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Hegemonías del sur de Europa: Owen Jones, Slavoj Žižek, Raimundo Viejo Viñas, Alberto Montero, Lola Sánchez, Amelia Martínez Lobo, Jorge Lago y Alain Badiou acerca de las transformaciones y los equilibrios de poder en Europa: desde la negociación GreciaTroika hasta los orígenes de la actual Alemania, pasando por la estructura y voluntad del TTIP o la construcción de hegemonía bajo el neoliberalismo. Un régimen más allá del 78 Juan Andrade, Eduardo Maura, Germán Labrador, Pablo Sánchez León, Luis López Carrasco, Luis E. Parés, Gloria Elizo, Ignacio Trillo, piensan los límites del régimen del 78 y las formas posibles de su superación. Desde el modelo de justicia al cultural, sin olvidar las bases sociales en la que apoyar todo proceso de cambio. Nuevos episodios nacionales I Alberto Olmos arranca nueva sección en La Circular, y lo hace recorriendo un episodio nacional crucial: el 11 de marzo de 2004. Eso sí, mirado desde un concierto que aconteció la tarde de aquel día.
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Leer, mirar, cultura popular La sección de crítica y análisis de los productos culturales cuenta con artículos de Jorge Lago, Manuel Guedán, Rocío Niebla, Clara Serra y Germán Cano sobre Mad Max 4, el nuevo libro de Jorge Moruno, la película de Mortadelo y Filemón, 50 Sombras de Grey o el último libro de Patricia Soley-Beltrán.
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Sección gráfica: Contámos con un artículo de María Serrano, ‘Una nueva gráfica para una nueva política’ sobre la relación entre los movimientos de liberación gráfica de Barcelona y Madrid y la victoria electoral en ambas ciudades. Más Circular Jorge Moruno acerca de la relación entre la verdad, la palabra y la comunicación. Jacobo Rivero sobre un binomío anómalo: Democracia y deporte; un diálogo fundamental entre Íñigo Errejón y Chantal Mouffe. Cerramos número escrito con Pepe Ema sobre hombres y feminismos. Cuaderno de notas: Varias páginas vacías para tomar notas en la Universidad de Verano o, simplemente, completar La Circular.
DIRECTOR: Jorge Lago. CONSEJO DE REDACCIÓN: Germán Cano, José Enrique Ema, Manuel Guedán, Nacho Trillo, Jesús Gil, Clara G. Ajenjo, Rocío Niebla, Eduardo Maura. DIRECCIÓN DE ARTE: Chano del Río, Alex Cerezo y Sarah Bienzobas. La Circular es una revista trimestral del Instituto 25 de Mayo para la Democracia, Fundación de Podemos. www.lacircular.info | www.instituto25m.info
La periferia europea se encuentra viviendo una pesadilla producto del monstruo que engendró el sueño de la razón de la construcción europea. Se ha desprendido de su soberanía económica, entregando la mayor parte de los instrumentos políticos a una Europa que gobierna en función de los intereses de las élites.
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La lucha de Grecia es por la democracia en Europa Los poderes de la UE han dicho a los griegos que su mundo se desmoronaría a menos que se rindieran al ‘sí’. El voto al ‘no’ ha elevado el listón aún más si cabe.
Por Owen Jones
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n la cuna de la democracia, un león ha rugido. Es difícil exagerar con la presión que el pueblo griego ha sufrido y desafiado. Un país que por culpa de la austeridad ya había padecido un desastre económico sin precedentes en tiempos de paz, ahora ha tenido que soportar una lucha encarnizada, tanto política como financiera. El Banco Central Europeo —que sólo recientemente se ha dignado a publicar algunas de sus actas— cortó la liquidez a los bancos griegos, dejándolos al borde del colapso. A continuación vinieron los más estrictos controles de capitales y las subsecuentes colas desesperadas frente a los bancos. Le mostraron la puerta a un país desesperado por quedarse en el euro y, por si fuera poco, le aterrorizaron y amenazaron con las calamitosas consecuencias de su supuesta salida. Martin Schulz, presidente del Parlamento Europeo y supuesto socialdemócrata, cuya actitud hacia la democracia puede describirse de forma generosa como ambigua, abogó por una sustitución del Gobierno democráticamente elegido en Grecia por otro conformado por tecnócratas.
No fanfarroneaba. La Unión Europea y los mercados ya lo habían hecho antes en Grecia y, sí, también en Italia, pues no olvidemos que a pesar de la más que justificada displicencia hacia Silvio Berlusconi, debería haber sido su propio pueblo el que lo hubiera destituido. En Grecia, la “libertad de prensa”, propiedad de la oligarquía, ha actuado como maquinaria política —¿acaso esto no nos suena familiar?—, bombeando propaganda incesantemente en favor de la capitulación ante las demandas de los acreedores. Una alianza entre las élites económicas griegas y los grandes poderes de la UE ha advertido al pueblo griego que por muy duras que hayan sido sus condiciones de vida en los últimos años, su mundo se desmoronaría a no ser que opte por claudicar. Y aun así ha votado no —una negativa que, además, se ha manifestado de un modo arrollador—. El referéndum ha supuesto, claramente, un rechazo al programa de austeridad que dio rienda suelta a lo que se ha descrito en Grecia como una crisis humanitaria. Desde la caída de Lehman Brothers en 2008, la austeridad se ha basado siempre en el desplazamiento de la culpa de las élites al pueblo. No olvidemos que fue Goldman
Sachs la entidad que ayudó al Gobierno heleno a apañar los libros de cuentas para ganarse la entrada en la eurozona, y que fueron los bancos franceses y alemanes los que se beneficiaron de prestar dinero a Grecia. No olvidemos tampoco que fue Alemania la que sacó provecho de exportar sus productos a los países periféricos de Europa. Después del crash, se obligó a Grecia a poner en práctica medidas que lanzaron su deuda hasta el 180% del PIB, doblaron el índice de pobreza, dejaron a una cuarta parte de la población griega y a más de la mitad de los jóvenes sin trabajo, aumentaron las tasas de suicidios y mortalidad infantil, dejaron a muchas personas sin acceso a la sanidad y encogieron la economía un cuarto del PIB. Sólo una pequeña parte de los rescates llegaron y por lo general fueron a parar a los bancos alemanes que los habían prestado en primer lugar. Mientras que el renacimiento económico de la Alemania de posguerra se lo debía todo a la quita de su deuda —incluso por parte de países devastados como Grecia—, ahora se le deniega a Atenas la solidaridad que tan desesperadamente necesita. Como señala el economista francés Thomas Piketty, “Alemania es el ejemplo paradigmático de un país que, a lo largo de su historia, jamás ha pagado su deuda externa”, a lo que añade que Berlín “se está aprovechando de Grecia” por los altos intereses de los préstamos. La devaluación del euro ha convertido los bienes alemanes en competitivos internacionalmente, siendo la principal causa del reciente éxito económico del país. Pero esta rebelión trataba de algo mucho más importante, y por esta razón Grecia permanece en peligro. Está en juego la
naturaleza misma de la Unión Europea. El proyecto europeo se fundó sobre escombros de guerra, genocidio y totalitarismo. Su intención era asegurar paz, prosperidad y democracia al pueblo europeo. Este sueño se ha vuelto una pesadilla para un creciente número de europeos. Existe un déficit democrático que permanece sin respuesta. La Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP), por ejemplo, negocia a puerta cerrada con las grandes multinacionales, conspirando para darles el poder de demandar a gobiernos elegidos democráticamente en juzgados secretos donde se puedan frenar políticas que afecten a sus intereses. El tratado de la UE negociado en 2011 prohibió, de hecho, a cualquier futuro gobierno de la eurozona aplicar una política fiscal expansiva. Otros tratados y directivas protegieron a su vez el dogma del libre mercado y lo erigieron en ley. La austeridad se aplica hoy sin pensar, de un lado a otro de la eurozona, con terribles consecuencias para la mayoría de la gente; en España, sin ir más lejos, la mitad de los jóvenes tampoco encuentran trabajo. Syriza significó una rebelión contra esta Europa de la austeridad y los poderes corporativos, y en favor de un proyecto común más democrático y progresista. Podemos en España —y el Sinn Féin en Irlanda— forma parte de esta revuelta que se extiende. Si el resultado del referéndum hubiera sido el sí, representaría potencialmente una derrota terminal para este acopio de rebeldías paneuropeas. En su lugar, las ha envalentonado. Desafortunadamente para la mayoría de nosotros, las élites de la UE no son estúpidas y se han dado cuenta de ello.
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Grecia: una oportunidad para que Europa despierte Los griegos tienen razón: el hecho de que Bruselas intente negar el carácter ideológico de la pregunta sometida a referéndum es ideología en estado puro
Por Slavoj Žižek
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l ‘No’ que ha ganado en el referéndum griego de forma tan contundente como inesperada ha sido un voto histórico emitido en una situación desesperada. En mi trabajo, suelo usar un conocido chiste de la última década de la Unión Soviética que cuenta la historia de Rabinovitch, un emigrante judío. Un burócrata del servicio de emigración le pregunta un día por qué quiere irse, a lo que Rabinovitch responde: “Hay dos motivos. El primero es mi miedo a que los comunistas pierdan el poder en la Unión Soviética y lo ganen quienes nos culpan a nosotros, los judíos, por sus crímenes…” “Pero,” le interrumpe el burócrata, “esto no tiene ningún sentido. ¡Nada puede cambiar en la Unión Soviética! ¡El poder de los comunistas perdurará para siempre!” “Bueno,” responde Rabinovitch calmadamente, “esta es mi segunda razón”. Me han informado de que una nueva versión de este mismo chiste circula ahora por Atenas. Un joven griego visita la embajada de Australia para pedir un visado. “¿Por qué quieres irte de Grecia?” le pregunta un oficial. “Hay dos motivos” responde el griego. “Primero, estoy preocupado por la salida del euro, lo que conduciría a más pobreza y caos en el país…” “Pero,” le interrumpe el burócrata, “esto no tiene ningún sentido: ¡Grecia se quedará en el euro y se someterá a la disciplina financiera!” “Bueno,” responde el griego calmadamente, “esta es mi segunda razón”. ¿Acaso no son ambas versiones peores, parafraseando Stalin? Ha llegado el momento de ir más allá de los debates irrelevantes sobre los posibles errores del Gobierno griego. El listón está demasiado alto. El hecho de que la fórmula del compromiso siempre se desvanezca en el último momento de las negociaciones entre Grecia y la UE es en sí mismo profundamente sintomático, ya que no se refiere a cuestiones estrictamente financieras —a este nivel, la diferencia es mínima. La UE suele acusar a los griegos de hablar solo en términos generales, haciendo vagas promesas
sin detalles específicos, mientras que los griegos acusan la UE de intentar controlar hasta el más minucioso detalle e imponer a Grecia condiciones más duras que aquellas impuestas al gobierno anterior. Pero lo que se esconde detrás de estos reproches es otro conflicto, mucho más profundo. El Primer Ministro griego, Alexis Tsipras, ha comentado hace poco que si pudiera quedar a solas con Angela Merkel para cenar, seguramente encontrarían una fórmula en menos de dos horas. En el sentido en que él y Merkel, dos políticos, tratarían el desacuerdo políticamente, a diferencia de lo que hacen los tecnócratas como Jeroen Dijsselbloem, Presidente del Eurogrupo. Si hay un ‘malo’ en toda esta historia es Dijsselbloem, cuyo lema reza: “si me meto con el lado ideológico de las cosas, no conseguiré nada”. Lo que nos lleva al quid de la cuestión: Tsipras y el anterior Ministro de Finanzas, Yanis Varoufakis, quien dimitió el pasado 6 de julio, hablan como si fueran parte de un proceso político abierto y donde las decisiones son, en última instancia, ‘ideológicas’ (basadas en preferencias normativas), mientras que los tecnócratas de la UE hablan como si todo fuera una cuestión de medidas detalladas. Cuando los griegos rechazan este enfoque y plantean cuestiones políticas más fundamentales, les acusan de mentir o de evitar soluciones concretas. Queda claro que la verdad está del lado griego: la negación del “lado ideológico” abogada por Dijsselbloem es ideología en estado puro. Enmascara (presenta falsamente) como puramente técnico lo que de hecho está basado en decisiones político-ideológicas. A causa de esta asimetría, el ‘diálogo’ entre Tsipras o Varoufakis con sus socios de la UE a veces parece un diálogo entre un joven estudiante en busca de un debate serio sobre cuestiones fundamentales y un profesor arrogante que, en sus respuestas, ignora humillantemente el problema de fondo, escudado detrás de supuestos errores de tipo técnico (“¡Esta no es la formulación correcta! ¡No has tenido en cuenta esta fórmula!”). O incluso recuerda el diálogo entre la víctima de una violación que desesperadamente explica lo que
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VERANO 2015 · LA CIRCULAR le ha acontecido y un policía que la interrumpe continuamente con las preguntas de un formulario administrativo. Este pasaje desde la política propiamente dicha a la administración neutral por expertos caracteriza todo nuestro proceso político: decisiones estratégicas basadas en el poder son cada vez más enmascaradas por regulaciones administrativas basadas en un conocimiento neutral experto, negociadas en secreto e implementadas a espaldas del pueblo. Esta lucha es una lucha por la Leitkultur (cultura ‘guía’) europea, económica y política. Los poderes de la UE representan el statu quo tecnocrático que ha mantenido la inercia de Europa durante décadas. En sus Notas hacia una definición de la cultura, el gran conservador T. S. Elliot apuntaba que hay momentos en los que la única elección es entre la herejía y la descreencia, esto es, cuando la única forma de mantener una religión viva es realizar una división sectaria. ¿Acaso no es esta nuestra posición con respecto a Europa hoy? Sólo una nueva “herejía” (representada en este momento por Syriza) puede salvar lo que vale la pena del legado europeo: democracia, confianza en el pueblo, solidaridad, igualdad. Por contra, si Syriza perdiera esta batalla, ganaría una “Europa con valores asiáticos” (que, obviamente, no tiene nada que ver con Asia, pero sí con la clara y actual tendencia por parte del capitalismo contemporáneo de suspender la democracia).
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· En este mundo ideal, sólo falta desembarazarse del eslabón más débil para que los expertos finalmente tengan el poder absoluto
En Europa nos gusta mirar a Grecia como si fuéramos observadores desinteresados que siguen con compasión y simpatía la difícil situación de este país empobrecido. Esta confortable posición se basa en una fatídica ilusión, lo que ha pasado en Grecia estas últimas semanas nos toca también a todos nosotros; es el futuro de Europa el que está en juego. Así que cuando leemos sobre Grecia, deberíamos siempre tener en mente ese viejo dicho: de te fabula narrator (es de ti de quien habla la historia). Un ideal está emergiendo desde la Europa del establishment reaccionario hasta la del referéndum griego, un ideal que no podría resumirse mejor que con el título de un reciente artículo escrito por Gideon Rachman en su columna del Financial Times: “el vínculo más débil de la eurozona es el de los votantes”. En este mundo ideal, sólo falta desembarazarse del eslabón más débil para que los expertos finalmente tengan el poder absoluto de imponer las medidas económicas necesarias —si tenemos elecciones en absoluto, su función es la de confirmar el consenso de los expertos. El problema es que esta política de los expertos está basada en una ficción: “extender y pretender” (extender indefinidamente los plazos pretendiendo que todas las deudas serán eventualmente pagadas).
¿Por qué es esta ficción tan tozuda? No es solo que esta ficción haga la prolongación de la deuda más aceptable para los votantes alemanes; tampoco es solo que una posible quita de la deuda desencadene demandas similares por parte de Portugal, Irlanda y España. Es que de hecho los de arriba no quieren que les paguen sus deudas completamente. Los acreedores acusan a las naciones endeudadas de no sentirse suficientemente culpables —se les acusa de sentirse inocentes. Esta presión encaja perfectamente con lo que el psicoanálisis llama ‘superego’: la paradoja del superego, ya lo vio Freud, es que cuanto más obedecemos sus demandas, más culpables nos sentimos. Imaginemos a un profesor que no para de dar a sus pupilos deberes imposibles de realizar y luego se regodea sádicamente cuando ve en sus rostros la ansiedad y el pánico. El verdadero objetivo de prestar dinero no es que la deuda sea pagada completamente con beneficios, sino su prolongación indefinida, manteniendo a los deudores en una situación de permanente dependencia y subordinación. No sólo Grecia, sino que incluso un país de la talla de Estados Unidos ha admitido públicamente que jamás será capaz de devolver completamente sus deudas. Así que tenemos, por una parte, deudores capaces de chantajear a sus acreedores con la amenaza de su colapso (grandes bancos), por otra parte están los deudores capaces de controlar las condiciones de su devolución (EEUU) y, por último, los deudores a los que sencillamente se puede humillar (Grecia). Los acreedores acusan básicamente a Syriza de no sentirse suficientemente culpable —se le acusa de sentirse inocente. Esto es lo que resulta tan inquietante al establishment de la UE: Syriza admite la deuda, pero sin ningún remordimiento. Se han desembarazado de la presión del superego. Varoufakis personifica esta posición en sus negociaciones con Bruselas: entiende perfectamente el peso de la deuda y aboga racionalmente por una alternativa a la UE actual. Paradójicamente, el argumento que Tsipras y Varoufakis repiten cada vez que tienen la ocasión es que el de Syriza es el único gobierno que puede garantizar la devolución de la deuda, al menos en parte. Varoufakis mismo se pregunta sobre el enigma de los bancos que no paraban de inyectar dinero a Grecia mientras colaboraban con un estado clientelista a la vez que conocían perfectamente la situación del país. El gobierno de Syriza es consciente de que la mayor amenaza no proviene de Bruselas — sino que reside dentro, en un estado clientelista y corrupto, si alguna vez hubo estado. La burocracia de la UE es culpable de esto y merece ser criticada porque, mientras reprochaba a Grecia su corrupción e ineficiencia, apoyaba el
LA CIRCULAR · VERANO 2015 mismo partido (Nueva Democracia) que encarna la corrupción y la eficiencia en Grecia. El gobierno de Syriza pretende escapar de este callejón sin salida —léase la declaración programática de Varoufakis, publicada en The Guardian, donde revela la estrategia última de Syriza: una salida del euro por parte de Grecia, Portugal o Italia pronto desembocaría en una fragmentación del capitalismo europeo, creando grandes beneficios como consecuencia de la recesión para la región que queda al este del río Rin y al norte de los Alpes, mientras el resto de Europa permanecería estancada. ¿Quién se beneficiaría de un tal desarrollo de los acontecimientos? ¿Una izquierda progresista, que tendría que resurgir de sus propias cenizas cual ave Fénix? ¿O los nazis de Amanecer Dorado, y todo el surtido de neofascistas y xenófobos? No tengo ninguna duda sobre quién sacaría mejor provecho de una potencial desintegración de la eurozona. Por mi parte, al menos esta vez, no estoy preparado para dejar pasar esta nueva versión postmoderna de los años 30 sin tomar partido. Si esto quiere decir que somos nosotros, ‘marxistas erráticos’, los llamados a salvar el capitalismo europeo de sí mismo, que así sea. No por amor al capitalismo ni a la eurozona evidentemente, sino sólo para minimizar el innecesario coste humano de la crisis. La política financiera de Syriza sigue las siguientes directrices: ningún déficit, disciplina y más recaudación vía impuestos. Algunos medios alemanes han caracterizado a Varoufakis como un psicótico que vive en su propio mundo – pero ¿acaso es tan radical? Lo que resulta tan enervante de Varoufakis no es tanto su radicalidad como su racionalismo y pragmatismo —cuando uno lee el programa de Syriza no puede evitar pensar que sus medidas un día formaban parte de cualquier agenda socialdemócrata (el programa del gobierno de Suecia durante los años 60 era mucho más radical). Es un triste signo de nuestro tiempo que hoy se llame “izquierda radical” a las mismas medidas —un signo de tiempos oscuros, pero también una oportunidad para la izquierda de ocupar el espacio que, décadas atrás, pertenecía al centro-izquierda moderado. Pero, quizás, el argumento repetido sin parar sobre la supuesta moderación de Syriza no acaba de dar en el clavo —como si, de tanto repetirlo, los eurócratas llegaran a creerse que no somos tan peligrosos. Syriza es efectivamente peligrosa; representa una amenaza para la orientación actual de la UE – el capitalismo global de hoy no puede permitirse volver al estado de bienestar de ayer. Así que hay algo de hipócrita en las constantes reafirmaciones de la supuesta
moderación de Syriza: efectivamente quiere algo que no es posible dentro de las coordenadas del sistema actual. Tenemos que tomar una decisión estratégica muy seria: ¿y si ha llegado la hora de quitarnos la máscara de la pretendida modestia y abiertamente reconocemos el cambio radical que se necesita para asegurar incluso la menor de las reformas? Muchos críticos del referéndum griego han dicho que se trataba de pura demagogia, señalando entre burlas que no estaba clara la pregunta. El referéndum no era sobre el euro o el dracma, sobre Grecia dentro de la UE o fuera: el gobierno heleno enfatizó repetidamente su deseo de permanecer en la eurozona. De nuevo, los críticos traducen automáticamente la pregunta política clave a una decisión meramente administrativa. En una entrevista concedida a Bloomberg el 2 de julio, Varoufakis dejó claro lo que estaba realmente en juego en el referéndum. La elección era entre las políticas de la UE que los últimos años habían llevado a Grecia al borde de la ruina – la ficción de “extender y pretender” – y un nuevo comienzo realista que no se basaría nunca más en este tipo de ficciones y proveería un plan concreto para sacar el país adelante. Sin un plan así, la crisis se reproduciría una vez y otra. El mismo día, incluso el FMI concedía que Grecia necesita una quita de la deuda para que la economía pueda respirar y volver a ponerse en marcha (propone una moratoria de 20 años). El ‘No’ del referéndum griego ha representado por tanto mucho más que una simple elección entre dos perspectivas diferentes de atacar la crisis económica. El pueblo griego ha resistido heroicamente la despreciable campaña del miedo que ha intentado movilizar los instintos más básicos de supervivencia. Su ‘No’ ha sido un No a los eurócratas que demuestran cada día ser incapaces de sacar a Europa de su inercia. Ha sido un grito desesperado de que las cosas no pueden seguir así que nos ha abierto a todos los ojos. Ha sido una decisión de auténtica visión política contra la extraña combinación de fría tecnocracia y tópicos racistas encendidos que pintan a los griegos como vagos y derrochadores. Ha sido una rara victoria de los principios frente a un oportunismo egotista y en última instancia autodestructivo. El ‘No’ que ha ganado es un Sí a ser conscientes de la envergadura de la crisis en Europa; un Sí a la necesidad de un nuevo comienzo. Ahora la pelota está en el tejado de la UE. ¿Será capaz de despertar de su autocomplaciente inercia y entender el mensaje de esperanza enviado por los griegos? ¿O será una excusa más para desatar su ira sobre Grecia y continuar en su sueño dogmático?
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Entrevista a Alain Badiou Por Jorge Lago
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orge Lago: La idea es tener una conversación acerca de lo que está ocurriendo en Europa, lo que está pasando en España y en Grecia y, sobre todo, me gustaría empezar conociendo tu opinión de la experiencia que proviene de ese exterior de la política parlamentaria que acaba llegando a los Parlamentos, como Syriza y Podemos. Alain Badiou: Creo que, de acuerdo a un análisis que Podemos ha hecho públicamente, la crisis de 2007-08 ha tenido efectos, particularmente violentos en los márgenes de Europa, es decir, en los países del Sur y, en cierto modo también, en los países del Este. Países en los que el elemento de estabilidad de la oligarquía dominante no tenía el mismo grado de solidez histórica que en el resto de Europa. Tampoco el parlamentarismo, de hecho. Basta recordar que los griegos se encontraban aún bajo una dictadura militar en los años 60, y que la historia de España ha sido también completamente singular. Son países en los que, por razones varias, la modernidad capitalista y política era mucho más reciente y mucho menos enraizada. Sin querer pasar por un leninista de baratillo, hay que decir que estos países eran, sin duda, el eslabón más débil desde el punto de vista de la dominación oligárquica europea. También hemos comprobado que los eslabones realmente fuertes y poderosos eran Alemania y, en cierto modo también,
Inglaterra. El eslabón subordinado pero que aún aguantaba bastante bien era Francia; mientras que todo el sur: Portugal, España, Italia y Grecia se veían afectados por severas perturbaciones políticas, cada una adquiriendo diferente forma. Hemos visto en Italia el muy extraño poder de un aventurero político como Berlusconi, aunque Sarkozy no fuera mucho mejor como variante. Luego hemos visto la puesta a prueba negativa, destructiva, de los partidos socialdemócratas, encargados de gestionar la interioridad de los de abajo al servicio de la maquinaria oligárquica. Podemos tomó constancia de este análisis apoyándose en ese síntoma totalmente serio e importante que han sido la ocupación de las plazas, los indignados, etc., y ha decidido transformar eso en un gran conflicto bajo unas condiciones que me parecen, por cierto, diferentes de las de Grecia, donde se trata de una federación de movimientos anteriormente existentes. Algo, quizá me equivoque, mucho menos marcado en Podemos, constituido alrededor de un núcleo primitivo, estable y muy diferente. No hemos visto creación alguna comparable en países como Francia, Alemania o Inglaterra, el núcleo duro, si puede llamarse así, de nuestra Europa y donde la crisis ha golpeado menos gravemente. Debemos aceptar que allí el consenso alrededor del sistema establecido era relativamente sólido y, si
LA CIRCULAR · VERANO 2015 tiene que darse una contestación particular, se dará desde la extrema derecha mucho antes que desde la extrema izquierda integrada. Estamos, en cualquier caso, frente a la emergencia de una nueva posibilidad, al mando del Estado en Grecia y con oportunidades de lograrlo en España. Se trata, por tanto, de creaciones nuevas, situaciones que combinan la constatación ampliamente extendida entre las poblaciones de que la socialdemocracia ya no opera, ya no es operativa desde el punto de vista de su función histórica de gestionar a los de abajo dentro del sistema político dominante, y que como consecuencia se abre una vía más amplia de autonomía. Completaría este cuadro general señalando que entramos hoy en un nuevo enfrentamiento, inédito: vamos a encontrarnos con un brazo de hierro que recorre de cabo a rabo las regiones de Europa, donde quisieran tener un ejemplo negativo para demostrar que es imposible, que incluso aunque lleguéis al poder, se han dirigido a vosotros a través de Grecia. Estas dos experiencias, Grecia y España, me interesan enormemente y las sigo con pasión porque son precisamente experiencias: se trata de este cambio de dogma en el hecho mismo del conflicto con Europa. La relación muy estrecha con los movimientos es inédita, y no conocemos realmente el resultado. Solo podemos apoyar y sostener estas experiencias de modo instintivo y desear que esta experiencia se desarrolle. Añadiría que, en cierto modo, la penetración es aún mucho más interesante, por dos razones, en el caso de Podemos que en el de Syriza: la primera es la extrema atención que pone Podemos sobre la hegemonía ideológica en la figura de la reestructuración del lenguaje. Es decir, esa lección aprendida de la filosofía contemporánea según la cual no se puede dejar de lado la filosofía del lenguaje. Aplicando esto con vigor sobre lo político, y con una conciencia muy real de la importancia de las sustituciones lingüísticas, la forma nueva de dirigirse a la masa, incluso bajo la forma de algo heroico y conservador al mismo tiempo… Sí, soy muy sensible a esto porque pienso que, efectivamente, la política tiene todas las de ganar, no solo en ser comprendida, sino también en su capacidad de comprender e integrar lo que dice la gente. Siempre en los dos sentidos, porque evidentemente la gente no se expresa en los términos canónicos que formula la izquierda ni la derecha del anticapitalismo. Hay un segundo aspecto que me interesa mucho, que es un ejemplo espectacular de la función conjunta de un núcleo de intelectuales y de un movimiento popular. Opino que nada ocurre, no puede ocurrir nada importante mientras no se dé este tipo de conjunción. Lo que me lleva a un tercer punto que me interesa enormemente, y es la capacidad, que puede ser contrastada en el tiempo, de construir un partido. Una
organización que acepta, que va a aceptar un mínimo de disciplina política. JL: Parece evidente, sí… AB: Creo que tenemos en Podemos el embrión de algo que intenta convencer a la gente y les anima a seguir la posibilidad, véase la necesidad de una disciplina que no será ciertamente un tipo de disciplina calcada de una jerarquía estricta anterior pero que, sin embargo, será y aceptará una disciplina. Esto he de decir que es lo que más me apasiona de vuestra aventura, porque el movimiento de los indignados es un fenómeno que pasa, que surge como resultado de lo que hemos dicho, de la crisis, del derrumbamiento y del desmoronamiento del sistema político tradicional, pero la emergencia, desde ahí, de una organización política de nuevo tipo, reformulando el lenguaje general de la política y, sin embargo, manifestándose como “aptos para asumir el poder del Estado”, esto es una experiencia que me parece fascinante. JL: Claro, claro. Nosotros, en la construcción del partido, hemos intentado salir, precisamente, de la lógica de los partidos tradicionales definidos por la corrupción y la disciplina interna, donde aquél que tiene más tiempo para militar y hacer aparato asciende en la jerarquía dentro de una burocracia disciplinada, es decir, aquél que tiene más tiempo y habilidad, y menos capacidad de trabajo fuera de la sede… Algo que puede acabar siempre burocratizando el partido. Por el contrario, hemos buscado fórmulas que procuran romper con la identidad del militante de partido, trabajar en el límite del dentro/fuera del partido. Ese alguien que se adhiere, que simpatiza, que es la sociedad civil movilizada y no solo partido. Me pregunto cómo ves esta posibilidad de construir identidad que no es totalmente militante, al menos en términos clásicos. AB: Creo que se trata de una absoluta necesidad. Aunque es difícil evitar el horizonte del militante profesional, porque siempre hay un cierto número de personas que serán, al menos durante una secuencia de tiempo, profesionales de la política, simplemente porque esto exige un tiempo, un tiempo enorme. Y no es esta figura la que debe ser retenida, estoy de acuerdo contigo. En el fondo, el partido debe ser concebido de modo que cualquiera pueda reclamarle/interpelarlo sin que deba necesariamente estar encuadrado o ser cuadro, o profesional del asunto. En el fondo, la membrana entre movimientos y partido debe ser extremadamente flexible y atravesable, esto creo que es fundamental, y mucho más cuando el partido está fuertemente representado e inscrito en el Estado, porque el Estado tiene un potencial corruptor extraordinario, eso lo veréis, lo veréis… JL: Me lo imagino … AB: Es un aparato de corrupción extraordinario. He visto cómo se transformaban personas que conocía cuando eran militantes del movimiento de izquierdas
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· Estas dos experiencias, Grecia y España, me interesan enormemente y las sigo con pasión porque son precisamente experiencias: se trata de este cambio de dogma en el hecho mismo del conflicto con Europa
después del 68, que han accedido a los despachos ministeriales: la rapidez de la transformación subjetiva de estas personas, no quisiera desmoralizarle, pero la rapidez de su transformación, de su apariencia subjetiva en la disposición del Estado, en asuntos tan tontos como tener un coche oficial con conductor, es extraordinaria. Esto hace aún más necesario eso que Lenin planteaba acerca del control obrero y campesino sobre el aparato del Estado. Si no, nos enfrentamos con algo que conocemos bien, el horizonte estaliniano. Esto hace aún más necesario el procedimiento o la construcción de esta nueva figura de la disciplina. Si llegáis a proponer cosas fiables en la rendición de cuentas o una nueva disciplina eficaz, que al mismo tiempo deje una especie de entrada a la respiración y los impulsos del movimiento, pasaría a la Historia ¡Veremos! JL: La gran coalición en Grecia, de una forma u otra, ha permitido a Syriza ocupar un espacio pocos meses antes. ¿Qué lugar puede tener la socialdemocracia si su horizonte europeo parece marcado por el límite de la Gran Coalición? AB: Si me planteo la situación en Francia, tengo la impresión de que hay que ir un poco más lejos que la socialdemocracia, pues lo mejor que podemos esperar es que libere espacio para algo, como resultado de su descrédito, es decir, la veo teniendo una importancia negativa: se encuentra en situación de no hacer otra cosa que ser una minoría eterna. La socialdemocracia en Francia tiene, desde la última Gran Guerra, una historia confusa y corrupta, ya que ha participado de modo intenso en las guerras coloniales, ha apoyado mayoritariamente el sistema gaullista, ha traicionado, al cabo de dos años, el mandato electoral que se había confiado. Ahora está entre los apoyos de Alemania, incluso del Estado de Israel, su lista de méritos… en fin. Salvo que el sistema político francés se americanice completamente, y me parece que es la posición de Valls, que se cree un “Partido Demócrata”. Aquí, el efecto negativo de estos desplazamientos podría abrir una brecha en el sistema francés. Pero lo que es más decepcionante hoy en Francia es que las masas populares no empujan ninguna rueda, son ampliamente inertes y, cuando han desplegado fuerza de movimiento de manera no despreciable, por ejemplo contra la reforma de las pensiones de Sarkozy, ha sido con todo muy débil y siempre bajo el marco sindical. Tuvimos el movimiento del 95, las grandes huelgas del 95 permitieron que la izquierda regresase al poder, pero nada más. Lo que me parece importante señalar es si la llegada de Podemos al poder encontrará los medios, en primer lugar, de demostrar ser cualitativamente diferente de otras formaciones de izquierda que han alcanzado puestos de responsabilidad y, en segundo término, si será capaz de inventar, dentro de la dialéctica que mencionábamos antes de movimientos-
organización-Estado, una nueva disciplina. De cualquier forma, estoy convencido de que algo verdaderamente nuevo está sucediendo. No estamos ya dentro de la mecánica corrupta a la que estábamos acostumbrados, un modus operandi en el que los movimientos de masa eran la oportunidad que tenían los viejos partidos agotados para hacerse una cura en salud, recuperar el Estado y olvidarse de ellos. JL: ¿Qué opinión le merecen los conceptos de Laclau en términos de utilidad política, por un lado, y de construcción teórica, por otro? AB: Cuando Laclau habla de populismo de izquierdas lo que entiendo es la posibilidad de construir una hegemonía ideológica en sectores importantes de población, es decir, edificar a partir de ahí y consolidar una oposición entre pueblo y oligarquía. JL: Pero hablando de Europa, como una posibilidad en Europa… AB: Si no hay una posibilidad de ese tipo en Europa, entonces no lo hay de ningún modo. Así que, en esto estaría totalmente de acuerdo. No lo estaría tanto con los contenidos y la naturaleza exacta de la hegemonía ideológica que se plantea. Me llama la atención que en los borradores de programa o las esbozos y propuestas que hacéis hay mucho de dejar a la eventualidad futura de las cosas, no hay un programa estructurado y cerrado. Menos mal, por otro lado, veo bien que por el momento sean cosas que movilicen. Por ejemplo, no se ataca la propiedad privada en tanto que tal, y del mismo modo no se pone en el orden del día una transformación radical de las bases que sustentan a la oligarquía. A veces me parece que el consenso sobre el que se busca el apoyo es un poco negativo y un poco formal: una oligarquía ha robado la soberanía popular y, en segundo lugar, esta soberanía popular es la esencia misma de la democracia. Bien, pero después de todo, estos elementos necesarios, ¿son suficientes para sostener de modo duradero y eficaz el poder del Estado? Ya se verá. Pero una nueva posibilidad política en Europa, hoy, debe combinar movimiento popular, -si no pasa nada no tenemos nada, sin los indignados Podemos no estaría aquí- y, sobre esta base, la construcción de una organización que se separe lo menos posible de ese movimiento, aunque esté, de hecho, un poco separada. Con aceptación del liderazgo, de los nombres propios, sí. Para constituirse a sí mismo como pueblo, el pueblo necesita nombres propios, hay que asumirlo, en cualquier lugar el pueblo necesita que se le pueda nombrar: Morales o Lula, por ejemplo. JL: Precisamente iba a preguntarle, porque se ha dicho en varias ocasiones que habíamos roto el tabú de los gestos prohibidos por la izquierda en España, como el liderazgo o como lecturas estratégicas que nos hacían decir ‘quizás no vamos a abordar este tema de manera central, es mejor llegar
LA CIRCULAR · VERANO 2015 al poder y cambiarlo desde ahí que hablar ahora de algo que probablemente te imposibilite llegar al poder”… Toda esa estrategia, que es contraria a la idea izquierdista que cree necesario decir la verdad, entendiendo verdad por identidad, y sin embargo utilizar los líderes, los medios de comunicación, ¿no le molesta en términos de estrategia? AB: No, no, no me siento en absoluto molesto por esas cosas, honestamente no me siento para nada molesto. JL: Pero hay un riesgo, no obstante … AB: El riesgo es evidente, para mi se trata sólo de los apéndices de lo que será el riesgo central, que será la ocupación y la utilización del poder mismo; pero desde el punto de vista de la cuestión propagandística, soy absolutamente cínico. Los nombres propios, el liderazgo, me parecen indispensables. En realidad, no puedo censurar esto, pero pienso que es indispensable, que debe haber una representación efectiva, debe haber nombres propios que sostengan precisamente la posibilidad mínima de la disciplina política. Es decir, uno puede verse reflejado no sólo en lo abstracto del partido, eso también es peligroso, queremos saber quién es, el equipo, quién compone la dirección de este proyecto… A condición de lo que decíamos anteriormente, de que no suponga una burocratización excepcional, ni una jerarquía de los oportunistas, aquellos para quienes el partido se vuelve más y más importante y desaparece todo lo que está fuera. JL: Incluido el enemigo, sí... AB: ...y que existe una oligarquía, claro. Las características del Partido Movimiento no pueden ser totalmente las características del Movimiento, pero tampoco pueden ser las del Estado. Digamos que no pueden ser ni lo uno ni lo otro. Quizá por ello entiendo que la figura de la disciplina de partido es la que debe ser modificada, de tal forma que la circulación entre el Movimiento y el Estado sea lo más fluida posible. Así evitaríamos que el Movimiento termine fusionándose con el Estado, lo que le separaría de la realidad. En este sentido, creo que Podemos ofrece una oportunidad experimental superior a Syriza, ya que no es una coalición de grupúsculos. Una política nueva es siempre una política que define ella misma lo que es posible e imposible. Me refiero a cuando ustedes señalan que hay casta, o cuando hablan de los de arriba y los de abajo. Es muy importante que nadie os imponga si sois izquierda moderada o radical. JL: Pero, entonces ¿es posible una subjetividad revolucionaria a la vez que se ocupan las instituciones del Estado? AB: Sí, creo en esa una posibilidad, si no lo pensase, hace tiempo que habría dejado de interesarme por la política. Creo que habría optado por dejar que los acontecimientos siguieran su curso, pero debo creer que es posible. Soy consciente de que salimos de una gran etapa histórica en
la que la pasión estatista ha devorado la pasión revolucionaria. En cierto modo, y visto con la perspectiva que nos da la historia, la sinceridad revolucionaria de los bolcheviques en 1917 está fuera de toda duda, por tanto es el Estado quien terminó por corromperles. No debemos minimizar la potencia corruptora del Estado. Pero pienso que esa batalla se juega desde el inicio: es decir, en el tipo de relación que la Organización mantiene con sus orígenes en los movimientos o en el levantamiento y la marea popular. En este sentido, me parece que Tsipras mantiene aún un vínculo real, ese que le permite verse constantemente animado a aguantar, a ganar tiempo también ... ¡Me pregunto a veces si no está esperando a vuestras elecciones en noviembre! JL: Sí, lo hemos hablado entre nosotros con los amigos de Syriza, dicen, bueno, vamos a ganar ahora en estas negociaciones, y vamos a ver qué pasa en España y después veremos. Esto para nosotros es importante, claro. Si Syriza, es decir Grecia, saliese del euro, lo tendríamos más difícil para llegar, tendríamos más dificultades para llegar a nuestra población… AB: …estoy totalmente de acuerdo, y creo, desde hace tiempo, que contrariamente a ciertos activistas, ya sean de Syriza o simpatizantes de Syriza, creo que es absolutamente indispensable que, por el momento, Grecia no salga del euro, ni Europa; hay que estar cerca del perseguidor, eso es lo terrible… JL: Pero, y fuera, ¿qué es lo que hay fuera? Es la peor elección de la democracia, sales del euro y tienes cuatro, cinco, seis o incluso ocho años a tu población en una situación dramática que muy probablemente te haga perder las siguientes elecciones: sales del euro, pobreza durante el tiempo que se reactive una producción propia, pierdes el poder y dejas a la derecha gestionar la recuperación económica… AB: Sí, y la otra hipótesis, que es la hipótesis directamente dictatorial, es decir, que no se plantean elecciones, JL: Sí, claro, pero sostener eso en Europa, ahora... AB: No, claro. Y no pienso en absoluto que sea eso lo que está en mente de Syriza. Lo que está en mente ahora es aguantar hasta las elecciones de noviembre, hacerlo lo mejor posible. Y, claro, aguantar el tipo supone una negociación indefinida. Es decir, hacer de la negociación la actividad principal. Pero Y agota a la población … JL: ...no se puede mantener esa idea troskista de manténer a tu población constatemente revolucionada … AB: ¡Evidentemente! JL: … la gente quiere trabajar y estar en sus casas, y tienen razón además. Bueno, pues yo ya le he robado más de los cuarenta minutos acordados. AB: Nada, me encanta discutir con usted. JL: Es un verdadero placer.
