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HOLLYWOOD AL MICROSCOPIO: CINE COMERCIAL Y BELLEZA
Desde el punto de vista de la creatividad artística, vivimos años de vacas flacas para el cine comercial estadounidense. Si miramos los sucesos de un modo superficial, la huelga de guionistas que paralizó Hollywood hace unos meses podría dejar en segundo plano un problema mucho más patente, grave y profundo que el del mal reparto de beneficios, lógico pago a los esfuerzos honestos que el que trabaja hace para ganarse el pan, y comprensible demanda por parte del gremio de escritores. Sin embargo, hace ya décadas que son muchedumbre los guionistas que, trabajando para productoras de cine y televisión en Norteamérica, escriben una y otra vez historias y versiones de historias —los cada vez más habituales remakes— que revelan una carestía de ideas alarmante, un auténtico aburrimiento estético que ha llegado a provocar cierto hastío —aun inconsciente— entre un público saturado de formas expresivas redundantes y argumentos agotados. La autocomplacencia se ha transformado en señal de identidad de buena parte de lo que los grandes estudios producen. La grandeza de esos mismos estudios —antaño fábricas de sueños, como solía decirse—, se mide ahora en términos económicos, en acciones bursátiles e inversiones multimillonarias, y en grupos empresariales mastodónticos que sólo anhelan un saldo más holgado al finalizar cada ejercicio, mientras aspiran a controlar el proceso completo que conlleva la creación de una película, desde la génesis de la idea hasta la distribución y exhibición de las cintas en impersonales centros comerciales, las nuevas catedrales del siglo XXI. El arte ha devenido, final y tristemente, industria. El examen que llevaré a cabo de lo que, a día de hoy, ha cristalizado en la práctica como casi la única manera de entender el cine, como una poética y una praxis que han configurado nuestra forma de acercarnos a las historias, a la imagen y, lo que es mucho más importante, a la realidad —aun cuando no nos demos cuenta—, requiere un contexto histórico y estético que permita, finalmente, señalar las claves del porqué de este declive global de Hollywood en términos creativos. Comenzaré, por tanto, delineando las coordenadas históricas de este progresivo declinar, con todas las implicaciones que tal consideración conlleva, para luego concentrarme en el análisis del cine comercial actual desde la atalaya en que se ha convertido la carta que Juan Pablo II dirigió a los artistas en 1999, auténtico manifiesto y escrito fundacional para una nueva manera de mirar y ver el mundo. La historia de una progresiva decadencia El final de los felices años 20 coincidió con el ocaso del apogeo del cine mudo. Por entonces, muchos estadounidenses acudían a los primitivos cines al menos una vez por semana en los célebres nickelodeons, salas de exhibición llamadas así porque la entrada costaba un nickel, o sea, cinco centavos. Paulatinamente, y a medida que la influencia de Hollywood se fue haciendo más profunda en la vida y en las costumbres de Occidente, los espectadores de todo el mundo llegarían a conocer tan bien el estilo de vida norteamericano, que sus gustos vendrían a coincidir con los que mostraban las películas. De ese modo, al comenzar la década de 1930 la Meca del cine empezó a vivir una época dorada que se prolongaría, en términos absolutos, hasta finales de los 60. En esos casi cuarenta años se produjeron más de cincuenta mil películas, muchas de ellas auténticas Eduardo Segura
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obras maestras que han pasado a formar parte del tesoro del Arte Cinematográfico con mayúsculas. Entre esas piezas únicas cabe destacar películas que nadie dudaría en clasificar dentro del género de acción —El maquinista de la general, de Buster Keaton, El hombre mosca, de Harold Lloyd, La diligencia, de John Ford, o Río Rojo, de Howard Hawks—; otras que, en términos creativos, dejan en ridículo algunos logros de los modernos efectos especiales hechos por ordenador, como El viaje a la luna, de Georges Méliès; o epopeyas como El nacimiento de una nación, de David W. Griffith, Tiempos modernos, del genial Chaplin, Ciudadano Kane, de Orson Welles, Ben-Hur, de William Wyler, o Los diez mandamientos, de Cecil Blount De Mille, que no tenían nada que envidiar (antes al contrario) a cintas que hoy día pasan por ser el no va más en términos técnicos y pretendidamente renovadores.1 Sin embargo, la década de los 70 comenzó con malos augurios para Hollywood. Se constata entonces el inicio de un agotamiento exponencial en términos formales, estéticos y argumentales; una auténtica caída libre de la que aún recogemos los tristes frutos. Durante esos años, gran parte de las superproducciones llevaron a la pantalla las angustias de un mundo en perpetuo y vertiginoso cambio, los atávicos temores despertados por la conquista del espacio y la Guerra Fría, y esa peculiar idiosincrasia estadounidense que se plasmaba, entonces como ahora, en la ignorancia casi pueril —y trágica en sus consecuencias— con que muchos norteamericanos miran al resto del planeta, unida al olvido práctico de la responsabilidad que les atañe como potencia mundial indiscutible en términos de desarrollo científico y tecnológico. Junto a esas películas de catástrofes —El coloso en llamas, Aeropuerto, Terremoto, La aventura del Poseidón, o la estupenda El planeta