Mundos simulados, escenarios virtuales e imaginación cinematográfica

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Caimán-Cahiers du cinéma Marzo 2020 Mundos simulados, escenarios virtuales e imaginación cinematográfica Ingrid Guardiola Conectados, pero solos El cine de la última década (2009-2019) ha dialogado en extenso con la cultura digital. Las redes sociales, los videojuegos en línea y, en general, la virtualización del mundo son los elementos destacados de este nuevo escenario tecnosocial. Pero esta virtualización no tiene nada que ver con lo virtual. Lo virtual (en el sentido bergsoniano) es inherente a la materia y, por extensión, también a la cultura; como espacio de potencia, devenir y actualización se aleja del mundo datificado de las pantallas y de los smart gadgets, de su naturaleza algorítmica y su lógica económica. Nada más bergsoniano

que

la

aproximación

que

hizo

uno

de

sus

mejores

desarrolladores, Jaron Lanier, a la realidad virtual. Que lo virtual debía conferir profundidad y sentido a nuestra percepción presente, era lo que motivaba

al pionero que

ha

acabado por manifestar su posición

extremadamente crítica frente a las redes sociales y a lo que él llama el “amanecer del nuevo todo” (dawn of the new everything). Cuando aquí hablamos de virtualización nos referimos más bien a simulacro (tal como lo han descrito desde Baudrillard, hasta Marc Augé), a la creación de espacios artificiales de vida semiautónomos regidos por la economía global y a la mediatización extrema de la vida, esto es, al establecimiento de una distancia infranqueable entre aquel espacio donde se producen los afectos, la construcción del yo y la gestión del horizonte de expectativas, y el otro espacio, el de la experiencia de la contingencia, las convenciones y las reglas sociales. Se trata de un simulacro profundo (deep simulacra) porque no sólo tiene que ver con el cambio de soporte material, con el del canal o con la transformación de la disposición formal de los elementos, sino también con mutaciones en lo emocional, lo mental, lo psicológico o neurológico de aquellos que participan de estos rituales. Este espacio mediático se ha


concentrado exponencialmente en las redes sociales: Facebook, Twitter, Instagram, YouTube, Linkedin, TikTok, Spotify, Wapp, Telegram, WeChat, Tencent QQ, Tinder, Pinterest… o en los MMOG - massively multiplayer online game-. Es un juego de doble filo, un juego saturado de emociones y de peligros. Las redes sociales son una trinchera invertida e invisible: no es un espacio de protección frente a la guerra que se libra en el campo de batalla exterior, sino que la propia trinchera ha acabado siendo el campo de batalla. Las primeras redes aparecen entre 2004 y 2006 (Vimeo, YouTube, Facebook, Twitter), entre 2006 y 2012 se reorganizan las empresas (la compra de Instagram y Wapp por parte de Facebook, la de YouTube por parte de Google o la de Skype o Linkedin por parte de Microsoft son algunas de las operaciones de fusión de gran alcance), y entre 2012 y 2016 funcionan como entidades financieras (actividad bursátil) y plataformas de datos a partir del fetichismo algorítmico en un entorno extremadamente competitivo y opaco. El algoritmo diseña interfaces unipersonales en función de todo lo que la aplicación sabe del usuario, los filtros burbuja aislan a los usuarios y la polarización emocional (de la euforia al odio) y discursiva son su sustrato comunicativo. En estos lares todo lo que era comunicación ahora es persuasión, todo lo que era política es ahora entretenimiento. La hiperexcitación de estos espacios profilácticos, que nos tocan cerebralmente, es inversamente proporcional a la apatía cotidiana. La sensación es de divergencia y acausalidad. Hay tres películas interesantes que nos pueden servir para hablar de ello: Spring Breakers (2012) de Harmony Korine, Nocturama (2016) de Bertrand Bonello y Quiero lo eterno (2017) de Miquel Ángel Blanca. Las protagonistas de Spring Breakers se toman la vida, como ellas mismas dicen, “como si fuera un videojuego”. Lejos ha quedado la inocente y algo picarona Britney Spears cantando en 1998 One More Time y que ellas recuperan como una reliquia, apelando a su propio “pasado Disney”. Se toman en serio aquello de André Gide, de que con buenos sentimientos se hace mala literatura y su aventura es la de parecerse a toda la violencia cotidiana servida puntualmente a través de los medios y del entretenimiento. Los personajes se enfundan las máscaras y empiezan, no sin dolor, el pasapantallas. Los jóvenes de Quiero lo eterno, traumatizados y


