Una docena de panadero - David Lagmanovich

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David Lagmanovich Una docena de panadero


A Baker’s Dozen — para Fernando Valls, 21 oct. 2009

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INDICE

INTRODUCCIÓN.................................................................................................... 4 ALFABETO.............................................................................................................. 5 CONOCIDO............................................................................................................. 6 DÍA DEL PADRE..................................................................................................... 7 DILUVIO ................................................................................................................. 8 EL DOBLE ............................................................................................................... 9 EL TONTO .............................................................................................................10 EL TRANVÍA ..........................................................................................................11 MUROS....................................................................................................................12 NEGATIVA.............................................................................................................13 NUNCA TUVO NOVIO .........................................................................................14 ONE WAY...............................................................................................................15 PALABRAS..............................................................................................................16 VIDA VEGETARIANA...........................................................................................17

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INTRODUCCIÓN

En la cultura anglosajona, una “docena del panadero”, conocida también como docena larga, se refiere a 13 unidades de algo, una más que una docena corriente. La expresión tiene sus orígenes en el siglo XII en Inglaterra (mencionado en inglés: "baker's dozen"). La referencia más antigua a esta expresión proviene del inglés del siglo XIII durante los estatutos, decretados por el rey Enrique III (r. 1216-1272), denominado Assisa panis et cervisiæ. Los panaderos o elaboradores de cerveza que daban sus medidas por debajo de lo estipulado a sus clientes podían ser sometidos, mediante este decreto, a severos castigos. Para prevenir el error de ser tomado como tramposo y evitar perder una mano en ejecución pública, los panaderos asignaban al público en general 13 panes por el precio de 12, denominándolo como docena. Uno de los razonamientos más comunes durante la época era que al incluir 13 unidades en lugar de 12, intentaban prevenir "quedarse cortos" y que al poner 13 se previniera que no llegaran 12, debido a múltiples causas como: mal estado de una pieza, que fuera comida o quemada, etc. de esta forma se minimizaba el error mal interpretado. La práctica de esta cantidad, tan usual en aquellos tiempos puede verse documentada en la asociación de panaderos de Londres, la Worshipful Company of Bakers. Aunque ya no existe el temor medieval de los panaderos, la docena del panadero se mantiene en el mundo anglosajón en empaques de galletas y otros productos panificados. Esto responde a que el apilamiento de 13 unidades soluciona problemas de empaquetamiento. [Fuente: Wikipedia]

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ALFABETO

Desde que lo conocí —hace ya tantos años— el alfabeto se me apareció como un desfile de soldaditos, listos para empuñar sus armas contra mí. Sobre todo cuando se trataba de un alfabeto compuesto en letras mayúsculas: la A con su pretensión de cúspide, la B y sus redondeces engañadoras, la C y la G como bocas siempre dispuestas a cerrarse con un rechinar de dientes. Ahora, en mi vejez, lo sigo mirando, si no con terror, al menos con desconfianza. He transitado muchos de sus caminos sin mayor contratiempo. Pero a una distancia cada vez menor se yergue la figura de la X, la marca del tesoro pero también la del crimen: la letra que me hipnotiza con su terrible ambigüedad.

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CONOCIDO

A

ése ya lo conocía de otros sueños. Pesadillas, más bien. Aparecía

sombrío, siempre hostil. Sin que me hubiera hecho daño alguno, su presencia (aun insinuada) me angustiaba. En él creía ver a un torturador. Nunca supe si tenía nombre, pero él conocía el mío y eso bastaba para despertar mi temor. Probé formas de deshacerme de él —la religión, la brujería— y siempre fallaron. Pero esta vez no fracasaré. He puesto un revólver bajo mi almohada. No es prudente manejar armas de fuego, sobre todo de noche, pero se trata de una emergencia. Cuando dispare, se verá cuánto me importa que desaparezca de mi vida. Ya estoy acostado y percibo la cercanía del sueño. Mi mano se desliza bajo la almohada; siento el placer de saber que, dentro de poco, oprimiré el gatillo que ahora acaricio. Uno de los dos desaparecerá.

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DÍA DEL PADRE

Éramos una multitud y celebrábamos el Día del Padre. Todos éramos hijos e hijas, pero no había padre alguno: los habíamos exterminado mucho antes. Fue una hermosa fiesta.