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VERANO 2015 · LA CIRCULAR
Por Jorge Alemán
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· Sin correr el riesgo de quedar atrapados en aquello que queremos a la vez destituir, no hay actualmente posibilidad de asumir un proyecto populista de izquierda de vocación emancipadora
A Ernesto Laclau, en el primer año de su muerte, en Sevilla
Poder neoliberal y Hegemonía
L
a Hegemonía es la lógica constitutiva de la política y no simplemente una herramienta de la misma. Pero para desentrañar esta afirmación debemos dar algunos rodeos que nos permitan cierta captación del asunto. La Hegemonía no es una voluntad de poder, ni un deseo de adueñarse del espacio de la representación política. Es siempre muy llamativo que cada vez que emerge una fuerza política transformadora, con vocación de ruptura y con un horizonte emancipatorio, se le enrostre su “pretensión hegemónica”. Cuando esto está proferido por los medios corporativos de la derecha, se ve claramente la jugada; el Poder neoliberal es una dominación que se disimula como consenso, una dominación que se presenta más como una dependencia a una serie de dispositivos que conforman a la subjetividad que como una sumisión impuesta. También se presenta como una dependencia inerte a determinados mandatos que ni siquiera son explícitos, pero sin embargo eficaces. Es lo que llamamos corrientemente la “naturalización” del poder neoliberal, disfrazar su ideología bajo la forma del “fin de la ideología”. Pero, ¿qué es la Hegemonía?, ¿cuál es la lógica política que la sustenta según Ernesto Laclau? De entrada hay que admitir una complejidad intrínseca a este concepto, a partir de esa radicalización del programa gramsciano que encarna Laclau con su pensamiento. Partamos de los momentos básicos de su constitución como concepto fundamental de una “ontología política”. Primero: la realidad está constitutivamente construida por discursos; los afectos, los cuerpos, las pulsiones, están atravesados por el discurso, marcados por sus significantes, determinados por una retórica y una gramática que suspende toda idea de una “fuerza original e inmanente” que se pueda representar directamente. Segundo: estos discursos que constituyen la realidad lo hacen de tal manera que no pueden nunca representarla en su totalidad. El discurso constituye a la realidad, no la puede representar de modo exhaustivo, y sin embargo, se tiene que hacer cargo de intentar representarla de un modo fallido. Esta brecha “ontológica” entre discurso y realidad es irreductible e imposible de ser suturada. La representación vehiculizada por el discurso es estructuralmente fallida, existirá siempre una “heterogeneidad” que impide que la representación se produzca como totalidad. Por último, en este Límite del discurso al representar la realidad,
frente a esta heterogeneidad irreductible, frente a esta “diferencia” imposible de cancelar, se articula el momento político que llamamos hegemónico. No puede haber política sin pasar por el dilema hegemónico. Hacerse cargo de representar aquello que se sustrae a la representación, nos muestra que lo Político no es un subsistema de la realidad, sino el modo privilegiado en que la misma se constituye. El momento hegemónico se resuelve de forma siempre fallida a través de un término limite, ya sea el denominado significante vacío en Laclau, “objeto a” en Lacan, clase hegemónica, en Gramsci. La brecha insalvable entre el discurso y aquello que no puede eludir representar es lo que la Hegemonía, insistamos en su carácter fallido, intenta resolver.
Emancipación
Una vez formulado este rodeo teórico y, ya entrando en mis propias consideraciones, debo decir, y éste es el sesgo de lo que denomino la “izquierda lacaniana”, que no considero al Poder neoliberal una Hegemonía, al menos en este sentido estricto que hemos intentado delimitar. Las lógicas de dominación repudian y son fundamentalmente refractarias a la construcción de experiencias políticas hegemónicas. El Discurso Capitalista que soporta al Poder neoliberal no admite ninguna brecha, ninguna heterogeneidad inicial, se presenta con la potencia de representar todo y llevar todas las singularidades y las diferencias a la totalidad del circuito circular de la Mercancía. La Hegemonía nunca es circular, está siempre agujereada en sus fundamentos, mientras que el discurso capitalista es un funcionamiento “contradiscursivo”, podríamos decir, que intenta incluso adueñarse de todo el espacio simbólico. Siendo la propia producción biopolítica de la subjetividad un claro ejemplo de esta cuestión. Por ello, el odio por la política hegemónica por parte de la derecha es finalmente un odio a lo simbólico y al sujeto que puede emerger en dicho campo. Un sujeto distinto de los proyectos uniformizantes de la biopolítica neoliberal. Sólo puede existir la Emancipación, que es un duelo y una despedida de la “metafísica” de la revolución y sus “leyes históricas”, si se pasa por la apuesta hegemónica como articulación de diferencias que nunca serán anuladas. La emancipación nunca logrará realizar una sociedad reconciliada consigo misma, como esperaba el marxismo canónico. El momento hegemónico es insuperable, no hay sociedad que
LA CIRCULAR · VERANO 2015 no sea en su propia existencia una respuesta a la brecha que la constituye. El “saber hacer”, con esas brechas, esas diferencias, esas heterogeneidades, en la construcción de una voluntad colectiva, es el arte de lo político. Por todo esto, y ésta es una cuestión crucial, de entrada debemos señalar que líderes, elecciones, participación en las instituciones políticas, medios de comunicación etc., no expresan a la hegemonía ni la representan, son parte de la misma, juegan en su interior, en lo que Ernesto Laclau denomina en su lógica hegemónica, la “extensión equivalencial de las diferentes demandas”. Estas se deberán articular a un significante vacío que represente a la totalidad imposible, para permitir la emergencia de una voluntad colectiva, que nunca es algo dado de antemano por ninguna identidad o por la llamada “Psicología de las Masas”. Aquí debemos hacer una apuesta sin garantías, o el crimen es perfecto y el discurso capitalista se ha adueñado de la realidad y su sujeto, de tal manera que ya está definitivamente emplazado y solo llamado a ser material disponible para la forma mercancía, o existen diferentes superficies de inscripción donde lo político-hegemónico, de modo contingente, puede hacer advenir un sujeto popular y soberano. Un sujeto interpelado por aquellos legados simbólicos que lo preceden y por las demandas de distintos sectores explotados por las oligarquías financieras. Estas demandas singulares se caracterizan porque no pueden ser absorbidas por la arquitectura institucional dominante. Las demandas no satisfechas institucionalmente son el punto de partida, pero sólo el punto de partida, para que las diferencias ingresen a una lógica equivalencial. Teniendo en cuenta que ya no podemos imaginar una fórmula de desconexión del capitalismo, fundamentada supuestamente desde “leyes objetivas y científicas”, la ruptura populista es la respuesta a ese “esencialismo” de tradición marxista. El populismo no es una renuncia a la radicalidad de la transformación revolucionaria, es aún más radical, porque de un modo materialista admite los impasses y las imposibilidades que se presentan cuando la parte excluida y no representada por el sistema intenta construirse como una hegemonía alternativa al poder dominante. En cuanto a los medios de comunicación y los distintos debates que acompañan el asunto, parece que no se puede ser optimista con respecto a los mismos. Como aquellos que ven en los medios y particularmente en las redes una posible forma de “capital variable” escindido que contribuiría, a la larga, con una nueva emergencia de una Multitud transformadora. Pero tampoco como la realización del crimen perfecto donde el sujeto desaparece en la enunciación de los medios de comunicación para volverse parte de la “gente”. El Pueblo comienza cuando “la gente” se revela como pura construcción biopolítica. En esto, el Pueblo es tan
raro y singular como el propio sujeto en su devenir mortal, sexuado y hablante. El Pueblo es una equivalencia inestable, constituido por diferencias que nunca se unifican ni representan del todo. Sin embargo, su fragilidad y contingencia de origen, es lo único que lo salva de la televisión, los expertos, los programadores, la contabilidad etc. Pero sólo en los pliegos más íntimos de los dispositivos de dominación neoliberal es que el sujeto popular puede advenir, lo otro es soñar con el espejismo de una realidad exterior pura y sin contaminación, que por su propia fuerza inmanente terminaría por desconectar la maquinaria y sus dispositivos.
“Sólo en el peligro”
Es cierto que, desde perspectivas anteriores más propias de lo que podríamos llamar una “ortodoxia lacaniana”, se podría pensar que lo político se queda, en efecto, en la superficie de las cosas y que nunca consigue transformar radicalmente nada, y que la “repetición de lo mismo” socava desde dentro cualquier proyecto. Pero ahora ya no se trata del ejercicio lúcido del escepticismo, ni de la razón cínica, posturas por otra parte anacrónicas y patéticas. Hemos ingresado en un tiempo histórico donde vemos consumarse lo que Lacan precisamente llama el “discurso capitalista” y Heidegger las llamadas “estructuras de emplazamiento técnico”, que a la vez constituyen, radicalizaciones teóricas y prácticas de lo que Marx llamaba “la subsunción real” del Capital en su dominación abstracta. Por ello, es inevitable pensar en la política como el único lugar posible donde se puede dar un combate con respecto al proyecto de deshistorización y desimbolización que el neoliberalismo comporta. El neoliberalismo es la primera fuerza histórica que se propone tocar, alterar, y volver a producir al sujeto, intentando eliminar así su propia constitución simbólica. Parafraseando al filósofo, “sólo en el peligro de la política puede crecer lo que nos salva”. Sin correr el riesgo de quedar atrapados en aquello que queremos a la vez destituir, no hay actualmente posibilidad de asumir un proyecto populista de izquierda de vocación emancipadora. Estamos siempre a punto de naufragar, y hay que entender que a partir de ahora siempre será así, porque ya no volverá a nosotros aquel espejismo ideal de estar cumpliendo con los pasos revolucionarios que supuestamente expresaban el fundamento de una ley histórica. No sólo nunca fue así, aunque el ensueño metafísico fue trágicamente potente, sino que ahora sería absolutamente funcional a la dominación neoliberal jugar el juego de un hipotético radicalismo revolucionario. Conectar la política con la vida real implica que la misma es travesía, construcción, articulación, de una heterogeneidad que no siempre toma la dirección que más anhelamos, pero que sin ella no habría nada que oponer como Hegemonía al régimen del Capital.
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Interpelar a Alemania Por Raimundo Viejo Viñas
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· Ese permanente cerrarse antes de tiempo, conato de toda ruptura constituyente que bloquea la mitopoiesis necesaria a la instauración revolucionaria del régimen democrático, ha sido el rasgo principal sobre el que se ha constituido la República de Berlín
E
n los años de la euforia neoliberal que siguieron al fin de la Guerra Fría, David Stark escribió un brillante texto intitulado Not by Design. En él se advertía del riesgo de hacer fracasar la ola de democratización de 1989 a manos de una creencia supersticiosa por entonces muy extendida: tras el Fin de la Historia los grandes procesos de cambio podían ser controlados, dirigidos y hasta planificados por los think tanks neoliberales. En consecuencia, los regímenes políticos podían ser diseñados a voluntad y poco importaba si las constituciones que se sacaban adelante en la Europa del Este eran simples calcos de las constituciones occidentales. La razón de fondo a la que apuntaba Stark era que las bases materiales en las que asentaban las constituciones neoliberales partían de asumir ciertas instituciones —entre otras la propiedad privada, el mercado, etc.— como un dato objetivo, dado de antemano y hasta “natural”. La teleología subyacente había sido expresada en el celebérrimo best seller de Fukuyama y su fracaso no sería menor que el Diamat soviético sobre el que se erigía como un calco de signo opuesto (que no por ello menos ideológico). La falsa consciencia del momento, por otra parte, tan proclive a creerse el mito de la mano invisible, marcó el destino de la Europa del Este con un durísimo par de décadas de reajustes. De rebote, no obstante, sentó también las bases de la implosión del proyecto neoliberal a escala europea en una sucesión de tratados: primero Maastricht, luego Niza y, al final, el TCE o tratado para la mal llamada Constitución Europea. A pesar de tentativas de enmienda posteriores como la del Tratado de Lisboa, las resistencias articuladas desde los Estados nacionales dieron al traste con un periodo que se remontaba a la efervescente Europa de finales de los sesenta y principios de los setenta. De hecho, lo que Francia y Dinamarca dinamitaron con su «No» en referéndum fue nada menos que el proyecto lanzado por la Comisión Trilateral en su informe de 1973, The Crisis of Democracy, con el que esperaban recuperar la iniciativa política. A saber: el exceso de democratización en curso dentro de los Estados nacionales debía ser frenado lo antes posible por una reestructuración capaz de capturar el desbordamiento democratizador. A tal fin era precisa una rearticulación supraestatal del espacio geopolítico de la Europa occidental
que partiese de la integración de la Europa mediterránea, primero, a la espera del fin de la Guerra Fría. Los años setenta y ochenta debían ser los del giro hacia una Europa construida desde arriba por medio de una modalidad de gobernanza ajena a la soberanía nacional y fundada en la heteronomía de los automatismos financieros propios de la subsunción globalizadora. En sus trazos elementales, esta gobernanza pasaba por abrir procesos deconstituyentes de los Estados miembros de la CEE, primero, y de la UE, a continuación. Se trataba de introducir en la estructura de la soberanía una mutación “postnacional”, consistente en un pseudofederalismo gerencial, sin constituyentes y que derivaba, a golpe de tratados, hacia el espacio heterónomo de las agencias instituyentes del mercado único.
De la República de Bonn a la República de Berlín
Con la caída del Muro de Berlín en la noche del 9 de noviembre de 1989 finaliza la Guerra Fría y da comienzo la II Unificación que acabará conduciendo de dos repúblicas alemanas a unas sola. La mayor capacidad de Helmut Kohl para leer la cuestión nacional precipitará el cierre del proceso constituyente que había abierto en la RDA la disidencia comunista e impulsaba el doble proceso de éxodo hacia afuera y movilización hacia adentro que había hecho implosionar la dictadura de Erich Honecker y el SED. Este cierre constitucional llevado a cabo incluso sin Constitución (basándose en el artículo 23 de la Ley Fundamental de Bonn, que se conjuraba contra el referendum previsto por el artículo 146) fue otro de tantos ejercicios de bloqueo y constitucionalización de éxito para el neoliberalismo. La incapacidad de la intelectualidad de la izquierda alemana para pensar el problema alemán dejó una vez más la hegemonía en manos del conservadurismo teutónico encabezado por Helmut Kohl. La República de Bonn, paradigma de liberalidad, welfarismo y éxito del gobierno representativo, dejaba así paso a una República de Berlín que se ha demostrado mucho más autoritaria, partidaria del workfare (Hartz IV, minijobs, etc.) y de crisis del sistema representativo y de partidos. El problema, entonces diagnosticado, pero no resuelto por Jürgen Habermas, tenía que ver con la procelosa “reelaboración consciente del pasado” (Aufarbeitung der Vergangenheit) y su falta de solución en el régimen resultante de la II Unificación.
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21 Ilustración de Ramón Rodríguez
Esta noción, ideada por Theodor W. Adorno en un conocido ensayo de título “Qué significa reelaboración consciente del pasado”, situaba el problema alemán en el bloqueo subjetivo que había producido el trauma del fracaso democrático de la República de Weimar y la dictadura nazi. Tanto en el caso del primero como de la segunda, y no menos que en la manera en que el artículo 23 de la Ley Fundamental dio resolución a la II Unificación de Alemania, resulta fácil identificar la continuidad de una crisis irresuelta entre la matriz nacionalista germana y la forma-Estado en sus sucesivas concreciones históricas. Este permanente cerrarse antes de tiempo, conato de toda ruptura constituyente que bloquea la mitopoiesis necesaria a la instauración revolucionaria del régimen democrático, ha sido el rasgo principal sobre el que se ha constituido la República de Berlín. Dicho de otro modo, el impulso constituyente democratizador de la Alemania actual se encuentra bloqueado por el dispositivo de una sustracción de la soberanía efectiva de la nación alemana que se origina en la derrota del régimen nazi, fundado en el estado de excepción
permanente, y su remplazo por un Provisorium que jamás ha dado lugar a un proceso constituyente. Sobre estas bases políticas fue instituida en 1949 (y reactualizada en 1989) una hegemonía que en sí misma ya no era correlato de la política del Estado nacional; toda vez que este había fracasado generando una identidad colectiva negativa cuya lógica responde al blindaje de la economía capitalista de posguerra. Estas bases políticas han facilitado y facilitan a Merkel una gobernanza que encuentra en la reproducción del trauma de la inflación, el descontrol del capital financiero y otros elementos característicos de la República de Weimar, las bases para el mantenimiento de una sólida hegemonía. Y ello no tanto por las razones de índole psicosocial, fácilmente deducibles de la obra de los teóricos de la Escuela de Frankfurt, cuanto por su utilidad a la irrupción de un bloque alternativo al hegemónico. Sin estas bases resulta difícil comprender la resistencia de la ideología austericida y la cooperación necesaria del conjunto del proyecto neoliberal europeo, por demás partícipe del modo de gobernanza que produjo el bloqueo constituyente alemán de 1989 y abocó a la crisis de los tratados neoliberales europeos.
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Grecia a la espera del resto del sur
Para la Europa mediterránea, la ruptura constituyente es cosa de la ola democratizadora que puso fin a las dictaduras militares a mediados de los años setenta. Su reconducción hacia la recuperación del control neoliberal del desbordamiento social que había provocado la ola de movilizaciones de los sesenta y setenta fue posible gracias a la masiva exportación de capital que, ya en la década siguiente, incentivaría la rearticulación de bloques hegemónicos en los países mediterráneos con los consiguientes reajustes estructurales. La liquidación de amplios sectores del tejido productivo, el reforzamiento primero de la burbuja inmobiliaria y la dependencia actual del turismo, entre tantos otros aspectos destacados, muestran, en nuestro caso, hasta qué punto la ruptura en curso es hija de la hipoteca generacional que hizo posible el candado del 78. Sin embargo, tal y como evidencia en estos momentos la situación griega, el problema de la recuperación de soberanía no es legible en los términos solipsistas de la modernidad. No hay hoy (si acaso alguna vez la hubo plenamente) una soberanía que se ejerce “sobre”, de manera “unilaterial”, por un decidir único de un solo decisor. Antes bien, la complejidad de la interdependencia mutua entre las instituciones del mando europeo y el remanente helénico de soberanía nacional, apuntan a una tensión antagonista de la que no se pueden sustraer el resto de integrantes de la UE, como tampoco los mercados y sus agencias. El solo hecho de que el debate de estos momentos tenga que ser planteado en los términos de un eventual Grexit que, como Godot, siempre está por llegar, es en sí mismo sintomático de la reversibilidad política de la dependencia del sur europeo. Resulta para ello imprescindible que, más allá de la propia difusión y robustecimiento mutuo de las resistencias meridionales (comenzando por el triunfo eventual de Podemos), estas mismas interpelen las matrices nacionales del norte allá donde hoy persisten sus bloqueos; y ello comenzando por la propia Alemania. No es el nacionalismo alemán lo que nos debe hacer temer el éxito político de Merkel, sino todo lo contrario: el bloqueo del problema alemán operado en 1990 con la II Unificación. Hoy más que nunca necesitamos en Alemania voces como la de Rudi Dutschke en la posguerra; voces alemans capaces de poner en evidencia los límites de una izquierda más aferrada e impotente que nunca ante su derrota nacional. Los Habermas, Grass y resto de intelectuales hijos de la crisis de Weimar, deberían de perder sus aureolas. Nombres como el del propio Dutschke, Syberberg y tantos otros representantes de la anomalía teutónica deberían inspirar nuestra interpelación actual a la nación alemana.
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· El impulso constituyente democratizador de la Alemania actual se encuentra bloqueado por el dispositivo de una sustracción de la soberanía efectiva de la nación alemana que se origina en la derrota del régimen nazi, fundado en el estado de excepción
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Una periferia europea de usar y tirar Por Alberto Montero Soler
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as bases de la creación de un área monetaria de una escala como la de la Eurozona, en la que siguen sin existir mecanismos de corrección de las asimetrías estructurales entre las economías que la integran que tengan la suficiente potencia como para permitir su reequilibrio en el medio y largo plazo, constituye uno de los determinantes esenciales tanto de la crisis europea actual como de su expresión concreta en los países de la periferia europea. En efecto, la división internacional del trabajo entre centro y periferia presente en el momento de la incorporación de los Estados del Sur a la construcción europea se ha mantenido desde entonces, incrementándose la especialización de dichos Estados en sectores productivos de bajo valor añadido pero que, al mismo tiempo, han resultado funcionales al proceso de rentabilización de los capitales financieros del centro en una suerte de simbiosis mortal. En este sentido, no es casual que el sector económico que en mayor medida ha sido sobrealimentado intencionadamente para estimular su hipertrofia y facilitar una rentabilización acelerada de los capitales acumulados en el centro de Europa haya sido el inmobiliario.
Las burbujas inmobiliarias cuyos estallidos se encuentran detrás de la profundidad de la crisis en las economías periféricas —Irlanda, España o Grecia, por ejemplo— no puede considerarse, en este sentido, el fruto de una casualidad. Esas burbujas son, por el contrario, el resultado deseado de un proceso de acumulación de capitales al interior de la Unión Europea, que localiza en el centro la generación de excedente vinculado a los sectores productivos de vanguardia, para posteriormente canalizarlo hacia la periferia en busca de la mayor rentabilidad esperable de las dinámicas especulativas inducidas en el sector de la construcción. La resultante no ha podido ser más desastrosa para todas las partes implicadas, si bien la condición acreedora de los países del centro ha reforzado, por un lado, su capacidad para minimizar pérdidas y, por otro, ha facilitado que pueda imponer sobre los países deudores el peso del ajuste en los balances de las instituciones financieras del centro. De alguna manera, todo ello es el producto de una situación paradójica: la de un proceso de integración europea que se ha cimentado esencialmente sobre la dimensión económica del mismo, pero que ha seguido pautas de incorporación a dicho proyecto de naturaleza
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política sin acompañarlas de elementos correctores desde lo económico, lo que habría facilitado la equiparación de las condiciones heterogéneas de partida de las economías que se sumaban al mismo. Esa asimetría entre la esencia económica del proyecto y los criterios políticos de ampliación se profundizó aún más durante el proceso de convergencia para la creación de la moneda única. Fue entonces cuando se impusieron criterios económicos de naturaleza nominal frente a una convergencia real que hubiera contribuido a homogeneizar las estructuras productivas entre los distintos Estados de la futura zona euro. De aquellos barros estos lodos en forma de economías desestructuradas en la periferia, subyugadas por el peso de sectores económicos de bajo valor añadido y en los que prima el trabajo de baja cualificación; sectores que, además, como en el caso del turismo, se encuentran abiertos a una competencia internacional que los fuerza a utilizar el mecanismo espurio de bajos salarios como principal determinante de la competitividad de la oferta. Todo ello mientras va perdiendo peso el sector industrial y, dentro del mismo, las líneas de vanguardia que podrían facilitar una inserción más equilibrada en las cadenas de valor internacionales. Lo realmente preocupante es que esa dinámica se ha agravado con la crisis económica, no tanto por el lastre que supone el peso del sector de la construcción —dado que su participación relativa en el producto total y en el empleo ha caído como consecuencia del ajuste que se ha producido sobre el mismo—, sino por la debilidad que muestra el sector industrial en estas economías y su incapacidad para sustituir a aquél como motor del crecimiento.
En consecuencia, la periferia europea se encuentra viviendo una pesadilla producto del monstruo que engendró el sueño de la razón de la construcción europea. Se ha desprendido de su soberanía económica, entregando la mayor parte de los instrumentos políticos a una Europa que gobierna en función de unos intereses que cada vez se identifican más con los de las élites económicas y financieras globales. Además, se han agravado los desequilibrios estructurales de sus sectores productivos, afianzándose aún más aquellos que condicionaban su inserción dependiente en el espacio europeo, lo que ha intensificado una división internacional del trabajo y la producción en el interior de la Unión Europea que les resulta claramente desfavorable y que, además, revierte negativamente en sus márgenes de maniobra de cara a la apertura hacia espacios extracomunitarios. Por último, la periferia ha sido utilizada como bomba de succión del excedente del centro para, a través de un sistema financiero libre de riesgos cambiarios, proceder a hipertrofiar los sectores inmobiliarios y financieros locales incentivando burbujas especulativas que han acabado por estallar. Lo peor de esta situación es que nada indica que, una vez devastadas dichas economías por la crisis, se vaya a modificar la estrategia, más bien al contrario, todo apunta a una profundización aún mayor de las asimetrías. Este escenario, desolador desde la perspectiva de los que sufrimos sus efectos pero también de los que creemos en un proyecto europeo democrático, solidario y sustentado sobre el bienestar de sus pueblos como elementos esenciales de identidad, sólo puede alterarse por una vía: más Europa… pero más Europa política, que de la económica ya nos sobra.
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En defensa de nuestros derechos, soberanía y democracia: no al TTIP Por Lola Sánchez Caldentey y Amelia Martínez Lobo
¿Qué es el TTIP?
El TTIP es el Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión que se está negociando entre EEUU y la Unión Europea, con el secretismo habitual con el que se negocian los acuerdos comerciales. En España, además, apenas ha habido espacio para el debate en la agenda política e institucional, copada, de momento, por los dos partidos tradicionales, PP y PSOE.
Consecuencias laborales y pérdidas de ingresos Las consecuencias de este tratado son casi innumerables e impredecibles. Se verían afectados todos los niveles de gobierno: ayuntamientos, regiones y Estados. También habría consecuencias desastrosas para el medio ambiente, ya que deja, por ejemplo, vía libre al fracking. El TTIP abriría la puerta a una oleada de privatizaciones de servicios públicos y veríamos nuestros derechos sociales y laborales mermados.
Existen numerosos estudios de impacto que nos advierten de las consecuencias negativas que provocaría el TTIP en nuestra sociedad. Es más, incluso los estudios más optimistas, encargados por la propia Comisión Europea, auguran un aumento de la renta per cápita de tan sólo 50 euros anuales. Más realista que los estudios elaborados a petición de la Comisión es basarse en un estudio independiente realizado por Jeronim Capaldo, economista de la Universidad de Tuffs y actual miembro investigador de la OIT. Se trata del único que se basa en el modelo de Política Económica Global de las Naciones Unidas, que tiene en cuenta variables que otros obvian, como la desigualdad, el desempleo, los salarios, los ajustes macroeconómicos y las tendencias políticas. Según el estudio de Capaldo, el TTIP provocaría pérdidas en los ingresos de los trabajadores de entre 5.500 y 3.400 euros anuales por trabajador, pérdidas en las
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Fotos: Dani Gago
27 exportaciones netas, y también en el PIB. Por otra parte, debido a la relocalización de las empresas, se calcula que se perderían 600.000 empleos en toda Europa. Además, la notable reducción de los ingresos públicos de los Estados conllevaría un incremento de los déficits públicos.
Cómo afectaría el TTIP a nuestros municipios: compra pública
La compra pública, que representa un 15% del PIB europeo convierte a los gobiernos, ya sean estatales, regionales o locales, en un potente consumidor y empleador. Al imponer restricciones sobre la compra pública se imposibilitaría una actitud responsable que premie a empresas que respetan el medio ambiente o que apliquen condiciones laborales dignas para sus trabadores. Este tipo de criterios no son de obligado cumplimiento, pero incluirlos favorece el tejido industrial local, particularmente a las PYMES, y promueve al mismo tiempo otro tipo de economía, social y solidaria. Por ejemplo, una pequeña empresa local de mobiliario no podría competir con la política de precios de una gran multinacional, que en muchos casos se podría permitir tener pérdidas temporalmente con el objetivo de “ganar mercado”.
Un tratado oscuro y antidemocrático
Todo el proceso de negociación ha estado salpicado por las continuas quejas de falta de transparencia. Diferentes plataformas de la sociedad civil y eurodiputados de diversos colores políticos han reclamado sin éxito una mayor transparencia en el proceso. Sin ir más lejos, hasta el pasado enero, sólo 7 de los 751 eurodiputados podían acceder a la sala de lectura donde se custodian los documentos limitados y restringidos de las negociaciones. Desde que en enero de 2015 la Comisaria de Comercio Internacional asumió el cargo, la Comisión se ha visto obligada a plegarse a las presiones que exigen mayor transparencia y se ha abierto la sala de lectura a todos los representantes de la Eurocámara. El acceso, sin embargo, es casi una carrera de obstáculos. Debe hacerse una solicitud escrita que es vinculante, es decir, no se puede cancelar la fecha asignada. Para acceder a la sala, los eurodiputados deben dejar en consigna todas sus pertenencias, dispositivos electrónicos, o incluso lápices. El tiempo máximo de lectura es de dos horas, y sólo se pueden tomar notas con el bolígrafo que los propios funcionarios facilitan y sobre un papel con marca de agua en el que se puede leer el nombre del eurodiputado. Toda una serie de trabas que tienen por objetivo evitar filtraciones. Por si no
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fuese suficiente, el eurodiputado debe firmar un compromiso de confidencialidad, según el cual no podrá hablar, ni siquiera con otros eurodiputados, sobre lo que ambos han leído en la sala de lectura. Todo un esperpento. Los alardes de transparencia de la propia Comisión son un intento por ocultar el escándalo que suponen estas negociaciones. Mientras tanto, las numerosas filtraciones han sido y siguen siendo la principal fuente de información para la ciudadanía e incluso para los propios diputados de cualquier nivel de gobierno.
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Estado de las negociaciones
Según reconoció Pascal Lamy, Director General de la Organización Mundial de Comercio, durante una audiencia en el Parlamento Europeo el pasado enero, “fue una locura decir que el TTIP estaría redactado en dos años y es una locura afirmar que estará listo en dos años más”. El tamaño mastodóntico de este tratado y los muchos capítulos que aún quedan por redactar hacen pensar que el texto completo no esté concluido hasta finales de 2016. Por ello, la movilización ciudadana y la presión social deben continuar, pues están dando sus frutos. Ya han abierto una grieta en la bancada socialista de la Eurocámara, que ahora se encuentra dividida con motivo de la inclusión o no del ISDS. Incluso hay socialistas europeos que se han manifestado abiertamente contra el propio TTIP.