de los simios—, grandes maestros como Alfred Hitchcock mostraban ya un cierto hartazgo estético en la esperpéntica Frenesí. Con todo — y como suele suceder en los momentos de crisis, que son épocas propicias para renacimientos y reformas—, en esa misma década surgieron motivos para una nueva esperanza. Toda una prometedora generación de jóvenes realizadores irrumpió con desparpajo y frescura, con buenas y renovadas ideas, y con un saber hacer tanto técnico como formal que permitía augurar tiempos de lozanía creativa para unos grandes estudios cada vez más cansados de sí mismos. A la vez, aquellos precoces talentos demostraron que era posible hacer gran cine —Arte Cinematográfico—, sin renunciar un ápice al entretenimiento y al espectáculo visual, dos características que habían sido la patente de marca de Hollywood desde sus inicios. Esos directores —algunos de ellos auténticos visionarios capaces de dominar su medio expresivo como veteranos, desde el ritmo narrativo a la plasticidad de la imagen al servicio del argumento—, eran Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Steven Spielberg, George Lucas, Ridley Scott, Stanley Kubrick o Brian de Palma. Prácticamente todos ellos han dejado obras cinematográficas muy notables, de inexcusable presencia en cualquier estudio serio sobre Historia del Cine. ¿Cómo no recordar, entre otras, El padrino, Taxi Driver, 2001: una odisea espacial, Encuentros en la tercera fase, La guerra de las galaxias, Blade Runner, Alien, el octavo pasajero, Apocalypse Now o Tiburón? Tal era el prometedor panorama cinematográfico que inauguraba los 80, la década tributaria de esos revolucionarios creadores. Irrumpen en la pantalla temas nuevos y, sobre todo, formas revitalizadas de hacer cine, de emplear la imagen para fines distintos de los que hasta el momento habían sido la norma temática y estética. A la vez, títulos como 1
No hago aquí referencia al inmenso territorio de la comedia o el musical, donde la época dorada de Hollywood saca los colores a las ridículas, ñoñas y a menudo sencillamente estúpidas películas actuales, cuyos guiones dan más pena que risa, y cuyos actores y actrices hacen aun más aguda la añoranza de los grandes. Eduardo Segura
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Terminator, Acorralado, la serie sobre Indiana Jones o las continuaciones de Star Wars, mostraban ya los inicios de una tendencia que, poco a poco, se iba a convertir en lo habitual en el cine comercial estadounidense: las segundas, terceras y hasta enésimas partes de éxitos de taquilla que, antes y de modo mucho más importante eran, sobre toda otra consideración, grandes películas. ¿Qué sucedió después? A partir de aquellos años, Hollywood tuvo que empezar a cargar con el triste sambenito de haber vendido su primogenitura por un pobre plato de lentejas: el del dinero fácil obtenido por la simple cesión de los criterios del arte ante las siempre mal entendidas “exigencias” del cine comercial. Se empezó a sacrificar casi todo valor artístico con tal de ganar cuanto más dinero mejor, rentabilizando las inversiones hechas por grupos empresariales monopolizados por personas que nada sabían de cine; y —lo que es peor— a quienes eso nada importaba.2 Desde el punto de vista socio-económico, la década de 1980 abre para Occidente un período de creciente bienestar. Simultáneamente, se constata el progresivo establecimiento de ciertas garantías para una paz mundial que, aunque volátil y ficticia, se asentaba cada vez con más firmeza sobre el paulatino control de las potencias destructivas, a través de organismos internacionales capaces de limitar el difícil equilibrio de miedos generado por el armamento nuclear. Durante esos años se convierte en práctica habitual entre las majors3 que se otorgue el visto bueno solamente a historias que, antes, hayan recibido la bendición de un público cada vez más holgazán y apático desde el punto de vista intelectual, que acude a las salas a ver cualquier cosa que le procure un estimulante escape, rápido e indoloro, de lo cotidiano. Las fórmulas empiezan a ser repetidas una y otra vez de manera cansina, y el más difícil todavía se transforma en requisito indispensable para la consideración de una película dentro del grupo de las canónicas, sea cual sea el género al que pertenezca. La herencia actual de tal tendencia son las enésimas versiones de cintas de terror que tratan exactamente sobre lo mismo, infinitesimales versiones de relatos de éxito pero, sobre todo, de rédito. 4 Lo mismo sucede con las películas salidas del universo del cómic, o con lumbreras como los hermanos Wachowski o Quentin Tarantino, considerados en la actualidad genios en un panorama crecientemente paupérrimo. Se comprueba, una vez más, la verdad del refrán viejo y sabio: «en el país de los ciegos, el tuerto es rey». La tomadura de pelo se ha convertido en fábrica de dólares —y de pesadillas—, mientras una generación entera se está perdiendo una manera de ver Cine con mayúsculas —como dije más arriba—, por culpa de una concepción del séptimo arte como mero entertainment, en el sentido alienante y escapista del término. Lo irremisible del problema, en términos estéticos, humanos, es que se trata de formas pretendidamente artísticas que no son inocuas, porque desfiguran la 2
