TEORÍAS SOBRE EL ESTADO: UNA SÍNTESIS HISTORIÓGRAFO Vicente Lull, Universitat Autónoma de Barcelona. Rafael Mico, Universitat Autónoma de Barcelona.
INTRODUCCIÓN
La formación del Estado, su funcionamiento y razón de ser, así como las expectativas que depositamos en su futuro constituyen temas de permanente actualidad. El Estado es un mediador interesado de las relaciones sociales en aquellas colectividades que lo han generado, por lo general tras un largo de proceso. Su estudio conserva siempre atractivo e interés, porque mediante la reflexión que lo acompaña se evalúa la situación de aquellas relaciones sociales, se detectan desajustes y se aprovecha para denunciar problemas y proponer eventuales mejoras o soluciones. En nuestros días, en torno a la categoría Estado se generan múltiples
iniciativas cognoscitivas desde las ciencias sociales y humanas y, a la vez, se dan cita confrontaciones ideológicas entre posiciones que albergan sorprendentes paradojas. Desde la llamada derecha, el liberalismo filosófico en la era de las grandes corporaciones industriales y financieras revisa las ideas sobre el Estado con el declarado objetivo de retirarle poderes y competencias para así liberar espacios a la iniciativa individual, llámese casi siempre empresarial, en nombre de la sociedad civil, llámese burguesa. Por contra, el propio liberalismo sabe de la necesidad de un Estado fuerte que elimine disidencias internas y tenga voz propia en política exterior. Así pues, la paradoja se establece entre
RESUMEN
SUMMARY
La categoría «Estado» concita intereses diversos en la investigación del
The word «State» incites different interests in the research of the history
pasado de las sociedades humanas y, al tiempo, suscita debates apa-
of human societies, and, at the same time, it stirs up passionate debates
sionados al considerar el futuro de las mismas, esta vez desde el terre-
on the future of human beings and societies, especially from the pint of
no de la política y las ideologías. En este trabajo se efectúa un repa-
view of politics and ideologies. In this paper there is a brief description
so sintético por las principales teorías sobre el sentido del Estado en el
of the main theories about the meaning of the State in the frame of the
marco del pensamiento occidental, y se ponen de manifiesto las dife-
Western political thought, showing the differences and continuities that
rencias y las continuidades que han contribuido a forjar los instrumen-
have contributed to créate the main conceptual instruments to analyze
tos conceptuales actuales para abordar el análisis de los Estados.
the States nowadays.
PALABRAS CLAVE
KEYWORDS
Estado - Teorías del Estado - Política - Individuo - Producción.
State - Theories of the State - Politics - Individual - Production.
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Revista de Historiografía, N.° 9,v(2/2008), pp. 4-18 ISSN: 1885-2718
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pretender reducir la potestad de los Estados e inundar la vida cotidiana individual, familiar o colectiva de dispositivos de control centralizado e incluso de vigilancia; entre desrregular las relaciones entre las personas para promover riqueza y diversidad y, por otro lado, armar ejércitos para destruir toda diversidad que atente contra las inversiones de capital. La contestación por parte de la llamada izquierda denuncia que los grandes propietarios privados secuestran la cosa pública para modelarla en su beneficio. Aquí la paradoja se plantea entre fortalecer las instituciones del Estado, como único garante posible de que la cosa pública no fluya sin control hacia bolsillos particulares, y, por otro lado, la desconfianza hacia esas mismas instituciones por saber que el Estado fue organizado por los poderosos precisamente como instrumento para garantizar dicho fluir. Vistas las fallas que atraviesan buena parte del pensamiento sobre el presente y el futuro del Estado, no extraña que los debates actuales deriven fácilmente en la confrontación de sentimientos más que en el cotejo de programas y argumentos; confrontación de emociones, en la que la retórica con que se expresan y, sobre todo, el tono en que lo hacen, más comedido o más desatado, determina el favor que reciben de la llamada «opinión pública»; confrontaciones en las que, si nos atenemos a la máxima políticamente correcta de que toda opinión es respetable, toda es al mismo tiempo prescindible. El porqué del Estado, el sentido que tuvo en el pasado y las claves para anunciar su futuro, constituyen interrogantes cuyo planteamiento y respuesta podemos rastrear desde la Antigüedad hasta nuestros días. A la hora de elaborar una exposición sintética de los hitos más relevantes de este largo recorrido, habremos de tomar en consideración textos escritos principalmente por filósofos y juristas y, en los últimos tiempos, por historiadores, antropólogos y arqueólogos. La naturaleza de este material condiciona de diversas maneras los límites de lo que puede ser dicho. En primer lugar, la propia escritura se asocia mayoritariamente a sociedades estatales, en el seno de las cuales ha acostumbrado a ser patrimonio de las clases sociales privilegiadas que la han utilizado para diversos usos (administrativo, literario, jurídico, propagandístico). El hecho de que la mayoría de las reflexiones escritas sobre el Estado (o sobre alguno de los conceptos que hoy entendemos sinónimos, como «Polis», «República» o «Reino») celebren las virtudes o logros de algún Estado concreto, de alguna forma de Estado en particular o, más comúnmente, del Estado como institución, podría entenderse como intentos por justificar el status quo de que disfrutaban quienes escribían y muchos de sus lectores. Reconocer que gran parte de los textos que han llegado hasta nosotros fueron redactados por personas comprometidas favorablemente con el gobierno estatal, supone admitir que carecemos de la voz de los gobernados o, en otro sentido, de los excluidos por el gobierno, colectivos alejados o privados del acceso a la transmisión escrita y, tal vez incluso, de las condiciones materiales para
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reflexionar sobre su situación. La arqueología queda entonces como la única vía capaz de recoger el testimonio de sus vidas y, cómo no, también de las de quienes sí pudieron dejar constancia escrita. Quedará por ver si la arqueología también ha sido o es capaz de sustraerse a los posibles sesgos ideológicos de la reflexión filosófica tradicional, cuyo influjo resulta innegable en las propuestas emitidas desde esa disciplina. La segunda consideración procede del hecho de trabajar con textos escritos en alguna de las lenguas de Europa occidental, cuna tradicional de Estados expansivos y de tradiciones filosóficas y académicas que les han dedicado mucha atención. Esta vez, el filtro que se impone a nuestra labor es de orden geográfico o, si se quiere, genealógico, ya que dejaremos fuera las reflexiones producidas desde tradiciones distintas a la occidental, como por ejemplo la china o la vinculada con el Islam. Finalmente, y en tercer lugar, hay que señalar que los autores y escritos que hemos seleccionado para ilustrar el recorrido del pensamiento sobre el Estado no son del mismo orden. Así, unos se caracterizan por asumir, implícita o explícitamente, una determinada concepción de lo que es o debería ser el Estado y, a partir de ahí, desarrollan propósitos doctrinales en consecuencia. En este grupo incluiríamos la mayor parte de las obras que clasificamos como filosóficas. En cambio, sin carecer de aquéllas concepciones de partida sobre lo estatal, otras se plantean objetivos cognoscitivos; es decir, buscan describir hechos sociales a partir de fuentes textuales o arqueológicas y aducir los motivos que condujeron al surgimiento de uno u otro Estado concreto. Tendríamos aquí textos casi siempre fechados a partir del siglo XIX, en los que el análisis de datos empíricos y la extracción de inferencias a partir de ellos introduce nuevas dimensiones de lectura. En suma, dado que la producción escrita sobre la condición estatal no es homogénea, habrá que indicar qué dimensión común justifica vincular determinados textos en una misma línea argumental. El hilo conductor que seguiremos aquí tendrá una doble vertiente. Por un lado, dividiremos la exposición en dos bloques, según incluyan posiciones legitimadoras o no del hecho estatal. Por otro, en el interior de cada uno de ellos realizaremos un recorrido histórico por las principales definiciones de esa entidad llamada Estado, por los argumentos en torno a su razón de ser y objetivos y, además, por las actitudes ético-políticas que los acompañan. TEORÍAS LEGITIMADORAS DEL ESTADO
En la presentación de una publicación más extensa (1), señalábamos que las teorías sobre la formación del Estado abarcan un amplio abanico cronológico y cultural, desde la antigua Grecia hasta la filosofía política contemporánea. Muchas de las lecturas de lo que se considera «política» han calado en el sentido común de nuestra época, fusionándose o compitiendo para fundamentar lo que denominamos, quizás apresuradamente, pensamiento occidental.