· Campaña europea de
recogida de firmas https:// stop-ttip.org/
· Campaña Municipios contra el TTIP
La polémica cláusula ISDS
El arbitraje de diferencias estado-inversor (conocido por ISDS del inglés Investor-State Dispute Settlement) se ha convertido en una piedra en el zapato del TTIP. Se trata de una
cláusula que establece la forma en la que se resolverían los posibles conflictos entre inversores y Estados. En su mismo propósito se encuentra la primera contradicción: ¿cómo puede institucionalizarse un conflicto entre dos sujetos tan diferentes y con intereses tan contrapuestos como un inversor y un Estado? El hecho es que este mecanismo constituye uno de los puntos más peligrosos del TTIP y denota la ideología que subyace del tratado: el neoliberalismo convertido en una ley superior. El ISDS estipula que cuando una ley pueda perjudicar los beneficios esperados por una empresa, ésta podrá demandar al Estado o nivel de gobierno que la haya aprobado, y pedir sumas millonarias en concepto de indemnización. La disputa la resolvería una corte de árbitros privados, elegidos por las partes de entre una lista de abogados pertenecientes a los grandes lobbies legales. Este tipo de mecanismos ya existen, están incluidos en cientos de tratados bilaterales y han dado lugar a situaciones tan esperpénticas como que Egipto se retracte de una iniciativa legislativa para aumentar el salario mínimo por la demanda de una empresa francesa que opera allí. Como esta empresa tiene trabajadores susceptibles de beneficiarse de un aumento salarial, apeló a la cláusula ISDS del tratado comercial entre Francia y Egipto, alegando que esta nueva ley iba a disminuir su margen de beneficios. El hecho de que ya existan cláusulas ISDS en otros tratados comerciales no le quita gravedad a su inclusión en el TTIP. Dado el tamaño de las partes y la enorme concentración de grandes corporaciones en ellas, la perversión del sistema tiene mayor calado. Es un asalto a la
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soberanía en estado puro. Una claro ejemplo de liberalismo a ultranza en el que los beneficios se sitúan por encima de las personas. Verse inmerso en uno de estos litigios puede costar millones de euros. Independientemente de ganar o perder el caso, la defensa no baja de los ocho millones de euros, pero puede llegar hasta los treinta. Y todo esto sin contar con la posible indemnización que el gobierno de turno ha de pagar si los árbitros fallan a favor del inversor. Compensación que, cómo no, se efectuaría con dinero público. Resumiendo, los ciudadanos pagaríamos con un dinero que es de todos a las empresas que se vean perjudicadas —o crean estarlo— por las leyes dictadas por órganos electos. Sería el gobierno de las empresas, el gobierno del dinero. Tomando la Declaración Universal de los Derechos Humanos como punto de partida, vemos que no hay ningún artículo que haga referencia expresa al comercio o la inversión. En cambio, sí se menciona el derecho a vivir bajo un orden social e internacional en el que el resto de los derechos sean plenamente efectivos. El mecanismo ISDS es una inversión absoluta de estos valores, pone por encima de cualquier derecho real el derecho al comercio, a la inversión y a los consiguientes beneficios económicos. También es un ataque frontal al Estado de derecho, porque establece una justicia por encima de nuestros ordenamientos legales. Una justicia que no respeta el principio de igualdad, ya que los Estados en ningún caso pueden demandar a las compañías. No corre mejor suerte el principio de seguridad jurídica, pues los Estados son incapaces de conocer de antemano, antes de aprobar una ley, en
qué punto puede afectar a las expectativas de beneficio de las miles de empresas extranjeras que operan en cada territorio. Y, por último, también se vulnera el principio de transparencia, porque si algo caracteriza a estas cortes de arbitraje es su oscurantismo y endogamia.
Defensa de nuestra soberanía, derechos y democracia
No podemos permitir que un tratado de esta calaña salga adelante. Es un golpe de Estado de las multinacionales, que pretenden escribir una Constitución a su medida y establecer un orden mundial dominado por los fondos de inversión, donde nunca puedan perder. Y, en el caso de que lo hagan, ya estamos los ciudadanos para indemnizarles. Defender este tratado es situarse en contra de multitud de conceptos que ha costado siglos desarrollar: la soberanía popular, la democracia, el Estado de derecho, los derechos laborales, medioambientales, del consumidor, la protección alimentaria y animal y, sobre todo, el voto. Porque si el TTIP se aprobase, ¿de qué serviría ir a votar? Tendríamos a todos nuestros niveles de gobierno atados de pies y manos, incapaces de legislar para proteger a sus ciudadanos ante el temor de ser demandados y arruinados. El TTIP no es un tratado comercial, es una Constitución en toda regla, y por ello exigimos que, si las negociaciones no cesan, se lleve a cabo un referéndum vinculante de toda la población europea, para que podamos decidir si queremos ser gobernados por nuestros representantes o por la avaricia infinita de los fondos de inversión.
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Mรกs allรก del 78
Cualquier proyecto de cambio no puede construirse dando saltos en el vacĂo y sin enlaces con el pasado. En polĂtica, la materia no solo se trasforma, sino que tambiĂŠn se destruye, y en los procesos de cambio en los que se redefinen los agentes mucha de esa experiencia suele desaparecer si no se establecen eslabones
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La transición ayer, * la transición hoy
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Por Juan Andrade
* Este texto se complementa con Carlos Prieto, “Entrevista al historiador Juan Andrade”, http:// www.elconfidencial.com/ cultura/2015-06-14/elmiedo-fue-el-eter-de-latransicion_881515/
L
as comparaciones entre la Transición y el momento actual están siendo recurrentes y resultan comprensibles. Trazar paralelismos y establecer analogías con el pasado, sobre todo con el inmediato, son procedimientos que ayudan a entender el presente. En este caso la comparación parece justificada, pues además de dos momentos parecidos se trata de dos momentos enlazados. Por una parte, en ambos casos partimos de una crisis orgánica de régimen donde se dan condiciones para la apertura de un proceso de cambio. Por otra, la Transición prefiguró, precisamente, el régimen político que hoy ha entrado en crisis y que se quiere, según el caso, enmendar o superar. Si uno suele obrar a partir de los automatismos que se generan en el momento fundacional de su época, cuando quiere superarlos necesita una relectura crítica y consciente de los mismos.
Sin embargo, estas comparaciones y relaciones entre la Transición y la actualidad entrañan ciertos riesgos. Obviamente, solo se puede comparar aquello que presenta diferencias, pero a veces estas diferencias son de tal envergadura que resulta complicado sacar algunas enseñanzas. No hay que olvidar que los contextos y los regímenes en crisis que se comparan —el franquismo y el llamado Régimen del 78— son, pese a sus continuidades, muy distintos. Tampoco hay que desdeñar todo el tiempo transcurrido entre la Transición y el día de hoy. El problema de algunos relatos críticos que tratan de sacar enseñanzas para el presente es que tienden a hacer de la Transición el chivo expiatorio de todos los males actuales, pasando por alto la responsabilidad al respecto de las políticas que gobiernos de un signo u otro impusieron en los años ochenta y noventa, inspirándose, sí, en los consensos del 78,
LA CIRCULAR · VERANO 2015 pero también editando otros nuevos. Creo que para entender el momento actual también hay que mirar mucho a estas dos décadas. A fin de cuentas, fue precisamente en ellas cuando la memoria particular de las élites de la Transición se convirtió en memoria oficial, en conmemoración gubernamental y en mito legitimador. En cualquier caso, entiendo pertinente analizar cómo interpretamos, e incluso designamos, ambos procesos de cambio. La Transición se ha explicado muchas veces como el resultado de una lógica estructural precedente que dejaba poco margen de maniobra a los agentes políticos. En algún momento se ha llegado a presentar como el resultado natural de la adaptación de las instituciones políticas a las consecuencias sociales de la liberalización económica emprendida por el desarrollismo franquista de los años sesenta. La Transición también se ha presentado como el paso necesario para la consecución de una aspiración nacional devenida en fuerza motriz imparable: la aspiración a integrarse en una Europa liberal y democrática concebida como espacio de normalidad política. Otras veces el desarrollo del proceso se ha explicado a partir de una serie de condiciones de partida idealizadas y teóricamente inamovibles —la mentalidad de los españoles— o del diseño temprano y milimétrico de poderes fácticos o en la sombra —la embajada de EE.UU—. Atendiendo a la poca lealtad a sus principios, también se ha apelado a la “calculada traición” de los dirigentes de la izquierda para explicar el desmontaje de una supuesta voluntad cuasi revolucionaria mayoritaria. En definitiva, en estas explicaciones de la Transición laten muchos de los vicios de las ciencias sociales: el mecanicismo, el determinismo económico, la teleología, el idealismo, el moralismo y el presentismo. Incluso el propio término Transición induce en cierta forma a la reproducción de esos vicios. Como salta a la vista, estas explicaciones del pasado han funcionado como una celebración encubierta del presente, como una justificación de las decisiones que antaño se tomaron o como una compensación a las frustraciones por aquello que no pudo ser. Por otra parte, el término Transición también anima a concebir el periodo cronológico que se designa bajo este epígrafe como una etapa distinta e intermedia entre la dictadura y la democracia, obviando que el franquismo estuvo muy presente en su propio proceso de reemplazo tutelándolo en cierta medida. Explicar lo que está sucediendo hoy pasa por hacer un análisis honesto y un relato concreto alejado de esos vicios e intencionalidades. Una explicación que conciba, sobre todo, que no estamos en un momento lineal de cambio, como
sugiere la propia noción de Transición, sino en una encrucijada donde se abren posibilidades de intervención tan pronto como desaparecen si no se aprovechan a tiempo. Por una parte, hablar hoy de segunda Transición quizá entrañe el riesgo de pensar que en este momento nos encontramos más cerca del lugar al que se quiere ir que del lugar del que partimos. Por otra, ya se sabe que el lenguaje es un poco performativo y que algunas veces produce la realidad que designa. En este sentido, conviene tener en cuenta que muchos de quienes hablan hoy de una segunda Transición lo hacen invocando el desarrollo de algo parecido a la primera. En definitiva, creo que si se usa dicha noción debe hacerse con muchas prevenciones. Los procesos de cambio político los abre la voluntad de cambio de la gente. Pero en los momentos de crisis dicha voluntad de cambio coexiste de forma simultánea junto al miedo a sus consecuencias, hasta el punto de que conviven muchas veces de manera esquizoide en el seno de amplios grupos sociales cuyo apoyo hay que disputarse de cara a construir una mayoría. La Transición puso de manifiesto formas muy distintas de gestionar ese miedo. Por un lado, tenemos el miedo a que un proceso de cambio demasiado decidido provocase un golpe de Estado militar involucionista. Este miedo fue interiorizado por muchos agentes favorables al cambio en forma de contención. Por supuesto fue rentabilizado en la idealizada etapa del consenso por las fuerzas de la derecha, que coaccionaron a la izquierda apelando a las calamidades que sobrevendrían si no cedían en el acuerdo. También fue utilizado por dirigentes de la izquierda para justificar ante sus militantes decisiones que respondían a motivaciones distintas. A este miedo se sumó el miedo inducido hacia una izquierda asociada capciosamente con el recuerdo de la Guerra Civil y el fantasma de la Unión Soviética. La izquierda, sobre todo el PCE, se avino a despejar esos temores en los mismos términos que le reclamaban sus adversarios, abriendo una espiral efectista de gestos moderados que, además de merecer poca credibilidad entre los distantes, tensionó a los afines. Estos episodios nos hablan, en definitiva, de la dificultad para comunicarse en el campo semántico del adversario y del riesgo de promover un baile de máscaras en teatro ajeno. Hoy día también operan distintos miedos. El más burdo es el que identifica a Podemos y a las opciones del cambio con, pongamos por caso, el fantasma de Venezuela. A diferencia de la Transición, hoy la respuesta a esas asociaciones envenenadas no consiste en teatralizar rupturas histriónicas con quien se te asocia de manera capciosa, sino en hablar de
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· ¿Cómo hacer que la voluntad de cambio se imponga a ese miedo y se vuelva mayoritaria y cómo evitar la tentación de querer hacerse mayoritario cediendo a ese miedo?
otra cosa. Efectivamente, para convencer es importante conseguir que no te impongan el objeto de debate. El otro miedo más efectivo lo es a un metafórico “golpe de Estado financiero” que pudiera frenar la inversión, encarecer la deuda o sacar capitales en el caso que ganara una opción de cambio, abortando con ello la supuesta recuperación económica. Ese miedo suele aparecer además refinado en un discurso aparentemente técnico que atribuye la responsabilidad de esas secuelas previsibles a la impericia económica de los nuevos y posibles gobernantes. La pregunta a tener en cuenta sería, por tanto, ¿cómo hacer que la voluntad de cambio se imponga a ese miedo y se vuelva mayoritaria y cómo evitar la tentación de querer hacerse mayoritario cediendo a ese miedo? La Transición fue una transacción entre gobierno y oposición donde la parte más activa de esta quedó neutralizada por la vía de la integración. Cuando el PCE constató que había fuerza para impedir el continuismo, pero no para imponer la ruptura, decidió incorporarse a la negociación de la reforma. Lo justificó planteando que a través de esos medios conseguiría sus propósitos originales, como si una cosa no hipotecara la otra y como si ello no entrañara desgaste. El problema quizá no fuera tanto la decisión adoptada como la forma de justificarla. Lo que para la izquierda resultó realmente dañino en la Transición fue esa obstinación en hacer de la necesidad virtud, en disfrazar la impotencia de conquista. Un repliegue puede ser oportuno en la batalla, pero si lo presentas como una ofensiva desmoralizas a la tropa cuando esta constata el retroceso. Este autoengaño se expresó también a nivel estratégico. El deseo de un cambio social, que entonces estaba en el ADN de los militantes de la izquierda, no fue reprimido ante la adversidad evidente de las circunstancias. Más bien fue sublimado en una estrategia retórica de transición pacífica y gradual al socialismo, el eurocomunismo, que sirvió para justificar los comedidos pactos del momento al presentarlos como pasos necesarios en el camino ascendente hacia ese objetivo ulterior. Estos acuerdos que la militancia fue aceptando de uno en uno se volvieron al final insufribles, cuando vistos en su conjunto no apuntaban ni de lejos a un horizonte tan remoto. En este sentido creo que la Transición nos habla de lo importante y lo difícil que es mantener la ilusión sin recurrir al ilusionismo. Este ilusionismo se transmitió con el lenguaje tradicional de la izquierda e incluso con el tono beligerante forjado en la lucha contra la dictadura. En las limitadas circunstancias de la Transición ese lenguaje degeneró muchas veces
en una jerga corporativa y sobreideologizada, que, si bien no invitaba a la acción, al menos reportaba sentido de pertenencia al colectivo. El PSOE fue maestro en este arte de denominar otras apuestas con las mismas palabras de siempre. De ello da fe su capacidad para seguir autodenominándose en las últimas décadas como partido de izquierdas. Aquí se ha producido un cambio interesante. Si antes nos encontrábamos con un partido, el PSOE, que se reclamaba de izquierda y hacía políticas de otro tipo, hoy nos encontramos con un partido, Podemos, que quiere hacer políticas de izquierda sin denominarlas como tales. Esta desideologización del debate ha contribuido a romper las viejas lealtades partidarias, ampliando el terreno de juego en favor del cambio. Sin embargo, cimentar nuevas lealtades, no hacia partidos, sino hacia un proyecto de cambio, creo que pasa también, si no hay siquiera elementos simbólicos de identificación con una tradición de la que ese proyecto coja impulso, por lograr la identificación de la gente con un programa fuerte. La etapa central de la Transición fue la del consenso, entendido primero en su acepción restringida de pacto entre élites. La participación entusiasta del PCE en la negociación de los acuerdos le llevó a interiorizar la lógica del gestor, aún más autolimitante cuando ni siquiera se forma parte del gobierno. Además le convirtió en blanco fácil de sutiles mecanismos de cooptación simbólica, que descansan en la satisfacción que a veces reporta a quienes suelen ir a contracorriente el reconocimiento por parte del poder o la participación, de vez en cuando, en la normalidad. Durante la Transición cristalizó en la izquierda una cultura política concebida como contribución progresista al consenso en las grandes cuestiones de Estado y cálculo contenido en el discurso, a fin de evitar el rechazo de sectores afines que se suponían más moderados o desinformados. Esta cultura un tanto autocomplaciente, perezosa y elitista —que con la excepción del paréntesis de Julio Anguita se ha extendido hasta hace poco— evidenció su agotamiento con el 15-M, verdadera expresión colectiva de disenso. Cualquier opción política de cambio no debería olvidar que viene de esa ruptura cultural. Una característica de la Transición, que la diferencia del momento actual, fueron estos procedimientos de integración, cooptación y transacción con el adversario. Hoy no parece que las élites políticas y económicas de este país estén pensando mucho en esa respuesta adaptativa. En un contexto de polarización de las opciones eso abriría un camino más nítido,
LA CIRCULAR · VERANO 2015 aunque no por ello más seguro, hacia el cambio. Pero, como esa respuesta suele ser más que recurrente en momentos de crisis, conviene no perder de vista todo ese repertorio de técnicas que en la Transición la hicieron posible. La noción de consenso en la Transición va ligada al llamado desencanto. Creo que el desencanto no se debió tanto a la discrepancia de las bases sociales de la izquierda con respecto a los acuerdos tomados por sus representantes, como al hecho de que lo hicieran entre bastidores. El desencanto surgió en el momento en el que dejaron de sentirse protagonistas del cambio, y el correlato de ese estado anímico, que tanta energía social acumulada disipó, fue a la larga la desarticulación progresiva de sus experiencias y espacios cotidianos de actividad política en la base. Además, siguiendo la lógica que les trasladaban los representantes de su partido, muchos de estos militantes y activistas vinculados al PCE terminaron yéndose a otra opción: si de lo que se trataba era de tener unos representantes que gestionaran adecuadamente sus intereses ante el Estado dentro del nuevo marco institucional, quizá el PSOE lo pudiera hacer mejor. Construir una idealidad nada evanescente en torno a un proyecto de cambio requiere no solo de la identificación de la gente con esta idealidad, sino de su participación cotidiana y decisiva en ella. En la Transición se obró muchas veces desde la ficción de la autonomía nacional. Sin embargo, se desarrolló en un contexto internacional marcado por dos cosas: la lógica todavía aplastante de la Guerra Fría y una crisis mundial del capitalismo. La lógica de la Guerra Fría —con el reparto fijo de áreas de influencia— estrechaba muchísimo los márgenes de maniobra en España. El proyecto reformista de Adolfo Suárez y el mecanismo institucional que lo garantizaba, la Monarquía, fueron apoyados desde primera hora por Estados Unidos y los principales gobiernos europeos. El PSOE recibió un apoyo determinante a través de la socialdemocracia internacional porque pertenecía a esa familia política, pero también como estrategia de contención al avance de los partidos comunistas en el sur de Europa. Al mismo tiempo, la transición política española fue paralela y estuvo más que condicionada por toda una crisis estructural del capitalismo, que se saldaría con su reconstitución por medio de un nuevo proyecto, el neoliberalismo, que cristalizaría en los ochenta. Por supuesto que todo esto afectó a nuestro país, hasta el punto de que estas dos transiciones —la nacional política y la económica mundial— se terminaron acompasando en esa década. Una sincronía alimentada por los Pactos de la Moncloa, la
derrota del PCE y la reconversión de un PSOE que, si se moderó tanto en la Transición, no fue solo por razones electorales, sino por la incapacidad de concebir una acción de gobierno socialdemócrata fuerte en un contexto mundial de fin de crecimiento económico donde el referente de la socialdemocracia europea estaba bloqueado. Hoy día no estamos dentro de la Guerra Fría, pero sí en una Unión Europea que ha devenido en una suerte de régimen neocolonial basado en un centro productivo y acreedor y una periferia improductiva y endeudada. Ahora los márgenes de maniobra los tratan de marcar la metrópoli, los acreedores y otras corporaciones privadas. Lo hacen utilizando la institucionalidad europea definida sobre todo en Maastricht. La respuesta que están dando a la crisis del neoliberalismo está siendo más neoliberalismo, que es la forma más rápida —aunque vuelva a llevar al colapso o al empobrecimiento de muchos— de recuperar la tasa de ganancia. Además, a nivel geopolítico parece que estamos en un momento de declive de la hegemonía de Estados Unidos y emergencia de nuevas potencias. Parece que el TTIP quiere anudar una salida más neoliberal a esas tres crisis: la de la Unión Europea, la de la hegemonía de Estados Unidos y la del propio neoliberalismo. Como se está viendo en Grecia, una opción de cambio en España tendrá que enfrentarse a todo eso o “buscarle las vueltas”. Termino volviendo al principio, a las relaciones entre el momento actual y la historia reciente. Cualquier proyecto de cambio, casi cualquier proyecto, en definitiva, no puede construirse dando saltos en el vacío y sin enlaces con el pasado. Ello supone renunciar a todo ese aprendizaje acumulado y encarar la inútil tarea de empezar de cero. Esa experiencia no se transfiere sin más. En política, la materia no solo se trasforma, sino que también se destruye, y en los procesos de cambio en los que se redefinen los agentes mucha de esa experiencia suele desaparecer si no se establecen eslabones. En la Transición las opciones exitosas, ya fuera de un modo u otro, se acogieron a un discurso que penalizaba tanto el franquismo como el antifranquismo, hasta el punto de presentar a este como un subproducto de aquel, poniendo de manifiesto que no querían ir demasiado lejos. Creo que para superar el llamado Régimen del 78 hay que coger impulso también de todas las luchas y experiencias de los ochenta y noventa que, aunque derrotadas, aportaron mucho aprendizaje. Creo que esta propuesta de debate de la revista La Circular ofrece una buena oportunidad para escuchar, como diría Walter Benjamin, ese pasado (presente) que clama.
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ESCENAS DEL RÉGIMEN DEL 78
Cuestión de Régimen: de la “hipótesis JC1” a la “hipótesis F6” Por Eduardo Maura
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esulta imposible hablar del Régimen del 78, en un sentido amplio y a la vez preciso, sin considerar sus aspectos políticos, institucionales y económicos, desde la coronación de Juan Carlos I —en adelante JC1— hasta la victoria socialista de 1982, pasando por los Pactos de la Moncloa, el golpe de febrero y el relato modernizador de consenso que fue implantado por y a través de los medios de comunicación con consecuencias enormes. Sin embargo, es necesario abordar una contradicción fundamental: ningún país puede modernizarse de la noche a la
mañana, por mucha voluntad que sus gobernantes pongan, o por esmerados que sean los esfuerzos de las personas, que lo fueron, por “dejar atrás la pesadilla”. Al mismo tiempo que se sucedían los hitos de consolidación de una cierta manera de entender la política y su relación con la sociedad, tenían lugar movimientos de contestación de desigual naturaleza, ubicación geográfica y eficacia, tanto a nivel sindical como en el de los movimientos sociales, las contraculturas y los partidos políticos. En este contexto, parece claro que el Régimen del 78 desarrolla también algo
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Desfile tras la proclamación de Juan Carlos I como rey de España (1975)
que podríamos llamar una “estructura de sentimiento”, es decir, formas de conciencia práctica diferentes, aunque no independientes, de las formas oficiales de conciencia; “formas de presencia” y de experiencia que no necesitan de una clasificación formal o institucional para ser eficaces. Se trata de “significados y valores tal como son vividos y sentidos activamente”.1 Las estructuras de sentimiento del R78 se conforman en torno a muchísimos factores, entre los cuales hay uno que tiene particular interés: su política de imágenes que encarnan y difunden una cierta manera de hacer y sentir. Para investigar esta dimensión desde un punto de vista político, planteamos esta serie de Escenas del Régimen del 78 que inauguramos con tres imágenes importantes de la monarquía en España. Noviembre de 1975. Franco ha muerto y España se prepara para algo diferente que nadie termina de imaginar. Las calles están llenas de personas y de melancolía. Muchas de ellas votarán pronto cosas
muy diferentes. Algunas se sentirán decepcionadas, poco después, por la Ley para la Reforma Política, pero en ese momento el rey acaba de jurar los principios del Movimiento y no está claro si Franco ha muerto para formar parte de la historia o se ha reencarnado en los españoles que lloran su pérdida y en su aparente sucesor, JC1. Aunque no es extraño que muchas personas se reúnan en torno a un acontecimiento de esta clase en un momento de crisis económica e institucional profunda, sí llama la atención una cierta combinación entre júbilo, incertidumbre, esperanza y miedo —a la democracia con toda seguridad, pero quizá también a la mera prolongación del franquismo por otros medios—. No sabemos mucho sobre quienes acuden, pero lo que sí queda claro es que conforman una multitud heterogénea. ¿Qué pueblo llena las calles de Madrid?, ¿quiere algo en concreto?, ¿estabilidad?, ¿identidad en el cambio?, ¿continuidad? La hipótesis JC1 es de raigambre franquista, pero parece interpelar a muchos más. Es una apuesta arriesgada, dicen
1 R. Williams, Marxismo y literatura, trad. G. David, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2009 p. 180.
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Ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona (1992)
38 algunas élites del franquismo. Es una apuesta vacía, dicen las fuerzas de izquierda y algunas otras que no lo son. Lo que es seguro es que se trata de una apuesta insuficiente, como sabremos pronto, que necesita de algo más que una cara. Pero la cara ya está sobre la mesa: son los inicios de ese rey campechano, cercano, privilegiadamente amable y amablemente privilegiado, el rey de Europa y del cambio que esta supone, la cara del éxito como país mucho antes del milagro económico, el rey demócrata de la noche del 23 de febrero, y de tantas facetas más. El rey de las calles llenas, sin duda, ¿pero llenas de qué y de quiénes?, ¿abarrotadas para celebrar lo nuevo o para identificarse melancólicamente con el general muerto a través de su sucesor? Probablemente, ni un extremo ni otro.2
2 A. Medina habla de la manera en que el régimen franquista se organizó en torno a la melancolía como motor histórico y discursivo en “Teatro de posesión: política de la melancolía en la España franquista”, Arizona Journal of Hispanic Studies, volumen 4, 2000.
Muchos años después, asentados ya en el imaginario español la figura de JC1, el Estado de las autonomías y Europa, el país alcanzará un umbral simbólico diferente: 1992. De todas las decisiones de la Casa Real en ese momento histórico, hay una especialmente memorable: la elección de su hijo como abanderado de España en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Es obvio que los juegos suponen un hito oficial clave para el relato modernizador. Barcelona es posa guapa para el mundo. España se
abre a una lógica económico-cultural indisociable del urbanismo espectáculo y del circuito de grandes eventos. Y quien abandera este imaginario es precisamente el hijo del campechano, también privilegiado, qué duda cabe, pero hecho de otra pasta: Felipe de Borbón —en adelante F6—. Imposible no confiar en esta España en ciernes. Una generación que ha crecido en transición política y económica, que se mira ahora en espejos antes utópicos y que atrae a personas de otros países tanto como se desplaza ella misma a dichos lugares. Hay una extraña continuidad entre la puesta de largo del joven F6 y aquella idea de Zapatero, según la cual, Italia había sido superada y Francia estaba a punto de ceder ante la pujante España. Quizá ZP se refería precisamente al deporte, aunque no lo supiera. Pero hay otro aspecto que merece la pena destacar: Barcelona 92 es, además de una gigantesca operación urbanística-comercialcultural, un evento deportivo. Y quien abandera esa España deportiva, la de las medallas de Urdangarin —hoy conocemos otras destrezas del susodicho— o Fermín Cacho —el único deportista célebre de su generación afín al PSOE—, es F6. Quien de alguna manera encarna este anhelo deportivo-popular, que casi siempre ha destacado por su neutralidad partidista y por tener una suerte de ADN apolítico, es nada menos que F6. No es campechano pero
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Desfile tras la proclamación de Felipe VI como rey de España (2014)
39 está muy preparado, y sobre todo está en el meollo del imaginario popular, nada menos que en Barcelona, en unos Juegos Olímpicos, y en 1992. Porta la bandera, obviamente, pero el patriotismo que expresa no es el mismo, pongamos por caso, que el de la imponente bandera que Aznar tuvo a bien plantar en la Plaza de Colón, sino uno de índole sentimental y cultural. Un patriotismo que no solamente se expresa como conciencia oficial, sino que opera de otra manera, si se quiere, más fina y más molecular. Una decisión de la Casa Real sin duda exitosa. ¿Por qué F6? Quizá no fuera una cuestión de Estado, pero era desde luego una cuestión de Régimen. F6 accedió al trono después de la crisis financiera de 2009 y del final del relato de la modernización española, el milagro económico y la España pulcramente bipartidista. Ha tenido lugar el 15-M y las calles no están llenas. Esto no se explica por el 15-M, pero sí resulta imposible no comparar ambas proclamaciones. Lo interesante de F6, en todo caso, no es que ya no sea el rey de las calles llenas, sino que se trata del rey más preparado de la historia de nuestro país, sin duda cuenta con un perfil más digital que su padre, rey gestor, rey empresario y rey administrador del futuro —lo contrario de ese rey conseguidor que era JC1—.
Es perfecto para el puesto, pero no llena las calles. ¿Tiene esto más que ver con el desprestigio de la institución debido a la crisis de Régimen que con él mismo? Probablemente. ¿Simboliza F6 el mismo relato que su padre, pero adaptado a la nueva fase económica? No del todo. Nunca uno puede encarnar, al menos al 100%, la manifestación superficial de otra cosa. Está por ver qué perfiles adoptará la hipótesis F6: por el momento insiste en la modernización, pero mucho menos en la austeridad, y si lo hace es en clave de virtud individual. Queda algo del rey abanderado, sólo que la bandera ya no encabeza un cortejo triunfal. Su política personal de imágenes es impecable, profesional pero sin olvidar la amabilidad del padre. Sin embargo, lo es en una coyuntura que le concede mucho menos margen, tanto a él como al aparato comunicativo del que sí dispuso JC1. Sobre todo, su nombramiento se enmarca en una crisis de sentido del R78 a la que este, por mucho que el relevo estuviera planeado, no puede sustraerse. La hipótesis F6 no debe considerarse, por estos motivos, ni fracasada de antemano ni necesariamente triunfal. Es otra escena, otro factor, otro poder, otro síntoma, una imagen más dentro del largo y ancho campo de fuerzas en el que pensamos, vivimos y hacemos política.
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Apuntes para un debate
Las transiciones españolas
Por Eduardo Maura
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s imposible repensar la coyuntura, así como la historia reciente de nuestro país, sin afrontar una palabra clave: “Transición”. Sobre la transición española tenemos toda clase de relatos, más o menos optimistas, críticos o demoledores. Disponemos de testimonios y de archivos y en cierta medida damos por sentado de qué hablamos cuando nos referimos a ella. Hablamos de Suárez, González y Guerra, Calvo Sotelo, Carrillo
o Tejero. ¿De quién o de qué si no? En nuestro país la misma palabra “Transición” está atravesada por aquellos momentos y sus protagonistas. Sin embargo, cabe hacerse algunas preguntas sencillas sobre la “Transición”. ¿Qué significa hacer una transición? ¿Quiénes hacen las transiciones? ¿Solamente hay una o pueden darse cita transiciones diversas? Preguntas que provisionalmente podríamos pensar en dos bloques.
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Primero: ¿Transición de qué a qué o de dónde a dónde? Obviamente, del franquismo a la democracia, pero con muchas dificultades y de manera compleja. Los cambios históricos, por más que algunos historiadores se empeñen, nunca son completamente lineales y superadores: las cosas nuevas siempre surgen de las que ya estaban, pero no las sepultan y superan como si fueran capas de tierra puestas una encima de la otra. Si podemos hablar de “transición” es porque no hay un punto cero de la historia. Hay momentos cruciales como la muerte de Franco, pero la muerte de una persona, por importante que sea, no explica todo. Franco estaba muerto, pero el franquismo y sus instituciones seguían activos. Es fácil dejarnos llevar por relatos uniformes y unilaterales cuando repensamos nuestro pasado reciente y decirnos a nosotros mismos: “Franco murió, las cosas cambiaron y avanzamos hacia Europa y hacia la modernización del país”. Es cierto a su manera, pero este relato deja fuera muchísimas cosas que también pasaron y que, de hecho, siguen pasando precisamente porque las cosas históricas no son sepultadas para siempre. Siempre están, cuando se van y cuando vuelven, cuando nos olvidamos de ellas y cuando nos acompañan. Sobre esta cuestión escribe Germán Labrador con la intención recuperar la existencia de otra transición, en minúsculas, excluida del relato dominante de los grandes hombres y los grandes consensos. Hubo otras opciones políticas y otros espacios políticos que los que ocupan las páginas centrales de la historia y es importante tenerlo en cuenta cuando hacemos política o pensamos políticamente en nuestros días. Pero cabe hacerse una pregunta más: ¿es productivo un relato según el cual hubo una buena Transición –luchadora, genuinamente popular y combativa- y otra oficialista y falsa, engrasada como una maquinaria aplastante, que cabría identificar con la victoria socialista de 1982? ¿Qué hizo o no hizo la (otra) izquierda durante la Transición para finalmente no conectar con los sectores populares que reivindicaba (no solo en el sentido de “humildes”, sino también de mayoritarios)? ¿Qué pasó para que el PSOE sí conectara con muchísima gente, por mucho que luego se convirtiera en otra cosa? Contaba con apoyo mediático y conexiones internacionales, sin duda, pero, ¿explica eso todo? En un proceso y una época tan compleja como aquélla es fundamental
preguntarse si la dicotomía “resistencia colectiva transformadora” versus “socialismo conformista vendido” nos ayuda a pensar o no. No hay respuestas sencillas a estos debates, pero es fundamental tenerlos, más todavía en una coyuntura abierta en la que apostar por el cambio pasa necesariamente por trabajar con los materiales de que uno dispone. Reformar o romper siempre pasa por reformar y romper algo que ya está ahí y que no es de una sola pieza.
Segundo: ¿Transición de quiénes, de los gobernantes, de la ciudadanía, de las viejas instituciones franquistas, de los reformistas, los conservadores o los rupturistas?
¿De todos ellos combinados o agitados según el momento? ¿Qué fue de las élites franquistas? ¿Experimentaron también ellas su propia transición o simplemente se adaptaron a la situación? ¿Y las clases populares? ¿Cómo eran los españoles que vivieron aquello desde un punto de vista socioeconómico, pero también simbólico? ¿Qué esperaban del futuro y qué lectura hacían de su propia evolución a lo largo de los años de Franco? Pablo Fernández León analiza esta cuestión desde el punto de vista del imaginario como individuos y como sociedad. Manuel Azaña dijo en los treinta que “por fin en España gobiernan sus clases medias”. Una vez decidido el sentido de la guerra, el franquismo no prolongó este proyecto de clases medias. Pero décadas después el régimen franquista se revelaría un consumado especialista en difuminar el pasado en nombre de un relato de desarrollo y actualización de la gloria hispana; una narrativa capaz de sepultar todo lo anterior y de darle uniformidad presentando la historia del país y la del régimen mismo como algo prácticamente de sentido común. A estos efectos, el protagonista del franquismo tardío fue el “desarrollo”, mientras que la democracia se asoció pronto con la “modernización”. Esa era la palabra, junto con Europa y las libertades que conllevaba. ¿De qué manera se configuraron los actores y los pacientes de dicha modernización democrática, como individuos y como clases? ¿Quiénes constituyen el sujeto de la Transición? ¿Cómo podemos plantear en España los procesos de formación de las clases medias? De una manera u otra, se trata de cuestiones que Pablo Fernández León aborda y que en La Circular seguiremos tratando desde diferentes perspectivas.
