EL IDIOTA EN LA LITERATURA DEL SIGLO XX Ingrid Guardiola “Wo Liebe nicht ist, sprich das Wort nicht aus” (“Donde no hay amor no pronuncies la palabra”) Johannes Bobrowski, La palabra hombre1
La literatura y su chambre: La literatura del s.XX escribe en la habitación (Proust, À la recherche du temps perdu), sobre la habitación (Blanchot, L’attente, l’oubli) y desde la habitación (Beckett, L’innomable), desde la habitación del lenguaje. La habitación es el espacio por excelencia de “el idiota”, etimológicamente denominado como “el que se ocupa de sus propios intereses privados, el que se ocupa de lo propio”. ¿Y qué lugar más propio para el hombre encerrado en sí mismo que el de su habitación? El idiota, como nos dice María Zambrano2, es “el que se ha quedado sin apenas palabras”, el ausente de si mismo por exceso de singularidad, de simplicidad, de unicidad. Hablamos de una literatura que se escribe desde la habitación como lugar focal de un ausente, lugar proyectivo de una ausencia. ¿Cómo hablar desde la ausencia? ¿Cómo hablarse –los personajes- desde su ausencia? Si el idiota no habla, y si en muchos casos el único que habla es el idiota (pues la literatura del s.XX descubre y potencia el monólogo interior), ¿cómo proseguir? Seguiremos diciendo que en la literatura (homólogo de la vida, historia de un relato y relato de la historia, cogiendo la expresión de Ricoeur) nos encontramos en primer lugar con los idiotas puros, los que callan, los “supremos ignorantes” (en palabras de Zambrano), y en segundo lugar los que gesticulan y luchan para su acallamiento, para su propia disolución (en el mismo espacio del lenguaje que los ha gestado). En primer lugar: Los idiotas puros son aquellos que identificamos con la definición que María Zambrano da sobre “el idiota” en “Un capítulo de la palabra: El idiota” (en España, sueño y verdad). Es aquel que “no espera nada” sin saber que nada espera (el ignorante absoluto), el que “se encuentra en el extraño espacio límite de la condición humana”, lanzado en ese espacio donde “poesía y filosofía se irían a encontrar”, es aquel que 1
Citado en Gadamer, H-G., Poema y diálogo, ensayos sobre los poetas alemanes más significativos del s.XX, Gedisa, Barcelona ,1993, p.114 2 Zambrano, M., “Un capítulo de la palabra: El idiota”, en España, sueño y verdad, Siruela, Madrid, 1994
“nunca gesticula”, que “no se expresa”, que “anda errante”, que “no va a ninguna parte” y está “en todos los rincones”, en “todas las partes de la misma manera, sin intención”, es aquel que es un caso de “extrema individualidad”, el que “no percibe sino que sabe” un saber a punto de revelarse, abandonado de todos, a veces le nace una palabra (“en él las palabras nacen”), es “el que va naciendo”. ¿Es el tonto de cada pueblo? ¿Es Siddharta –convertido después en Buda- en su itinerario de aprendizaje, escapándose del palacio para conocer la realidad de lo real, alumbrándose de realidad, renunciando a lo iluso real que lo ha cegado?¿Es Mishkin, príncipe epiléptico creado por Dostoievski, taciturno y clarividente, inocente por naturaleza, que veía en los niños la posibilidad de guarecerse del alma, que comprendía por amor y al que nadie comprendió mas que humilló?¿Es el ciego y sordo Benji de El ruido y la furia de Faulkner que él mismo definió como “shapeless, neuter, like something eyeless and voiceless, existing merely because its ability to suffer”, el autista y enamorado Benji? ¿Es el lastimado y agredido por sus familiares, el inocente e impotente Gregorio, marginado y víctima de su entorno por haberse convertido en un insecto de un día a otro, insecto encerrado y muerto en su habitación de La metamorfosis de Kafka?