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Prólogo publicado en “Modos de (no) entrar en casa” (edición 2015) de Alicia Kopf ENTRADA Ingrid Guardiola Cuarto generacional Formo parte de una generación que no tiene casas en propiedad, vamos de puerta en puerta, como el niño que salta de piedra en piedra de un río que va a dar al ancho mar de la inseguridad. Por eso no me gusta engalanar las casas que voy habitando, como si fuera un soldado apunto de ser llamado a filas para una guerra que vendrá. Las casas de alquiler temporal son tristes, como la casa triste de Alicia Kopf, no tienen nada, o algunos muebles baratos del catálogo de IKEA para interiores clonados, muebles simplificados, disimulados. “Els vidres, quan són bruts, no hi entra llum”, dice Alicia Kopf. En las casas de alquiler en la era del capitalismo neoliberal, los cristales van cogiendo capas de musgo de sus tristes y esporádicos habitantes. De las casas de alquiler, sobre todo cuando eres estudiantes, recuerdas dos cosas: sus habitantes y los problemas que vendrán, heridas de goteras, plagas o grietas y aquel primero de mes donde la cuenta bancaria parece un funeral. Los bloques de pisos son micro-sociedades que, como el mundo, van cambiando. “El veí neix, creix, es reprodueix i mor”, dice Alicia Kopf, aunque el vecino muta, circula, tanto como las economías globales. Un vistazo al bloque de pisos donde vivo basta para hacerse una idea de la economía actual: estudiantes, unos gallegos diógenes ancianos que hace años tuvieron que emigrar para venir a encontrar trabajo, un piso doble de alquiler para turistas de fin de semana, una pareja de diseñadores con estudio en el Raval, un grupo de alemanes new-new age, los paquistaneses que trabajan en los locales del lado, una pareja de sud-americanos en un trastero de 3x4, y en los bajos rehabilitados unos argentinos adinerados. A la vez, en las casas de las metrópolis se cumple lo que decía Blanchot: que las casas no están hechas para que uno permanezca en ellas, sino para que puedan existir las calles, el movimiento de la ciudad. Las revistas de diseño, moda y hogar han convertido la historia de Walter Benjamin del “interior burgués” que cita Alicia Kopf en una realidad: interiores en los


cuales sólo puede habitar un cadáver, eso sí, muy bien educado. Al revés de los interiores de las familias desalojadas, aquellos que, debido a la crisis, se han quedado encerrados fuera de casa y de forma acelerada gracias a la “Ley del desahucio exprés” (2011). En estos casos el cadáver habita en el exterior y a veces es literal. Es un cadáver a la fuerza, obligado brutalmente a dejar su techo y a seguir pagando al banco para que el vacío sea su único morador. Desalojados, convertidos en extranjeros en casa propia: “Usted no es del castillo, usted no es del lugar, usted no es nada. Desgraciadamente usted es, sin embargo, alguna cosa: Un extranjero”, dice Kafka. Cuarto de infancia Recuerdo que mi abuela no murió del todo hasta que no vendieron la casa. Préviamente la deshicieron mi madre y sus hermanas, objeto tras objeto, limpiados y amortajados con un cuidado indescriptible, como si fueran bebés prematuros a punto de dejar de respirar. El expolio forzado fue un ejercicio nostálgico coral de biografía compartida que me llevó a anotar: “Estàtua vora la porta, segello el mirar. Em sé: cega part dels que manquen” (‘Estatua cerca la puerta, sello el mirar. Me sé: ciega parte de los que faltan’). El último portazo que darás, el que no te permitirá volver a entrar, siempre se recuerda. De entre el desorden de fetiches que había me quedé un juego de tazas de café doradas que la Vedette, una prostituta de Girona que parecía salida de un cuadro de Toulousse-Lautrec, había regalado a mis padres por su boda. Los vasos del chino se van rompiendo, pero lo que pasa de mano en mano familiar conserva el aura salvífica, las capas protectoras del tiempo heredado. Por eso, las habitaciones donde hemos desatado la infancia son lugares extemporáneos, anclados en un tiempo difuso, donde una se abandona, arrebatada, mirando cada ingrediente de una receta, la de la infancia, de la cual nadie sabe aún el secreto. Allí el reloj se ha olvidado de marcar las horas, de pautar el miedo, de apuntalar el cuerpo. Andrei Tarkovski reconstruyó su dasha de la infancia para la película El Espejo; no rodaron hasta que el trigo que cubría el campo de enfrente, después de sembrarlo, creció: hecho el milagro, todo podía volver a ser como antaño. Cuando perdemos una casa, perdemos un trocito de nuestra carne, aunque dejemos los recuerdos y sus fantasmas. Las casas, como las personas, tendrían que tener su partida de nacimiento, su geneología y biografía propias. Todas las casas están, de algún modo, encantadas.


Cuarto del lenguaje Las casas son nuestra segunda piel, último refugio donde “constelarse escondido”, como diría Pessoa o como lo entiende el personaje de Compañía de Beckett, que no osa alejarse de casa, aunque está de espaldas en la absoluta oscuridad. El lenguaje, como lo ve Alicia Kopf, es también una segunda casa donde podemos ser muchos a la vez. Si la casa física nos devuelve al solipsismo y al ensimismamiento, la casa del lenguaje emblandece los muros, la curtida piel que nos aisla y nos pontea hacia los otros. Al final, amar es atreverse a llamar a la puerta, traspasar el umbral de seguridad y aventurarse a entrar en la casa del Otro o del Otro como casa, como segundo hogar. También es entrar al Otro, como dice Alicia Kopf, a través del lenguaje con palabras performáticas como “perdón” o “gracias”. “Gracias”, Alicia, por dejarnos entrar en tus maneras de (no) entrar en casa.


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