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Avatares de un régimen de clases medias Por Pablo Sánchez León
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el Régimen del 78 se han dicho muchas cosas, a favor y cada vez más en contra, pero bastante menos acerca de sus bases sociales de legitimidad. Entre tanta interpretación de la salida de la dictadura centrada en los cambalaches políticos a cargo de élites económicas y de partidos, se echa en falta una mayor atención hacia las configuraciones sociales que lo hicieron posible y sus tendencias culturales de más largo plazo. Incluso la más exigente sociología de la Transición tiene por fundamento el interclasismo, según se predica en especial del movimiento vecinal, las movilizaciones sociales de la Transición eran de trabajadores y clases medias por igual. El supuesto implícito es que en las oleadas de huelgas solidarias y movilizaciones ciudadanas de finales de los años setenta, que ejercieron de contexto reivindicativo del establecimiento de la democracia, el grueso de la
sociedad actuaba como un bloque: los demócratas, los ciudadanos de a pie, la gente normal frente a minorías franquistas y nuevos arribistas moderados —eso sí, bien pertrechadas de recursos represivos y de seducción—. Nada que objetar a dicha perspectiva, excepto el exceso de sentido común que contiene; sentido común del Régimen del 78, quiero decir. Pues se trata de un mantra que asume tanto como deja sin caracterizar esas clases medias con las que, en la práctica, se identifica el conjunto del proceso y la cultura social resultante. Parte de la hegemonía del Régimen del 78 se expresa, a fin de cuentas, en que seguimos pegados al lenguaje con el que la Transición se definió a sí misma en términos sociológicos. No hemos establecido del todo la distinción entre lo que hay de discurso, de ideología, tras la retórica de las clases medias posfranquistas, y lo que hay de análisis de la realidad social. En esto último hay
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43 además trampas a evitar. En rigor, la clase media no existe de un modo estructural, o al menos no puede definirse desde fuera de la configuración cultural que da valor a ese espacio intermedio que se dice que ocupa. Analizar la clase media comporta, por tanto, ante todo aislar el conjunto de valores con los que se identifica un estrato social variable en su densidad, pero que se supone situado entre los grandes acumuladores de medios de producción y renta y la población trabajadora que apenas subsiste de vender su trabajo a terceros. La clase media ha sido, es y seguirá siendo seguramente durante algún tiempo el espejo en que se miran las sociedades en transición hacia eso que antes se llamaba a bombo y platillo modernización. Las distintas experiencias de desarrollo en estados periféricos han producido ideales de estatus social intermedio que en su día desdibujaron los contornos de los sistemas jurídicos tradicionales marcados por el privilegio y la desigualdad. También sabemos que los principales beneficiarios de los servicios públicos han sido, incluso en los ejemplos más avanzados de Estados del bienestar, las clases medias. Sin desmerecer la redistribución hacia los estratos inferiores, el grueso del ahorro para gasto privado ha beneficiado a los trabajadores que poseían mejores niveles salariales y capital social, a quienes los sociólogos menos exigentes suelen caracterizar como clases
medias: profesionales liberales, altos empleados de empresas privadas y funcionarios de escalas medias y altas. Ni el capitalismo social ni el socialismo real disminuyeron sino que incrementaron las capas sociales consideradas intermedias. También su estatus como fetiche. Dejaron no obstante sin resolver una típica encrucijada mesocrática: se tiende a identificar la sociedad moderna con una clase media en permanente expansión, pero persiste el desacuerdo entre franquearle el centro de la representación política o neutralizar su protagonismo directo. En ello se juega la legitimidad de los regímenes modernos. Los anclajes y referentes culturales con que se modula el imaginario mesocrático tienen una historia, en ocasiones más larga que el cambio estructural. No en todas partes la construcción de la ciudadanía se ha expresado en una representación hegemónica de las clases medias, ni ésta ha reproducido un mismo esquema de dependencia del Estado o del mercado. Cuando Manuel Azaña pronunció aquello de: “Por fin en España gobiernan sus clases medias”, lo que estaba señalando era un problema de reconocimiento heredado del liberalismo que, por medio de la corrupción y del peso de las viejas oligarquías, postergaba una supuesta tendencia natural que debía dar a las clases medias la centralidad política.
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· Más temible sin embargo aún que un mundo sencillamente fracturado entre dos sociedades sería una mesocracia movilizadora de los estatus sociales inferiores para fines espurios de reproducción del capitalismo especulativo y la exclusión ciudadana selectiva
Entonces se aspiró a resolver esa distorsión a través de una república democrática en la que las clases medias figurasen por fin de forma expedita como representantes de la virtud cívica y el progreso. Esto sucedía, sin embargo, en un contexto en el que la auto-organización campesina y obrera estaba en condiciones de disputarle la hegemonía, y sobre un horizonte comunitario popular muy denso pero con escasa tradición ciudadana y alfabetización. La larga dictadura de Franco adoptó, no obstante, como objetivo lograr la extensión de la cultura mesocrática vaciando por completo el protagonismo político directo de las clases medias. El sueño pareció comenzar a hacerse posible con los planes de desarrollo, auspiciados por una burocracia civil integrista en el terreno moral e ideológicamente reaccionaria. Lo paradójico del caso es que fue la oposición en el interior la que rápidamente adoptó el discurso de un futuro de clases medias cuyo avance, en palabras de Enrique Tierno Galván, reflejaba el final de los conflictos abiertos entre clases y la superación de una condición geo-histórica de periferia. El planteamiento disputaba al régimen la idea de que podía existir una verdadera mesocracia sin el protagonismo político de las clases medias en una democracia representativa. El Régimen del 78 es el primero que parece haberse establecido como una mesocracia social y política en la modernidad española. El problema es que también la ha elevado a ideología, hasta el punto de aparecer como asunto de sentido común que no ha convocado apenas reflexión crítica. Al entrar en crisis el régimen, y hacerlo en medio de una crisis que está devolviendo a España a la periferia, el viejo problema del estatus de las clases medias se reabre por necesidad. Por el camino, el aumento exponencial de la desigualdad económica a escala global parecería venir a condenar al baúl de la historia los discursos mesocráticos. Y sin embargo, sucede todo lo contrario: de hecho, la retórica sobre las clases medias como sinónimo del centro simbólico y sagrado de la sociedad se ha exacerbado en los últimos años en todo Occidente. Así ha de ser desde el momento en que la articulación de una élite económica transnacional lo tiene muy difícil para alcanzar por sí sola legitimidad suficiente. Es ahí donde el concurso de un imaginario mesocrático de extensión mundial, basado en la emulación de la nueva plutocracia a cambio de la redistribución de las migajas de su consumo, se muestra funcional. Sin embargo, más temible aún que un mundo sencillamente fracturado entre dos sociedades sería una mesocracia movilizadora de los estatus sociales inferiores para fines espurios de reproducción del capitalismo especulativo y la exclusión ciudadana selectiva. La incorporación de cada país a este nuevo señuelo depende de sus trayectorias socioculturales. En España, sobre la destrucción de la auto-organización popular de los años treinta,
el cambio estructural promovido por el régimen franquista produjo valores de clase media basados en una heladora mezcla de doble moral, mediocridad intelectual, dependencia del Estado y ostentación de estatus por la vía del mercado —esa “fea burguesía” que denominó Miguel Espinosa—. Pero a pesar de la reorientación que ha supuesto el 15-M y sus secuelas, la opción neomesocrática sigue siendo bastante factible debido a la influencia de la familia como vehículo o colchón del Estado del bienestar que hace que las desigualdades de empleo y salario intrafamiliares —sobre todo entre padres e hijos— puedan amortiguarse culturalmente por el concurso de un imaginario mesocrático reactivado. Este imaginario de clase media de origen franquista está desde luego en crisis, lo cual quiere decir que las marchas atrás son tan impracticables como sus alternativas bastante azarosas. En lugar de tratar de ir en busca de un mundo perdido, se vuelve más razonable en este contexto activar una perspectiva muy propia de etapas de refundación de ciudadanía, consistente en comprender que las clases medias lo son, muy en primer término, dependiendo de la configuración de grupos inferiores, populares, de los que proceden. Y en este terreno se ha operado un cambio sin precedentes, con la superación del estigma de la alfabetización. Ahora que los ciudadanos medios, no solo las clases medias, contamos con niveles culturales más elevados incluso que nuestros representantes económicos y políticos, se abre un terreno para la experimentación sobre imaginarios sociales susceptibles de ser instituidos. Pues es posible que por primera vez esté al alcance una resignificación de “lo medio” capaz de apelar a contingentes amplios de la ciudadanía más conscientes de la virtud cívica, la escasez de recursos y la justicia en la redistribución. Mas aquí habría que tener en cuenta al menos un añadido. Sin duda es importante educar en valores de austeridad y coherencia en el mercado, así como recuperar culturas sociales subalternas y otras políticamente radicales que han adoptado en el pasado posturas morales o ideológicas críticas con la hegemonía mesocrática. Pero conviene también ir más allá de políticas individualizadoras —sea en el terreno de las rentas básicas y otras fórmulas de redistribución dignificadoras— y recuperar el empoderamiento colectivo, no necesariamente clasista pero sí comunitario a tono con la correosa cultura popular española. Seguramente no puede haber una sociedad moderna sin un lugar para las clases medias. Para reubicarla de un modo acorde a la magnitud de su crisis, además de garantías institucionales para evitar pérdidas excesivas de estatus, necesitamos avanzar en prácticas más allá del individualismo, el valor tal vez más elemental y telúrico, pero más cuestionable y contraproducente, de la clase media. Son asuntos que acompañarán este tiempo de postmesocracia.
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La cultura en transición y la Cultura de la Transición (CT) Por Germán Labrador Méndez
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· Olvidamos nuestras tradiciones por nuestras derrotas. Y tenemos que empezar una y otra vez de cero. Cuesta asimilar lo que en cada ciclo de luchas se aprende, porque la memoria es un trabajo
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el origen del Régimen del 78 se han dicho muchas cosas y desde muchos sitios distintos. Primero fue el mito de la transición bien hecha, la fiesta de los abrazos que conjuró el pasado y trajo la libertad. Luego, cuando ya las cuentas no salían, un pacto de silencio entre élites sirvió para explicar el origen oscuro de una democracia de partidos. Ambos relatos asumen que somos un poco tontos. Quienes pensamos que las gentes podemos organizarnos por nuestra cuenta de manera más justa necesitamos de un tercer relato, uno que haga énfasis en lo que entonces hubo de construcción colectiva, de trabajo comunitario, de imaginación del común. Este tercer relato arranca del corazón de las tinieblas franquistas, pero sus ecos aún nos llegan ruidosos. Porque, en los años setenta, también hubo gentes sin casas y casas sin gentes, ocupaciones y desahucios; y los ciudadanos arrancaron hospitales y colegios a su gobierno. Tras la muerte de Franco hubo municipalismo, ateneos, huelgas salvajes y grupos ecologistas. Este tercer relato recuerda que las gentes no esperaron a que les regalasen la democracia, sino que hicieron democracia de modo continuo, lento, transversal, suprapartidista. La verdad de un relato depende, en gran medida, de su perspectiva. Un punto de vista siempre incluye y excluye determinadas experiencias y personas. Así, el relato mítico y el relato negro de la Transición borran al común de las gentes: desproveen nuestros gestos cotidianos de valor, sentido e importancia. Sin embargo, un relato cívicopopular de la Transición incluirá experiencias históricas a menudo olvidadas y a sus protagonistas contraculturales, eco-feministas, abortistas, sindicalistas, pacifistas, comuneras, cooperativistas, ácratas, freaks, quinquis, peligrosos sociales, amas de casa, abuelas, exiliados o migrantes. A esta multitud heterogénea se la llamó entonces la hidra democrática. Sus cabezas hicieron posible que, en el corazón de la Transición, se diesen algunas superposiciones hegemónicas entre lo político, lo social y lo cultural. Esta triple coincidencia es la clave del periodo. La acción combinada y desbordante de movimientos sociales, organizaciones políticas y gentes anónimas, junto con lenguajes y prácticas rupturistas, lograron
transformaciones que todavía habitamos. Las conquistas de derechos civiles y políticos y el nacimiento de las instituciones centrales del bienestar son impensables sin entender la conexión de las luchas políticas con el cambio cultural. Así, si en los setenta lo público se construye desde lo común, el PSOE lo asume como público. Cuando, desde los noventa, comienza a privatizarse, las gentes recuerdan históricamente la construcción de lo común para la defensa de lo público. Es la existencia de una cultura históricamente construida la que vuelve posibles fenómenos como las mareas. En los setenta se luchó por lograr múltiples derechos, no sólo el derecho a votar cada cuatro años. También el derecho al cuerpo, a la ciudad y al espacio público, y el derecho a la memoria, a la belleza o a la cultura (burguesa). Desde la ocupación de un prado para una pista deportiva al pintado de murales, desde la recuperación de fiestas populares prohibidas, la retirada de estatuas ecuestres, la exploración de nuevas formas de amar o el aprendizaje de lenguas perseguidas. Cuando la política en los años setenta se puso a hablar de consenso, la cultura seguía hablando de ruptura. Y ambas cosas tenían sentido juntas. Las gentes entonces comprometidas con que el mundo por venir fuese más hermoso y más justo estaban dispuestas a que las transformaciones en el ámbito institucional fuesen más lentas a cambio de no aplazar la revolución más importante de todas, la de la vida cotidiana. No en vano el PSOE se presentó a las elecciones de 1979 con un verso de Arthur Rimbaud como lema de campaña: “Para cambiar la vida”. Pero la vida les cambió a ellos. Olvidamos nuestras tradiciones por nuestras derrotas. Y tenemos que empezar una y otra vez de cero. Cuesta asimilar lo que en cada ciclo de luchas se aprende, porque la memoria es un trabajo. Toda memoria requiere de un archivo que contenga, guarde y reelabore aquellas experiencias que nos dan nombre. En la Transición este archivo es la cultura; en esta quedan rastros de prácticas desbordantes que hoy desconocemos. La estética, la ficción, el documental en los años setenta nos hablan de esta olvidada transición de las gentes. Así, Antonio Buero Vallejo, en Los jueces, señaló la continuidad jurídica y policial de la dictadura, recordando que, en democracia, también se tortura. En La fea burguesía, Miguel Espinosa
LA CIRCULAR · VERANO 2015 se preguntaba cómo el franquismo privilegió a segmentos enteros de la sociedad española en su desigual distribución de la riqueza, generando culpas y lealtades profundas. En El exilio interior, Miguel Salabert habla del paso del yo al nosotros. Joseba Elósegui, en Quiero morir por algo, testimonia que, en 1970, se quemó a lo bonzo delante de Franco en un estadio y que intentó abrazarle para que sintiese “el fuego de Guernica”. El cine de Carlos Saura, Basilio Martín Patino, Eloy de la Iglesia, los documentales de Llorenç Soler, Joaquim Jordá, Cecilia Bartolomé o Helena Lumbreras constituyen un inventario de las luchas sociales y laborales, íntimas y públicas de los distintos pueblos del Estado y de sus muy distintas gentes. En proyectos colectivos como la revista Ajoblanco, la revolución se haría mediante huertos urbanos, cooperativas, asambleas ciudadanas, consultorios sexuales, bicicletas y talleres. Otras muchas revistas definen los horizontes contra-culturales del momento, es el caso, por ejemplo, de publicaciones como Ozono, Star, Bicicleta, Viejo Topo, Por favor... Novelas de Juan Marsé, ensayos de Manuel Vázquez Montalbán, poemas de Eduardo Haro Ibars o Eduardo Merlo, performances de La Familia de Lavapiés, y los múltiples experimentos y mezclas de lo popular y lo político, de lo culto y lo plebeyo, en Camarón, Lole y Manuel, Vainica Doble, la fundación Sargadelos, la Vaquería de la Calle Libertad, la escuela de la Prosperidad, el colectivo Video Nou o las Jornadas Libertarias del Parc Güell fueron, en aquella época, las formas de una democracia por venir. Escritores como Marta Sanz, Rafael Chirbes, Idoia Estornés o Lidia Falcón trabajan en la actualidad en favor de este tercer relato. Entre aquel tiempo y el nuestro, hay algo así como un aire de familia y formas de unir política y cultura parecidas: el trabajo de la PAH, la producción colectiva de una estética popular en el 15M, el fotoperiodismo de la crisis, algunas novelas y documentales de los últimos años... Una cultura nueva emerge alrededor de las luchas colectivas y las formas de vida contemporáneas. Con Guillem Martínez, preguntarse por el final de la CT, después del 15M, es preguntarse por sus orígenes. El término Cultura de la Transición representa el modo de unir política y cultura que funda el Régimen de 1978 para legitimarse y que produce el borrado de las culturas radicales de la Transición española. Pero, ¿cómo fue posible que una poderosa cultura de la ruptura se transformase en una, no menos poderosa, cultura del consenso? ¿Tiene algo que ver con que esta se volviese hegemónica? ¿Y cómo es posible evitar la formación de
nuevas CT en un contexto de cambio político como el actual? Como cultura hegemónica, el campo cultural de la CT depende del Estado y se organiza en una esfera pública subsidiaria, y subsidiada. En términos de Pierre Bourdieu, la CT combina heteronomía política y autonomía cultural, es decir, que, a cambio de su despolitización, la cultura española ha mantenido la ficción de su autonomía: su libertad de auto-organizarse, de elegir su agenda y a sus representantes. Para evitar la formación de nuevas CT trabajando al servicio de la legitimación de un régimen debemos invertir los términos: el campo cultural de una nueva democracia requiere autonomía política y heteronomía cultural. Ha de ser un espacio que no pueda imaginarse autónomamente del mundo social y colectivo que le rodea, que tenga que esforzarse en nombrar nuestros mundos y vidas y que, a cambio, opere políticamente de manera autónoma, a través de la crítica. En un contexto como el actual, para evitar que las culturas de la crisis no acaben desempoderándose y despolitizándose —aún en el nombre de una nueva política— deben mantener su autonomía. La politización cultural precede y prolonga el trabajo de las organizaciones políticas sólo si puede ser incómodo para estas: esta es la lección de la Transición. En los años ochenta, las culturas de ruptura desaguan por las nuevas cañerías del Régimen del 78 y la dinámica emancipadora de los setenta pierde su espacio. Paradójicamente, la victoria del PSOE constituye el comienzo del final de la cultura que hizo posible su victoria. Su desactivación redujo la capacidad de resistencia colectiva, lo que facilitó que el Régimen del 78 no cumpliese las expectativas de cambio político transformador con las que había sido anunciado. Una cultura políticamente autónoma habría generado otros anticuerpos ante el referéndum de la OTAN, los GAL o la corrupción institucional. Habría trabajado en favor de cuerpos, lenguas y memorias alternativas, desenterrado antes fosas e impedido rescates. Hoy, ante una nueva democracia por venir, conviene repasar estas lecciones y sentidos. ¿Cómo contribuir a dinámicas en marcha, que incentiven la crítica, la autonomía ciudadana y su emancipación? Conviene recordar lo que el PSOE le pidió a la cultura que hiciese después del 82: estarse quieta. Sin embargo, en 1979, el PSOE se reclamaba parte de una cultura que pedía cambiar la vida. Y por el camino la cultura dejó de ser algo hecho entre todas las gentes para convertirse en algo hecho por unos profesionales a sueldo. Con la cultura nos quitaron el sentido de la historia. Nuestro tercer relato de la transición nos lo recuerda.
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ESTAS IMÁGENES NO PUEDEN SER VISTAS NI OIDAS, POR SENTENCIA DE LA SALA 2ª, 19 / 06 / 1982 DE LA CAUSA 148 / 8 DEL TRIBUNAL DE SEVILLA.
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MODOS DE INVISIBILIZACIÓN
Censura y cine en la España democrática
Por Luis López Carrasco y Luis E. Parés
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a muerte de Franco trajo como consecuencia la ampliación de lo decible. En ese combate sibilino entre los que apostaban por un continuismo formal (‘los del búnker’) y los que lo hacían por una evolución hacia formas democráticas (‘los reformistas’), se creó un espacio intermedio donde sucedió algo parecido a la libertad de opinión, levantándose el veto a muchas expresiones culturales. Poco después, el juicio militar a Els Joglars por la representación de La Torna o el atentado a la redacción de El Papus mostraron que la tan nombrada y cantada libertad no era más que un espejismo, un ligero ensanchamiento del margen de maniobra. El 11 de noviembre de 1977 se publicó un decreto ley que afectaba a la industria del cine, donde se certificaba la desaparición formal de la censura y el inicio de una etapa de mayor libertad
de producción. El cine fue entendido, al menos por una parte considerable de la profesión, como un medio de intervención política. Dicho decreto hizo posible que se estrenasen películas largo tiempo prohibidas como El acorazado Potemkin, La edad de oro o Canciones para después de una guerra. Paulatinamente las pantallas se fueron llenando de propuestas heterodoxas que nombraban y visibilizaban condiciones, posturas e ideologías largo tiempo silenciadas, cuando no directamente proscritas. Esta enunciación se llevó a cabo desde el cine llamado marginal pero también desde el cine llamado industrial. Aparecieron películas que reflexionaban sobre la Guerra Civil desde una óptica diferente (La vieja memoria, Jaime Camino, 1977), sobre los males endémicos causados por la represión (El asesino de Pedralbes, Gonzalo Herralde, 1978), retratos de figuras que encarnaban la heterodoxia
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SUPRESION POR SENTENCIA DE LA SALA SEGUNDA DEL TRIBUNAL SUPREMO DEL 3·4·1984.
más abierta y plural (Ocaña, retrato intermitente, Ventura Pons, 1978), reivindicaciones de la identidad de las nacionalidades históricas (La ciutat cremada, Antoni Ribas, 1976), cuya publicidad decía “recuperar el pasado que nos habían escamoteado”, sobre la homosexualidad (El diputado, Eloy de la Iglesia, 1978), u obras abiertamente radicales a nivel formal (Vivir en Sevilla, Gonzalo García Pelayo, 1978). Todo esto cambió en 1979. Tras la celebración el 1 de marzo de las primeras elecciones constitucionales —que ganó UCD con una amplia victoria, aunque sin alcanzar la mayoría absoluta—, la democracia parecía consolidarse y era necesario alejarla de la inestabilidad, había que normalizarla. Para ello resultaba clave silenciar los discursos disidentes, o en su defecto los no oficiales, con el fin de conseguir un consenso —esa sería desde entonces la palabra de moda— crítico y cultural. Ningún discurso contrario al hegemónico aparecería en los canales de comunicación, creando así una prensa, una televisión y una literatura acrítica, autorreferencial y domesticada. En cine se dio paso a una convencionalización de los temas, apostando por películas de una ideología pactista y posibilista. De ahí nace gran parte del cine no problemático de la Transición, por mucho que toque temas importantes —o incluso polémicos— para el desarrollo de la recién nacida democracia. Así ven la luz películas como Volver
a empezar (José Luis Garci, 1982), con el exilio como telón de fondo, o El caso Almería (Pedro Costa, 1983), sobre la tortura y el asesinato de tres personas a las que confundieron con miembros de ETA, que son películas blancas cuyo fin se limita a la búsqueda de emotividad en el espectador. En paralelo se silenciarían propuestas que alertaban contra esa nueva democracia y el continuismo que en muchos casos suponía. Paradójicamente, las obras más arriesgadas, críticas y disidentes de aquella época sufrirán la persecución, obstaculización o mutilación que no habrían padecido en el periodo 1977-1979. Cabría citar aquí películas como El proceso de Burgos (Imanol Uribe, 1979), Arriba España (José María Berzosa, 1975, estrenada en 1979), Después de… (Cecilia y José Juan Bartolomé, 1981) o Cada ver es (Ángel García del Val, 1981). En esta ocasión, queremos centrarnos en dos ejemplos que comparten área geográfica, Andalucía occidental, y espectro social, la clases trabajadoras agrarias. Dos cintas que atraviesan contingencias distintas —las derivadas de pertenecer al inicio y al fin de la década— con un resultado equivalente: la invisibilidad. Rocío (Fernando Ruiz Vergara, 1980), documental sobre la peregrinación anual a la Ermita del Rocío en Almonte (Huelva), se ha convertido en el ejemplo más representativo de película perseguida y censurada en democracia. Es el primer caso de filme secuestrado judicialmente tras la derogación
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1 Declaraciones en el documental El caso Rocío (José Luis Tirado, 2013). 2 “Aquí se está enjuiciando, no a Pedro, sino a la fuente oral de la historia”. Declaraciones del abogado defensor en el juicio. En Alvarado, Alejandro. Maldita Rocío. Blogs and Docs (9 de diciembre de 2010). 3 Declaraciones en el documental El caso Rocío (José Luis Tirado, 2013).
de la censura previa del régimen franquista en 1977. La desmedida violencia institucional —por acción u omisión— ejercida contra Fernando Ruiz Vergara y su obra provocará el autoexilio del director a Portugal y la incapacidad para volver a dirigir una película durante el resto de su vida (fallecería en 2011). El escándalo es más flagrante si pensamos que la película sigue censurada en la actualidad, con fragmentos cubiertos por una cartela de la misma duración que el segmento prohibido —decisión tomada por el propio director con la función de visibilizar la censura—. Rocío es, en palabras del cineasta Alejandro Alvarado, un ensayo audiovisual1. Definición que da cuenta del carácter heterodoxo de una obra de riqueza notable, contenedor de información y, al mismo tiempo, de una abrumadora experiencia estética. En el filme se dan cita el documento etnográfico que retrata el desbordamiento popular que da forma a la romería almonteña, la pedagogía antropológica sobre la construcción de mitos y tradiciones populares, el análisis sociohistórico de la connivencia entre poder religioso y clase terrateniente a través de los siglos, el reportaje de actualidad que trata el lucrativo negocio de orden mundano que tejen las hermandades rocieras, sociedades inmobiliarias, obispado y sucursales bancarias y, finalmente, el testimonio histórico sobre las masacres perpetradas en 1936 por los caciques de la zona. Es este extremo el que provocará la supresión por la vía judicial de las escenas en las que un vecino de Almonte, Pedro Gómez Clavijo, señala al antiguo alcalde, José María Reales Carrasco, como ejecutor personal, a caballo y con exclusiva ayuda de un garrote, de sus propios jornaleros. La denuncia por injurias la efectuará su propio hijo (alcalde en ese momento) y supondrá un calvario para el equipo creativo de la película, el distribuidor y el propio Gómez Clavijo2. La película se estrella contra el gran tabú de la Transición: la llaga de la Guerra Civil. El documental El caso Rocío (José Luis Tirado, 2013) reconstruye el proceso de producción
y prohibición de la película y restituye la memoria de un realizador abandonado a su suerte (ni Matías Vallés, ni Pilar Miró, directores generales de Cinematografía, prestaron su apoyo institucional o se solidarizaron de algún modo). El documental centra su discurso en cómo el proceso judicial revela de manera elocuente los límites de la Transición española. El historiador Francisco Espinosa Maestre lo cuenta así: “Él [Fernando Ruiz Vergara] no tenía ni idea de que la Transición aquí tenía sus propias reglas.”3 Tras una sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla que condena a su director a dos meses de arresto, una indemnización de diez millones de pesetas y la prohibición de la proyección pública del filme, la sentencia es ratificada por el Tribunal Supremo en 1984. El juez Luis Vivas Marzal lo argumenta en una declaración que es toda una hoja de ruta para la anti-memoria histórica: “Es indispensable inhumar y olvidar si se quiere que los sobrevivientes y las generaciones posteriores a la contienda, convivan pacífica, armónica y conciliadamente, no siendo atinado avivar los rescoldos de esa lucha para despertar rencores, odios y resentimientos adormecidos por el paso del tiempo”. La experiencia de ver Rocío es reveladora en tanto que permite materializar la acción de la censura. Las cartelas, como ya hemos comentado, duran exactamente lo que duraba la intervención de Gómez Clavijo. En el visionado se experimenta la duración, la prohibición y la suspensión del Estado de derecho. No en vano, cuando se ha emitido a altas horas de la noche en TVE2, se han eliminado esas cartelas, se ha censurado la censura. A medida que la década avance y la monarquía parlamentaria se estabilice, los mecanismos de invisibilización de las obras disidentes —o que muestran la disidencia— adquirirán otras formas, menos llamativas, menos escandalosas. La lógica del discurso hegemónico esgrimirá razonamientos de orden económico o apelará al interés de las audiencias para desterrar todo escenario de conflicto, toda representación disonante, todo grupo social que rompa la imagen
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de feliz convivencia de las clases medias. Ya no se puede, como en el caso de las cartelas de Rocío, hacer palpable la censura. Es más, ya no se puede hablar de censura porque, dado que vivimos en una democracia flamante, esa palabra ya no existe. La censura, si es que podemos llamarla así, es tan sofisticada que se ha esfumado. El Cabrero, le chant de la sierra (Martine Voyeux, Amar Arhab, Béatrice Soulé, 1988) es una producción francesa para televisión que retrata la vida del cantaor José Domínguez, conocido artísticamente como El Cabrero. En 1988, su figura es extraordinariamente popular en Andalucía y es habitual verle embarcado en giras nacionales e internacionales. Su relieve público está también unido a su militancia en el movimiento anarquista y el apoyo al alcalde de Marinaleda, Juan Manuel Sánchez Gordillo. El documental describe la actividad diaria del cantaor como humilde pastor de cabras en Aznalcollar, su ideario y ética personal, e incluye un concierto realizado en apoyo a las ocupaciones de tierras efectuadas en Marinaleda. La mirada de los realizadores puede pecar de cierta fascinación romántica hacia el arrollador carisma del cantaor, pero es un retrato único de un artista que, en ese momento, es un fenómeno social y un documento valioso que nos permite asomarnos a un entorno que, literalmente, no tiene cabida en la televisión española de los años ochenta. La cinta será estrenada en La Sept y TF1, aclamada en los principales medios impresos franceses, premiada en el festival Rose d’Or de Montreaux, comprada por Canal + France y emitida en cuarenta y tres países. Pero no en España. Ninguna televisión nacional querrá emitirlo, ni siquiera Canal Sur, que notificará que no encaja en su programación. Es indefendible e incompatible con la función de servicio público que un canal autonómico se niegue a programar un documento de un valor e interés cultural aplastante. El filme no existirá para el público hasta la aparición de Youtube. Al ver la película se tiene la sensación de contemplar un paisaje humano que ha sido
sustraído del imaginario visual de la España democrática. El discurso personal del Cabrero, que se enorgullece de pertenecer al ámbito rural, que no quiere enriquecerse, que defiende el sector primario y la dignidad y libertad del trabajo manual se halla en las antípodas del relato triunfalista, europeizante y neoliberal de un PSOE en plena cultura del pelotazo, en su camino desaforado hacia los fastos del 92. La idea de que un artista de éxito internacional mantenga su trabajo como pastor es una enmienda a los valores promocionados por la Cultura de la Transición. No es la imagen que interesa. Por otro lado, el compromiso con la lucha colectiva de Marinaleda, la aparición en la cinta del propio Sánchez Gordillo ocupando la finca de El Humoso junto a varios jornaleros y jornaleras, así como los fragmentos de un mítin andalucista debieron de resultar inasumibles para la televisión de la Junta de Andalucía. Pero no solo podemos hablar de contenido político, sino de factores simbólicos. Las imágenes que se convocan en el segmento final del documental nos muestran otra España, una España oculta de los medios y los relatos hegemónicos de la década de los ochenta, que no forma parte de la consensocracia y cuya iconografía apunta, una vez más, al tabú de 1936. Una muchedumbre de hombres y mujeres de todas las edades cantando con el puño en alto, reclamando tierra y libertad, mientras todavía dura el eco de la letra del Cabrero: “Piden tierra y se la niegan, tierra para trabajar. Hay otros que piden más, armas para hacer la guerra, y a esos sí que se las dan”. Esas imágenes de 1988 comparten junto a Rocío la representación de una cultura popular, campesina y jornalera, de tradición anarquista y voluntad colectiva de autogestión. Otro tabú que la Cultura de la Transición no puede asumir, a saber; que existen vías democráticas populares alternativas al sistema de partidos imperante. Ambas películas intentarán además devolver esa cultura popular —tan utilizada por el franquismo para homogeneizar la identidad nacional— a su sentido original.
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Foto: ©Archivo Efe/lafototeca.com
¿Aún quedan funcionarios en España?
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Por Gloria Elizo
“En nombre de los niños pobres, Pirulo grita: ¡Viva la Reina! (Leído en la prensa)” Ángel González
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pocos aspectos deberá prestar más atención una fuerza transformadora en esta época de cambio que a la tarea de pensar la reconstrucción del Estado, en un país donde la más burda corrupción, la desidia ignorante, el recelo entre administraciones y la gestión de una crisis desde modelos e intereses extranjeros han llevado a las estructuras estatales a una situación grotesca, a medio camino entre una versión neobarroca de la ruinosa España del XVII y la aturdidora grosería de una sociedad de consumo cuasi tercermundista. Lamentablemente, el trágico déficit histórico de la configuración estatal de “la nación española” —déficit crónico trasplantado “en ambos hemisferios”— que nos hizo llegar tarde a la implementación de las posibles soluciones, se ha aliado ahora con la deconstrucción
global de esos mismos Estados por la vía de la multilateralidad más venal de los secretos acuerdos de libre comercio. El TISA, el TTIP, antes el AMI, tienen clara la configuración mundial que quieren: un mundo con gobiernos pero sin Estados, o lo que es lo mismo, con decisión —claro— pero sin leyes. Configuración que entronca maravillosamente bien con nuestro acendrado absolutismo, gubernamentalismo y administrativismo. Con nuestra sagrada monarquía no ya sólo como forma de Estado, sino como forma del Estado, donde reinan los privilegios, la discrecionalidad, la arbitrariedad y la impunidad para aquellos que toman las instituciones como quien asalta un botín. Pensar el Estado es, relativamente, fácil. Cambiarlo cuesta un poco más. Para afirmar que el pensamiento político español ha estado a la altura de la historia europea basta recordar
LA CIRCULAR · VERANO 2015 la nómina de ejecutados —de todo signo— en los dos anteriores siglos. En pocos lugares del mundo el pensamiento, no ya político sino meramente jurídico y filosófico, ha sido tan consistentemente represaliado. El problema es que el Estado se cambia, se reforma o se construye siempre desde el Gobierno y para ello hace falta una vocación, una inteligencia, una honestidad, una imaginación y una altura de miras de las que —ya no sabe uno si por suerte o por desgracia— ningún gobierno de ningún signo político ha gozado. Uno de los aspectos más espinosos de la construcción del Estado es la estructura de su Administración, sus funcionarios, las garantías de los mismos frente a sus gobiernos, su responsabilidad frente a los administrados. Sin embargo, pocos roles son tan decisivos en el mantenimiento de la legalidad que el lugar que en ella ocupan los funcionarios, hasta el punto de que, como se ha dicho, en realidad no se puede hablar de Estado en sentido moderno mientras no se configure una estructura burocrática independiente al poder gobernante. Los modelos de Administración, como es sabido, fueron en el ámbito continental una extensión napoleónica del modelo de Estado militar. Frente a la teoría del contrato libre entre los gobernantes y “sus administradores partidistas” que sostenían los liberales — también los españoles de 1812 con su corte de cesantes— y que se extendió por los países anglosajones con desigual éxito, el modelo de una Administración independiente de los vaivenes políticos, especializada, inamovible, técnica y despolitizada se abrió paso principalmente por su eficacia en una Europa donde no había más ingenieros que los surgidos de las academias militares, ni más derechos que los que uno podía ejercer ante un tribunal. Aquí la historia de la Administración, del funcionariado, es de nuevo un paradigma de nuestra historia, una historia que desemboca de una forma casi lineal en la trapacería barroca en la que nos encontramos, una historia que nos lleva a la desigual construcción de un Estado tardío e ineficiente, a las dos Españas —una de realengo y otra de abolengo—, al intento frustrado — como en tantos otros campos— de ponernos al día con la II República, a la militarización de un primer franquismo al que hasta la creación de “un Estado Nuevo” le daba una enorme pereza y cuya anómala pervivencia en la segunda mitad del siglo le obligó a “estatalizarse”; por supuesto con todo lo rancio de la administración barroca y, por supuesto también, con todas las reservas, sospechas y prevenciones frente a todo elemento que pudiera oponer cualquier regulación, procedimiento o legalidad contra la sagrada decisión de una autoridad por la gracia de
Dios, una autoridad por otra parte amante de los procedimientos, regulaciones y legalidades de las que se puede disponer a interés. La llegada de la monarquía constitucional —y muy especialmente el primer gobierno del PSOE— llevó a la desaparición casi total a aquellos rancios ropajes de la Administración y al mantenimiento, casi total, de todos los privilegios, sospechas y reservas para mantener la preponderancia del Gobierno frente a una Administración que ya era grande, descentralizada y relativamente moderna. La llegada del PP que, como se decía entonces, venía a culminar el proceso de la Transición, puso en marcha un proceso de desmontaje legal de la capacidad de la Administración del Estado —ante la mirada complaciente de todos los actores políticos— de servir como guardián de la legalidad para todo aquello que no fuera la represión y la reproducción de las élites, e incluso finalmente se atrevió a explorar si tal vez con la privatización de ambas no se pudiera obtener aún mayor arbitrariedad y —seguro, tratándose de la España del siglo XXI— una buena comisión; hasta el punto de que los que protestábamos contra la privatización total de todo lo privatizable, incluidas las fuerzas de seguridad, tuvimos la ocasión de repetir el eslogan sarcástico de “queremos una represión pública y de calidad”. En España, la destrucción de los intocables y especializados “cuerpos napoleónicos” comenzó con la Ley de Funcionarios Civiles del Estado de 1964 que creaba un cuerpo genérico de funcionarios públicos del Estado, y siguió con la subsiguiente Ley de Medidas para la Reforma de la Función Pública de 1984, que aprovechó la ruptura de la sujeción directa al Estado de los funcionarios para introducir a su arbitrio qué parte de la Administración iba a ser administrada por personal laboral y, en general, para rascar en la grieta de las garantías fundamentales de una Administración independiente: la provisión de puestos de trabajo, el libre acceso a la condición de funcionario por mérito y capacidad, la exclusividad en las funciones que impliquen la participación directa o indirecta en las potestades públicas o en las salvaguarda de los intereses generales del Estado y de las administraciones públicas, las condiciones de trabajo, incluyendo retribuciones, destinos, incompatibilidades y ascensos y, finalmente, la inamovilidad y las garantías frente a la potestad disciplinaria. A partir de entonces las reformas legales, envueltas como es habitual en leyes ómnibus, en decretos leyes, en sentencias del Tribunal Constitucional, han convertido la función pública en una fiera amaestrada cuya forzada docilidad hemos pagado todos en general, con nuestro dinero y nuestros derechos, y en particular los propios funcionarios.
