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MARIO NIEVES

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Desafíos de la televisión en América Latina

Primera edición, 2008 © 2009, Mario Nieves © 2009, Universidad Regiomontana D. R. Sobre la presente edición: Universidad Regiomontana, 2009 Queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones previstas por la ley, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento. ISBN: 978-607-95153-0-0

Diseño: Helen Herdz Corrección: Bárbara de los Ángeles Iglesias Impreso en México / Printed in Mexico

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ÍNDICE

Nota a la presente edición / 9 Prefacio / 11 Primera parte DE LA DIVERSIDAD CULTURAL / 17 Capítulo 1. Génesis de un concepto/ 19 Primeros debates/ 19 Nuestra diversidad creativa / 23 Tiempo de cambios / 27 Diversidad cultural, conflicto y pluralismo / 31 Nace la Convención / 33 Capítulo 2. Dimensiones y articulaciones conceptuales / 45 Multiculturalismo / 46 Interculturalidad / 50 Diversidad cultural / 53 Capítulo 3. Saqueo y desmemoria / 57 Capítulo 4. Tres campos de acción / 63 Segunda parte DE LA TELEVISIÓN LATINOAMERICANA / 73 Capítulo 5. La cuarta carabela / 75 Capítulo 6. Panoramas nacionales / 86 Epílogo / 107 Bibliografía / 115

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NOTA A LA PRIMERA EDICIÓN Este cuaderno académico pretende incorporar a los estudiantes al diálogo sobre la diversidad cultural y su recreación en el espacio televisivo latinoamericano. Es, deben saberlo, otro episodio del proyecto iniciado hace diez años con La catedral de la imagen, que nació como el «primer paso de un esfuerzo para asomarnos a los factores esenciales que hacen de la televisión un complejo fenómeno en el que convergen (y divergen) tantos intereses». En el curso de una década aquel «proyecto de mirada» creció con nuevos textos que añadieron nuevas complejidades al problema. Cada hallazgo permitió responder ciertas preguntas, pero como los buenos estudiantes nunca callan ante las respuestas y, por demás, casi siempre las cuestionan, con cada hallazgo nacieron nuevas provocaciones. El estudio de la diversidad cultural y las maneras en que ésta es construida por la televisión es, entonces, una provocación que no devolverá respuestas, sino el guante de un nuevo desafío. Un proyecto de tales magnitudes des-

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borda los límites episódicos de estas páginas, que no tienen otra aspiración que la de servir de introducción al asunto y convocar a un diálogo sobre telediversidad que ojalá pudiera extenderse más allá de nuestro campus universitario. Para los dos primeros capítulos de este cuaderno conté con la preciosa asistencia de mi alumna y colaboradora Diana Elena Rodríguez Infante, a quien mucho aprecio por su gentileza e intensidad.

El autor

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Prefacio

Los estudios sobre problemas de comunicación y cultura en América Latina configuran un mapa en el que aparecen zonas inciertas. Esos sitios no pensados —como lo fueron las mediaciones antes de Martín-Barbero, la folkcomunicación antes de Luiz Beltrán o la transculturación después de Fernando Ortiz— alimentan la incertidumbre y, con ella, la búsqueda de aquellos territorios sobre los cuales cruzan caminos inconclusos o apenas asoman huellas perceptibles. En materia de reflexión comunicológica, América Latina ha sido explorada por numerosos investigadores gracias a los cuales existe ese mapa. Mas por la misma razón, porque se dibujaron planos, porque fueron trazados —pero no siempre terminados— numerosos senderos, un conocimiento nunca será el fin, sino el principio de nuevas incertidumbres.

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Este proyecto se sitúa en la confluencia de senderos que plantean el problema de la discontinuidad. La televisión se ha encargado de trazar a cuenta de sus desprevenidos auditorios ciertas nociones de Latinoamérica. Es por tanto responsable de sus inexactitudes, como la idea de pueblos folclóricos ensamblados para turistas, a la cual se contrapone una glamorosa posmodernidad reproducida para deslumbramiento de consumidores. De ahí la necesidad de esta coonvocatoria a recuperar la exploración de la diversidad cultural en la televisión, retomando algunas de las brechas encontradas en el mapa. En este sentido pudiera darse por rebasada —inútil decirlo— la tarea de pensar qué hacemos nosotros culturalmente con la televisión o qué hace la televisión con nosotros, y considerar la pertinencia de inquirir qué hemos hecho nosotros de la televisión y, por lógica recursiva, qué ha hecho la televisión de nosotros. Es un problema ciertamente complejo —no un juego de palabras—por lo que resulta aconsejable compartir algunas ideas preliminares, a las que me limitaré en esta primera aproximación.

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Cuando me pregunto qué hemos hecho de la TV y qué ha hecho ella de nosotros, comprendo que hay varias maneras de problematizar el asunto, por lo que se requieren ciertas precisiones. A diferencia de qué hacer con ella (perder el tiempo, gozar, sufrir, saber, soñar, tirarla, etcétera), qué hacer de ella significa estudiar/definir/establecer el lugar que le concedemos como problema o materia de nuestras vidas, en un nivel obviamente más complejo, que rebasa esa relación instrumental que históricamente guarda con nosotros. Entiendo que muchos saben más o menos qué hace la gente con la televisión y qué ha hecho de ella América Latina, pero acaso deberíamos pensar más

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en qué hace la televisión de nosotros, en el sentido de cómo nos imagina, cómo nos transfigura, cómo nos vende, cómo nos reduce, cómo nos simplifica en términos culturales. Significa estudiarnos en sus contenidos desde una perspectiva cualitativa y tomar nota de hasta qué punto se puede reconocer o no en el discurso televisivo el vital fenómeno de la diversidad cultural. Creo que pudiera pensarse en una antropología cultural de la televisión, tanto como en una mayor comprensión de su dimensión ontológica, entendiendo que la ontología de la televisión está relacionada, como diría González Rey, con lo que se constituye en ella de los diferentes espacios sociales, de cómo ella objetiva una ideología, valores y representaciones del mundo situados en un momento histórico. Esa dimensión es importante, pues en su defecto tendríamos que considerar la televisión apenas como el resultado singular de los creadores y de los flujos contextuales que configuran el discurso, detrás de lo cual quedaría sepultada una realidad social muy compleja que se expresa en la televisión. Hollywood se ha ocupado de fundar y difundir su propia visión de la historia a través de una épica cinematográfica que transfiguró a Espartaco, Alejandro Magno o Julio César en galanes de colección. A la televisión no le resultó difícil prolongar ese juego de simplificaciones, que no sólo ensayó con figuras históricas. Culturas enteras son enlatadas, reetiquetadas, vendidas y tragadas como lo que «somos». Millones de latinoamericanos consumen diariamente versiones impúdicas de países que ya no se parecen a sí mismos a fuerza de creerse como se ven en televisión. A finales de los pasados ochenta algunos intelectuales abordaron el debate de la marginalidad del ne-

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gro en la televisión cubana. Resulta paradójico que una nación tocada por la complejidad de su transculturación haya sido replicada en la televisión como un mundo de galanes blancos donde los negros llevaron siempre discretos papeles de reparto, muchas veces a la sombra, como el de la clásica criada cuyo arquetipo debemos a aquella espléndida Hattie McDaniel de «Lo que el viento se llevó». Veinte años después en América Latina hay que debatir no sólo el problema de los estereotipos raciales. La televisión construye arquetipos cuya obsesiva difusión genera problemas nuevos, como toda esa escaramuza mercantil de la redefinición del modelo corporal de la mujer. Los arquetipos son asimétricos por definición, y por lo tanto excluyentes. De manera que fuera de los papeles protagónicos no sólo continúan quedando negros y gordas, sino además todo lo que difiere del arquetipo. Y este es el punto donde el problema adquiere proporciones de crimen cultural en una región cuyas naciones se distinguen precisamente por la riqueza de su imprescindible diversidad. ¿Existe tal diversidad? —podría preguntarse quien, como el insólito Chance de la película «Being There», sólo tuviera del mundo la idea vendida por la TV. Fuera de la televisión, no veo que tenga sentido indagar si existen culturas diversas, lo cual sería como preguntar —con permiso de Fernández Retamar— «¿Existimos nosotros?» 14

Pensar la telediversidad es un proyecto que no se agota en sí mismo y que no será posible llevar a cabo sin la contribución de investigadores de distintos países del área y sin darle el enfoque inter y multidisciplinario que reclama un problema como el aquí planteado. Se trata de un problema fascinante, pero complejo; una de esas zonas que, aunque insuficientemente explo-

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radas por comunicólogos latinoamericanos, cuenta con estudios y reflexiones precedentes de investigadores como Jesús Martín-Barbero —entre otros— que ofrecen un arsenal teórico de inestimable valor. El problema de la cultura, y especialmente el problema de la diversidad cultural, que sería el objeto de la investigación que aquí se propone, en el ámbito de la televisión latinoamericana de finales de la primera década del siglo XXI, se ha desplazado cada vez más al centro del debate contemporáneo. En los últimos treinta años, reconocidos pensadores de todo el mundo convocados por la UNESCO, estudiaron de manera muy exhaustiva el problema en diferentes foros mundiales y regionales, incluyendo varias reuniones de expertos. El proyecto tendría el propósito de saber cómo se construye y objetiva en el espacio televisivo latinoamericano una visión de lo que somos culturalmente hablando, cómo emergen en ésta los signos que la identifican y en qué medida se manifiesta la diversidad de las culturas locales, nacionales y regionales.

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Primera parte DE LA DIVERSIDAD CULTURAL

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1 Génesis de un concepto

El problema de la diversidad cultural en la televisión no puede examinarse sin un debido estudio del concepto en su génesis, en su evolución y en sus dimensiones teóricas. Estas líneas recuperan momentos significativos del itinerario de las acciones de la UNESCO, que constituyen, hasta la fecha, una de las fuentes indispensables del conocimiento sobre el tema. Primeros debates

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El concepto de diversidad cultural entró recientemente en el debate sobre los grandes problemas del mundo contemporáneo. Y fue México uno de sus primeros escenarios. La Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales celebrada allí en 1982 marca uno de los

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más notorios precedentes de la reflexión sobre el problema. Al considerar a la cultura en su sentido más amplio como el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias,

no sólo la despoja de su ropaje parcelario, que era ya algo apremiante, sino que reconoce implícitamente — aunque no la menciona— la diversidad como expresión indispensable de la existencia humana, en tanto la cultura «hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos. A través de ella discernimos los valores y efectuamos opciones. A través de ella el hombre se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, pone en cuestión sus propias realizaciones, busca incansablemente nuevas significaciones, y crea obras que lo trascienden». Se comprenderá que estos enfoques introducen visiones y aportes renovadores esenciales no sólo para una redefinición de la cultura, sino además para una revisión del papel de ésta dentro del desarrollo humano.

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Recordemos que 50 años atrás una de las instituciones precursoras de la UNESCO, la Comisión Internacional de Cooperación Intelectual, organizó una serie de reuniones para debatir aspectos relacionados con las letras y las artes. Entonces prevalecían visiones muy estrechas con respecto a la cultura. Uno de los eventos tuvo lugar en 1932 en Madrid, con el tema de «El porvenir de la cultura» y allí se suscribieron conclusiones que obedecían a enfoques evolucionistas,

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cifrados por un darwinismo social, a partir de los cuales habría sido imposible encontrar solución o, cuando menos, ofrecer una descripción exhaustiva de los acuciantes problemas sociales vinculados con la cultura. Véase, por ejemplo, lo anotado en una de las resoluciones (más bien pensamientos y consejos, como dice Valderrama): Como el porvenir de la cultura está ligado a la selección de los individuos mejor dotados, es de gran importancia estudiar los mejores medios de selección de los jóvenes destinados a la cultura con objeto de asegurar mejor el descubrimiento y el desarrollo de los talentos naturales (Valderrama, 1995).

Obviamente los aportes del foro de México fueron más allá de la conceptualización. Entre otros, hay que resaltar la afirmación de ciertos principios determinantes para la construcción de un pensamiento y de valiosas estrategias. Es un hecho muy significativo el papel concedido por la Conferencia a la identidad cultural como uno de los principios que deben regir las políticas culturales, considerando que «Cada cultura representa un conjunto de valores único e irreemplazable, ya que las tradiciones y formas de expresión de cada pueblo constituyen su manera más lograda de estar presente en el mundo». La identidad cultural de un pueblo —se subrayó en el foro de México— «se renueva y enriquece en contacto con las tradiciones y valores de los demás. La cultura es diálogo, intercambio de ideas y experiencias, apreciación de otros valores y tradiciones, se agota y muere en el aislamiento». Como he dicho, este documento aún no plantea expressis verbis el concepto de diversidad cultural, pero un párrafo de la Declaración lo prefigura al elaborar la idea de «peculiaridades culturales» y entender «el

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reconocimiento de múltiples identidades culturales» como «la esencia misma del pluralismo cultural», allí donde coexisten diversas tradiciones. Los redactores de la Declaración de México subrayaron como principio las «relaciones entre cultura, educación, ciencia y comunicación» y plantearon que «los medios modernos de comunicación deben facilitar información objetiva sobre las tendencias culturales en los diversos países, sin lesionar la libertad creadora y la identidad cultural de las naciones». Aquí la Conferencia reflexiona sobre un aspecto crítico que se ha venido agravando a lo largo del cuarto de siglo que nos separa de entonces: Los avances tecnológicos de los últimos años han dado lugar a la expansión de las industrias culturales. Tales industrias, cualquiera que sea su organización, juegan un papel importante en la difusión de bienes culturales. En sus actividades internacionales, sin embargo, ignoran muchas veces los valores tradicionales de la sociedad y suscitan expectativas y aspiraciones que no responden a las necesidades efectivas de su desarrollo. Por otra parte, la ausencia de industrias culturales nacionales, sobre todo en los países en vías de desarrollo, puede ser fuente de dependencia cultural y origen de alienación.

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La Conferencia también advirtió la relevancia de los medios modernos de comunicación con respecto a la educación y la difusión de la cultura. De ahí su apelación en el sentido de que «la sociedad ha de esforzarse en utilizar las nuevas técnicas de la producción y de la comunicación para ponerlas al servicio de un auténtico desarrollo individual y colectivo, y favorecer la independencia de las naciones, preservando su soberanía y fortaleciendo la paz en el mundo».

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Nuestra diversidad creativa Otro hito significativo en este itinerario es la reunión de la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo, convocada por la UNESCO en 1995. En su reporte final, que circuló bajo el título de Nuestra Diversidad Creativa, se retoma, actualiza y abren nuevas perspectivas a la visión mexicana, gracias a una agenda que abarcaba problemas tales como el poder de la creatividad, los desafíos de un mundo más mediático, el patrimonio al servicio del desarrollo y la relación entre cultura y medio ambiente. Una conclusión de gran relevancia —y central para el presente estudio— fue suscrita en el sentido de que «ninguna cultura nacional es estática o inmutable. Por el contrario, todas están en flujo permanente e influencian y son influenciadas por otras culturas, ya sea por medio de intercambios y de difusión o, por el contrario, mediante conflictos, el uso de la fuerza y la opresión. Por consiguiente, la cultura de un país refleja su historia, costumbres, instituciones y actitudes; sus movimientos, conflictos y luchas sociales, así como la configuración del poder político dentro y fuera de sus fronteras. La cultura es dinámica y está en evolución constante». Una de las razones por las que los estudios de esta comisión constituyeron un paso significativo es la comprensión de que, como coincidieron los expertos, «un país no se identifica necesariamente con una sola cultura». Queda claro que numerosos países, —tal vez la mayoría, como apunta el informe— «son multiculturales, multinacionales y multiétnicos, y cuentan con una multiplicidad de lenguas, religiones y estilos de vida».

