortante se presentó ante el nervioso chico: —Buenas noches, póngase de pie, yo soy su abuela, me llamo Tamara, tengo expectativas que espero cumplir con usted, retírese a su habitación. Lo días transcurrían en un hermetismo total, sólo le dirigían la palabra para ordenarle lo que debía hacer desde que despertaba hasta que dormía. La rutina tediosa llevó a que la séptima noche Andrés saliese a revisar el lugar en búsqueda de respuestas a tantas intrigas. Cerca de la media noche, entre penumbras empezó a husmear en la inmensa casa, denotando un sin fin de tratados y viejos textos, llamándole la atención un libro que se titulaba Nigrumnecromantiavocare lucifer que estaba resguardado en una es55
pecie de cofre con un inmensa cerradura. La afonía de media noche se interrumpió por las doce campanadas del viejo cronógrafo, justo cuando resonó el último timbrazo Andrés levantó su mirada y se vio rodeado por Tamara, Julieta y Milton. Tamara indicó a Milton que llevara al muchacho al sótano, y entre forcejeos y empujones fue dirigido al lugar. En las humedecidas paredes había un hexagrama, y grabada en cada ladrillo del lugar símbolos extraños, y al lado un escalafón con raros nombres: Teimotiv, Jotxo, Morovav, Gankaraq, Chcunte, Aricugia, Keunague, Tukyu, Kakpitu y Atekilas. Levantó la voz Tamara: —Se han precipitado las cosas, y antes de que suceda lo inevitable, os debo mencionar al menos quienes somos, mi nombre no es Tamara sino Teimotiv, Julieta es Jotxo y Milton es Morovav. Somos herederos de una vieja estirpe que preserva hasta el final de los tiempos la “SatanicaSanguinisRadicis”. Este apartado páramo sudamericano fue escenario al principio de los tiempos de la caída de los primeros regentes de las huestes de la Maldad, y es por eso que aquí deben ser redimidos esta misma noche. La sangre del cordero inocente nacido el 22 de julio de 1994, cuando la lanza incandescente arrolló al gigante Zeus hiriéndolo de muerte, fue la señal, ese día sólo un niño nació en este hemisferio.
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La veloz mente de Andrés empezó a atar cabos, comprendiendo algunas de las cosas que Teimotiv esbozaba, recordó que su profesor de física bromeó una vez sobre la fecha de su cumpleaños, ya que coincidió con el choque del Cometa ShoemakerLevy 9 con Júpiter. El mutismo sobre su pasado era entendible ahora. El muchacho nunca conoció a ningún familiar, pues fue raptado de sus verdaderos
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progenitores y preparado en un hogar sustituto para la ceremonia hereje. Ahora estaba en el umbral del fin de los tiempos. Andrés fue atado sobre una cruz invertida. El techo del sótano y los pisos sucesivos a través de un sistema mecánico se abrieron lentamente y se podía
contemplar todo un espectáculo cósmico. Todos vestían hábitos púrpuras. Jotxo que estaba por dar a luz es colocada sobre una sábana de seda negra con la inscripción: “Lucifer ascendamsuperaltitudinemnubium ero similisAltissimo”. El grito de Teimotiv se desbordó como un volcán en la fría madrugada: —Gobernante Oscuro, es la hora de la revelación del Mukuzt, Teimotiv, Jotxo, Morovav, Gankaraq, Chcunte, Aricugia, Keunague, Tukyu, Kakpitu, Atekilas. El cielo nocturno del 21 de diciembre de 2010 se oscureció con el Eclipse Total de Luna, llenando de penumbras a la humanidad, en ese preciso instante una daga de plomo con un chacal en la empuñadura es levantada desafiante hacia el cie58 | Cuentos de la sierra
lo por Morovav, que hace las veces de verdugo de la humanidad, y como un rayo, atraviesa el pecho de Andrés que sucumbió ante el maligno plan que abrió las puertas del Apocalipsis. El inocente cesó de respirar y al unísono Jotxo dio a luz un bebe sin alma, el círculo se cerró y el tiempo empezaba a correr en contra del bien. Daniel Quintero
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Nono Balbino
un autorretrato cambiante
Amanecía un viernes de llovizna. Balbino, sentado en su viejo sofá, manifestaba con su muy peculiar mirada signos de querer cambiar el trajinar de su existencia. El aguacero le impedía mirar a la distancia, tampoco su edad lo ayudaba. Estaba a punto de cumplir 86 años, aunque físicamente no se le notaba esa edad. A eso de las 4:15 de la tarde de aquel día, cuando una gris lluvia empezaba a dispersarse hacia el cielo nocturno. El Nono Balbino, como comúnmente se le llamaba en su pueblo, se prestaba a caminar por las afueras de su casa. Pensativo, se preguntaba de manera silenciosa, ¿cómo podría él a su avanzada edad modificar su ser y comenzar una nueva vida? Recurrentemente lo hacía, ese día aún más. 61
Ya la claridad del día empezaba a extinguirse y la noche hacia su entrada triunfal. Nono Balbino insistía en el vuelco que le daría a su ser. Al amanecer su edad y su vida cambiarían y ya no sería el mismo. Pasada las 8:45 de la noche, Nono descansaba en un profundo sueño en su silla de reposo, como hacía luego de cada comida. El nuevo amanecer le trajo al abuelo cambios. Al levantarse en la mañana estaba convertido en una hermosa chica de 17 años, de nombre Mena, con buenos atributos físicos pero con la poca creatividad característica del octogenario Nono. Era un cuerpo joven pero con un cerebro lento, senil... Balbino estaba desilusionado. No se sentía a gusto con su nuevo papel en la compleja sociedad de su tiempo. Quiso de nuevo aventurarse e intentar dar un cambio a su vida, esta vez sentía la necesidad de convertirse en perro. El Nono desde su infancia tuvo tendencias caninas, por su apego a la familia y por sus ataques de rabia que lo asemejaban a algún animal ponzoñoso: era conocido por las expulsiones de veneno de su gran hocico, similar a cualquier otro tipo de alimaña. También era conocido por los ataques de calambrina que lanzaba a sus enemigos, en el pueblo donde vivió toda su vida. Esperó la noche con la impaciencia de una joven para dormir y levantarse convertido en otro ser. El Nono, esta vez al conseguir su anhelado sueño
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y cambiar definitivamente su existencia estaba preparado para marcharse a otras latitudes. Lo cierto es que donde estuviera a partir de su último viaje no volvería y si lo hiciese, iba a regresar en otras condiciones: perro, Mena o quizás bajo la forma del propio Nono Balbino. Esto jamás lo sabremos. Lenín Ramírez
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Los hilos de la vida y la muerte