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Lo primero que se quiso eliminar de los cuerpos de funcionarios fueron las figuras de dirección. La dirección de la Administración pasó de ser un adusto cuerpo especializado para depender del nombramiento arbitrario del poder político. El Estatuto Básico del Empleado Público no sólo no impone ya la figura del funcionario directivo sino que, por si acaso, la Ley 20/2006 de Agencias Estatales permite elegirlos en concursos sin programas ni pruebas donde la autoridad elige a su antojo de una terna a su vez elegida por un funcionario de libre designación. En la práctica, la dirección ya hace tiempo que se entrega como botín político mediante jugosos contratos laborales de libre designación, situación que se agrava cada vez más con la creciente huida hacia el derecho privado que padecen los organismos públicos. ¿Dónde están las regladas expectativas de ascenso de los probos funcionarios con años de servicio intachable?, ¿dónde el mérito y la capacidad que proclama la Constitución en el Art. 23? Porque del tan justamente denostado proceso memorístico en que consisten las viejas oposiciones, hemos pasado a una pléyade de contratados laborales, con los mismos — decrecientes— derechos que el funcionario de carrera pero con variados sistemas de acceso, contratos que se hacen compatibles con una creciente masa de interinos desheredados que sin la menor vergüenza o respeto por la ley cubren ad eternum “necesidades extraordinarias” mientras que otros eventuales de libérrima designación recibirán incluso como premio a su cercanía política el acceso al funcionariado a través de “procedimientos especiales de acceso”, por así llamarlos. La provisión de estos y todos los puestos de la llamada oferta de empleo público se entregan en la práctica a unos sindicatos sin apenas afiliados, estructuras burocráticas semipúblicas cuya financiación depende del poder político, donde no es extraño que el verticalismo triunfe en una elecciones a las que ni siquiera hay que presentarse porque se prolongan en el tiempo si los propios sindicatos no las promueven, y a quienes se entrega el monopolio de la representación de los trabajadores: sólo los sindicatos pueden en la práctica ejercer el derecho de reunión de los funcionarios dado que a estos —para ejercerlo al margen de la representación oficial— la ley les exige que la convocatoria la haga nada menos que el 40% del colectivo convocado. Al final, los funcionarios de a pie —incluso los heroicos sindicalistas de a pie— acaban teniendo que aceptar, sin posibilidad de tutela judicial, lo que estos sindicatos pacten en mesas del máximo nivel, con lo que no cabe duda de la moderación
de la parte social en la negociación, máxime cuando lo acordado ni siquiera es de obligado cumplimiento para la Administración que — desde el nefasto RD20/2012 de Medidas para garantizar la estabilidad presupuestaria— puede suspender o modificar lo pactado prácticamente a su antojo alterando la financiación de las instituciones cuyos propios acuerdos quiere sabotear. Nada queda tampoco de la exclusividad del funcionario en las funciones que impliquen la participación directa o indirecta en las potestades públicas o en las salvaguarda de los intereses generales del estado y de las administraciones públicas que proclama el Estatuto. El personal laboral —que comparten sus privilegios pero no desde luego su sueldo— configuran el régimen ordinario de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, de la de Energía, de la de Telecomunicaciones, de la Agencia de Protección de Datos, del Banco de España... según sus respectivas leyes, no sólo pasando ampliamente del Art. 103 de la Constitución sino configurando el actual escenario de desvergonzadas retribuciones, nepotismo y adhesión al responsable político de turno. Por si alguien no ha conseguido aún asociar estas situaciones con la estructura de corrupción que padecemos, tal vez debiéramos resaltar de ejemplo el hoy denominado Cuerpo de Secretarios, Interventores y Tesoreros con Habilitación de Carácter Estatal —los Secretarios de la Administración Local— cuyo desempoderamiento ha sido prácticamente total desde el vigente Estatuto Básico del Empleo Público, que no sólo ha entregado a las Comunidades Autónomas la creación de su oferta de empleo, los programas y los requisitos de lo que ahora es un concurso ordinario de méritos, sino que los procesos los convocarán y resolverán las propias corporaciones locales. Por si la necesidad urge cuando la convocatoria no interesa, el sistema ha otorgado a los alcaldes la facultad excepcional de nombrarlos por libre designación de forma provisional. ¿Alguien puede tener alguna duda de la relevancia de un Cuerpo de Secretarios, Interventores y Tesoreros estatal, de acceso libre e igual por mérito y capacidad, cuyo sueldo, destino y ascensos provengan exclusivamente de una intachable antigüedad, en la prevención de la corrupción? ¿Acaso no debería venir de serie un funcionario con las viejas garantías funcionariales en todos los niveles de la Administración, es decir, allí donde hubiera un político administrando dinero público? Por el contrario, desde que la Ley 22/1993 pretendió acabar con la inamovilidad de
LA CIRCULAR · VERANO 2015 los funcionarios de su puesto de trabajo a través de los no derogados Planes de Empleo Público, con la excusa de la optimización de los recursos humanos, todos los elementos de una Administración independiente del poder político de turno han sido puestos en cuestión: las incompatibilidades de los funcionarios que el Estatuto proclama se han convertido en una autorización reglada para la realización de prácticamente todas las actividades privadas, incluso las que tienen que ver con las de asesoramiento a empresas, asistencia letrada, consultoría, etc. E incluso permite llevar a cabo —sin necesidad de autorización alguna— las más lujosas participaciones en onerosos congresos, convenciones, etc., incluso a jueces y magistrados, pagados por grandes empresas, bancos y medios de comunicación privados. Mención aparte merecería la autorización ex lege para dedicarse a la preparación de candidatos a acceder a la función pública llevada a cabo por los más altos funcionarios en activo. Sólo recordar que en la actualidad las probabilidades de aprobar de un opositor pariente de un funcionario en activo en el cuerpo al cual se opta oscilan entre el 222% de la carrera diplomática y el 77% de fiscales y jueces. Esto sólo demostraría que el sistema de oposición está configurado como un ingenio social sino fuera porque, cuando en 2003 se introdujo un examen escrito de evaluación anónima previo a la prueba oral, las probabilidades de aprobar de los familiares bajaron hasta quedar ligeramente por debajo de la media. Ni que decir tiene que al año siguiente esta prueba desapareció. Otro aspecto a tratar sería la inexistente responsabilidad de los funcionarios más allá de la propiamente penal. Una responsabilidad penal que, en lo que respecta al ejercicio de sus funciones, empieza a recuperarse por la indignación ciudadana tras años de considerarse en general por los jueces como materia propia del contencioso-administrativo en una suerte de recuperación jurídica de las prerrogativas reales decimonónicas. El documento anti-corrupción aprobado por la Asamblea Ciudadana de Podemos en Vista Alegre ya recogía una reflexión sobre el actual sistema, según el cual, los actos y las normas son procesables administrativamente pero nunca los responsables, sean estos funcionarios o autoridades, en una rueda de responsabilidad objetiva que, como en los viejos juicios en los que se condenaba a cosas o animales, termina por eludir de una manera infantil las responsabilidades personales sólo porque en la práctica acaban pagando los ciudadanos. En nuestra configuración legal, la responsabilidad civil será siempre de la
Administración, jamás podrá dirigirse la reclamación contra funcionarios o autoridades, debiendo conformarse el reclamante, en tanto contribuyente, con ser él mismo quien se pague la indemnización confortado por hacerlo junto con los demás ciudadanos. Es cierto que la Administración puede repetir contra el funcionario o autoridad responsable, pero la ley no le obligaba a hacerlo, y cuando finalmente lo ha hecho —Ley 4/199— le ha permitido modular la reclamación de modo que la repetición no sea por el importe que las Administraciones —los contribuyentes— han satisfecho, sino por la cantidad que ésta estime adecuada en cada caso. Queda, aún, la responsabilidad disciplinaria, pero hasta eso queda al arbitrio del órgano encargado de imponerla, que puede suspender el procedimiento, por no hablar de una especie de indulto administrativo de última instancia que permite al ministro para las Administraciones Públicas inejecutar la sanción ya impuesta. En definitiva, y al margen de consideraciones más precisas de regulación, es clave aprovechar la situación de ruptura existente para empezar a pensar de un modo nuevo la Administración del Estado, cuyo personal debe gozar de sus derechos como trabajadores sin que esto suponga a cambio la total desprotección de la ciudadanía frente al control político —el que se ejerce no sólo a base de palos sino también de zanahorias— por parte del Gobierno de turno, como un elemento básico en el control de la acción política. La vieja estructura corporativa, desprovista por fin de su misticismo monárquico, debe poder mantener su independencia en cuanto a premios y castigos: su acceso, su salario, su destino, su dependencia directa del Estado —y no del Gobierno—, que debe volver a considerarse esencial para proteger, en su auto-dependencia, la sujeción a las leyes del entramado administrativo como servicio público ante la creciente presión del poder económico y su infiltración casi total en el ámbito político. Y ello desde la creación de figuras de independencia y de control desde la legalidad, pero sobre todo desde la perspectiva del imperio de la ley y del Estado de derecho como auténticas bases, ahora, de una lógica revolucionaria. Por el contrario, mantener e institucionalizar estas legalidades de cartón piedra —que esconden las estructuras corruptas y las aíslan de cualquier expectativa de legalidad— siempre ha sido la mejor receta no sólo para el desastre económico de las mayorías sino de la democracia en sí, entendida ésta como la que disfrutan aquellas sociedades que pueden seguir viendo la discusión política como un espacio en el que se participa y el ámbito público como una esfera de dignidad.
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1 Politikon La urna rota. Pp. 84 y siguientes. 4ª Ed. Debate, Barcelona 2014
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La lógica positivista y las políticas del cambio
Por Ignacio Trillo Imbernón
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ías después de ganar las elecciones al Ayuntamiento de Barcelona, Ada Colau declaró en una entrevista al diario El País que “si hay que desobedecer leyes injustas, se desobedecen”. Durante los siguientes días la prensa escrita usó titulares un punto más grandes de lo habitual, los tertulianos melifluos se llevaron las manos a la cabeza y los espídicos las suyas a la entrepierna: es inadmisible, al parecer, que un cargo público revele la disposición de su administración a incumplir la normativa vigente.
Independientemente de que una parte importante de los representantes políticos de este país usan la mano con la que no están jurando la Constitución para instalarla en el bolsillo ajeno, las declaraciones de Colau definen un conflicto al que es muy posible que las nuevas fuerzas políticas tengan que enfrentarse: la legislación actual, como resultado de los pactos institucionales, culturales y de poder del régimen del 78, deja poco margen de actuación para ejercer políticas de reforma y transformación social.
LA CIRCULAR · VERANO 2015 “De la ley a la ley a través de la ley”, así definieron Fernández Miranda y el resto de starlettes del tardofranquismo la reforma política iniciada en 1976 y consumada en 1978 con la aprobación de la Constitución Española. Si bien no es una frase que se caracterice por su amplio vocabulario ni el uso estético del idioma, sí que tiene la capacidad descriptiva de un informe forense: en concreto el del deceso de las instituciones franquistas, que por un curioso proceso de mitosis daban a luz a las nuevas cortes democráticas. Es el momento de reconocer la eficiencia higiénica de las leyes de punto final, que en el caso español dejaron aparentemente las cunetas impolutas, la memoria reseteada y a un grupo de políticos felices con su nueva corbata democrática y el descubrimiento de su principal herramienta de control social: el positivismo español. Los análisis sobre la cultura consensual derivada de la Transición española suelen tener menos en cuenta de lo que merecen a las normas jurídicas, pero en el ímpetu del legislador cupo tanto la voluntad de ordenar la vida común como de darle un significado hegemónico a esa vida descrita. De aquellos barros, evidentemente, surgen los lodos actuales, y el común de los habitantes tenemos que soportar que nos blandan la Constitución y los estatutos de autonomía como si nos hubiéramos dejado la cama sin hacer o hubiésemos ofendido duramente a la hija del político de turno, pues no en vano, y como es de sobra conocido, nuestra Constitución es junto con la de Estados Unidos el único texto legal que goza el estatus civil de hija de -y por lo tanto exige de sus habitantes del consabido respeto patriarcal. El prurito positivista de las clases políticas españolas tiene su contrapartida en la querencia popular por las normas así como su forma de entenderlas. Es eso que los juristas, con notable menosprecio a las tesis de Marx o una voluntad desenfrenada de recogernos bajo su barba poblada, hemos denominado el fetichismo de la norma jurídica. Aunque existen definiciones mucho más técnicas y correctas, el fetichismo jurídico es la forma y el proceso por el que algunos dotan de inmanencia y razón a las normas jurídicas por el mero hecho de su existencia, desconociendo la múltiple acepción de la palabra justicia. El fetiche sobre las normas jurídicas además funciona en dos sentidos distintos y complementarios: por un lado nos dice que las normas por el mero hecho de existir son “justas”; y por otro lado nos dice que precisamente por existir y ser justas son “inmutables”. Es lo que se denomina sentido positivo y negativo de la fetichización jurídica y tiene, como
se puede ver, una relación notable con los procesos de irradiación de la hegemonía (lo de afirmación-apertura habrá que dejarlo para los próximos capítulos). Pero lo que parecía una relación simbiótica se ha visto arrasada por la crisis política. Prueba de ello es que las Cortes se tuvieran que reunir con nocturnidad y alevosía (a saber, en agosto) para reformar el artículo 135 de la Constitución y legalizar la quinta columna de los mercados financieros y la troika. Mientras tanto la ciudadanía impugnaba la mayoría de los sentidos comunes, incluido el de la construcción legislativa: mientras por un lado algunas normas jurídicas se consideraban obsoletas (piénsese, por ejemplo, en la legislación hipotecaria) e incluso la ciudadanía decidía participar en el proceso legislativo para derogarlas (la ILP de la PAH contó con un millón y medio de firmas), por otro se resignificaba el contenido de la palabra justicia apelando no sólo a su función administrativa sino también a su contenido ético, de forma tal que algunas conductas ilegales pasaban a ser consideradas justas en el imaginario popular, como se ha visto en el caso de los escraches, las acampadas, la resistencia ante las redadas racistas o las manifestaciones frente a edificios gubernamentales. La sensibilidad de los principales actores políticos a las más que evidentes demandas de cambio ha sido de una encomiable empatía: las dos cucharadas de sopa que hoy podemos disfrutar constan en un menú donde la Audiencia Nacional pasa a ser un tribunal político y se modifica el Código Penal y la Ley de Seguridad Ciudadana a los efectos de considerar potencialmente culpable a una parte importante de la población y punibles la mayor parte de las conductas de resistencia política inventadas hasta hoy. Si no fuese trágico por sus consecuencias, podría calificarse de enternecedora la torpeza política del gobierno, apegado a su tradición positivista y a la fe en que la norma jurídica instituye sentidos comunes de convivencia. Ada Colau, sin embargo, da en el clavo, como suele. Las administraciones políticas surgidas tras las elecciones autonómicas y locales no pueden sostener su legitimidad sobre la mera legalidad, ni instituir en el exclusivo marco de sus competencias los procesos de cambio político para los que han sido elegidas. Esto les supondrá, en numerosas ocasiones, batallar con la letra de la ley e interpretar el mandato ciudadano frente a la herencia legislativa o competencial, forzando la construcción de nuevos marcos de sentido común que se desembaracen de las estrictas fronteras de la lógica positivista.
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NUEVOS EPISODIOS NACIONALES I
Por Alberto Olmos
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Silencio en Mediodía
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Una importante editora catalana, que andaba por Madrid en los días fatales de marzo, describió el sobrecogimiento que le produjeron los atentados de Atocha con la siguiente frase: “Temblaron todas las lámparas del Ritz”. El estallido de diez mochilas cargadas de dinamita en la mañana del 11 de marzo de 2004 no sólo enervó los apliques de un hotel de lujo situado a mil doscientos metros de la antigua Estación de Mediodía; no sólo retumbó por el paseo de las Delicias, hasta alcanzar Legazpi, saltar un puente, y despertar al distrito de Usera; no sólo hizo vibrar las farolas del paseo del Prado, los chopos de la Castellana, las torres financieras de Azca; su estruendo no sólo remontó la calle de Atocha hasta llegar a la Puerta del Sol y convertir en Historia la posición de las agujas de un reloj; también delató el pulso tan firme con el que alguien sentado a la mesa del poder decide empezar a mentir. Las calles aledañas a la estación de Atocha lucían aquel día la galanura electoral de las Generales, y los carteles colgantes de Zapatero (Merecemos una España mejor), Rajoy (Juntos vamos a más) o Llamazares (Con tu voto, es posible. Palabra) aquejaron también el vaivén del drama, el seísmo del mal. Hasta las letras de los eslóganes debieron en ese momento de sonrojarse. 193 muertos, cerca de 2000 heridos. Las grandes decisiones políticas se sustanciaban en pedazos sobre las vías de los trenes. Los atentados ocurrieron en la estación de Atocha como podrían haber ocurrido en Príncipe Pío; ocurrieron de mañana como pudieron suceder a media tarde en la Puerta del Sol. La aleatoriedad del terror jugó con Madrid a la ruleta, una ruleta en la que todos los madrileños tenían las mismas posibilidades de ser el número 192. La mañana de aquella violencia fue una mañana de responsabilidades inmediatas, una de esas pocas ocasiones en las que una ciudad tiene que resumirse —y retratarse— sobre cuatro o cinco de sus calles o plazas. En una palabra: detenerse. Quizá hacer el posado definitivo de su dignidad.
Mientras que Antonio Muñoz Molina ha ponderado hasta el hartazgo la reacción de los neoyorquinos el día de los atentados contra las Torres Gemelas, encontrándola ejemplar y hasta superior, apenas hallamos testimonios —no digamos ya loas— de los afanes de los madrileños el 11 de marzo de 2004. Como si nadie hubiera donado sangre, como si nadie hubiera participado en las labores de rescate; como si nadie hubiera llamado para decir que estaba vivo. ¿Alguien en Madrid no llamó aquel día para decir que estaba vivo o para confirmar que otro vivía? Hay menos de una decena de novelas españolas sobre los atentados, y el cine nacional no ha encontrado interés alguno en dramatizar ni en una sola película aquella tragedia. Si el silencio en Madrid a mediados de marzo fue uno de los más escalofriantes de su historia, el silencio sobre el 11-M a día de hoy hace podio en las olimpiadas del olvido. ¿Cuál es la noticia que más te ha impresionado en tu vida? Desde hace algunos años, hago esta pregunta a la gente que voy conociendo. Del 11-M, la verdad, se acuerdan muy pocos.
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Quien sí se acordó fue el escritor estadounidense Ben Lerner, que disfrutó de una beca en Madrid en el año 2004 y escribió un libro casi una década después donde dejaba registrada su vivencia del atentado, quizá no del todo fidedigna. Su novela Saliendo de la estación de Atocha puede convenirnos más como punto de partida —como partitura— para el relato de aquellos días que la propia prensa española, pues la mirada extranjera, casi pueril, señala muchas veces lo evidente con insólita puntería. Al igual que la editora que ve temblar las lámparas, el personaje de Ben Lerner se despierta aquella mañana en el hotel Ritz a causa de las detonaciones. Ve “camiones llenos de soldados”, ambulancias, helicópteros, “olía a plástico quemado”, y por los bares y restaurantes “oía a la gente decir ETA”. Llegada la noche, no puede procesar “las teorías contradictorias sobre la
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autoría”, pero, a la mañana siguiente, “leí sobre la conexión con Al Qaeda, aunque el gobierno insistía en que había sido ETA”. Se entera de la manifestación convocada para última hora de la tarde, y justifica la permanencia en las calles de las unidades de donación de sangre en el deseo de las autoridades de que “la gente sintiera que colaboraba”. “¿Acaso no lo habían hecho en Nueva York?”, se reafirma. Amigos españoles le hablan de la “repercusión en las elecciones” de los atentados: “Si había sido ETA, los socialistas, considerados demasiado blandos con los separatistas, se hundirían. Si había sido Al Qaeda u otro grupo terrorista islámico, la derecha, Aznar y su sucesor nombrado a dedo, Rajoy, estaban perdidos; los putos fascistas habían apoyado la guerra de Bush”. “Hay manifestaciones ante la sede del PP”, le dicen más tarde sus amigos; “El PP culpa a ETA a pesar de que sabe que no han sido ellos. La gente está furiosa”. En realidad, no toda la gente estaba furiosa. Iñaki Gabilondo dio la pauta patriótica al afirmar en la radio: “Hay que estar con el gobierno”. Y, si el gobierno, con todo el aparato policial a su servicio, afirmaba que había sido ETA, ¿por qué no fiarse? Andrés Trapiello, en sus diarios de 2004, lo confiesa sin maquillaje: “¿Cómo vamos a creer al jefe de ETA, que ha mentido tantas otras veces, y no a nuestro ministro de Interior, por inepto y repelente que sea?”. Son muy interesantes las anotaciones del diario de Trapiello porque, si aceptamos que se trata de escritura en directo, oiremos el modo de pensar característico de la Transición, incluso en las referencias: la manifestación del día 12 de marzo le recuerda a la que suscitaron los asesinatos de los abogados de Atocha en 1977; además, anota el “oportunismo de algunos”, que afirmaron: “La mayor masacre de la historia de España desde Paracuellos”. Esto es: el peso de las dos Españas resulta tan apabullante que, al cabo, la mejor manera de evitar temblores a la democracia es creer al gobierno en los momentos más dramáticos. Es en ese mismo año 2004 cuando Mark Zuckenberg crearía Facebook, pero la intercomunicación permanente estaba en nuestras vidas gracias al teléfono móvil. A los SMS. Bastó un simple mensaje de texto para acabar con varias décadas de “creer al gobierno”. Pásalo. Los expertos afirman que un país apoya en bloque a sus gobernantes cuando está siendo atacado. Hasta el año 2004, España lo que apoyaba en bloque era la Transición. Ese fielato gubernamental era en nuestro país un sacerdocio de estabilidad. En última instancia, siempre había que salvaguardar la democracia que tanto trabajo costó traer, con el daño colateral que fuera preciso, mayormente si afectaba al ciudadano raso.
El debate esquivo, por tanto, tuvo lugar aquellos días en los foros de Internet, animado por las informaciones de los diarios digitales extranjeros, nada confluentes con la tesis del ministro de Interior, Ángel Acebes. El gobierno podía manipular o amansar a los directores de La Razón, ABC, El mundo o la Cope —apacentados también en la pradera de la Transición—, pero no podía impedir que la CNN o la BBC dieran ideas distintas de todos aquellos que preferían una información de distancia. La gente joven, sobre todo, no rendía culto a determinados valores insoslayables. Aún así, hay que asumir que, después de la participación de España en la guerra de Irak, el Partido Popular había puesto los pies sobre la mesa del sufragio, con idéntica soberbia que su reelecto presidente Aznar en las islas Azores: mayoría absoluta. Y también hay que digerir la evidencia de que, en las elecciones del 13 de marzo, el bipartidismo alcanzó su cénit: el 82% de los electores eligieron o PP o PSOE. La mayoría social pudo pensar que no se merecía un gobierno que miente (como difundió el PSOE en un eslogan), pero no consideró que hubiera más opciones que el otro gobierno. A fin de cuentas, también solía mentir de otra manera. ¿Fueron los atentados de Atocha la causa del cambio de gobierno en España? Yo diría que no exactamente. Diría que los mismos que votaron al PP en las elecciones posteriores a la guerra de Irak no hubieran cambiado masivamente su voto por doscientos muertos producidos cerca de Vallecas. (De hecho, el PP sólo perdió 600.000 votos en esa jornada.) Ni siquiera estoy seguro de que le negaran el voto al PP si los muertos hubieran cubierto las aceras del barrio de Salamanca. A fin de cuentas, era una guerra en la que nos había metido Aznar. Desde cualquier perspectiva liberal o conservadora, uno ha de asumir el liderazgo, cargar con las consecuencias y aceptar los daños colaterales. ¿Qué puede esperar uno si se mete en una guerra? Lo que sí pudo influir en el voto fue la gestión del gobierno, esto es, su empecinamiento en la mentira. Al igual que en ese recurso de muchas de las películas de Lars von Trier, donde una epidemia surge precisamente debido al intento de difundir un antídoto, el gobierno de Aznar hizo a los causantes de los atentados más inteligentes de lo que eran. Quizá por la influencia del cine estadounidense, tendemos a pensar en una suerte de inteligencia suprema del terrorista, cuando poner bombas y matar personas desarmadas y desprevenidas es obscenamente fácil y no indica otra cosa que cobardía. El terrorismo es la publicidad del daño, no va mucho más allá; no tiene previsto que un edificio en llamas se derrumbará en dos horas tras estrellar contra él
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un avión de pasajeros; y, desde luego, no es un instrumento infalible de desviación del voto. Imagino a un votante del PP que siguió votando PP después de que España se aliara con Estados Unidos y Reino Unido en la guerra de Irak; le imagino acercándose de nuevo a una urna sabiendo por su propio gobierno que las mochilas de Atocha las ha colocado Al Qaeda; qué piensa: ¿voy a votar PSOE para huir de Irak o voy a votar PP para defendernos de los terroristas? ¿Lo que vale para ETA no iba a valer para Al Qaeda? Pero lo que el votante conservador y, sobre todo, el abstencionista habitual no tuvieron más remedio que pensar el 13 de marzo fue: ¿voy a dejar que siga gobernando el PP, un partido que no asume sus decisiones, o voy a castigar por su debilidad al PP con el otro partido?
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“Cuando una gran ciudad —como Madrid en estos días— vive una experiencia trágica, cambia totalmente de fisonomía, y en ella advertimos un extraño fenómeno: la súbita desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos piensan, huya o se esconda, sino que desaparece —literalmente—, se borra, lo borra la tragedia humana, lo borra el hombre”. Estas palabras del Juan de Mairena de Antonio Machado hablan de la capital de España durante la Guerra Civil. En el Madrid del 11 de marzo de 2004 la experiencia trágica fue bastante más corta, por lo que el señorito pudo volver mucho antes, apenas unas horas después de que las lámparas del hotel Ritz dejaran de moverse. De hecho, en la misma noche del 11 de marzo, día en el que cerraron los cines, los teatros y la mayoría de las salas de conciertos, una buena cantidad de gente acudió sin falta al recital que ofrecía Belle & Sebastian en la sala Aqualung, con Adam Green como
telonero. Si uno puede corear el estribillo de Get me away from here, I´m dying en la misma ciudad en la que acaban de masacrar a casi doscientas personas, uno está listo para toda la política de la postmodernidad, que es una política donde la contradicción siempre es sobreseída. ¿Significarse a favor del 15-M al tiempo que se trabaja ejecutando desahucios? Sin problema. ¿Apoyar a Podemos cuando se es un escritor que vive de amañar premios por los ayuntamientos de España? Sin problema. Reducir la política a la estética de las circunstancias no es verdaderamente mucho mejor que reducirla a votar durante décadas al partido A o al partido B. Seguramente, muchos de los que fueron a ese concierto son hoy en día hipsters, o el idealizado hermano mayor de un hipster. La palabra “señorito”, qué duda cabe, ha pasado de moda. Si el 11-M es un episodio histórico que parece del siglo XX —y ni siquiera de la primera mitad— se debe justamente a esa tiranía de las formas donde se encuentran instaladas las ideas políticas. El 11-M no dio pie a la frivolidad, es decir, no generó iconos. Mientras que las Torres Gemelas son ya eternas por lo reconocible de su destrucción —dos trazos verticales y paralelos, coronados por una humareda, bastan para recordar el 11-S, como el logotipo de una marca comercial—, los trenes reventados en Atocha se quedaron en su propia crudeza asimbólica, irresumible. Quizá la literatura o el cine, o la música, podrían reparar esta ausencia del 11-M en la cultura popular, con un relato esquinado que tomara como punto de apoyo algún detalle muy singular de aquella tragedia. Todo lo que se ha hecho hasta ahora, en novela por ejemplo, se ha hecho un poco a bulto, desde presupuestos intercambiables con cualquier otra masacre civil. Hasta el monumento levantado en memoria de las víctimas ha conseguido, once años después, que ya no las veamos.
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Una nota sobre “La fábrica del emprendedor. Trabajo y política en la empresa-mundo”, de Jorge Moruno
Un Chaplin leninista Por Germán Cano
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ace un par de años, en el programa de televisión de La Sexta Salvados, Jordi Évole entrevistaba a los miembros de una asociación catalana de desempleados de larga duración de más de 50 años. Una agrupación de las muchas que, en parte por necesidad, en parte por voluntad política, han proliferado en España como redes densas de apoyo y solidaridad en los últimos años a causa de la crisis. La peculiaridad, en este caso, radica en que los miembros de dicho colectivo se negaban a denominarse parados por considerar el término peyorativo y ofensivo. Un insulto —sostenían—, teniendo en cuenta que, lejos de permanecer ociosos y pasivos en sus hogares ante su dramática situación, se encontraban, subjetivamente motivados, en continuo movimiento. Esa es la razón por la que consideraban más justo ser definidos como desempleados activos. Si no pasaba un día sin que buscaran trabajo, sin que mandaran sus currículum o sin participar en los cursos ofrecidos por el INEM, ¿por qué debían aceptar que socialmente se les ofendiera bajo ese terrible estigma que lleva implícito la palabra parados? Una maniobra estoica, que diría Hegel: antes cambiar mi subjetividad que cambiar el mundo. En cualquier caso, es perfectamente comprensible la desazón de estas gentes, su inquietud a que la precariedad terminara por desbaratar su mundo. Sin embargo, ¿qué se encuentra detrás de este eufemismo aparentemente inocuo?, ¿acaso este exceso de voluntarismo a la hora de resignificar una situación social objetiva no nos condena a no
entender que el paro forma parte de un contexto estructural ajeno a cualquier esfuerzo individual? Por otra parte, ¿por qué esta curiosa obstinación subjetiva en no reconocer su falta de movimiento objetivo, en sentirse ofendidos por ser considerados parados, en huir incluso de la palabra como de la peste y de distinguirse de aquellos a los que designa? Es más, en este afán de desmarcarse de la posición pasiva y dependiente de los malos parados —como si estos solo fueran vagos y no proactivos—, ¿cómo podrían solidarizarse en un plano político con el resto de trabajadores? “Vivir como proletarios, pensar como empresarios”. De esta contradicción se ha servido el discurso neoliberal para campar a sus anchas desde la década de los setenta. Hasta el punto de que afrontarla a un nivel teórico o práctico nos llevaría a ser considerados algo así como un “producto tóxico”, un palo en la rueda, un lastre a fin de cuentas. ¿Cómo combatir, por tanto, esta esquizofrenia mediante una pedagogía política y comunicativa adecuada? Lo primero, pararse, tal y como ha hecho el compañero Jorge Moruno, a pesar de los tiempos acelerados que sufrimos. La fábrica del emprendedor, su libro, es algo más que una brillante radiografía de esta ideología y cosmovisión (la empresa-mundo) cuyo grado de sincretismo roza lo surrealista, como muestran los ejemplos, algunos sangrantes, que aquí se desgranan; el ensayo aparece teóricamente como una suerte de paso atrás respecto a las inercias y movimientos normales de nuestra época. Son patrimonio del imaginario del siglo pasado las escenas del Charlot estresado bajo las ruedas en Tiempos Modernos.