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Reconocer esta realidad es reconocer los beneficios y responsabilidades y compromisos que derivan de la misma. De ahí la importancia de considerar un principio básico el fomento del «respeto de todas las culturas cuyos valores sean tolerantes con los de las demás». El respeto «exige, a su vez, que las diferencias culturales no se perciban como algo extraño, inaceptable o detestable, sino como experimentos de formas de coexistencia humana de las que todos podemos aprender lecciones y conocimientos valiosos». En este punto se advierte que no sólo están en juego las actitudes, ello implica también una cuestión de poder. «La dominación o la hegemonía cultural se basa a menudo en la exclusión de los grupos subordinados». Nuestra diversidad creativa reconoce la creciente interdependencia entre las naciones, entendiéndose por ello «las relaciones comerciales, la inversión extranjera, la circulación de monedas y capitales, así como las migraciones humanas». Es un hecho que pudiéramos considerar hoy como un fulminante progreso de los transportes y las comunicaciones, que ha reducido considerablemente las distancias. En semejante contexto hay que reconocer que «la difusión a escala internacional de los procesos culturales» viene a ser un fenómeno cuya importancia es equiparable a la de los procesos económicos. La siguiente anotación añade una nota de color con un fondo dramático: 24

Con ocasión de sus reuniones en ciudades muy diferentes y durante sus desplazamientos por los cuatro puntos cardinales del planeta, los miembros de la Comisión pudieron observar que, desde Ladakh hasta Lisboa, desde China hasta Perú, en el Este como en el Oeste, en el Norte como en el Sur, los jóvenes del mundo entero se parecen: ropa, vaqueros, peinados, camisetas, jogging, hábitos alimentarios, actitudes

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frente a la sexualidad, el divorcio y el aborto se han globalizado. Incluso la criminalidad vinculada a la droga, al maltrato y a la violación de la que son víctimas las mujeres, al fraude y a la corrupción trascienden las fronteras y se parecen en todas partes del mundo.

A propósito de la situación descrita, la Comisión advierte que «esta difusión de la cultura popular de masas implica un riesgo: que la escala de algunos medios de comunicación domine los programas difundidos y que se pierdan los gustos e intereses de las minorías. Éstos no son los gustos o intereses de una elite, sino los de mujeres y hombres comunes. No se trata tanto de que los medios de comunicación de masas tengan que satisfacer las demandas del mínimo común denominador». De ahí surge una conclusión de extraordinaria pertinencia, que debe subrayarse: «Dado que la diferencia y la diversidad son valiosas, deberíamos hacer todo lo posible para que se pueda escuchar un amplio abanico de voces en nuestro espacio global común». En su capítulo «Una nueva ética global», el texto aquí glosado sugiere la necesidad de un nuevo consenso sobre lo que considera deben ser valores fundamentales para esta época. «A la homogeneización creciente responde la fragmentación acelerada: los pueblos se acercan cada vez más, al tiempo que se dividen» por lo que se hace necesario «construir puentes entre ellos». La cuestión, entonces, sería determinar cuáles habrían de ser los principios que servirían de «puntos de referencia, la guía moral mínima que todo el mundo ha de respetar». Y la conclusión es desafiante: «Cualquier proyecto de formular una ética universal deberá inspirarse en los recursos culturales, en la inteligencia

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de las personas, en su experiencia emocional, en su memoria histórica y en sus orientaciones espirituales». En otro de sus capítulos aparece una de las reflexiones capitales de aquella comisión, imprescindibles no sólo para la comprensión de la evolución de un concepto, sino además para medir sus alcances y repercusiones en toda su profundidad y complejidad: «Ninguna cultura es una identidad herméticamente cerrada. Todas las culturas están influenciadas por otras culturas y a su vez ejercen influencia sobre éstas. Tampoco son inmutables o estáticas, sino que están en un estado de flujo continuo, impulsadas simultáneamente por fuerzas internas y externas». La trascendencia histórica de la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo no sólo se comprende por la profundidad y alcance de sus formulaciones teóricas; aquella radica además en la articulación de acciones cuya pertinencia, más de una década después, es sumamente actual. Considérese, entre otras, la necesidad de «facilitar el acceso, la diversidad y la competencia en el sistema internacional de medios de comunicación», pues estos inciden cada vez más en el problema. Al respecto, la Comisión consideró que «las ondas hertzianas y el espacio forman parte del espacio global común, es decir, son un bien colectivo que pertenece a toda la humanidad», a la vez que recomendó 26

una política activa que promueva la competencia, el acceso y la diversidad de expresión en los medios de comunicación a escala global, semejante a las políticas existentes en el plano nacional. La existencia de un servicio público independiente y adecuadamente financiado, así como de instituciones de radiodifusión comunitarias es fundamental para el funcionamiento de los medios de comunicación en una socie-

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dad democrática. (…). Nuestro propósito es velar para que se escuchen muchas voces, se expresen múltiples puntos de vista y no se descuiden los intereses de las minorías.

En su capítulo final el documento propone «repensar las políticas culturales» y parte de la consideración de que «es necesario ampliar considerablemente la noción de ‘política cultural’ (cómo definen los gobiernos sus responsabilidades en este campo). Definir y aplicar una política cultural eficaz implica encontrar nuevos métodos para mantener la cohesión en sociedades multiétnicas basadas en el pluralismo». Más adelante el texto retoma una de las ideas capitales de la reunión de México, al reafirmar que «Nuestro primer objetivo debe ser ampliar el concepto de ‘cultura’ más allá de las artes y del patrimonio. En otras palabras, debemos evolucionar de la noción estática de una cultura inalterable hacia una aceptación de la diversidad dinámica en las actitudes individuales y colectivas». Tiempo de cambios Estimuladas por las nuevas circunstancias y desafíos del mundo en momentos de cambios sin precedentes, y por la construcción de un pensamiento nuevo en relación con el poder de la cultura, algunas regiones celebraron numerosas conferencias sobre el tema entre 1995 y 1998. Entre ellas debe tomarse nota de la Reunión de Ministros de Cultura de los países No Alineados, en la ciudad colombiana de Medellín, en 1997. Una reunión similar en Grecia, también en 1997, suscribió la Carta de Tesalónica, relativa a la cultura y a la cohesión social a las puertas del siglo XXI. Un año después, en África, la ciudad de Lomé, en Togo, or-

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ganizó la Consultación Panafricana sobre Políticas Culturales. Todo ese gran movimiento de ideas, reflexiones y debates desembocó en la Conferencia Intergubernamental sobre Políticas Culturales para el Desarrollo, que tuvo lugar en Estocolmo en 1998. Allí se recordó que «una de las funciones de las políticas culturales es garantizar que exista espacio suficiente para que las fuerzas creadoras progresen en todas partes», al tiempo que se advertía que el surgimiento de la sociedad de la información y el dominio general de las técnicas de información y comunicación constituyen una importante dimensión de la política cultural. La relatoría de los extensos debates subraya que todos los oradores reconocieron «el poder de la cultura» como elemento constitutivo básico del desarrollo humano, así como el correspondiente imperativo de proteger, sustentar y transmitir ese poder.

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Los expertos reunidos en Estocolmo debatieron una compleja agenda, «conscientes de los esfuerzos que se necesitan para encarar los desafíos inherentes al desarrollo cultural y la preservación de la diversidad cultural», tal como había sido expresado anteriormente en el Informe de la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo «Nuestra Diversidad Creativa», al que me referí más arriba. Asimismo, se enfatizó la importancia «de tener en cuenta simultáneamente los valores universales y el reconocimiento de las diversidades culturales, los esfuerzos nacionales destinados a armonizar las políticas culturales nacionales y la necesidad de preservar el pluralismo de las iniciativas culturales populares a fin de fomentar el entendimiento y la comprensión mutua».

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La Conferencia dejó testimonio de su reconocimiento de valiosos principios, entre ellos aquel según el cual «el diálogo entre las culturas se presenta como uno de los principales desafíos culturales y políticos del mundo actual; constituye una condición indispensable para la coexistencia pacífica». En esa misma perspectiva consideró la creatividad cultural como una «fuente de progreso humano y de diversidad cultural». En otro de los principios se vuelve sobre el tema — continuando la línea argumental de los textos y reuniones precedentes— de «las tendencias que emergen en la actualidad, sobre todo la globalización», que incrementa los vínculos entre culturas y la interacción entre ellas, pero —advierte— «podría igualmente ser contraproducente a nuestra diversidad creativa y pluralismo cultural.» Tales circunstancias subrayan la apremiante necesidad de armonizar cultura y desarrollo, de hacer valer el respeto por las identidades culturales y la tolerancia por las diferencias culturales en un marco de valores democráticos pluralistas, de equidad socioeconómica y de respeto por la unidad territorial y por la soberanía nacional. La aceptación de la diversidad cultural, anota la Conferencia en uno de los principios allí definidos, «contribuye a identificar y consolidar los lazos entre las comunidades que están arraigadas en valores que pueden ser compartidos por los diferentes componentes socioeconómicos de la sociedad nacional». Más adelante, como una prolongación de las voces que han venido tejiéndose desde México 82, se insiste en un principio capital que cobra un carácter verdaderamente dramático en los momentos actuales: «la defensa de las culturas locales y regionales amenazadas por las culturas de difusión mundial no debe transfor-

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mar a las culturas afectadas en reliquias despojadas de su propio dinamismo y desarrollo». Estocolmo suscribió —en una conclusión que algún día tendrá que ser despojada de la abusiva manipulación retórica de ciertos discursos— que «el diálogo entre las culturas debe constituir una meta fundamental de las políticas culturales y de las instituciones que las representan a nivel nacional e internacional». Finalmente, la Conferencia recomienda a los Estados el cumplimiento de cinco objetivos, entre ellos uno que insta a Promover la diversidad cultural y lingüística dentro de y para la sociedad de información. Para ello recomienda crear redes de comunicación, incluso de radiodifusión, televisión y tecnologías de la información, capaces de satisfacer las necesidades culturales y educacionales del público, alentar el compromiso de la radio, televisión, prensa y otros medios de comunicación por los asuntos relacionados al desarrollo cultural tales como la promoción de las culturas y lenguas locales, regionales y nacionales, comprendidas las lenguas en peligro, la exploración y la conservación del patrimonio nacional y la promoción de la diversidad de las tradiciones culturales y de las identidades culturales nacionales e indígenas, garantizando la independencia editorial de los medios públicos de comunicación.

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Dentro del mencionado objetivo se pide tener en consideración la posibilidad de proveer servicios de radio y televisión, y disponer el espacio recibido para los servicios para grupos de comunidades, lingüísticos y otros grupos minoritarios, sobre todo a nivel local, así como «alentar las investigaciones en materia de relaciones entre la cultura y su difusión en los medios de radio y prensa por medio de nuevos sistemas de comunicación y apoyar los esfuerzos de coordina-

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ción, y posible armonización, de los métodos de medición y evaluación de la representación cultural en los medios de comunicación». Diversidad cultural, conflicto y pluralismo Con la entrada del nuevo siglo se redactó el Informe Mundial sobre Cultura 2000–2001 bajo el emblemático título de Diversidad, conflicto y pluralismo, elaborado por un Comité Científico de expertos de diversas zonas del mundo, bajo la dirección de Lourdes Arizpe. El Informe resultó un texto exhaustivo en el que se abordaron, entre otros, problemas como los advertidos en el título. Sus autores se aproximaron a debates actuales como el de la necesidad de redistribución, reconocimiento y participación: hacia un concepto integrado de justicia; globalización y diversidad cultural; la cultura y el valor, cultura y pobreza; políticas culturales y patrimonio cultural. Se expusieron las acciones de la UNESCO en la conservación y rehabilitación del patrimonio y se discutió sobre valores y conservación del patrimonio en las sociedades en proceso de globalización. El Informe Mundial sobre Cultura 2000-2001, Diversidad cultural, conflicto y pluralismo, constituye un ambicioso esfuerzo de la UNESCO gracias al cual ha quedado un registro exhaustivo y de inestimable valor intelectual en relación con aspectos medulares de la cultura, entre ellos el problema del que se ocupará la indagación aquí planteada. En 1998 se publicó un primer examen y dos años después el Comité Científico cumplió el encargo de redactar el segundo informe, que es el que se reseña brevemente en las siguientes páginas.

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El capítulo «Diversidad cultural, conflicto y pluralismo» reflexiona en torno a los nuevos desafíos de la globalización para las políticas culturales. El documento considera un reto las nuevas oportunidades de intercambio cultural presentadas por la globalización, en un sentido positivo; pero a su vez se remite a lo que denomina «las nuevas formas de intolerancia y agresión», como manifestaciones negativas del mismo fenómeno. Un aspecto teóricamente importante de la reflexión es la introducción del concepto de «injusticia cultural» para referirse a un fenómeno sobre el cual se hacía imperativo un llamado de atención: la «desigualdad de los recursos disponibles para grupos diferentes que comparten iguales valores». «A partir de allí — subraya el Informe— aparece el desafío mayor de nuestros tiempos, que es saber cómo afrontar el conflicto, la dominación y la injusticia cultural para favorecer la capacidad de convivencia». Estas consideraciones desembocan directamente en uno de los principios suscritos en esta parte del texto: «Las políticas gubernamentales deben defender el reconocimiento cultural como un derecho básico del ser humano».

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En otro de los capítulos del Informe se aborda el problema de la globalización y la diversidad cultural, en cuyo análisis se aportan nuevos elementos de juicio para una mejor comprensión del concepto de globalización, y se discute el impacto de los efectos de la globalización con respecto a la diversidad cultural. El texto describe ciertos rasgos de la globalización, como la creciente interdependencia económica fuerte entre países, estimulada, por una parte, por el comercio, la circulación de capitales y los procesos

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migratorios. Destaca, por otra parte, la preponderancia del modelo económico norteamericano como el paradigma de la era de la globalización. Y como tercer rasgo novedoso se menciona la revolución en la información, el transporte y las tecnologías, que conducen a una configuración simbólica de la globalización, «tanto como construcción imaginaria como realidad económica». El Informe se refiere al problema de la identidad como el conjunto de «las características trasmitidas y heredadas (no elegidas) de una persona o un colectivo». Se reconoce que en estos tiempos de globalización emergen expresiones de reivindicación identitarias. Frente al fenómeno de la globalización surgen mecanismos proteccionistas de las identidades, tales como la llamada «excepción cultural», noción que, aunque limitada, en su momento implicó un reclamo del respeto a las identidades y la protección de las industrias culturales locales, entre otras reivindicaciones. Nace la Convención El 20 de octubre de 2005 se aprobó en París la Convención sobre la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales. Se trata del instrumento más acabado concebido hasta la fecha en relación con el tema de que se ocupa. Pero es, además —y de ahí su pertinencia para la investigación aquí sugerida— de un apreciable valor teórico y en ciertos aspectos metodológicos, gracias a una serie de definiciones conceptuales y categorías operacionales. Vale la pena el estudio del extenso recorrido seguido por los expertos de la UNESCO para llegar hasta aquí, tanto como seguir el curso del pensamien-

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to teórico con respecto a lo que finalmente hoy se entiende por diversidad cultural, concepto que la propia Convención define en términos instrumentalmente muy precisos: La «diversidad cultural» se refiere a la multiplicidad de formas en que se expresan las culturas de los grupos y sociedades. Estas expresiones se transmiten dentro y entre los grupos y las sociedades. La diversidad cultural se manifiesta no sólo en las diversas formas en que se expresa, enriquece y transmite el patrimonio cultural de la humanidad mediante la variedad de expresiones culturales, sino también a través de distintos modos de creación artística, producción, difusión, distribución y disfrute de las expresiones culturales, cualesquiera que sean los medios y tecnologías utilizados.