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DILUVIO

Echó la mirada a su alrededor y se mostró satisfecho ante la pulcritud de los preparativos y la disciplina de la tripulación. Sobre el techo de tablas comenzó a escucharse el repiqueteo sordo de la lluvia. —Después de mí, el Diluvio —dijo solemnemente el viejo. Lamentó no poder decirlo en francés, pero el único idioma que dominaba era el arameo. —Los hombres, siempre los hombres —refunfuñó su mujer, ocupada en limpiar los herrajes de una escotilla—. El Diluvio acaba de comenzar y él no se da por enterado.

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EL DOBLE

Me aseguraron que en Amaicha del Valle vivía un hombre que era idéntico a mí: igual en edad, en estatura, en el color del pelo y de los ojos, en la piel quizá demasiado blanca que no resistía bien los rayos solares; igual en la manera de caminar, en los hábitos de sueño y hasta en la forma de relacionarse con la gente. Lo único en que diferíamos eran las ocupaciones, pero está claro que Amaicha no es un lugar demasiado propicio para tareas universitarias. “Un doble tuyo”, me dijo alguien, “que no tiene más remedio que dedicarse al cultivo de la soja y el arándano”. La situación me pareció curiosa y me hice el propósito de viajar a los valles para ver por mí mismo al presunto mellizo: “Tu idéntico, como una gota de agua a la otra”, había dicho Margarita, mi prima política. Pero lo fui dejando pasar. El otro seguramente compartía mi actitud, ya que nunca venía a la ciudad y en consecuencia no podía llegar a conocerme. Eso siguió así hasta hace muy poco. Ya era después de medianoche cuando golpearon reciamente a mi puerta; pensé entonces que quien llamaba no conocería el uso del timbre. Pregunté quién era y mi propia voz me contestó desde el otro lado de la puerta: “He venido de Amaicha para conocerte.” Sentí un miedo horrible y, en lugar de abrir, eché un cerrojo más a la puerta y corrí a asegurar las ventanas. Pero no hubo insistencia alguna; el visitante nocturno se había marchado, como en una situación similar lo habría hecho yo.

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EL TONTO

Se llamaba Mario pero los amigos del café, cuando hablábamos con él, lo llamábamos “Marito”; a sus espaldas usábamos el cariñoso mote regional de “tontulo”, o simplemente decíamos tonto. No era idiota, pero la inteligencia no le sobraba. Carente tanto de ambiciones como de capacidad, su única ilusión en la vida era el dinero. Eso nos hacía gracia y reforzaba su fama de tonto. En ese momento de la juventud, cada uno de nosotros aspiraba a algo: el cine o la medicina, la arquitectura o la vida sacerdotal. De hecho, el grupo se dispersó según esas expectativas, que llevaron a cada uno a ambientes y lugares distintos. Muy atrás, como en un sueño, quedaron las reuniones en el café, frente a la plaza principal de la ciudad. Nada supe de mis compañeros de charlas durante muchos años. Dos o tres décadas más tarde estuve de paso en el pueblo y pregunté por mis viejos compañeros de café. El arquitecto se había convertido en comerciante y del futuro religioso sólo se sabía que lo habían expulsado del seminario. El caso más interesante era el de Mario, el tonto: ahora era rector de la universidad.

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EL TRANVÍA

El tío Cosme (así lo llamaban aunque no se le conociera ningún sobrino) estaba sentado pacíficamente en un banco del parque, sobre la acera que da a la avenida. Un grupo de muchachos pasaba por el lugar, hablando a gritos y reproduciendo canciones estrepitosas. Al ver a Cosme, uno de ellos le preguntó qué estaba haciendo allí. “Esperando el tranvía”, contestó el viejo. —Pero, tío Cosme —dijo su interlocutor—. ¡Si ya no hay tranvías! Hace muchos años que los suprimieron. Quedaron los rieles, incrustados en el pavimento, pero los tranvías de su juventud desaparecieron. —No importa —dijo el tío Cosme. A lo lejos, en la dirección del cerro, se escuchaba la campana del tranvía, acercándose cada vez más.