fascinados a la vez con una noticia en la que se explicaba que unos adolescentes habían quemado a un sin techo, deciden romper con su abulia y empezar a agredir a los pocos supervivientes de un mundo post-todo, para subirlo en las redes donde las performances moralmente reprobables encuentran su lugar privilegiado. Para ellos internet es el cielo de lo efímero que, gracias a su naturaleza iconográfica y en red, es capaz de immortalizar lo que la vida oculta o ningunea. La expresión de uno mismo es indisociable del gesto de la propagación pública. Que internet ha devenido el gloriae mundi de mucha gente en un mundo donde la soledad radical y la dificultad de hallar sentido a las cosas son un patógeno más, es incuestionable. La misma soledad invade a los jóvenes de Nocturama que planean, coordinados desde los móviles, una serie de atentados mientras permanecen encerrados en unos grandes almacenes, símbolo de la sociedad del exceso en una época pre-internet. Hay algo, a la vez patético y trágico en los gestos de todos estos jóvenes que quieren pasar a la acción directa sin por qué, a una voluntad de poder (por primera vez) sin rumbo fijo en medio de un caos mayor. Es la intentona de romper, aunque sea de la forma más letal, el nihilismo sistémico al que se ha condenado a las jóvenes generaciones. O quizás es aquello de Holy Motors (2012) de Léos Carax, que nada nos hace sentir más vivos que la muerte de los otros. Que el mundo no se diferenciaba tanto de unos grandes almacenes o de un Time Line de una red social también nos lo cuenta Sergei Loznitsa en Austerlitz (2016), donde los turistas que visitan los campos de concentración, móvil y cámara en mano, deambulan como zombis organizando el museo de lo real, haciendo del pasado histórico traumático un momento cualquiera en la superficie infinita de Instagram. Nos hallamos frente a la instagramización del mundo, esto es, frente a la reducción del mundo a su apariencia estética (aquello de Debord “lo que aparece es bueno, lo que es bueno aparece”), al establecimiento de un relato hegemónico basado en el estilo de vida, en el éxito instantáneo, en la fama como capital social y en la remodelación express, ya sea de tu rostro o de tu entorno como la única forma possible de acción directa, de compromiso público. Todo invita a que el principio de placer sustituya al principio de realidad, puesto que según Herbert Marcuse, el segundo anula el primero. Instagram, como motor insaciable del principio de