Veamos primero las premisas a partir de las cuales se desarrolla la Convención. En primer lugar se afirma que «la diversidad cultural es una característica esencial de la humanidad», con lo cual se marca la naturaleza central del fenómeno y su relevancia. Ya en la declaración de 2001, que antecede a la presente Convención, se decía que «la diversidad cultural es, para el género humano, tan necesaria como la diversidad biológica para los organismos vivos». El investigador no debe dejar escapar semejante perspectiva. Esta visión rebasa la simple impresión metafórica y coloca el examen del problema en una perspectiva teórica compleja. 34

Otra premisa de la Convención, que a nuestro juicio se distingue por su alcance metodológico —en consonancia con la naturaleza compleja del problema, anunciada en las líneas anteriores— es la consideración de que «la cultura adquiere formas diversas a través del tiempo y el espacio y que esta diversidad se manifiesta en la originalidad y la pluralidad de las

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identidades y en las expresiones culturales de los pueblos y sociedades». Y más adelante se reitera la convicción de que los medios de comunicación, entre otros factores, «posibilitan el florecimiento de las expresiones culturales», es decir la permanencia de la diversidad. Pero los hechos ponen en tela de juicio las razones para dicha convicción, como se verá en otra parte del presente estudio. Una de las circunstancias bajo las cuales se experimentan tensiones contradictorias son los procesos de mundialización facilitados, según se observa en la Declaración, «por la evolución rápida de las tecnologías de la información y la comunicación, pese a que crean condiciones inéditas para que se intensifique la interacción entre las culturas, constituyen también un desafío para la diversidad cultural, especialmente en lo que respecta a los riesgos de desequilibrios entre países ricos y países pobres. La Convención ha provocado entusiasmos en distintos ámbitos, como lo revelan las palabras del académico francés Jean Mustelli, quien se refiere al texto en los siguientes términos: Por primera vez, la relación cultura/comercio se piensa a partir de un cuestionamiento cultural y no de un objetivo comercial. Por primera vez también, se reconoce la diversidad cultural como un principio autónomo, no menos legítimo que el principio de la libertad de comercio. Tal es el significado político de un texto que se lee como un alto súbito que se da a una lógica de liberalización a ultranza, inspirada exclusivamente en consideraciones y fines comerciales. Traduce la aspiración general de que la mundialización se vea gobernada por reglas negociadas colectivamente, en vez de que se entregue a las relaciones forzadas o a la ley del mercado (Mustelli, 2005).

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Algunos de los objetivos de esta Convención son: proteger y promover la diversidad de las expresiones culturales; fomentar el diálogo entre culturas a fin de garantizar intercambios culturales más amplios y equilibrados en el mundo en pro del respeto intercultural y una cultura de paz; fomentar la interculturalidad con el fin de desarrollar la interacción cultural, con el espíritu de construir puentes entre los pueblos; y promover el respeto de la diversidad de las expresiones culturales y hacer cobrar conciencia de su valor en el plano local, nacional e internacional. Las implicaciones de esta convención requieren de un análisis algo más extenso. Su preámbulo arranca con una afirmación ontológica que define la singular magnitud, el alcance y el compromiso de su contenido y enfoques. Ella es el pilar de una construcción abocetada en los años precedentes que finalmente se asienta y se revela en sus exactas dimensiones. Es esencial porque sin ella no habría sociedad humana tal como la entendemos. Al reconocer la diversidad de este modo, la convención coloca a la cultura como aquello que junto a otros factores define «la naturaleza, lo permanente e invariable» de la humanidad. De ahí su carácter patrimonial y la importancia de que se le preserve y valore.

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Asegura el preámbulo de la convención que «la diversidad cultural crea un mundo rico y variado que acrecienta la gama de posibilidades y nutre las capacidades y los valores humanos, y constituye, por lo tanto, uno de los principales motores del desarrollo sostenible de las comunidades, los pueblos y las naciones». Aquí la noción desborda no pocos límites; lo diverso no es sólo cifra, es condición y cualidad. Este hallazgo conduce al territorio de lo humano, donde la di-

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versidad enriquece una subjetividad que a la vez se objetiva en actos y expresiones que están en permanente interacción. Hay, en este punto, una afirmación que merece el mayor interés. Vivimos en un mundo amenazado por un colapso ecológico ante el cual no parecen suficientes las alternativas de que se dispone para evitarlo. Con la crisis aparece el concepto de «desarrollo sostenible», que pretende crear una amplia zona de acuerdos y acciones que detengan los efectos erosivos de la civilización. Pero creo que no podría llegar muy lejos un concepto de carácter instrumental y normativo que se funde en acciones institucionales y nunca alcance a tocar el fondo de un fenómeno que en su origen y esencia tiene que ver con la cultura. Es aquí donde la convención de la UNESCO reorienta la noción al establecer una relación entre diversidad cultural y «desarrollo sostenible de las comunidades». Toda cultura se fundó dentro de las condiciones naturales que la propiciaron y se desarrolló en armonía con la naturaleza. Hay también, a su vez, una relación íntima entre la diversidad de las culturas y la diversidad de los ámbitos geográficos que le dieron espacio y sentido. Pocos temas ocupan un espacio de manera tan central en la cultura del hombre como el tema de la Tierra. En la historia humana —me remito a ideas del ambientalista Enrique Leff— «todo saber, todo conocimiento sobre el mundo y las cosas, ha estado condicionado por el contexto geográfico, ecológico y cultural en que se produce y se reproduce una formación social determinada. Las prácticas productivas, dependientes del medio ambiente y de la estructura social de las diferentes culturas, han generado for-

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mas de percepción, así como técnicas específicas para la apropiación social de la naturaleza y la transformación del medio». Al amparo de las bondades —y también de los desafíos— de la Tierra, ha sido posible la cultura humana. No hay civilización, no hay cultura, no hay acto social al margen de la naturaleza. Fueron las paredes de las cavernas el primer lienzo en que el hombre reprodujo una imagen de sí mismo y de los seres vivos de su entorno. Pero fueron también de la naturaleza misma el primer pincel y los primeros pigmentos. El conocimiento se almacenó primero a manera de inscripción labrada sobre piedras y más tarde sobre delgadas superficies conformadas por mazos de papiro macerados. Y toda la grandeza de Egipto —también todo su misterio— fueron posibles por el Nilo. Egipto, parafraseando a Herodoto, es un regalo de la naturaleza. Como lo fueron Babilonia, Mesopotamia o la India. La relación, aquí comentada, entre diversidad cultural y desarrollo sostenible de las comunidades se inscribe en el conjunto de esfuerzos que dieron lugar a la Carta de la Tierra, desde donde se quiere hacer valer el principio de «respetar la Tierra y la vida en toda su diversidad», para lo cual es indispensable propiciar «cambios fundamentales en nuestros valores, instituciones y formas de vida». 38

Líneas abajo, la parte preambular de la Convención subraya el haz de conexiones entre la diversidad cultural y la paz, los derechos humanos y las políticas de desarrollo. Y más adelante considera que «la cultura adquiere formas diversas a través del tiempo y el espacio y que esta diversidad se manifiesta en la originalidad y la pluralidad de las identidades y en las expresiones culturales de los pueblos y sociedades

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que forman la humanidad». Aquí se anuda una tríada de visiones básicas —estética, dialéctica, ontológica— de la mayor importancia, puesto que se contrapone a ciertas tendencias reduccionistas, arquetípicas y mercantiles que cobraron auge con el cine y la televisión en la segunda mitad del siglo XX y se desbordan en el presente. Tiene la Convención el mérito de rescatar y conceder debida relevancia al tema de las culturas cognitivas que han sido barridas primero por la conquista, después por la colonización y más tarde por sucesivos procesos que desembocan en una civilización sin equilibrio que ha puesto en peligro «los conocimientos tradicionales como fuente de riqueza inmaterial y material, en particular los sistemas de conocimiento de los pueblos autóctonos y su contribución positiva al desarrollo sostenible». Con la disminución o la desaparición de esas culturas cognitivas perecen memorias y prácticas ancestrales sin las cuales perecerán comunidades enteras. Si, como se ha dicho, «con cada palabra que desaparece se pierde una idea», entonces cuando desaparece un conocimiento, un saber ancestral, una cultura cognitiva, mueren reservas de vida. Estas muertes obviamente precedieron a la televisión, pero se magnificaron con ella. Muchas culturas han sido virtualmente enterradas en vida al ser ignoradas por una programación televisiva que no repara en las visiones de la UNESCO. La libre circulación de las ideas, que es condición sine qua non de la diversidad y del diálogo entre culturas, es dramáticamente desafiada en determinadas perspectivas y magnitudes por el albedrío excluyente de los sistemas mediáticos más poderosos del mundo. La convención de la UNESCO no lo menciona, pero sí reconoce «la necesidad de adoptar medidas para pro-

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teger la diversidad de las expresiones culturales y sus contenidos, especialmente en situaciones en las que las expresiones culturales pueden correr peligro de extinción o de grave menoscabo». Las «situaciones» que la ponen en «peligro» son perniciosas y diversas y muchas de ellas están asociadas a la producción simbólica de los medios de comunicación. Para un mundo diverso, medios diversos. Tan simple lógica tropieza con un sistema de empresas de comunicación cada vez más monolítico y aferrado a lógicas mercantiles incompatibles con el ideal de posibilitar —siguiendo la letra del documento de la UNESCO— el florecimiento de las expresiones culturales. Esas mismas lógicas mercantiles arrasan también con la diversidad lingüística, desestiman la importancia vital de las culturas, así como la libertad de las minorías para «crear, difundir y distribuir sus expresiones culturales tradicionales», tanto como «su derecho a tener acceso a ellas a fin de aprovecharlas para su propio desarrollo».

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Con esta convención emerge con abrumador apoyo científico, académico, político y social, una idea que a duras penas se abrió paso por varios lustros. Se trata de uno de los pilares de la ingeniería conceptual mediante la cual UNESCO tiende puentes, abre espacios comunes, redefine conexiones, articula accesos o remueve barreras: «…las actividades, los bienes y los servicios culturales son de índole a la vez económica y cultural, porque son portadores de identidades, valores y significados, y por consiguiente no deben tratarse como si sólo tuviesen un valor comercial». Se sabe —como se verá más adelante— de las fuerzas colosales que distribuyen películas y programas de televisión como si distribuyeran duraznos o helicóp-

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teros. A pesar de todo, esto sigue siendo un riesgo que cobra mayores dimensiones bajo los actuales procesos de mundialización, «facilitados por la evolución rápida de las tecnologías de la información y la comunicación». A la vez que esta revolución tecnológica genera «condiciones inéditas para que se intensifique la interacción entre las culturas», constituye «un desafío para la diversidad cultural, especialmente en lo que respecta a los riesgos de desequilibrios entre países ricos y países pobres». Obviamente la desigualdad entre pobres y ricos no es más que la punta del iceberg de los desafíos que amenazan la diversidad. Y no precisamente ocultos bajo agua. Se puede avanzar en profundidad en la lectura de la Convención a través de un grupo de términos y conceptos claves del documento, de entre los cuales me remitiré sólo a aquellos que pueden relacionarse con la televisión o que de algún modo entran en el campo de aquella. El conjunto de estos conceptos, pudiéramos decir, configura una cartografía para la exploración de sus alcances e interacciones. Protección. Es la piedra angular de la convención y por consiguiente su primer objetivo. El término proteger remite —como se advertirá en cualquier diccionario— a la acción de resguardar a algo o a alguien de peligros o daños/apoyar, favorecer, defender. En el contexto de la propia convención, «protección significa la adopción de medidas encaminadas a la preservación, salvaguarda y enriquecimiento de la diversidad de las expresiones culturales». En cualquier caso, puede reconocerse que la televisión tiene ciertas capacidades de protección. Para evitar rodeos inútiles, propondré un vínculo de dichas competencias con el campo de las funciones clásicas de los medios de co-

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municación masiva estudiadas por Laswell. Transmisión de la herencia social, supervisión del entorno y correlación social constituyen ejes funcionales que posibilitan acciones de protección desde la TV. Si se quiere —considerando las acepciones del término anotadas más arriba—, baste decir que la televisión constituye tanto un campo ideal para acciones de apoyo, favorecimiento y defensa, como de preservación, salvaguarda y enriquecimiento de la diversidad cultural. Promoción. En el texto de la convención no se define el sentido que la misma concede a este término, a pesar del peso que le otorga y de su enfática presencia entre los objetivos fundamentales de la convención. Luego, es en su propio empleo donde se producen sus sentidos. Hay promoción cuando se inicia o activa una acción orientada a favorecer la diversidad cultural en determinada perspectiva: respeto, comprensión, conocimiento, legitimación, creación, acceso, reproducción, preservación, valoración social, etc. La promoción cobra sentido en el campo de articulaciones que produce la convención, pero se da en formas y espacios de naturaleza variada. Uno de ellos es la televisión, donde se funde con el concepto de difusión.

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Difusión. No se le concede un valor explícito y no aparece en ninguno de los objetivos, pero el espíritu de la convención no deja dudas de su alcance. En cualquier caso es difícil esperar que las «medidas para proteger y promover la diversidad de las expresiones culturales» no incluyan la difusión. Tampoco creo que puedan alcanzar la repercusión necesaria si no son objeto de difusión. La cuestión de la difusión plantea algunos problemas. Uno de ellos es el de los medios, otro es el del acceso a los medios. Aquí radica aca-

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so uno de los más graves desafíos de la convención, que con conocimiento de causa apela a la adopción de medidas destinadas tanto a promover la diversidad desde los medios de comunicación, como a promover la diversidad de los medios mismos. La convención subraya y defiende la necesidad del «acceso equitativo a una gama rica y diversificada de expresiones culturales procedentes de todas las partes del mundo y el acceso de las culturas a los medios de expresión y difusión». Lo cual es importante «para valorizar la diversidad cultural y propiciar el entendimiento mutuo». Diálogo intercultural. El diálogo es a su vez expresión y condición de las relaciones interculturales. Estas últimas remiten, como precisa la convención, «a la presencia e interacción equitativa de diversas culturas y la posibilidad de generar expresiones culturales compartidas, adquiridas por medio del diálogo y de una actitud de respeto mutuo». Son muchas las formas en que dialogan las culturas entre sí. Tales formas son, por demás, extremadamente complejas. Shayegan relata su estancia en Venice Beach, Los Ángeles, donde encontró a lo largo de varios kilómetros de playa «una sucesión de tiendas que representaban culturas extremadamente variadas (rituales chamánicos de los indios norteamericanos, tarot, posturas de yoga, cultura china, masajes japoneses, tecnologías de la realidad virtual, etc.). Si uno se pasea por este lugar, puede ver desfilar todos los estados de conciencia desde el neolítico hasta la informática, como si estas conciencias hubieran sido yuxtapuestas en un inmenso movimiento de recapitulación (Shayegan, 2006:190). En el sitio descrito se inscribe una de las expresiones

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de este diálogo, cuyas formas son dinámicas. La convención suscrita en París concede gran importancia a la relación entre culturas en un mundo redefinido por la amplitud y rapidez de la comunicación. Los primeros estribos de que se tiene noticia aparecieron en Asia en los primeros siglos de la era cristiana, pero su ulterior perfeccionamiento, expansión y uso generalizado en Occidente abarcaron alrededor de doscientos años. A Internet sólo le bastaron treinta años para enlazar a miles de millones de seres humanos alrededor del planeta, desde que surge como una red de servicio público con la invención del ordenador portátil. Vivimos una era de aceleración en que basta que el conocimiento ponga un pie en el estribo, para expandirse y aplicarse alrededor del mundo.

