EL MAGO DE LAS PALABRAS

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EPÍLOGO. DE LA COMARCA A VALINOR: ÁRBOL Y HOJA Un profundo aroma de tabaco de pipa impregna el estudio. Entre un laberinto de estanterías, repletas de libros, diccionarios de etimologías en lenguas diversas y extrañas, carpetas y hojas repletas de una apretada y delicada caligrafía, apiladas en aparente desorden, un hombre se afana en su trabajo. A través de la ventana entra la luz, filtrada por el mapa de la Tierra Media. En la ventana de la izquierda, clavada con chinchetas al marco, las fases de la luna tal y como se habrían sucedido en su mundo imaginario —él piensa en el nuestro, hace unos diez mil años—. El hombre se inclina sobre una incómoda y pequeña mesa de madera, con cajones a ambos lados y atestada de papeles. Apuntala cada letra, como un delicado copista del medievo, en una vieja máquina de escribir. Con la pipa entre los dientes, apenas audible, llega el eco de las palabras que pronuncia en voz baja, y que van componiendo el poema épico al que ha dedicado su vida. J.R.R. Tolkien, erudito y profesor de anglosajón e historia del inglés —aunque domina otros diecisiete idiomas—, está profundamente convencido de que su contribución fundamental a la Filología como ciencia es su creación literaria y artística. En sus historias de la Tierra Media, pero también en cada uno de los cuentos que escribió, ha vertido el inmenso saber que atesora. Conoce las obras fundacionales de la Literatura del Norte de Europa, las ha leído en la lengua original, las explicó hace años en Leeds, y las enseña ahora en Merton College, ante un auditorio de perplejos pero encantados alumnos, que no pueden perder ripio de lo que dice, porque apenas se le oye. Murmura continuamente, en un discurso que parece dirigido a sí mismo, y al que afluyen constantemente anécdotas e historias colaterales que enriquecen el contenido de la asignatura. Todos sus alumnos le recuerdan con cariño e inmenso respeto: no es sólo la cantidad de cosas que sabe lo que les impresiona, sino el tono en que dicta sus lectures —un alumno llegó a escribir que «su voz era la de Gandalf», el mago que protagonizaría una parte de sus historias—. Aunque desordenado en la exposición, nadie le ha visto jamás perdiendo el tiempo, de modo que no se le puede acusar de descuido en la preparación de las clases. Es un hombre minucioso y metódico. Sabe profundamente de qué habla, y es incluso capaz de certificar por qué el poeta de Beowulf, el del Kalevala o el autor de Sir Gawain and the Green Knight escogieron un determinado vocablo, y no otro. Todos salen del aula con el ánimo engrandecido, más filó-logos, más encantados de saber cómo funciona un idioma desde dentro porque su profesor les ha iluminado un pasaje oscurecido por el paso de los siglos y,


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