Publicado en el Cultura/s de La Vanguardia el miércoles 26 de noviembre de 2014 LA GUERRA DE LOS MUNDOS Ingrid Guardiola En los últimos cinco años, Hollywood se ha dedicado a perfilar innumerables versiones sobre el fin del mundo, trasladando su particular “guerra fría” en la gran pantalla. Las invasiones o presencias de los “Otros” vuelven a estar de moda y, como decía Elias Canetti al principio de Masa y Poder: “Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido”. Viaje al espacio exterior Si el microscopio y el telescopio nos hicieron visible lo más profundo de nosotros mismos y del universo, el más aquí y el más allá, la mecánica cuántica a principios del siglo XX volvió incierto todo lo que hacía visible la técnica. El siglo XX ha hecho de la ciencia el nuevo mito; la ciencia ha sustituido a la religión en el mapa donde se cartografían las posibles esperanzas para la fracturada humanidad. La ciencia, como la narrativa o la liturgia cristiana, també mirarán más allá del planeta buscando salidas al colapso terrestre. Ya Francis Bacon utilizó el método científico para dibujar la teirra mítica de Bensalem en La Nueva Atlántida (1626), una comunidad gestionada por una ciencia que se impone sobre la naturaleza y asegurada por la familia. De los primeros que hicieron de la luna un terreno fértil para la imaginación de las masas fueron Julio Verne y G. H. Wells, pero quien puso en imágenes a los selenitas fue George Méliès en Viaje a la luna, donde los habitantes de la luna son una especie de tribus salvajes en una visión de la historia completamente occidentalizada e infantilizada. Fritz Lang, en cambio, en La mujer en la luna (1929), a partir de la novela homónima de Thea Von Harbou, se acerca mucho a la estructura narrativa de películas actuales como Gravity, a pesar de los errores de base científica. En las novelas pulp viajábamos a otros planetas, pero no sería hasta 2001: una odisea del espacio de Arthur C. Clarke, donde por fin encontraríamos la fuerza metafísica del viaje por el universo con la versión que hizo Stanley Kubrick de su relato. Un año después, la imaginación se desmoronaba a manos de la televisión. En 1969, con la
llegada a la luna de Amstrong, los ciudadanos norteamericanos fueron testimonio de cómo esta fantasía se encarnaba en la imagen empobrecida de la pequeña pantalla. No quedaba ni rastro del monolito, de la harmonia strausiana. Pero Tarkovsky devolvió el relato a las esferas, desplazando la aventura interespacial hacia un trascendental e hipnótico viaje en el tiempo con Solaris. La década de los setenta, después de la huella de Amstrong, empezó un ancho diálogo con el universo, desde Encuentros en la tercera fase, pasando por El abismo negro, hasta Alien, que ha tenido con Prometeus su versión fallida para explicar los orígenes del relato. Luchas de clases A lo largo de la historia, los individuos han tenido la necesidad de confabular con el futuro; es el comunismo teocrático de La ciudad del sol de Campanella, el procomunismo de la Utopía de Tomas Moro o de la de William Morris, el totalitarismo de 1984, el fordismo alienante de Un mundo feliz o el neomedievalismo de Dune, entre otros. De hecho, el auténtico pulso de las utopías dibujadas por la ciencia-ficción es tlo que pueden explicarnos sobre todo lo que tiene que ver con la gestión del ecosistema y del poder que ejercemos sobre él y sus habitantes. Como decía Paul Eluard: “hay otros mundos, pero están en éste”. Las luchas de clases requieren una fase previa de desclasamiento donde una élite se impone, jerárquicamente, ante una masa de “otros”. “El fenómeno más importante que se produce en el interior de la masa es la descarga”, dice Canetti y es gracias a la descarga que todos aquellos que forman parte de la masa se siente iguales, adoptan una conciencia de clase y proyectan, conjuntamente, la revolución; como la que podemos encontrar en El planeta de los simios, la versión animalista de Espartaco. También lo vemos en la saga Los juegos del hambre, donde la protagonista empieza a luchar, no ya sólo para salvar la vida, sino para proveer un mejor destino a los habitantes de los distritos que viven bajo la opresión del Capitolio. En Elysium las clases pobres viven en una tierra sobrepoblada y contaminada y están bajo la vigilancia constante de las máquinas. Las clases altas viven en Elysium, donde gozan de todo tipo de privilegios, entre ellos, unas máquinas regeneradoras que evitan que enfermen. La única posible salida es el reset del sistema a manos del protagonista, que tiene que asumir un sacrificio crístico con la ayuda de un equipo de activistas para cambiar los códigos de acceso a Elysium. Los aviones sucidas, llenos de immigrantes