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2 Dimensiones y articulaciones conceptuales Alrededor del problema de la multiplicidad de culturas —que se funden, que coexisten, que comparten territorios, que cohabitan, que se tejen, que chocan— hay múltiples conceptos en juego. No se puede avanzar en este terreno sin examinar algunos de ellos y de sus enfoques y bases conceptuales correspondientes. Más allá de definiciones, también será necesario establecer los alcances de unos y otros y, especialmente del concepto en juego: diversidad cultural. No pocos investigadores han advertido sobre las confusiones generadas por tantos términos en circulación, en ocasiones empleados de manera inapropiada.

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La investigadora Cervantes ha indagado sobre las razones por las cuales en determinados ámbitos la diversidad cultural es entendida como multiculturalidad, cuando en realidad no son la misma cosa. ¿Qué relación conceptual —se pregunta— puede establecerse entre los conceptos interculturalidad, multiculturalidad, pluralidad cultural, transculturalidad y diversidad cultural? Y así por el estilo. Existe un exhaustivo registro de términos cuyo examen revela y previene sobre la complejidad y proporciones del asunto: Los términos encontrados tanto en las ciencias sociales como en las humanidades y que tienen algún grado de relación son: pluralidad cultural, diversidad cultural, interculturalidad, interculturalismo, multiculturalidad, multiculturalismo, diversidad multicultural, crossculturalidad, trasculturalidad, etnicidad, plurietnicidad, multietnicidad, etnocentrismo, indigenismo, biculturalidad, biculturalismo, monoculturalidad, identidad, identidad colectiva, identidad nacional, pluriidentitario, relativismo cultural, aculturación, enculturación, deculturación, hibridación cultural, identidades compuestas y «mosaico de minorías», por mencionar algunos (Cervantes, 2006:18).

Aquí nos ocuparemos muy brevemente sólo de aquellos términos centrales para nuestro estudio, a saber: multiculturalismo, interculturalidad y diversidad cultural. En todos los casos hablaré por la voz de numerosos autores que pensaron el tema con respetable calado, rigor teórico y diversidad de perspectivas. 46

Multiculturalismo El multiculturalismo supone la existencia de diversos grupos culturales que comparten un mismo espacio geográfico, que aceptan ciertas normas generales que facilitan la convivencia y que conservan sus respecti-

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vas identidades. En la perspectiva de Alain Touraine el multiculturalismo es un fenómeno que ha sido y resulta en esencia una reacción contraria a la hegemonía de categorías, «hombres, adultos, educados, económicamente independientes, que se identifican con lo universal e imponían su dominación a aquellos y a aquellas a quienes se consideraban sus inferiores por el hecho de estar encadenados a sus particularidades (Touraine, 2006:281). En defensa del concepto recomienda tomar ad pedem literae la expresión «una sociedad multicultural», lo que entraña «combinar la unidad de una sociedad con la diversidad de culturas», porque de lo contrario habría que admitir que la fusión entre cultura y sociedad es tan fuerte «que la unidad de una implica la unidad de la otra, y que no hay posibilidad de vida social común entre pueblos de culturas diferentes» (Touraine, 2006:276). Una sociedad se consideraba multicultural si abría espacio a distintos grupos étnicos o naciones que poco a poco se anexaron a un país, a juicio de Cervantes. Este fue un primer modo de entender el multiculturalismo, o bien la manera como en un principio se le dio forma a un concepto que remitía a dos formas de pluralismo cultural: el derivado de la incorporación de territorios o naciones a un país y el producido por la migración (Cervantes, 2006:24). La idea del multiculturalismo sufrió un rápido desgaste, especialmente al hacerce críticas las distancias «entre la ‘cultura nacional’, hegemónica o de la mayoría de la población, y las culturas de los otros grupos». Las objeciones de Kymlicka son fundamentadas: El multiculturalismo no es la única —y ni siquiera la principal— política gubernamental que afecta la posición que ocupan los grupos étnicos de los inmi-

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grantes en las sociedades occidentales. Es simplemente un modesto componente de un conjunto más amplio. Son muchos los aspectos de la política pública que afectan a estos grupos, incluidas las políticas relacionadas con la naturalización, la educación, la formación laboral y la acreditación profesional, los derechos humanos y las leyes contra la discriminación…

Cervantes se remite al modelo de multiculturalidad adoptado en México para ampliar los fundamentos de esta crítica. «En los hechos, el estado mexicano no se ha preocupado por las minorías étnicas» lo cual se confirma por el hecho de que «los apoyos a los grupos han sido desiguales y en algunos casos discrecionales, además de que se fomenta el aislamiento de las comunidades y hasta se ha promovido la disolución de algunas de ellas». Intentando explicarse este fenómeno mediante una personal metáfora, la autora piensa que de la misma suerte que en Canadá el multiculturalismo fue concebido como un «mosaico» de etnias y culturas, o como un «melting pot» en Estados Unidos, en el caso de México «habría que pensar en un ‘archipiélago’ de comunidades aisladas entre sí o con poca relación o proyectos comunes».

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Se afirma que en los tiempos actuales, «el discurso del multiculturalismo, que tuvo un gran auge durante el decenio de 1990, está siendo desplazado» por cierto «reposicionamiento cultural» estimulado por la reflexión en el seno de la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo que se concentró en «la búsqueda de alguna coherencia conceptual y práctica sobre la cultura, a raíz precisamente de lo que parecía ser un debate totalmente confuso a nivel internacional» (Arizpe, 2006:262). La noción de multiculturalismo ha suscitado un enorme interés en el mundo contemporáneo, al cual se

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adscribe Gutiérrez (2006), quien sugiere que dicha noción «debe entenderse, no como un concepto, sino como una metáfora, como un signo de esta época, resultado de ese largo proceso de desgaste que tuvo el pensamiento institucional unitario, que trató empecinadamente de desterrar, a través de la promoción nacionalista, nuestra parte humana y material más preciada: el mestizaje e intercambio de valores, de principios, de ideas, de creencias, fusionando culturas y tradiciones, que así como las separa llega a negarlas». Sí es posible coincidir con Gutiérrez con respecto al hecho de que un mérito del pensamiento multiculturalalista es su reacción contra la idea del mundo como una entidad homogénea «en beneficio de una cultura mercante sustentada en poderosos medios técnicos y financieros, que debilitan o destruyen la capacidad de invención, autotransformación y reinterpretación de culturas que son etiquetadas como tradicionales, pero que a menudo tuvieron grandes efectos modernizadores». «Nada está más alejado del multiculturalismo —fundamenta Alain Touraine— que la fragmentación del mundo en espacios culturales, nacionales o regionales extraños los unos a los otros, obsesionados por un ideal de homogeneidad y pureza que los asfixia y que, sobre todo, sustituye la unidad de una cultura por la de un poder comunitario, las instituciones por un mando y una tradición por un librito de uno u otro color, imperativamente enseñado y citado a cada instante» (Touraine, 2006:171-172). El multiculturalismo es también una especie de paraguas con el que se cubren intereses mercantiles que no son propiamente culturales. De ahí la aguda observación de Díaz-Polanco: «Ninguna corporación

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quiere parecer una compañía desarraigada, sin vínculo con el medio cultural, por lo que, por ejemplo, el HSBC se anuncia como ‘el banco local del mundo’. Lo global parece descubrir la ventaja de lo ‘localizado’; o mejor: el verdadero mensaje es que, de más en más, todo lo positivamente local tendrá que ser global. A principios de 2005, el First International Bank se declara ‘banco multicultural’, preocupado por el ‘progreso’ de una sociedad que es ‘cada vez más diversa’. En tanto ‘entidad multicultural’ interesada en respetar ‘idioma y cultura’ de sus clientes, integra una nómina de ‘varias nacionalidades y culturas’. En mayo, la Hilton Hotels Corporation ‘extiende su alcance multicultural’ cuya tarea es recomendar ‘las prácticas y los estándares de negocios’ dirigidos hacia ‘mercados multiculturales’ (como el afroamericano y el hispano)» (Díaz-Polanco, 2006:168). La investigación de Díaz-Polanco da cuenta de una tendencia observada en los últimos años por la norteamericana Asociation of National Advertisers (ANA), en uno de cuyos estudios se advierte «que las empresas de marketing y publicidad son más conscientes sobre la urgencia de incluir una ‘política multicultural’ en su gestión». Ello obedece a que los vendedores sienten el imperativo de «conseguir nuevos clientes e integrarse en mercados multiculturales», ya que la sociedad «se ha vuelto multicultural» (DíazPolanco, 2006: 168-169). 50

Interculturalidad Si lo multicultural define la presencia de culturas diversas en un espacio común, lo intercultural define la relación entre las mismas. Gutman (1994) toma en cuenta la importancia de las relaciones dialógicas que se

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establecen entre unas culturas y otras, con lo cual se da un nuevo sentido a la teoría multicultural y «se presenta una conexión entre el multiculturalismo y el interculturalismo». De ahí la afirmación de que la «sociedad moderna es más intercultural que cultural», es decir, según la interpretación de Gutman, que «depende más de las relaciones y las redes que se puedan establecer». Otros autores definen la interculturalidad «como zona de interfaz ente culturas diferentes que forman ‘esferas’ que en principio se encuentran separadas. Hay interculturalidad cuando se conectan estas esferas o culturas, cuando se relacionan y se producen ‘intersecciones’ de la pluralidad cultural» (Alcaman et al, 2002). Cervantes considera que mientras «el multiculturalismo surge como un modelo que intenta enfrentar y superar los problemas procedentes de visiones monoculturales, el interculturalismo se propone como alternativa al etnocentrismo». La interculturalidad supone la existencia de zonas de contacto, prácticas y experiencias comunes entre culturas que comparten un mismo territorio: cultura gastronómica, deportes, creación artesanal, etcétera. Sin embargo más adelante la investigadora advierte críticamente que al estudiarse la transferencia de información ente culturas, se posibilita el surgimiento de una visión ideológica, pues la transmisión de información no sólo implica un desplazamiento de datos de una cultura a otra, sino que además genera procesos de asimilación o de integración poco analizados. Y concluye: «Aunque se supone que la interculturalidad se refiere a un intercambio, es frecuente que se dé sólo en una vía, esto es, que prevalezca el conocimiento y la difusión de los valores y creencias de la sociedad huésped que recibe a las minorías» (Cervantes, 2006:32).

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Algunos autores han examinado la manera en que ocurre el desarrollo de las personas «en un contexto de valores y prácticas cotidianas compartidas socioculturalmente» (Mejía-Arauz, 2006), perspectiva fundada en las ideas desarrolladas por Vygotsky, entre otros investigadores que a principios del siglo XX «trazaron los fundamentos de la teoría sociocultual y la teoría de la actividad» y que da pie, a nuestro juicio, a una mejor comprensión de la interculturalidad. Siguiendo estos argumentos, una visión de las comunidades anudadas de diversas maneras en sus «prácticas, tradiciones, valores y significaciones desarrolladas a lo largo de la historia», propicia una mejor comprensión de la complejidad de los procesos de interculturalidad. Mientras la multiculturalidad es a veces interpretada a través de la metáfora del mosaico, la interculturalidad sugiere conexión. Diversidad cultural

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Armand Mattelart cita a Michel de Certeau para reafirmar la idea de que «todo discurso relativo a los problemas culturales pisa un terreno de palabras inestables», especialmente en cuanto a la expresión «diversidad cultural», cuyas «ubicuidad» y «declinaciones» así lo atestiguan. Para aquel autor, el empleo del concepto diversidad cultural «es una amplia interpelación, un cajón de sastre en el que se encasillan realidades y posiciones contradictorias, dispuestas a todos los compromisos textuales» (Mattelart, 2006:11). No hay que dejarse desalentar por esta conclusión, que tiene que ver con la manipulación del concepto, no con el concepto en sí mismo. En este sentido aclara Mattelart que en nombre de la preservación de la

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diversidad cultural Estados e instituciones internacionales «abogan por la instauración de políticas públicas, nacionales y regionales, que tiendan a convertir las creaciones de la mente, incluidas las audiovisuales, en una excepción. Fomentar la diversidad ampliando el abanico de la oferta mercantil: ése es el argumento, en cambio, que esgrimen los grandes grupos de comunicación para oponerse a un estatuto singular de la cultura y justificar su carrera por la concentración» (11-12). El artículo primero de la Declaración Universal de la UNESCO sobre Diversidad Cultural considera que La cultura adquiere formas diversas a través del tiempo y del espacio. Esta diversidad se manifiesta en la originalidad y la pluralidad de las identidades que caracterizan los grupos y las sociedades que componen la humanidad. Fuente de intercambios, de innovación y de creatividad, la diversidad cultural es, para el género humano, tan necesaria como la diversidad biológica para los organismos vivos. En este sentido, constituye el patrimonio común de la humanidad y debe ser reconocida y consolidada en beneficio de las generaciones presentes y futuras (UNESCO, 2001).

Allí aparece una definición trascendental: «la diversidad cultural es, para el género humano, tan necesaria como la diversidad biológica para los organismos vivos». Estamos en presencia de una operación argumental determinante para entender definitivamente uno de los grandes problemas de los últimos veinte años. La introducción del concepto de diversidad en el ámbito de las discusiones por el reconocimiento de los valores estructurales de la cultura y el rechazo a su consideración como una mercancía más, marca un parteaguas y ayuda a comprender mejor el problema.

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Entender la cultura a través del modelo de diversidad biológica es, en términos de pensamiento complejo, un gran paso de avance en el conocimiento del problema. Como se sabe, la filosofía conservacionista que emerge en el último decenio como consecuencia de la depredación ambiental, tiene como centro la preservación de la biodiversidad. La diversidad biológica «expresa la variedad o diversidad del mundo biológico. En su sentido más amplio, biodiversidad es casi sinónimo de ‘vida sobre la Tierra’. El término se acuñó en 1985 y desde entonces se ha venido utilizando mucho, tanto en los medios de comunicación como en círculos científicos y de las administraciones públicas». Es ahora motivo común de inquietud el hecho de que las actividades humanas han reducido la biodiversidad a escala mundial, nacional y regional y que esta tendencia continúa. Esto se manifiesta en la pérdida de poblaciones vegetales y animales, en la extinción y en el agotamiento de especies y en la simplificación de comunidades y ecosistemas.

Se sabe que esta alarmante situación condujo a la Cumbre de Río de Janeiro en 2002 y a los esfuerzos y medidas que desde entonces expresan la creciente gravedad del problema.

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La construcción del concepto de diversidad cultural permite aplicar el modelo biológico en un contexto social y humano que le es inmanente. No es esta, sin embargo, la vía por la que por primera vez se apeló a la diversidad como recurso argumental. Diez o veinte años atrás no se configuraba todavía un concepto semejante. La conferencia de México, a pesar de su carácter fundacional por muchas razones, no llegó a él. Se puede encontrar el término en 1995 en el texto Nuestra diversidad creativa, elaborado por la Comisión

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Mundial de Cultura y Desarrollo, pero allí no alcanza aún, o no se le concede, una dimensión teórica significativa. Tres años más tarde en el Encuentro de Estocolmo de 1998 se escuchará con mayor frecuencia el término de diversidad cultural, tanto en los documentos iniciales sometidos a debate como en las discusiones de las cuales dan cuenta las relatorías. La aparición del concepto en Estocolmo parece haber preparado el terreno a los actores de un debate que varios meses después, para finales de 1998, encuentran asidero en él para encarar un problema ya no solamente de orden teórico, sino político, que terminaría por resolverse siete años después con la adopción de la Convención sobre la diversidad cultural de la UNESCO, aprobada el 20 de octubre de 2005 con el voto a favor de 148 naciones, 4 abstenciones y la oposición de Estados Unidos e Israel.