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En cierto modo, el autor deambula con torpeza por el paisaje social posmoderno como un Chaplin leninista que prefiere trapichear con los materiales sucios y ambiguos de su mundo antes que recortarlos bajo construcciones ideales; Moruno tropieza, es despedido, recibe golpes, encaja, pero devuelve, es víctima de engaños, se ríe, le vemos extrañado, nunca centrado, pero su mirada afirmativa en ningún momento cede a la tentación de las pasiones tristes —la resaca de muchos militantes impacientes—, ni se empecina en desvelar bajo la ganga de la gente sencilla el elemento diamantino de la subjetividad revolucionaria. Alguien tildará este ensayo como sintomáticamente posmoderno, pero en un mundo tan volátil apegarse demasiado a lo sólido corre el riesgo de pecar de falta de realismo. Hoy, en efecto, en el terreno posfordista de la sempiterna lucha entre producción y pasividad, ya no nos encontramos frente a ese viejo engranaje ortopédico orientado a amaestrar a los cuerpos y doblegar sus espíritus para hacerlos más dóciles, sino a un poder aún más insidioso, que va más allá de los límites de la fábrica para gobernar la vida de unos seres cuya subjetividad debe estar comprometida por completo con la actividad requerida. Este neomanagement totalitario plantea, por tanto, nuevos retos políticos. En esa línea, acierta Moruno al comparar este gobierno biopolítico con las tesis del socialista Charles Fourier, que entiende la empresa como comunidad total de sentido, como ficción utópica que blanquea cualquier antagonismo y delinea una sutil forma de servidumbre al inmunizar y blindar al sujeto emprendedor de cualquier contaminación colectivista. Frente a esta utopía neoliberal, La fábrica del emprendedor no se limita, sin embargo, a ofrecer un espejo crítico que evidencie las nuevas servidumbres de nuestra realidad social; su programa de politización de la vida cotidiana también dibuja a contrapelo una subjetividad plebeya, reacia a las tonterías de la singularidad —”yo tengo mis propias ideas”— y renovadamente materialista. De aquí surge un programa político orientado al cuidado molecular de la vida cotidiana. Y decimos renovadamente, porque el terreno desde el que piensa Moruno, fiel a las mejores enseñanzas del autonomismo, es ferozmente antimoralista y antiidealista, pero también antiesencialista y permeable a los desarrollos en la práctica y teoría comunicativa. Pensamiento de coyuntura donde no hay vacíos y hacer política, en el mejor sentido maquiaveliano, pasa por forzar las inercias propias del tiempo histórico. Bajo esta clave, el pequeño artificio que es La fábrica del emprendedor aparece como una herramienta crítica fundamental para generar otro relato que compita con el neoliberal, uno destinado
LA CIRCULAR · VERANO 2015 a esa nueva fuerza colectiva de cambio y a un potencial de transformación social cuyos dolores son una y otra vez desarmados políticamente por una ideología que hace de la necesidad virtud; de la resignación, utopía individual; del cansancio, adicción al Red Bull. Era fácil ser de izquierdas cuando el mundo parecía estar en movimiento y apostaba por liberarse del peso; lo complicado es impulsar una política emancipatoria cuando la derecha se hace fluida y líquida y la izquierda necesita ganar peso antropológico. Esta revisión de la dialéctica tradicional entre el amo y el esclavo, Moruno la expresa muy bien cuando escribe que hoy todos somos libres para convertirnos en siervos. Según el autor, aquella frase que en su día acuñó Rosa Luxemburgo y que decía que “quien no se mueve, no siente las cadenas”, perdió vigencia en detrimento de esta otra de Bob Marley: “No hay cadenas a mi alrededor, pero no soy libre”. No, moverse no es vivir, como recuerda Moruno en su análisis de la película Up in the air. En su relectura del rechazo del trabajo, Jorge Moruno ama lo bastante el peso del mundo para no quedar seducido por las sirenas de una empresa-mundo que deshilacha el denso tejido de lo humano, construido en el ámbito de la nueva inteligencia colectiva, pero al mismo tiempo lo suficientemente ligero como para escapar de las trampas de la militancia obrerista tradicional, con su desprecio ascético del goce, su psicorrigidez prometeica y su subestimación del tiempo político de la vida cotidiana. Cronista de esta servidumbre contemporánea, Moruno despliega en estas páginas una mirada atenta y burlona que, desde el rosario de las mil y una humillaciones e indignidades del mundo laboral actual, cuestiona esa percepción normalizada que asume lo que hay, “como si la estafa de la crisis tuviera el mismo origen que el impacto de un meteorito”. Por otro lado, razona convincentemente cómo ante la conformación del mundo como empresa resulta del todo estéril, sobre todo tras el 15M, hacer uso de la ferretería esencialista de la izquierda tradicional y su lecho de Procusto identitario. “Solo con salir a la calle, entrar en un centro comercial, acudir a una estación de tren, dar una vuelta por el centro o cualquier barrio, y pensar en un frente de masas a la vieja usanza como posibilidad real, como hipótesis verdadera, es, creo yo, estar fuera de este mundo en el que vivimos”. Ante la evidente capacidad del discurso neoliberal de intervenir hegemónicamente en la situación de desconcierto que él mismo fomenta, resulta estéril, pues, apelar a interpretaciones mecanicistas y no disputar el sentido de los dolores sociales desde un relato político más amplio desde abajo. “Hoy el sentido común se forja a través del intelecto general,
conectado por la sociabilidad atravesada por los medios, las redes, los impactos y estímulos semióticos, que orientan el deseo y los cimientos ideológicos”. Dadas estas premisas, todo el debate hoy acerca de la izquierda y la necesidad de construir un frente de izquierda es totalmente secundario respecto a otro más urgente: ¿por qué nos ha ganado tanto tiempo el enemigo? No basta tampoco aquí con aguantar esgrimiendo la moral del perdedor. “La izquierda es como Homer Simpson cuando se mete a boxeador, su única estrategia es siempre recibir y recibir, pero nunca atacar y lanzarse”. Es justo esta tensión entre la figura del emprendedor —la cooptación desde arriba de la fuerza de trabajo colectiva— y un sujeto plebeyo a construir la que dibuja uno de los embates políticos decisivos del ensayo, máxime cuando este potencial popular no se reconoce fácilmente como fuerza sometida, sino como fuerza activa, y en un horizonte biopolítico donde el poder captura y maximiza la vida incesantemente como capital humano disponible. La apelación de Íñigo Errejón en el sabroso prólogo a un movimiento político que haga “de la debilidad, fuerza, y de la desposesión, poder”, así como la invocación de Moruno, al final del libro, a esa “mierda cantante y danzante del mundo que quiere dejar de serlo”, apunta a un “podemos” vulnerable y subalterno que nada tiene que ver con el “yo puedo” autista del empresario de sí. No olvidemos además que, de lo contrario, en este agotamiento del régimen salarial, no parece tampoco exagerado vislumbrar una nueva lucha a muerte entre pobres: “la lucha del último contra el penúltimo y del penúltimo contra el último, se hará más encarnizada si no se construyen vínculos sociales que soporten y aporten comunidad, junto con instrumentos políticos”. No es esta una mala razón tampoco para la defensa del proyecto de Renta Básica que aparece en todo el libro como un poderoso hilo subterráneo. De ahí que el libro aparezca también como laboratorio experimental de una nueva militancia y una nueva fisonomía del intelectual politizado. Ni soldado ni predicador, Moruno, siempre atento a la coyuntura y su correlación cambiante de fuerzas, inventa, produce inserciones en la sensibilidad y las creencias, o fisuras en la aparente contundencia de las nuevas ideologías de nuestra servidumbre. Hay militantes que, por su obstinación a la hora de proyectar su biografía como un poema de rima perfecta, terminan siendo en política irrelevantes ripiosos. No es el caso de este Chaplin leninista, que en este libroherramienta nos aporta líneas de orientación preciosas para una práctica política efectiva. Algún día habrá que escribir la otra historia no espectacular de Podemos. Allí encontraremos a un imprescindible compañero pelirrojo escribiendo continuamente argumentarios.
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La fábrica del emprendedor. Trabajo y política en la empresamundo. Jorge Moruno Akal, 2015 256 páginas
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Cuando el humor blanco es un evasor moral Por Manuel Guedán
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Mortadelo y Filemón: El tesorero Francisco Ibáñez Ediciones B 2015 48 páginas
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ras cuatro años en suspensión de pagos, la editorial Bruguera cerró en 1986. Un poco antes, Ibáñez abandonaba la empresa y fichaba por Grijalbo. Sin embargo, mientras el dibujante reorientaba su carrera, Ediciones B compró a la difunta Bruguera para seguir publicando viñetas de Mortadelo y Filemón con el equipo descabezado de Ibáñez. Los derechos pertenecían al sello y no al dibujante. Durante varios años, los agentes de la T.I.A. se vuelven polígamos y aparecen en dos cabeceras a la vez. La situación se ordenó a finales de los 80: Ediciones B llegó a un acuerdo con Ibáñez para que publicara con ellos y recuperara a sus personajes. La anécdota nos muestra la flotabilidad de este dúo de superagentes que basa gran parte de sus encantos en lo mismo que la mayoría de iconos populares nacidos en el seno de la ficción de masas: la repetición como matriz de la familiaridad. Una y otra vez Mortadelo y Filemón haraganean y conviven con su miseria, el superintendente Vicente los llama a filas, se les encomienda una misión que los confronta a su condición de parias dentro de la rácana organización y, a partir de ahí, comienza una sucesión de equívocos, tumbos y batacazos que desencadenarán la sed de venganza de propios y extraños. Entre tanto, nos topamos con las invectivas gordófobas contra Ofelia, los 1001 disfraces de Mortadelo y toda una legión de policías, pueblerinos y mazaos dispuestos a sembrar menhires en las dos calvas más famosas del tebeo español. Tan fuerte es su inercia que no es de extrañar que, una vez echados a rodar, pudieran seguir haciéndolo sin la intervención de su creador. En el caso de Mortadelo y Filemón, como en buena parte de la ficción de masas, la filiación sólida es obra-público, y no obra-autor. Fueron las desesperadas cartas de los lectores las que obligaron a Sir Arthur Conan Doyle a resucitar a Sherlock Holmes y fueron los screen test de Hollywood los que modificaron el final de La boda de mi mejor amigo para que Julia Roberts tuviera al menos un baile de consolación con Rupert Everett. El spin-off, elogio de la selección genética, viene a ser la celebración máxima de este tipo de dinámicas.
El vínculo con un público masivo de una cabecera, la de Mortadelo y Filemón, marca su afán por la repetición, su gusto por la actualidad, así como su inclinación por la sátira política compasiva y tangencial. Prueba de este estilo son sus El tijeretazo (2014) y El tesorero (2015). En el primero, los recortes del Gobierno están siendo aprovechados por algunos colectivos para provocar disturbios y motines; los superagentes deberán infiltrarse en hospitales, colegios y asilos para neutralizar a los agitadores. Finalmente, en una aparición pública del señor Ministro para apaciguar a una turba de manifestantes, Mortadelo y Filemón acaban, por error, cortándole la nariz al trasunto de Rajoy. En el segundo, cuando el Ministro del Peculio descubre que el tesorero del Partido Papilar ha desvalijado la caja del partido, contrata los servicios de la T.I.A. para que lo detengan. Mamerto Rojoy, Rubalcalva y Demetria Coscorral son los políticos a los que parecen aludir las iniciales escritas en los papeles que el tesorero lleva consigo. Sin embargo, en la última página se revela que todo el caso no es más que un error de interpretación y que las siglas hacen referencia a ciertos vertederos. La historieta cierra con Mortadelo y Filemón huyendo del Súper por haber detenido injustificadamente a la clase dirigente del país. La lectura política que se puede extraer de ambas historias resulta un tanto esquizofrénica. Mientras que una, que parecía al inicio estigmatizar a los inconformistas, termina salvando a los manifestantes y condenando al Ministro a perder su nariz —símbolo, además, del mentiroso—, la otra, que apuntaba a la clase política como responsable del desfalco, se salda con un malentendido y un puñado de dirigentes injustamente difamados. Mucho antes que tratar de entender la ambigüedad de Ibáñez como gestos duales que encierran un subtexto pretendido, creo que lo acertado sería leerlo como un gesto único inscrito, precisamente, en la flotabilidad de sus personajes, que juegan así a no expresar la voz de un autor sino a confundirse en el magma de ese Frankenstein conocido como la opinión pública. La opinión pública, según el relato a retazos que de ella nos hacen los medios de comunicación, suele indignarse cuando no se respetan de manera muy visible los derechos
LA CIRCULAR · VERANO 2015 humanos, pero ante casos más finos, se muestra mudadiza e impresionable, cambiando a medida que el relato mainstream se va modificando. Así, por ejemplo, la mitificación de Jesús Neira en 2008 por haber sido agredido al tratar de defender a una mujer de una paliza, puede resultar algo exagerada, tanto más cuanto que la canonización mediática y social fue acompañada del cargo de presidente del Consejo Asesor del Observatorio Regional de la Violencia de Género. Dos años después, Neira fue demonizado al dar positivo en un control de alcoholemia y tuvo que abandonar el puesto. Difícil saber, más allá de una inclinación emocional primaria, en qué medida el primer suceso o el segundo hablaban de su capacitación para el puesto o ni tan siquiera nos dan una idea de la catadura moral del personaje, como para haberlo considerado Jesucristo y Belcebú sucesivamente. Con la misma veleidad y ligereza ideológica, Mortadelo y Filemón juega a una u otra carta política sin más motivo que lo que el argumento de la historieta favorezca, siempre cuidando de no rebasar el quitamiedos por ninguno de los dos lados. De lo que se trata aquí, aunque aún no se haya nombrado, es tan solo del humor blanco, mucho menos cuestionado, para nuestra desgracia, que el humor negro. No pretendo criminalizar per se este tipo de comicidad, pero sí creo que debemos ser conscientes de sus efectos nocivos, según cómo se aplique. Uno de los ejemplos más loables de humor blanco que recuerdo en los últimos tiempos es el de Habemus papam, la película en la que Nani Moretti fantaseaba con un Papa piernas, que se daba a la fuga, mientras los cardenales aguardaban su regreso jugando al vóley playa en el Vaticano. La película acunaba entre algodones a sus personajes y Moretti fue acusado de complacencia para con la institución eclesiástica. Pero ese no era, ni en apariencia ni en el fondo, el código de su obra, que buscaba el reto mayor de la auténtica incorrección política: hablar bien del clero desde una posición de izquierdas. Ibáñez, en cambio, sí maneja ciertos resortes de la sátira, como la caricatura o el chascarrillo de actualidad, para enfundar una visión blanca y reblandecida de los conflictos que retrata. En ese sentido, su uso de Bárcenas para conectar con el público no es nada casual. Y no me refiero tan solo a que haya utilizado al tesorero del PP para vender ejemplares —10.000 en un día—, cosa legítima si tenemos en cuenta cómo nos ha utilizado Bárcenas a los demás para ganar dinero, sino verdaderamente a conectar con la sensibilidad popular predominante en torno al siniestro personaje, es decir, contribuir a su reconversión de delincuente fiscal en icono pop.
El Bárcenas de Ibáñez es la consagración, no del tipo que consentía y facilitaba la corrupción a los mandatarios del partido político más poderoso, ni del millonario que le escondía dinero al fisco, sino del hombre campechano que jugaba a las cartas con sus compañeros de celda, del justiciero que puso contra las cuerdas al PP, del Robin Hood que repartía prendas caras en el patio de la cárcel. No tanto porque aparezcan este tipo de escenas, como porque Ibáñez somete a su personaje a un vaciado psicológico — el trasunto de Bárcenas tiene tan solo un par de frases en toda la historieta—y una descontextualización ideológica que solo admiten su figura como un recortable de cartón que, para más inri, consagra su carácter contestatario a través de la erección de su dedo medio. En ese lugar, tan frecuente en algunos memes, tuits, caricaturas, en el que la comicidad satírica, por lo general involuntariamente, reblandece la carga política que parecía motivarla, es donde el humor se vuelve más perverso y paralizante. Quien busque la crítica social en la serie de Mortadelo y Filemón debe dejar a un lado sus flirteos con la actualidad política y sus alusiones más directas, para atender el que en su día fue el sello distintivo de la marca Bruguera: un universo de personajes pobres y necesitados que fracasan en todos sus intentos de medrar, haciendo reír por no llorar para que no se note la grisura de su existencia. Mortadelo y Filemón viven anclados en una pensión galdosiana porque la precariedad de su trabajo no les permite pagarse algo mejor, son tachados de ignorantes y mostrencos por el doctor Bacterio, porque al contrario que él no poseen formación, sufren indecibles penurias a manos de la racanería de su superior y, para colmo, ante la desgracia del otro, en lugar de camaradería o solidaridad, esgrimen siempre el espíritu cainita que tradicionalmente se le ha achacado al pueblo español. Como tantas de sus sagas coetáneas, Mortadelo y Filemón dibuja un universo reactivo a cualquier tipo de relato épico o mistificado —tan frecuente en los cómics de otras latitudes—, que casa mucho mejor con la opresión del tremendismo, la exageración del esperpento y la impermeabilidad al ascenso social de la picaresca. Que sea la mera y acrítica aparición de un personaje como Bárcenas la que ha lanzado a los medios a ensalzar el carácter crítico de Ibáñez, en lugar de su filiación con las corrientes más afiladas y prolíficas de las letras españolas, siluetea bien la confusión en que vivimos, esa misma que no deja ver los destellos catárticos del humor negro, ni la tristeza moral de cierto humor blanco.
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Mad Max 4 como manual de ciencia pol铆tica aplicada
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De lo hipster al feminismo:
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de la diferencia a la igualdad ge r o J Por
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VERANO 2015 · LA CIRCULAR Por Jorge Lago
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n el anterior número de La Circular publiqué una crítica a las bases ideológicas o políticas del libro Indies, hipsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural (Capitán Swing) de Víctor Lenore. Como la cosa dio algo que hablar en redes, prometí volver sobre el tema, desarrollarlo más o explicarme algo mejor porque, como suele pasar, hubo el clásico: “No era esto sino lo otro lo que yo quería… ” y demás sinsabores de la comunicación humana. Eso sí, voy a desarrollar aquellas ideas sobre lo hipster y la izquierda mediante Mad Max 4. A lo loco, sí. Y no sólo porque sea una de las películas más interesantes y brillantes de los últimos años, sino porque muestra a la perfección aquello que yo le echaba en cara a Lenore o, por ser más exacto y justo, aquello que, utilizando el libro de Lenore, me permitía abrir un debate con una forma extendida y habitual de entender la relación entre cultura y política. Espero que, de paso, esta relectura nos sirva para entender qué pasa hoy con Podemos. Todo eso y más permite Mad Max 4 (MM4 en adelante). En serio.
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· Esa estructura es la que vuela por los aires en Mad Max 4, y lo hace, además, adentrándose en la forma en que esa lógica comunitaria atraviesa los géneros o, en cómo las comunidades definidas desde identidades de género fuertemente construidas se enfrentan con lo político y lo individual
Empecemos con lo que intenté poner de relieve en aquella crítica, que no era la disputa en torno a una más o menos correcta lectura de lo hipster ni, más generalmente, del consumo y la producción cultural hoy. Lo que no comparto de ese libro y armó mi lectura crítica es, digamos, una moral izquierdista que lo sostiene, un tipo de mirada y de apuesta política que anima el libro. Un izquierdismo en absoluto propio o exclusivo de Lenore —está más extendido que los iPhones—, pero que, me temo, es inoperante en términos políticos. ¿Cuál? Pues el que opone comunidad a individuo, situando en la comunidad (obrera, étnica, de barrio…) lo deseable y positivo, y colocando en el individuo (aislado y consumista de la ciudad capitalista tardomoderna), lo indeseable o patológico. Una frontera que separa, en el caso de Lenore, la creación cultural salida de esos espacios colectivos y comunitarios (los barrios populares, los guetos interétnicos, las comunidades obreras, los excluídos…) de la creación individualizada y por tanto despolitizada (lo hipster, que aparece como la reproducción en forma de gusto cultural de las diferencias sociales, el mantenimiento de los privilegios de la única clase que no se presenta y siente como tal). No, decía en el primer número de La Circular que no me parece del todo útil construir discurso político —con capacidad de acción transformadora— desde esa oposición individuo/comunidad que convierte al primero en una patología de la normalidad que debiera definir el segundo. Expresada de muy distintas maneras y aplicada a muy distintos objetos (desde la maternidad en el capitalismo tardío al
trabajo en el postfordismo, pasando por no pocas lecturas del municipalismo, la acción vecinal y la auto-organización), esta dicotomía constituye algo así como el punto cero de las izquierdas no socialdemócratas. Se decline como se decline, una estructura común aflora en todas ellas, y esta no es otra que aquella que convierte una configuración histórica determinada y acotada en el tiempo en el lugar desde el que definir la deseabilidad social: el obrero metalúrgico de antaño o el trabajador precario pero polivalente y relacional de hoy; el consenso social de los treinta gloriosos o la comunidad obrera soñada de la periferia de Manchester; el Xixon de los 80 con sus luchas y resistencia obreras o las subjetividades vecinales y autorganizativas de la otra transición a la democracia, etc. Todos estos son, y tantos otros, lugares-mito desde los que definir la deseabilidad social, los modelos a los que regresar y proyectar e imaginar como ya realizados… aunque solo sea para resistir a un presente vivido siempre como pérdida de un algo que no se tuvo y un futuro que todavía no se tiene. Un presente agónico, siempre pensado desde la ausencia. Pues bien, esa estructura es la que vuela por los aires en MM4, y lo hace, además, adentrándose en la forma en que esa lógica comunitaria atraviesa los géneros o, dicho de otra manera, en cómo las comunidades definidas desde identidades de género fuertemente construidas se enfrentan con lo político —tomar el control de la ciudadela— y lo individual —el conflicto del personaje masculino protagonista—. O, por último y como diría Zizek, en cómo la política es capaz de salir de la particularidad y construir universalidades situadas. O algo así. Veamos, y por partes, que el tema lo merece. Primer gesto de MM4: disección de la masculinidad normativa machoálfica. Creo que nunca ha sido tan crudamente mostrada y llevada hasta el ridículo la masculinidad autoafirmativa y machirula. Una disección que ridiculiza, primero, por la vía de las prácticas; es el caso, por ejemplo, de la competencia entre varones que lleva a la destrucción permanente de todo lo vivo —tan del capitalismo caníbal que vivimos desde los 80—; la búsqueda de trascendencia puramente vacía, directamente relacionada con esa ilusión de ascenso social que anima esa competencia caníbal; la fetichización de toda forma mecánica (máquinas, coches, amplificadores y guitarras eléctricas, herramientas…) en estrecha relación con la identificación de los subalternos con su dominación (moral del esclavo, vaya); una especie de vínculo social testosterónico marcado por la ausencia de toda intimidad y todo vínculo relacional; una dominación masculina sin más
LA CIRCULAR · VERANO 2015 contenido que la reproducción de… la misma dominación masculina, y suma y sigue. Pero ridiculización machirula, también y en segundo lugar, visual y narrativa: el fuera de campo (no mostrar en imágenes, usar elipsis para dar por sabido algo) funciona obviando los momentos de resolución narrativa de la acción masculina o, dicho en cristiano: cuando el varón arregla un motor que falla y puede suponer la diferencia entre vivir o morir, sabemos que ha ocurrido, pero no vemos la reparación: es útil y necesario que ocurra, pero no merece la pena ser visto. Cuando otro varón, esta vez el (supuesto) protagonista, se enfrenta al más descarnado enemigo y sale victorioso tras una pelea testosterónica… la cámara no lo muestra, no lo graba, no se detiene en la acción ni en los cuerpos en batalla. Le vemos, eso sí, justo después de la batalla omitida, limpiándose la sangre del enemigo… ¡con leche materna! La elipsis se ahorra mostrar los momentos del relato que, ¡oh feminismo de la narración!, son meros instrumentos de otra cosa. ¿Qué otra cosa? El segundo gesto, ahí empieza la otra cosa: frente a la comunidad masculina, la comunidad femenina. Frente a la dominación, la resistencia en forma de huída liberadora. La cinta, básicamente, cuenta cómo un grupo de mujeres —y no cualquiera, las esposas del amo dominante de la ciudadela que detenta el poder— intenta escapar de la dominación masculina y se lanza a la busca de una comunidad perdida. La utopía ya no tiene tiempo para realizarse —estamos en un tiempo sin tiempo, el Apocalipsis ya ha sucedido—; aquí, la utopía, como en Moro, vuelve a estar en el espacio, en el mapa: los parajes verdes donde habitan las muchas madres, mujeres todas viviendo en armonía y solidaridad consigo mismas, con la tierra y con la historia, con otra historia. Esa es la primera forma de liberación de la película, un liberación construida desde la huida, sí, pero una huida que, en un primer momento, es necesaria y liberadora. Claro que hay un tercer gesto de MM4 que hace que la cosa sea mucho más gorda: no, la liberación primera en forma de huida no es definitiva, es solo un primer momento, necesario pero insuficiente. No, la liberación no consiste en alcanzar o realizar la comunidad añorada, ni en convertirla en estructura de sentido, qué va. MM4 se lanza, nada más y nada menos, que a politizar la comunidad para disolverla. La comunidad que se describe es una comunidad perdida, una ilusión nostálgica, como lo son, me temo, todas las comunidades; siempre imaginadas, soñadas, ideadas, codiciadas o reivindicadas retrospectivamente… y es aquí donde espero que se empiece a ver la relación con Lenore, los hipsters, las comunidades —o uniones— de izquierdas, etcétera.
La comunidad es un punto nodal del pasado que no vuelve y no se repite, es una posibilidad de la memoria y de la historia, una cristalización del tiempo histórico que tan pronto se fragua y nombra, comienza su declive, se arruina o es arrebatada… porque el tiempo no se detiene, porque las relaciones sociales y de poder lo cambian todo en esta modernidad que vuelve líquido o gaseoso todo lo que parecía más o menos sólido. Porque las comunidades nunca se mantienen idénticas a sí mismas, porque no hay identidades fijas (repetición permanente de lo mismo) sino móviles (construcción y reconstrucción de un sentido abierto y en disputa), más o menos adaptables, siempre fabricadas y, por ello, en mutación o desaparición. Pero si esto es así, entonces las comunidades no son, no pueden ser, puntos de partida para la construcción política de algo, y eso es, precisamente, lo que le criticaba a Lenore y, de manera más general, critico a la izquierda. Cuarto gesto de la película en forma de dilema: de la diferencia a la política. Sí, MM4 sitúa a los personajes femeninos frente a dos opciones que, en un ejercicio de simplificación no exento de exceso, nombraré como la opción comunitaria vía cierto feminismo de la diferencia, frente a la opción política vía cierto feminismo de la igualdad. Y gana la segunda opción, advierto (disculpen el spoiler). Sí, la cinta plantea una clara disyuntiva, de hecho quizá se trate de la disyuntiva clave de toda pulsión política: asimilar la liberación del poder como una suerte de huida/refugio que representa esa búsqueda de la comunidad perdida, soñada, imaginada, desgarrada por la nostalgia; o dejar de huir y enfrentarse al orden mismo que produce el antagonismo para, claro, trascenderlo. Dicho de otro modo, perseguir el sueño de una comunidad aparte que nunca se realiza del todo y siempre está marcada por la imposibilidad y la ausencia, o aceptar unas ciertas reglas del juego, tomar lo real como lo posible ¡y no como el negativo de lo ideal! y lanzarse a conquistar espacios y posiciones… de poder. Pero para hacer esto MM4 tiene que dar un paso más, el quinto: las identidades que soportan y animan el conflicto son distintas se tome una opción del dilema u otra. En el primer caso, el de la comunidad de mujeres en busca de las muchas madres y los parajes verdes, es una identidad construida desde un juego de espejos con la identidad y la comunidad dominantes. Así, ellos aparecen sin afectos y casi sin habla, ellas son todo afecto y comunicación; ellos se muestran sin más trascendencia que un vacío deseo de reconocimiento posterrenal y autodestructivo, ellas, en cambio, pensando en la conservación de la especie y de la tierra; ellos autistas, ellas relacionales; ellos
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luchadores, ellas cuidadoras… y un largo y binario etcétera.
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Esta oposición tiene algo, y la película lo muestra bien, de definirse mediante el lugar en el que el otro, el gran Otro con poder, te coloca. Tiene mucho que ver, pues, con hacer tuyo el lugar de la dominación: si el poder te sitúa como mera reproductora, siempre del lado del afecto, el cuidado, el cuerpo y lo sensible, tú vas y conviertes esos elementos en el centro de tu comunidad imaginada, como aquellos elementos esenciales o naturales —y no como resultado de la historia, las relaciones de fuerza y poder que deciden, imponen o construyen relatos sobre uno y su lugar en el mundo— que estructurarán, además, la comunidad una vez consigas estar a resguardo de la dominación y su violencia (que acaban apareciendo como mera exterioridad, mero poder arbitrario que nada tendría que ver con el origen y sentido de esos relatos identitarios que uno/a ha hecho suyos). Convertir el lugar en el que te pone la historia, las relaciones de fuerza o la dominación —mujer como ser reproductivo o cuidadora, hombre como ser productivo o trabajador, por poner dos ejemplos clásico—, en el punto de partida para pensar y construir las formas y los contenidos de la liberación social, ese es el tema de fondo. Una estructura de sentido que, me temo, solo puede conducir al colapso, a la anulación de toda liberación previamente desencadenada, y que en MM4 aparece como una comunidad de mujeres definidas desde esa diferencia dominada con el hombre: reproducción, afecto, cuidado y, sobre todo, nostalgia de algo que si fue, ya no volverá nuca. Y si esta estructura la pensamos desde esas otras comunidades históricas que se proyectaron partiendo del hombre como mero trabajador, ensalzando la imagen del productor hacedor de sociedad… ¿Hace falta hablar de la URSS? No, ¿verdad? No, MM4 apuesta por otra salida, más política, menos identitaria y, por tanto, menos colapsada o impotente: dejar de huir y enfrentarse al orden que producen los relatos y el antagonismo. Pensar aquello que (re)produce el reparto de posiciones e identidades en el que se asienta el orden: un soldado suicida y quintaesencia de lo machirulo transfigurado en herramienta de la liberación del colectivo, mujeres luchando y matando aceptando lo real presente como espacio ambivalente de acción, varones protagonistas convertidos en actores secundarios de la toma del poder… en un juego donde las identidades y posiciones no solo están abiertas, sino que se definen y redefinen en la propia acción, siempre más allá tanto del antagonismo estanco pero simétrico de los géneros enfrentados,
como de la proyección imposible por irrealizable de la comunidad ideal, que, en la película, necesita para ser alcanzada “atravesar mares infinitos de sal”, metáfora fuerte donde las haya. Solo queda la vuelta a la ciudad y a la batalla, la disputa por el poder y los relatos que construyen identidad. ¿Para qué? Para ganar el lugar desde el que se nombran las diferencias y se hacen realidad social. Ahí, en ese momento límite de MM4, la disputa de género se encuentra con esa cosa tan material y aparentemente poco discursiva como es el relato sobre la escasez de recursos (lucha por el petróleo, por el agua y… por hijos sanos y madres reproductoras). El acierto de MM4 es meridiano, después de abrir las identidades de género, toca ahora problematizar lo que estructura el reparto de recursos: la escasez como esa gran narrativa originaria del capitalismo. Sin escasez, como realidad y como símbolo, sin lucha por los recursos ni obsesión por su fin, no hay mito ni dominación mercantil posible… Sexto y último gesto de MM4: todo parece apuntar a que ese paso del refugio comunitario —las muchas madres o la comunidad de trabajadores, el barrio gueticizado del que sale el último ritmo transformador, ahora en común(idad) y la unidad de la izquierda, por poner algunos ejemplos cercanos— a la disputa por el poder —la vuelta a la ciudad, la transversalidad política de la unidad popular— es operado, en la película, por el héroe o protagonista. En efecto, en el último tramo de la narración, y tras aceptar el lugar que ocupa como mera herramienta de la revolución (y no como el clásico héroe salvífico hollywoodiense), nuestro protagonista es capaz de funcionar como desencadenante, como esa inflexión que declina la acción de la tentación comunitaria a la apuesta política. Pero que sea el varón quien permita ese desenlace no es, creo, una paso político atrás en la narración feminista de la película, es, al revés, el momento de politización clave de las identidades: eres en función de la acción y de la batalla, no de un origen siempre dado, te construyes en la disputa (por el poder, el sentido, los recursos). Ahora es lucha política, apertura identitaria, confusión de géneros y roles, disputa por la forma de organización social. Y MM4 no teme mostrarlo: nada más llegar al poder, victoriosas y victoriosos, se procede a una liberadora socialización de los medios naturales escasos, al tiempo que se interrumpe el reparto de posiciones y con él, el orden jerárquico: es el acceso popular y plebeyo al gran ascensor social que lleva a lo alto de la ciudadela. ¿Reemplazo de élites o revolución democrática? Habrá que ver la siguiente entrega.
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Divinas
Por Rocío Niebla
¡Divinas! Modelos, poder y mentiras Patricia Soley- Beltran Anagrama 2015 272 páginas
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atrícia Soley-Beltran en su niñez soñaba con hadas y princesas. Convivía con la idea de mujer rubia ideal, tan teatralizada en los anuncios, series americanas y revistas. A las mujeres la humanidad nos dice que para sentirnos plenas solo necesitamos amor y destreza en el hogar. Siguen siendo mayoría las peques que juegan con muñecas blancas, rubias, delgadas hasta rozar lo imposible, entaconadas, engalanadas, pero sobre todo, hipersexualizadas. Echen un vistazo al estudio de Natasha Walter, Muñecas vivientes, y verán cómo estamos siendo adiestradas para sentirnos mal cuando nos perdemos más allá de la senda de lo que socialmente se considera cuestión y forma de la mujer. Arranca el ensayo explicando que, tanto aplicaba el papel que le había tocado aprender, que dejó de jugar al ajedrez porque podría parecer demasiado lista y ahuyentar a los hombres. Patrícia probablemente se acercaría al universo de los maniquís deseando gustar, sobre todo gustarse. Las mujeres tenemos un patrón, y las desertoras, son consideradas poco femeninas o sin atractivo aparente. En los setenta, cuando explota el optimismo y el afán fiestero en España, el consumismo no se apiada de la opresión a los cuerpos, sino que lo hace bandera y se recrea con el culto al cuerpo. Patrícia cuenta que solo con el deseo de embellecerse, la industria de los productos de belleza tuvo unos beneficios de 200.000 millones de dólares en 2011. En El imperio de lo efímero, Lipovestki mantiene que la moda entendida como tal debe tener un componente de cortoplacismo y mirada suspicaz a lo considerado antiguo. La ley es la novedad, y cada vez que algo se reinventa queda lo anterior obsoleto. La moda le va como anillo al dedo al mercado. Crea la ambición de jugar a ser princesas, ser una top y de estar a la última. La moda seduce, e incluso los que intentan estar fuera de ella se ven atrapados en un laberinto sin escapatoria. Moda no es solo pasarela y ropa, también es la forma de leernos, de entender los cuerpos, las actitudes y nuestras actividades. Además de estar incrustada en nuestra cultura, medios de comunicación, e incluso en los procesos sociales y cambios políticos, está tan ligada
al arte que los museos de este siglo ya no solo se llenan con tecnologías multimedia. No acabamos de discernir si las creaciones de Alexander Mcqueen son ropa, performance, juego de luces y color. Patrícia Soley-Beltran se doctoró en sociología del cuerpo, de sus investigaciones y experiencias de joven como modelo consigue hacer una radiografía de los bajos fondos de la profesión. Cuenta, por ejemplo, que en el manual de aspirantes a maniquís de Cherry Marshal dice “tu aspecto ha de ser el de alguien a quien lleva la ropa, no que parezca que eres tú quien lleva la ropa”. Las modelos interpretan a unas mujeres que no existen: perfectas y diosas, a la vez que se pretende que se desintegren. En la profesión las definen como esqueletos de la belleza, literalmente sus cuerpos tienen que ser una percha. “La existencia de la pobreza es lo que da significado y atractivo a las modelos como figuras aspiracionales, ellas son las que encarnan el sueño de trascender las condiciones materiales de precariedad que sufre la mayor parte de la sociedad”. Puro clasismo. Las élites se disfrazan de glamour para demostrar al mundo que son las ganadoras. En una sociedad disoluta, en la que se han perdido los referentes colectivos y el sentir comunitario, el individuo se reafirma en base a sí mismo. Las personas, en su soledad, se aferran a la capacidad de consumo. Lo que somos es una construcción basada en la mercantilización y comercialización de los estilos de vida. Cuestiones para reflexionar: en los cincuenta se estandarizaron las tallas y se impuso una homogenización de los patrones corporales para facilitar la masificación de la producción. La costura a medida cuesta más tiempo y mano de obra. Ahí se afianza la percepción de la delgadez como canon estético, de clase y como signo de ocio. El tallaje es resultado de las necesidades de la industria. Divinas es un ensayo redondo. Premio Anagrama de Ensayo de este año, es una pasarela de hechos curiosos, preguntas y respuestas, reflexiones y cuestiones antropológicas. En estos tiempos veloces que vivimos, merece la pena hacer un alto en el camino para zambullirse en este libro.