Andrea era una muchacha hermosa, risueña, inteligente y muy emprendedora. Vivía en el pueblo de Nostrem, ubicado en las afueras de Viena. Desde muy pequeña soñaba con pertenecer a la Compañía Nacional de Teatro de Austria. Quizá ese gusto por el teatro fue lo que hizo que desde pequeña la obsesionara tanto el espectáculo de Melquiades. Melquiades, el viejo y enigmático titiritero, guardaba malicia y sorpresa en su mirada. Era poseedor de un teatro de títeres ambulante que recorría los pueblos de Europa. Tras él la leyenda. Las abuelas asustaban a sus nietos diciéndoles, a los muy traviesos, que si se portaban mal se los llevaría el viejo de los muñecos, como conocían al misterioso Melquiades. La pequeña Andrea miraba y miraba a los títeres y creía adivinar en su danza y en sus hilos los secretos de la vida. Con los años, ya hecha una mujer y debido a sus esfuerzos, logró audicionar para la Compañía Nacional de Teatro de Austria. Muy pronto alcanzó protagonizar una obra. Un día camino al Teatro Nacional se detuvo a observar una multitud que estaba en la plaza mayor, muy cerca de su sitio de ensayo. Se acercó, y cuál fue su mayor sorpresa cuando observó un espectáculo de títeres realizado por aquel
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hombre misterioso de su infancia, Melquiades, con la misma mirada perdida y sus barbas largas y su rostro de soledad a cuestas. Los días pasaron y Andrea, antes de llegar al teatro, siempre se detenía a ver los títeres manejados habilidosamente por Melquiades. Así fuese sólo por un momento, le gustaba ver a las pequeñas marionetas cobrar vida de la mano del viejo misterioso. Pero una tarde camino al teatro Andrea se encontró con que ya no estaba el espectáculo de títeres. La desilusión dio paso a un sentimiento de soledad, de vacío. Extrañó de inmediato a las pequeñas figuras, como si de verdad fuesen personas. Sentía que le hacían falta. Cayó en cuenta que, inconscientemente, estaba obsesionada con las marionetas de aquel viejo misterioso de mirada perdida y hechizante, que tanto miedo le causaba en su niñez a ella y a sus amigos. Preocupada, lo buscó por la enorme ciudad. Al fin dio con un anciano tendero que también disfrutaba del espectáculo de títeres tanto como ella y que sabía dónde se quedaba Melquiades: el viejo había alquilado un galpón a las afueras, donde se quedaba y tenía su taller de títeres. Andrea, confundida y motivada se dirigió a buscarlo, pues le hacía falta la danza llena de vida de las marionetas y la mirada perdida y enigmática de ese hombre de su pasado. Al fin llegó al lugar. Era un viejo galpón sin luz, con una puerta enorme de madera, ya carcomida por el tiempo… así como el alma de Melquiades. 66 | Cuentos de la sierra
Con temor entró en aquel lúgubre sitio saturado de un olor fétido y de una atmosfera inquietante. Los recuerdos de su niñez se agolpaban en su mente mientras caminaba a tientas. Las señoras de su pueblo natal decían que los títeres del viejo Melquiades eran hechos con partes de niños traviesos y que él no se conformaba con robar y mutilar sus partes, sino también robaba el alma a esos inocentes. De allí el éxito de su espectáculo: la manipulación de sus almas. La joven encontró unas escaleras que descendían hacia una puerta. Con la mente trastornada, pero siguiendo ese extraño impulso que la animaba, procedió a bajar por ellas. El portón que había visto desde arriba estaba abierto, así que lo empujó y entró en una habitación. A pesar de las tinieblas observó frascos de vidrio con pequeños órganos, como de niños. Asustada, intentó salir corriendo pero resbaló con un líquido viscoso derramado en el suelo. Andrea tocó el líquido, lo olió he inmediatamente supo que era sangre... Desde ese día no se supo más de la bella actriz de teatro. Lo único que se comentaba por varios pueblos de Europa era que Melquiades, en su espectáculo de títeres, tenía una nueva muñeca de nombre Andrea. Luis Regalado
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No camines a la orilla de la playa
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Todo empezó en el hermoso pueblo de San José de Las Conchas, ubicado en las costas centrales de Venezuela. Era un sitio tranquilo de pescadores, con el mejor paisaje de playa que nadie jamás se podría imaginar. Había peces para la pesca, playas y ríos rodeados de arena, una frondosa vegetación tropical, siempre verde, acompañada por la perenne brisa marina, que no se cansaba de acariciar los cocoteros y los árboles. Un buen día, como cualquier otro, una familia fue a pasar sus vacaciones en esas tranquilas tierras de Las Conchas. Eran los Phells, o así dijeron llamarse. De tez blanca, y ojos claros, los Phells alquilaron una humilde casa de bahareque, cercana a la playa. El Sr. Josué Phells era rubio, grande y sonriente. Su esposa Pamela era gruesa también, aunque más baja de estatura. Su hijo menor Anders, lleno de pecas, y su hija adolescente Sasha, delgada y hermosa como los corales del mar. Alexander era un joven pescador del pueblo. Toda su familia había vivido por años de lo que el mar les ofrecía, pero él complementaba sus actividades pesqueras con el turismo: era una manera cómoda de llevar más ingresos a su numerosa familia. Alexander fue contratado como guía por los Phells. 69
Las cristalinas y cálidas aguas de los ríos vieron a la alegre familia jugar y bañarse. También las playas y los cerros cercanos escucharon sus risas y su acento extraño. Todo eso con la atenta compañía del joven guía, quien, entre risas y descripciones de los lugares, no se cansaba de intercambiar miradas con Sasha. La joven, entre alagada y ruborosa, no prolongaba mucho tiempo aquellas miradas, pero siempre tenía una sonrisa de complicidad para el joven pescador.
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II
Pasó el tiempo y el enamorado muchacho no dejaba de frecuentar la humilde casa de bahareque. La hechizante mirada de Sasha llenaba cada pensamiento de Alexander. El señor Phells había notado la cercanía de los jóvenes, y no parecía incomodado por eso. Cada oportunidad de verse a solas, comprar algunos víveres, un breve paseo vespertino, tenía la aprobación de Josué Phells, siempre sonriente. Una noche de luna llena vio caminar a los dos enamorados a orillas del mar. El golpear de las olas contra la playa encendía la pasión de los amantes. Con suma delicadeza él, entre besos, promesas y caricias, empujó el cuerpo de Sasha a la arena. Sin saber cómo ni en qué momento, se encontraron allí los dos cuerpos desnudos, fusionados en uno solo. Así como el mar que choca entre las piedras y forma la espuma marina, así la serenidad de la playa y la 70 | Cuentos de la sierra
tenue luz de la luna ambientaban el acto sublime de amor carnal. De repente, Alexander sintió cambiar la suave piel de Sasha y al abrir los ojos la vio transformada en un demonio, un ser de afilados colmillos. La luna llena vio el cuerpo inerte del joven pescador, mientras Sasha le extraía la sangre. No hubo gritos ni ruido.