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ANTIGÜEDAD GRIEGA Y CRISTIANISMO
Un repaso por las distintas concepciones presentaría en primer lugar la concepción clásica, de la mano de Platón y Aristóteles (2). Ambos filósofos continúan siendo referencias obligadas para el análisis político, porque plantearon un abanico de cuestiones cruciales sobre las relaciones en y entre los grupos humanos, que todavía hoy siguen abiertas. Además, articularon respuestas que, de una manera u otra, han conformado maneras de ver y entender la vida social muy extendidas en nuestro presente. Sin ellos, resulta difícil comprender cómo se generaron otras propuestas posteriores, básicas para configurar los instrumentos conceptuales de que hoy disponemos. La concepción clásica coloca el énfasis en la colectividad por encima de fines estrictamente individuales. La polis griega encarna dicha colectividad, un entramado amplio y complejo cuyo gobierno compete a los ciudadanos, la comunidad de varones que disponían de las posibilidades materiales para ejercer derechos políticos plenos. El principal interés del gobierno de las ciudades-estado era garantizar la felicidad y el bienestar de los ciudadanos, lo que, en la práctica, suponía asegurar y, en su caso, incrementar aquellas condiciones materiales que permitían a unos cuantos el ocio necesario para deliberar y decidir sobre el rumbo de la polis. A la cabeza del restringido colectivo ciudadano podían hallarse un individuo, varios o bastantes, aspecto variable del que dependía en parte qué forma de gobierno regía en cada ciudad, y que Platón y Aristóteles se encargaron de categorizar en términos que se han mantenido hasta hoy (monarquía, tiranía, aristocracia, oligarquía y democracia, entre otros). Ahora bien, en ambos filósofos la clasificación no tenía un fin estrictamente cognoscitivo, sino que constituía un medio con el que enjuiciar las relaciones políticas. Cualquiera de las formas «rectas» y, por tanto, deseables, de gobierno debía respetar la tríada formada por los conceptos Bien, Felicidad y Justicia. En el Platón que escribe en La República, el bien y lo justo se implican mutuamente y traen consigo la felicidad como correlato necesario. En La Política, Aristóteles establece la felicidad como meta suprema que, una vez alcanzada, presupone lo bueno y lo justo. Las vías para realizar en la práctica los fines enunciados por estos conceptos podían ser diversas: evitar grandes desigualdades entre ricos y pobres y potenciar el término medio según Aristóteles, o la templanza de cada estamento social basada en la conculcación de un mismo proyecto social según la utopía platónica. En cualquier caso, medios que requerían «arte» a la hora de ser administrados, un concepto que conjuga connotaciones de habilidad y virtud y que debería estar presente en las acciones de todo buen gobernante. Platón y Aristóteles apenas abordaron cuál había sido el proceso de construcción de las ideas que valoraban como buenas o justas, de dónde procedían estos conceptos pretendidamente universales y bajo qué condiciones podían ser aplicados. Aunque el mundo de la polis fue el primero en cuestionar las creencias que no tuvieran un correlato en
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los hechos del mundo físico, y el primero en exigir la aplicabilidad de los principios sociológicos en el mundo social, descuidó la metodología instrumental o práctica que debería derivarse del pensamiento razonado. Este ámbito quedaba en manos de las técnicas y la experimentación, cuyo devenir pocas veces tiene que ver con el lugar de producción de las teorías filosóficas y, en cambio, mucho más con las necesidades pragmáticas de la subsistencia o de los mecanismos materiales de la dominación política. Sin embargo, lo quisieran o no, Platón y Aristóteles reconocieron expresamente la segmentación social que el mismo Estado contiene y conserva. Todos los colectivos tienen un papel en el mundo administrado por el gobierno estatal, desigual e injusto según se mire, pero necesariamente interrelacionado y, por tanto, colectivo. Lejos de vindicar a los individuos como entes autónomos y soberanos, por más virtuoso que se califique a uno u otro personaje gobernante, la clase que domina este Estado apela al colectivo particular que se autodenomina ciudadanía en la búsqueda del mejor camino para alcanzar «su» felicidad en el marco de «su» ciudad. No había itinerarios individuales hacia la «felicidad»; la felicidad era un «estado» que algunos alcanzaban sólo en comunidad y que sólo se conservaba organizando la vida común. El panorama político en Europa cambió netamente a partir del siglo IV de nuestra era. La filosofía del Estado cristiano, desde la formulación de Agustín de Hipona hasta la de Tomás de Aquino en el siglo XIII, desplazó la política hacia una ideología doctrinal que primaba lo individual sobre cualquier otra consideración, excepto la que provenía de Dios. La ética y la moral fueron reducidas a discursos de sumisión y caridad que permitieron que la esfera política se inundase de una doctrina fideísta caracterizada por el habitual recurso a la Providencia. Salvo en el Vaticano, la Iglesia cristiana es una institución diferente a cualquier Estado político. En la actualidad, constituye una institución paraestatal pero que, curiosamente, reclama para sí el juicio sobre la base moral y ética de los Estados. Con el objetivo de gobernar los asuntos espirituales de la humanidad, apoya o desoye Estados a conveniencia. Tomás de Aquino (3) expresó de manera radical la pretensión de la Iglesia por regir los asuntos humanos, al exigir la total obediencia y sumisión hacia Dios: del pueblo hacia el soberano en tanto que su autoridad procede de Dios, del soberano hacia la Iglesia como depositaría e intérprete de la ley divina. Tomás conjuga la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrenal agustinianas con una Iglesia omnipotente, a la que todos, humildes y poderosos, deberán pedir consentimiento para abordar cualquier iniciativa social. Se trata de una filosofía política terrenal, que arguye las alturas del cielo como fundamento de obediencia al Estado y, en última instancia, a la Iglesia, y que inmoviliza al subdito-creyente bajo la terrible amenaza del castigo que recibirá antes de la muerte por la espada del gobernante y, tras morir, de Dios por toda la eternidad. La línea inaugurada por Pablo de Tarso consiguió así edificar una institución paraestatal que formuló su Revista de Historiografía, N.° 9, v (2/2008), pp. 4-18
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pretensión de controlar a los Estados concretos sin por ello menoscabar sus fundamentos. LA FORMACIÓN DE LAS TEORÍAS MODERNAS: RENACIMIENTO, LIBERALISMO E ILUSTRACIÓN
La Europa renacentista comenzó a marcar un nuevo giro en la reflexión sobre el Estado (el propio término «Estado» nace y comienza a generalizarse precisamente entonces) en función de dos ejes: secularización de la política e institución del individuo como protagonista de la misma. Maquiavelo expresó genialmente ambas premisas en El Príncipe, obra que muestra en su desnudez las estrategias del poder estatal y los intereses concretos, materiales, que éstas persiguen (4). Maquiavelo no propuso ideas sobre lo que se debería hacer en política en función de un imperativo ético trascendental (el Bien, la Felicidad, la Justicia, la Salvación eterna...), sino que describió crudamente aquello que observaba en las acciones de los gobernantes y aconsejó toda una serie de tácticas, independientes de toda moral, que la historia ha probado exitosas; es decir, que permitieron a quienes las aplicaron conservar el poder político, el objetivo supremo que debe perseguir cualquier gobernante. En El Príncipe, todo ocurre aquí, en el mundo: medios para alcanzar y conservar el poder político, estrategias concretas y resultados constatables en la realidad. Las consideraciones éticas clásicas quedan canceladas y subsumidas explícitamente en la praxis del poder. Por tanto, el papel de la reflexión política debe variar en consecuencia. Se trata ahora de observar la realidad del gobierno de los Estados, constatar lo que los gobernantes con éxito hacen para mantener o incrementar su poder, evitar dar cuenta de ello en función de valores morales o éticos abstractos, y, sin apartarse de la praxis, extraer enseñanzas para el futuro. Maquiavelo inauguró la reflexión política moderna de la que surgió en los siglos XVII y XVIII la perspectiva ilustrada-liberal. Si tuviéramos que sintetizarla en una palabra, ésta sería «individuo», entidad autónoma que se concibe artífice de cualquier relación social. Sin embargo, ello no debe impedir apreciar formulaciones muy diversas. La primera, enunciada por Hobbes a finales del siglo XVII (5), enfatiza la noción de soberanía como clave para la solución a los males derivados de que «el hombre es un lobo para el hombre». Emerge de la convicción de que los individuos, en un estado inicial prepolítico («estado de naturaleza»), luchaban permanentemente unos con otros, sobreviviendo en un contexto donde sólo valía la fuerza de cada cual. El miedo permanente a perder la vida, insoportable, sólo se superó estableciendo un pacto que instituyese el Imperio de la Ley. Todo Estado y toda sociedad se funda en este pacto forzado por la conveniencia individual. Ahora bien, una vez instituido el gobierno debe ostentar toda la soberanía y merecer todo el apoyo de los gobernados, por más crueles que puedan llegar a parecer sus decisiones: todo, menos volver a la anarquía y el caos del «estado de naturaleza». En la segunda variante liberal-ilustrada hallamos el iusnaturalismo de Locke y Rousseau (6). Ambos fundan el Revista de Historiografía, N.° 9, v (2/2008), pp. 4-18
Estado y, de hecho, la sociedad, a partir de la cesión pactada de derechos individuales innatos a una institución de gobierno que nace en ese preciso instante. El motivo que impulsa a los individuos a suscribir el pacto social no es sólo el miedo a perder la vida, sino, en sentido más amplio, la conveniencia individual, ahora determinada por la conservación de la propiedad privada y el ejercicio de la libertad. Vida, propiedad y libertad, siempre centrados en el individuo, constituyen los ejes que modelan la vida social y, por tanto, también cualquier relación política. Las diferencias entre planteamientos residen en el mayor o menor énfasis puesto en algunos de estos tres factores. En este sentido, Locke, por su preocupación casi obsesiva en la salvaguarda de la propiedad, pasa por ser uno de los principales teóricos del orden burgués. La importancia dispensada a la noción de soberanía también suscita diferencias. En Locke y en Rousseau, a diferencia de Hobbes y al igual que muchos otros tras su estela, la soberanía nunca deja de residir en el «pueblo», entendido como el conjunto de individuos que ostentan ciertos derechos que ningún gobierno está legitimado para alienar. Sin embargo, tal vez las diferencias más notables entre pensadores residen en cómo se concibe el ejercicio de la soberanía. Así, Locke, uno de los padres del liberalismo político y de la democracia parlamentaria burguesa, mantuvo la doctrina según la cual la soberanía popular debía ser ejercida mediante representantes, siempre supeditados al cumplimiento y respeto de las leyes promulgadas de común acuerdo. En cambio, hoy diríamos que pensadores como Rousseau se situarían a la «izquierda» de propuestas como la de Locke al criticar el sistema representativo y defender, en cambio, la democracia directa, asamblearia, como único medio para que el «pueblo» ejerza su soberanía de una manera auténtica. De ahí que muchos consideren a Rousseau como precedente del anarquismo. Las doctrinas iusnaturalistas hacen coincidir la fundación del Estado con la de la sociedad. Datar esa fundación en un tiempo cero y explicarla en función del acuerdo voluntario de todos los individuos tiene consecuencias ideológicas importantes. Bajo esos parámetros, la disidencia se sitúa inmediatamente fuera de la ley acordada en común y, al tiempo, justifica su castigo: quien atenta contra el orden político, atenta contra la voluntad de todos los demás y, por tanto, es «justo» que la fuerza pública «corrija» esa alteración. Si a esa noción de «justicia» le asociamos las de beneficio para el Bien común y la Felicidad consiguiente, volveríamos a dar plena actualidad al discurso clásico. HEGEL: EL ESTADO COMO RAZÓN