Las “exigencias” de los criterios comerciales devienen siempre justificaciones buscadas a posteriori para tapar esas vergüenzas que son las carencias estéticas de una película, o de cualquier forma de pretendido arte. Sin embargo, ese intento no hace sino subrayar precisamente la pobreza del designio creativo inicial. Como en el cuento de los hermanos Grimm sobre aquel emperador que desfilaba desnudo ante su pueblo, sólo la nueva mirada es capaz de desenmascarar la trampa. Volveré sobre este importante aspecto más adelante. 3 En los inicios del sistema de grandes estudios en Hollywood, las cinco grandes eran Paramount, Fox (luego 20th Century Fox), Metro Goldwyn Mayer (actualmente MGM-UA), Warner Bross y RKO. Las minors eran por entonces Universal, Columbia y United Artist. Disney hace tiempo que pasó a ser una productora de segunda fila, salvada gracias al talento de los creativos de Pixar Animation Studios. 4 Los efectos especiales son la nueva panacea que convierte una película, mediocre o incluso muy mala, en éxito de taquilla. Hoy en día, ningún productor —y prácticamente ningún director— arriesga un solo dólar en experimentos más audaces desde una perspectiva estética, en el fondo y en la forma, que den lugar a auténticas obras de arte, perennes y duraderas. Un ejemplo de esta triste rendición es Ridley Scott. Eduardo Segura
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manera de mirar el mundo, la realidad y todo lo relacionado con el espíritu y la verdad en sentido amplio.5 El raquitismo estético acaba por deformar la mirada a fuerza de distorsionar la realidad.6 ¿Quién teme al Hollywood feroz? Ante este panorama cabe hacerse esta pregunta: ¿hemos de temer al gigante herido, a la estatua del coloso con los pies de barro, que amenaza con desmoronarse? Cabría responder que sí, porque es quizá antes de caer cuando los dioses son más peligrosos para quienes se limitan a mirar, enmudecidos por el fascinante ensalmo del espectáculo —el showtime—. Sin embargo, lo que nos debería despertar —puesto que no cabe el miedo ante nada de este mundo si lo miramos con ojos sobrenaturales—, el aldabonazo que ha sonado ya como señal de una tarea urgente, es la conciencia de que todos deberíamos reeducar nuestra mirada: aprender a contemplar el mundo con los ojos de los primeros pobladores del planeta, para recuperar así el asombro, la mirada agradecida de los niños, única actitud adecuada del hombre ante el universo que le rodea y del que es señor: «Ya en los umbrales del tercer milenio, deseo a todos vosotros, queridos artistas, que os lleguen con particular intensidad estas inspiraciones creativas. Que la belleza que transmitáis a las generaciones del mañana provoque asombro en ellas. Ante la sacralidad de la vida y del ser humano, ante las maravillas del universo, la única actitud apropiada es el asombro».7 La actitud del espectador, nuestra actitud ante el mensaje estético —pues toda realidad, artística o no, lo incluye— es clave para desarmar los ardides con que se está confeccionando una y otra vez un producto perfectamente pensado, “envuelto” y presentado para darnos gato por liebre en el diario mercado de las novedades, los estrenos y el star system. Hace tiempo que tañó la campana que avisaba de la urgente necesidad de renovar la mirada para hacerla plenamente humana; es decir, cabalmente consciente de quién es el hombre, y cómo es el mundo que se presenta ante él cargado de ambigüedad y polisemia. Sólo si miramos con ojos renovados seremos capaces de descubrir el carácter sacramental y misterioso del mundo y, con ello, su intrínseca bondad:
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Cabría hacer una salvedad. Algunos directores en activo —prácticamente todos en edad ya madura, más de uno incluso por encima de los setenta— son auténticos artistas cinematográficos, poseedores en mayor o menor medida de un lenguaje propio y de un universo profundamente personal y de honda raigambre antropológica. Entre ellos destacaría a Clint Eastwood, Peter Weir, Paul Haggis, Robert Redford, Frank Darabont, casi todo lo que hace Spielberg, algunas cosas de Woody Allen; y, aquí y allá, destellos dispersos de ciertos realizadores que aún no han perdido del todo la vergüenza, y siguen siendo fieles a una manera de entender el cine como arte, y no sólo como medio de ganar dinero. 6 En medio de este panorama gris oscuro, que me resultaría fácil retratar de manera más descarnada sin faltar por ello en absoluto a la verdad, Hollywood ha sido salvado por relatos como los de John Ronald Tolkien o Clive Staples Lewis. La carestía de ideas a la que me refería ha recibido una lluvia benefactora, agua de mayo en forma de brillantes adaptaciones venidas de la lejana Nueva Zelanda. 7 JUAN PABLO II, Carta a los artistas, n. 16. Chesterton y Tolkien se expresaban en términos análogos al referirse a la necesidad de recuperar la mirada del niño ante el mundo, ese asombro (astonishment) que es la reacción justa, adecuada, al descubrir el universo. Aun cuando lo llamemos mundo natural, la Creación es de por sí una realidad sobrenatural y mágica: un milagro. Por tanto, la aspiración de toda forma verdadera de arte debería ser provocar el encantamiento (enchantment), la maravilla que deriva de la contemplación. Dicho de otro modo, el auténtico arte debería ayudar al espectador a descubrir su lugar en un mundo que es, esencialmente, don, misterio, gracia. El descubrimiento estético se convertiría, así, en gratitud, y en filosofía en sentido pleno; y el camino hacia la Belleza se transformaría en paulatina satisfacción del anhelo de Verdad que todo ser humano guarda en el corazón (cfr JUAN PABLO II, Fides et ratio, n. 1). Eduardo Segura
