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Siu Kam Wen: Mi Aventura con el Español

Mi aventura con el

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Español

Con motivo de los 170 años de la Inmigración china al Perú, el escritor chino Siu Kam Wen narra las dificultades que como inmigrante tuvo que superar para aprender el idioma de Cervantes.

Escribe Siu Kam Wen

Una de las necesidades más apremiantes de un nuevo inmigrante chino en el Perú, ya sea el culí de antaño o el empresario de hoy, es aprender el lenguaje más usado del país: el castellano o español. La empresa planteará especiales retos para él, ya que no podrá gozar, como lo haría un inmigrante italiano, catalán, alemán o de cualquier otra nacionalidad europea, de la ventaja de hablar ya una lengua romance o germánica antes de dejar su país de origen. Por el contrario, las diferencias son abismales, y algunas de las dificultades, insuperables. Los inmigrantes chinos del Perú hablan principalmente el cantonés o una de sus variantes, y ni el uno ni la otra guardan con el español alguna similitud que hubiera facilitado el aprendizaje de este último para los recién llegados.

El escollo más obvio e inmediato es la pronunciación, y el persistente fracaso de los inmigrantes chinos en superar ese escollo los ha hecho el blanco favorito de las bromas raciales. A diferencia del hablante del mandarín, que no tiene ningún problema con las consonantes /r/, /rr/ o /s/, el hablante del cantonés no puede distinguir la /r/ de la /l/

y, por ende, tampoco pronunciar la primera correctamente.

Sin embargo, las dificultades de pronunciación que padece el inmigrante chino palidecen al lado de las de sintaxis, es decir, cuando debe coordinar y unir las palabras para formar las oraciones y expresar conceptos. Básicamente, esas dificultades son el resultado de que, en su lenguaje de origen, faltan muchos de los accidentes gramaticales que son dados por sentados, en cambio, en el idioma español. Las dos más importantes de esas faltas son:

El sonido que más me vejaba era la doble erre, como en "rata" o "reto". Mis sucesivas maestras me habían indicado que para pronunciarlo era necesario hacer vibrar la punta de la lengua, pero como un grillo con las patas enlodadas, aquella se rehusó tercamente a despegar

1) El idioma chino no tiene lo que los hablantes del español conocemos como los artículos, es decir, los equivalentes de “el”, “la”, “los” y “las”, ni tienen género o número los sustantivos o nombres comunes. Así, mientras que “niño” y “niña” se escriben dependiendo del sexo de su objeto, y “niño” o “niños” dependiendo de si sus objetos son uno o más de uno, en chino 兒童 se escribe igual si se refiere a un niño o a una niña, o si está refiriéndose a un niño o a varios niños. 2) En el idioma chino el verbo carece de accidentes como tiempo, persona, número y modo. Es decir, no se conjuga, sino que es el mismo para el tiempo presente, pretérito o futuro; es el mismo para un solo sujeto o varios; es el mismo si el sujeto es primera, segunda, o tercera persona; y es el mismo si está afirmando algo o sugiriendo sólo una posibilidad o condición.

Por último, debo mencionar también otro obstáculo no menos formidable, especialmente para los inmigrantes chinos que precedieron a los de mi propia generación, y es la falta de un buen diccionario español-chino. Los primeros culíes no contaron nunca con algo cercano, y los in

Varias han sido sus aventuras con un nuevo idioma. Su primera lengua fue el longduhua. Luego tuvo que aprender el cantonés, después el español y finalmente el inglés.

migrantes de las generaciones de mi abuelo y de mi padre contaron con solo un diccionario sumamente rudimentario. Este dinosaurio lexicológico había sido confeccionado por un ex diplomático de la dinastía Qing destacado en las Islas Filipinas, que eran entonces una posesión territorial de España, y se titulaba el Diccionario Filipino-Chino. En 1962, sin embargo, los jóvenes que habíamos nacido alrededor del año 1950 ya podíamos contar con una moderna y más completa compilación hecha a base del Diccionario Ruso-Chino y publicada en Beijing.

Cuando llegué a Lima en 1958, después de haber pasado toda mi corta vida en la llamada China Roja de entonces y luego en Hong Kong, tenía ocho años, una edad en la que ya no era posible adquirir en forma natural, intuitiva, cualquier otro lenguaje. Hablaba el cantonés y el longduhua, el dialecto de mi pueblo natal, y podía leer muy bien en chino, pero mi conocimiento del español era nulo. Como faltaban todavía unos meses para el comienzo del nuevo año escolar, mi padre pagó a una maestra jubilada para que me

diera mis primeras lecciones de castellano, y esa señora, a quien siempre recordaré en su ropa negra y austera de viuda, me hizo aprender el abecedario y el silabario por un mes o dos. Al año siguiente mi padre me matriculó en Sam Men, el colegio chino que funcionaba entonces en el jirón Junín del Barrio Chino. Asistía a mis clases de chino en la tarde, y

Esa señora, a quien siempre recordaré en su ropa negra y austera de viuda, me hizo aprender el abecedario y el silabario por un mes o dos. Al año siguiente mi padre me matriculó en San Men.