El pensamiento de Hobbes, Locke y Rousseau planteó cuestiones revolucionarias para su época, por cuanto socavaba las bases filosóficas y jurídicas del poder establecido que, por entonces, encarnaba la monarquía absoluta y al que apoyaba la religión cristiana. La conquista definitiva del poder social por parte de la burguesía atenuó el carácter revolucionario de muchas de aquellas propuestas; otras, las menos, conservaron ese carácter y, todas, asistieron al alum-
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bramiento de nuevas concepciones sobre el Estado. Una de éstas, hoy tan vigente como las de raíz ilustrada-liberal, sitúa al Estado en el pleno dominio de la Idea. Todo se pliega a la razón y la razón no ve cosa más racional que pertenecer a un Estado. El Estado es la razón hecha materia, razón objetivada. Se trata de una tendencia metafísico-racionalista que Hegel sitúa en el devenir de la autoconciencia del Espíritu. Hcgel es el pensador «total», tanto por la amplitud de sus intereses, como por las paradojas que, en ocasiones, se detectan en su vida y en su obra. Pasa por ser un ideólogo reaccionario, maestro del Estado prusiano aunque, a la vez, configura el sustrato metodológico de las ideas revolucionarias del siglo XIX. Por esta razón, resulta conveniente dedicarle un mayor detalle. Para comprender la concepción política hegeliana (7), hay que ubicarla en el despliegue de su filosofía. La filosofía hegeliana está articulada en tríadas, desde la dialéctica (ser-afirmación, no ser-negación, unidadnegación de la negación) hasta el propio edificio filosófico (lógica o pensamiento en sí, filosofía de la naturaleza o pensamiento exteriorizado y filosofía del espíritu o retorno de la idea para sí). El espíritu también se realiza y retorna en tres momentos (subjetivo-interior, objetivo-exterior y absoluto o espíritu mismo), cada uno de ellos dividido a su vez en otros tres: el primero, el espíritu subjetivo, en alma natural, conciencia (del otro y de sí misma) y espíritu en tanto voluntad; el segundo, espíritu objetivo, en derecho abstracto, moralidad y eticidad (vida social) y, por fin, el espíritu absoluto o unidad dialéctica subjetivo-objetiva, que manifiesta la unión procesal entre pensamiento y realidad, idea y naturaleza fundidas en su despliegue. Este es el lugar de la conciliación y expresión para sí de las más puras manifestaciones del espíritu: el arte, la religión o la filosofía. Encontramos el análisis de las instituciones sociales en el depliegue del espíritu objetivo (derecho abstracto, moralidad y eticidad). El derecho abstracto es la expresión libre de la voluntad y, ésta, la manifestación misma de la persona jurídica, razón y motor que procura tres momentos fuera de sí: la propiedad, el contrato y el derecho en sí. La propiedad, primer logro de la voluntad particular, presupone la apropiación de la cosa que, al chocar con otras voluntades, exige el contrato o conciliación. El derecho en sí procura, por último, el cauce para el mantenimiento del orden. El segundo y tercer momentos del espíritu objetivo, moralidad y eticidad, definen el ámbito del deber ser y la ley. Al integrar ser y deber ser, persona y sujeto, la eticidad manifiesta la sustancia de la vida social en tres cuerpos: la familia, la sociedad civil y el Estado, cada uno con su propio despliegue. La familia es el lugar natural del ser humano, mientras que la sociedad civil es la vida social ocupada por el ciudadano, un sistema de dependencia multilateral universal. En el tránsito de la familia a la sociedad civil hallamos el pueblo y la nación. El Estado, al fin, es el universo pleno del espíritu objetivo, un universo de la razón constituido para proporcionar armonía entre individuo y sociedad, así
como libertad para las voluntades particulares y colectivas. El Estado es una realización racional; de hecho, el fin último de toda racionalidad. El Estado, en tanto fin absoluto de la vida en sociedad, supone la realización de la libertad y, a su vez, el modo de dicha realización. La afirmación hegeliana de que el deber supremo de cualquier individuo es ser miembro de un Estado se opone al iusnaturalismo: el Estado no se funda en la coincidencia de voluntades individuales en pos de un fin material inmediato (la conservación de la vida y la propiedad). El Estado se funda en un acto de razón, una razón pensada individualmente pero en la que, en cuanto que tal razón es universal, coinciden en ella todos los individuos. El tránsito de la familia, horda, tribu o multitud a la condición de Estado requiere la realización de la idea ética. Un pueblo no es todavía un Estado. Sin personalidad y autoconciencia, un pueblo no tiene leyes en tanto determinaciones pensadas y, por tanto, no tiene autonomía ni es reconocido por otros. Con el Estado se supera todo ello y se logra la culminación de la vida social a través de la armonía racional y real entre persona (individuo o familia) y sociedad, y con el concierto entre voluntades que desemboca en la realización de la libertad general. Para Hegel, la monarquía constitucional moderna suponía la perfección del Estado, la culminación de la historia del mundo. El príncipe personifica y garantiza la unidad del Estado, y es el depositario de la soberanía. Hegel no está de acuerdo con que ésta resida en el pueblo, ya que un pueblo sin monarcas ni mecanismos de articulación (gobierno, tribunales, clases) no es más que una masa amorfa. También se manifiesta en contra de idear una constitución válida universalmente, aun siguiendo principios racionales. Con ello, defiende un particularismo histórico que contribuirá a alimentar los nacionalismos románticos que conciben la existencia de «pueblos» con personalidad, es decir, que saben que su fin es el objetivo de su voluntad. EVOLUCIONISMO Y ESTADO
Fruto de la mixtura entre las variantes liberal-ilustradas y del desarrollo de las ciencias en el siglo XIX, se generaron concepciones del Estado de corte evolucionista. El Estado comenzó a entenderse como una forma histórica que podía ser analizada a partir del reconocimiento y estudio de formas de organización política pre-estatales. No se ponía en duda que era la mejor forma posible de sociedad pero, a diferencia de la filosofía anterior, intentaba desterrar la concepción del Estado como plasmación de una voluntad, ya sea compartida por individuos particulares (contrato) o por un pueblo (idea ética). Gracias a ello, la investigación histórica, antropológica y arqueológica vieron abierto un amplio campo de indagación por el que todavía transitamos hoy. El evolucionismo en ciencias sociales y humanas tuvo un primer momento de auge en la segunda mitad del siglo XIX (L. H. Morgan, E. B. Tylor, J. E McLennan, H. Spencer, J. Lubbock) (8) y una reactivación a mediados del XX (neoevolucionismo) de la mano de la antropología estado-
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unidense (J- Steward, E. Service, M. Fried, M. Sahlins) (9). Impulsores de múltiples investigaciones etnográficas y arqueológicas, los planteamientos evolucionistas han adquirido un papel protagonista en las investigaciones recientes sobre la formación y funcionamiento de las primeras sociedades con Estado. La arqueología ha mostrado que, a lo largo de la mayor parte de su historia, el género humano ha vivido en el marco de sociedades «simples» según la terminología evolucionista, es decir, no estatales. Sin embargo, con creciente frecuencia a partir del Neolítico, las sociedades han tenido que hacer frente a condiciones medioambientales, demográficas y tecnológicas adversas que plantearon serios problemas para la propia supervivencia de los grupos humanos. Ello obligó a buscar nuevas formas de organización que permitiesen superar las crisis; es decir, forzó a cambiar para adaptarse y sobrevivir, como es ley en todas las especies ante el continuo filtro de la selección natural. Desde la óptica evolucionsta, la institución estatal sería, justamente, un mecanismo adaptativo complejo desarrollado por determinadas sociedades humanas en respuesta a ciertas presiones ambientales. La política, extensión de la categoría más amplia de «cultura», caracterizaría mejor que nada a la única especie que puede prescindir del azar de la mutación genética para perpetuarse con éxito en la biosfera. El evolucionismo se añade a la tradición de filosofía política que, desde Platón, entiende el gobierno, el liderazgo político, como un servicio para el conjunto de la sociedad. La diferencia respecto a otros planteamientos es la argumentación materialista que la acompaña. Así, en lugar de perseguir la realización de una idea ética (el Bien), en el evolucionismo el Estado solventa crisis y permite la supervivencia del grupo en unas condiciones ecológicas, demográficas y tecnológicas dadas. En cualquier caso, la emergencia del Estado fue necesaria y, su labor a largo plazo y en términos generales, siempre ventajosa, como testimonia el propio éxito reproductivo de la especie humana. La variabilidad observada entre las sociedades clasificadas como no estatales motivó la formulación de estadios evolutivos intermedios previos al Estado que, a la vez, testimoniaban el proceso de complejidad creciente que condujo desde unas a las otras. El evolucionismo decimonónico jalonó esa secuencia con los términos «Salvajismo», «Barbarie» y «Civilización», y le otorgó una unilinealidad y una universalidad posteriormente muy criticadas. El neoevolucionismo del siglo XX, por su parte, flexibilizó ambas asunciones y acuñó categorías como «Banda», «Tribu», «Jefatura» y «Civilización/Estado», que han sido ampliamente utilizadas para dar sentido a los restos arqueológicos que testimonian el pasado prehistórico de la humanidad. A raíz de las investigaciones evolucionistas, el Estado se entiende como aquella institución o instituciones políticas propias de las sociedades civilizadas. Éstas constituyen un subconjunto dentro del universo de la variabilidad humana, y tanto su aparición como su funcionamiento obedecen a factores que las nacientes ciencias sociales y humanas deberán encargarse de dilucidar. Como hemos señalado, desde Revista de Historiografía, N.° 9, v (2/2008), pp. 4-18