III
III
Los Phells desaparecieron al día siguiente y nadie supo decir que había pasado con Alexander, ni siquiera su familia. Sólo quedó a la orilla de la playa, impresa en la arena, la silueta de los dos jóvenes formada por conchas de nácar. Desde entonces en ese paraíso llamado San José de Las Conchas nadie camina, de noche, a la orilla del mar. Luis Regalado
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El último cigarro
Fumaba el último cigarro que le quedaba mientras estaba sentado en la poceta. No era demasiado tarde ni demasiado temprano aquella noche. Reflexionaba acerca de los hechos pasados de su vida. No era una vida perfecta, pero siempre trataba de llevarla de acuerdo a ciertas convicciones que trataba de mantener. Buscaba respuestas, sublimes respuestas, audaces respuestas que le permitieran salir o encontrar salida hacia el sendero por donde tenía que ir. Luego de un análisis apresurado de los hechos que consideraba más importantes en su vida, porque supuestamente estos acontecimientos lo habían marcado profundamente, según pensaba él, y según podía entender luego de un examen no tan detallado de esos asuntos, podría aceptar que eran relevantes y algunos no tanto, y que en su conjunto habían hecho de su existencia un camino de bajadas y subidas. “Es el último cigarro que me queda”, se dijo a sí mismo, mientras tiraba la colilla al centro de la poceta, a la mierda. Se limpió el culo y bajó el agua de la poceta. Se dio cuenta, justo antes de salir del baño, que estaba muy atormentado. No tenía nada que hacer. Es decir, salvo pasarse largos y largos momentos pensando en muchas cosas, no había nada que hacer. Optó, sin embargo por un baño de agua fría. “Quizás el agua fría pueda ser el remedio”, pensó, mientras terminaba de quitarse los shores y 73
meterse en el chorro de agua. Pasarían unos largos minutos y nada, los pensamientos y las reflexiones seguían igualitos. El agua fría bajaba desde su cuerpo a la pequeña boca del desagüe. De pronto sintió una soledad extrema, una soledad que se convertía en una cruel sensación de vacío, de miedo y angustia. No había nada que deseara más en ese momento que salir corriendo, irse de la ciudad para siempre. El agua seguía bajando tranquilamente, y nada, todo era como un desierto. De pronto sobrevino el desgano y la realidad absurda en la que se encontraba. Nada. No había nada que hacer. Los malditos pensamientos seguían atormentándole. “Qué carajo”, exclamó, y saliendo del baño, luego de haberse secado con una inútil paciencia, pensó en lo que le había pasado esa tarde. Era algo muy difícil de enfrentar. Tanto que había querido a aquella mujer. Tanto que le había entregado sus noches y sus días. Tantos recuerdos, y ahora, ahora eran tantas las heridas por borrar. Tantas veces que lo había dado todo, todo para que ella, mujer imprevisiva, de largos y negros cabellos, de cuerpo esbelto y mirada penetrante, le dijera que necesitaba tiempo, que esa relación no estaba bien, que lo único que habían estado haciendo durante los últimos meses era esconderse en hoteles de mala muerte, que no compartían nada más allá de eso y que ya estaba cansada de tener que soportar a cada rato el pestilente aliento a licor que tenía cada vez que llegaba de sus clases en la escuela de arte. 74 | Cuentos de la sierra
La verdad es que, según parece ser, Juan, con un talento y una brillantez impresionante, estaba consagrado a ser un artista como pocos. Ya lo decían aquellas pinceladas de juventud que plasmaba sobre los blancos lienzos de la escuela de arte. Luego de eso se iba con algunos de los compañeros de clases a beber unos pocos tragos, mientras reían y soñaban con conocer el mundo. Claudia estudiaba contaduría en un instituto pago. Quería graduarse lo más pronto posible y ganar dinero cuanto antes trabajando para cualquier empresa. Pensaba que la vida era una cosa agradable, que solamente había que ahorrar dinero mientras se trabajaba, para luego darse todos los lujos que se pudiera comprar. Conoció a Juan en una fiesta a la que la invitó una amiga. Juan llegó ahí porque conocía a un amigo de la amiga de Claudia. Era una fiesta de jóvenes, en donde la música, los tragos y los excesos estaban a la orden de todo el que quisiera perderse en los abismos de la noche. Juan creía en el amor, pero lo que todavía no sabía es que el amor entra también por los ojos. No sabía que la alegre danza de Claudia junto a dos de sus amigas, lo iba a dejar loco durante una semana, al recordar recurrentemente la mirada penetrante de aquellos ojos, de esa mujer que parecía como sacada de alguna lámpara mágica o algo así. Esa semana Juan no sabía qué hacer. Caminaba por toda la ciudad como un loco, buscando en la mirada de las demás mujeres la mirada de Claudia.
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Sólo eso sabía de ella, su nombre. Tenía ante sí un gran problema, encontrarla. Llamó varias veces al amigo que lo llevó a esa fiesta. No lo encontró hasta una semana después, cuando luego de la llamada quedaron en verse en un bar cercano a la escuela de arte. El amigo le preguntó que qué era lo que quería, que cuál era la urgencia, y en lo que Juan abrió la boca para decir o mejor dicho para preguntar por la vida de Claudia, el amigo se echó una gran carcajada entre el humo del cigarro y la espuma de la cerveza. Y le dijo, más o menos, lo siguiente: —Pana, esa chama es burda de impenetrable, esa chama no se deja llevar tan fácilmente, pues se ha burlado varias veces de la manera que han buscado enamorarla. Juan hizo un breve silencio y dijo: —Esa es la chama que a mí me gusta, ¿tienes el teléfono de la amiga de Claudia? Para lo cual el amigo acotó: —Claro mi pana, anota... La tarde ya había caído, mientras los dos amigos se despedían de una ronda de ocho cervezas cada uno, una conversación y una caja de cigarros. Juan salió feliz, airoso. Se sentía demasiado bien. Le tocaba ahora, como es de suponerse, llamar a la amiga de Claudia y preguntar por Claudia.
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Sin más, Juan iba caminando por las calles del centro. Por ese camino, es decir, en el tránsito que lo separaba de la despedida del bar y un teléfono para llamar a la amiga de Claudia, se encontró a dos amigos de la escuela de arte que bebían una ginebra. Juan supo escapar de este contratiempo con el que hubiera dejado todo para después. Pero no. Su afán era urgente, era necesario. Era una cosa vital. No podía esperar para después. Había estado pensando mucho en Claudia durante una semana y no quería alargar la espera hasta el día siguiente. Necesitaba una respuesta con urgencia. “Aló, buenas noches”, escuchó Juan luego de unos cuantos repiques. Era la amiga de Claudia, y no podía ser otra, ya que estaba llamando a su celular. Juan respondió cortésmente: “Buenas Noches, como estás, mira es Juan, yo estuve la semana pasada en la fiesta de tú casa y te llamo para preguntarte algo, mejor dicho, sobre alguien que allí estaba”. Al momento la joven replicó: “Sí, ajá, dime”. Juan escuchó al otro lado a la amiga de Claudia y consultó: “Bueno, necesito que por favor me des el número de Claudia”. La mujer se mostró algo desconfiada, espetando: “Y eso loco, para qué quieres el teléfono de mi amiga, jajajajaja. Bueno es que... Jajajajajaja”. La amiga de Claudia reía sin parar, a lo que Juan respondió con una carcajada muy breve. Finalmente la amiga de Claudia con una voz muy pícara dijo: “Bueno, bueno, está bien, anota, pero no vayas a decir que yo te lo di, jajajajajajaja...” 77