¿Es el Stalker (“guía”) recreado por Tarkovski guiando aquellos que aún tienen fe hacia un espacio prometido y protegido, hacia la Zona (creada por su inocente fe)? ¿Es la payesa convertida en doncella por su amor a Cristo, Santa Juana de Arco, en su misión por defender el delfín de Francia y recuperar el reino de Orleans, guiada por las voces de San Miguel, Santa Margarita y Santa Catalina, doncella sacrificada y quemada en la hoguera -puesta en escena por Peguy, Schiller, Bernard Shaw, Dreyer y Bresson-? ¿Es esta hoguera un símbolo de “la tierra baldía” (remitiéndonos a la obra de T.S. Eliott 3) en que iba a convertirse el lenguaje en el siglo XX por falta de Dios, pero, sobretodo, por falta de amor, amor a la palabra? El idiota es todos y cada uno de ellos. Filósofos y poetas, pues sus palabras “nacen” y “los hacen”, en ellas se comprenden (cum-prendere, “tomar consigo”), en ellas se convoca su amor, la inocencia de un mundo que aún no saben perdido (paraíso último), “su” mundo que, por pertenecerlos, los ha desheredado del mundo real (que ha dejado de pertenecerlos). Por ser portadores de una gran verdad han sido enmudecidos, es la luz que brilla en las tinieblas y son las tinieblas que, por no comprender la luz, la rechazan del Evangelio de Juan, es la naturaleza “vocacional” de la palabra de los 3
T. S. Eliott, otro suicida anhelante, escribió el libro de poesía La tierra baldía en 1922. Fragmento: “Hijo de hombre,/ Tú no puedes decirlo, ni imaginarlo, pues sólo conoces/ Un cúmulo de imágenes donde reverbera el sol./ El árbol seco no cobija, el grillo canta monocorde,/ La estéril piedra no mana agua. / Sólo Hay sombra bajo esta roca roja”.
evangelios o quizás es ésta una metáfora bien hallada para comprender este fenómeno en la literatura del s.XX, si es así también nos va bien. Sin relación causal, sino directamente proporcional, traen la verdad a cuestas y son ensimismados en su propia verdad. ¿Y dónde, sino en el silencio, empieza y termina la expresión ensimismada? La soledad es su patria, pero en su “errancia”, en su “extrema individualidad”, en su “ir naciendo”, van sembrando como ángeles caídos sin conciencia de su condición de seres-caídos, solipsistas por falta de comprensión, por faltar ese otro que tiene que abrirles las puertas de su habitación silenciada, ese otro que tiene que sacarlos de sus sprachgitter4. Decía Gadamer en Poema y diálogo que “la cuestión no es saber si los poetas enmudecen, sino si tenemos aún un oído lo suficientemente fino para oír”. Decía también que los poetas del siglo XX han bajado la voz, que sus palabras se han convertido en susurros. La razón no entiende de susurros, tampoco la vista (que funciona a través de la evidencia o no evidencia de la forma –a menos que trabaje con el símbolo-), es el oído quien comprende. Es el oído, órgano del corazón, el que habla pues, como en el don, no se recibe sino es para dar, y eso Zambrano lo sabe muy bien: Recogida en mí misma, todo mi ser se hizo un caracol marino; un oído; tan sólo oía. Y quizás creía estar hablando, cuando las palabras sonaban tan sólo para mí, ni fuera ni dentro; cuando no eran ya dichas, ni escuchadas, tal como yo había soñado deberían de ser las palabras de la verdad. Me fui volviendo oído y al volverme para mirar, nadie me escuchaba. Sin recinto sonoro me adentré en el silencio, soy su prisionera, y aunque hubiese aprendido a escribir no podría hacerlo; criatura del sonido y de la voz de la palabra que llega en un instante y se va a visitar quizás otros nidos de silencio 5. También el personaje de El innombrable de Beckett, ese “Él” se va volviendo todo oído, una oreja gigante a través de la cual poder escuchar Mahood (¿traducción homófona de “My God”?), para poder escuchar “la voz”. Esos “idiotas” que se transforman, lo que hacen es convertirse en caja de resonancia para que la palabra sea acogida, devienen habitación pura, lugar entrañado donde son enterrados (como la Antígona de Zambrano, heredera de la de Sófocles) o hundidos (como la Diótima de 4
Sprachgitter significa “rejas del lenguaje” y es el título de un libro de poemas de Paul Celan escrito en el año 1959. Paul Celan es otro de “nuestros queridos idiotas” de la poesía del s.XX, suicidado en 1970 sufrió su condición de judío errante con la muerte de sus padres en un campo de concentración y a través de sus poemas cada vez de más difícil comprensión, más ensimismados: “La mantis, otra vez/ en la nuca de la palabra,/ en la que te habías escurrido-,/ valor adentro/ camina el sentido,/ sentido adentro/ el valor” (de Compulsión de Luz, 1970). 5 Zambrano, M., “Diótima de Mantinea”, Hacia un saber sobre el alma, Alianza, 2002, Madrid