el siglo XIX el conocimiento empírico se multiplica desde la antropología, la sociología, la historiografía y la arqueología. Si hasta ahora el filósofo era el protagonista del pensamiento político, el siglo XIX y, sobre todo, el XX, alumbra la figura del científico o investigador profesional, que apoya su reflexión, ahora enunciada bajo la forma de hipótesis y teorías, en datos empíricos obtenidos según protocolos estrictos. TEORÍAS CRÍTICAS CON EL ESTADO MARXISMO Y ESTADO
Asomándose tímidamente a la Academia a partir del siglo XX, pero movilizador y revolucionario en la vida social de todo el mundo, la concepción marxista del Estado constituye el principal contrapunto respecto a las propuestas anteriores. Así, mientras que éstas promueven discursos legitimadores del hecho estatal, el marxismo desvela la realidad socioeconómica explotadora y clasista a la que sirve el Estado; aquélla que alimenta la segregación y la competencia, la jerarquía y la desigualdad, la coerción y la explotación a manos de una clase dominante con licencia para matar. El Estado pasa a entenderse como una organización política enraizada en unas condiciones materiales históricamente determinadas. Niega, por tanto, que constituya una condición intrínseca de la vida social, una necesidad ineludible o una aspiración ética de la razón humana y, en cambio, lo sitúa en el punto de mira de unos objetivos revolucionarios que han de desembocar en su extinción tras construir una sociedad sin clases. La principal razón del influjo de la obra de Karl Marx en la historia y el pensamiento contemporáneo reside en haber promovido un compromiso dialécticamente relacionado con el conocimiento científico de la realidad social, por un lado y, por otro, con la praxis política. Marx elaboró la última propuesta emancipadora surgida de Occidente, encaminada a eliminar la explotación capitalista para alcanzar una sociedad más justa. Pretendía acabar, igualmente, con la filosofía especulativa e inaugurar la ciencia de la Historia de la mano de un estudio materialista de la sociedad que hoy conocemos como materialismo histórico. En virtud de este planteamiento, el pensamiento y la voluntad son resultado y no motor de la experiencia material (la producción de la vida en sociedad), de la tensión y contradicciones establecidas entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción vigentes en un momento dado, y del lugar de los grupos sociales en la organización de dicha producción. El significado de la categoría «Estado» en los textos de Marx varió desde sus primeras obras teñidas de humanismo idealista de raíz hegeliana, hasta los escritos en que la producción material cobra el protagonismo de la historia (10), cuando la propiedad privada deja de contemplarse como el sustento y sujeto del Estado, y se supedita al trabajo enajenado, que es causa y consecuencia de la riqueza y de la miseria. A partir de este momento, la categoría «Estado» y otros conceptos políticos perdieron centralidad en la obra de
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Marx, pues la determinación social no residiría más en las formas de gobierno ni en las constituciones políticas, sino en la producción material de la sociedad, estudiada desde la economía política, no desde el humanismo filosófico. Uno de los principales objetivos de Marx al incluir en su análisis etapas pretéritas del desarrollo humano era mostrar que el trabajo asalariado característico del capitalismo es un producto histórico y no una condición inherente al género humano. Empleó las categorías «formas de propiedad» y, tardíamente, «modos de producción» para figurar la expresión histórica de la producción social en ciertos lugares y épocas, figuras a las que correspondía, o no, una organización política de tipo estatal. No se trata de categorías absolutas, sino de diagnósticos de situación referidos a una realidad dinámica que hay que descubrir empíricamente. En La Ideología Alemana y, posteriormente, en las Formen (11), el hilo conductor corresponde al desarrollo de la división del trabajo, que lleva consigo distribuciones distintas y, a veces, desiguales del trabajo y de los productos del mismo, lo que se traduce en formas de propiedad diferenciadas (más adelante, «modos de producción»), A partir de esta premisa, Marx definió varias formas de propiedad entre las sociedades precapitalistas (tribal, antigua y feudal en La Ideología Alemana; comunitaria, asiática, antigua, germánica y feudal en las Formen). El Estado aparece como la institución política propia de tan sólo algunas de ellas y adquiere diferente ropaje no en función de motores idealistas como el progreso de la razón, el avance de la libertad de la mano del espíritu en cada época o la voluntad de felicidad o de poder de los individuos, sino en virtud de las formas de propiedad que vehiculan la producción en diferentes momentos históricos. Hemos señalado que el afianzamiento del papel protagonista de la producción en el pensamiento de Marx siguió un camino inversamente proporcional al de la importancia de la noción de «Estado». Desde la segunda mitad de la década de 1840 en adelante, este tema no llamó su atención más que de forma breve y en ocasiones puntuales, casi siempre a propósito del relato y comentario de acontecimientos históricos contemporáneos, o bien en contextos relacionados directamente con su activismo político. En un escrito de este género, «Crítica del Programa de Gotha» (12), Marx expuso cómo concebía críticamente la política en relación al Estado y predijo el futuro histórico de esta institución. La critica de Marx defiende un objetivo revolucionario que excluía toda complicidad reformista con el Estado burgués y auguraba a corto o medio plazo la desaparición de la propia institución estatal en el marco de una sociedad comunista sin clases. Para Marx, la prioridad consistía en subvertir de manera revolucionaria, violenta, las condiciones materiales de producción capitalistas, de las cuales el Estado es sólo un instrumento que garantiza la propiedad y el monopolio burgués de los medios de trabajo. Antes de la implantación plena de una sociedad comunista, Marx vaticinó una etapa transicional, la dictadura revolucionaria del proletariado, en la que el Estado subsistiría con el único objetivo de de-
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fender por la fuerza un orden social ya dominado por el proletariado hasta la completa eliminación de la explotación capitalista (la apropiación del trabajo asalariado). En ese momento, extinguidas las clases, el Estado perdería su razón de ser y se extinguiría. La crítica del Estado realizada por Marx tuvo un peso considerable en el pensamiento social y en la acción política posterior. Sus enunciados principales son: • El Estado es un producto histórico, una especificidad en el campo de la organización política que se desarrolló en los lugares y épocas en que la producción generó la división de la sociedad en clases antagónicas, y cuando dicho antagonismo alcanzó un determinado grado de conflicto. • El Estado, como factor decisivo de la vida política en las sociedades clasistas, no constituye, sin embargo, el motor de su devenir. El protagonismo corresponde, como siempre, a la producción social de las condiciones materiales para la vida. • La actividad política podría calificarse como un ceremonial carente de autonomía. En este sentido, no conviene confundir «tipos de Estado» con «formas de gobierno». Los primeros vienen adjetivados por la relación social prioritaria que dicta la producción de los medios de vida (Estado esclavista, feudal, capitalista, etc). Las segundas («monarquía», «aristocracia», «democracia», «república», etc.), en cambio, designan la concreción de las instituciones estatales dentro de cada tipo de Estado. Un mismo tipo de Estado puede tolerar diversas formas de gobierno. Para el proletariado revolucionario, el objetivo no debería residir en reemplazar unas formas de gobierno por otras más «justas», «libres» o «progresistas», sino en acabar con las relaciones de explotación que determinan la existencia del tipo de Estado capitalista. Las aportaciones posteriores a Marx, es decir, las propiamente marxistas, comenzaron por Friedrich Engels, quien, en El Origen de la Familia, la Propiedad Ptivaday el Estado (13), reiteró el papel del Estado como instrumento de la clase explotadora para mantener los antagonismos irreconciliables de clase dentro de un orden a su conveniencia. A Engels corresponde, además, el haber llamado la atención sobre varios aspectos que enriquecen la definición del Estado, independientemente de los tipos y formas que adopte a lo largo de la historia. 1. Dimensión territorial. A diferencia de la organización gentilicia, el Estado agrupa a los individuos según divisiones territoriales limitadas por fronteras. 2. Institucionalización de una fuerza pública armada. Dicha fuerza está formada por grupos de hombres armados, auxiliados por medios coercitivos que resultan inéditos en las sociedades no estatales. Revista de Historiografía, N.° 9, V(2/2008), pp. 4-18
Teorías sobre el Estado: una síntesis historiográfica
3. Una burocracia capaz de recaudar impuestos con los que mantener la fuerza pública represora y a sí misma como administración. Burocracia y ejército permanente, como instituciones básicas de cualquier Estado, fueron características que Engels y, años más tarde, Lenin (14), subrayaron con especial énfasis. Pese a la censura sufrida por el marxismo en gran parte del mundo académico occidental, su influencia resulta palpable y decisiva en la obra de investigadores de enorme influencia en el estudio de las primeras civilizaciones, como Veré Gordon Childe (15). EL ANARQUISMO CONTRA EL ESTADO
El análisis anarquista de la realidad se polariza en cuestiones de poder, es decir, de imposición de voluntades de unos hacia otros. En este sentido, el anarquismo parte de una ontología idealista y deriva hacia otra materialista en un proceso que muchos tildarían de paradójico. Así, autores anarquistas recientes, como por ejemplo Pierre Clastres (16), defienden que el Estado es básicamente la imposición de una voluntad de poder, en una clara referencia a Friedrich Nietzsche y otros anarquismos primigenios, como los de Pierre-Joseph Proudhon o Max Stirner que, en ocasiones, pueden confundirse con radicalismos o excentricidades de la burguesía liberal. Sin embargo, Mikhail Bakunin, el máximo exponente teórico del anarquismo político, defendió una concepción materialista del ser social y mantuvo que la explotación económica se encuentra en la raíz de las desigualdades sociales de cualquier época (17). De ahí que su programa de lucha revolucionaria hiciera hincapié en la abolición de los derechos hereditarios, medio básico para la conservación de la propiedad privada. Bakunin mantuvo una intensa controversia con Marx por cuestiones de estrategia de lucha más que por desavenencias de fondo teórico. Discrepaba con éste sobre la instauración de la dictadura revolucionaria del proletariado como paso previo a la desaparición del Estado, porque veía en ello una amenaza para la revolución si aquélla forma de «Estado proletario» llegase a perpetuase como una nueva forma de opresión. Bakunin postulaba la total e inmediata abolición de toda forma estatal y su sustitución por asociaciones federadas de productores libres. Dado que todos los gobiernos protegen las propiedades de los ricos, había que suprimir esas formas de dominio para alcanzar un igualitarismo de pequeños productores autónomos, al estilo del soñado por Rousseau. El anarquismo constituye un protocolo de lucha y acción política, y en ello radica el enorme éxito que tuvo entre proletarios y descontentos de todas las clases. Para Bakunin, el ser humano es un ser social que forma parte de la naturaleza. La única diferencia es que podemos pensar, razonar y hablar, las herramientas que nos facultan también para alcanzar la libertad. La lucha emancipatoria que propone tiene un objetivo claro: cambiar las condiciones económicas de la vida social y eliminar las formas de explotación econóRevista de Historiografía, N.° 9, v (2/2008), pp. 4-18