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3 Saqueo y desmemoria Una eminente antropóloga mexicana (Arizpe, 2006) ha denunciado la inescrupulosa apropiación de conocimientos indígenas por corporaciones farmacéuticas agroindustriales que «descubrieron» en aquellas culturas cognitivas soluciones para determinados problemas de la salud humana. La historia latinoamericana está llena de hallazgos culturales a los que no sobrevivieron las culturas porque el interés nunca se concentró en aquéllas, sino en el sometimiento y el saqueo. Sabemos del estupor de los indígenas en 1521 ante la conquista de Tenochtitlan, cuya tragedia se relata en las crónicas de Bernal Díaz del Castillo: cuando los españoles

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hubieron llegado a la casa del tesoro, llamada Teualco, luego se sacan afuera todos los artefactos tejidos de pluma, tales como travesaños de pluma de quetzal, escudos finos, discos de oro, collares de los dioses, las lunetas de la nariz, hechas de oro, las ajorcas de oro, las diademas de oro. Inmediatamente fue desprendido de todos los escudos el oro lo mismo que de todas las insignias. Y luego hicieron una gran bola de oro, y dieron fuego, encendieron, prendieron llama a todo lo que restaba, por valioso que fuera: con lo cual todo ardió».

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Así arderían urdimbres, culturas, «tramas de significación tejidas por el hombre», como diría Geertz. Junto con las ajorcas, diademas y tejidos de pluma de quetzal ardieron manuscritos, fueron sepultados templos, desaparecieron lenguas y con ellas el tesoro de sus ideas. Se perdió la poesía de nuestros indios, «la más grande de América» dice Ernesto Cardenal. Los españoles, «derrotados por el esplendor prehispánico» (Báez, 2003), quemaron casi en su totalidad los libros que almacenaban antiguos conocimientos sobre historia, astronomía y medicina de mayas y aztecas. Los mexicas, que después se hicieron llamar aztecas, vieron arder su pasado esplendor en las hogueras levantadas con todos sus escritos e ídolos por voluntad de Zumárraga nueve años después de la llegada de Cortés. Fray Servando Teresa de Mier escribiría más tarde severas admoniciones contra el primer Obispo de México por entregar a las llamas «todas las librerías de los aztecas, de las cuales sólo la de Texcoco, que era su Atenas, se levantaba tan alta como una montaña, cuando de orden de Zumárraga la sacaron a quemar». Ayer fueron la conquista, el saqueo, la devastación. Después la negación. Hoy podría ser el olvido. El olvido es una amenaza de muchas dimensiones y no

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tiene que ver tanto con la memoria de los individuos como con numerosas grietas estructurales de la sociedad. En las cartas constitucionales latinoamericanas anteriores al último quinto del siglo veinte se experimenta ese gran vacío con respecto al cañamazo de culturas sobre el que se teje nuestra América; y aquellas culturas ignoradas, hoy son además despojadas de sus espacios naturales, según confirma el relator especial de los derechos indígenas Rodolfo Stavenhagen en un reporte ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU: «Son numerosas las denuncias y las quejas de comunidades indígenas cuyos recursos han sido apropiados y son explotados por poderosos consorcios económicos, sin su propio consentimiento ni participación». Se sabe que en 2007 más de dos terceras partes «de las tierras con potencial minero de América Latina se encuentran en territorio reclamado por los grupos aborígenes» (Báez, 2008). De esa dimensión son los efectos de las fallas estructurales que prácticamente atraviesan todos los ámbitos de las naciones latinoamericanas. Existe una profunda línea de falla abierta por el sismo de la conquista y que se prolongó con la destrucción de la memoria. Las maravillas «nunca oídas, ni aun soñadas» vistas y descritas por Bernal Díaz del Castillo no llegaron hasta hoy. Pero el olvido no es sólo efecto, también es causa. Dice Rigoberta Menchú que cuando llegó a las Naciones Unidas, hace más de veinte años «nadie hablaba de los indígenas». Eso provoca que —al ser negadas, ignoradas, olvidadas— sus culturas difícilmente contarían con suficientes espacios simbólicos de supervivencia y mucho menos con campos institucionales de reivindicación, entre ellos los de naturaleza jurídica. Tendrían que pasar veinte años de discusión antes de que se proclamara,

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más bien tarde, la Declaración Universal sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2007. Dondequiera que viven pueblos indígenas, ha dicho Rigoberta, «encuentro el mismo rostro y encuentro los mismos llantos de los niños, encuentro las mismas quejas de todos, encuentro las mismas propuestas y encuentro, sobre todo, casi parecidos, los mismos problemas». No pocas veces y por diversos medios gente de buena voluntad, académicos, políticos, investigadores, han denunciado la torpeza o iniquidad de quienes pretenden ignorar o destruir aquellas culturas. Chiapas, por ejemplo, tiene una historia marcada por el conflicto de la tierra entre las comunidades indígenas y campesinas y la presencia de los grupos económicos que desde tiempos coloniales han mantenido sus viejos latifundios. Y ha de verse como un crimen el manto de olvido arrojado por los grandes medios de comunicación sobre la cultura indígena en general.

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Según las revelaciones del investigador mexicano Jorge Fuentes Morúa, los pueblos indios en su repliegue histórico, constituyeron sus hábitats en regiones relativamente inaccesibles dentro de una extensa «geografía del refugio» que coincide con regiones relativamente aisladas cuya biodiversidad y extraordinarias riquezas contenidas en la impresionante variedad de selvas, desiertos, montañas, flora y fauna mexicanas, atrajeron las apetencias devasta-doras de los grandes consorcios transnacionales. «La conjunción de las necesidades crecientes de recursos naturales, el desgaste acelerado de la soberanía nacional frente al incontenible impulso del proceso globalizador han despertado la

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avidez por las riquezas existentes en los santuariosrefugios indígenas», concluye Fuentes Morúa. No se piense que la situación se limita a unos cuantos episodios dramáticos y a algunos refugios selváticos de México, Guatemala o Brasil. Se esparcen por toda América Latina seiscientos setenta y un pueblos indígenas, «que constituyen además un sector tan abandonado que representa el ochenta por ciento de la pobreza más indignante» (Báez, 2003). La génesis del debate mundial relacionado con este problema pudiera situarse en el momento en que el Consejo Económico y Social de la ONU concibe una serie de acciones encaminadas a la protección de los pueblos indígenas. Pero el problema no puede escindirse del ámbito, más extenso, de reflexión sobre la diversidad cultural, uno de cuyos momentos inaugurales más reconocido y mejor documentado es la Declaración de México que se suscribe precisamente en 1982. Yo creo que definitivamente todo este esfuerzo acompañó y dio aliento a un proceso de construcción de estructuras y espacios jurídicos favorables al problema de la diversidad en general y a los derechos indígenas en especial. Parece inverosímil que la comunidad internacional haya necesitado un cuarto de siglo —desde que se planteó el debate político— para reconocer que «los pueblos indígenas tienen derecho a revitalizar, utilizar, desarrollar y transmitir a las generaciones futuras sus historias, idiomas, tradiciones orales, filosofías, sistemas de escritura y literaturas, y a atribuir nombres a sus comunidades, lugares y personas y mantenerlos». Esto explica la complejidad de un proceso de discusiones que a pesar de todo condujo el tema hasta hacerlo desembocar en numerosos textos

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constitucionales de AmĂŠrica Latina, donde finalmente algunas ideas, reclamos y reivindicaciones cobraron fuerza jurĂ­dica.

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4 Tres campos de acción Tres son los campos de mayor alcance abiertos a la defensa y promoción de la diversidad cultural en el último cuarto de siglo. Un primer campo, teórico, configurado por las contribuciones y hallazgos del conocimiento científico —particularmente desde las disciplinas de la antropología, la sociología, la psicología, la filosofía y la comunicación—, y por el diálogo dinámico articulado por la UNESCO dentro del cual una noción primitiva de la cultura fue desplazada finalmente por una visión compleja de grandes repercusiones.

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El segundo campo comparte con el primero los fundamentos de la teoría, a partir de los cuales comienzan a entreverarse nuevas prácticas y visiones. Es el campo institucional que tiene a la UNESCO en su centro y que se reproduce globalmente en un haz de retículas que cubren todas las capitales del mundo. Su peso descansa en la capacidad para articular diálogos que provocan réplicas sucesivas en tiempo y espacio. Y un tercer campo, jurídico, que se debe a la irrupción del tema de la diversidad cultural en el terreno del constitucionalismo. Se trata de un fenómeno reciente en torno al cual queda mucho por estudiar en el ámbito latinoamericano. Por muchos años la cultura no formó parte de los grandes problemas de que se ha ocupado el constitucionalismo1, entendido como cuerpo de doctrinas, tendencias, estudios y teorías que fundamentan el rol de las constituciones o leyes fundamentales en la vida política de los Estados. Su aparición se remonta a las postrimerías del siglo XVIII2, en lo que algunos autores reconocen como «la cristalización en el ámbito de lo político de una serie de ideas dominantes en la cultura de la época» (Ruiz, 2003). Paradójicamente, el pensamiento que dominaba hacia finales del dieciocho y que era viva expresión de la cultura de su tiempo, no consideraba a la cultura en su horizonte político, de manera que ésta queda «completamente ausente de las constituciones de la época liberal (Prieto, 1983). 64

En toda la extensión del siglo XIX y principios del XX tendrán lugar procesos que culminaron concediendo paulatino relieve a la cultura como materia constitucional. ¿Qué aporta el derecho a la cultura? se pregunta Prieto (2003); sin duda, dice, «una esenciadísima función de garantía de los derechos subjetivos relati-

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vos a la cultura de los individuos y de los grupos en los que desenvuelven su vida —es decir, de los derechos culturales—, así como la garantía de los principios y valores superiores (autonomía de la cultura, pluralismo, diversidad, descentralización...) que hacen posible un desarrollo cultural democrático». Con los nuevos tiempos «la nueva realidad cultural no podrá dejar de tener en su momento un reflejo en la constitución y en la ley» (Ruiz, 2003). Una de las primeras manifestaciones de aquel reconocimiento del valor político y social de la cultura se da precisamente en el texto constitucional mexicano de Querétaro, en 1917. Allí aparece una de las primeras alusiones de que se tiene noticias con respecto a la cultura, que después se verán en las constituciones de Weimar 1919 y Perú 1920, entre otras. La Constitución de Querétaro confirma la importancia de la cultura al situarla como una de las aspiraciones de la vida democrática del país. Así queda reconocida en el contexto de las garantías individuales en una carta magna cuyo artículo 3º consagra el carácter democrático de la educación, «considerando a la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo». Como se advertirá, no se trata de una simple mención, sino de una de las dimensiones sobre las cuales se funda un proyecto nacional. De ahí que para la Constitución de Querétaro una educación será «nacional» en cuanto atienda tanto «a la comprensión de nuestros problemas» o «a la defensa de nuestra independencia política», cuanto «a la continuidad y acrecentamiento de nuestra cultura». Y continuando esta línea, la ley suprema mexicana de 1917 encomienda a universidades y de-

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más instituciones de educación superior realizar «sus fines de educar, investigar y difundir la cultura» (Subrayados del autor). Hasta entonces no emerge aún el problema del reconocimiento de la diversidad cultural, que para inicios del siglo veinte no ha sido siquiera enunciado. Pero los efectos de los cambios culturales continuaron aflorando paulatinamente en el ámbito del constitucionalismo europeo. La aparición del cine como un medio de creciente poder, en el contexto del auge inaugural de la sociedad de masas, suscitó reacciones sin precedentes, como la recogida en el artículo 118 de la alemana Constitución de Weimar, donde la expresión por medios cinematográficos resultó excluida de las libertades de expresión consagradas constitucionalmente. Schmitt asume al respecto que «el problema político del influjo de masas por el cinematógrafo es tan significativo que ningún Estado puede dejar sin control este poderoso instrumento psicotécnico; tiene que sustraerlo a la política, neutralizarlo» (Schmitt, 1982).

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Con el avance del siglo, el auge galopante de los medios de comunicación ocupa en razón directamente proporcional la atención de científicos, académicos, analistas, políticos y amplios sectores de la sociedad. Las dimensiones e implicaciones políticas y sociales del fenómeno le hacen convertirse en materia constitucional en una medida que rebasa los ya insuficientes alcances de Querétaro y Weimar. Ahora se configura un problema nuevo: el régimen de los medios de comunicación redefinidos por el cine, la radio y la televisión en una curva histórica que después de la segunda Guerra Mundial constituyen no sólo indicios de una nueva era, sino que ellos mismos constru-

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yen esa nueva era precisamente por unas repercusiones culturales que ya no pueden ser ignoradas por la constitución de ningún Estado. Como se ha visto, el constitucionalismo ya no se ocupará solamente de subrayar el valor social de la cultura o de controlar la expresión cinematográfica. En 1950 un texto que no puede considerarse formalmente una constitución, pero que en su fondo sí promueve ciertas competencias constitucionales, reafirma en el ámbito europeo el reconocimiento del «derecho a la libertad de expresión, a la libertad de opinión y a la libertad de recibir o de comunicar informaciones o ideas», pero a su vez asegura que la consagración de tales libertades «no impide que los Estados sometan a las empresas de radiodifusión, de cinematografía o de televisión a un régimen de autorización previa». Así quedó escrito en el artículo3 10 del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales suscrito en París, 1950, por los miembros del Consejo de Europa. Poco antes el mundo acababa de salir de la segunda de las guerras que a juicio de Maigret (2005) «reforzaron el sentimiento de que los medios eran instancias de control y de manipulación». Por lo visto la construcción legislativa hasta aquí esbozada no se agota, como advierte Prieto, en la regulación de los sectores culturales. A la par de estas legislaciones sectoriales se articulará «una regulación general de los principios que constituirán las marcas de la cultura en tanto objeto del derecho y, en particular, de los derechos fundamentales relativos a la cultura y sus garantías jurídicas» (Prieto, 2003). Este proceso de inserción de la cultura en las constituciones implica un salto cualitativo en el tratamiento jurídico del hecho cultural como un todo y cuyos

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principios y valores se blindan con la suprema protección inherente a las constituciones y que, como subsistema dentro de ellas, todos juntos forman lo que la doctrina jurídica ha llamado la «Constitución cultural», aquella parte de la constitución que agrupa las reglas, principios y garantías constitucionales específicos de la cultura. El resultado es que hoy académicamente podemos afirmar la existencia de un derecho de la cultura como una especialidad que enfoca el hecho cultural desde una perspectiva integral y que trata de ofrecer un marco jurídico para la fijación de valores y de garantías para el desarrollo cultural así como un instrumental específico para la construcción de los modelos culturales que quieran darse las sociedades democráticas (Prieto, 2003).

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Numerosos investigadores coinciden en advertir que «Latinoamérica vivió una ola de reconocimiento constitucional del multiculturalismo desde mediados de los ochenta hasta la fecha» (Barié, 2003). En lugar de ola,preferiría la palabra más discreta y precisa de peldaño, que a su vez sugiere pasos y permite apreciar las articulaciones de un proceso que, a diferencia de una ola, es irregular, asimétrico e intermitente. Entre 1986 y 1995 ocho naciones sudamericanas —Guatemala, Nicaragua, Brasil, Colombia, México, Paraguay, Perú y Bolivia, en ese orden— ascendieron constitucionalmente un peldaño. Avance importante, pero todavía insuficiente si se considera que aún queda un grupo de países cuyas cartas constitucionales ignoran el tema —(Belice, Chile, Guayana Francesa, Surinam, y Uruguay). Estableciendo los correspondientes niveles en este ascenso constitucional, Barié menciona «un segundo conjunto de naciones latinoamericanas» —Costa Rica, El Salvador, Guyana, y Honduras— que conceden «alguna protección puntual a sus grupos étnicos dentro de un marco legal incompleto».