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«Nadie mejor que vosotros, artistas, geniales constructores de belleza, puede intuir algo del páthos con el que Dios, en el alba de la Creación, contempló la obra de Sus manos. Un eco de aquel sentimiento se ha reflejado infinitas veces en la mirada con que vosotros, al igual que los artistas de todos los tiempos, atraídos por el asombro del ancestral poder de los sonidos y de las palabras, de los colores y de las formas, habéis admirado la obra de vuestra inspiración, descubriendo en ella como la resonancia de aquel misterio de la Creación a la que Dios, único Creador de todas las cosas, ha querido en cierto modo asociaros».8 Es decir, el arte —en este caso, el cine— debe (en sentido etimológico) procurar mostrar o, mejor aun, desvelar, el carácter sagrado del cosmos. De ahí que se pueda afirmar que el arte sacro no es sólo arte de lo sagrado. Se puede hablar de arte sacro cuando la obra permite a la mirada transfigurar la realidad hasta alcanzar la esencia de su carácter sacramental, plenamente significativo en la dimensión del misterio. Las buenas películas, como todos habremos experimentado alguna vez, se adentran en el terreno de lo inefable, frente a tantas historias fabricadas, simplemente, para apabullar al espectador. En ellas, lo deslumbrante de la forma se convierte en fin en sí mismo, y el arte fracasa en el propio intento narcisista de crear un mundo autorreferencial donde no cabe la consideración de la Belleza como objeto de adoración extrínseco —a la vez que íntimo, pues nada hay más íntimo a uno mismo que el propio Dios, como bien experimentó san Agustín—. La vanidad creativa deviene mero solipsismo, una especie de artificio autosuficiente del que han quedado excluidos la admiración o el asombro —«…y vio Dios que era bueno», Génesis 1—, y sólo queda la burda vanagloria que no es sino vacuo auto-bombo. El cine banal no es capaz de dejar poso en el alma más allá del amargo regusto de una superficial soberbia que, por definición, nunca puede quedar satisfecha.9 ¿Buenas historias o simple recaudación? Como colofón de todo lo que he venido explicando, en este bloque final analizaré algunos ejemplos de películas que han sido presentadas por ciertos grupos integristas como “peligrosas” para la fe. Cabe señalar, sin embargo, que las carencias de estas cintas no son tanto teológicas o doctrinales cuanto estéticas. Es decir, se trata ante todo de malas películas, que muestran un paupérrimo modo de hacer cine, una carestía de ideas galopante, y una burda autocomplacencia que es la justa rúbrica de su propia inviabilidad artística, como acabamos de ver. A la vez, señalan en algunos espectadores una cierta incapacidad para la belleza o, al menos, una suerte de miopía que se plasma en esa denuncia desde posiciones críticas estrictamente “doctrinales”, y que dejan de lado toda consideración de fondo acerca de la agresión que tales subproductos cinematográficos suponen para una sensibilidad estética cultivada. La primera de ellas es La brújula dorada, basada en el primer volumen de la trilogía literaria La materia oscura, del inglés Philip Pullman.10 Se trata de un relato que debe mucho a 8
Ibídem, n. 1. A menudo se puede observar esta pose banal en los reportajes que acompañan a muchas películas en las ediciones en DVD. Tal actitud trae a la memoria aquello de que «non cogitare nisi de se» se traduce habitualmente en «non loqui nisi de se»: quien no piensa más que en sí mismo, difícilmente hablará de otra cosa que no sea él mismo, ocultando a duras penas la inmensa, desmesurada admiración que siente por su propio genio, como se lee en la dedicatoria que Valle-Inclán se hizo en Luces de bohemia. Y, como sucede cuando se coloca la confianza absoluta en el progreso y la técnica, un cine demasiado tributario de los efectos especiales suele manifestar en los realizadores una vanidad que los aleja de la sencillez de las grandes obras de arte. 10 Como literatura, La brújula dorada (es decir, Luces del Norte) es un relato que, sencillamente, no soportará el paso del tiempo. No es una herejía, ni una nueva encarnación del mal, y tampoco un peligro para la fe de 9
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las aventuras de Harry Potter —especialmente en su versión cinematográfica— y muy poco, en lo literario, a las obras de C.S. Lewis y Tolkien, a pesar de los reclamos y parentescos con que fue presentada por la mercadotecnia, y de las declaraciones del propio autor desmintiendo tales paralelismos. Un enorme revuelo precedió al estreno a causa del confeso anti-catolicismo de Pullman. Sin embargo, La brújula dorada presentaba suavizadas las aristas del mensaje de fondo de la trilogía, lo cual no hizo desistir a algunos grupos católicos y cristianos de atacar la cinta aun antes de verla, o siquiera de leer los libros. ¿Es posible encontrar un camino para el entendimiento entre tal maraña de descalificaciones mutuas? De un tiempo —no muy lejano— a esta parte, se ha puesto de moda entre ciertos sectores cristianos y católicos de todo el mundo, una especie de conductismo “acciónreacción” que, como católico, me sorprende y apena. Se trata de un movimiento esencialmente anglófono, de especial virulencia en los Estados Unidos, pero con mucha presencia