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MUROS

Se había hecho experto en muros y murallas. En los libros de la infancia comenzó a amar la Gran Muralla China; ya adulto, su íntima ambición nunca cumplida fue conocer esa maravilla. Se emocionó en Jerusalén frente al Muro de los Lamentos; en Berlín, cuando todavía existía el Muro de la infamia, deseó que se convirtiera en una curiosidad del pasado. Cuando creyó haber aprendido todo sobre paredes, muros y murallas, se dedicó a robar deslizándose con un apoyo casi imperceptible por las paredes de los edificios, viajando de un piso a otro. Así aplicaba el conocimiento teórico acumulado durante años. Apresado por los gendarmes en ocasión del escalamiento que hubiera sido su hazaña mayor, cumple su sentencia de prisión en una inexpugnable cárcel de altísimos muros. Sabe que nunca conseguirá franquearlos; en secreto, ese pensamiento lo reconforta.

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NEGATIVA

Me niego a aceptar sus indicaciones, señor mío. Rehúso puntuar como usted lo hace, usar las mayúsculas según sus arbitrarias decisiones, cortar mis largos párrafos (de los cuales me enorgullezco) sólo porque usted así lo tiene establecido. En suma, me opongo a lo que según su criterio es escribir “bien”, aunque ello contraríe todos mis principios y preferencias. No es que yo no tenga estilo, puesto que todos lo tenemos; pero mi estilo es mío, es personal, es parte de mí y me define. Si usted continúa dándome esas disparatadas órdenes, lo atacaré, le quitaré su sustento y lo reduciré a la nada. Todo lo que hace falta es oprimir una tecla. Téngalo bien en cuenta, señor corrector gramatical de Microsoft.

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NUNCA TUVO NOVIO

El

gramófono repetía con frecuencia aquellos versos de Cadícamo

musicalizados por Cobián: “Pobre solterona, te has quedado / sin ilusión, sin fe…” Las palabras le producían un poquito de dolor pero también otra cosa: un sentimiento de hermandad con aquel poeta que, sin conocerla, interpretaba tan justamente su vida (“su vida trunca”, insistía la letra del tango). Inclinada sobre la labor de aguja con que se ganaba la vida, en la ya temblorosa luz del anochecer que apenas llegaba al sótano donde transcurrían su existencia y su trabajo, vacilaba sobre la necesidad de encender o no una lamparita. Acababa de escuchar una vez más los versos inolvidables, ahora a través de la radio puesta en un volumen muy bajo, cuando escuchó en la calle un tumulto, un estruendo, corridas, la explosión de una bomba. Una muchacha muy joven apareció en el recinto del taller, con la cara desencajada y ensangrentada. Con voz apenas perceptible le pidió refugio y ayuda. La solterona negó con la cabeza, sin pronunciar una sola palabra, y volvió a su labor.

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ONE WAY

En mi ciudad todas las calles son de dirección única. Se dirá que eso no tiene nada de particular, pues se practica en muchos espacios urbanos. Pero la cuestión no acaba ahí. A ver si me explico: en la ciudad donde vivo las calles corren sólo en una dirección, sin que haya otra que nos conduzca en sentido inverso. Eso vale para las calzadas y las aceras, los rieles del tranvía, los viaductos, los canales, las pistas para bicicletas, los itinerarios fijados para las cortadoras de césped y, en suma, todo lo que merezca ser considerado como circulación de personas, vehículos o pensamientos. Lo que más le costó a la gente fue acostumbrarse a que nadie pudiera cambiar de dirección girando sobre sí mismo en una acera, como muchos tratan de hacer cuando advierten que han olvidado comprar algo y quieren regresar al lugar recién abandonado. Las autoridades han atendido a esta necesidad organizando los llamados puntos de conversión edilicia, que son tres o cuatro en todo el espacio de la ciudad y pueden usarse para cambiar de dirección, previo el pago de una multa sustancial. Penalidades mayores aguardan a quienes, sin usar tales puntos, osen invertir la dirección de sus pasos. Cuando se circula en automóvil o en un vehículo alternativo, el decomiso del mismo y la prisión del conductor son penas adecuadas para una trayectoria no autorizada. Lo mismo, si alguien da marcha atrás o de cualquier otra forma obstaculiza la dirección permitida. Por su parte, los desvíos de los peatones se sancionan con la flagelación pública en el caso de una primera infracción, y con penalidades progresivamente más serias las sucesivas, si llegaran a producirse. En cambio, quienes completen el itinerario fijado por los gobernantes, sin desviación alguna, son objeto de una celebración apoteósica al final del trayecto. El punto de llegada, que es siempre una plazoleta circular, se inunda de luz; acuden payasos y niños de las escuelas a felicitar a los ganadores, y resplandece en lo alto una leyenda incandescente en blanco, azul y grana que proclama: WELCOME TO THE U.S.A.

