Prieto, I. (ed.); Prophetia, Fundació Joan Miró, 2015, Barcelona
La irresponsabilidad de ser responsables Ingrid Guardiola La responsabilidad individual frente a la impunidad estatal La responsabilidad no es solo una cuestión de conciencia, de vivir con conciencia, sino también de responder a ella dentro del marco de las estructuras socioeconómicas y políticas que condicionan (y a veces determinan) los límites y formas de nuestras respuestas individuales y colectivas. Hoy en día la responsabilidad pasa por repensar y rehacer, conjuntamente, este marco. Se considera que alguien es responsable en la medida en que es sujeto de una deuda u obligación. En términos jurídico-penales, se es responsable de algo cuando la acción de un sujeto (o sus consecuencias) sobrepasan las leyes del marco jurídico vigente. Dicho de otra forma, la responsabilidad es una coacción sofisticada que ejecuta el Estado para salvaguardar la protección de los ciudadanos, pero, por encima de todo, para controlar el recto funcionamiento de este mismo Estado, vigía y cómplice silencioso de la economía financiera transnacional desde la atalaya europea. La bibliografía que existe sobre la crisis financiera y sobre la crisis de los Estados-nación (Estados modernos) en el contexto de la globalización económica desbordaría las estanterías de cualquier biblioteca nacional. Como respuesta a la crisis económica, los Estados han sido, por un lado, demasiado responsables con las entidades financieras, las grandes empresas y las élites económicas, y por el otro, han sido irresponsables con los ciudadanos, a los que han convertido en víctimas y responsables directos de su deuda y de la de las propias entidades bancarias a través de la aplicación de medidas de austeridad letales («recortes») dictadas por la troika (CE-BCE-FMI) para compensar la recapitalización de los bancos por parte del Estado. El descrédito del que gozan los gobiernos es directamente proporcional al crédito que los bancos ofrecían hace una década; la responsabilidad individual de la clase media y baja es directamente proporcional a la inmunidad que el Estado español concedió a los instigadores de la debacle económica y social en la que estamos sumergidos. La
impunidad total es para la casta de lo que Antonio Baños llama «econócratas y políticos»1, «el orden de los señores deudales»,2 lo que en la época de Agustín era el cesaropapismo. Nace así otra posible responsabilidad, la que nacería del cuerpo social, derivada de la negación del ciudadano a afrontar la deuda público-privada. La pregunta que se abre ya no es cómo usar la democracia para cambiar nuestros representantes (comparten el armario donde se camuflan en función del tiempo que haga en Bruselas), sino cómo instaurar un nuevo modelo de Estado que permita el desarrollo de verdaderas políticas públicas en pro del bien común. Precisamente, una de las preguntas que incluye la exposición Prophetïa es esta: ¿cuál es el papel que debería desempeñar el Estado? Marina Garcés, en Un mundo común, nos ilustra sobre el Estado, esa «comunidad de propietarios voluntariamente asociados»: «El Estado moderno, nacido de este contrato entre individuos autónomos, proyecta la vida del hombre hacia dos dimensiones fundamentales: la dimensión pública, en la que se alían la sumisión y el derecho como las dos caras de la ley, y la dimensión privada, en la que se preserva la libertad como atributo individual, ya sea la libertad del intercambio mercantil, ya sea la libertad de conciencia.» 3 La dimensión privada se ha desmadrado (neoliberalismo) en la medida en que la dimensión pública ha mudado hacia lo privado, dejando solo sus mecanismos de control, el poder coercitivo. En una de las clases del curso Romper la máquina, construir la democracia,4 Raúl Sánchez Cedillo propuso, casi a modo de provocación, un modelo de Estado (entendido como «poder coercitivo») mínimo, pero todo ello compensado con una maximización de los comunes.5 La responsabilidad social corporativa o la máscara del zorro El premio Nobel de economía Joseph E. Stiglitz indica que el neoliberalismo (basado en la desregulación, liberalización y privatización) propone un modelo de 1
Antonio Baños, Posteconomía. Hacia un capitalismo feudal, Barcelona, Los Libros del Lince, 2012, p. 116. 2