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Otras doce naciones —las ocho primeras, seguidas por Argentina, Ecuador, Panamá y Venezuela— desarrollan «una extensa legislación indigenista en el plano constitucional», asumen compromisos con sus comunidades «y fijan ciertas reglas» orientadas a la garantía de la supervivencia de sus respectivas culturas y la protección de sus espacios vitales (Barié, 2003). La Constitución de Guatemala de 1986 incorpora un reconocimiento explícito al derecho de las personas y las comunidades a la identidad cultural. Un año después los nicaragüenses conceden rango constitucional a su «naturaleza multiétnica» y consagran el derecho de las comunidades de la Costa Atlántica a «preservar y desarrollar su identidad cultural. En su carta magna de 1988 Brasil proclama que «el estado garantizará a todos el pleno ejercicio de los derechos culturales y el acceso a las fuentes de la cultura nacional, y apoyará e incentivará la valoración y difusión de las manifestaciones culturales» y que «protegerá las manifestaciones de las culturas populares, indígenas y afrobrasileñas y los otros grupos participantes en el proceso de civilización nacional». Y con respecto a los indios reconoce «su organización social, costumbres, lenguas y los derechos originarios sobre las tierras que tradicionalmente ocupan.» En 1991 Colombia «reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación». Al año siguiente México proclama su «composición multicultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas», a la vez que Paraguay se autodefine como «país pluricultural y bilingüe» y garantiza el «derecho de los pueblos indígenas a desarrollar su identidad étnica». En 1993 Perú «reconoce y protege la pluralidad étnica y cultural de la nación» y

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en 1995 Bolivia declara la naturaleza «multiétnica y pluricultural» de la nación. Notas «Ningún texto constitucional habló durante todo ese tiempo de libertad de creación cultural, de derechos culturales o de derecho a la cultura, de derecho a la no discriminación por motivos de pertenencia cultural, de los principios de pluralismo y de descentralización cultural». Para mayores referencias al respecto, véase Prieto de Pedro, Jesús: Cultura, culturas y Constitución, Madrid: CEC, 1983.

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Para Prieto de Pedro (2003), «los cimientos del actual edificio del derecho cultural» comenzaron a levantarse realmente en el siglo XIX. Este investigador considera que la nueva arquitectura se apoya en tres columnas jurídicas: el derecho de autor, la protección del patrimonio cultural y «la legislación de prensa e imprenta que adoptan la mayor parte de los Estados constitucionales a lo largo del siglo XIX».

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Este artículo tiene dos epígrafes que se expresan en los términos siguientes:

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«1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o de comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber injerencia de autoridades públicas y sin consideración de fronteras. El presente artículo no impide que los Estados sometan a las empresas de radiodifusión, de cinematografía o de televisión a un régimen de autorización previa.

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«2. El ejercicio de estas libertades, que entrañan deberes y responsabilidades, podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones o sanciones, previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad nacional, la integridad territorial o la seguridad pública, la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, la protección de la reputación o de los derechos de terceros, para impedir la divulgación de in-

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formaciones confidenciales o para garantizar la autoridad y la imparcialidad del poder judicialÂť.

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5 La cuarta carabela La televisión llegó a la América Latina en un fardo de treinta toneladas de equipos por valor de cinco millones de dólares que arribaron a puerto brasileño después que un visionario paraibano de nombre Francisco de Assis Chateaubriand Bandeira persuadiera a hombres de negocios norteamericanos y dispusiera de su propia cadena de periódicos para financiar con capital privado la primera aventura de la TV en este continente. Tal acontecimiento marca el inicio de una expansión hemisférica en circunstancias muy peculiares y de la mano de un período de posguerra bajo dos signos dominantes. Por una parte el inicio de la sorprendente y tal vez anómala «edad de oro» del capitalismo (Hobsbawm, 1998). La escala y el impac-

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to de la transformación registrada en aquellos años posteriores a la segunda Guerra Mundial, ha sido evaluada como «la mayor, la más rápida y la más decisiva desde que existe el registro histórico», según Eric Hobsbawm, quien asegura además que las manufacturas mundiales crecieron cuatro veces en una década desde principios de los cincuenta y, algo todavía más impresionante, el comercio mundial de productos elaborados se multiplicó por diez. Sin embargo, la conspicua geografía de la opulencia y lo que en algún lugar llamaron «democracia del consumo» quedan fuera del alcance de una población abrumadoramente mayor, que pareciera habitar otros mundos. Ello explica que a pesar de su vertiginoso desarrollo en Estados Unidos y su relativamente pronta ascensión en América Latina, decenas de naciones en los continentes de Asia y África, donde habitan más de la mitad de los seres del planeta, tendrían que vivir largas décadas antes del desembarco de la televisión.

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Junto a los años dorados y a la transformación económica, social y cultural que estos provocan en los países capitalistas desarrollados, tiene lugar, por otra parte, un fenómeno que dominaría por completo el escenario internacional de gran parte de la segunda mitad del siglo XX: la división del mundo en dos grandes sistemas sociales cuya confrontación arrastró tras sí numerosos destinos. Con la bipolaridad surgida al finalizar la II Guerra Mundial se instaló otra contienda entre las superpotencias líderes, esta vez sin el ruido de los cañones ni la fuerza arrasadora del fuego. Una guerra fría que lanzó a los contendientes a una carrera sin tregua por el dominio mundial. Los países latinoamericanos no escaparon al impacto de los tiempos y mucho menos a la presión de los Estados Unidos, visiblemente ocupados en conservar y exten-

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der su dominio sobre un espacio de enorme importancia mundial. El contexto histórico de la América Latina tiene para entonces sus propias peculiaridades. Cuatro siglos y medio después de la colonización europea, sobrevive una historia de pobrezas, frustraciones, abismos entre miseria y riqueza, marginalidad, neocolonialismo y ambiciones sin frenos de un capitalismo voraz e imaginativo. Las naciones de nuestra América se independizaron de las antiguas metrópolis europeas, pero no lograron en términos sociales ni políticos el clima de libertad a que aspiraron por siglos. Ni alcanzaron tampoco la unidad y la justicia que los haría fuertes y buenos en lo interior; ni la integración que los enlazaría como naciones que comparten culturas y destinos en un mundo de nuevos retos y transformaciones. Alrededor de las magníficas capitales conocidas como Lima, Ciudad de México, La Habana, Brasilia, Buenos Aires o Caracas, crecieron países vulnerables, pueblos agobiados por la iniquidad, la pobreza, el subdesarrollo crónico, las crisis dictatoriales y las políticas serviles. La de los cincuenta fue una década de oligarquía, represión y dictadura para algunas de las naciones del área. Muchas padecieron de incurable inestabilidad y otras, cuando menos, resultaron víctimas en diversos grados de populismo o demagogia. Pero en sus capitales –en casi todas– nunca faltaron los signos equívocos de un mundo de abundancias, de aquella incipiente «edad de oro» que les llegó, al decir de Hobsbawm, «en forma del autobús o el camión; en forma de surtidor de gasolina; en forma de la radio de pilas que llevaba el mundo hasta ellos». Ese mun-

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do fue el que llegó a las capitales latinoamericanas, también, en forma de televisor. La historia de la televisión en sus orígenes latinoamericanos —particularmente a la altura de su primer lustro— encuentra un escenario dominado por la contradicción entre un proceso de industrialización que se impone como tendencia histórica (Bielchowsky, 1998) enfrentado a una urbanización que se traducía «en el empobrecimiento de la población y la tugurización de las ciudades». No obstante, la televisión continuaba su proceso de expansión en un continente con crecientes expectativas de rebasar el atraso, la miseria y el subdesarrollo que para entonces alcanzaba proporciones considerables. Tales expectativas fueron alimentadas por la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), cuyo pensamiento contribuye a la difusión de una «mística del desarrollo» y promueve «la convicción de que el arranque desarrollista tendría un punto de sustentación importante en los sistemas de comunicación masiva» (Marques de Melo, 2007). En este contexto la UNESCO fomentaba «iniciativas articuladoras y movilizadoras» orientadas a «estimular el crecimiento de las redes nacionales de difusión masiva, renovar o formar equipos profesionales, investigar los fenómenos culturales implícitos en la actuación de los mass media». 78

El investigador brasileño Marques de Melo concluye que la expansión de los medios de comunicación en América Latina en modo alguno tendría un impacto directo en «la transformación de las estructuras sociales y económicas». En sentido opuesto al entusiasmo desarrollista y a su correspondiente visión instrumental de los medios, el crecimiento y modernización

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de la radio, la televisión y los periódicos ocurrió a la par de «un proceso de empobrecimiento de las masas urbanas en la gran mayoría de los países latinoamericanos, como resultado del modelo de desarrollo dependiente que aquí se instauró». Prebisch ya había advertido «el papel relativo de la información de masas en el contexto desarrollista», al considerar por aquellas fechas en Santiago de Chile que las «técnicas modernas de difusión de ideas y de informaciones» no eran más que una variable dentro de un proceso de mayores proporciones: «la asimilación y adaptación de la técnica contemporánea a las condiciones de América Latina». El entusiasmo resultó a todas luces esquivado por los hechos, según se desprende de la posterior evolución del continente. El balance del decenio anterior y de los primeros años del segundo decenio para el desarrollo elaborado por la CEPAL indica que en América Latina se produjeron «importantes cambios en la condición social». La población crecería de 210 millones en 1960 a 279 millones en 1970 y llegaría a 372 millones diez años después. El referido balance establece que «continuaron agravándose aspectos negativos de la concentración urbana y el deterioro del medio ambiente. Las proporciones de las poblaciones nacionales que sienten el impacto del cambio societal y del desigual crecimiento económico han aumentado a tal punto que llegan a abarcar casi la totalidad» (CEPAL, 1998: 635). El panorama no constituye un freno para el desarrollo de la televisión sostenido por su vocación mercantil. Dos son los aspectos, entre otros, que abren espacio a esta dicotomía. Uno de ellos es, contra toda lógica, «el afán de reproducir el modo de vida de los países avanzados y en particular el de los Estados

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Unidos» que comparten los países de la región, especialmente en lo que concierne a la manera en que América Latina «se incorpora a la demanda y a la oferta industrial, a la plataforma energética, a la comercialización, a las comunicaciones y al financiamiento del consumo». El segundo aspecto es que la televisión constituye un resorte para el auge del propio modo de vida que ella simboliza en sí misma, gracias a su capacidad para orientar la demanda, «en virtud de la considerable fuerza de penetración de la publicidad comercial». Marques de Melo sitúa este hecho como una confirmación de la advertencia de Raúl Prebisch (1961), quien argumentaba que «la presencia de los medios de difusión de ideas podría agudizar la exposición de las poblaciones latinoamericanas a patrones de bienestar que las sociedades nacionales no estaban en condiciones de propiciar colectivamente».

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Brasil, México y Cuba inauguran oficialmente –en ése orden– sus transmisiones de televisión en 1950. En realidad fueron de los primeros países del mundo en hacerlo, si tomamos en cuenta que para entonces sólo contaban con ese servicio Alemania, Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia. Las mejores razones para explicarnos este hecho vienen de las peculiares circunstancias que dan soporte a las relaciones de América Latina con los Estados Unidos. Después de la II Guerra Mundial Europa tiene que restañar graves heridas y enfrentar además un penoso proceso de división, así como las nuevas tendencias de un mundo que comenzaba a disputarle las colonias de ultramar con cuyos recursos financiaron buena parte de su progreso. Estados Unidos no tuvo nada de qué resarcirse y más bien encontró en la contienda un paréntesis para potenciar una economía intacta. La agenda de la

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sociedad norteamericana después de la II Guerra Mundial era ocupada por los temas del crecimiento, la prosperidad, la innovación y la abundancia de bienes. América Latina, no sin graves costos, captó parte de este impulso mediante la inversión de capital estadounidense que les permitió una gran revitalización de su actividad industrial, principalmente en Argentina, Venezuela, México y Brasil. El contexto económico y político de la América Latina, definitivamente marcado por la dependencia de los Estados Unidos, favoreció el temprano surgimiento de la televisión en algunas de sus naciones, mucho antes aun que en países europeos de superior desarrollo como España, Suiza, Luxemburgo, Italia o Austria, por sólo citar algunos casos. Antes de 1950 países como Cuba, Brasil y muy especialmente México, ya se inquietaban por el nuevo medio, movidos por las apetencias comerciales que desde fechas tan tempranas marcaron el carácter de las primeras señales de televisión lanzadas al aire por primera vez en todo el mundo de habla hispana. Pareciera una ironía que un puñado de excolonias rebasaran en algún momento a su antigua metrópoli en materia de adelantos tecnológicos, aunque en realidad la llegada de la televisión no era más que el desembarco de nuevas carabelas en las playas hispanoamericanas, en lo que Edgar Morin llama «una segunda colonización». Estados Unidos llegó a producir siete millones y medio de televisores en 1950, cifra muy superior a la de automóviles, lavadoras y otros bienes de consumo. Para ese año, el país contaba con 104 emisoras que transmitían para diez millones y medio de receptores dispersos en toda la nación (Faus, 1979), una verdadera explosión que para 1958 se quintuplicaría. Si

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sumamos esto a los anteriores factores, no será difícil de entender entonces el inmediato impacto en las naciones del Sur. Los primeros intentos de que se tiene noticia de acercamiento a la televisión en América Latina datan de los tiempos en que Alemania, Inglaterra y Estados Unidos se movían a la vanguardia de los experimentos e investigaciones de un proceso a punto de exponer de manera definitiva sus primeros resultados a escala social. En 1931 la Columbia Broadcasting System (CBS) anunciaba el inicio de emisiones experimentales y públicas de una emisora en Nueva York, mientras que en Berlín ya se promovía, aunque aun de forma muy limitada, la venta del primer televisor con imagen y sonido (Faus, 1979). En aquel momento, apenas dos años antes de las primeras emisiones regulares que tendrían lugar en Berlín e inmediatamente en Londres, dos jóvenes mexicanos habían adquirido algunos equipos de televisión en los Estados Unidos e hicieron pruebas de transmisión que constituyeron acaso, a pesar de su aislamiento anecdótico, el primer hito de una prolongada y accidentada empresa (Mejía, 1998).