también en Latinoamérica, y cuyos ecos llegan a España cada vez con mayor fuerza. ¿En qué se manifiesta esta corriente? A mi juicio, en los últimos años estamos viendo proliferar un tipo de creyente que percibe en numerosas manifestaciones que podríamos llamar en sentido amplio “artísticas”, una amenaza para su fe, para la Iglesia e incluso para la realización del reino de Dios, de una manera profunda y tristemente maniquea, que casi me atrevería a calificar de deformación del cristianismo en simple ideología. nadie. Se trata de un cuento maniqueo y simplón, con un fuerte tufillo a gnosticismo panteísta, en el que se observa que Philip Pullman no ha entendido demasiado bien la relación metafísica, amorosa, entre Dios y la Creación, la autonomía ontológica del cosmos, y mucho menos el pecado y la entraña misericordiosa de la Redención. Ni que decir tiene que su comprensión de la Iglesia es esperpéntica, tributaria más bien del resentido retrato decimonónico de la Inquisición que debemos a Llorente —historiador que había sido ministro de José Bonaparte—, que a la verdad teológica sobre la Esposa de Cristo. Estas novelas y sus equivalentes adaptaciones cinematográficas han sido concebidas como producto de consumo, elaboradas cuidadosamente a la medida de los receptores del mensaje. Los ingredientes son los de casi siempre en el mundo del folclore y las mitologías antiguas, especialmente las orientales, pero banalizados: un mundo paralelo, una heroína prácticamente indefensa ante los todopoderosos malos-malísimos, un poderoso talismán que proteger, una misión que adopta la forma de un viaje iniciático, la salvación del mundo frente a las ansias de poder de los esclavos de sí mismos. En la versión cinematográfica, más de lo mismo: una puesta en escena espectacular, los consabidos movimientos de cámara vertiginosos sobre decorados digitales, un reparto de lujo, violencia y sustos innecesarios anejos a los efectos de sonido; y poco más. Pura seducción y aturdimiento sensitivo. Lo justo para dejar boquiabiertos a unos espectadores cada vez más lerdos, cada vez menos exigentes, cuyo paladar estético está cada vez más estragado. Y así, la película, que es realmente entretenida, no oculta sus vergüenzas estéticas: es muy plana en cuanto a la definición de los personajes — especialmente en el caso de Lord Asriel, uno de los caracteres más prometedores en el arranque de la historia —, de sus motivaciones e intereses, e incluye unas cuantas incoherencias de guión realmente de bulto. También el ritmo de la narración fluctúa entre desiguales altibajos y caídas de tensión, dando la sensación — habitual en las películas de Harry Potter— de que hay tanto que contar, que “no da tiempo”, y se lleva al espectador con la lengua fuera de un sitio a otro. La propia protagonista, mucho antes que una posible “hereje”, es simplemente una histérica chillona, caprichosa y malcriada, egoísta a más no poder, que no duda en mentir con tal de conseguir sus propósitos; un ejemplo de maquiavelismo “del duro”, ingrato y tristemente actual. Con todo, créanme: hay que ir al cine muy precavido contra esta película para ver en los diálogos, la puesta en escena o el planteamiento, ese beligerante anti-catolicismo del que se nos quiere proteger. Insistiré una vez más, aun a riesgo de parecer pesado, o incluso de serlo: La brújula dorada es cine de palomitas, un producto comercial, no artístico, destinado a llenar los cines aprovechando el tirón mediático de la Navidad, y esa tonta necesidad de “entretener” —qué estúpido concepto— a los niños durante las vacaciones a la que tan permeables nos hemos vuelto los cristianos, y a saciar los afanes de lucro del estudio que produce la película, engordando los bolsillos del señor Pullman en concepto de derechos de autor, y las cuentas corrientes del equipo de producción. Nada más. No hay nada en el Magisterium que huela a amenaza o crítica contra la jerarquía de la Iglesia más que para quien ya se sentía amenazado. No hay peligro más allá de los ojos que ven sombras en todas partes, pues cada uno lleva consigo sus propios complejos, y arrastra penosamente las sombras de su propia tristeza. Eduardo Segura
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Dejando de lado el profundo error teológico que tal visión revela, creo que es momento de señalar que muchas de estas personas, que se han aposentado en las trincheras rechazando todo cuanto huela a ataque a la Iglesia o a su jerarquía, ven peligro en cada nuevo hito comercial que se nos sirve —bien calentito y aderezado por la propaganda, en forma de libro o película—, antes incluso de analizar si se trata de arte verdadero, o bien si, simplemente, nos encontramos ante el enésimo montaje comercial pensado exclusivamente como objeto de consumo y explotación económica. No hace mucho nos tocó vivir algo parecido con El código Da Vinci y su correspondiente versión cinematográfica, de la mano del pretencioso y estéticamente insoportable Ron Howard. Muchos hicieron sonar entonces las trompetas de alarma, como si un enemigo más fuerte que el mismo Enemigo hubiese puesto sitio al propio Dios. ¿Dónde quedan ahora aquellos miedos apocalípticos? El análisis de este fenómeno se ha convertido en algo no sólo conveniente, sino necesario. Tal necesidad deriva, en mi opinión, de la grave pusilanimidad que esta actitud de rechazo sistemático y poco informado denota en muchos de esos sectores de creyentes