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Daniel Hernández La rebelión de Atlas. Ayn Rand

La rebelión de Atlas. Ayn Rand

Daniel Hernández // Actuario de Seguro

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Ayn Rand denominó Objetivismo a su ecosistema filosófico, donde el hombre es el heroico epicentro de todas las cosas, la búsqueda de su propia felicidad es su propósito vital, el logro productivo su actividad esencial y la razón “su único absoluto”. El tránsito por estos parajes nos lleva literariamente, entre otras posibilidades, a La rebelión de Atlas, que plantea las consecuencias en la persona, la sociedad y la economía, de la adopción de un sistema colectivista e intervencionista que defiende a ultranza el bien común frente al individual, el misticismo frente a la razón y el altruismo frente al egoísmo, si es que todos ellos son aspectos completamente incompatibles.

Fijada la acción en Estados Unidos y con el sector industrial y el del ferrocarril como principales escenarios, los pretendidos héroes deben tomar decisiones sobre su papel en ese modelo y sobre cómo hacer frente a los planificadores y saqueadores, pilares de un paradigma en el que se destierra la reflexión y solo se espera la obediencia (ya sabemos: no discutas, acepta, adáptate, obedece); un sistema capaz de crear infinidad de leyes y delitos para que no falten los necesarios infractores –si no hay suficientes delincuentes, hay que crearlos– y la culpa pueda ser aprovechada en detrimento de los honrados, los independientes o los indecisos; un modelo que se derrumba por la falta de herramientas o materias primas, pero que, sin embargo, es muy dinámico en el dispendio mediante la subvención y los delirios ideológicos.

Las vías que se nos muestran para hacer frente a este Régimen serían principalmente dos: resistir para intentar salvar “lo bueno” de un mundo en decadencia, dando lugar a un enfrentamiento entre fuerzas antagónicas, pero con diferente poder coercitivo, o renunciar al colaboracionismo con el agresor, esperando que los saqueadores, ante la falta de la savia que necesitan y que no son capaces de producir por sí mismos, se marchiten, especialmente cuando ya no puedan atribuir sus fracasos a otros. Si el vampírico poder de estos saqueadores viene del compromiso, voluntario o involuntario, de los titanes que sostienen el mundo entre sus hombros, la no colaboración con los planteamientos de aquéllos, a pesar de todas las coacciones, privaciones o prohibiciones que se pudieran imponer, sería el paso necesario para su desaparición.

Junto a sus luces y sombras en lo literario, mezcla de momentos plúmbeos y brillantes, en el argumentario de Rand no parecen tener cabida los valores espirituales, la amistad o la familia, mientras que el tratamiento maniqueo de los antagonistas es palpable y coincidente con el panegírico de los EE. UU. como motor del planeta. Con todo ello, nos surge la duda de si tuvo en cuenta que los planificadores y los saqueadores pueden venir de sus propias filas y que su verdadero objetivo nunca ha sido el bien común; bien es sabido –apuntamos aquí– que ese bien común en el que se escudan jamás es llevado a la práctica, puesto que siempre se queda en el provecho de unos pocos. Pero, en todo caso, queda ahí uno de los dilemas sugeridos y ante el que no cabe la indiferencia: ser parte del sistema, dar la batalla dentro de él o situarse al margen, no aceptar su código y, desde luego, no alimentarlo. n

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