Ya Juan había ganado dos batallas, pero aún faltaba lo más importante, llamar a Claudia. Y como ya se dijo, él no sabía nada o casi nada de ella. ¿Qué le iría a decir? ¿Cómo iba a enfrentar esa situación? Veamos. “Aló, aló”. Juan, luego de una semana entera volvía a escuchar aquella voz, la voz de Claudia, la mujer que lo había mantenido como loco durante una semana. “Aló, diga”, mientras Juan había perdido toda el habla, y al cabo de un instante respondió con un breve: “Hola, cómo estás”, respondiendo la chica: “Bueno bien, pero quién es, quién habla”. Otra vez Juan quedó sin habla, pero llenándose de valor dijo: “Es Juan, tal vez tú no te acuerdes de mí, yo estuve en la fiesta de tu amiga hace unasemana, te acuerdas de la fiesta”.Algo confundida la chama asiente: “Ahhh, sí, claro, la fiesta, jajajaja, pero no me acuerdo de ti, bueno, quizás había mucha gente, Jajajajajaja, mira y dónde conseguiste mi número de teléfono”. Un poco más suelto, responde el muchacho: “Bueno eso no importa, lo conseguí por ahí, lo importante es que me acuerdo de ti, te invito un café, ¿puedes, cuándo puedes?”. El intercambio se hace más fluido, y la joven esboza: “Jajajajajajaja, loco pero si yo no te conozco, no sé quién eres”, aclarando rápidamente Juan: “Pero yo sí sé quién eres”. Riéndose suavemente la musa cede, expresando que podría el día siguiente después de las seis de la tarde, cuando saliera de clases. Ambos acordaron encontrase en el instituto donde estudiaba. Finalmente, se despidieron de la larga conversación
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telefónica, refiriendo el muchacho: “Ok, nos vemos mañana allá en lo que yo salga. Que pases buenas nochesClaudia”, susurrando la fémina: “Bueno Juan, buenas noches, no te prometo nada, jajajajaja. Que estés bien, hasta mañana. Hasta mañana...” La emoción de Juan era evidente. Cargaba una sonrisa de oreja a oreja. Tenía ganas de seguir bebiendo. Fue al bar pero no encontró a nadie conocido y salió al poco tiempo. Camino a su casa pensaba en cómo iba a ser ese encuentro, qué le iría a decir él a ella al primer momento. Al día siguiente Juan hizo todo con una rapidez impresionante. Quería hacer todo y que todo le saliera bien. Después del almuerzo estaba muy impaciente, fumaba cigarro tras cigarro, se bebió tres cafés, miraba el reloj a cada rato, y en medio de eso se le ocurrió escribir un poema, un poema para Claudia. Intentó escribir varias veces, nada salía, estaba muy nervioso, muy enamorado, muy alegre. Cuando ya eran las cinco de la tarde dejó todo lo que estaba haciendo en la escuela de arte. Se despidió de sus amigos, los cuales con una palmada en la espalda, y luego de escuchar el cuento, le desearon la mejor de las suertes. Tomó una buseta y llegó directo al sitio de encuentro. Eran las cinco y veinticinco. Es mejor llegar temprano, pensó, mientras prendía un cigarro. Estaba impaciente y alegre. Veía entrar y salir personas del instituto, donde estudiaba Claudia. Todos lo miraban de forma muy extraña, 79
pues él tenía una pinta muy distinta a la de los estudiantes de ahí. Él era, por decirlo de alguna manera, un hippie. Vestía una camisa a cuadros y un blue jeans, calzaba unas sandalias de cuero y tenía un bolso negro tejido a mano. El cabello lo tenía ondulado y medio largo. Por eso no era extraño que todo el mundo se le quedara viendo, pues todos allí, incluyendo a Claudia, vestían a la moda y utilizaban cortes de cabello modernos. Finalmente llegó la hora del esperado encuentro para Juan. Claudia bajaba por unas escaleras. Venía radiante, con sus largos cabellos, sus negros ojos, todo su cuerpo esbelto y su blanca piel. Juan se puso muy nervioso. Ella venía cargando una libreta y un libro de cálculo. En lo que pasó a un lado de Juan éste le dijo: —Hola Claudia, cómo estás, ves, yo soy Juan”. Ella con una sonrisa respondió: —Ahhhh, hola loquito, eras tú, claro, ya me acuerdo de ti, te la pasaste toda la fiesta bebiendo, jajajajajajajaja. Juan no sabía que decir y lo único que se le ocurrió fue ofrecerle ayuda con los libros que llevaba, invitándola a un café. Llegaron al sitio. Juan estaba muy pero muy agobiado. No estaba acostumbrado a este tipo de situaciones. No sabía cómo empezar, mientras eso pasaba un mesonero trajo la carta del menú. Ella detallaba el 80 | Cuentos de la sierra
menú y lo veía a él. Juan comprendió que las palabras no iban a ser suficientes, que tenía que jugar con la mirada. Ella dijo que quería una merengada de yo no sé qué, y Juan optó de manera muy tajante por un café. Y mientras el pedido llegaba, Juan la observaba con una profundidad sincera, con una mirada de amor, con una mirada de ojos tristes, tristísimos. Ella debía comprender algo, pues hubo un momento en que iniciaron una conversación de lo que a cada uno le gustaba hacer y ella rozaba, a cada momento, la mano de él. La conversación transcurría de forma normal, los ojos de Juan no se apartaban de ella, mientras la chica hablaba de lo bien que era ese sitio. De pronto Juan entró en el asunto. Le dijo a Claudia: —Sabes, me gustas mucho, no sé lo que me ha pasado contigo, he pensado mucho en ti. Claudia se quedó en silencio y Juan tomó la delantera y le tomó la mano. Lentamente, y sin que Claudia dijera nada todavía, se le acercó y le dio un beso profundo, el cual ella aceptó. Luego un silencio. Luego el amor empezaba. Una historia se abría. Casi dos años habían pasado de eso. Ahora Juan se encontraba en una situación muy difícil, pues Claudia lo había abandonado. No sabía qué hacer. No encontraba la solución. Cuando ya se disponía a salir del baño, una extraña sensación empezó a recorrerlo otra vez. Se dio la vuelta y vio el espejo pegado al lavamanos. En éste se reflejaba un rostro cansado y angustiado. Un rostro y un reflejo completamente destruido por 81
la soledad y el miedo, la angustia y la desesperación. Juan miraba fijamente sus ojos, que, completamente se empezaban a llenar de lágrimas. Comenzaba a entender que Claudia no volvería jamás. Intuía, por medio de esa extraña sensación, que Claudia había tomado una decisión fulminante, ya no quería volver a verlo. Esta intuición era sacada por Juan debido a que conocía muy bien a Claudia. Sabía que ella tomaba decisiones irrevocables. Pronto una extraña idea empezaría a rondar por la mente de Juan. El suicidio, algo que el siempre vio como un absurdo, empezaba a tomar forma. Se daba cuenta de que su vida no iba a ser igual. Iba siendo muy difícil aceptar la vida, a partir de ahora sin Claudia. Estaba como delirando. Lo que antes había sido un baño de agua fría, se convertía en un baño de sudor frío. Pensó la manera de hacerlo. No quería, por ningún motivo salir del baño, o no pensaba en eso. Miró a su alrededor y estiró la mano derecha hacia la repisa que estaba pegada a la pared, justo arriba de la poceta. Lo que allí había era un frasco con algodón, un frasco de loción para después de afeitar, un tubo de crema de dientes, un jabón y una caja de pastillas olvidadas por su padre en la última visita que le hizo. Sin pensarlo dos veces tomó la caja de pastillas, sacó la tableta de la caja, sin nervios, pero con sudor frío abrió y tragó las últimas cuatro que quedaban. Clorpromazina de 100 miligramos era el nombre de las pastillas. Su padre las tomaba en muy pequeñas dosis para calmar los nervios y poder dormir. Enseguida Juan tomó un trago del frasco de loción para después de afeitar y se tiró al piso. Lloraba de manera inconsolable. Lloraba y 82 | Cuentos de la sierra