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Crítica de “Cincuenta sombras de Grey”
Hegemonía y deseo
Por Clara Serra Sánchez
· Quizás el “fenómeno Grey” ofrezca para la teoría feminista la oportunidad de pensar un problema que en modo alguno se circunscribe a lo que nos parece el relato en cuestión ni mucho menos a su crítica literaria
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incuenta sombras de Grey ha sido todo un fenómeno editorial y cinematográfico. Como acontecimiento sociológico quizás encierre claves interesantes para pensar cuestiones políticas relevantes. No es una de esas cuestiones la pregunta que tantas páginas ha ocupado sobre si Cincuenta sombras de Grey es o no es una historia patriarcal – pregunta poco interesante por lo obvio de la respuesta-. No se trata de que haya que decir sí o no a la novela, como tampoco de hacer con ésta un análisis referencial de lo que dice en vez de un análisis de lo que transmite y, sobre todo, de lo que produce. Quizás el “fenómeno Grey” ofrezca para la teoría feminista la oportunidad de pensar un problema que va más allá de lo que nos parece el relato en cuestión. Una mirada completa del asunto no debería dejar fuera de foco el hecho de que un producto de consumo masivo y popular haya desatado tantas críticas de estilo y que un producto de consumo masivo femenino haya puesto de acuerdo a tanta gente a la hora de conjurar sus peligros. Lo interesante no es sólo lo que explica el enorme volumen de opositores sino también lo que es capaz de dar cuenta de todos esos millones de consumidoras. Un análisis de largo alcance de lo que está en juego viene de la mano de una necesaria reflexión sobre el sexo y el deseo, tema que a menudo está demasiado ausente de los debates en el feminismo contemporáneo. Pensar los límites del deseo es imprescindible para toda crítica social y, aunque no revele a primera vista la urgencia política que tiene, la cuestión del deseo no puede dejar de estar en el horizonte de todo feminismo que reflexione sobre la hegemonía y aspire a construirla; de todo feminismo ganador. Al margen del propio fenómeno comercial que la novela, y aun más la película, han traído consigo, no han sido muchas las críticas que han visto algo bueno en esta historia. La gran mayoría de los artículos, comentarios en redes, intervenciones en debates y hasta campañas -el relato en cuestión ha conseguido generar una
polémica enorme- han sido críticas demoledoras o enmiendas a la totalidad. También desde el análisis feminista, que ha estado muy presente en la polémica, la mayoría de las críticas -con excepciones como el texto de María Castejón “¿Qué pasa si te gusta 50 sombras de Grey?” o el artículo “A mí me pone Christian” de Violeta Buckley- han sido rotundas. Hay varias objeciones compartidas. Por ejemplo la que ha subrayado la pésima calidad literaria de la obra, pobre en las descripciones, paupérrima en el vocabulario, con pocos personajes y mal construidos. También han sido muchos y muchas quienes han llamado la atención sobre el carácter violento de la historia. Pero, más allá de esto, ¿Qué tiene Cincuenta sombras de Grey para ser objeto de tantas críticas? Es cierto que la novela es pésima, y que con ella se ha hecho una película horrenda. Es también evidente que no se trata de un relato en absoluto feminista, y conviene tomarse muy en serio la idealización de según qué amores, en un país en el que la violencia machista acaba con la vida de setenta mujeres cada año. Pero hablamos de una historia no muy distinta a otra cualquiera. Al fin y al cabo historias de amor romántico con toques de control y celos se estrenan todas las semanas en los cines sin que ninguna de ellas desencadene semejante reacción de opiniones y críticas. No se trata de que no sea necesario señalar la idealización del control masculino como prueba de amor, pero no deja de llamar la atención lo mucho que a este relato -cuya especificidad fundamental es que ha sido un relato para mujeres- se le ha exigido que sea educativo. Basta pararse a pensar en los grandes clásicos del cine erótico para encontrar mucha humillación como en Lunas de hiel, y mucho control masculino como en Nueve semanas y media. ¿Acaso no es El último tango en París una historia en cierto modo más violenta que Cincuenta sombras de Grey? Quizás porque eran películas para un público selecto e intelectual, quizás porque estaban hechas desde y para la mirada masculina, pero nadie puso en cuestión que esos relatos debieran dejar de
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· Muchas de las críticas han desatendido así lo que tiene de nuevo el “fenómeno Grey” además de haberse acoplado a la tónica dominante de sancionar el gusto y las tragaderas morales de las mujeres que han disfrutado con ello
ser salvajes, violentos y crudamente realistas para dedicarse a ser pedagógicos. El fin del erotismo no es el de educar. Y no olvidemos que la transgresión de las normas morales y el sexo sucio y cruel –muy especialmente el sadomasoquismo-ha sido siempre un aristocrático patrimonio de las élites y las clases altas, desde el Marqués de Sade hasta Lo frío y lo cruel. Que Cincuenta sombras de Grey haya sido un objeto de consumo no solo masivo sino al mismo tiempo específicamente femenino quizás explique por qué tanta severidad a la hora de juzgar un relato cuyo fin es llamar al deseo y, en definitiva, por qué tanto revuelo y escándalo por un contenido tan tímidamente transgresor. La cuestión fundamental de Cincuenta sombras de Grey no es tanto lo que dice sino para quién lo dice. Quizás esta pequeña transgresión es en realidad decisiva. Hay cierto error de tiro allí donde las críticas feministas se centran en examinar los pormenores del relato para encontrar, una vez más, una historia patriarcal –ni mucho más ni mucho menos que cualquier historia de Disney o telenovela de sobremesa-. Muchas de esas críticas han desatendido así lo que tiene de nuevo este fenómeno, además de haberse acoplado a la tónica dominante de sancionar el gusto y las tragaderas morales de las mujeres que han disfrutado con ello. Una mirada feminista no debería dejar de reparar en que el acceso de las mujeres al sexo y al deseo –como consumidoras y demandantes, y no como consumidas y demandadas- fue, es y seguirá siendo aún un cuerpo extraño en nuestro orden social, una anomalía que remueve algo profundo y enquistado e interrumpe abruptamente nuestra normalidad. Ninguna sociedad puede contemplar tranquila el acceso de las mujeres a sus fantasías y deseos sin generar contra ello ningún tipo de reacción alérgica. La cuestión interesante es la que se plantea cuando nos preguntamos qué capacidad tiene Cincuenta sombras de Grey para aportar alguna vía de liberación sexual para las mujeres. Algunas objeciones han afirmado que, si bien es cierto que aparece el sadomasoquismo, el relato en cuestión seguiría siendo un relato enteramente convencional en la medida en que el sexo está integrado dentro de una clásica historia de amor romántico. Las prácticas sadomasoquistas aparecen asociadas a la sexualidad patologizada de un hombre que no sabe querer y que, una vez salvado por el amor de ella, acaba practicando sexo convencional. La chica, dicen algunos, no acepta una relación de sumisión sexual por placer, sino por amor.
Sin embargo, quizás debiera importarnos, más que lo que el texto dice, lo que ha sido capaz de producir en la realidad: las mujeres no han consumido la novela por amor, sino porque la encontraban excitante y los efectos que ese consumo de fantasías ha tenido en la realidad no ha sido un incremento de la venta de anillos de boda, sino de la venta de objetos eróticos de ese sexo sadomasoquista que según el desenlace del guión habría quedado sancionado como enfermizo y necesario de superar. En realidad algunas críticas a Cincuenta sombras de Grey van dirigidas al criterio de las mujeres que lo han leído y han sido capaces de disfrutar con él, críticas algunas de las cuales encierran dentro de sí una concepción paternalista por la cual se infantiliza a las lectoras y se acusa en esta búsqueda de erotismo más una sumisión que una liberación. Quizás es más razonable interpretar que las mujeres que han disfrutado con Cincuenta sombras de Grey no lo han leído ni por ser una obra maestra de la literatura, ni por ser un perfecto instrumento de alienación patriarcal y capitalista, sino que lo han hecho porque les resultaba excitante. Que un relato como este resulta excitante para la mayoría de las mujeres no es una tesis demasiado arriesgada teniendo en cuenta que las ventas han superado a las de Harry Potter. Si para muchas mujeres estas son fantasías excitantes, deberíamos partir de ello antes que denunciarlo, y empezar a reflexionar sobre nuestros propios deseos, sus límites y su potencial liberador. No se entiende qué relevancia política podría tener confrontar los deseos mainstream con los deseos “genuinamente feministas” de algunas de nosotras, más allá de un ejercicio de mera autoafirmación. Más aun cuando ninguna mujer –tampoco las feministas- decidimos lo que deseamos. ¿Es casual que en un mundo patriarcal fuera ella la sumisa y él el amo? La respuesta es, obviamente, no. ¿Sería más transgresora una historia en la que una mujer mayor, migrante y empleada del hogar sodomiza a su propio jefe y le enseña los placeres del sexo anal? Es posible que en algún sentido. ¿Sería un relato así más excitante para la mayoría de las mujeres?, ¿Sería más liberador? Es bastante posible que no. Las fantasías son construcciones sociales y, como tales, efecto de un mundo en el que se dan determinadas relaciones de poder. ¿Significa esto que debemos transformar nuestras fantasías para cambiar el mundo? ¿Es una tarea política feminista modificar deseos? La crítica a la concepción moderna
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de la subjetividad, a esa noción de sujeto inverosímil -y masculina-, forma parte del mejor pensamiento teórico feminista. Han sido muchas las y los teóricos que han identificado en el sujeto moderno, que se hace a sí mismo, la trampa nuclear de todo un proyecto político que es preciso desmontar. El feminismo ha sido uno más entre los frentes teóricos que han puesto de relieve que el sujeto está construido por mecanismos y fuerzas externas de las cuales él es el resultado. La importancia del deseo es central en la crítica del sujeto hiper racional, autotransparente y autoconstituido del liberalismo, y han sido justamente los autores que han venido a recordar el hecho incómodo de que los sujetos tienen deseos–Freud, Lacan o Deleuze- aquellos que más lúcidamente han problematizado la cuestión de la subjetividad. Sin plantear el problema de la sujeción en toda su dificultad, no hay posibilidades de pensar la emancipación de modo verosímil. Al feminismo le toca mantener esa consciencia de la finitud que implica sabernos constituidos y muy especialmente, por lo que toca a los mecanismos de poder que queremos desactivar, poner sobre la mesa todo el problema que el deseo comporta y en toda su complejidad. El deseo de las mujeres es, por supuesto, un resultado no decidido ni deliberado que es producto de las relaciones de poder, evidentemente también del patriarcado. Muchas mujeres tienen fantasías de dominación y ningún proyecto emancipador que quepa considerar verosímil, puede consistir en impugnar esos deseos por su origen enemigo. Hay una concepción paradójicamente metafísica en toda pretensión de hacer ingeniería del deseo y justamente el feminismo está en condiciones privilegiadas para desenmascararla: nosotras más que nadie sabemos que no nos hacemos a nosotras mismas. Sabemos, eso sí, que hay mucho que cambiar en un mundo en el cual ellos son los ricos y nosotras las pobres, ellos los jefes y nosotras las empleadas. Y sabemos que cuando esas relaciones sean otras también serán otras las fantasías y los deseos. Y sí, por supuesto que ciertas modificaciones en ese efecto que es el deseo pueden ser a su vez causa de transformaciones sociales. Pero ninguna emancipación feminista será creíble si no cuenta con las mujeres reales. Quizá el deseo de la mayoría de las mujeres no esté tan avanzado como el de las consumidoras de postporno, pero que una gran cantidad de mujeres liberen su deseo, en vez de reprimirlo ¿podría ser en algún sentido peor? ¿Acaso es tarea del feminismo sancionar eso?
Es más que probable que la gran mayoría de las que han disfrutado con Cincuenta sombras de Grey no lo harían con la película que a la más vanguardista de las feministas nos hubiera gustado ver. Pero quizás seamos nosotras quienes debemos de tomar nota, porque lo problemático del asunto es que no se puede decidir el deseo sin arruinarlo por el camino. Por eso es más que cuestionable la capacidad liberadora del postporno, cuya consigna es la ruptura completa con las reglas del deseo constituido. Si Cincuenta sombras de Grey, un mero producto de consumo, ha tenido algún efecto en la liberación sexual de las mujeres –efecto colateral, casual y por ello completamente volátil- quizás el fenómeno sea la oportunidad para hacernos algunas preguntas necesarias sobre cuáles han sido las estrategias feministas en lo que a la liberación sexual se refiere, y cómo de exitosas han resultado ser. Porque mientras la vanguardia anda ocupada en fabricar un postporno esencialmente inhabilitado para ser mayoritariamente transformador, y mientras tantas críticas impugnan un producto que ha conectado con los deseos de millones de mujeres, el acceso al sexo -a la industria, al porno, a la literatura, al cómic erótico- sigue siendo mayoritariamente masculino. Se equivoca el feminismo si considera que la batalla fundamental es educar el deseo de las mujeres en vez de potenciarlo y emanciparlo de las condenas sociales. En la lectura del fenómeno Grey se ha revelado una cierta ceguera a la hora de atender más a los contenidos de un relato que a los efectos que es capaz de producir en el mundo. Uno de ellos, en los que es llamativo que no hayamos reparado más, es que la llegada de Cincuenta sombras de Grey ha reactivado la venta de libros de literatura erótica. Tras Grey han resurgido, años después de su desaparición del mundo editorial, colecciones como La sonrisa vertical de la Editorial Tusquets. Quizás ahora más mujeres puedan leer excelentes obras de literatura erótica, mucho más raras, más pervertidas y salvajes que la historia que les ha abierto la puerta. Si eso es así, nos apresuremos cuando decimos que la llegada de Cincuenta sombras de Grey solo puede ser leída como una mala noticia para nosotras las feministas. O quizás simplemente ha ocurrido que muchas mujeres han alimentado sus fantasías, han confesado deseos escondidos, los han compartido entre sí, se han sentido reconocidas y representadas, y han mejorado su vida sexual. A Rouco Varela esto no le gusta. A cierta vanguardia del feminismo más refinado, tampoco
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a noche del 24 de mayo de 2015 pasaron varias cosas extraordinarias. Por ejemplo, en Fabra i Coats, el espacio elegido por Barcelona en Comú para vivir todos juntos la noche electoral, se batieron varios récords mundiales. El primero, el de abrazos, ostentado hasta la fecha por aquella nochevieja en que pasamos del año 1999 al
2000 y en la que, pese a lo vaticinado, no se fundieron todos los sistemas informáticos. El segundo, el de diámetro de apertura ocular, pues quienes por allí andaban, antes de lanzarse repetida e insistentemente unos a los brazos otros, se miraban durante un buen rato con la sonrisa enorme y los ojos abiertos como esos platos descomunales de restaurante moderno. El tercero, el
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de hilaridad. Ha sido muy comentado posteriormente el misterio de la ausencia de lágrimas, incluso entre los lloricas confesos, y la sonoridad de la risa imparable que poseyó a la concurrencia. Todo lo anterior resultó fácilmente perceptible por cualquier observador casual, pero hubo una de esas cosas extraordinarias que ocurrió aquella noche que pasó desapercibida para casi todo el mundo, excepto para quienes tenemos algo que ver con el ámbito de la comunicación gráfica. Ese asombroso suceso es el que hoy nos trae a este texto. A saber: en su primera aparición postelectoral, tanto Ada Colau como Manuela Carmena dedicaron
un espacio de sus discursos a agradecer la labor de los equipos gráficos de Barcelona en Comú y Ahora Madrid y de los Movimientos de Liberación Gráfica de Barcelona (MLGB) y Madrid (MLGM), respectivamente. Desde luego, así, a primera vista, reconocer en público que las campañas gráficas de ambos partidos han sido excepcionales no debería tener nada de extraordinario, lo que hacía insólito el hecho eran tanto el momento y lugar de la enunciación de ese reconocimiento como quiénes eran las enunciadoras del mismo. Que Ada y Manuela se acordaran de los grafistas en aquel momento suponía la
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1 Raquel Pelta, “Pensar juntos, no. Empujar juntos, sí. La gráfica del 15M” en étapes: diseño y cultura visual, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, nº15, 2011. XXXXX
verificación de la centralidad que el diseño gráfico está ocupando paulatinamente en la nueva comunicación política y del reconocimiento explícito de su valor como lenguaje complejo, capaz de hacer afirmaciones y de expresar proyectos, propuestas e identificaciones con tanta riqueza y matices como el lenguaje letrado. Con los gestos de Ada Colau y Manuela Carmena, la comunicación gráfica daba un paso adelante para abandonar la categoría de “aderezo ornamental con fines comerciales” a la que gran parte de la opinión pública, con gesto suspicaz, lo ha relegado históricamente, para entrar en la categoría de lenguaje de pleno derecho. Si esto es inusitado es porque, dicho en trazo grueso, en nuestro país y hasta la irrupción de los partidos de la llamada nueva política, no existen tantos ejemplos recientes de ocasiones en las que, en lo que atañe a la comunicación política –tanto institucional como extrainstitucional–, se haya entendido que el diseño gráfico es, antes que nada, un lenguaje, y que como tal, cumple una función clave. El análisis de los logotipos y las campañas de los viejos partidos políticos nos daría sin duda para un rato de hilaridad a la altura del vivido en Fabra i Coats el 24M, pero por desgracia excede el espacio y las pretensiones de este texto. Así que habréis de creerme si os digo que si lo hiciéramos podríamos ver con facilidad que, salvando excepciones memorables –como es el caso del famoso logotipo diseñado por José María Cruz Novillo para el PSOE en 1976, de algunas de las campañas del ilustrador Ramón Sánchez para el mismo partido, también a finales de los 70, o en esta última época, del logotipo de UpyD que, con mayor o menor fortuna ha intentado aprender a hablar un lenguaje contemporáneo–, todos ellos coinciden unánimemente en una expresión gráfica que busca el espacio de lo anodino, lo rotundo y lo distante. Dicha apuesta gráfica constituye un anquilosamiento comunicativo que, no casualmente, desvela lo que podíamos llamar su prejuicio institucional: esto es, que las instituciones y los partidos son espacios que poco tienen que ver con la gente común ni, de suyo, con el lenguaje común. Peor aun han resultado algunos intentos recientes por parte de estos partidos de imitar la apariencia de ese lenguaje común en el que se expresa la nueva política sin entender en absoluto su gramática. Del mismo modo que su discurso aparece de pronto trufado de palabras como ‘transparencia’ o ‘participación’, las
campañas de algunos partidos empiezan a vestirse con ilustraciones al estilo de los MLG’s (como es el caso de CiU) o a hacer uso de circunferencias y la tipografía Gotham propia de Podemos (véase la última logomarca del Partido Popular). Que en ninguno de los dos casos ha existido un entendimiento previo de que el trabajo de diseño no tiene que ver con lo meramente ornamental sino con lo comunicativo queda de manifiesto en el hecho de que el producto de ambas tentativas carece de toda autenticidad y resulta en una apariencia, no ya de falsificación, sino de falsedad. Tampoco el periplo del diseño gráfico por el espacio político extrainstitucional ha sido mucho más afortunado hasta fechas relativamente recientes. En el artículo “Pensar juntos, no. Empujar juntos, sí. La gráfica del 15M”1, la historiadora del diseño Raquel Pelta, recuerda cómo una de las consignas que se aplicaba a lo referente al diseño de comunicación en Mayo del 68 era “El arte, entre paréntesis, la propaganda en primer plano”. Esta disociación entre la gráfica entendida como arte, por un lado, y la propaganda o el mensaje, por otro, que se ha dejado sentir pesadamente durante años en el espacio de la gráfica reivindicativa, es en realidad una escisión brutal de la comunicación que se niega a tratar lo visual como un lenguaje complejo regido por su propia gramática y lo relega de nuevo a la categoría de añadido decorativo sin carga semiótica. Aunque fue precisamente en el 15M donde empezaron a asomar algunos intentos de poner el conocimiento de los diseñadores gráficos al servicio de la expresión popular –materializados, por ejemplo, en espacios web como Voces con Futura, donde los diseñadores subían de forma anónima sus carteles preparados para imprimir y llevar a la calle en forma de pancarta–, lo verdaderamente relevante, hablando en términos gráficos, de aquel momento, fue la explosión creativa que tuvo lugar en el ámbito de la gráfica popular. Independientemente de cuál fuera su valor gráfico, la abundancia de los mensajes visuales que entonces poblaron nuestras calles en forma de fotomontajes, ilustraciones, juegos tipográficos y símbolos, resulta significativa en tanto que da la medida del arraigo, en la esfera en este caso de la expresión política, de ese cambio cultural que se ha dado en llamar el “giro visual” de nuestra cultura. Es decir, el paso de una cultura fundamentalmente letrada a una cultura crecientemente visual. ora la comunicación visual de la nueva política.
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No son solo palabras Por Jorge Moruno
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o importante no es lo que pasa, sino quién define los acontecimientos. Así de contundente y con esta maestría, sintetiza El Roto, la disputa por el sentido social de aquello que pasa y de lo que nos pasa. El método utilizado para coser las palabras con lo que acontece define el punto de vista que explica la realidad. Los datos nunca son objetivos, los números no hablan por sí solos, alguien tiene que ponerles voz y comunicarlos. Hay realidades que pueden llevar tiempo sucediendo pero que no son concebidas socialmente como un problema, hasta que no se les pone nombre y encarna una voz: la violencia machista es un ejemplo de ello. En este proceso no hay ningún idealismo de mago aislado de las palabras; pues quien le pone nombre es el cuerpo social que se escinde de la obediencia e impugna el orden
de las palabras y el curso de lo que se dice. El conflicto que se da entre los humores de los grandes y el pueblo es, primero de todo, el conflicto por definir si este realmente existe, cuáles son sus fronteras y qué actores entran en juego. Por eso el marco donde se establece la propia discusión condiciona el desarrollo de la misma. Lo vemos en la película Gracias por fumar, donde su protagonista, el portavoz de las tabacaleras encargado de defenderlas en público, le explica a su hijo que su trabajo se basa en tener siempre razón. Le propone un juego; él defenderá al helado de vainilla y su hijo al de chocolate. “Para mí es el mejor helado, yo no pediría otro, es lo único que necesito”, expone su hijo, a lo que el protagonista, su padre, responde: “Yo necesito más que chocolate, y en realidad necesito más que vainilla, creo que necesitamos
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libertad para elegir nuestra clase de helado, esa es la definición de libertad”. Su hijo le recrimina que no le ha convencido y que no ha demostrado tener razón, pero lo que busca su padre no es convencerle a él, sino a todos los que escuchan. En realidad, gana no por demostrar las virtudes de su planteamiento, sino por dejar fuera de juego la postura del adversario. Les ha convencido de algo muy concreto, a saber; que la libertad se define por la posibilidad de elegir entre varias opciones. Ahora bien, ¿quién puede realmente ejercer dicha libertad? Eso lo define tu capacidad subjetiva para alcanzar los medios económicos que te lo permitan. Somos conscientes de que no todo el mundo puede alcanzar tales medios, pero curiosamente nunca nos vemos como aquel que no puede lograrlos, es cosa de otros, no va conmigo. Slavoj Zizek define esta propiedad ideológica como la mentira vestida con el ropaje de la verdad, esto es, justificar un acto partiendo de algo cierto para luego alcanzar objetivos muy distintos. Por ejemplo, invado un país porque hay una guerra y digo que voy a construir la paz cuando lo que busco es petróleo. Una media verdad es la peor de las mentiras. Cierto es que poder elegir entre opciones distintas es una facultad que define la libertad, lo que no es tan cierto es
que todos puedan elegir y, menos todavía, decidir aquello entre lo que se pueda elegir. La libertad entonces queda cercenada por un principio de refinamiento ideológico consistente en determinar cuáles son las causas que normalizan poder elegir entre un número X de opciones y por qué esas opciones y no otras. O más trillado todavía, ya sé que no elijo realmente, pero me encanta pensar que sí lo hago. Como vemos, el sentido común es una fuerza centrípeta, al igual que lo es también la fuerza de los cambios suscitados por la movilización de la sociedad cuando consigue generar nuevos sentidos de lo común. Los actores en pugna por definir el sentido de las cosas y las experiencias nunca parten en igualdad de condiciones, siempre existe una sedimentación pasada de axiomas —verdades evidentes que no necesitan ser demostradas— instalados, y respuestas tácitas culturalmente aceptadas. Dicha sedimentación asumida con el paso del tiempo es el resultado del efecto provocado por la correlación de fuerzas sobre el intelecto colectivo. El consenso genera poder y el poder genera consenso, decía Carl Schmitt. Provocar el consenso —dentro de los límites de un contexto socialmente dado—, en torno a las posturas que defiendes, te ubica en una situación desde donde ejercer poder. De igual forma, ejercer poder normaliza tu posición, generando así consenso e institucionalizando relaciones sociales a lo largo del tiempo. A esto lo podemos llamar poder constituido, pues la distribución de las relaciones, equilibrios y correlaciones de poder permanecen temporalmente cerradas y constituidas. El reparto está dado en un régimen político-jurídico y por eso se constitucionaliza ese reparto. Por contra, el poder constituyente es, como su nombre indica, esa fuerza que se constituye frente al dominio de una tupida red de relaciones hegemónicamente constituidas por el régimen vigente. El poder constituyente es siempre, en consecuencia, una fuerza contrahegemónica que aparece dentro del campo del adversario. Los juegos del lenguaje articulan otros relatos y despliegan su fuerza ahí donde los relatos constituidos se ven erosionados, precisamente por su incapacidad política y económica de canalizar, de dar sentido y salida a las demandas. Todo es un efecto de la realidad y la realidad es producida por su propio efecto. Tal y como nos recuerda Antonio Negri, el movimiento de la realidad interpreta a la propia realidad. La cuestión en esta situación es doble: primero es necesario que el poder constituyente acabe desbordando al poder constituido y, en segundo lugar, verificar hasta dónde puede surcar y llegar el despliegue aperturista y desobediente del movimiento de la realidad.
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Democracia y deporte:
¿agua y aceite?
Por Jacobo Rivero
“La democracia se queda fuera del vestuario” es una frase habitual en las entrañas del deporte. La afirmación muestra la asfixia en la que viven muchos atletas. Sin embargo, el paisaje deportivo está cambiando y también en los vestuarios se susurra aquello que cantaba Javier Krahe: “Me gustas, Democracia, porque estás como ausente”. Al contrario de lo que podría parecer, deporte y democracia no necesariamente tienen que ser como agua y aceite. La oportunidad de revertir la situación, y de mezclar conceptos, nunca estuvo tan cerca como ahora.
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* Jacobo Rivero: Periodista y escritor. Es autor del libro Del juego al estadio. Reflexiones sobre ética y deporte (Clave Intelectual 2014) junto con el investigador de la Universidad de Estocolmo Claudio Tamburrini. Su último libro es Podemos. Objetivo: Asaltar los cielos (Planeta 2015). Foto de apertura: Federico Peretti del libro ‘El otro fútbol’. Estadio Evita Perón de Sarmiento de Junín, Argentina
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l hilo de los nuevos paisajes políticos que se han producido en muchas ciudades, y que podrían trasladarse a otras instancias mayores, hay un debate abierto en los movimientos políticos y sociales sobre la “profundización democrática”. Una discusión con ramificaciones en lo social que va más allá de las propias estructuras de poder administrativo del espacio público. Un lugar donde parece especialmente complejo abrir puertas y ventanas es el que tiene que ver con el deporte, espacio que en las sociedades actuales está atravesado por intereses que van más allá de su propia práctica, cada vez más popular y masiva, y que se ha convertido, si hablamos de la “alta competición”, por un lado en uno de los últimos contenedores de valores reaccionarios y, por otra parte, en catapulta de proyectos faraónicos ligados a la construcción, el marketing comercial o la corrupción. En una interesante entrevista a los sociólogos franceses Pierre Dardot y Christian Laval realizada por Amador Fernández-Savater1, se apuntaban formas de institución que no eran exclusivas del Estado. En la conversación, Laval señalaba: “No basta con conquistar el poder y ocupar las posiciones del Estado para cambiar las cosas. La crisis profunda de la democracia representativa en la época neoliberal, sin duda irreversible, muestra claramente la necesidad de
inventar otra política, otra relación con la política. Y ese es precisamente el desafío de la política de lo común”. Apuntaba así la necesidad de construir un marco de referencia de lo social que conquiste por abajo espacios perdurables y nuevas referencias comunes de los ciudadanos, algo que apuntaba también Pierre Dardot: “Para nosotros, la democracia real es un asunto de institución. Y esa es la condición para asegurar la duración y la fuerza de los movimientos”. La cuestión es si podría ocurrir algo parecido en el deporte.
La Democracia Corinthiana
A principios de la década de los ochenta ocurrió un acontecimiento chocante en la historia del deporte contemporáneo: en Brasil, el Sport Club Corinthians Paulista —fundado en 1910 por unos trabajadores mientras esperaban el tranvía— cambió su denominación por Democracia Corinthiana. Tras una pésima temporada en 1981, el presidente Waldemar Pires fichó a un sociólogo con el fin de reorganizar la estructura del club. El elegido fue Adílson Monteiro Alves, descrito en cierta ocasión como “un joven sociólogo con ideas revolucionarias para la administración deportiva”. Monteiro Alves diseñó una nueva gestión en la que los jugadores, el cuerpo técnico y los empleados participaban de los asuntos relacionados con el club, en un sistema de autogestión donde todos cooperaban en
LA CIRCULAR · VERANO 2015 igualdad de condiciones. La singular experiencia gravitaba en torno a tres jugadores de enorme prestigio y reconocida militancia política en la izquierda brasileña: Sócrates, Claudio Casagrande y Wladimir. Dirigiendo el equipo desde la banda estaba Mario Travaglini, que además de entrenador era economista. El equipo lucía en sus camisetas durante los partidos lemas como “Diretas-já” (“Elecciones ya”) o “Eu quero votar para presidente” (“Quiero votar por el presidente”), que elaboraba el publicista Washington Olivetto —vicepresidente de marketing y creador del término Democracia Corinthiana junto con el periodista Juca Kfouri— y que consensuaban en las asambleas del club. La experiencia duró unos pocos años, hasta el final de la dictadura en 1985, cuando jugadores como Sócrates marcharon en busca de otros horizontes menos asamblearios. Lo curioso del experimento, muchas veces mencionado por aquellos que gustan de las buenas historias futboleras, era la combinación de actores diversos alrededor de la construcción de un club diferente: futbolistas, cuerpo técnico, empleados del estadio, directiva, publicistas, sociólogos o periodistas. Lo increíble también es que la Democracia Corinthiana convivió con la última etapa de la dictadura militar en Brasil, en un ambiente de relativa permisividad que ilustraba la debilidad en la sociedad del poder del ejército. Un régimen en caída que presidía el militar João Baptista de Oliveira Figueiredo. Poco después de aquello, llegó la democracia al país carioca, pero un equipo de fútbol se había adelantado.
Another brick in the wall
Treinta años después de aquella experiencia singular son muchas las voces que se preguntan cómo invertir la lógica dominante en el deporte —no solo en el fútbol—, donde parece que lo comercial —con el ladrillazo y los negocios en los palcos reservados como fotografía— y los valores reaccionarios han ganado terreno frente a otras sinergias. El cambio no es sencillo, pero ya se están produciendo algunos movimientos en el mundo del deporte y sus entornos. Hace unas semanas, con motivo del día de la fiesta del Orgullo LGTB, el periodista deportivo Juan Antonio Alcalá decidía “salir del armario” en una entrevista publicada en El Mundo2. Según señalaba él mismo, el motivo de su declaración era que la homosexualidad “es un tema tabú en el deporte y el periodismo deportivo. Parece que no existe y no es así. Igual que hay homosexuales en el mundo del arte, en los centros de trabajo, en el Congreso o en la NASA, también los hay en el deporte. Cuanto más visible se haga, este será un país más tolerante y decente”. El problema, como reconocía Alcalá en la misma entrevista, era que “a este tema le envuelve un muro de silencio, un muro de 10 kilómetros de espesor”.
No es el único asunto que queda bajo un “muro de silencio” si hablamos de deporte y conquistas sociales. Por seguir con el fútbol, otro asunto reciente muy comentado tuvo lugar al hilo de la actuación de la selección femenina en el pasado Mundial celebrado en Canadá. El equipo, que tuvo una discreta actuación en el torneo y fue eliminado en la primera ronda, al regresar a España se despachó a gusto contra el seleccionador Ignacio Quereda, que lleva 27 años como técnico de la selección, del que pidieron su dimisión. Así contaba la periodista Amaya Iribar en las páginas del diario El País el conflicto entre jugadoras y entrenador: “Lo que piden es un cambio de siglo, una modernización para ser tratadas como profesionales y no como chavalitas, que es como dicen que las llama Quereda; para poder preparar los partidos con seriedad; para no volver a escuchar: A ver quién hace de mujer y me pone el café, como recordaba en el diario Marca una jugadora que oyó decir al seleccionador”3. Dos ejemplos —homofobia y machismo— que visualizan aspectos nada infrecuentes cuando hablamos de deporte. Asuntos que se podrían unir a otros males endémicos del deporte de élite, que además de por sus valores retrógrados, está acaparando titulares en los últimos años por numerosos casos de corrupción con vasos comunicantes ligados a los actores políticos tradicionales.
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Tiempos nuevos...
Hace unos años, en una charla que se realizó en el madrileño barrio de Lavapiés, un colectivo juvenil de izquierdas del barrio de La Legua, en Santiago de Chile, contaba que las instituciones donde se habían refugiado muchos disidentes antipinochetistas tras el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 contra el presidente Salvador Allende fueron los clubes deportivos. Derrotado el gobierno de Unidad Popular, con muchos militantes comunistas y socialistas perseguidos, encarcelados, desaparecidos y/o asesinados, muchos ciudadanos —especialmente en aquellas zonas donde el gobierno socialista de Allende había logrado mayores índices de adhesión— buscaron un lugar donde poder compartir angustias, ocio, risas, disfrute y conspiraciones. Ante la imposibilidad de hacer reuniones políticas, los clubes deportivos lograron mantener vivo el espíritu de la Unidad Popular y la cooperación alrededor de pequeños clubes deportivos. Allí se disfrutaba del juego, se cocinaban asados, se hacía “olla popular”, se constituía una bolsa de trabajo, o un clandestino grupo de apoyo a los entornos familiares de los represaliados. También había comentarios y reuniones secretas contra Pinochet entre gol y gol. Actualmente en España, en un contexto obviamente muy diferente, con ilusionantes nuevas gobernabilidades municipales y posibilidades
1 http://anarquiacoronada. blogspot.com.ar/2015/07/ entrevista-laval-dardot.html 2 http://www.elmundo. es/loc/2015/06/27/ 558d70a1268e3e8a688b458a.html 3 http://deportes.elpais.com/ deportes/2015/06/23/actualidad/1435075757_535339. html
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4 http://www.academia. edu/8874420/Democracia_ comunicaci%C3%B3n_cultura_popular_y_deporte 5 http://www.elconfidencial. com/deportes/otros-deportes/2015-03-03/los-siete-principios-y-las-catorce-ideas-del-manifiesto-de-podemos-en-deportes_720500/ 6 http://finland.fi/Public/ default.aspx?contentid=224921&nodeid=42645&culture=es-ES
de cambio a medio plazo, podría producirse un fenómeno en cierta medida similar, solo que esta vez sin tener que apagar las luces para respirar colectivamente. Lo ocurrido en ciudades como Cádiz, Zaragoza, La Coruña, Barcelona o Madrid es un cambio de proporciones gigantes para muchos sectores, también para el deporte. Pero, el “asalto institucional” no es un proceso que debiera entenderse únicamente por arriba, sino que tendrá que ir acompañado en lo social por una nueva institucionalidad constituyente que reconfigure el marco de hegemonía sobre el que se quiere convivir en la sociedad. En ese sentido, el racismo, la homofobia, el sexismo, o la lógica de entender el deporte como una suerte de escenario basado exclusivamente en el consumo parece que tiene cada vez menos fuerza. Al menos si vemos la fotografía a pie de barrios y pueblos, la Democracia Corinthiana es una realidad cada vez más extendida. La emergencia de nuevos protagonismos y enfoques deportivos es un runrún permanente, y se manifiesta a través de clubes de distintas prácticas deportivas que están surgiendo desde abajo, con la lógica de construir una comunidad alrededor de un juego colectivo o individual desde valores democráticos. Precisamente en esa línea, en un texto publicado en febrero de 2000, Sergio Ricardo Quiroga, investigador en Comunicación y Deporte y Director del Centro de Estudios Olímpicos José B. Zubiaur de Argentina, señalaba las posibles identidades que generaban estos grupos: “El deporte popular es un elemento esencial de la vida democrática. La cultura y el deporte pueden expresar también el derecho a ser diferentes. La vida cotidiana y la paz interior de toda sociedad suponen aceptar las diferencias y convivir con los conflictos. Es aprender a vivir con el otro. El derecho a la diferencia, a la diversidad, a la complejidad es un camino alternativo al crecimiento de la democracia y a la paz”4. Estos relatos de “potencial democrático” que señala Quiroga son los que tendrán que tener en consideración los poderes públicos a la hora de proyectar el deporte sobre el terreno, toda vez que precisamente el “deporte de base” ha sido uno de los más castigados por las derivas austericidas que han generado privatizaciones de polideportivos, abandono de los espacios públicos para la práctica del deporte y desinterés por cualquier acontecimiento que no generara un beneficio económico o una foto con atletas campeones a los que poder arrimarse los políticos cuando se suben al podio.