los cursos que llevaba correspondían al segundo año de educación primaria, pero para las clases de español, que se llevaban en la mañana, me colocaron con los pupilos de Infantil y luego con los de Transición, sentándome siempre al fondo del salón para no tapar la

vista a mis compañeros de mucha menor edad. Las lecciones consistían en el abecedario y el silabario. Descubrí, casi inmediatamente, que podía diferenciar ciertos sonidos sólo con mucha dificultad, como la /d/ y la /n/, la /r/ y la /l/, o la /b/ y la /v/, y no pudiendo diferenciarlos, se me escapaba la pronunciación correcta de esos sonidos. El sonido que más me vejaba era la doble erre, como en “rata” o “reto”. Mis sucesivas maestras me habían indicado que para pronunciarlo era necesario hacer vibrar la punta de la lengua, pero como un grillo con las patas enlodadas, aquella se rehusó tercamente a despegar hasta que, en un momento de inspiración, se me ocurrió salir a la calle cuando el ventarrón estaba levantando periódicos viejos y hojas caídas de las aceras. Me enfrenté al viento con la boca abierta, y un poco como una avioneta que se despega contra la dirección del viento, la punta de mi lengua encontró la corriente de aire que necesitaba para el “despegue”.

En 1962 el colegio chino se mudó a su nuevo local de Breña. El nuevo plantel decidió que era una

La vida no es una tómbola y El Tramo Final son las obras que más estudios académicos han provocado.

ignominia que unos muchachos de once o doce años estuviesen asistiendo a las mismas clases que los mocosos de Infantil o Transición y decidió crear una Special Section para enseñarnos en forma intensiva el castellano. El encargado de la Special, el señor John Lee, era un apuesto y joven graduado de la Universidad de Taipéi que, además del chino, hablaba también el inglés, el español y el ruso. Su primera tarea fue atacar los verbos, obligándonos a memorizar su conjugación y sus accidentes. Eso fue fácil para mí, pues era común práctica para los alumnos chinos memorizar páginas enteras de texto, algo que se conoce como 背 書. Más difícil fue para mí entender la complejidad de las conjugaciones y su uso, pues contrario a la simplicidad de los verbos chinos, que no cambian nunca, el verbo

español cambia según sus múltiples accidentes. Muchos de esos accidentes me parecían incomprensibles por su arbitrariedad y falta de lógica. Por ejemplo, si todo tiempo pasado es pasado, ¿cómo explicar que haya un pretérito perfecto y un pretérito imperfecto? ¿Y qué significa ser pluscuamperfecto, es decir, más que perfecto?

Durante las vacaciones de medio año de 1964, mi padre se enfermó y hube de abandonar mis estudios escolares y reemplazarlo en sus labores en la tienda. Y así se acabó la parte formal de mi aprendizaje del español. Dos años antes, sin embargo, había anticipado ya este desafortunado evento: había decidido ser más proactivo y había comenzado a traducir textos breves del español al chino como una forma de enriquecer mi incipiente vocabu

lario. Ahora, después de renunciar al colegio, esto se convirtió en mi único método de aprendizaje. Era una tarea monótona y árida, consistente en consultar el diccionario constante y repetidamente por una hora y media, y lo peor de todo era que podía hacerlo solo después del almuerzo. Cuando el calor arreciaba, el impulso era abandonar el esfuerzo y tomarme una siesta.

Después de trabajar así por un año y llegar a completar la traducción de un drama de cuatro actos, había adquirido el léxico necesario como para leer una novela entera sin recurrir a mi fiel diccionario, y el enfoque de mi aprendizaje se trasladó al aspecto sintáctico del español. Invertí el proceso que estaba haciendo y procedí a traducir poemas clásicos chinos al castellano. Al mismo

Los inmigrantes chinos del Perú hablan principalmente el cantonés o una de sus variantes, y ni el uno ni la otra guarda con el español alguna similitud.

tiempo, me puse también a escribir un ensayo de la extensión de un libro que, treinta años más tarde, volví a escribir en inglés y publicar con el título de Deconstructing Art. Llegué a completar la traducción de unos 20 poemas chinos, y esa recopilación fue publicada eventualmente en la revista Kuntur, de la Asesoría Cultural de la Presidencia de la República.

Este esfuerzo solitario, sin maestros, de aprendizaje continuó por unos tres años. En 1968, a la ya tardía edad de 18, reanudé mis estudios secundarios, esta vez en la nocturna de un colegio nacional. Para entonces, había adquirido soltura en el manejo del español, más el escrito que el hablado, y era siempre el mejor alumno de las clases de Castellano y de Literatura.

Hablando de la importancia de la escritura en Race, Writing, and Difference, el escritor norteamericano Henry Louis Gates dice:

FOTO: CRISTINA ALCALDE

Toda su obra está escrita en español y casi todos sus libros tratan sobre Perú. A los 11 años, sin maestros, y solo consultando el diccionario, se dedicó a hacer traducciones del español al chino, para enriquecer su vocabulario.

“Sin la escritura, no es posible que existan muestras repetibles del funcionamiento de la razón, de la mente. Sin la mente, no es posible que exista la historia. Y sin la historia, la humanidad no existe”. Él pudo haber estado hablando de cualquier lenguaje. Y cuando el inmigrante chino no logra expresarse bien con el español, se corre el riesgo de que su imperfección lingüística sea interpretada como una deficiencia intelectual y, así, convertirlo en el objeto del desprecio de la gente local.

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