al cabo de pocos segundos sintió como iba quemándosele el estómago, el alma, el cuerpo y todos sus órganos. Quiso levantarse, pero sintió el efecto desgarrador de las pastillas. No pudo. Quedó tirado en el piso. El llanto se detuvo y entraba ahora en un estado de plena alucinación. Los recuerdos se hacían presentes. No recordaba ahora como sería la vida sin Claudia, recordaba felizmente como fue la vida con Claudia. La playa. Recordó el viaje a la playa que hizo una vez con Claudia. De cómo le hizo el amor por primera vez, al amanecer y a la orilla del mar, con las olas arrullando todo aquel momento. También las primeras escapadas juntos por la ciudad, los momentos en que le escribía y le entregaba las cartas y los poemas, su risa, la dulce comprensión de ella y la solución analítica y coherente que le daba a los problemas que él siempre le planteaba. Recordó la forma en la que Claudia lo miraba siempre que amanecían juntos y la forma en que siempre ella lo regañaba al llegar tarde a una cita. Todo eso le hacía feliz en la alucinación que lentamente le estaba haciendo perecer. Le quedaba un último hilo de vida. Nuevamente intentó levantarse, no consiguió más que mover a duras penas una de sus manos. Quiso hacer una llamada y que Claudia viniera a salvarle como la vez aquella de la fuerte gripe que lo mantuvo encerrado por nueve días. No fue posible. Sus ojos fueron cerrándose poco a poco y con una sonrisa dio su último suspiro. Raúl Ruiz
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Neblina No sé si ésta es una historia verdadera o es uno de los tantos sueños que vuelven a mí de la mano de tu cuento. La Mudanza Perla Chirom
En las montañas más altas de la sierra, Neblina es el más alto y pedregoso pueblo. Neblina está plagada de una nube espesa de desconsuelo. En Neblina no se saca ningún provecho al espeso frío porque corroe los huesos de los caminantes. A ella, a Neblina, la gente de por allá la llaman la cueva empedrada. El aire, el sol y el agua se han encargado de desmenuzar a Neblina, así que la gente de por allá no tiene vida, son solitarios ambulantes envueltos en trapos sueltos. La brillantez de la montaña que era Neblina estaba presente siempre como rocío al amanecer. Aunque eso lo digo yo, escúcheme bien, por puro decir, los días en Neblina eran oscuros y tristes, en ella no salía el sol. Allá en Neblina, el rocío se cuaja en las piedras como se cuaja la grasa cuando la arropa el frío. El frío es atemorizante, y la tierra en Neblina siempre va en picada, se desbarranca en grandes grietas que dan la impresión de caer al precipicio... 85
En el precipicio, ya sentirá usted ese aire denso que pasa por los rostros de los hombres, unos sentados a lado de los otros. Ya verá usted qué están haciendo ellos todos amontonados, sospechosos y temerosos. Todo está envuelto en un telón oscuro como si fuera un telón de muertos. No vaya usted a Neblina, escúcheme bien y coja consejos. Allá donde están esos hombres, nunca nace una rama verde, ya lo verá usted, si se atreve a visitar a Neblina. Allá cuando llueve, usted dirige la mirada hacia arriba y ve llover unos terrones gruesos y afilados, descoloridos. Sí, descoloridos, allá ni siquiera se conocen los colores, menos los del arco iris. En Neblina no se conoce la alegría, usted mira los habitantes de Neblina y nota en sus rostros dibujada la imagen del desconsuelo... Ella contaba la historia de Neblina sentada en el bar del pueblo, tomándose una cerveza, con la mirada perdida y su resuello entrecortado. Pidió una cerveza, pero no la había probado. Le dije yo, tómese la cerveza, mire usted que tomar cerveza caliente... Bueno... Responde ella, en un tono envuelto de desventura. ¡No ha vivido usted en Neblina, allá no hay ni siquiera eso: cerveza caliente...! ¡Si usted va para allá comprenderá pronto lo que le digo...! ¡Sigamos conversando, tomaré cerveza caliente...! Le contaba que aquel tiempo en que yo viví 86 | Cuentos de la sierra
en Neblina no fue posible levantar la mirada, ese lugar parecía un lugar endemoniado. En ese lugar sólo se oía el viento, una plaza sola, allí me quedé amarrada, no encontraba con quien hablar, ni quién me dijera dónde estaba mi país... Allí no había a quien hablarle. Yo encontré un caserón vacío donde al hablar hacía eco mi voz. Siempre pregunté si había gente con quien hablar en Neblina. Las mujeres preguntaban a sus compañeros “¿en qué país estamos compañero de mi vida?”. Nadie tenía palabra alguna en su boca para responder a esa pregunta. Allá no había país, ni gente, ni gobierno, no había camino. Esos hombres eran lo más parecidos a sombras, y a las casas las arropaba una luz parda como si no hubiera día, como si los acompañara siempre la noche. Había una luz asperjada como si el agua embarrara el polvo donde descansaban, ellos, los animales. Creo sentir aún las palpitaciones de mi madre, los suspiros de su muerte. Pero eso es un engaño mío, allí en Neblina nadie escuchaba nada, eso lo hacía para engañar a mis sentidos, con lo que también me inventaba el viento que rozaba mi rostro, cuando todo era mentira. Los pájaros reían, ellos sí reían, me acuerdo yo... Mis manos trabajaron mucho, mis pies caminaron por los caminos polvorientos y empedrados y encharcados, y mis piernas temblaban aún tibias con esperanza de salir de Neblina.
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Cerraba los ojos a la luz de los días, no quería llorar. Recuerdo que ellos, los hombres se desvanecían cada vez que sus mujeres les preguntaban “¿dónde está nuestro país compañeros?”. Preguntaban con la esperanza de recibir palabras llenas de esencias verdes. Ellas preguntaban si Neblina tenía gobierno, nadie respondía, sólo los guainices respondían con sus risas, esos pájaros movían sus alas y levantaban vuelo: tampoco tenían respuestas. Ellas se decían a sí mismas: “no tenemos país, no tenemos gobierno”. En ese momento, vuelve la mujer su mirada a la cerveza, y luego me mira a los ojos diciéndome: Ya verá usted si un día va a Neblina, lo arropará el miedo y su rostro se irá tornando oscuro y de forma cuadrada como una teja, como una teja vieja... no hay un lugar en Neblina donde el temblor de la muerte no lo amenace. Los niños lloraban porque no podían dormir de miedo, y ellas no sabían qué hacer. Ellas oían el resuello asustadizo de los niños, ellos no descansaban, ellas nunca cerraron sus ojos, tampoco los tenían completamente abiertos. En medio de ese temor salie88 | Cuentos de la sierra
ron otras mujeres, apenas se veían como sombras, echaban a caminar calle abajo y calle arriba, ellos les preguntaron “¿qué quieren mujeres?”, y ellas dijeron, “queremos agua” y echaron a caminar por el camino real... Ella vuelve su mirada hacia la cerveza, contándome aquella triste vida en Neblina. Mire que en Neblina sólo viven los seres que no tienen alma. Allá cuando la gente nace, apenas ven el mundo pegan el brinco de Neblina a otra parte para que la sonrisa no desaparezca de su rostro. Allí en Neblina viven los viejos hombres... Dicen los que viven en Neblina, que allá se ven subir burros cargados de esperanza, pero yo sólo veía subir sombras con rostros temerosos como si las tuvieran amarradas con palos de cañutos. Esas sombras subían arriadas por un viento tan espantoso que no dejaba crecer aquellas planticas que apenas pueden sujetarse de la tierra desértica, como la de Neblina.