ilegales que mueren en el intento de ir a Elysium, son el espejo de las pateras que intentan pasar estrechos y fronteras. También encontramos una lucha feroz de clases en un marco social donde se priva a las clases bajas cualquier derecho o libertad posible en Rompenieves, donde los pobres malviven en los vagones traseros de un tren que contiene los únicos supervivientes de una tierra helada. Aquí ni la revuelta es posible, ya que el tren cabalga por una carretera de dirección única y fatal. El deplorable estado de salud de los oprimidos es también el espejo de un tercer mundo colonizado, controlado, explotado y, finalmente, aislado. Esta demonización del “otro” es la que encontramos en Avatar o a Distrito 9, donde estos “otros” son alienígenas que vien en campos de refugiados. La misma vexación al otro, una idéntica alterofobia es puede ver en Under the Skin. Finalmente, la lucha de clases para por la alta tecnología y la implantación y borrado de recuerdos. Lo vemos en Robocop (versión del 2014) y en Oblivion. En Robocop son las corporaciones las que quieren imponer un sistema de vigilancia basados en los drones y donde el borrado de memoria sirve para volver implacables los hombres-máquina. En la segunda, los drones son los vigías de una tierra desierta, en ruinas, como la de Detroit, pero poblada por unos seres llamados “carroñeros”. Los humanos, supuestamente, viven en la Temporary Space Station, excepto una pareja que controla los drones, hasta que descubren que la lucha real no es entre ellos y los carroñeros, sino entre ellos y sus clones, cultivados en la TST en incubadoras, como las de Moon, y gestionados por una máquina-cerebro central: Sally, como Hall, un ojo que todo lo ve, el botón rojo del adiós final. INTERSTELLAR Hollywood creará píndolas de experiencias al límite, de confrontación con “lo otro” (lo desconocido) y “los otros” (los extraños, los extranjeros), en un clima de apocalipsis generalizado, para convencer a los espectadores que su constante inestabilidad es una estabilidad en sí misma. Estas “alteridades” han sido representadas como amenaza real por parte de criaturas extraterrestres (La Guerra de los Mundos, Ultimatum a la tierra, Pacific Rim, Al filo del mañana), como fenómeno paranormal (The Mist, El incidente, 2012) o como mutación genética de un virus (Soy Leyenda, El origen del planeta de los simios, World War Z), anticipándose a la paranoia que ha generado el Ébola en todas las agendas internacionales.
Nolan ya escenificó en The Dark Knight Rises la revuelta social a manos de unos bárbaros, coincidiendo, con poca fortuna, con Occupy Wall Street. En Interstellar, el remedio a la miseria social y al caos lo ha desplazado del millonario Bruce Wayne a la NASA. En la película el planeta tierra vive una crisis demográfica y ecológica que han dejado la población mundial en la hambruna y la precarización absoluta, tal como también veíamos en Sunshine de Danny Boyle. Nolan escenifica un paisaje muy cercano a las fotografías de Dorothea Lange durante la Gran Depresión Norteamericana de la década de los treinta, pero todo aliñado con drones. Ya lo decía la Biblia, “polvo eres y en polvo te convertirás” y en la película, si prima una amenaza, es la del propio polvo. Como canta el poema de Dylan Thomas (también en la película), los protagonista no entran dócilmente en la noche tranquila del espacio intergaláctico. La solución para preservar la humanidad, en este clima catastrofista, no pasa por la gestión del espacio, por idear medidas de racionalización del consumo, por el decrecimiento y la reorganización social, sino por la creación de nuevas colonias humanas en otros planetas a través del tiempo. Si en las imágenes de 1969 de Amstrong toda la épica quedaba concentrada en unas imágenes que tenían la calidad técnica de una pintura rupestre y la calidad sonora de un calambre, Nolan sumergirá al espectador hacia el seno de las ondas expansivas y luminosas del universo con sus múltiples temporalidades, lo hará viajar por entre el silicio acristalado del espacio multidimensional. G. H. Wells en The Time Machine (1895) indicaba que el tiempo es una cuarta dimensión y la física del siglo XX no ha dejado de apuntar a la relatividad espaciotemporal. Los viajes en el espacio han sido substituïdos por los viajes en el tiempo, el propio Nolan lo experimentaba en Origen (2010) y también lo hemos visto en Código fuente (2011), Looper (2012) y en Al filo del mañana (2014). Los viajes en el tiempo presuponen un “free replay” dudoso, ya que desresponsabilizan nuestras acciones presentes, encontrando una segunda oportunidad en el remedio a posteriori y acaban indicando, neobarrócamente, que la vida no es más que un sueño o, mejor dicho, una pesadilla, otra, y donde la solución se manifiesta, súbitamente, como un despertar privilegiado, incluso miraculoso. Nolan hace un canto al poder de la naturaleza: destructiva en el espacio (humano), constructiva en el tiempo (multidimensional). El heroe, un ingeniero, se equivoca al hacer un planteamiento racional a la hora de encontrar la mejor solución, como se equivoca el matemático al preveer de forma darwinista el cataclismo total. Aunque será la propia ciencia aplicada a la ficción la
que matará la gesta espacial, serán los científicos los encargados de liquidar la imaginación de estos “otros mundos posibles”, transmutando el imaginario utópico por fórmulas matemáticas. En un texto de Manuel Vázquez Montalbán, el escritor criticaba la versión pesimista de la ciencia-ficción cultivada de Occidente, donde el futuro se dejaba a manos de una maldad aséptica y radicalmente amoral, frente la visión más optimista del imaginario socialista donde los “aventureros de las galaxias” no estaban determinados por las máquinas y los intereses corporativos y traducían la lucha de clases a una dimensión “galaxial”. Finalmente, Nolan cae en la mística del amor como motivo salvífico; la familia y el premio a la inteligencia individual sustituyen el proyecto social que Montalbán tanto añoraba de los pioneros de la aventura futurista socialista. Es cierto, sin amor no somos nada, pero sin los otros no hay amor que valga.