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México es un caso excepcional dentro del proceso de desarrollo de la televisión en América Latina y, en general, dentro de todo el mundo subdesarrollado. A diferencia de Brasil, Cuba, Argentina y demás naciones del área, los mexicanos no esperaron a que el invento de la televisión fuera un hecho consumado por terceros: ellos hacían notables esfuerzos por desarrollar sus propios sistemas aún cuando quedaban en Europa y Norteamérica muchos aspectos tecnológicos por dilucidar. Hay un nombre en México que resume los empeños científico-técnicos de aquel país

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a lo largo de unos quince años de anticipación a las transmisiones oficiales de 1950. Guillermo González Camarena, joven de extraordinario talento a quien los mexicanos recuerdan como el hombre que «inventó la televisión en colores». En efecto, salvando el sutil equívoco del artículo determinado, el precoz ingeniero desarrolló un sistema de televisión cromática, su propia alternativa a los sistemas propuestos por sus contemporáneos en Europa y Norteamérica. En fecha tan temprana como 1939 concluyó un sistema tricromático que patentaría un año después (Castellot, 1993). Sin embargo, en un riguroso orden cronológico, no fueron los mexicanos sino los brasileños quienes avistaron las primeras imágenes en el breve horizonte de unos pocos televisores norteamericanos instalados en residencias sudamericanas. La televisión se instaló en América Latina mediante desembarcos sucesivos. Los pioneros fueron Brasil, México y Cuba en 1950. Un año después siguió Argentina, en 1951. Posteriormente continuaron Venezuela y República Dominicana en 1952; Colombia en 1954; El Salvador, Guatemala y Uruguay en 1956; Perú en 1958; Chile, Ecuador, Honduras y Panamá en 1959, Costa Rica en 1960, Paraguay en 1965 y, por último, Bolivia en 1969 (Waisbord, 1998). Más allá de emociones, deslumbramientos y de la inagotable colección de anécdotas que fluyeron a lo largo de este intenso proceso, la llegada de la televisión al continente confirmó su dependencia económica y tecnológica de los Estados Unidos y nos colocó como blancos de una nueva expresión de la dependencia cultural. El temprano surgimiento de la televisión latinoamericana sólo tuvo sentido en relación y en respuesta a la expresión a escala mundial de los intereses norteamericanos (Waisbord, 1998).

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Las pantallas de los muy pocos televisores que gradualmente se irían incrementando, eran dominadas en parte por contenidos del cine y la televisión norteamericanos. Los receptores disponibles eran insuficientes por razones obvias, pero además –al igual que las señales– éstos se concentraban en las zonas de mayor poder adquisitivo de las capitales y de algunas principales ciudades. Pocas horas de transmisión como resultado lógico de la falta de experiencias, contenidos, auditorio y capacidades de producción. No se puede ignorar en esta etapa el papel influyente de las grandes cadenas norteamericanas en el suministro de capital, tecnología, asistencia técnica y programación. Ante las alternativas posibles, de acuerdo con los antecedentes europeos y norteamericanos, se registró una hegemonía del modelo comercial, con algunas excepciones «episódicas» (Waisbord, 1998). Las grandes compañías de radio fueron las primeras en incorporarse al negocio. Compañías norteamericanas, como «las tres grandes» y Time Life, se vieron fuertemente involucradas en el nacimiento de la industria como sistema privado, cuyos primeros acordes disonantes fueron puestos por Perón en Argentina, Getulio Vargas en Brasil y Rojas Pinilla en Colombia.

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6 Panoramas nacionales En las siguientes líneas se ofrece un esbozo básicamente introductorio sobre algunas particularidades históricas y corporativas de la televisión latinoamericana, limitado en esta ocasión a los países fundadores y a aquellos sistemas cuyas magnitudes les permitieron mayor penetración en el área continental. Son reseñas no exhaustivas, registros de acceso, notas y referencias para la ubicación preliminar del estudiante. Todas ellas fueron acopiadas justamente en la etapa inicial del proyecto por lo que los datos se remiten sólo a los primeros 50 años de vida de la televisión en América Latina. En no pocas ocasiones la investidura de ciertos actos como oficiales, dan lugar a aproximaciones históricas

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incompletas y a lamentables omisiones en el análisis de determinados procesos que parecen olvidarse una vez que algunos textos coinciden en dar por oficial uno u otro acontecimiento. Sin restarle valor al hecho inobjetablemente histórico de que la televisión mexicana se inauguró formalmente el 1ro. de septiembre de 1950 con el IV Informe de Gobierno del presidente Miguel Alemán, sería penoso ignorar que desde fechas tan lejanas como 1931 —cuando aún alemanes, ingleses y norteamericanos tampoco habían estrenado oficialmente el gran invento—dos jóvenes mexicanos contemplaban el rostro de Amalia Fonseca mediante equipos de televisión traídos desde los Estados Unidos para realizar pruebas de transmisión (Mejía, 1998: 20).

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El bautismo social de la televisión mexicana tuvo lugar bajo el signo del comercio y la política, ese par de categorías que jamás volverían a serle ajenas. Años antes de la entrega de concesiones para la operación de canales y de las ceremonias inaugurales, el propio González Camarena cumplía la encomienda presidencial de estudiar los modelos existentes en Europa (monopolio estatal) y Norteamérica (comercial privado) a los efectos de determinar cuál se avendría mejor a los intereses mexicanos. Consideraciones de naturaleza pragmática y tecnológica, entre otras, terminaron por hacerles adoptar el modelo norteamericano, aún cuando no dejaron de reconocer los valores de la experiencia británica (Mejía, 1998: 24). El advenimiento de México al naciente mundo de la televisión en 1950 fue saludado como «el primer país de habla española y de toda América Latina que disfrutará, para provecho y beneficio de sus habitantes, del más grande invento de los tiempos modernos»,

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según palabras fundacionales de Rómulo O’Farril, dueño de la flamante Televisión de México, S.A. Para fines de ese mismo año ya los mexicanos disponían de una decena de miles de aparatos receptores, que se multiplicarían vertiginosamente en los años subsiguientes junto con el inicio de transmisiones de nuevos canales, que no se harían esperar. En 1951 el Canal 2 puso en antena la señal de sus emisiones regulares y un año después el auditorio mexicano recibiría la programación de Televicentro, producida en diez estudios y con una vasta infraestructura tecnológica. En 1952 comenzaron las emisiones regulares de una tercera concesión, el Canal 5, del ingeniero Guillermo González Camarena, pionero de la tecnología de la televisión en México. Desde sus mismos inicios el signo del mercado marcará las principales decisiones de la televisión en aquel país. Es así como apenas unos años después, apremiados por imperativos económicos, los tres concesionarios de la televisión del centro deciden unirse en 1955 y crean el primer monopolio televisivo en México: Telesistema Mexicano, «como un medio de defensa de tres empresas que estaban perdiendo muchos millones de pesos. Ahora se logrará bajar los costos de operaciones en beneficio de los inversionistas (…) Dentro de un año, la televisión será la primera industria de espectáculos y publicidad del país» (Martínez, 1989: 42). En 1976 surge Televisa en México como una operación concertada por el poderoso sector privado de la televisión, integrado por Telesistema Mexicano y Televisión Independiente de México, ante el establecimiento de emisiones televisivas oficiales que provocan un replanteamiento de sus estrategias. La consolidación y evolución de Televisa abrirá un espacio sin precedentes a la televisión comercial en México y

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en todo el mundo de habla hispana. «Grupo Televisa –como se presenta en su página de Internet– es la compañía de medios de comunicación más grande del mundo de habla hispana, así como líder mundial en la producción y transmisión de programas de televisión en español». La Compañía, a través de sus subsidiarias, produce, distribuye y transmite programas de televisión para el mercado nacional e internacional, opera servicios de televisión directa al hogar vía satélite (DTH) y presta servicios de televisión por cable. Según reportes de 1998, ha exportado unas 130 mil horas de programas a más de cien países en todo el mundo, de las cuales el 80% corresponde a telenovelas. La programación de Televisa tiene una participación dominante en el mercado de México con alrededor de tres cuartos del teleauditorio. Grosso modo, la producción de Televisa se caracteriza por una óptima calidad de su señal, signo de la muy actualizada estructura tecnológica que la genera; por un esquema presidido por el entretenimiento; por sus interminables melodramas, de los cuales llegan a transmitirse alrededor de 10 títulos por día.

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En lo que va de siglo la programación televisiva ha ido definiendo cada vez con cortes más precisos los rasgos distintivos que la identifican. Uno de ellos, sin lugar a dudas, es la parcelación de los grandes géneros y su transmisión a través de canales y sistemas especializados; un segundo rasgo es la globalidad de las coberturas; y otro más, la autonomía e imperio de los sistemas informativos. La televisión mexicana cuenta con otro mérito fundacional: poseer el primer canal cultural de América Latina. En efecto, Canal 11 surgió en 1954 operado por el Instituto Politécnico Nacional y desde entonces ha

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sostenido una vocación de servicio público a la cual posteriormente se incorporaría Canal 22, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Con menos suerte navegó en el terreno del servicio público la red estatal de Imevisión, cuyos niveles de desorganización, corrupción y pobre desempeño desembocaron en su privatización para conformar la empresa privada Televisión Azteca, que desde 1994 ha abierto ante el monopolio de Televisa una alternativa muchas veces calentada más por la enconada rivalidad que por el talento. El jueves 12 de octubre —curiosa coincidencia— de 1950, se realizaron en La Habana las primeras transmisiones televisivas en circuito cerrado, en vísperas del lanzamiento oficial que tendría lugar doce días después desde los estudios de Unión Radio-Televisión, Canal 4. El martes 24, al filo de un mediodía habanero convocado a la memoria, un presidente condenado al olvido hablaba desde el Palacio Presidencial ante las cámaras de televisión que lanzaron por primera vez en la mayor de las Antillas una señal de video hacia un puñado de receptores Zenith ante cuyas pantallas redondas se estremecieron los primeros testigos presenciales del acontecimiento. Un destacado protagonista e historiador de la radio cubana, Oscar Luis López, narra de la siguiente manera los acontecimientos previos a la inauguración, en el capítulo titulado «Aníbal ad portas… ¡La TV!» de su libro La radio en Cuba: En la antigüedad fue célebre la sorprendente noticia de que los ejércitos de Aníbal estaban a las puertas de Roma. El pánico y confusión que conmovió a los romanos de la época clásica no fue mayor que las

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agitaciones provocadas en la familia radial cubana con la llegada de la televisión. A diferencia de la radiodifusión, que penetra en Cuba por un lento proceso y se desarrolla por etapas, la televisión irrumpe en el año 1950 con un impulso arrollador, como si quisiera dominar todo en el campo de los espectáculos en la segunda mitad del siglo. Su línea es la improvisación. Su principio: la audacia. (…) En 1949, en la celebración del XVI aniversario de la fundación de la CMQ, Goar Mestre ofreció un banquete a las agencias de publicidad. En uno de esos barrages de propaganda a los que era tan adicto, Mestre hizo el recuento de los progresos alcanzados por su empresa, y habló de los grandes planes futuros: el circuito CMQ proyectaba iniciar experimentos televisados para dentro de tres años. Es decir, en 1952. Al año siguiente, en 1950, se inauguró la primera emisora de TV en Cuba que fue, al mismo tiempo, la tercera en la América Latina, y tuvo por ello una repercusión continental. Los planes de Goar Mestre se alteraban en varios aspectos: no habían pasado tres años, ni había sido la CMQ la que pusiera en el aire la imagen (López, 1981: 286).

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La sorprendente iniciativa había sido desplegada por un controversial agente de la RCA en Cuba ante la incredulidad de los propios norteamericanos. Gaspar Pumarejo, español de origen montañés, se enfrentaba mediante una rotunda jugada al poderoso monopolio de Goar Mestre, quien «no estaba dispuesto a permitir que por una osadía imprevista, se desintegrara su sólida estructura» (López, 1981: 288). Forzado por los acontecimientos, el clan de los Mestre se lanzó a la aventura de la imagen y puso en funcionamiento toda su maquinaria comercial y financiera.

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Antes de concluir 1950, apenas dos meses después de la puesta en antena de Unión Radio-Televisión, la CMQ salió al aire con la estación que no tardaría en convertirse en líder de la flamante televisión cubana: el Canal 6. Surgió así una feroz competencia comercial que canceló de facto toda posibilidad artística, cultural o social de las transmisiones televisivas. Fue, como subraya Oscar Luis López, «una pugna por dar mayores facilidades a los anunciantes, ceder la iniciativa a los genios de las agencias y sostener el sistema con los comerciales, más que con programas» (López, 1981: 289). A lo largo de su primera década de existencia la televisión cubana se basaba en un esquema esencialmente comercial, en el cual la competencia y la anarquía no planificada de los canales y las horas de transmisión eran condicionados por el criterio privado de llevar los programas sólo a determinados sectores de la sociedad. Ejemplo de este fenómeno es que en 1959 sólo existían en el país 100 mil receptores, fundamentalmente en los hogares de nivel medio o alto y concentrados en las ciudades más importantes (Santana, 1976: 109). Durante este período la televisión cubana fue fiel representante de empresas extranjeras. Como anota el periodista Joaquín G. Santana, Tres grupos, tras los cuales se movían intereses norteamericanos y locales, la mantenían bajo su control: los Mestre (…) contaban como principal accionista de sus canales 6 y 7 a la National Broadcasting Co. (NBC), que pudo penetrar –por previos contactos establecidos por los mismos Mestre—en varios países de América latina. Amadeo Barletta, representante personal de Benito Mussolini en Cuba hasta 1942 – cuando el gobierno rompió relaciones con Italia— controló, pocos años después, uno de los más impor-

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tantes canales del país (…) El tercer grupo lo encabezaba Gaspar Pumarejo, una controvertida personalidad que se había hecho célebre por sus antecedentes como publicista. (Santana, 1976: 110).

Tal era, grosso modo, el panorama de la televisión cubana al momento del triunfo del proyecto revolucionario de 1959 conducido por Fidel Castro. Apenas tres años después tendría lugar la más radical transformación jamás operada por sistema televisivo hispanoamericano alguno, con la nacionalización de la televisión y su redefinición como proyecto de vocación social e instrumento de un nuevo pensamiento. Los cambios operados en la TV a partir de su nacionalización, como sugiere Santana, «entrañan, de hecho, una diferencia radical con los patrones que a ese efecto mantienen los sistemas televisivos en poder de grupos minoritarios; estas variantes incluyen desde la eliminación de los espacios publicitarios hasta la búsqueda de valores artísticos en las grandes masas» (Santana, 1976: 109). Ninguno de los fundadores de la televisión comercial en Cuba soportarían el embate de transformaciones tan radicales y se fueron del país. Goar Mestre, como veremos más adelante, reaparecerá en los próximos años vinculado a la fundación de nuevos proyectos televisivos en otros países latinoamericanos como Argentina, Venezuela, Perú y Centroamérica.

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Con el triunfo de la Revolución Cubana, cuyos esquemas sociales y políticos constituyen una ruptura que se expresa también en los dominios de los medios de comunicación, la televisión se desarrolla como un proyecto sin precedentes en el hemisferio. Una filosofía de servicio público arrasa con el viciado esquema comercial prevaleciente hasta la fecha e instala en su lugar una programación que libera las trans-

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misiones del lastre mercantilista y promueve la educación, la cultura, el deporte, la recreación y la información como fines en sí mismos y no como medios para vender audiencias. El desalojo de la publicidad y los patrocinadores, cuyos pagos sostenían el sistema, abrió paso a esquemas programáticos sin intereses lucrativos cuyos costos fueron asumidos por partidas presupuestarias destinadas por el Estado a tales fines. Ello repercutió en una radical transformación de los programas puestos en antena: por primera vez una nueva visión de Cuba llegó a la pantalla; por vez primera los negros pudieron ser héroes y los pobres fueron protagonistas de verdaderas historias de amor en que la búsqueda de la felicidad no estaba en fortunas codiciadas ni en milagros de clase. El sistema cubano de televisión cierra el siglo XX sin cambios en su proyecto de vocación pública y sus principios fundacionales de educación, cultura, información y recreación populares, que rubricaron sus funciones esenciales desde 1959. Comienza el nuevo siglo, en cambio, marcada por los quebrantos de una crisis de producción y tecnológica acentuada por las circunstancias especiales en que vive Cuba en una etapa crucial de su historia. Para estas fechas la Televisión Cubana cuenta con cuatro canales cuyas señales en VHF bañan casi el 100% de la población del país, superior a los 11 millones de habitantes. El sistema, de control estatal, se complementa además por una red de estaciones territoriales que cubren las más importantes ciudades cubanas y una gran parte de los centros urbanos municipales del país. No existen sistemas de televisión por cable, ni MMDS, ni sistemas satelitales DTH, debido a las estrictas políticas de restricción que se oponen a la televisión comercial.