Ibídem, p. 124. Marina Garcés, Un mundo común, Barcelona, Edicions Bellaterra, 2013, p. 32. 4 Romper la máquina, construir la democracia, curso organizado por Nociones Comunes Barcelona y la Fundación de los Comunes entre el 4 de mayo y el 9 de julio de 2014 y coordinado por Rubén Martínez, a quien le agradezco la revisión de este texto. 5 Cabe destacar la labor que están haciendo Nociones Comunes Barcelona y la Fundación de los Comunes. 3
irracionalidad económica basado en la fe ciega en la autoregulación de los mercados y en la teoría del goteo (trickle-down economics), que indica, para simplificar, que la mejora de las condiciones de los ricos beneficiará a los más pobres. Nada más alejado de la realidad. Desde Inflation (1928) de Hans Richter hasta el documental Confesiones de un banquero (2013) de Marc Bauder, pasando por el aclamado documental The Corporation (2004) de Mark Achbar, sabemos que tanto las corporaciones como los especuladores son organizaciones impersonales sin escrúpulos que se presentan como un cuerpo amorfo al que es imposible responsabilizar de nada por su propia naturaleza etérea y diaspórica. El dinero, establecido no como un medio sino como un fin, también se vuelve etéreo, como indica Baños: «La cantidad de dinero etéreo, ficticio, creado financieramente, supera más de diez veces el número de bienes y servicios que se pueden comprar en este mundo.»6 Dinero, éxito, el grial del emprendedor que hace de la profesionalidad («ese inhibidor ético de una eficacia absoluta»,7 siguiendo con Baños) su armadura. Eso sí, se inventó la «responsabilidad social corporativa», pero los observatorios que velan por su cumplimiento solo procuran nuevas estrategias de crecimiento, y ahí hay un problema de fundamento: el crecimiento, como los recursos, es limitado, el aumento del consumo no es solución de nada. No hace falta haber leído sobre el principio de responsabilidad de Hans Jonas para entender que parte de la solución pasa por el decrecimiento (Serge Latouche); se trata de sentido común, del sentido de lo común. «Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra» u «obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida», 8 dice Jonas. Pero la economía no entiende de ecosistemas, la economía se ha emancipado de la vida dejando la casa (oikos) vacía. De hecho, las corporaciones se nutren de las violaciones constantes de los derechos humanos. A finales de junio salía la noticia de que Europa y Estados Unidos se oponían al proyecto de la ONU para obligar a las multinacionales a respetar los derechos humanos, una noticia que viene acompañada por el Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión, acuerdo que beneficia, en 6
Antonio Baños, Posteconomía. Hacia un capitalismo feudal, Barcelona, Los Libros del Lince, 2012, p. 117. 7 Ibídem, p. 162. 8 Hans Jonas, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Barcelona, Editorial Herder, 1995.
primer lugar, a las corporaciones transnacionales. Estas, cual ballenas, han lanzado, ocultado, todos los Jonás, como en la historia de la Biblia, en lo más hondo de su oscuro vientre. Municipalismos: el antídoto a lo tóxico La frase «piensa globalmente, actúa localmente», que ha derivado en el término glocal, ha sido muy usada por las corporaciones. Si pensamos globalmente no podemos encontrar otra salida que la parcela distópica, el accionariado de la derrota, con lo que hoy en día se trataría más bien de pensar localmente, actuar localmente y afectar globalmente a través de réplicas dialógicas (como los espejos —mirrors— informáticos) con el territorio y sus habitantes, lo que se viene llamando «las multitudes conectadas». En este sentido, las revueltas de las plazas y las calles acaecidas después de 2008 son un buen ejemplo de eso y el precedente de iniciativas populares de reapropiación de la vida pública que ejercen su politiká pragmateia (su repensar la vida en común de los hombres) como Guanyem (Barcelona), Lo Comú (Lleida) y Municipalia (Madrid), que además proponen un marco de acciones conjuntas, más allá de manifiestos o partidos centralizados. Contra lo tóxico (término del que abusan los gobiernos para no dar a entender) hace falta un antídoto y ese antídoto tiene que ser capaz de adentrarse en las raíces del fallo sistémico; la única forma