que ven amenazas en todas partes. La pusilanimidad, vicio contrario a la valentía y a la audacia —dos virtudes de honda raigambre cristiana— se caracteriza en nuestra época por un nuevo ingrediente: un cierto cinismo que fácilmente es consecuencia del aburguesamiento. ¿A qué me refiero? No, por supuesto, a la falta de tensión espiritual en quienes son presas de ese agrio integrismo, del celo amargo que suele denotar una latente falta de caridad. Antes al contrario, el pusilánime es con frecuencia persona comprometida, que hace muchas cosas, pero a quien se le podría decir aquello que nos cuenta el Evangelio que dijo Jesús a Marta: que se afanaba en multitud de tareas, dejando de lado lo único en verdad importante.11 Fijémonos por un momento en Dan Brown y su infumable panfletillo, El código Da Vinci. Ambas historias admiten paralelismos ideológicos, pero también semejanzas como fenómenos económicos y mediáticos: dos malos escritores hechos de oro a costa de la ignorancia. La obra de Brown, un engendro pseudo-literario carente de todo rigor —a pesar de su auto-cacareada labor de documentada investigación previa— y que, sobre todo, estaba muy mal escrito, tuvo en jaque y asustó a algunos, que ni siquiera habían leído el libro, y que creyeron que sus páginas tumbarían la fe de muchos. Débil fe la de alguien que sintiese desfallecer su vida en Dios a causa de tamaña majadería. 12
No. El problema no es dogmático o doctrinal, ni tan siquiera de índole estrictamente espiritual. La actitud hostil con que fueron recibidas estas películas deriva de un raquitismo estético que ha arraigado profundamente en algunos sectores del catolicismo actual, y del amplio desconocimiento de nuestra propia Tradición y de la historia de la Iglesia, carencia que se ha convertido en auténtica ignorancia entre los fieles desde hace décadas. No conocemos la Escritura y, más concretamente, apenas si hemos leído el Nuevo Testamento en su totalidad. Más de cuarenta años después de su clausura, son muy pocos los que han estudiado a fondo los documentos del Concilio Vaticano II, doctrina que apenas se explica desde los púlpitos. Ya casi nadie emplea el latín y pocos saben realmente qué es eso del Magisterio de la Iglesia. Con o sin Pullman, la película y los libros actuarán sobre una carencia cultural tan atroz y galopante, que pocos serán capaces de decodificar el mensaje; y esos pocos tendrán, precisamente por haber leído y estudiado, recursos más que suficientes para detectar los errores sin caer en ningún tipo de alarmismo. 11
¿No es verdad que la pusilanimidad nos alcanza cuando se enturbian los ojos de la fe? Y los ojos de la fe se oscurecen cuando dejamos de lado la oración. Si no vemos con la mirada de Dios, es lógico que cualquier pequeño insecto nos parezca un monstruoso leviatán. 12 Me pregunto qué habría dicho el gran Leonardo da Vinci de haber vivido para ver cómo algunos le utilizan, sin ninguna vergüenza, para amasar fortunas a costa de la verdad y, sobre todo, del sentido común. Eduardo Segura
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Los católicos damos a menudo la impresión de no saber de qué palo somos astilla, quiénes fueron los héroes que nos han precedido en la senda de la fe, de qué concreto matiz es la sangre que embellece la túnica del Cordero. Nadie en este país, en los últimos treinta años, ha sufrido martirio por causa de su fe. Acoso, quizá; denigración, seguro; mas no muerte. Pero es que si así fuera, ¿acaso no habíamos sido avisados? ¿No se llamó «bienaventurados» a quienes fueran perseguidos por causa de la verdad y la justicia? Entonces, ¿de qué nos asustamos? Pretender que los que viven como si Dios no existiese nos dejen en paz, o no nos señalen como signos de contradicción, son quimeras acomodaticias y entelequias a lo Peter Pan. Esta época concreta es la que nos ha tocado vivir en toda su plenitud, la que Dios quiere que llenemos con su mensaje de salvación, también en el ámbito concreto de la cultura, el arte y la belleza. El analfabetismo creciente que se ha aposentado a sus anchas en nuestra sociedad occidental, hijo del bienestar y del capitalismo neoliberal que —sin darnos cuenta— llevamos grabado a fuego en las entrañas, se ha colado también por las rendijas del alma. Es fácil proclamar la propia fe el domingo —sólo el domingo, y en la iglesia—, a la par que se vive como nadie, ajenos al amor de Dios, a los gozos y sufrimientos de otros, o atentos sólo a desgracias que casi siempre suceden lejos de nuestras poltronas. ¿A cuántos no nos tiembla ya el pulso mientras cenamos tranquilamente viendo por televisión escenas de muerte, odio y miseria en todo el mundo? Este cierto infantilismo en la fe, que lleva a considerar que ser cristiano equivale a poco más que tener buenos sentimientos, no hacer mal a nadie y dar limosna, se nota muy especialmente en la falta de paladar para la Belleza, para el Arte y para todo lo que tenga que ver con el cultivo del espíritu, lato sensu, una tarea que exige siempre sacrificio y esfuerzo.13 Hace ya mucho tiempo que los católicos cedimos la plaza de la cultura prácticamente sin lucha, como si se tratara de un territorio que no nos perteneciese. Desde bastante antes de las vanguardias artísticas del siglo XX, vivimos de las rentas, creyendo que la belleza que la práctica de la verdad cristiana alumbró en el pasado, se mantendrá por sí sola aun en medio de la tempestad, siendo como es