Zambrano heredera de la de Platón) o donde están desde el principio de la historia (como El innombrable o el “héroe del subsuelo” de Dostoievski), lugares donde se ocultan, donde “la oscura noche del alma” deviene “lo propio” de sí-mismos. Y es que como dice Zambrano: La ocultación es tiempo nocturno del que todos los seres vivientes de acá necesitan para seguir viviendo (...) Tiempo de germinación en la oscuridad debido, más que a nadie, a quienes actualizan de algún modo la promesa de la resurrección6. Pero estos “idiotas” en tránsito ya pertenecen al segundo tipo de idiotas que hemos mencionado al principio. En segundo lugar: Decíamos que el segundo tipo de “idiotas” son los que gesticulan y luchan para su acallamiento, para su propia disolución (en el mismo espacio del lenguaje que los ha gestado). Son seres encerrados en su propia soledad, la soledad de su propia palabra, seres que, por no poder hacer nada, hablan. Son idiotas que han perdido la inocencia, pero que, presintiéndola, intentan hallar, a través de su discurso (su hablar, su vocar), un momento de regreso al paraíso que saben perdido. Son seres desalmados que van a la búsqueda de su propia alma a través de lo único que tienen: El don de la palabra, don que es, a la vez, condena. Lo encontramos en el “héroe del subsuelo” de Apuntes del subsuelo de Dostoievski: “soy un hombre enfermo...soy un hombre despechado. Soy un hombre antipático. (…) En realidad nunca he podido ser malévolo del todo (...) No sólo no puedo volverme malévolo sino que no puedo volverme otra cosa (...) ni héroe ni insecto. Ahora sobrevivo en mi rincón, exasperándome (...) ¿De qué puede hablar un hombre honrado con la mayor satisfacción? Respuesta: de sí mimo. Pues bien, hablaré de mí mismo”. (…) Estoy convencido de que a individuos como yo, que viven en el subsuelo, hay que tenerlos muy a raya. Aunque pueden pasar 40 años en un sótano oscuro sin decir esta boca es mía, tan pronto como salen a la luz se sueltan la lengua y no paran de hablar, hablar y hablar… Los “idiotas” que miran desde abajo (o desde arriba, la posición no cambia el tono, el timbre y la intensidad de la visión, en estos casos) contemplan el mundo que los ha abandonado y, como nada ven, sino que sienten su “original” (por originaria) existencia, se ciñen a sí mismos como único posible campo de acción. Éstos son los que pueden hablar, los que osan hablar desde su solitaria individualidad: Otra cosa que me atormentaba mucho en esa época era que no me parecía a nadie ni nadie se parecía a 6
Xambrano, M., prólogo de “La tumba de Antígona” a Senderos, Anthropos, 1986, Barcelona
mí. “Yo soy uno y ellos son todos 7”. Y si osan es porque nada les importa, porque no son nada. Hablan para crearse la ilusión de existir, ilusión que no los proyecta en el devenir, sino que es sólo impresión y conciencia de apariencia. A pesar de que el lenguaje nombra apariencias y está más vacío que lo que nombra, genera esperanza, la esperanza desesperante del que puede y debe continuar, del que tiene tiempo por tener espacio: El espacio del lenguaje (la nueva torre de Babel). Lo vemos en Rashkolnikov 8: A qué le teme más la gente? Al primer caso, a la primera palabra, es a lo que más le teme...Pero me parece que estoy hablando demasiado. No hago en absoluto otra cosa que hablar. Aunque también puede decirse que si hablo es porque no hago nada. Pero es que en este último mes me acostumbré a hablar, tendido las 24 horas del día en mi rincón, y cavilando...en las musarañas. Bueno, però todo esto, ¿a dónde voy? ¿Es que soy yo capaz de eso? ¿Acaso es esto serio? No, en absoluto, no lo es (...) Más vale suponer que soy fatuo, envidioso, malo, ruin, vengativo, sí, y además algo propenso también a la locura”. Y lo vemos en el Innombrable (Beckett): “El hecho parece ser, si en la situación en que me encuentro se puede hablar de hechos, no sólo que voy a tener que hablar de lo que no puedo hablar, sino también, lo que aún es más interesante, que yo, lo que aún es más interesante, que yo, ya no sé, lo que no importa. Sin embargo, estoy obligado a