El Museo en la Cámara Oscura

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EL MUSEO EN LA CÁMARA OSCURA Ingrid Guardiola El museo es una máquina de producción de sentido pero, ¿cómo lo hace? Maurice Blanchot, cuando habla del “mal del museo” indica que en él “el arte se reduce a sí mismo, se empobrece al perder el mundo, los dioses y quizás los sueños”, unos dioses que se han vuelto cuadros, una pintura que no es más que pintura. Y añade: “¿Por qué las obras artísticas tienen esta ambición enciclopédica que las lleva a disponerse juntas, para ser vistas en común, con una mirada tan general, confusa y floja de la cual no puede inferirse, sino, la destrucción de toda analogía de auténtica comunicación?”. Es lo que vemos en una escena de The Kiss que tiene lugar en el Museum of Fine Arts de Lión. Greta Garbo y Conrad Nagel están sentados en medio de una de las salas del museo cuando aparece un trabajador que va explicando las obras de arte con la velocidad de quien pierde un tren y seguido por una manada de gente que se dedican a tomar notas. Lo mismo pasa en todos aquellos vídeos de Youtube de turistas filmando la Mona Lisa en medio de una munión de cámaras: obra desaparecida detrás de la masa, engullida por las cámaras, invisible detrás de la vitrina física e histórica, ídolo muerto en manos de los feligreses y de sus guías del top ten del arte. Entre el turista integrado y los artistas apocalípticos como Malevich, que encontraban sensato quemar los museos, habría aquellas películas y programas de televisión que han recogido la memoria del arte, refrescando su relato. Es el caso de Toute la mémoire du monde de Alain Resnais, un periplo por la estructura y funcionamiento de la Biblioteca Nacional Francesa o la escena de El Satiricón de Fellini cuando Encolpio va a parar en una sala llena de reliquias que representan toda la mitología griega. En Ways of Seeing John Berger hace un estudio sociológico de las representaciones de la pintura occidental moderna, analizando la historia del arte desde el punto de vista de las clases sociales y del género, entre otros, comparando el desnudo femenino que encontramos en estas pinturas al óleo con la publicidad televisiva. Alain Jaubert en Palettes, por contra, estudia las condiciones materiales de algunos cuadros y hace de ellos un análisis genealógico y arqueológico (un cuadro como Les Tricheurs de Georges de la Tour nos puede llevar hasta Caravaggio o la historia de los juegos de cartas). Entrados en el siglo XXI, el tema continúa en el cine; el caso más extremo es el de El arca rusa de Aleksandr Sokurov, un plano-secuencia que fue rodado en un solo día en el Museo Hermitage de San Petersburgo y que cuenta 300 años de la historia rusa a través de un narrador revenant, 33 salas del museo, más de 2.000 actores y tres orquestras en vivo. En su lado opuesto está la obra de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub Une visite au Louvre; la cámara se para en los cuadros largo rato porque, como dicen ellos, “de lo que se trata es de mirar con los ojos”. La película está basada en el libro de Joachim Gasquet Cézanne, y los autores se apropian de las palabras de Cézanne cuando visitó el Louvre para posicionarse ante las obras: el repudio ante Giotto, Cimabue o David, la atracción por Veronese, Murillo, Delacroix o Courbet; pero, sobretodo, la idea de que para querer una pintura hace falta haber estado delante de ella hasta perder la conciencia, descender en ella hasta dejar de ser, algo imposible en los museos actuales, con las obras cubiertas por cristales, luces, audio-guías o la fatiga del turista que ha desistido en su heroica tarea de producción de sentido. Contra las guías y las interpretaciones clásicas de las obras se presenta Museum Hours de Jem Cohen, rodada en el Museo de Historia del Arte de Viena (el museo también protagonista de Das Grosse Museum de Johannes Holzhausen, presentada en la


Berlinale de este año). Johann, el vigilante de la sala, busca repeticiones de motivos en las obras de Bruegel, empatiza con la pobreza de Rembrandt y ve los adolescentes atraídos por las pinturas de Cranach como lo están ante las películas de terror (por no mencionar los desnudos y su despertar sexual); en un momento dado, una guía del museo da a los turistas una lección magistral sobre Bruegel, el “primer documentalista”, pero ellos reclaman la versión del “libro-guía”. La película hace dialogar los detalles de los cuadros con los detalles de la ciudad, este “museo” dinámico donde testimonioniar el paso del tiempo y donde lo que importa no es qué miras, sino mirar, con aquella atención que reclamaba Cézanne. Más allá de la reconstrucción del relato de las obras, están las películas que establecen un juego de espejos entre estas y los protagonistas. Gorchakov, en Nostalghia de Tarkovski, va a ver la Madonna del Parto de Piero della Francesca porque le recuerda a su mujer; con el fresco al fondo de la capilla, innombrables pájaros salen del vientre de una estatua de la virgen ante los rezos de las mujeres, dando a ver el milagro que la pintura esconde. Actualmente, el cuadro se encuentra en un pequeño museo cerca de la capilla, a pesar de que las mujeres del pueblo consiguieron, protestando, que estuviera en su enclave original durante un tiempo. Tarkovski buscará, constantemente, resonancias entre los personajes y las obras: es Ginevra de Benci de Leonardo en El espejo, las iconas rusas en Stalker y Andrei Rubliev, Cazadores en la nieve de Bruegel (cuadro que también aparece en Melancholia de Lars Von Trier) en Solaris… El juego de espejos simbólico de Tarkovski pasa a ser literal en Hitchcock en películas como Vértigo en la cual Madelaine se identifica “hasta la muerte” con su bisabuela, Carlota Valdés, representada en un cuado en el San Francisco’s Palace of the Legion of Honor; o en Rebecca donde la protagonista se viste igual que un antepasado de su novio, Carolina de Winter, también momificada en un cuadro. La idea del doble es aún más evidente en películas como La Mejor Oferta donde el protagonista se dedica a coleccionar retratos de mujeres, como si la suma de las partes construyeran el pigmalión perfecto. Los museos, por esta aura que otorga el hecho de ser un espacio que funciona como receptáculo de la “Historia”, han sido en el cine el escenario de las mejores historias de suspense o de terror: Blackmail de Hitchcock y su persecución en el British Museum; los robatorio de grandes reliquias en Topkapi, en How to steal a milion o en The Thomas Crown Affair; los misteriosos casos del terror surrealista de Rod Serling con su programa televisivo Galeria Noctura (una recomendación de esta enciclopedia humana que es Andrés Hispano) o el caso de The Relic, un film de terror ambientado en el Museo de Historia Natural de Chicago, hasta llegar a El Código da Vinci, contextualitzado en el Louvre, donde la Historia queda aniquilada en manos de la especulación esotérica y Leonardo es una anécdota al lado del Priorato de Sión. También quedan en anécdota las obras de arte que aparecen en La Gran Belleza en una Roma de ruinas televisivas hijas de Mediaset y que esconden aquellas bellas ruinas que incluso quedaban lejos en manos del gran Fellini. Finalmente, cabe recordar La Ville Louvre (1991) de Nicolas Philibert, donde se ejemplifica claramente aquello que Hito Steyerl plantea en su texto El Museo como Fábrica. El Louvre se toma como una ciudad, con todos sus gremios (conservadores, restauradores, guardias, carpinteros…), que hacen que la máquina funcione. Que el museo sea una máquina de producción de sentido, en parte es gracias a todo este material humano indispensable que hace que el museo sea algo más que un edificio para acoger la masa. A ellos, como a los artistas, como a la contemplación sin prisas, nos debemos.


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