mica, mediante la abolición de las leyes reaccionarias y las formas de poder que las auspician. A diferencia del marxismo, para Bakunin la causalidad materialista desaparece al explicar el surgimiento del Estado. Recogiendo ecos rousseaunianos, afirmó que el Estado fue creado mediante un acto de fuerza, una imposición del poder que perpetúa su iniquidad mediante leyes familiares y de propiedad. En cambio, es coincidente con el discurso marxista en lo que atañe a la revolución: ésta no tendrá lugar gracias a cambios en la moral o la ideología, sino tras eliminar por la fuerza las relaciones de explotación. Y es que Bakunin caracteriza el Estado como un poder violento institucionalizado, carente de moralidad y la máxima negación de la humanidad. La razón de ser del Estado, sea cual sea su forma (teocracia, monarquía absoluta o república democrática), es regular y garantizar la explotación en la sociedad. El Estado no significa otra cosa que un canto al egoísmo colectivo, que excluye de sí como extraños y enemigos naturales a la gran mayoría de la especie humana, incluida o no en asociaciones similares. Por ello, la guerra será siempre la ley suprema de las relaciones entre los Estados y, el patriotismo y la religión, su ideologías más nocivas. En suma, el programa revolucionario anarquista de Bakunin parte de una idea de progreso y emancipación, y de que la lucha de clases es un fenómeno innegable que no admite conciliación. Postula por alcanzar revolucionariamente una igualdad política que sólo puede basarse en la igualdad económica y social. El programa anarquista pasa por la abolición de los Estados y de sus fronteras, y la consecución de federaciones de comunas productoras autónomas solidarias en y entre sí, idea basada en la existencia de unos principios humanos universales de conducta. Así, el proyecto anarquista no se aleja de algunos imperativos éticos idealistas, al confiar en la entidad llamada «pueblo» para organizar la sociedad postrevolucionaria, y en que ésta caminará, siguiendo una tendencia humana espontánea, hacia una federación libre de productores. Las alternativas basadas en este tipo de enunciados plantean que la sociedad deseada se nutrirá de fideísmos inculcados, por lo que no se alejan del convencimiento ético-moral platónico como fundamento de la vida en común. ARQUEOLOGÍA Y ESTADO
El convencimiento de lo que podríamos llamar historicidad del Estado, es decir, de la consideración del hecho estatal como resultado de un proceso o evolución y no como algo consustancial con la naturaleza humana, contribuyó a que, a partir del siglo XIX, su estudio dejase de ser patrimonio de la especulación filosófica. Ello despejó el camino para que las nacientes disciplinas empíricas lo tomasen como objeto de investigación. La necesidad de inquirir sobre las circunstancias concretas en que se expresó la historicidad del Estado constituyó una invitación para que la arqueología asumiese competencias propias en el horizonte intelectual recién establecido. Desde entonces, esta disciplina ha dedicado muchos esfuerzos a conocer el cuándo, el cómo
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y el porqué de la formación de los primeros Estados, así como las peculiaridades de su desarrollo y funcionamiento. A lo largo de más de un siglo de andadura, la arqueología ha puesto en práctica diferentes estrategias para abordar el problema de la evolución social a largo plazo. Dedicaremos las próximas páginas a mostrar y a comentar cuáles son sus líneas maestras. Con todo, conviene advertir de entrada que aún hoy subsisten problemas estructurales que entorpecen las investigaciones o que provocan que ésta tome derroteros controvertidos. En la segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX, la principal misión de la arqueología fue ilustrar con objetos e imágenes las noticias suministradas por las fuentes bíblicas y clásicas sobre las civilizaciones con las que pretendía emparentarse la sociedad burguesa europea, principalmente Roma, Grecia, Egipto y Mesopotamia. En sintonía con la propuesta expresada por Morgan, el Estado se definía como la organización política propia de las sociedades civilizadas, una organización fácilmente identificable por la presencia de, en general, un gobernante supremo con soberanía sobre amplios territorios y nutridas poblaciones. Por aquel entonces, la arqueología mantenía un papel subsidiario respecto a la historia basada en textos, que todavía hoy padece en cierta medida. Aquellos textos clásicos, conocidos y transmitidos desde la Antigüedad por las tradiciones hebrea y grecolatina, a los que se añadieron los nuevos registros descubiertos por las excavaciones y descifrados por la filología configuraron el escenario que perdura hasta hoy con plena vigencia: arqueólogos, historiadores y antropólogos comenzaron a asumir que los primeros Estados o Civilizaciones nacieron precisamente en el momento y el lugar en que determinados gobernantes y sus escribas se cuidaron de manifestar; es decir, coincidiendo con el inicio expreso de las genealogías dinásticas o con la aparición de los sistemas de escritura en que aquéllas fueron consignadas. Desde entonces, las ciudades del sur de Mesopotamia y el Egipto faraónico son considerados los primeros Estados de la Humanidad, surgidos hace poco más de cinco milenios. Este proceder ha ido configurando un referente de estatalidad casi exclusivo de lo que se denominan «Estados prístinos», «Estados Arcaicos», «primeras civilizaciones» o «civilizaciones tempranas», un referente que se ha interiorizado de tal forma que la investigación ha edificado un umbral que distingue canónicamente qué sociedades merecen o no ser calificadas como estatales o civilizadas. Súmer y Egipto, con sus sistemas de escritura y su mayor antigüedad, son las decanas y proporcionan la mayoría de los criterios clasificatorios. En virtud de su ajuste a éstos, se han ido adhiriendo al grupo inicial las civilizaciones del valle del Indo y del río Amarillo, Mesoamérica y los Andes centrales. Todas las sociedades previas o contemporáneas a las citadas quedan situadas automáticamente un escalón por debajo del Estado, mientras que la consideración como estatales o no de las sociedades posteriores depende de su grado de afinidad respecto a las características comunes más relevantes del grupo fundador.
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En suma, la investigación arqueológica no ha decidido mediante una elaboración conceptual y metodológica propia cuál debe ser el criterio de estatalidad y su expresión material, sino que ha adoptado los límites de dicha condición según fue enunciada por los mismos Estados antiguos, convenientemente traducida por la filología y glosada a partir de entonces por la historiografía. Podría decirse que la investigación aceptó que el objeto de su interés fuese establecido por la «voz» del objeto mismo. De este modo, la arqueología ha tomado por primeros Estados lo que, en rigor, corresponde estrictamente a los-Estados-que-pusieron-por-escrito-a-sus-gobernantes-sobre-soportes-duraderos. Esta realidad expresa aquella situación de dependencia a que nos referíamos: no es únicamente que la arqueología deba con frecuencia limitarse a proveer el escenario objetual, el atrezzo sobre el que la historiografía (re)presenta la verdad histórica; es que las mismas premisas y objetivos de la investigación arqueológica han sido poderosamente modelados desde prácticas e intereses ajenos a la disciplina. Tal ha sido y es la fuerza de las «cosas dichas»: la palabra, grabada en piedra y pronunciada luego en letanías académicas, nos (pre)dispone en arqueología con una manera de investigar que subordina los objetos a los designios de voluntades arcanas. La arqueología de los primeros Estados comenzó a ser algo más que ilustradora de fuentes escritas y deleite para la historia del arte a partir de los trabajos de Y G. Childe en el segundo cuarto del siglo XX (18). Influido decisivamente por el materialismo histórico sobre todo a partir de los años treinta, el arqueólogo australiano fue capaz de elaborar una visión de síntesis acerca del nacimiento de las civilizaciones del Viejo Mundo, en la que los hallazgos arqueológicos eran capaces de narrar una historia por sí mismos. La «Revolución Urbana» fue la expresión acuñada por Childe a fin de subrayar la importancia de los cambios que acarreó la aparición de los primeros Estados, primero en los valles del Tigris, del Eufrates y del Nilo y, más tarde, en otras regiones vecinas. El mérito de Childe consistió en trascender los límites de las entidades culturales que poblaban el panorama arqueológico, despojarse de los corsés evolucionistas que marcaban apriorísticamente desarrollos unilineales y proponer una explicación histórica de la «Revolución Urbana» en las regiones en que tuvo lugar y con las sociedades concretas que la protagonizaron, además de dar cuenta de sus repercusiones en otros grupos humanos cuya trayectoria quedó en adelante marcada por este hecho. La estructura explicativa de Childe en lo que respecta al surgimiento de la Civilización se edifica sobre dos factores fundamentales: 1. Concentración y gestión centralizada de excedentes producidos socialmente. El esfuerzo colectivo de las comunidades campesinas surgidas tras la «Revolución Neolítica» se halla en la base del proceso. 2. División del trabajo que desemboca en una nítida separación entre colectivos especializados: Revista de Historiografía, N.° 9, v (2/2008), pp. 4-18