hablar. No me callaré nunca. Nunca. No estaré sólo, en los primeros tiempos. Seguro que lo estoy. Solo. Eso se dice pronto. Hay que decir pronto. ¿Y qué sabe uno en semejante oscuridad9?” Pero, ¿qué modo de existencia puede darse desde una palabra insonora, carente de significado, rebentada por la locura en la que cae aquel que no puede hacer de su intimidad un camino de apertura hacia el/los Otro/s sino un proceso de autofagia? Nos enfrentamos con solipsismos neuróticos como el de Artaud, el “pesa nervios” (ver Le pèse-nerfs), cuando la palabra que alumbra el entendimiento los ha abandonado y con ella su luz, y en su lugar aparece el grito, la contorsión del gesto verbalizado que se ha encarnado en una palabra medio enferma. Dice Artaud: "Pas d'oeuvres, pas de langue, pas de parole, pas d'esprit, rien. Rien, sinon un beau Pèse-Nerfs ». El « idiota impotente» es consciente de que el lenguaje no es conectivo, que no acerca las personas, ni los dioses, ni las almas, ni unos con otros, que no es creador de mundos cuando él mismo es amenazado por esa nada que nos invade cuando somos abandonados por la palabra y el ansia empieza a obrar en su lugar, y el delirio empieza a crecer. Entonces 7
El “héroe del subsuelo” en Dostoievski, F., Apuntes del subsuelo, Alianza Rashkolnikov es el protagonista de Crimen y castigo (F. Dostoievski). 9 Beckett, S., El innombrable, Editorial Lumen, 1969 (2a edición), Madrid, p.50 8
no es que “sólo sepamos que no sabemos nada”, sino que “nada podemos ni se puede comprender ya”, empezando por uno mismo. Cuando “uno mismo” son muchos “mismos” –a todo proceso de disolución del yo le antecede un proceso de desdoblamiento y multiplicación- la pregunta por el “si-mismo” carece de significado. Leemos pues: Allons, je serai compris dans dix ans par les gens qui feront aujourd'hui ce que vous faites. Alors on connaîtra mes geysers, on verra mes glaces, on aura appris à dénaturer mes poisons, on décèlera mes jeux d'âmes (...) Alors on comprendra pourquoi mon esprit n'est pas là, alors on verra toutes les langues tarir, tous les esprits se dessécher, toutes les langues se racornir, les figures humaines s'aplatiront, se dégonfleront, comme aspirées par des ventouses desséchantes, et cette lubrifiante membrane continuera à flotter dans l'air, cette membrane à deux épaisseurs, à multiples degrés, à un infini de lézardes, cette mélancolique et vitreuse membrane, mais si sensible, si pertinente elle aussi, si capable de se multiplier, de se dédoubler, de se retourner avec son miroitement de lézardes, de sens, de stupéfiants, d'irrigations pénétrantes et vireuses, alors tout ceci sera trouvé bien, et je n'aurai plus besoin de parler10. El « idiota » no puede salir de su habitación, de su lenguaje clausurado y clausurante, no puede parar, pero si no para es para llegar a ese punto en que « je n’aurai plus besoin de parler » (« no tendré más la necesidad de hablar”), es decir, para llegar al silencio restaurador. Pero para callarse la palabra tiene que recuperar la salud y el “idiota” su centro, su cuerpo, y eso sólo es posible después de la disolución. No es que el “idiota” esté enfermo, sino que lo que está enfermo es “la palabra”, el valor que se da a la “palabra” en el mismo momento y época en que se escribe, en pleno siglo XX. ¿Cómo puede el escritor escribir, escribiéndose -porque hacemos lo que decimos y somos lo que hacemos-, desde un lenguaje al que se da un puro valor de uso, de cambio, y cuando no un puro valor numérico -la nueva sintaxis y la lógica formal han experimentado bastante al respecto-? Esa es la enfermedad que asalta a los personajes de Beckett. Si hay algún personaje que encarne la figura del idiota en cuerpo y alma son los personajes de Beckett, todos y cada uno de ellos. Tenemos Molloy (Molloy) que empieza encerrado en su habitación: “No querer decir, no saber lo que se quiere decir, no poder decir lo que creemos y decirlo siempre”; tenemos a Malone (Malone muere) enclaustrado en su habitación, en su silla de ruedas, esperando morir: “En mi vida, si es 10
Artaud, A., Le pèse-nerfs