placer, como plataforma que popularizó los filtros fotográficos, brinda una preciosista y posproducida construcción estética del yo. El individuo es retratado como una entidad híbrida, mutante, medio él/ella/ello, medio lo otro que ofrece la máquina; podemos ver su huella en los personajes de Only Lovers Left Alive (2013) de Jim Jarmush, hasta en la figura del Joker (2019) de Todd Philips, pasando por los personajes de Neon Demon (2016) de Nicolas Winding Refn o los de Climax (2018) de Gaspar Noé. Demonios de neón, de silicio, carne de píxel, Galateas interactivas y rehumanizadas como las de The Machine (2013), Autómata (2014), Lucy (2014), Under the Skin (2014), Ex Machina (2015), Ghost in the Shell (2015) o Blade Runner 2049 (2017). La hipersexualización de algunos de sus personajes, su naturaleza sumisa o malvada, en una relectura tecnoutópica de la femme fatale, son el contraplano reaccionario al feminismo generalizado de hoy en día y el espejo donde la líbido masculina casi siempre se proyecta entre las bambalinas morales de nuestra época. Mundo sin nosotros, nosotros sin mundo Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro en ¿Hay mundo por venir? (Caja Negra, 2018) hablan del homo destructor como gran protagonista del Antropoceno y de un mundo post-social donde se dirimen dos escenarios: un nosotros sin mundo y un mundo sin nosotros. La mayoría de las películas de la última década basadas en catástrofes o en los últimos días de la humanidad tal como la conocemos, recurren al imaginario de un mundo sin nosotros donde la cámara sigue al personaje principal como en un videojuego, con un punto de vista casi subjetivo y sin poder apelar ni al retrato ni al contrato social. De hecho, la mayoría de estas propuestas beben de los escenarios virtuales de los videojuegos, estetizando las ruinas, acostumbrándonos a un mundo destruido a manos de una humanidad impotente. De hecho, en Estados Unidos existe el género del ruin porn, una categoría que acuñó el blogero James Griffioen en 2009 a raíz de la pasión que las fotografías de edificios en ruinas (en concreto de Detroit) suscitaron en las redes sociales. Estos escenarios de

“detroritismo humanitario” se

basan en las ruinas sistémicas, en los desastres eco planetarios (anticipándose al movimiento Extinction Rebellion), en la explotación y


miseria humana y en la acumulación de poder a través de la tecnología y la ciencia desde el supremacismo tecnológico. Hablamos de películas como Los juegos del hambre (2008-2010), Elysium (2013), Oblivion (2013), World War Z (2013), Snowpiercer (2013), At the edge Of tomorrow (2014) o Ready Player one (2018), entre otras. El miedo a un mundo sin nosotros y las inversiones millonarias de gente como Elon Musk (Tesla) o Jeff Bezos (Amazon) en proyectos exo-espaciales, han avivado las películas de un nosotros sin mundo cuyas aventuras se desarrollan en el espacio, como en Prometeus (2012), Gravity (2013), Interstellar (2014), Passengers (2016), Highlife (2018) o Ad Astra (2018). Estamos frente a la soledad del hombre blanco ante la inmensidad, oscuridad e incognoscibilidad del espacio exterior. En un mundo donde todo está a la vista de todos, donde cualquier manifestación de vida es digerida y rendibilizada por máquinas pensantes de ingeniería informática, donde la inversión en inteligencia artificial e industria de la información es incalculable, el cine vuelve a poner al individuo frente a su no saber y a su no poder. En este cine, la lírica y la épica se entremezclan, y si en las versiones europeas el cobijo es la metafísica, en las versiones americanas hay una vuelta a la familia como refugio. Es curioso que Susan Sontag ya escribiera sobre «la imaginación del desastre» en 1965, en medio de la paranoia atómica y el apocalipsis nuclear, y que el esquema de películas que describe, su trama, sea la misma, así como la resolución del conflicto a manos del héroe. Sontag ya alerta sobre el hecho que las películas que ella menciona han perdido la inocencia de las primeras películas de catástrofes. Hoy en día aún somos menos inocentes, estamos más desnudos frente al poder de destrucción tecno-humana y quizás la única diferencia es que no hay héroe ni simplificación moral que nos convenza, porque muchas de estas películas, la mayoría de estos relatos virtuales, ya no son un simulacro, sino que, en el terreno de lo virtual bergsoniano, se van actualizando sin freno en nuestro presente inmediato. Estas películas no quieren exorcizar un pasado, sino prevenirnos de un futuro inminente. De hecho, Sontag se refiere a ellas como pesadillas colectivas muy próximas a la realidad. Pero esta vez ya no es el miedo a lo impersonal, a lo Otro, a devenir máquina o animal, como comentaba Sontag, sino de aterrizar sin opciones civilizatorias a este punto sin retorno: a un mundo sin nosotros, al fin de todo,


a la muerte del individuo, del espectador.


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