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PALABRAS

Desde chico, desde siempre, inventaba

palabras. A veces cumplían su

camino hacia el papel y muchas veces no, pero el sabor agridulce de una palabra recién estrenada quedaba en sus labios como un eco lejano de la infancia. Eran palabras solemnes, como mortiveros; o frívolas, como chirripío; o levemente amenazantes, como destrapiada. Solía decir: “Ya sé que mis palabras son inútiles, pero no hacen daño a nadie.” Hasta que llegó el momento en que necesitó una palabra, una sola, para iniciar un viaje que sabía sin retorno. Un santo y seña para la muerte, en fin. Escogió bien; no fue una de sus palabras inventadas. “Adiós”, creyeron algunos que había dicho. Pero no fue así: en el momento final, lo que dijo fue “Dios”.

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VIDA VEGETARIANA

Federico se convirtió al vegetarianismo para estar cerca de Almudena. Ella le mostraba una nueva forma de vida, le pasaba recetas sin carne y a veces lo invitaba a comer en su departamento. El noviazgo coincidió con el aprendizaje, y el venturoso día del casamiento fue como una graduación. En la fiesta de bodas ofrecieron un pastel con mucha fibra y una crema ficticia, y brindaron con jugo de frutas, en medio de la alegría general. Poco después Almudena suprimió de la dieta compartida todo vestigio de leche (alimento de terneros y no de seres humanos, dijo) y todo asomo de huevos (reside en ellos un germen de vida animal, afirmó). Luego la emprendió contra las legumbres, en su opinión menos valiosas que las verduras de hoja. Las papas fueron eliminadas por propiciar la obesidad; las zanahorias y remolachas, por su innecesario despliegue de color. La cruzada prosiguió sin prisa y sin pausa, y Federico comenzó a sospechar que el fin último de su mujer era la anorexia colectiva. Se separaron seis meses después del matrimonio. Él argumentó que el divorcio no era un abandono, sino un acto de defensa propia.

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ACERCA DEL AUTOR

David Lagmanovich nació en Nicolás Bruzzone (Pcia. de Córdoba, Argentina), en 1927. Falleció el 26 de octubre de 2010, a los 83 años de edad, en su ciudad adoptiva: Tucumán, Argentina. En relación a la microficción, ha publicado Microrrelatos (Tucumán, 1999); La otra mirada. Antología del relato hispánico (Palencia, 2005); El microrrelato. Teoría e historia (Palencia, 2006); El microrrelato hispanoamericano (Bogotá, 2007), y siete libros de sus propios textos de minificción, entre ellos La hormiga escritora, Casi el silencio, Menos de 100, Los cuatro elementos, Historias del mandamás y otros relatos y Memorias de un microrrelato. También ha escrito varios libros de poesía. Fue uno de los grandes referentes de la literatura brevísima, admirado por los autores consagrados y los noveles escritores.

Esta publicación ha sido posible gracias a la gentileza del investigador mexicano Javier Perucho, a quién el autor confió oportunamente estos relatos inéditos. “Una docena de panadero” de David Lagmanovich es una edición digital de Internacional Microcuentista, revista de microrrelatos y otras brevedades, para su descarga gratuita desde Internet, con el propósito de difundir la obra del autor. En la web: http://revistamicrorrelatos.blogspot.com En Facebook: Internacional Microcuentista - En Twitter: @Imicrocuentista Contacto: microcuentista@gmail.com © 2011, David Lagmanovich y Herederos de David Lagmanovich. Prohibida su comercialización sin autorización.

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