que tengo que nombrarla así, hubieron tres cosas: la imposibilidad de hablar, la imposibilidad de callar y la soledad física, que es con lo que empecé a tirar adelante”; y el Él de El innombrable: “Soy palabras, estoy hecho de palabras, de palabras de los otros, soy todas estas palabras, todas estas palabras extrañas, este polvo de verbo, sin tierra donde depositarme”. Idiotas, sin voluntad, sin palabras propias, sin biografías ni edad (como Vladimir y Estragón de Esperando Godot), esperando, sin identidad, sumergidos en una situación que los determina (el mismo espacio del lenguaje donde están encerrados en su casi desaparición), gotas de silencio en medio del silencio, anclados sin escapatoria (como Winnie de Los Días Felices, ceñida y atrapada en un pequeño montículo), amputados y discapacitados físicamente (Hamn de Fin de partida va en silla de ruedas, Nagg y Nell están en dos cubos de basura, Lucky en Esperando Godot está ligado a una cuerda), condenados a una permanente miseria afectiva son personajes reducidos al mínimo posible, construidos a través de la sustracción. Empieza Esperando Godot: “Estragó: Res a fer/ Vladimir: M’hi he resistit molt de temps dientme: Vladimir, sigues raonable, encara no ho has probat tot. I reprenia la lluita. Així, has tornat?/ Estragó: Vols dir?11”. Estragón no sabe si ha regresado a la escena, no sabe si está o no está porque no sabe nada, y menos de identidades y conciencia de uno mismo, nada de nada. Y por navegar en este espacio desolado, en esa “nadería” persistente, cualquier acción resulta obsoleta e inútil, hasta la idea del suicidio que se proponen mutuamente carece de pulsión, de vida, por estar pronunciada con palabras muertas por bocas adormecidas. Diferente es el idiotismo de Domenico en Nostalgia de Andrei Tarkovski, en él al abandono se suma la desesperación y el loco beethoviano termina prendiéndose fuego encima de una estatua ecuestre en medio de la plaza, fuego con el que nunca pensarán los personajes de Beckett que funcionan como una síntesis pura del “no poder”, una representación visible y encarnada del “ser abandonado”. La muerte propia es también el destino (mental y real en algunos casos) de Txen de La condition humaine de Malraux, de François Besson de Le déluge de Le Clézio, de Quentin de El ruido y la furia, o de Molloy (Beckett) o cuando no la muerte es del otro (ver el asesinato de Rashkolnikov en Crimen y Castigo de Dostoievski o el asesinato de Mersault en L’étranger de Camus). La muerte como otro accidente más en esa rueda casual y sin sentido que es la vida, la muerte que pone fin a la/s H/historia/s. 11
edición de Tot esperant Godot de Beckett en las Obres Completes de Teatro editadas por L’Institut del Teatre/ Diputació de Barcelona.
Dice María Zambrano en el artículo mencionado que “parecen agotados ya los descensos de la poesía a los infiernos del alma humana” y también que “el viaje poético era de ida y vuelta, y de él se traía ‘la palabra’”. En el siglo XX aún encontramos voces, poetas que descienden a “los infiernos del alma humana”, los “hombres subterráneos12” de los que tan sabiamente nos habla María Zambrano: Lautréamont, Baudelaire y Rimbaud, filósofos como Kierkegaard y Nietzsche, novelistas como Dostoievski, decadentes de un fin de siglo; pero añadimos en pleno siglo XX a T.S. Eliott, Salvador Espriu, Paul Celan, Antonin Artaud, Ingeborg Bachmann, Andrei Tarkovski, Alejandra Pizarnik, el grupo de los surrealistas (Char, Aragon, Breton, Éluard...) etc. El problema es que su viaje sólo fue de ida o que el camino de vuelta era una sala de fiestas donde las trincheras y las bombas brindaban con los diccionarios y la propaganda, donde el lenguaje (representante de todo eso) circulaba desangrándose en los laboratorios de ciencia y lógica gramatical, donde el valor de la palabra se había quemado con tantos miles de personas en un segundo, donde el alma había salido hacia la superficie para exhalar su último suspiro, donde ya no era el hombre que era “idiota” sino la palabra misma, engullida por sí misma, larvaria, autofágica; la palabra como niño minado de miedo, mudo, tembloroso y expectante por haber sido abandonado en un gran desfile secular. Idiotas hoy en día: Y en este camino seguimos, intentando hallar ese giro confesional al que María Zambrano nos remitió: La confesión conquista este lugar para las realidades íntimas no reducibles a objetos (...) De haberse logrado la confesión que presentían, el nudo terrible se hubiese desatado, la salida del infierno hubiese suavemente cedido. El espacio interior hubiera aparecido con sus lugares secretos y adecuados a todo lo que revuelto y asfixiado agonizaba13. Y lo seguimos en vano pues en nuestros tiempos la confesión colinda con la ley de la justicia civil y no con la justa ley de la transparencia y 12