de hacerlo es desde lo inmediato (no mediado, no representado —«no nos representan»—), desde la acción planificada en función de las necesidades presentes, desde la puesta en marcha de procesos constituyentes de base, municipalistas. Si hay un ismo en el siglo XXI que nos impida ser apresados en el feudalismo neoliberal, este es el municipalismo global, que involuntariamente tiene algo del regionalismo crítico de Kenneth Frampton de los ochenta, aunque a él, como a la mayoría, le faltaba salir del discurso a la calle. Este «sí» es un «no» radical, es el poder del rechazo a lo insuficiente o deficitario.9 Es el «no» que rehúye el paternalismo, la autoayuda, la caridad y la miseria, es «el no certero, inquebrantable, riguroso que nos une y nos vuelve solidarios».10 Como indica Virilio: «Lo propio del hombre es resistir. Malraux decía: “Se es un hombre cuando se sabe decir no”.»11 9
Marina Garcés, Un mundo común, Barcelona, Edicions Bellaterra, 2013, p. 51. Maurice Blanchot, Écrits politiques 1958-1993, París, Lignes & Manifestes, 2003, p. 11, citado en Marina Garcés, Un mundo común, Edicions Bellaterra, 2013, p. 52. 11 Paul Virilio, El cibermundo, la política de lo peor, Madrid, Cátedra, 1997, p. 27. 10
El lugar del arte y de la cultura Cuanto más entretenidos y peor informados estemos (siguiendo la estela de Neil Postman),12 menos sensibles seremos a la contradicción, a la incoherencia y a la injusticia. La cultura es el escenario donde hay que dar a ver estas contradicciones, y ese dar a ver es siempre un ejemplo de resistencia. Aunque el arte siempre llega después de la vida, como la punta de un iceberg muestra lo que el ecosistema (informativo e informático) esconde, concreta lo que el cuerpo social ya ha manifestado previamente en su interacción e implicación colectiva. Marina Garcés, en su análisis sobre el papel del arte y la cultura en nuestra sociedad, habla de una honestidad que ejerce una violencia, una «afección y una fuerza que atraviesa cuerpo y consciencia para inscribirlos, bajo una posición, en la realidad». 13 Ese compromiso e intervención del artista sobre lo real que reclama la filósofa generaría lo que podríamos llamar espacios de consiliencia refractiva, esto es, la producción de lugares de conocimiento unificado (filtrado y reunido por el artista o el colectivo de artistas) que conserven sus saberes concretos y permitan al espectador subrayar y rastrear el tipo de vínculo de la obra con lo real (de ahí lo de «refractivo»). Estos lugares han de permitirnos descubrir nuevas relaciones de ideas, hacer aflorar los falsos debates e incluso dar a ver la violación de los derechos humanos para transformar este conocimiento en un posicionamiento en el mundo a través de la obra e incluso a pesar de ella. El obrar, la acción, eso ya nos concierne a todos. El hombre solo, sin atributos, que ve el fin del mundo parpadear detrás de la pantalla opaca del televisor, ese pide protección. Nuestra responsabilidad es hacernos ver los unos a los otros que compartimos nociones, necesidades y un proyecto social común y diverso a la vez, y que la máxima inseguridad es poner nuestras vidas en manos de la seguridad estatal, hipotecada por la privatización de casi todo. Una libertad premium conseguida a base de pagar por tu reclusión privada es tan poco esperanzadora como ponerse en manos de un médium o de un mesías. Lo primero es lo fácil y 12
Neil Postman, Divertim-nos fins a morir. El discurs públic a l’era del show-business, Barcelona, Llibres de l’Índex, 1990. 13 Marina Garcés, Un mundo común, Edicions Bellaterra, 2013, p. 69.
cortoplacista, lo segundo es la última salida, la última llamada (last call); entre lo individualista extremo y lo catastrófico mántico estaría todo lo que se puede hacer desde las nuevas colectividades, desde estas comunidades confesas14 de una culpa injustamente transferida ante la cual la única responsabilidad que se puede tomar es la de la irresponsabilidad que negaría la respuesta del consenso en pro del disenso, de la disidencia, de la ruptura, una ruptura que a su vez refracta todas las luchas locales, vecinales, de proximidad, de las que se nutre nuestra historia.
14
Frente a la «comunidad inconfesable» de Maurice Blanchot (La Communauté inavouable, París, Éditions de Minuit, 1991).