Yuleici Verdi
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El sweater negro de cuello alto
Ya había pasado el otoño. La ciudad volvía a su habitual tristeza. La gente caminaba apresuradamente escapando tal vez del frío, aquel frío que congelaba los huesos. Martín caminaba como todas las tardes por la avenida Bohemia donde seguía rigurosamente una rutina asfixiante. Al salir de su taller de pintura sé dirigía hacia el café Los Griegos, tomaba algunas cervezas, fumaba algunos cigarrillos y salía religiosamente hacia su casa. Era él un hombre solitario que por lo general no era un amante de los placeres mundanos. “Parece misógino y nihilista” decía una alumna suya de la Facultad de Arte. Aquel día de noviembre Martín iba camino a casa y de repente quebrantó su natural rutina, dobló hacia la calle Morgan, atravesó el mirador y bajó hacia la plaza Los Pájaros. Hubo un instante en el que sintió un leve mareo, se recostó en la pared frontal con ventanas de una tienda de ropa usada y mientras sudaba sintió desfallecer y un sudor frío cubrió su alma. Martín sintió también una extraña fascinación con algo que estaba detrás de la vidriera, lo miraba con unos ojos alienados y una sonrisa como del más allá. Aquello era un sweater negro de cuello alto, de lana gruesa y tejido de punto cerrado, más bien feo y con unas inscripciones en una lengua extraña alrededor de los puños. Habían pasado algunos mi-
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nutos y ya Martín se sobreponía a aquella extraña sensación. Caminó a su casa, abrió la puerta de su habitación y se reclinó sobre la cama. Martín era un hombre extraño en relación a la normalidad que lo rodeaba. De niño veía cosas extrañas. Un día ‒tendría unos ocho años‒, en una calle ciega cercana a su casa observó a un niño de unos siete años con una luz artificial que le decía algo mientras lloraba, quiso detenerlo pero a lo largo de aquella calle no había nadie, solo carros estacionados. Era independiente, había emprendido un viaje y al regresar ya no quería vivir con sus padres. Vagaba solitario los fines de semana, atormentado, quizá pensando en la rutina. No se le conocía mujer alguna, aunque se le había visto en bares de poca reputación. Habían llegado las vacaciones después de meses de espera. Martín quizá iría al sur, le gustaba internarse en el bosque y cazar animales. Antes de viajar quiso terminar aquel cuadro que le ocupaba en aquellos días, lleno de grises y colores negros, donde se observaba el curioso dibujo que mostraba y a la vez ocultaba la presencia de ciertos números. Era el bosque de aquella pintura un poco singular, pues cada árbol tenía una operación matemática que daba como resultado el número siete. La víspera de su partida bajó hacia la plaza Los Pájaros, atravesó la calle y entró a la tienda de ropa usada. Sin preguntar el precio señaló a la dependienta el sweater negro de cuello alto, pagó y salió. Eran las primeras horas de la mañana, llegó a la estación de trenes, bajó al andén número 7, subió a un vagón lleno de gentes 92 | Cuentos de la sierra
con algunos animales, algunos borrachos trasnochados por la farra del sábado y una mujer con su hija de unos siete años aproximadamente. El tren iba despacio, alrededor del camino la vegetación era inmensa y oscura. Ya la luna se posaba sobre la parte superior del tren. Martín miró su reloj y daba las 7 y 15 horas. Bajó del tren, tomó su maleta y subió a un coche indicándole al conductor una dirección. Hacía frío y por el camino sólo escuchó el ruido de los perros como asustados por algo. Pagó al cochero y se quedó parado frente a aquella casa, era un chalet antiguo devorado por el tiempo y el abandono, la vegetación extensa ocupaba sus alrededores. Caminó y empujó la puerta que se abría como halada por algo desde su interior. Una vez dentro, encendió una vela y recorrió con su mirada aquel lugar lleno de recuerdos. Allí había vivido al alejarse de sus padres. Se recostó sobre una cama e intentó dormir, pero el insomnio era su más fiel compañero. Subió al ático y tomó, entre otras cosas, un morral, una escopeta, varias municiones, una linterna, un libro roído, un poco de tabaco en rama y unos cerillos. Bajó, colocó en el morral algunas prendas para el frío (incluyendo el sweater negro de cuello alto) y atravesó el bosque. La luna parecía ahora más cercana, casi quemaba su rostro. También los perros ladraban como asustados por algo. Martín se detuvo, pues el frío congelaba su cuerpo, se sentó sobre una roca y sacó aquel sweater negro de cuello alto, se lo puso y continúo 93
caminando. A siete kilómetros quedaba el refugio de Los Santos, un lugar perfecto para la caza pues había perdices, venados y otros animales. En el camino pensó en aquel cuadro y también pensó en la imagen de aquel niño de la luz artificial. Entrando en la parte más oscura del bosque, vio un gran resplandor que le iluminaba el camino, a su lado los árboles paralelamente alineados, brillaban, y su corazón comenzó a latir fuertemente cuando vio que los árboles pintados de blanco representaban cada uno una operación matemática, dando como resultado el número siete. “¿Qué es esto?”, se preguntaba Martín, cuando empezó a sentir un leve mareo, nuevamente el frío congelaba su alma, sus ojos brillaban y una sonrisa enajenada habría sus labios. De pronto empezó a sentir que aquel sweater negro de cuello alto le apretaba, sí, le iba apretando como una camisa de fuerza. Empezó a sentir un abrazo fuerte, mientras oía el crujido de sus huesos, sus órganos empezaron a salir por su boca en grandes ríos de vómito y de sangre, le salían excrementos por los oídos, por la nariz. Era sangre y órganos triturados lo que salía de sus orificios, su rostro empezó a brotarse, sus ojos cayeron a la tierra, sus manos intentaron quitarse de encima aquel maldito sweater negro de cuello alto, su corazón latía ahora más despacio, le faltaba el aire, sí, Martín moría lentamente con aquel extraño sweater pegado a sus huesos como una camisa de fuerza hecha de hule. Ya no podía respirar cuando su cuello fue aprisionado lentamente por el cuello alto de aquel sweater, de su boca salió un leve alari94 | Cuentos de la sierra
do, mientras una tenue imagen llegaba a su mente. Era aquel niño de siete años que llevaba en sus manos aquella luz artificial, que se apagaba lentamente, mientras Martín intentaba alargar su mano hacia su triturado cuello, cayendo al piso. Simón Zambrano
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Jauría de perros
“Fue una cosa horrible”, decía delirando aquella persona o lo que quedaba de ella. Era un hombre triste y solitario como de 45 años, abandonado y entregado al alcohol por aquello que le había sucedido años atrás. Se dedicaba a narrar su historia a los lugareños, repitiendo que fue una cosa horrible para su familia: “Yo había ido de vacaciones a un pequeño chalet al sur de Francia, mi esposa embarazada de cuatro meses y mis dos pequeños hijos Valentina de siete y Timoteo de cuatro. Quedaba el chalet al pie de una montaña. Era un lugar hermoso en donde el sol tocaba las ventanas, los niños corrían detrás de las mariposas y una pequeña cascada alegraba el alma de Irene. Yo me divertía pescando truchas y entonando alegremente aquella canción de juventud. No teníamos vecinos,sólo un viejo huraño y solitario residía en un pequeño chalet a un costado de nuestra casa. El tiempo no existía para nosotros, estábamos felices contemplando los ojos de nuestros hijos. Un día, no sé cuál, un alboroto me despertó, ya era de madrugada, en la casa del viejo, sólo se oían los ladridos enfermizos de los perros, que criaba Mr. Sinclair aquí en la montaña para venderlos a los hacendados del pueblo. Regresé a la cama y traté de dormir, pero me levanté y miré a mi lado. Irene dormía plácidamente, al otro lado de la casa Valentina y Timoteo hacían lo mismo, me acerqué cuidadosamente, les coloqué 97
otra manta pues hacía un frío enorme. Salí y fui a la cocina. Pensaba en todo aquello, en lo del ruido de los perros, preparé un café y ya Irene me saludaba con un beso de buenos días. Aquella mañana debí bajar al pueblo por provisiones. En la salida de mi casa, cerca de la puerta que daba al camino, observé tres perros siberianos grandes, revolcados y llenos de lodo con algunos rastros de sangre. Eran enormes, dos de ellos gris con blanco y el otro negro con una corona de pelaje gris. Sus feroces rostros me dieron miedo. En sus ojos azules veía el hambre y la rabia. Preocupado llegué al pueblo y me dirigí a una tienda, compraba algunas cosas: leche, pan, frutas, alguna charcutería y unas pilas para linterna, cuando una mujer entró y comentó sobre un viejo huraño y loco que vivía al otro lado del camino. «No ha vuelto por el pueblo, hace días que no le vemos». Decía aquella pequeña mujer de cabello rubio y ojos grises. Pagué mi cuenta y subí al jeep de regreso a casa. Por el camino deduje que aquellas mujeres hablaban de mi vecino. Nevó durante tres días. El camino estaba repleto denieve, afuera el silencio era pesado y como siempre un pequeño destello de luna iluminaba los picos de los árboles. Aquella noche los niños e Irene fueron a la cama temprano, yo atizaba el fuego en la chimenea y fumando releía a El lobo estepario. De pronto, sentí un ruido extraño cerca de la puerta que daba a la cocina, miré con cautela y varias huellas de perro estaban allí, disolviéndose en 98 | Cuentos de la sierra