Seres de una soledad inmensa que no encuentra una apertura íntima por donde fluir, “ llegan a ser suicidas por su anhelo a existir (...) Larvas, conatos, seres muertos en su crecimiento, como incapaces de soportar una de las transformaciones que la vida exige para llegar a su fin (...) Ellos sueñan con hijos, con hermanos y vienen a creerse muertos entre los muertos; de ahí su excepcional facultad de aniquilarse (...)Que no tengan espacio significa simplemente no la falta de lugar a la manera física, sino la falta de lugar adecuado; criaturas demasiado llenas de realidad y de realidades de un mundo que les ha inculcado una creencia que no les permite acogerlas. Son las víctimas, presas de alucinación y del delirio constante, acosadas de remordimientos por delitos que no han cometido ni podrían cometer; poseídas por el vértigo de su infinitud, embriagadas de la posibilidad”, Zambrano, M., La confesión: un género literario, Siruela, 1995, Madrid, p.99-102 13 Zambrano, M., La confesión: un género literario, Siruela, 1995, Madrid, p. 102
la sinceridad. No se busca el perdón, se busca ser excusado. Las entrañas se presentan como tales cuando a partir de ellas se puede hacer un bueno negocio, la intimidad es de compra-venta y la soledad la disfraza la compañía innumera de los objetos (e imágenesobjeto) que nos rodean en el día a día. Si la literatura del siglo XX (decíamos al principio) escribe en la habitación, sobre la habitación y desde la habitación del lenguaje, ahora, entrados en el siglo XXI, podemos decir que la literatura no es sino la palabra actual (por ser portavoz de actualidad) que se ve en la habitación de la pantalla (ya sea el ordenador, el televisor o la pantalla del móvil) ante la cual somos convocados diariamente para confirmar la centralidad de nuestro propio ausentarnos, la muda “idiotez” ante la cual hemos asentido. Como el “idiota” de María Zambrano que va diciendo “el sol, el sol, el sol”, nuestros convocadores mediadores de la palabra (los medios de comunicación) también señalan con ese dedo índice deformado y deformador que es la pantalla: “La realidad, lo real, la realidad, lo actual”. Si bien el idiota habla para callar, la palabra idiotizada de los medios (alejada de su referente por el discurso especular de lo espectacular en el que se encuentra) con el tiempo se multiplica a sí misma hasta el infinito. El día en que esa palabra ya lo haya apuntalado todo hasta el límite de que nada pueda ya moverse del lugar condenatorio y desalmado en que habrá caído, ése día afortunado todo el edificio se vendrá abajo y el primer idiota, el idiota puro, sobreviviendo por su inconsciente inocencia al debacle, como un Adán primordial, saldrá de las ruinas, mirará arriba y dirá “el sol”, y por primera vez el sol brillará ante unos ojos radiantes en un nuevo mar de vida. La pavorosa faz de la actualidad ¿no nos presenta, sin duda, esa figura de un mundo sin sujeto, donde ha desaparecido el sujeto, donde el yo anda errante como rey sin súbditos ni territorio, donde no existe por parte alguna el alguien responsable, el alguien con identidad y figura propia? Mundo anterior al ser, en que lo psíquico tiene existencia demoníaca de la multiplicidad inapresable y diluida; mundo de donde han huido las formas, quedando sólo el fantasma inasible y rencoroso; el fantasma y el vacío. ¿No estará necesitado de una verdadera e implacable confesión? Maria Zambrano 14
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Zambrano, M., La confesión: un género literario, Siruela, 1995, Madrid, p. 108