en la actualidad un débil y vacilante pábilo.14 ¿No será que hemos suavizado tanto el mensaje del Señor, acomodándolo a “los tiempos”, que ahora apenas somos capaces de aceptar la radicalidad del seguimiento de Jesús que Él mismo nos pide, por ejemplo, en aquellas palabras literalmente evangélicas —es decir, que son “buena noticia”—: «El que quiera venir conmigo, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz de cada día y sígame» (Mt 16, 24)? Si en cada cristiano no hay una capacidad verdaderamente informada para el contraste intelectual, muchas películas de Hollywood y muchos de los best-sellers de turno serán demonizados una y otra vez por pura y simple gandulería intelectual, por pereza e ignorancia. Pero demonizar es propio de almas raquíticas. Lo grande, lo noble, lo católico en sentido etimológico, es abrir el corazón a todo y a todos. ¿No resulta chocante que 13
A este respecto, ¿no es elocuente la elevada media de edad de los que acuden a misa a diario? ¿Dónde están los jóvenes, que precisan especialmente de la Belleza para enamorarse de Dios y del mundo, en esos años clave de su evolución como personas? Hace décadas que la estética de lo católico se ha transformado en algo cutre, apocado y rancio, que repele más que atrae, desde la liturgia a los cantos y el arte sacro, pasando por una predicación a menudo acomodaticia, ramplona y aburrida, cuando no, sencillamente, trasnochada. 14 Es evidente que ha habido numerosas excepciones, como Gaudí, Chillida, Le Corbusier o Mainé. Pero, en líneas generales, se puede afirmar rotundamente que estamos muy lejos de los siglos de esplendor de una fe vivida que se transformaba naturalmente en Arte. La convicción de que el mundo se nos presenta henchido de belleza, brilla por su ausencia entre muchos círculos católicos que se limitan a un juicio exclusivamente éticomoralizante, a menudo mojigato, de las obras artísticas y de la vida cultural. Eduardo Segura
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tratemos a palos a quien consideramos el “enemigo”? No fue ése el mandamiento nuevo que recibimos de Jesús.15 Si es verdad que el señor Pullman pretende escribir una historia anti-católica —aunque creo más bien que este autor identifica erróneamente creencia con jerarquía, lo cual no deja de ser una enorme muestra de incultura e infantilismo de otro signo—, ¿no será acaso la hora de rezar por el señor Pullman? ¿No deberíamos superar este problema por elevación, enseñando a nuestros hijos, a nuestros alumnos, a saborear el arte verdadero, preparándonos mejor nosotros por medio de una auténtica catequesis de la belleza de amplio espectro, en vez de montar piquetes a la entrada de las salas de cine? Ver, leer, contemplar, para luego criticar con ánimo constructivo. Ya son demasiado persistentes estas luces de bengala que, periódicamente, señalan y anatematizan tal o cual peligro, en vez de utilizar los acontecimientos estéticos, sea cual sea su calidad, como aldabonazos para hacer examen de conciencia, o como faros potentes para construir una cultura renovada y atractiva que nazca de la Luz que es Dios. ¿Para cuándo una superproducción a partir de los relatos de Chesterton, de la Divina Comedia o de los cuentos de George MacDonald? ¿Cuándo veremos dinero de católicos —y no sólo el de Mel Gibson— produciendo buen cine, cine bello, arte hermoso, aunque no se trate de adaptaciones de vidas de santos o de relatos de la Escritura? ¿Para cuándo una cadena de televisión ajena a toda ñoñería, que en verdad ofrezca una programación audaz, normal y realmente competitiva, ahora que nos acercamos al definitivo apagón analógico y a un sinfín de oportunidades para llevar a mucha gente la verdad de una forma atractiva? Es hora de dejar de lamentarse, que es siempre estéril. Estamos asustados por una pandilla poderosa y bien organizada de ignorantes más o menos malintencionados, que hacen una y otra vez su agosto a costa de nuestra pasividad, del olvido de nuestra razón de ser, de nuestra historia y tradición. Y hemos perdido de vista que lo que a muchos de ellos les mueve es simplemente la recaudación, y no el valor de los relatos. A veces, ni tan siquiera la malicia, pues su propia ignorancia, que muestran una y otra vez en el tipo de cine que hacen, es la explicación de las raíces de su triste actuar, y de la pobreza antropológica de unos mensajes pretendidamente artísticos que son muestra, simplemente, de sus humanas miserias. Engaños estéticos y fuegos de artificio de fácil digestión Por tanto, quizá sea la hora de que los católicos adoptemos una postura intelectual más constructiva, y una visión espiritual más positiva de las cosas y los sucesos. En el mundo del arte, los engaños y la falta de calidad se revelan solos, como sucedía en el cuento de los hermanos Grimm al que ya me referí, acerca de aquel emperador desnudo a quien sólo un niño se atrevió a desenmascarar. ¿Quién se acuerda ahora de El código Da Vinci? ¿Ha dejado la Iglesia de ser lo que es por su causa? ¿Ha afectado de algún modo aquel cúmulo de chorradas al dogma? ¿Alguien pensó que Tom Hanks solito podría hacer lo que ni siquiera lograron algunos emperadores de Roma, Stalin o Hitler? ¿No se nos ha prometido la prevalencia de Cristo hasta el final de los siglos? ¿Por qué tenemos miedo? Creo que lo que causa miedo en ciertos sectores acomplejados del catolicismo actual, o de un cristianismo un tanto fundamentalista, es la vistosidad que muestran estos fuegos de artificio, que cuentan con enormes y poderosas plataformas de propaganda, promoción y control en todo el mundo. Hay, incluso, quienes se asustan de la omnipresencia de estos pseudo-productos en los medios de comunicación. Sin embargo, es 15