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quienes producen y quienes gestionan el excedente social acumulado. Childe halló en el registro arqueológico las claves empíricas que denotaban cómo ambos factores convergieron en ciertas regiones y épocas. Además, argumentó cómo y por qué determinadas condiciones materiales (tecnológicas, ambientales) y sociales (relaciones de producción) presentes en las primeras civilizaciones llevaron consigo la transformación de las sociedades vecinas. Hacia el final de su vida, Childe publicó un breve artículo divulgativo donde se sintetizaban las características más relevantes para la definición de la Revolución Urbana (19) a partir de evidencias arqueológicas procedentes de Egipto, Mesopotamia, el valle del Indo y el área maya. El carácter concreto y sintético de esta publicación ha favorecido que su influencia en la investigación sobre los orígenes del Estado haya sido muy destacable. Las citadas diez características diagnósticas de la Revolución Urbana eran: 1. Urbanismo. Las primeras ciudades fueron asentamientos más grandes y más densamente poblados que cualquier poblado previo. 2. La ciudad como lugar donde habitan colectivos especializados, algunos de ellos desvinculados de la producción de alimentos y que obtienen su sustento de un excedente previo. 3. Concentración del excedente alimentario obtenido de la población campesina bajo la forma de impuesto o diezmo. 4. Construcción de edificios públicos monumentales, como templos, palacios, almacenes y tumbas. 5. Formación de una clase dominante compuesta por sacerdotes, líderes civiles y militares, y funcionarios, mantenidos gracias al excedente acumulado. 6. Invención de sistemas de registro (escritura, notación numérica), necesarios para realizar las tareas propias de una administración centralizada. 7. Desarrollo de las ciencias exactas y predictivas (aritmética, geometría y astronomía). 8. El arte, expresado en estilos sofisticados y distintivos, como actividad desarrollada por especialistas mantenidos también gracias al excedente social. 9. Intercambios regulares sobre largas distancias, destinados a obtener las materias primas requeridas por la industria o el culto. 10. El Estado: una organización basada en la adscripción residencial más que en el parentesco, en la que se vivía el conflicto entre las clases dominantes que controlaban el excedente y las clases productoras que quedaban al margen del disfrute de los beneficios de la Civilización. No creemos que la intención de Childe fuese ofrecer una lista cerrada de rasgos que debiera cumplir toda Civilización para ser reconocida arqueológicamente como tal. Revista de Historiografía, N.° 9, v (2/2008), pp. 4-18
Pese a ello, este proceder metodológico ha acompañado con frecuencia a las influyentes propuestas de la «Nueva Arqueología» o arqueología procesual, surgida en el ámbito académico anglosajón a partir de la década de los sesenta y que ha considerado prioritario el problema del desarrollo de las desigualdades socio-políticas y la formación del Estado (20). La arqueología procesual realizó una crítica profunda a los planteamientos de la arqueología históricocultural, dominante hasta entonces al margen de las contribuciones de Childe, para quien las civilizaciones fueron y son una clase especial de culturas (21) en las que el espíritu de las gentes dio un salto cualitativo en la conceptualización humana de la vida en común. Desde la óptica procesual, considerar las civilizaciones como logros geniales del pensamiento humano imposibilita cualquier investigación que tienda a «explicar» objetivamente su aparición. Para ello, es necesario dotar a la arqueología de instrumentos capaces de describir analíticamente la realidad bajo estudio para, luego, darle significado en términos sociales (en el caso del Estado, políticos). La investigación del proceso que condujo a la formación de los primeros Estados fue abordado desde la noción de «complejidad social» (22), que designa tanto una trayectoria de desarrollo como, a la vez, los estadios más avanzados de dicha trayectoria. En el plano de la organización política, los Estados exhiben la máxima complejidad por cuanto se caracterizan por un liderazgo altamente institucionalizado, jerarquizado y centralizado. De lo que se trataría entonces es de trazar el recorrido que condujo a esta situación a partir de sociedades inicialmente «simples». Para pautar este recorrido, la arqueología recurrió a las tipologías de evolución sociopolítica elaboradas por la antropología neoevolucionista. Tomando como criterio rector la institucionalización y centralización del liderazgo político, y como horizonte de trabajo los grupos documentados por la etnografía, se establecía una gradación desde aquellas sociedades en las que ambos aspectos resultaban efímeros y poco marcados, hasta aquéllas en las que adquirían un carácter rígido y acusado. Como vimos anteriormente, autores como Service (bandas, tribus, jefaturas y estados) o Fried (sociedades igualitarias, jerarquizadas, estratificadas y estatales) habían propuesto una serie de categorías que pretendían abarcar y clasificar toda la variabilidad humana. A cada una de estas categorías se asociaba, no sólo el grado de formalización del liderazgo, sino las características asociadas en los campos de la tecnología, el parentesco, la demografía, el ritual, etc. La tarea que se planteó entonces a la arqueología fue identificar aquellos tipos socio-políticos en el registro material. Y es que en arqueología no desenterramos instituciones ni unidades políticas, sino objetos materiales. Afirmar la existencia en el pasado de cualquiera de aquellos tipos requiere aplicar un método de investigación que vincule los restos materiales con la organización social en la que un día tuvieron sentido. De ahí que la arqueología procesual trabajase en la confección de listas de elementos diagnósticos que serían propios de cada estadio de evolución sociopolí-
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tico. Una vez con este listado, la identificación en el registro arqueológico de un número suficiente de éstos justificaba la cualificación de los restos analizados como resultantes de una sociedad más o menos compleja. Esta metodología de «encuesta y cotejo» propicia que investigación arqueológica se equipare, en primera instancia, a clasificación. Una vez clasificados en uno u otro nivel de complejidad sociopolitica, los restos materiales reciben la correspondiente interpretación de contenido social, político, económico e ideológico elaborada principalmente desde la antropología. Pese a que la arqueología procesual ha potenciado múltiples líneas de análisis y cuenta en su haber un innegable esfuerzo por sistematizar la práctica arqueológica, la metodología inferencial descrita no rescata a la arqueología de su lugar marginal en la producción de conocimiento. Identificar para clasificar y «arrastrar» lo supuestamente ya sabido por la antropología conduce a no saber sobre el pasado más de lo que una parte de la comunidad académica cree saber sobre el presente etnohistórico. Adjudica al pasado lecturas ideadas desde otros datos, para otros tiempos y, además, realizadas en virtud de razonamientos a menudo implícitos y de asignaciones cuando menos mecánicas: ¿por qué la escritura debe ser tomada como metonimia inequívoca de la Civilización y del Estado? ¿Por qué tiene que ser síntoma inequívoco del poder y de la desigualdad? ¿Acaso la explotación y la coerción exigen constancia por escrito? Y, a la inversa ¿por qué la escritura no puede ser usada para consignar un reparto equitativo de los bienes que inhiba toda explotación? El proceder metodológico de encuesta-cotejo-interpretación también ha sido adoptado por buena parte de las propuestas críticas englobadas en las arqueologías postprocesuales o postmodernas, con la salvedad de que el signo de las interpretaciones finales recurre a referentes de la literatura antropológica o sociológica distintos del neoevolucionismo. ¿Hay caminos alternativos a este proceder? Seguramente, aunque queda mucho por explorar. Las nuevas vías de conocimiento deben trabajar con instrumentos conceptuales que no predeterminen el resultado de la investigación empírica. En diversas publicaciones (23), hemos planteado una estrategia de investigación relacional inspirada en los textos de Marx. Señalamos que el Estado salvaguarda mediante el uso de la fuerza (coercitivamente) las relaciones de explotación económica entre clases, y que surge en el momento y en el lugar en que el antagonismo derivado de dichas relaciones sobrepasa un límite. Sin embargo, la definición propuesta no exige como prerrequisito que los primeros Estados hayan tenido que surgir en los escenarios reconocidos como «prístinos», ni que cualquier forma de explotación suponga necesariamente la existencia de un Estado ni, desde luego, que la explotación sea inherente a las sociedades. Constituye una guía con la que formular preguntas para las que todavía no tenemos respuesta antes de abordar la investigación empírica. Adoptar esta actitud conlleva una serie de
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efectos en el plano metodológico que, a la fuerza, deben ser distintos a los del planteamiento de encuesta y cotejo. A diferencia de una metodología basada en la identificación de elementos diagnósticos, sugerimos que la investigación debe orientarse a comprobar en el registro arqueológico las relaciones designadas por las categorías clave que definen el hecho estatal, como «explotación económica», «clases sociales» y «fuerza coercitiva» que, a su vez, se apoyan en otras como «plusvalía», «excedente» y «propiedad». Todas estas categorías deben utilizarse como herramientas para interrogar a la materialidad social que estudia la arqueología, nunca para que suplanten sus respuestas en nuestro nombre. Hay que subrayar que lo común a todas las categorías mencionadas es que refieren realidades de carácter relacional. En consecuencia, los interrogantes que plantean no pueden recibir respuesta mediante un único elemento empírico o tipo de vestigio material (llámeseles «escritura», «trono» o «pirámide»), sino que requerirán la identificación previa de los agentes o términos en relación y, posteriormente, la propuesta argumentada del sentido de la misma. La «explotación económica» es sin duda la categoría central, la condición necesaria para el surgimiento del Estado, aunque no condición suficiente para su manifestación. Determinar si una sociedad alimentó formas de explotación y, en caso afirmativo, delimitar su alcance obliga a la investigación arqueológica a inquirir, en primer lugar, sobre cómo se articuló en lo concreto el ciclo de producción, distribución y consumo, y a descubrir el grado de extensión alcanzado por la división de tareas y la división social de la producción: qué sujetos y objetos produce una sociedad, cómo y dónde; cómo se distribuyen objetos y sujetos y con qué inmediatez; quiénes consumen lo producido, en qué medida y dónde. Responder estas cuestiones implica atender el lugar de las prácticas sociales en su manifestación y actividad concreta (24). La materialidad de cada yacimiento arqueológico, parcelada en las distintas áreas de actividad identificadas en espacios estructurales, es capaz de proporcionar las respuestas precisas (producción de x en los espacios a y b con los medios c y d; almacenamiento de x¡ en el espacio e: consumo de x2 en el espacio z. • •)• La existencia de relaciones de explotación podrá proponerse si se constatan disimetrías materiales relevantes y duraderas entre dos o más colectivos. Tales disimetrías se aprecian cuando sus respectivas contribuciones a la producción social guardan una relación inversa con el beneficio de los productos obtenidos de ella, cualitativa y/o cuantitativamente. Un colectivo «A» explota a otro colectivo «B», formados ambos por individuos de los dos sexos y clases de edad equiparables, cuando «A» consume lo que produce «B» por encima de lo que «A» aporta para el consumo de «B». Este consumo sin contrapartidas debe traducirse en diferencias relevantes en las condiciones materiales de vida de unos y otros. Si ello se da, cabe referirse a cada grupo usando el término «clase social». Aquéllo que es consumido de forma diferencial por la clase privilegiada recibe el nombre de «excedente», en último término «trabajo enajeRevista de Historiografía, N.° 9, v (2/2008), pp. 4-18