la nieve. Habrían pasado unos quince minutos más o menos cuando un coro infernal como semejando el desenfrenado llanto de cien niños hizo escalofriar mi piel y mis huesos. Eran los perros que aullaban mirando hacia la luna. Era un sueño. Desperté asustado. Suspiré aliviado al ver allí en la cocina a mi familia completa. Los bastimentos se agotaban, por lo que tendría que bajar nuevamente al pueblo, no sin antes prohibir a Irene y a los niños salir de casa. Pensé en aquellos perros hambrientos y enfermos. Miré mi escopeta, la cargué y por un instante pensé en dejarla en manos de Irene, pero de verdad no quería preocuparla. Bajé intranquilo, pensando. Al llegar al pueblo me encontré con una desolación inmensa. A ambos lados de la calle, sólo un montón de cuerpos mutilados y bañados en sangre adornaban aquel cementerio al descubierto, bajé del jeep y mire a todos lados, no había nadie, entré en una tienda y vi a aquella mujer destrozada. Esos malditos perros habían acabado con la gente del pueblo, salí en dirección al jeep pensando en mi familia, tropecé con algo, era un hombre lleno de sangre y devorado, sólo su par de ojos miraban hacia no sé dónde, un pequeño hilo de voz de su alma quiso decir algo, ya era tarde, cerré sus ojos con un nudo en la garganta y me marché. Unos 17 kilómetros me separaban de mi familia, me parecía eterno el camino, mi cuerpo temblaba, mi corazón corría y un sudor frío me impregnaba la piel. No pude contener las lágrimas, mientras ne99
vaba y viajaba tan rápido como el camino me lo permitía. Llegando al cruce del camino vía a la casa, en la cuesta de Los Monjes, el jeep empezó a fallar, no avanzaba, tal vez temía por lo que podría ocurrir, avancé como medio kilómetro y un árbol en la vía me detuvo. ¡Dios ayúdame!, grité mirando al cielo y pidiéndole a ese Dios que siempre he creído tan lejano. Seguí corriendo o caminado, no sé, mis fuerzas fallaban pero pensaba en Irene y los niños, lloraba y corría, caí no sé cuántas veces, pero me levantaba. No sé cuánto tiempo pasó, ahora la luna también corría detrás de mí, subí a lo alto del camino, corrí cien metros y empujé desesperadamente aquella puerta. El miedo a pesar de todo no había quitado mi sentido común, traía conmigo aquella escopeta Smith & Wesson con doble boca y una caja de cartuchos. ¡Maldita sea!, que rápido pasa el tiempo cuando nos apremia la necesidad. Al llegar a la puerta de la antesala una bestia feroz mirándome con sus ojos grises se me lanzó encima, asustado, disparé no sé cuántas veces. El maldito perro caía a un costado con su hocico lleno de una espuma blanca ligada con sangre. Mi corazón latía deprisa. Cargué de nuevo la escopeta. Mi corazón latía deprisa. Una vez dentro de la casa miré a todos lados, una pequeña pelota yacía al fondo cerca del sofá, mi desesperación aumentó al ver a aquel oso de peluche junto con el pequeño abrigo de mi Timoteo, sí, un poco más allá cerca de la ventana, rodeada de vidrios estaba la pequeña cabeza de mi hijo. Fue horrible, un grito de impotencia y de dolor viajó con el viento. Corrí toda la casa con 100 | Cuentos de la sierra
la esperanza de encontrar a Valentina y a Irene. Dos perros echados lamían sus bigotes, hartos de carne y de sangre. Disparé como loco, quizás queriendo borrar todo aquello. A mis pies, cerca del pasillo que daba al baño, la ropa de Valentina bañada en sangre hizo levantar mi mirada, en la tapa del water yacía mi querida niña. De nuevo llamé a aquel Dios, pero no podía escucharme. Tomé entre mis brazos aquellos restos, su carita destrozada, su pecho abierto y su mano colgando ya sin vida. Salí al patio y en una silla reclinable completamente destrozada y rodeada de aquella maldita jauría, Irene luchaba, sí, luchaba por la vida, la luna me siguió siempre, al igual que mi esperanza como movida por el dolor, el odio y la impotencia. Comencé a disparar, no sé cuántos eran, sólo los veía caer. Creo que dos se abalanzaron sobre mí. No sentía dolor físico, sólo sentí un líquido caliente salir de mis piernas. Corrí hacía Irene, ya todos los malditos habían muerto. Irene y mi futuro bebé ya no existían. Sólo con dolor pude ver de manera confusa, aquella expresión de tristeza que nunca olvidaré en el rostro de Irene”. Así contaba y lloraba aquel hombre borracho y muerto en vida, que arrastraba su pierna derecha por los caminos anchurosos de aquel nuevo pueblo, encima de él la luna también lloraba, y unas cuantas gotas de lluvia dispersaron a aquellos lugareños. Simón Zambrano
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Los extraños seres de color verde
Todo estaba listo. Eran como las once de la mañana y el pueblo agitado por el ambiente festivo deliraba en medio del frío, esperanzado en que pronto la música y el aguardiente, junto con la comida disiparían el aburrimiento. Eran nueve las parejas a las que el obispo daría su bendición. Era éste un pueblo enclavado en la montaña, particularmente alejado de todo contacto con el mundo exterior, dominado por una sociedad patriarcal, sumergido en una pobreza alienadora y con una gran población infantil. Ya habían pasado seis o siete meses de aquellas bodas colectivas, cuando en la casa de los Tabucci, la partera Juanita hacia su trabajo en vías de traer al mundo otro niño para la familia. Era un poco más de media noche, la luna como siempre encima de aquella casa de palma, los perros ladraban o aullaban como presintiendo algo. El futuro padre se tambaleaba con una botella de aguardiente en sus manos. La brisa apaga las velas por unos instantes. Los gritos de Remigia entremezclados con los de la partera se hacían ecos inentendibles, confundidos con los rezos de doña Pura, la madre de Remigia. Algo extraño pasaba en el cielo, de pronto empezó a llover y los grillos entonaban una especie de canto fúnebre. Serían como las dos y treinta y siete minutos de la madrugada, cuando se dejó escuchar un “Ave María Purísima, ¿qué es esto?”, junto con un grito
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de terror que escapó de las entrañas de Remigia, al ver que Juana la partera levantaba entre sus manos a aquella cosa, un extraño ser que no tenía forma. Su rostro era una masa de color verde, en la parte superior unos pequeños tumores sobresalían semejando tal vez un escaso pelaje. Su nariz era sólo un pequeño orificio, sus brazos eran una especie de tenazas y sus extremidades inferiores revelaban el aspecto de un reptil, o lo más parecido a un sapo. Su boca era una especie de triángulo por donde salía una larga pero delgada cosa de color negro, simulando quizá una lengua. Era varón, pues algo sobresalía de entre sus extremidades inferiores. Luego de envolverlo en algunos trapos y de colocarle agua bendita, lo cual parecía quemar a aquella cosa, Juana la partera rezó encarecidamente por aquel extraño suceso. Un silencio abrasador recorrería durante mucho tiempo aquella casa. Esta cosa verde producto de la endogamia, fue retirada hacia la parte donde tiempo antes hubo una cochinera. El pueblo días después ya nunca pudo salir de aquel extraño acontecimiento. El suceso se repetía sin cesar. Una tras otra, aquellas mujeres fueron pariendo e impresionando a todos, al traer al mundo aquellas cosas producto del pecado. Nacieron unos con cara de cerdo, otros como reptiles, otros semejando incluso a perros y gatos horribles. Lo que más los asemejaba entre sí, era aquel repugnante color verde. La incertidumbre azotaba a aquel pueblo, cada día iban naciendo más criaturas extrañas. La igle104 | Cuentos de la sierra
sia se promulgó y la ciencia elaboraba diversas teorías. Los años pasaron, aquellas criaturas se hicieron grandes y fuertes. Las autoridades decidieron hacer una especie de exorcismo a las extrañas y aparentemente inocentes criaturas. En la plaza del pueblo, ya todo estaba preparado. El obispo dirigía aquel suceso, serían como las siete de la noche y las criaturas encadenadas a un gran listón de madera empezaron a tornarse violentas cuando fueron rociadas con agua bendita, desatándose una furia desbordante, arremetiendo aquellos seres contra quienes presenciaban la ceremonia religiosa. Quiero que el lector se imagine parte de lo que ocurrió, el pueblo fue prácticamente exterminado por aquellos humanoides, su aparente inocencia no fue barrera para cometer los más sangrientos vejámenes, con especial saña contra sus progenitores. En el poblado ahora sólo viven cientos de criaturas horribles de color verde. Algunos lugareños emigraron a otros sitios, y en aquel pueblo siguen naciendo extraños seres que de seguro muy pronto terminarán de poblar la tierra entera. Simón Zambrano
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Finalizan los cuentos, pero la casa sigue. Aún está en pie la vieja edificación, con su aire de campo, sus paredes de bahareque y sus tejas. Todavía se respira en su patio el olor a lluvia en la tierra y aún se siente en sus pasillos una presencia fantasmal. Leímos los Cuentos de la Sierra. En ellos compartimos sobresaltos, miedos y asombros. Ahora, luego de terminar estos relatos, cerramos los ojos y creemos soñar que nos fumamos un último cigarro bajo la sombra de un ceibo, o que caminamos abrigados con un sweater negro de cuello alto por algún sombrío pueblo de la serranía, quizás llamado Neblina. O nos sentimos trasportados a una playa de pescadores cortejada por una perenne brisa marina, que no se cansa de acariciar los cocoteros y los árboles. O nos vemos como espectadores de algún extraño teatro de títeres.
