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Diego S. Garrocho El nuevo dolor del mundo

El nuevo dolor del mundo

Foto: iStock.com/peepo

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Diego S. Garrocho // Profesor de Filosofía. Universidad Autónoma de Madrid

La moral, casi siempre, es una cuestión de frontera. De las muchas formas en las que podría definirse una comunidad política, algunas de las más clásicas soluciones apelan, de una forma u otra, a las costumbres y a las prácticas. Así, la comunidad podría definirse por un territorio enmarcado en un límite, por un conjunto de individuos que comparten rasgos comunes o por el imperio o dominio de una misma ley. Roma está donde llega su linde, allí donde hay ciudadanos romanos o en el extremo hasta el que alcanza su ley. En ocasiones, ni siquiera habría que elegir. Roma era todas esas cosas.

La geopolítica, como disciplina diferenciada, tiene una vida relativamente corta. La gestión de los conflictos entre comunidades morales geográficamente distribuidas es, sin embargo, uno de los problemas más clásicos de nuestra historia. Las guerras, incluso las civiles, suelen desencadenarse por la colisión de dos formas de vivir. Algo aparentemente tan inane como un disenso sobre modelos de vida puede acabar desembocando en una masacre. No estoy seguro de que todo se pueda reducir a la hermenéutica, pero sí creo que Nietzsche acertaba al situar en la interpretación uno de los argumentos centrales de toda su filosofía.

Desde mediados del siglo XX, con el desarrollo exponencial de las tecnologías de la información, ha planeado sobre nosotros la tentación universalista de la aldea global. La caída del muro en 1989 pareció certificar aquel sueño no solo en términos comunicativos sino también políticos. La utopía duró muy poco. En 1993 Samuel Huntington planteó una opción para la que, en principio, no parecíamos estar preparados. El nuevo marco no traería un fin de la historia que descansara en la democracia liberal, como el que anunció Fukuyama, sino que nacería un nuevo contexto para el conflicto. En esta ocasión no serían ya las ideologías las que inspiraran la oposición sino que, retomando una idea de Toynbee, el choque futuro habría de darse entre civilizaciones. Otro historiador como Niall Ferguson precisará, abiertamente, que todos los conflictos por venir tendrán un arraigo fundamentalmente religioso.

La historia, si en algo nos sorprende, no es tanto por las novedades que alumbra sino por la manera en la que reutiliza sus propios contenidos. Durante décadas todos quisimos imaginar que la guerra del futuro sería cibernética y que el comercio o hasta el metaverso digital serían los territorios donde se ejercería la eventual violencia bélica. Nada más lejos de la realidad. La guerra de Ucrania nos ha devuelto a un pasado que creíamos olvidado en términos materiales. Estamos viendo maquinaria empleada en la II Guerra Mundial reactivarse para intentar reproducir otra barbarie promovida por la miserable condición de los hombres. Son, como dijera León Felipe, los mismos hombres y las mismas guerras que vuelven a certificar la eternidad de nuestros rasgos. Para lo bueno y para lo malo seguimos siendo los mismos. Y el dolor del mundo, siempre nuevo, acaba por recordarnos al de siempre. n

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