Cfr la encíclica de Benedicto XVI, Spe salvi, n. 29, en la que el Papa cita uno de los sermones de san Agustín sobre la necesidad de la humildad y la vigilancia en la caridad para no creerse mejor que nadie, sino servidor de todos. En esa actitud vive y crece la esperanza libre de temores. Eduardo Segura
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justamente eso lo que cabía esperar. Las multinacionales del mercado audiovisual aspiran al control del producto desde su génesis hasta su exhibición y venta, como ya expliqué. Así funciona el negocio; porque es sólo negocio. Años ha que la verdad desapareció del espectro de aspiraciones de muchos que se dicen artistas, vaciando de sentido la belleza que sus obras pudiesen reflejar y transmitir. En nuestra época, muy a menudo se llama arte a lo que vende, y son muchos los que, como Esaú, han rendido su primogenitura a cambio del relumbrón instantáneo de la fama, siempre fugaz, siempre veleidosa. 16 La permeabilidad al engaño es, quizá, mayor que nunca en nuestra época. La democratización cultural a la baja, la facilidad acomodaticia para conseguir el capricho de manera instantánea, para banalizar la vida, nos ha convertido en fácil presa de la ignorancia. Desde el punto de vista de la profundidad y autenticidad de sus preocupaciones, un ateo actual dista años luz de un ateo de los años veinte o treinta del siglo pasado. Hoy día las dudas no se suelen plantear tanto en términos del dogma, cuanto en el orden de la vida práctica, de esa frívola superficialidad infantiloide que exige a Dios actuar como una ONG, y al cristianismo no ser más que una empresa solidaria de reparto de excedentes alimentarios, ropa y juguetes. En nuestra época muchos que se dicen ateos son sólo —¡qué tremenda responsabilidad para nosotros, creyentes!— personas desencantadas al ver en qué hemos convertido los cristianos el sublime mandato del Señor. ¿No será que muchos de nosotros estamos también des-encantados? Sólo si recuperamos la capacidad de asombrarnos cada día ante el milagro del mundo, ante el Don que es Dios, estaremos en condiciones de rescatar la mirada sencilla y profunda del niño sabio, del que es capaz de descubrir, agradecido, la belleza oculta pero siempre presente en lo aparentemente cotidiano. A modo de conclusión: eternidad del Mito y esperanza Pienso que, como católicos, lo importante ante este tipo de fenómenos mediáticos es que tomemos conciencia de cuáles son nuestras carencias como espectadores, como lectores, como criaturas artísticas; es decir, como seres para la Belleza —lo cual no tiene nada que ver con ser “consumidores de arte”, que es lo que aspiran a engendrar las multinacionales del ocio—. Los mitos, las grandes historias, lo son porque su valor sapiencial es eterno. Engarzan nuestras vidas, en cuerpo y espíritu, con ese otro nombre de la eternidad que es la Verdad. Esa Verdad se refracta al ir de mente en mente, como un Blanco único que admite ser contado de muchas maneras. Los grandes mitos nunca mueren porque son verdad, y la verdad es —hace mucho que se nos anunció esto— eterna. La Verdad en Persona nos lo desveló al revelarse a Sí misma conformando, precisamente, la Historia de la Salvación: el Cuento por antonomasia, el Mito con mayúscula. Y, puesto que sólo las obras de arte que en verdad lo son están llamadas a perdurar, quizá sea ya la hora de dejar de “verlas venir”, aprovechando el tiempo para prepararnos estéticamente, para convertirnos de nuevo en degustadores de la excelencia artística. Es tarea que sólo depende de nosotros. Los dos últimos Papas nos lo han dicho en repetidas ocasiones: la Belleza de Dios ha de ser eje central de la predicación del mensaje divino a las gentes en este nuevo milenio. Citando a Dostoievski y san Agustín, dos hombres nada sospechosos de ñoñería o pusilanimidad, concluía Juan Pablo II su carta a los artistas con estas palabras: «Precisamente en este sentido se ha dicho, con profunda intuición, que “la belleza salvará al mundo”. La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es 16
El abandono de la metafísica nos ha dejado esa triste herencia, con la consiguiente pérdida de credibilidad entre el público, que ve en gran parte del arte contemporáneo simples rompecabezas absurdos y sin sentido, cuando no galimatías ridículos que son fruto de almas y mentes enfermas, o de simples caraduras. Sobre la importancia de la metafísica y la dimensión sapiencial de la filosofía, véase JUAN PABLO II, Carta Encíclica Fides et ratio, n. 81. Eduardo Segura
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una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esa arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como san Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable: “¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!”». 17 Ése es el norte, enraizado en la esperanza teologal, hacia el que cada uno debería orientar su propia brújula dorada de cristiano. Y alejar, mientras tanto, todo temor.
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JUAN PABLO II, Carta a los artistas, n. 16.
Eduardo Segura
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