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Epilogo Pero, desde los solitarios y yermos paisajes de los páramos hasta las vivencias cotidianas de personajes comunes o inquietantes, al leer estos cuentos entramos en un círculo de misterio. No hay ganadores ni perdedores, en sus páginas sólo hay temor y desconcierto. Quizás volvamos a reunirnos en la antigua casona, a crear fantasmas y a leer sombras. Tal vez alguien aliente un nuevo ciclo de Los Cuentos de La Sierra y extrañas y viejas leyendas se escuchen nuevamente en las noches, en las vivencias o en la imaginación de los narradores, en la luz tenue del bombillo que nos iluminaba, en la vieja hamaca o en el murmurar del viento en los árboles del patio. José Vicente Castillo
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Índice La Biblioteca de autores inéditos José Vicente Castillo
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La Ardilla
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Luis Perales
La hora más oscura del silencio Javier Pérez
31
Terror en la Serranía Daniel Quintero
37
El Ermitaño
47
Daniel Quintero
La Abuela
53
Daniel Quintero
Nono Balbino Lenín Ramírez
61
Los hilos de la vida y la muerte Luis Regalado
65
No camines a la orilla de la playa Luis Regalado
69
El último cigarro Raúl Ruiz
73
Neblina
85
Yuleici Verdi
El sweater negro de cuello alto Simón Zambrano
91
Jauría de perros Simón Zambrano
97
Los extraños seres de color verde Simón Zambrano
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José Vicente Castillo (Valencia, 1977) Licenciado en Letras por la Universidad de Los Andes. Productor, guionista radial y articulista habitual de algunas publicaciones impresas. Su actividad en el campo de la creación e investigación ha estado orientada hacia la historia y hacia lo fantástico en la oralidad y en la literatura. Participa en esta antología con el relato “La Biblioteca de autores inéditos”.
Luis Perales (Mérida, 1980) Licenciado en Letras por la Universidad de Los Andes. Productor radial, promotor cultural, creador y copartícipe de distintas publicaciones digitales e impresas. Ha colaborado y organizado recitales de poesía, teniendo algunos poemarios publicados. Participa en esta antología con el relato “La Ardilla”.
Javier Pérez (Mérida, 1978) Licenciado en Letras por la Universidad de Los Andes. Productor y guionista para medios radiales y alternativos. Su actividad en el campo de la creación, estudio e investigación ha estado orientada en los últimos años hacia el cómic. Participa en esta antología con el relato “La hora más oscura del silencio”.
Daniel Quintero (Mérida, 1980) Licenciado en Historia y Abogado por la Universidad de Los Andes. Se ha desempeñado como investigador en temas vinculados a la historia, el derecho y la seguridad. Es articulista en varios portales web de opinión y análisis. Participa en esta antología con los relatos “Terror en la Serranía”, “El Ermitaño” y “La Abuela”.
Lenín Ramírez (Mocao, 1982) Promotor educativo. Su actividad se ha desarrollado principalmente en el campo de los talleres de formación. Participa en esta antología con el relato “Nono Balbino: un autorretrato cambiante”.
Autores Luis Regalado (Curiepe, 1978) Promotor social y educativo. Colaborador en diversas actividades culturales y talleres de formación. Ha sido coparticipe de varias iniciativas de organización social. Participa en esta antología con los relatos “Los Hilos de la Vida y la Muerte” y “No camines a la orilla de la playa”.
Raúl Ruiz (Puerto Cabello, 1981) Periodista y promotor cultural. Especialista en análisis de medios de comunicación. Ha acompañado a distintos medios de comunicación alternativos, actividades culturales, programas de radio y talleres de formación. Participa en esta antología con el relato “El ultimo cigarro”.
Yuleici Verdi (Tovar, 1974) Licenciada en Letras por la Universidad de los Andes. Se ha desempeñado en el campo de la gestión pública y ha sido colaboradora en diversas actividades culturales, talleres de formación e iniciativas de organización social. Invitada en varios recitales poéticos, su producción en este campo permanece inédita. Participa en esta antología con el relato “Neblina”.
Simón Zambrano (Acarigua, 1976) Licenciado en Letras por la Universidad de Los Andes. Poeta y promotor cultural, ha sido organizador e invitado de diversos eventos culturales y recitales poéticos. Tiene en su haber varios poemarios publicados. Participa en esta antología con los relatos “El sweater negro de cuello alto”, “Jauría de perros” y “Los extraños seres de color verde”.
Miguel Albornoz Molina (Mérida, 1969) Licenciado en Artes Visuales por la Universidad de los Andes. Artista plástico, se desempeña esencialmente en el campo del dibujo. Ha participado en diversos festivales, salones, bienales y exposiciones en su natal Mérida. Ha extendido su creatividad al campo de la escenografía teatral. Ilustró la portada y todos los relatos de esta obra
VersiĂłn digital septiembre 2017 Sistema de Editoriales Regionales-SER MĂŠrida - Venezuela
Colección Oswaldo Trejo Serie Narrativa Cuentos de la Sierra Los Cuentos de la Sierra son el testimonio de una espontanea y enriquecedora experiencia que no tenía más ambición que el solaz de sus autores. José Vicente Castillo, Luis Perales, Javier Pérez, Daniel Quintero, Lenín Ramírez, Luis Regalado, Raúl Ruiz, Yuleici Verdi y Simón Zambrano, fundadores y participes de la peña literaria “La comiquita de la loca” nos regalan en estas páginas un conjunto de sueños, visiones y delirios en la forma de relatos. Ilustrados por el artista Miguel Albornoz, los Cuentos de la Sierra son una invitación a evadirse del mundo real y adentrase en las brumas que rodean a las alucinaciones de la fantasía.
Sistema de Editoriales Regionales
Mérida
José Vicente Castillo (Compilador)
9 789801 442707
(Valencia, Venezuela, 9 de enero 1977)
Licenciado en Letras por la Universidad de Los Andes. Escritor, productor y guionista audiovisual. Articulista del diario Ciudad VLC (2016 - 2017) y editor en su portal web (2017 – 2018). En el 2017 produjo el espacio radial La Cripta de los Misterios. Su actividad en el campo de la creación e investigación ha estado orientada hacia la historia y hacia lo fantástico en la oralidad y en la literatura. Actualmente trabaja en diversos proyectos editoriales y audiovisuales.