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nado», apropiado mediante mecanismos de plusvalía y, en consecuencia, denotador de relaciones de «propiedad». La arqueología, al trabajar con frecuencia sobre contextos de amortización o consumo, en especial aquéllos de carácter funerario, tiende a observar disimetrías justamente en el plano consuntivo (obviamente, si las hubiere). A partir de ahí, resulta lícito plantear la hipótesis de que las disimetrías observadas en el consumo corresponden a otras en la producción. Sin embargo, que sea lícito no quiere decir que sea cierto. Por tanto, tales hipótesis deben considerarse acicates para orientar el futuro de las pesquisas hacia los ámbitos productivos, con el fin de contrastarlas afirmativa o negativamente. Por otro lado, no toda relación de explotación económica que seamos capaces de proponer presupone o conlleva una estructura de Estado, ya que pueden haber situaciones de disimetría económica cuyo alcance no suponga una tensión permanente entre los grupos implicados. La explotación es condición necesaria y suficiente de la estatalidad sólo cuando alcanza un cierto grado y redunda en él hasta institucionarlo como propio y natural de lo social que dice constituir. Ese umbral no es visible estrictamente en las relaciones económicas de explotación, sino en la nueva división social a la que da lugar: la que ocupará a quienes se ocuparán de salvaguardar las relaciones de explotación económica mediante el ejercicio de la violencia física. Los cauces metodológicos que hemos apuntado plantean una aproximación relacional entre los conjuntos de evidencias que conforman el registro arqueológico. No se trata ya de cotejar hallazgos individuales con una lista de rasgos representativos de una estatalidad estándar. En primer lugar, supone trabajar sobre una documentación arqueológica razonablemente completa y abundante referida a contextos estructurados de distinto orden. Las áreas de actividad identificadas en ellos justificarán la caracterización de unidades sociales, y proporcionarán la medida de su implicación en los momentos de la producción social. A continuación, habrá que sopesar la contribución de cada grupo en la producción en su conjunto y, al tiempo, el reparto de los productos de cara al consumo. Será entonces cuando estaremos en condiciones de descubrir el funcionamiento o no de relaciones de explotación económica. TEORÍAS SOBRE EL ESTADO: COMPONENTES Y CONTINUIDADES
No cabe duda que un hilo tenue, aunque poderoso, salva cualquier discontinuidad que pretenda aislar el pasado de nuestro quehacer cotidiano. Una mirada atenta a nuestro alrededor nos percata del pasado vivo que define nuestras condiciones materiales, sin las cuales nuestra reflexión ni siquiera sería posible (25), una reflexión producto y/o fragua de la historia del pensamiento occidental sobre el Estado. Con ese hilo va tejiéndose el devenir social, desde lo colectivo hasta lo individual, que un exceso de control público o la miopía particular podría aniquilar. El tiempo no distingue diferencias en esa tensión que caracteriza el Estado, pues siempre cuenta con cuatro ingredientes que se Revista de Historiografía, N.° 9, v (2/2008), pp. 4-18
yuxtaponen para cocinarlo en cualquier tiempo: relaciones sociales, individuo, moral e identidad. LAS RELACIONES SOCIALES
Afirmar que los seres humanos son animales sociales por naturaleza, es decirlo todo sin apenas explicar nada. Para Aristóteles, la persistencia y ubicuidad de la comunidad humana, en forma de la loada polis o no, hacía innecesaria cualquier consideración adicional sobre esta evidencia: «nadie se basta a sí mismo a no ser que sea una bestia o un dios», es decir, que no pertenezca al género humano. Con ello, situó el meollo de lo social en la consecución de las condiciones materiales que permiten la vida. A nuestros ojos, Aristóteles puede ser tildado de elitista y machista, pero al menos no perdió de vista que el disfrute de los derechos políticos y, en su caso, el ejercicio del gobierno remitían a una realidad material y relacional, y no única o primariamente a la condición moral de algunos individuos. Los ciudadanos podían obrar como tales porque eran mantenidos por quienes vivían en la polis sin ser ciudadanos. Los ciudadanos pertenecían a una comunidad empírica, física y plasmada en la ciudad, su entorno rural y sus bienes muebles e inmuebles, de la que sólo eran distinguidos aquéllos dotados del arte de gobernar, o sea, aquéllos capaces de beneficiar a ese colectivo restringido. El ciudadano de la antigüedad adquiría y disfrutaba de ese estatuto porque sus propiedades (tierras, mujeres, esclavos) le garantizaban el ocio necesario para llevar una vida virtuosa. Se agradece la transparencia: el Estado es la obra conjunta de los propietarios ociosos para poder seguir siéndolo; en ello consistía su auténtica felicidad. Con el paso de los siglos, esta idea clásica fue alterando su base empírica y haciéndose cada vez más «formal» hasta confundir libertad de acción con libertad de pensamiento, y desoír que el pensamiento también puede ilustrarse en la alienación. Así se llega a la conclusión de que una comunidad de voluntades salvaguarda un contrato para el bien común, la formalidad por excelencia. Frente a las conciencias idealistas, defensoras de cualquier status quo del control de beneficio social y político en unas determinadas manos, se sitúa Marx y, después, una parte de la tradición marxista, que retoman la realidad aristotélica, la afrontan y la explicitan huyendo de cualquier doble moral. Resaltan la importancia del sustento material de la vida social y proponen la «producción» como concepto primigenio y central de cualquier sociedad. La producción de las condiciones materiales para la vida, esto es, los hombres, las mujeres y toda clase de artefactos, alimentos y demás materias primas, es el primer hecho social, cotidiano e insoslayable para cualquier colectivo humano. La producción tiene lugar en situaciones físicas concretas que involucran objetos y sujetos sociales; contextos que, por exigencias de la división de la producción, irán diversificándose históricamente; contextos donde los grupos humanos fraguarán diferencias que, a veces, desembocarán en conflictos al instituirse las relaciones de propiedad y la explotación económica. El pensamiento también se produce fuera
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de esos parámetros, donde no se olvida su génesis material y desenmascara dioses y espíritus patrios, así como al individuo soberano y autónomo. EL INDIVIDUO
El concepto «individuo» domina el pensamiento político de raíz liberal-burguesa: punto de partida de lo que se dará en llamar «sociedad», una entidad artificial que no apareció hasta que él (ellos) decidieron crearla, y punto de llegada, porque el único sentido del artificio social es servirle, colmar sus necesidades, aspiraciones, deseos o intereses. La imagen de este «individuo» puede rastrearse en Maquiavelo en su versión propiamente moderna. A partir de los iusnaturalistas de los siglos XVII y XVIII, ocupó el lugar central que en la actualidad se le concede. Antes, el pensamiento grecolatino había gravitado en torno a la comunidad política, para cuya felicidad y bienestar filósofos como Platón y Aristóteles reclamaban ciudadanos virtuosos, ya sea en el arte de gobernar, ya sea en la templanza de ser gobernados. Más tarde, el cristianismo reconoció el ámbito individual como alma dotada de una libertad sólo supeditada a la Providencia divina y a los gobernantes escogidos para conducir la comunidad de creyentes por el recto camino hacia la Salvación eterna. A diferencia de las tradiciones griega y cristiana, y, en buena medida, de los idealismos contemporáneos vinculados con la filosofía hegeliana y con el romanticismo nacionalista, el pensamiento liberal moderno comenzó a tejer una concepción del individuo autónomo como realidad primera, y principal, del mundo que luego cabrá llamar «social», cuando reconocemos como «sociedad» el resultado de la voluntad coincidente de muchos que buscaban soluciones a sus males o satisfacciones para sus intereses privados. Desde esta perspectiva, la fundación de la sociedad supuso, al mismo tiempo, la instauración de la ley y de su garante supremo, el Estado. En los últimos tiempos, el papel del individuo como ente vertebrador del mundo social se ha intensificado todavía más. Actualmente, el individuo ilustrado, con la razón al servicio de sus intereses particulares, ha dado paso a su aparente contrario: el individuo irracional, aquél que no tiene que justificar sus acciones en virtud de planes, condiciones o acuerdos, sino que se abandona a los impulsos de sus sentimientos, emociones o deseos. El individuo contemporáneo, según esta imagen ultraliberal (o, mejor, ultraliberada), sueña ya con dejar de rendir cuentas al Estado para no hacerlo más que a sus estados de ánimo. En estas últimas décadas de terceras vías y posmodernismos, asistimos a la entrada en escena del individuo en su estado más puro: como subjetividad actuante, como sujeto agente, aunque de acciones y reacciones insospechadas. Mediante oportunas citas a teóricos de la sociología como Pierre Bourdieu y Anthony Giddens, el sujeto reaparece como un ente menos suficiente que en el pensamiento moderno, actor a menudo mal informado de su entorno, imperfecto y fallón en sus decisiones y acciones e incluso ignorante de las consecuencias, a veces inesperadas, que éstas puedan
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tener, pero, de nuevo, omnipresente, motivado y creador de relaciones y de estructuras sociales. Sin embargo, subsiste la misma ontología característicamente moderna, según la cual el «Yo» es el prerrequisito para la instauración de cualquier «Nosotros». Para el Poder político, este individuo es alimento preferente: o lo abduce como aliado interesado, o lo utiliza en su silencio ignorante o, simplemente, lo aplasta. MORAL E IDENTIDAD
En las concepciones políticas idealistas, moral e identidad son términos complementarios que apuntan a una misma Idea. Los preceptos de lo que debamos ser (moral) dirigen en cierta manera la conducta y el pensamiento de los individuos; hagan lo que hagan, su pensamiento no se distraerá de un universo de mandamientos en forma de aparentes derechos y seguras obligaciones. Estos mandamientos dictaminarán lo que es correcto o no y cuestionarán desde ahí lo que sea adecuado o no, forjando culpables o inocentes. La identidad propia, fraguada en la neblina de la conciencia individual, y la identidad ex-propiada (sentido de pertenencia a una nación, un pueblo, una casta, estamento, etc.) participan de un mismo un cuerpo ético que sanciona si merecemos pertenecer a ese grupo elegido por no se sabe quién (un grupo con una firme tradición, es decir, abandonado a su propia alienación) o, en caso contrario, nos movemos, si se nos permite la vida, en las filas de los excéntricos, periféricos, sin papeles, subversivos o prescindibles, según sea el rigor de quienes se proclaman depositarios de la Idea del Bien común, un sentido común que no es más que el único sentido de lo que se considere el Bien. Como uno de nosotros ha sugerido (26), el deber ser que pretende la moral cuestiona, ante todo, el propio ser, en cuanto que se pronuncia frente a él y lo alecciona a seguir por la senda determinada de lo que se considera correcto y bueno. El deber ser «identitario» obliga a moverse en una dirección, precisamente aquélla que se pretende constitutiva del ser mismo. Propugnar por el carácter autónomo de la ética del sujeto que reclama una moral íntima, interiorista y apriorística, al modo de Kant en su «Crítica de la razón práctica», o situarse del lado de los que defienden un moralismo propio de determinismos socio-ambientales, no nos aleja de un mismo ámbito idealista, donde el binomio pensamientoconciencia constituye el motor de las obras humanas. Podríamos encontrar numerosos ejemplos de esta tradición idealista. Así, en la consideración del Bien (Platón) o de la Salvación de las almas (cristianismo) como principio rector de las acciones de los gobernantes; en la afirmación de que la conformidad respecto a las normas de un Estado constituye el máximo deber ético-racional por parte de sus miembros (Hegel); en la doctrina que considera que pertenecer a un Estado constituye una profunda aspiración de los sentimientos vernáculos o la mejor expresión de la reafirmación de los mismos (nacionalismo); también, por último, en las formulaciones que enuncian que los sistemas sociales manifiestan una tendencia intrínseca al equilibrio Revista de Historiografía, N.° 9, v (2/2008), pp. 4-18