Señalar la luna
A Confucio se le atribuye la frase “cuando el sabio señala a la luna, el necio mira al dedo”. Los cambios en las sociedades han sido en su mayoría avanzados por construcciones que han tenido lugar desde abajo antes de ser reconocidas por los estamentos que detentan el poder. Parece una obviedad. El movimiento sufragista y el feminismo se adelantó a la acción de los gobiernos; igual que
el movimiento LGTB lleva años reivindicando su lugar en el mundo hasta entrar con derecho propio a los salones y balcones de muchos ayuntamientos. En ese sentido, igual que hay un relato de transformación de abajo-arriba, también es posible un cambio de paradigmas de arribaabajo. Precisamente ese acompañamiento mutuo puede marcar un nuevo tiempo de democracia en el deporte. En el contexto que habitamos de nuevos gobiernos de progreso —por decirlo de una forma incluyente y genérica— es deseable esperar cambios desde las nuevas estructuras de poder ligadas a la Administración Pública y el Estado. Así las cosas, alcanzar la luna no es una quimera. Algunas recetas para hacer posible ese cambio ya se han apuntado. En el I Encuentro Estatal del Círculo de Deportes de Podemos se señalaban varias ideas al respecto. Dos tenían que ver precisamente con la función de las administraciones públicas: “La fiscalidad del deporte y las subvenciones públicas permitirán financiar instalaciones deportivas de uso público, así como las actividades de instituciones que faciliten y promuevan la práctica del deporte por parte de la mayoría social”5. Este tipo de propuestas, que hace no mucho sonaban a quimera, ya son una realidad en otros países, y su implementación fomenta una cultura deportiva para la “mayoría social” que genera beneficios en la comunidad. Un ejemplo sería Finlandia, donde según diversas informaciones, el 90% de los menores de 18 años practica algún deporte; el 90% de la población adulta hace ejercicio al menos dos veces a la semana; y aproximadamente el 50% lo practica cuatro veces a la semana6. Con semejante implantación del deporte en la sociedad, el país nórdico no destaca especialmente en medallero olímpico y en finales de Champions, pero sí en el bienestar de sus ciudadanos, hasta el punto de que la revista estadounidense Newsweek lo declaró en el año 2010 el país con un mayor nivel de calidad de vida en base a criterios como la salud, el dinamismo económico y la educación, poniendo especial énfasis en esta relación la facilidad de los ciudadanos para acceder al deporte. No es un asunto menor. En Finlandia existen cerca de 9.000 clubes deportivos de distintas prácticas, la mayoría de ellos sin ánimo de lucro y pertenecientes al deporte de base y formación. Esos clubes son instituciones sociales, como lo eran en el Chile de la dictadura, solo que las condiciones objetivas son muy diferentes. Ocurre que en el país nórdico para que esa red se mantenga viva y pueda sobrevivir, el gobierno mantiene canales de financiación públicos. La lotería nacional finlandesa destina el 25% de los beneficios a la actividad física a través del Ministerio de Educación y Cultura. Además, hay un acompañamiento de subvenciones directas desde las administraciones locales: “Los organismos locales se ocupan del mantenimiento
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de instalaciones y pistas deportivas además de proporcionar apoyo económico a los clubes locales. Estos clubes también reciben financiación de deportistas, socios, patrocinadores y, en algunos casos, empresas privadas”7. Por si fuera poco, los medios de comunicación llevan a cabo una política de estímulo y difusión de distintos deportes, una lógica a años luz del negocio que supone en España los derechos de retransmisión de la Liga Profesional de Fútbol. Un negocio del que, por cierto, se lucra una minoría ya privilegiada, en base a aquel concepto que acuñó un ministro al decir que el fútbol era una cuestión de “interés general”. El deporte cada vez tiene una importancia mayor en las sociedades. El relato democrático muchas veces se ha encontrado con las puertas cerradas de los vestuarios, en buena medida porque los procesos de formación de aquellos que se van a dedicar profesionalmente al deporte no están contrastados. En España existe el Instituto Nacional de Educación Física (INEF) como referencia de titulación académica, aunque hay una queja considerable del sector porque muchos entrenadores no tienen ninguna formación. Un ejemplo de la distancia sideral que nos separa de Finlandia si hablamos de formación y cuidado del deporte, lo encontramos en el hecho de que los fineses cuentan con trece institutos deportivos, cada uno de ellos especializado en un deporte: “Los institutos desempeñan un papel muy importante para la formación en profesiones
relacionadas con el deporte tanto en la etapa de instituto como de universidad. También pueden presumir de contar con una amplia experiencia en tecnologías deportivas y de medición”8. Otra muestra de que la marca España suena más a pelotazo esporádico que a materia con sustento. En ese sentido, si no se hace una inversión que trabaje de raíz desde las administraciones públicas por un deporte que fomente valores democráticos y procesos de formación con garantías, lo que queda son los clubes y organizaciones autónomas que sin ayudas plantean una forma de ver y vivir el deporte desde abajo. Pequeñas islas cada vez más pobladas, instituciones de lo social que surfean como pueden la precariedad y la falta de presupuesto. Un proceso por el que tenemos que felicitarnos, pero que no es suficiente si queremos trasformar la fotografía completa. Los organismos deportivos viven una crisis de credibilidad por su propia tendencia al oscurantismo y la corrupción. Una atmósfera cada vez más visible a pie de cancha. En la final del torneo paulista de 1983, disputado entre el Corinthians y el São Paulo, Sócrates saltó al campo con una camiseta de la Democracia Corinthiana con la siguiente leyenda: “Ganar o perder, pero siempre con democracia”. Parece que estamos más cerca de un buen resultado y de alcanzar la luna que hace treinta años, y que por todas partes surgen nuevas instituciones que hagan de la democracia en el deporte algo perdurable y no una anécdota. En eso estamos.
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7 http://finland.fi/Public/ default.aspx?contentid=224921&nodeid=42645&culture=es-ES 8 http://finland.fi/Public/ default.aspx?contentid=224921&nodeid=42645&culture=es-ES
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Diálogo entre Íñigo Errejón y Chantal Mouffe CHANTAL MOUFFE: La teoría es muy importante para la práctica política. Cuando uno empieza a entrar en política, la manera en la que va a poder entender los problemas, a imaginar soluciones, va a depender mucho de las herramientas teóricas de las que dispone. No se trata de quedarse en la teoría por la teoría, sino de una teoría que nos permita orientar nuestra práctica. En nuestro libro de diálogo tratamos de mostrar cuál es la teoría que ha permitido a Podemos desarrollar la estrategia que ha puesto en práctica.
ÍÑIGO ERREJÓN: Para mí es un libro de una enorme honestidad intelectual. Pone a la vista de todo el mundo, casi en un ejercicio de desnudez, una parte –no toda– de las raíces intelectuales que están en la idea, la posible imaginación de algo que se pudiera llamar Podemos. Es un libro que desnuda algo del arsenal, del semillero de ideas, discusiones, textos, referencias que daban vueltas en la cabeza para que en un momento dado se pudiera lanzar Podemos. No están todos los que son, ni son todos los que están, pero hay una parte del enfoque que es sustancial, sin el cual no se entiende Podemos.
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91 Es también, por tanto, una reivindicación del estudio, del trabajo intelectual. Es una reivindicación de ese trabajo que nunca es urgente pero sin el cual no se pueden acometer aquellas iniciativas políticas que descubren huecos donde no los había. A mí de pequeño me encantaba Laudrup, un jugador del Real Madrid que no es que hiciera pases en huecos que ya existían, sino que los inventaba, daba pases fabricando los espacios. La traducción de este símil futbolístico a la política sólo puede hacerse con un arsenal de todas las tareas que siempre parece que son perder el tiempo: las discusiones que parecía que no servían y que duraban hasta las tantas, los autores que nadie leía, las presentaciones de libros a las que acudíamos pocos. Hablamos de todo un trabajo lento e imprescindible que no asegura en modo alguno capacidad de influencia, pero sin el cual no hubiera sido posible imaginar una intervención política que abriese un espacio inexistente, un espacio que no era necesario, un espacio que no estaba escrito y cuya confección, por tanto, ha sido producto de la reflexión y del estudio. En el libro se explica la necesaria exigencia de combinar lo que yo vengo pensando como un carril corto y un carril largo. Hay un carril corto de la intervención y la disputa inmediata, decisivo en un año en el que podemos librar una
competición político-electoral en condiciones de victoria para gente que hasta ahora miraba la política con una mezcla de resignación y apatía. Hay que aprovechar ese carril corto, pero se libra en los términos, los terrenos de juego y los parámetros que dicta el adversario. Cuando este gana, construye las condiciones para que todo enfrentamiento sea en sus términos, en los que le favorece. La batalla corta es decisiva y quien renuncia a ella tiene un alma demasiado bella para la política. Prefiere lo que Weber llamaba “la tranquilidad de los claustros”: el espacio de las certezas y de las certidumbres, el no mancharse y el decir “mi reino no es de este mundo” o “yo nunca me rebajaría a eso”. Es decir, prefiere la impotencia, el no existir. Ahora bien, no podemos dejarnos seducir por el carril corto descuidando la tarea necesaria de pensar a largo plazo y de hacer ese trabajo que Gramsci llamaba la reforma intelectual y moral. Es decir, ir poniendo encima de la mesa y sedimentando aquellas ideas que podrán convertirse en el cemento de un acuerdo de nuevo de país. Toda vez que el anterior acuerdo ha sido roto por los de arriba y estamos ante la disyuntiva de si van a ser las razones de los privilegiados o las razones de la mayoría empobrecida y desposeída las que pongan las bases del acuerdo nuevo, de una fundación nacional y popular nueva.
VERANO 2015 · LA CIRCULAR Para eso no basta el carril de la competición corta. Para eso son necesarias también todas las intervenciones culturales, intelectuales, artísticas, simbólicas, que nunca son inmediatas, que nunca son para mañana, pero que para cuando las necesitas no están. Vemos un ejemplo en el debate sobre qué canciones ponía Podemos al acabar los actos. Se ha cuestionado por qué por una parte poníamos canciones nuevas y algo naïf y, por otra, canciones extraordinariamente envejecidas, fruto del ciclo de movilización de los setenta. Y no podía ser de otra forma, porque lo que ha habido en medio ha sido un vasto proceso de lo que podían ser las materias primas culturales e intelectuales para que cuando las cosas se pusieran muy duras para la gente sencilla se pudiera construir una identificación popular y convertir así esa mayoría social que sufría en una mayoría política.
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· ¿Cómo construir un nosotrosellos que no esté basado en el amigo enemigo, que no busque la erradicación, que no conduzca a la guerra civil?
C. M.: Empezamos por el principio, preguntándonos qué es lo político. Hay distintas maneras de entenderlo. Una es la concepción asociativa: actuar en común, tratar de establecer un consenso completamente inclusivo… Me parece que es una negación de lo que es realmente lo político. Para mí lo político tiene que ver con la dimensión del antagonismo, la noción de conflicto, de hostilidad que existe en las sociedades humanas. Una dimensión que nunca puede desaparecer. Hay conflictos que pueden encontrar una solución racional y otros que no la tienen. A estos son los que Laclau y yo, en Hegemonía y estrategia socialista, llamamos antagonismo. Reconocer el antagonismo es un punto fundamental porque una vez que uno acepta que eso es una dimensión inerradicable, entonces uno se plantea cómo se puede organizar la existencia humana reconociendo esta dimensión. Hay dos soluciones. Están los que dicen que, puesto que existen conflictos que no tienen la posibilidad de resolverse racionalmente, hay que establecer un orden autoritario. La mayor parte de los que creen en esta forma disociativa de entender la política –entenderla como conflicto– creen que hay que establecer un régimen autoritario. Pero me parece, y ese ha sido el centro de mi trabajo, que hay otra manera de organizar la sociedad reconociendo el conflicto, una manera democrática. La democracia no consistiría, como piensan algunos, en negar el elemento del conflicto y el antagonismo. No se trata de cómo establecer un consenso completamente inclusivo, puesto que esto es imposible, sino de cómo organizar el disenso, cómo organizar una sociedad pluralista que reconoce el conflicto pero –esta es la gran cuestión– de una manera que no conduzca a la guerra civil –que Carl Schmitt planteaba como inevitable. Esto nos lleva a reconocer que la política democrática es necesariamente partisana. La
política siempre tiene que ver con la creación de identidades colectivas, un ‘nosotros’, y para crear tal identidad es preciso crear un ‘ellos’. Eso es lo que está en juego en la democracia. Pero, evidentemente, los nosotros y los ellos no están dados, sino construidos a través de lo político, y es ahí donde está lo fundamental. ¿Cómo construir un nosotros-ellos que no esté basado en el amigoenemigo, que no busque la erradicación, que no conduzca a la guerra civil? Por eso he propuesto ver a los oponentes como adversarios, esa es la distinción que realizo entre antagonismo y agonismo. La democracia debe ser agonista. Uno nunca va a poder encontrar un acuerdo con los adversarios, pero no va a tratar de destruirlos, sino que va a buscar un marco democrático para su relación. I. E.: Uno podría preguntarse por qué tendríamos que hacer eso. ¿Por qué no podemos simplemente crear acuerdos, crear consensos? En esa utopía liberal-conservadora de la sociedad plenamente reconciliada, en la que la democracia coincide con el consenso absoluto, la política se reduce a tres o cuatro cosas que un puñado de técnicos –por cierto todos educados en las mismas administraciones, en los mismos think tanks y en los mismos barrios– pueden gestionar, ya que lo fundamental ya lo hemos decidido todo. C. M.: Ahí está clave de la hegemonía. Lo social es siempre resultado de prácticas políticas, de prácticas hegemónicas, que se han sedimentado pero que aparecen como naturales, normales. Cuando el origen político del orden social se olvida, parece natural. Todo orden social es de carácter hegemónico y eso quiere decir que las cosas siempre podrían haber sido de otra manera. Un orden hegemónico es una correlación específica de relaciones de poder. Puesto que hubiera podido haber otras fórmulas de correlación, siempre existen alternativas al orden dado. Me parece que hoy día esto es particularmente importante porque la hegemonía del neoliberalismo trata de hacernos creer que no hay alternativa a la globalización neoliberal, que es un destino que tenemos que aceptar. Esa situación que comentas, que reduce la política a la mera gestión, es lo que yo llamo postpolítica, y es un problema que haya llegado tan lejos. I. E.: Y en ese orden, cuando a alguien le duele algo, ese dolor tiene que vivirse como un dolor privado, como un dolor impotente. En una sociedad plenamente reconciliada, si te duele algo te fastidias, porque hemos llegado al consenso absoluto, así que es sólo un problema tuyo. Y hay que recordar que los mejores avances en términos democráticos vienen cuando alguien que padece por algo, alguien que tiene una carencia o sufre alguna exclusión,
LA CIRCULAR · VERANO 2015 es capaz de ponerle nombre y agrandar el abanico de derechos que nos incluyen. Sólo de la politización, de la postulación como problemas colectivos de problemas antes vividos como particulares, de eso que llaman crear conflicto o polarizar, provienen los mejores avances en transformación democrática. C. M.: Esto tiene que ver con la famosa discusión derecha-izquierda. La política es siempre una construcción de fronteras. En Europa, desde la Revolución Francesa, las fronteras se han construido desde la base derecha-izquierda. Con el neoliberalismo la frontera se ha desdibujado, no cabe la menor duda, la situación post-política es básicamente la consecuencia del desplazamiento al centro de los partidos socialistas, laboristas… que ahora se definen como centro-izquierda y que no guardan diferencias significativas con el centro-derecha. En casi todos los países, la izquierda socialdemócrata ha capitulado ante el neoliberalismo, ha asumido que no hay alternativa a la globalización y que cuando llegue al poder lo único que podrá hacer será manejar de una forma más humana esta globalización. Puesto que en lo fundamental no se pone en cuestión la hegemonía del neoliberalismo, podemos llamar a esta situación postdemocrática. Para algunos esto es un gran progreso, teóricos como Ulrich Beck o Anthony Giddens, especialmente donde comienza esta tendencia, en Gran Bretaña. Se demuestra, dicen, que las democracias son más maduras porque hay menos carácter adversarial, menos antagonismo… Yo no creo que sea positivo en absoluto, creo que es un peligro para la democracia. I. E.: Claro. El debate de la centralidad y el centro ha hecho correr ríos de tinta. El centro es una cosa que no existe, que por su propia definición es solo el término medio entre dos polos que se definen. Por tanto, la discusión sobre qué cosa sea la centralidad no es una discusión sobre en qué dirección se mueven las fuerzas políticas a partir de posiciones fijas ya dadas, sino en qué medida uno es capaz de transformar esa geografía simbólica por la cual se atribuyen posiciones diferentes a los diferentes actores. Es decir, en qué medida uno es capaz de trazar cuál es la diferencia fundamental que ordena las lealtades, que organiza el tablero político en España. C. M.: Para ello es preciso trazar nuevas fronteras. Las identidades colectivas son siempre articuladas políticamente. Es precisa una concepción antiesencialista: las identidades nunca existen de una manera ya dada, lo social siempre está construido políticamente. No nos encontramos con unos “nosotros-ellos” que
estén ya dados por rasgos étnicos, por ejemplo. La gran tarea de la política es saber cómo se van a construir esas identidades de nosotrosellos. Volviendo al debate anterior uno se da cuenta de que el desdibujamiento de la frontera derecha-izquierda es decisivo y que tiene efectos negativos, ¿qué se puede hacer? Debo reconocer que, personalmente, durante cierto tiempo pensé que lo que había que hacer era reactivar esa distinción, es decir, volver a darle un carácter realmente emancipador a la izquierda, luchar contra la tendencia al centro, recrear una verdadera izquierda. Pero llegué a la conclusión de que esa distinción ya no funcionaba, no se trataba de reactivarla sino de construir otra frontera, más transversal, como la que está planteando Podemos. Si he llegado a esta convicción es por dos factores. Primero, empecé a darme cuenta de que no cabía hacerse ilusiones sobre el rejuvenecimiento de la socialdemocracia. La socialdemocracia ha sido demasiado cómplice del neoliberalismo, en muchos países ha contribuido a su establecimiento y es ilusorio pensar que estos partidos socialdemócratas vayan a ponerse en contra de la hegemonía neoliberal. Segundo, como consecuencia de las transformaciones del modo de producción capitalista (globalizado, financiarizado, postfordista, basado en una dominación biopolítica…), hoy no es solo en el lugar de trabajo donde uno se ve afectado por las relaciones de producción capitalista. Las privatizaciones, por ejemplo, nos afectan a todos. Por eso creo que vivimos una situación en la que existe la posibilidad de que mucha más gente sea ganada para un proyecto de transformación. Es decir, en los países europeos existe una situación populista, con diferencias específicas, claro, pero se comparte que muchos grupos sociales están afectados de una manera u otra por ese capitalismo postfordista globalizado y, por tanto, pueden ser ganados para un proyecto de radicalización democrática. Ahí también estoy de acuerdo contigo: gente que ha votado hasta ahora al Partido Popular puede ser ganada para un proyecto de transformación, la gente no tiene necesariamente una identidad política en la que tiene que permanecer. La situación populista supone la posibilidad de creación de una voluntad colectiva mucho más transversal, que puede ir más allá de la frontera izquierda-derecha. Se dan condiciones de radicalización de la democracia, pero no partiendo de una reactivación de la verdadera izquierda, sino construyendo las fronteras de una manera distinta. Quiero especificar que cuando utilizo el término populista no lo hago en lo más mínimo de forma despectiva. Lo utilizo en la manera en que lo ha propuesto Ernesto Laclau: usar el populismo como una cierta manera de construir lo político, como una dicotomización del campo social. El populismo no tiene nada que ver con la demagogia, sino con
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VERANO 2015 · LA CIRCULAR un tipo de construcción de frontera: la de oponer al pueblo la voluntad colectiva transversal, con lo que aquí se llama la casta, el establishment…
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· No se trata de una política del éxodo, dejar de lado la situación actual y plantear una sociedad paralela, y tampoco se trata de una revolución bolchevique en la cual hay una ruptura total con el orden para construir algo nuevo. Se trata de la estrategia que Gramsci denominaba guerra de posiciones
I. E.: Cabe preguntarse qué ha pasado en España, cómo hemos llegado a esta situación que comentas en la que parece que todo puede cambiar. Ese fin de ciclo que llamamos crisis del régimen del 78 no equivale a una impugnación del conjunto de lo hecho entonces, sino a decir que una buena parte de las respuestas de entonces no colman las ansias, las demandas o las necesidades de una porción cada vez mayor de españoles. Algo ha ido agrietando lo que era un bloque histórico que mantenía unido a capas sociales muy diferentes y ha minado las razones por las cuales gente que no está en posiciones privilegiadas tenía respeto y confianza en los privilegiados. Creo que es preciso señalar tres elementos para comprender esta “situación populista” que citabas: En primer lugar se ha producido un movimiento de ofensiva oligárquica en la que, sin necesidad de una modificación general de la Constitución –más allá de la del artículo 135, que no es menor– se ha vaciado el acuerdo social del 78 en lo relativo a controles y garantías democráticas, y se ha alterado su sentido en lo relativo a la recentralización y la mayor acumulación de poder y riqueza en la cúspide de la pirámide, convirtiendo en papel mojado algunos de esos derechos y compromisos por los cuales, a la generación que protagonizó la recuperación de la democracia, le salía rentable confiar en que las cosas sigan como están. En segundo lugar, vivimos una situación paradójica en la que, como dice Marco d’Eramo en su artículo “Populismo y la nueva oligarquía”, cuanto más ausente está el pueblo en la política, más tienen las élites en su boca el término populista como forma de desprecio a la intervención de la gente en política. En el fondo se trata de esa idea, presente en el liberalismo conservador, según la cual hay que proteger a la democracia de las masas. La democracia es una cosa buena siempre que no se abuse de ella. Esa visión por la cual ser responsable y la emoción de la gente sencilla son cosas incompatibles, por la que la gente debe acudir a las urnas con una mezcla de desilusión, apatía y responsabilidad; solo se puede emocionar en el fútbol, en el ocio, pero la política es un lugar aséptico que dejar a los profesionales. En tercer lugar, se ha ido acumulando un descontento sin referentes culturales, intelectuales, ni institucionales, un descontento sin un tejido social que lo vehicule y que no encuentra cabida en los relatos oficiales del país oficial ni en los partidos tradicionales del sistema político. Por tanto es un descontento fragmentado y huérfano que podría no haber tenido ningún resultado político; o que podría
recibir una interpretación política muy diferente, también reaccionaria –afortunadamente le debemos al 15M su sentido de la profundización democrática–, pero que permite imaginar un proyecto contrahegemónico como aquel en el que estamos embarcados. C. M.: Es cierto que todo el descontento acumulado en España podría haber tenido o tener un resultado político diferente, reaccionario. Acá hay una cosa que tal vez ustedes, en España, por sus condiciones específicas, todavía no han enfrentado. Ustedes no tienen lo que ya existe en Francia: un populismo de derechas. En el caso de Marine Le Pen, hay claramente una manera de construir pueblo, pero a través de una forma que deja fuera a los inmigrantes, es un populismo de derechas. Hay otra manera, lo que llamo el populismo de izquierda: construir pueblo a partir de valores progresistas, valores que van a permitir recuperar la democracia –uno dice radicalizar, pero se trata primero de recuperar la democracia para después radicalizarla. Antes decía que siempre hay alternativas al orden existente pero que estas alternativas tienen que ser activadas. Y solo podrán activarse, emerger, a partir de unas prácticas contrahegemónicas, como acabas de señalar: un proceso de desarticulación de lo actual y una rearticulación en otro sentido. Este proceso es importante porque eso ya plantea una visión muy distinta del cambio, se trata de involucrarse en las instituciones existentes para transformarlas. No se trata de una política del éxodo, dejar de lado la situación actual y plantear una sociedad paralela, y tampoco se trata de una revolución bolchevique en la cual hay una ruptura total con el orden para construir algo nuevo. Se trata de la estrategia que Gramsci denominaba guerra de posiciones. Cuando uno ve la estrategia de Podemos, ve que lo que tratan de hacer es una estrategia contrahegemónica. I. E.: Claro, estamos intentando reconstruir, en un terreno hostil dominado por las razones, los parámetros y la forma de disputa del adversario, una suerte de voluntad colectiva mayoritaria y nueva que provenga de lugares muy diferentes. Nos preguntan a menudo si eso tiene más que ver con la reforma o con la ruptura. Creo que la distinción reforma-ruptura es una distinción que les gusta mucho o a los que quieren que nada cambie, o a los que si no se cambia todo se quedan sentados en casa. En realidad no hay ningún momento histórico que sólo tenga carga de reforma o carga de ruptura, todo momento de transformación vive en una tensión entre estos dos principios. Y esto es más útil pensarlo, creemos, en términos de contrahegemonía. La clave está en usar las materias primas que existen, con nuestro pueblo realmente existente,
LA CIRCULAR · VERANO 2015 para conseguir crear un sentido nuevo que sea capaz de hacer de las razones de los de abajo un proyecto nuevo de país. C. M.: Yo estoy convencida –y es una propuesta personal– de que en los años que vienen la batalla fundamental se va a dar entre el populismo de izquierda y el populismo de derecha. Para imaginar las condiciones de una política emancipadora, de una radicalización de la democracia, lo que hay que tratar de desarrollar es ese populismo de izquierda. Quiero especificar que este proceso requiere unas fórmulas institucionales específicas. No se trata simplemente de un partido, tiene que ser una articulación entre la forma partido y el movimiento social, establecer una sinergia entre las luchas electorales y las luchas del movimiento social, porque, dadas las nuevas demandas, las nuevas luchas democráticas que son consecuencia del desarrollo del capitalismo bajo su forma actual, hay muchas demandas que no pueden encontrar realmente una forma de expresión adecuada a través de la forma vertical, sino a través de la forma horizontal. Este populismo de izquierda que estoy proponiendo es una articulación entre la forma más vertical, la forma partido, y las formas horizontales de los movimientos sociales. Es distinto a la socialdemocracia tradicional y a lo que llaman extrema izquierda. Creo que, en las condiciones en que vivimos, tenemos dos tareas para poder transformar las cosas: articular el movimiento social con la forma partido y construir el pueblo como una cadena de diferencias. Es decir, hay que poner juntas todas esas luchas democráticas, que sabemos que no convergen naturalmente y que hasta pueden chocar, como en el caso del feminismo y otras demandas. Hay que crear un pueblo en el que todas estas demandas sean articuladas en una cadena de diferencias. I. E.: Exacto. Por eso en nuestro libro le damos tantas vueltas a cómo se hace esa operación por la cual los fragmentos de descontento, de gente resignada, de dolor, de gente que siente que las cosas no son justas… pueden convertirse en una propuesta de interés general, en una voluntad colectiva nacional-popular, en un proyecto de país capaz de sumar a segmentos muy diferentes que hasta ayer solo compartían estar enfadados, o sentirse víctimas de una misma estafa. Todo esto se hace a la luz de una discusión que bebe mucho de un intento heterodoxo de arrancar a Gramsci más allá de los límites del marxismo y de poner en boca de Gramsci cosas que no sabemos si dijo pero que en todo caso dejó a punto. No hemos hecho un trabajo de historia de las ideas, sino de postulación de qué tipo de arsenal teórico permite imaginar ese tipo de intervenciones políticas que, a modo de los pases de Laudrup, permiten ver
espacios donde no los había. ¿Dónde estaba ese 8% que emerge en las elecciones europeas de hace un año? ¿Y dónde estaba esa voluntad popular todavía incipiente pero que va creciendo? ¿Estaba en algún sitio, estaba esperando a ser representada en algún rincón de lo social –en el precariado, el proletariado, la multitud, las clases populares–? No. No existía. Era un conjunto de privaciones, dolores, problemáticas, demandas insatisfechas, susceptibles de generar una intervención nueva. Tenemos el ejemplo de los desahucios: gracias al trabajo militante, pero también cultural e intelectual, de mucha gente en nuestro país, los desahucios dejan de ser una vergüenza privada y empiezan a ser una vergüenza pública. Vemos cómo un mismo hecho social recibe un significado diferente. Esas son construcciones de sentido que revelan hasta qué punto, en política, el discurso no es algo exterior a lo que las cosas son. Me explico. Muy a menudo nos preguntan cuáles han sido los libros de marketing que hemos leído para hacer esta especie de obra rara que se llama Podemos, y eso es feudatario de una comprensión de la política por la cual la política es una cosa y sobre ella uno construye marketing que la envuelve de una forma u otra. Frente a eso, el libro sostiene que en política el discurso no es algo que se dice sobre lo que las cosas son, sino que es algo que construye sentido. Que es capaz de construir percepciones, representaciones colectivas, y que esas representaciones modifican los equilibrios de poder en una sociedad dada. Son capaces de modificar los equilibrios que determinan qué es legítimo y qué no, quién tiene derecho a qué cosa, quién manda, quién ocupa qué posiciones. Tal es así, que la magnífica sacudida social y cultural que supuso el 15M no fue capaz de alterar los equilibrios de poder al interior del estado pero, sin embargo, sí fue capaz de modificar las gafas a través de las cuales nosotros mirábamos nuestro país. Modificarlas en un sentido tal que puso cultural y políticamente a la defensiva a una buena parte de los que todavía mandaban. Tenían muchas más dificultades para que sus razones fueran las razones compartidas del país, para que su discurso fuera leído, sus intereses percibidos, como el interés general que nos reunía a todos. Y, por lo tanto, para no ser percibidos como una pequeña minoría egoísta y con dificultad para conducir un proyecto nacional que no dejara fuera al 30 o 50% de los ciudadanos. C. M.: Para concluir me gustaría volver a insistir en la importancia de la teoría. Para construir pueblo, es decir, para generar esa nueva voluntad colectiva, es preciso partir de una óptica teórica específica: es crucial asumir que las identidades no son dadas, que se construyen, y que esta es la base de la diferencia entre el populismo de derecha y el populismo de izquierda. Os deseo toda la suerte en vuestro proyecto.
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Foto: Olmo Calvo
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Hombres y feminismo. Tensiones y ambivalencias Por José Enrique Ema
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iendo a los hombres hoy; las transformaciones de los ideales de masculinidad, la destitución de la figura de autoridad del padre de familia heterosexual, etc., algunas voces ponen en discusión la utilización del término patriarcado. Pero por más que los modos de la desigualdad sexual estén mutando o incluso no puedan explicarse únicamente como el despliegue vertical arriba-abajo de una autoridad patriarcal, nombrar y reconocer las condiciones sociales asimétricas que modelan las relaciones de subordinación entre hombres y mujeres sigue siendo una herramienta política imprescindible. Justo lo contrario a la tendencia individualista que homogeneiza, despolitiza y cancela las diferencias presentando la realidad como un terreno neutral de posibilidades iguales para todos. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, cuando decimos que no hay diferencias entre (las condiciones de vida de) hombres y mujeres, que solo somos personas sin más, es decir, sin sexo. Como si el sexo no fuera una categoría sujeta a conflicto o no hubiera relaciones de poder entre posiciones sexuadas. No, ignorar las diferentes condiciones culturales y materiales asociadas a los sexos puede llevarnos a funcionar como cómplices cínicos o
ingenuos del orden establecido impidiendo pensar tan siquiera en la posibilidad de que pueda ser otro. Por eso enfrentar la despolitización en relación al sexo supone cuestionar cualquier tipo de determinismo identitario que naturalice lo que hay como lo único posible, también aquel que asocia inevitablemente a la posición de hombre o mujer una conciencia o un papel machista o feminista ya dado de antemano. Sin duda la posición subordinada, femenina, permite una mirada crítica sobre las relaciones de género que está dificultada desde la posición de privilegio masculino. Pero la condición sexuada no garantiza una postura política, necesitamos además un trabajo de politización, de construcción de un marco de sentido que deslegitime lo que hay y que abra otras posibilidades. El feminismo, en tanto proyecto político emancipador, apuesta por un mundo mejor para todos y todas —no solo para un colectivo particular—. Esto significa extender y transformar la ideología y las prácticas sociales dominantes poniendo el acento en la modificación de las relaciones sociales en las que la categorización sexual implica subordinación. En este punto es clave distinguir, por una parte, la experiencia, la posición o el colectivo particular desfavorecido que representa el punto de vista desde el que
LA CIRCULAR · VERANO 2015 decidimos mirar al conjunto de la sociedad; y por otra, el agente, la voluntad colectiva, que va a llevar a cabo la política feminista. Y aquí nos corresponde elegir entre, al menos, dos alternativas. O bien identificamos ambas, es decir, la posición subordinada y la voluntad colectiva protagonista del feminismo; o bien separamos, en el “núcleo”, esa posición desfavorecida y, a la vez, tratamos de ganar, ampliar y extender sus alianzas incluyendo a los hombres, para hacer de los objetivos feministas el horizonte común de una voluntad colectiva más amplia. Nos referimos a un feminismo que, según la activista feminista Silvia L. Gil, sin renunciar al protagonismo de las mujeres, no se cierra en sí mismo. Mi opción es la segunda porque entiendo las transformaciones políticas como un cambio de las condiciones sociales hegemónicas, es decir, de las que aspiran a funcionar para todos y todas. Sin duda esto exige tomar partido, elegir, priorizar unos puntos de vista particulares, ponerse de un lado y no de otro, porque, a fin de cuentas, no hay defensa de una propuesta política universalista que no pase por elecciones singulares y situadas. Pero contando con ello, el feminismo no puede desdibujarse simplificadamente como un conflicto gana-pierde, según el cual, la victoria significaría la negación o la derrota de (la identidad de) el otro antagónico. No se trata de un conflicto entre identidades prefijadas con intereses naturalmente contrapuestos, sino de modificar un marco compartido de relaciones (de poder), entre hombres y mujeres, al que, más allá de opciones individuales, no podemos ni queremos renunciar. Por eso no cabe aquí una lectura, por ejemplo, al modo de la esclavitud, cuyo final irremediablemente suponía la desaparición de las dos posiciones implicadas; la del esclavo y la del esclavista. Ni tampoco la mera moralización de las posiciones en conflicto como malos y buenas o malas y buenos. Lo que necesitamos es un análisis y una transformación política de las relaciones entre sexos para que sean más justos e igualitarios. No se trata entonces de derrotar al otro, sino de redefinir lo que significa ganar para todos, porque todos, desde nuestros lugares y condiciones desiguales somos responsables y capaces de modificar el modo en el que nos relacionamos a partir de nuestras diferencias sexuadas. Sin desplazarnos ahora desde el antagonismo (gana-pierde) moralizante (buenos-malos) al buenismo ingenuo de una reconciliación armoniosa, la apuesta pasaría por construir una experiencia feminista a la altura de la política hegemónica que queremos, haciendo de esta el vehículo de una transformación democrática e igualitaria que, por tanto, no puede no ser feminista. Y ello supone también aceptar el hecho de que la política, también la feminista, juega en el terreno de las ambivalencias, las contradicciones y las tensiones, y que corresponde llevarlas, en la medida de lo posible, al terreno de las oportunidades creativas
más que al de las dificultades inmovilizadoras. Pensemos, por ejemplo, en las cuotas, la representación y la visibilidad en las organizaciones políticas en donde las condiciones de partida son muy desiguales y el estímulo para la extensión y la participación democrática de todos, también de las mujeres, debe llegar lo más lejos posible. No es solo dejar espacio sino también tomarlo. Prolongar el “Sin nosotras no hay democracia” (que encabezaba una resolución feminista en la Asamblea de Vistalegre de Podemos) con el “Es ahora y con nosotras” (lema de la campaña del 8 de marzo del Área de Mujer e Igualdad de su Consejo Estatal). Además de esta tensión, nos toca al menos enfrentar otra. Mientras que la política como asunto también de mujeres se va haciendo normalidad, quizá nos convenga que el feminismo se haga visible también como “cosa de hombres”, como una batalla general también de los varones, en la que la revisión de los privilegios masculinos nos hace mejores como sociedad. Así, tendríamos que surfear entre la visibilidad política femenina general y la feminista masculina singular, tomando la representación no solo como una expresión de lo que ya somos sino además como una invitación a lo que podemos llegar a ser. Pero también nos corresponde específicamente a los hombres abordar creativamente las tensiones sobre nuestra masculinidad con las que el feminismo nos confronta. Por ejemplo, renunciando a la salida en falso de la deserción o el rechazo de lo masculino como inherentemente machista para comprometernos con aquello de nuestra masculinidad que pueda ponerse al servicio de la construcción de relaciones más igualitarias. Nos toca encontrar, desde luego, otros modos de hacer con los buenos principios y estilos (escucha, cooperación...) que desmontan nuestro individualismo autorreferencial. Pero a la vez, no convendría olvidarnos del semblante masculino decidido y resolutivo que nos invitaría a afrontar las ambivalencias y contradicciones sin percibirlas como una amenaza (a la propia hombría) de la que habría que escaparse o defenderse, incluso violentamente. Necesitamos recuperar algo de esa posición masculina que no se viene abajo y desiste a las primeras de cambio por el camino del aislamiento, la falta de compromiso (en el amor, por ejemplo) o la violencia, para estar a la altura de los nuevos modos, más igualitarios, de vérnoslas con la diferencia sexual. Con el feminismo aprendimos que teníamos que pelear no solo en los grandes escenarios públicos de las instituciones políticas sino también en los recovecos de la vida cotidiana. Ahora que vivimos tiempos de ilusión y de cambio hagámonos cargo del reto que tenemos entre manos profundizando y extendiendo, en público y en privado, lo mejor de los principios, estilos y propuestas feministas, comprometiéndonos creativamente como hombres y mujeres, con nuestras tensiones y ambivalencias.
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