Teorías sobre el Estado: una síntesis historiográfica
(homeostasis) y a la búsqueda de la adaptación al medio ecológico (ecología cultural). Ahora bien, si la Idea, en singular, ha inspirado a lo largo de la historia occidental estas y otras grandes doctrinas, la situación es algo diferente hoy en día gracias a la entrada en escena de la «pluralidad de ideas». Es aquí donde tal vez se mueven mejor los enfoques contemporáneos de las ciencias sociales que giran en torno a las diferentes «identidades», ya que, de hecho, se concibe la condición humana como un particular juego de identidades en relación. En virtud de esta concepción plural, la vida social no quedaría adecuadamente descrita mediante la imagen de una única Idea que orienta o planea sobre un colectivo unido, sino más bien mediante la de múltiples colectivos que abanderan ideas propias; colectivos que, al perseguir su realización o afirmación particular, se enzarzan a menudo en luchas por el poder y la hegemonía. Sería habitual hallar en una sociedad numerosas identidades, a veces contradictorias e incluso efímeras, cada una de las cuales vindicaría principios étnicos, religiosos, nacionalistas, de género, edad, clase, estamento, etc. Es por ello que, en lugar de ideas, suele hablarse más de ideologías sensu lato, definidas como ideas interesadas, parciales, o, en rigor, prejuicios, de los que es imposible sustraerse. Desaparece, pues, toda pretensión de universalidad, que es sustituida por una noción mucho más local y consignable: el éxito, la preeminencia social de uno u otro grupo de identidad. Todos estos planteamientos, clásicos o contemporáneos, atienden más a lo que las gentes piensan que a lo que hacen y en parte se alinean con los materialismos mecanicistas que atienden más a qué se hace y con qué medios (tecnología), que a cómo se organiza la disposición y el beneficio social de medios y productos. Se suele obviar en la actualidad que el proceso ontológico de las ideas parte de una relación material productiva que se diversifica al compás de la división social de la producción y que, en las sociedades clasistas, las ideas o, en concreto, las ideologías dominantes, acaban siendo elaboradas, inculcadas y administradas por quienes también ostentan la propiedad de las restantes condiciones materiales para la producción social. Sin embargo, dado que tales condiciones no son ni se reparten homogénea-
mente, existen permanentemente espacios para la gestación de nuevas ideas, algunas de las cuales se erigirán en ideologías combativas contra las representaciones hegemónicas. Desgraciadamente, los grupos de identidad se forman y consolidan a partir de afecciones producto de la interpretación de un efecto material; es decir, consecuencia del afecto del efecto. Lo que conocemos como identidad pertenece al mundo de los sentimientos y, por eso, parece que impulsa interiormente a los individuos hacia unos comportamientos y no otros. Se trata de sentimientos vinculantes que corporativizan e igualan a quienes consideramos nuestros comunes, al tiempo que nos distinguen de otros colectivos. Tales sentimientos alimentados pueden cambiar si las situaciones que los originaron así lo hacen o, incluso, ser renuentes a esos cambios, al menos por un tiempo. Estas posibilidades de sentirse decisivo individualmente, unidas a la capacidad de obrar, contribuyen a crear el aire de libertad que se le concede a la voluntad. Los estados contemporáneos, como cualquiera otro en la historia de la humanidad, funcionan para garantizar e incrementar el beneficio y los privilegios de los propietarios de los medios con los que se produce la vida social. En cualquier caso, es (todavía) exagerado describir la situación actual con la imagen de un «Gran Hermano», capaz de controlar todos los hilos de las relaciones sociales en una única dirección. Los miembros de la clase propietaria sólo se comportan «fraternalmente» entre sí cuando deben defender sus intereses privados con la fuerza de la unión de clase (ecos de Aristóteles y Locke). En otro caso, batallan constantemente entre sí provocando guerras locales y mundiales (ecos de Maquiavelo y Hobbes). Estos «grandes hermanos», aun siendo poderosos, no son omnipotentes. Y ello, porque la vida social se produce cada día, porque al empezar el día está todo por hacer, y esta obra no la pueden hacer solos. Felizmente, toda situación social procura pliegues, trincheras y escondites donde la razón social se rearma y recapacita. Puede ser que propuestas políticas que hoy día nos parecen utópicas se manifiesten adecuadas al paso del descalabro de los resortes de dominio tradicionales. Sin duda, una gran noticia para los modelos de vida alternativos.
J.-J. Rousseau, El contrato social, Aguilar, Madrid 1973 [1762], y Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigucddad entre los hombres, Alianza, Madrid 1980 [1755]. Y Lull y R. Mico, Arqueología del origen del Estado: las teorías, Bellaterra, Barcelona 2007. En este trabajo pueden hallarse ampliamente (7) Para el tratamiento del Estado, véase en especial G. W E Hegel, Fundesarrollados buena parte de los argumentos expuestos aquí. damentos de lafilosofíadel derecho, Ediciones Libertarias/Prodhufi, Madrid 1993 [1821]. Véanse fundamentalmente al respecto: Platón, La República o el Estado, Espasa-Calpe. Madrid 1973; Platón, El Político, Centro de Estu(8) Véase especialmente L. H. Morgan, La sociedad primitiva, Ayuso, Madios Constitucionales, Madrid 1994; Aristóteles, Política, Instituto de drid 1975 [1877]. Estudios Políticos, Madrid 1970. (9) Pueden consultarse M. Fried, The Evolution of Political Society. An Essay in Political Anthropology, Random House, Nueva York 1967; E. Véase Tomás de Aquino, La Monarquía, Tecnos. Madrid 1995 [1265Service, Primiíive Social Organizaron: An Evolutionary Perspectiva Ran1267], dom House, Nueva York 1962 y Los orígenes del Estado y de la civiliN. Maquiavelo, Eí Principe, Cátedra, Madrid 2003 [1513], zación. El proceso de la evolución cultural. Alianza Universidad, Madrid T. Hobbes, Del ciudadano y Leviatán, Tecnos, Madrid 1991 [1651]. 1984 [1975]. J. Locke, Ensayo sobre el gobierno civil, Alianza, Madrid 2002 [1690].
NOTAS (1)
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(3) (4) (5) (6)
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Vicente Lull y Rafael Mico (10) Entre los primeros, véase en especial K. Marx, Crítica de la Filosofia del Estado de Hegel, Biblioteca Nueva, Madrid 2002 |1843]. El cambio en el enfoque a que hacemos referencia se detecta en K. Marx, Manuscritos: Economía y Filosofía. Alianza, Madrid 1985 [1844]. (11) K. Marx y E Engels, La Ideología Alemana, Pueblos Unidos-Grijalbo 1974 (1846] y K. Marx, Líneas fundamentales de la crítica de la econo- (21) mía política (Grundrisse), Grijalbo, México 1977. (12) K. Marx, «Glosas marginales al Programa del Partido Obrero Alemán», en K Marx y E Engels. Obras escogidas. Vol. ¡II, Progreso, Moscú 1974 11875], pp. 9-27. (13) E Engels, El origen de la familia, ¡a propiedad privada y el Estado, Edito- (22) rial de Ciencias Sociales, La Habana 1975 [1884], (14) V I. Lenin, E¡ Estado y la revolución, Anagrama, Barcelona, 1976 (23) [1917]. (15) V G. Childe, Los orígenes de la civilización, Fondo de Cultura Económica, México 1954 [1936], y Qué sucedió en la historia, La Pléyade, Buenos Aires 1973 [1942]. (16) R Clastres, La société contre l'État. Les Éditions de Minuit, París 1974. (17) Véase, en especial, M. Bakunin, Escritos de filosofía polílica, Alianza, Madrid 1978. (18) The Most Ancient East (1928), obra reeditada en 1934 con el título de New Light on the Most Ancient East y traducida al castellano como Nacimiento de las civilizaciones orientales, Planeta-De Agostini, Barcelona (24) 1986. Véanse también Man Mdkes Himself (1936), traducida como Los orígenes de la civilización, Fondo de Cultura Económica, México 1954, y What Happened in History (1942), traducida como Qué sucedió en la historia, La Pléyade, Buenos Aires 1973. (25) (19) V G. Childe: «The Urban Revolution», en Town Planning Review, vol. 21, n." 1, 1950, pp. 3-17. (26) (20) Entre algunas obras clásicas de este enfoque figuran: R. Me Adams, The Evolutíon of Urban Society. Early Mesopotamia and Prehispanic
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México, Aldine, Chicago 1966; C. Renfrew, The Emergence of Cfvilisation: The Cyclades and the Aegean in The Third Millennium BC, Methuen, Londres 1972; Ch. L. Redirían, Los orígenes de la civilización. Desde los primeros agricultores hasta la sociedad urbana en el Próximo Oriente. Crítica, Barcelona 1990. Véanse al respecto S. Piggott, (1992), «Introducción. El mundo forjado por el hombre», en S. Piggott, S. (coord.), El despertar de la civilización, Labor, Barcelona, pp. 11-15 (original Thames & Hudson. Londres, 1961) y G. Daniel, The First Civüizaíions, Thames & Hudson, Londres 1968. K. Flannery, La evolución cultural de las civilizaciones, Anagrama, Barcelona 1975. Véanse V Lull, V y R. Risch: «El Estado Argárico», en Verdolay, n° 7, 1995 pp. 97-109; R V Castro, R. W Chapman, S. Gili, V Lull, R. Mico, C. Rihuete, R. Risch, y M" E. Sanahuja Yll, Proyecto Gatas 2. La dinámica arqueoecológica de la ocupación prehistórica, Monografías Arqueológicas. Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, Sevilla 1999; P V Castro, S. Gili, V Lull, R. Mico, C. Rihuete, R. Risch, y Ma E. Sanahuja Yll: «Teoría de la producción de la vida social. Un análisis de los mecanismos de explotación en el Sudeste ibérico (c. 3000-1550 cal ANE)», en Asíigi Vetus, n° 1, 2001, pp. 13-54; V Lull y R. Mico, Arqueología del origen del Estado: las teorías, Bellaterra, Barcelona 2007. P V Castro, R. W Chapman, S. Gilí, V Lull, R. Mico, C. Rihuete, R. Risch, y M" E. Sanahuja Yll: «Teoría de las prácticas sociales», Complutum Extra, 6. Homenaje a Manuel Fernández-Miranda, vol. II, 1996, pp. 35-48. V Lull, Los objetos distinguidos. La arqueología como excusa, Bellaterra, Barcelona 2007. V Lull, «Ética y Moral. Política y (di)sentimiento», Jornadas Marx en el Siglo XXI. Universidad de La Rioja, Logroño 12-14 de diciembre de 2007 (publicación en preparación).
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