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En septiembre de 1950 Assis de Chateaubriand, quien encabezaba una red de periódicos y emisoras radiales —Diarios e Emissoras Associadas— lanzó al aire TV Difusora en Sao Paulo, el primer canal de televisión de Brasil y de América Latina, si nos atenemos a las fechas precisadas por Armand Mattelart (Mattelart, 1987: 17) que modifican los datos aportados por Angel Faus (Faus, 1979: 177). Posteriormente, en enero de 1951 fundó TV Tupi en Río de Janeiro y en diciembre de ese mismo año se fundaron TV Paulista en Sao Paulo y TV Récord en Río de Janeiro. «TV Difusora fue pionera no sólo en Brasil sino en toda América Latina puesto que le lleva ocho días de ventaja a la emisora mexicana de la empresa Telesistema Mexicano, ascendiente directo del conglomerado multimedia Televisa. Más o menos por las mismas fechas, se inauguraron los estudios de la televisión cubana» (Mattelart, 1987: 17). La historia de la televisión en este inmenso Estado federal que es Brasil, tiene mucho que ver con la historia de la integración nacional, pues asume un papel federativo de vanguardia. La televisión, esa recién llegada de las tecnologías de la comunicación va a ser quien ponga al día, desde la perspectiva de las estrategias comerciales y estatales, la problemática del funcionamiento de la red y de la integración nacional (Mattelart, 1987: 18).

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A juicio de Armand Mattelart la importancia adquirida por la televisión en la vida de los brasileños «queda de sobra atestiguada por el crecimiento del cupo de televisores: en 1965, Brasil contaba con tres millones de aparatos; 20 años más tarde dispondrá de 22 millones» (Mattelart, 1987: 20). Mattelart, apoyándose en Amorim, hace notar que, en un país en el que

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más de la mitad de hogares carecían de electricidad en 1970, mientras que las tres cuartas partes carecían de aparatos, las formas de recepción populares fueron colectivas durante mucho tiempo. «Nos repartíamos en grupos de trece por televisor; en las ciudades y en el campo había pequeñas multitudes de 350 habitantes frente a cada receptor» (Amorim, 1985: 84). Para 1995, las cifras aportadas por Mattelart crecerían significativamente, de acuerdo con el Anuario Estadístico de la UNESCO, llegando a 35 millones de televisores, lo cual indica que para fines de este siglo los brasileños cuentan aproximadamente con un televisor por cada 3 o 4 personas. A partir de 1965 la historia de la televisión brasileña va a cambiar para siempre. Con la fundación del sistema Rede Globo a manos del periodista Roberto Marinho, nacía y se consolidaba una vocación de red nacional cuya calidad artística, periodística y técnica de nivel internacional, le habrían de conferir una identidad visual incomparable en todo el mundo. Esta cadena es una de las máximas responsables de que la televisión brasileña de las décadas venideras sea una de las industrias de la imagen más competitivas del mundo. Lo que caracteriza el éxito mayor de esa industria es lo que ha dado en llamarse «modelo de calidad Globo». Para los responsables de la cadena este modelo es, ante todo «un problema estético, un problema de imagen». «Globo ha conseguido en materia televisiva, una imagen de calidad que no tiene parecido internacional. La obsesión por la nitidez de la imagen ha hecho que invirtamos a fondo en este aspecto y la calidad técnica, la calidad plástica de la televisión ha ido identificándose con una mentalidad» (Mattelart, 1987). La flamante network brasileña, que con el tiempo habría de convertirse en una de las prin-

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cipales del mundo, será también una de las primeras en emprender una verdadera reflexión sobre el mercado televisivo, lo cual la conduce a acaparar rápidamente alrededor del 70 por ciento de un auditorio disputado por otras cuatro grandes cadenas brasileñas. La red Globo está compuesta por 50 estaciones propias o afiliadas. Rede Globo es resultado de una alianza estratégica entre el empresario Roberto Marinho y el grupo norteamericano Time-Life. Transformada hoy en un oligopolio de la comunicación, la cadena determina sus contenidos por los intereses de sus patrocinadores, lo cual le ha dado una supremacía absoluta en el contexto de la televisión brasileña integrado por otras cuatro redes. El monstruo brasileño absorbe hasta el 85% de la teleaudiencia en programas estelares y para el noticiero nocturno llega a captar la atención de 6 de cada 10 brasileños (Ortúzar, 1995: 26). Esta supremacía de Globo se debe a la ya comentada eficiencia técnica. La Red Globo privilegia en sus transmisiones el espectáculo en grande y las telenovelas en que la cultura y la idiosincrasia cariocas cobran atractivas magnitudes.

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Hoy día son cinco las empresas principales de televisión en el Brasil: Globo, Manchete, Bandeirantes, Sistema Brasileño de Televisión (SBT) y los canales públicos educativos. La proyección internacional de su producción es presidida por las telenovelas de la Rede Globo, de características excepcionales dentro del esquema del género en el contexto latinoamericano. Más resistentes a los corrosivos efectos del melodrama simplón cuyo principal santuario se ostenta en la mejicana Televisa, los cariocas se sumergen en las propias fuentes de su cultura, psicología y temas locales; cons-

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truyen personajes más ricos y menos arquetípicos y se acercan con mayor realismo a las texturas de una realidad sin retoques pueriles. Los argentinos deben su primer canal de televisión a la iniciativa de Evita Perón, quien a principios de la década de los cincuenta emplazó al entonces zar de Radio Belgrano para que dotara rápidamente al país de ese novedoso medio de comunicación que a estas alturas ya tiene cartas de ciudadanía en Brasil, México y Cuba. Jaime Yankelevich, notable empresario radial que devino funcionario estatal, adquirió en los Estados Unidos un transmisor de 42 kilovatios, equipos de producción y siete mil televisores que sirvieron de resorte a la TV argentina, «cuya primera imagen fue la de Evita, su inspiradora, en la archiconocida foto de la sonrisa, el rodete y el prendedor» (Sirvén, 1998: 82). El nacimiento de la televisión argentina se produjo formalmente el 17 de octubre de 1951 con un programa muy especial a propósito del Día de la Lealtad en la Plaza de Mayo, presidido por el general Perón. A juicio de Pablo Sirvén, «esta temprana politización de la TV local marcó definitivamente su rumbo» (Sirvén, 1998: 82). Sin embargo, la estructura comercial de la emisora decana pronto impuso sus condiciones: sus espacios inmediatamente fueron cedidos a anunciantes con poder de decisión sobre los mismos. El Estado mantenía la titularidad del servicio, pero en su seno comenzaban a desarrollarse los genes de la televisión comercial, en virtud de importantes fuerzas privadas autónomas. El investigador Heriberto Muraro divide la historia de la televisión argentina en tres grandes períodos: la etapa del monopolio estatal, desde sus orígenes hasta 1960; el sur-

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gimiento y expansión de la TV privada, de 1960 hasta 1974, y la etapa del experimento de estatización parcial, que arranca en 1974 con el proyecto peronista (Muraro, 1976: 96). La televisión privada aparecería legalmente durante los años 1959 y 1960, con aportes financieros de la NBC. Para esas mismas fechas, el desheredado Goar Mestre que dejó en Cuba en mejores manos un emporio que Fidel Castro nacionalizaría en 1962, reaparece en Argentina para fundar Proartel y Canal 13, respaldado por la CBS y el grupo Editorial Time-Life. En 1961 se sumaría Canal 11 a la creciente ola de cadenas comerciales, en esta ocasión también a merced de los buenos oficios de otra cadena norteamericana, ABC. Llaman la atención algunos de los conceptos del presidente argentino Juan Domingo Perón, en torno a lo que considera deben ser las funciones de la televisión. Acaso estos conceptos prefiguran, por lo menos, buena parte de las intenciones en un país caracterizado por los constantes avatares en los destinos y funciones de la televisión:

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La televisión –que es un organismo preponderantemente cultural que entra en la casa de todos los argentinos sin pedir permiso a nadie—no puede estar en manos de quienes defienden otros intereses que no sean los puros intereses de la comunidad. La TV no debe defender el interés de ningún partido político, de ninguna sociedad anónima, ni de ninguna compañía multinacional. En Europa la televisión, que es estatal, defiende pura y exclusivamente los intereses de la comunidad y los intereses culturales en especial, porque es un medio eminentemente cultural. (…) Tenemos que levantar la televisión, pero también mantener el interés por verla. (…) La televisión es de

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todos y sirve para todos. En consecuencia debe actuar con absoluta liberalidad, sin presiones de ninguna naturaleza y haciendo lo que más convenga a la función televisiva y no a determinados partidos políticos, a determinadas empresas o a determinada pasión de alguna persona (Sirvén, 1998: 87).

Para el investigador Pablo Sirvén, autor de una obra que se aproxima críticamente a la historia y desarrollo de la televisión argentina (Sirvén, 1998), el actual paisaje televisivo de su país se caracteriza por los siguientes aspectos, entre otros: auge de reality y talk shows con efectos negativos sobre las costumbres de la gente, predispuestas ahora a ventilar sus intimidades o, peor aún, a falsearlas; ocaso de las telenovelas, cuya longitud y costo las vuelve inconvenientes (sic) para los canales de la TV; ocaso de los programas políticos que viran hacia la información general; auge de lo cómico, pero de manera informal, en toda la programación incluyendo un permanente reconocimiento humorístico de las propias limitaciones y deficiencias del medio y de sus figuras. El autor argentino sostiene además que «la estrella argentina más requerida de la presente TV es petisa, redonda y no habla», refiriéndose al balón de fútbol; el fútbol soluciona la vida de los opacos programadores de la televisión argentina. Reconoce un lenguaje audiovisual más dinámico con el empleo de cámaras basculantes, merced a los equipos más versátiles de grabación y edición, así como «el concepto de clip elevado a categoría de religión indiscutible». Fílmicos y enlatados, clásicos espacios de la TV abierta de todas las épocas, se repliegan ante el embate del cable y reducen su presencia en la pantalla por aire; los grandes negocios televisivos se concentran en el cable, relegando a la televisión abierta a un discreto segundo plano.

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El panorama de la televisión Argentina se comparte básicamente entre dos fuertes competidores: Telefe Canal 11 y Artear Canal 13, perteneciente este último al Grupo Clarín, que se autodefine como «un grupo argentino de comunicaciones dedicado a brindar información, opinión, entretenimiento, educación y cultura (…) un espacio independiente para la exposición y el debate de los temas que tienen que ver con la vida de la gente». También con cierta presencia, pero inferior a aquellas, Canal 9 completa la tríada de cadenas privadas que, juntas, totalizan un share superior al 82 % de la sintonía nacional. Lo que resta queda para las demás estaciones, entre ellas ATC, una red de servicio público venida a menos por la corrupción y la incompetencia que finalmente el presidente Menem decidió privatizar en 1998, desatando una fuerte lucha de influencias entre varios grupos económicos interesados en su adquisición (Fuenzalida, 1998: 91).

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Los orígenes de la televisión venezolana se remontan al mes de noviembre de 1952, fecha en que se instaló y entró en funcionamiento TVN 5 Televisora Nacional, de carácter estatal. Inmediatamente le seguirán nuevos actos de fundación, pero esta vez con propósitos comerciales: en mayo de 1953 sale al aire Televisa y tres meses después Radio Caracas Televisión, con amplias experiencias en la difusión radial como primera emisora comercial del país. Una década después se registra un acelerado flujo de crecimiento con la incorporación de nuevos canales (Canal 8 de Venezolana de Televisión, canales 11 de Caracas, 13 de Valencia y Ondas del lago en Maracaibo) en un momento en que, según cifras de la

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UNESCO, Venezuela es el segundo país latinoamericano en cantidad de televisores per capita (Capriles, 1976: 146). Este incipiente desarrollo se detiene durante los últimos años de la década de los sesenta y desaparecen los canales 11, 13 y el de Maracaibo. Televisa fracasa y se reconvierte en Venevisión con la ayuda de capital foráneo, para llegar a ser la principal y más influyente cadena del país. Las grandes cadenas norteamericanas, que hasta entonces habían compartido intereses accionarios como en el resto de los países latinoamericanos involucrados en operaciones comerciales televisivas, deciden retirar sus inversiones y se dedican al suministro de programas, venta de películas y asesoramiento. Las televisoras privadas asumieron rápidamente el control de las audiencias, dejando a la cadena de servicio público Televisora Nacional las migajas del rating entre los televidentes de Caracas y del resto de las ciudades del país. Para 1974, ya la televisión alcanza en Venezuela una penetración de más de un millón de hogares. A finales de siglo, la nación cuenta con alrededor de 4 millones de televisores, lo que arroja una tasa aproximada de un aparato por cada 4 habitantes, cálculo estimado a partir de las cifras de 1995 reportadas por la UNESCO. La crisis de Televisa en 1960 como resultado de cierta atmósfera de amenazas políticas, abrió las puertas en Venezuela a Diego Cisneros, quien accediendo a la propuesta del entonces presidente de la República, Rómulo Betancourt, compró el canal en quiebra y lo rehabilitaría con el propósito de reforzar las bases del sistema político recién instaurado. El magnate del Grupo Cisneros, a los efectos decide captar recursos humanos altamente capacitados de Estados Unidos y

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de Cuba, a la vez que establece convenios de apoyo técnico e intercambio de programas con la cadena norteamericana ABC. Finalmente, después de una intensa fase preparatoria, en febrero de 1961 surge Venevisión, canal líder de la televisión comercial de Venezuela y uno de los más sobresalientes de América Latina, después de Televisa de México y la Red Globo de Brasil. La televisión fue vista por primera vez en el Perú en 1958. Había transcurrido casi una década de la entrada del invento a tierras continentales. Quien llegaría a ser años después uno de los artífices del proceso peruano, Goar Mestre, ya había levantado en Cuba uno de los más ambiciosos emporios televisivos conocidos en Iberoamérica. Brasil se había anticipado unos meses y tenía consolidada una carrera semejante a la de los cubanos. Desde 1950 y hasta el momento de la aparición de las antenas sobre algunos edificios limeños, los cariocas alcanzaron a instalar en el país más de 10 estaciones que contaban con una cifra superior al millón y medio de televidentes. Y los mexicanos, que comparten la primacía continental junto a Brasil y Cuba, alcanzaron a fundar en apenas cinco años su primer monopolio.

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La televisión peruana llega algo tarde al concierto latinoamericano, integrado a estas alturas por las voces de Brasil, México, Cuba, Argentina y Venezuela, países que conocían un mayor desarrollo en los planos tecnológico y empresarial. La imagen apareció por primera vez en los televisores peruanos en enero de 1958, en virtud de un convenio con la UNESCO que permitió al Ministerio de Educación instalar en lo alto de su propio edificio una pequeña planta de

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transmisiones televisivas. Como de costumbre, las grandes cadenas norteamericanas no perdieron de vista las posibilidades del mercado peruano y procuraron asegurarse la venta de sus productos, que desde muy temprano marcó las tendencias programáticas del país (Gargurevich, 1976: 128). Los canales nacionales se integraron tecnológicamente mediante la adquisición de precarios equipos –según se dice— descontinuados en los Estados Unidos, México y Cuba. Fue precisamente el cubano Goar Mestre el primer socio extranjero de los propietarios locales de Canal 13, muchas de cuyas cámaras y otros equipos fueron traídos desde La Habana. Así describen la jornada inaugural de la TV en Lima los cronistas peruanos: Todo comenzó un día lunes, temprano, por la noche, en una sala recién construida en el barrio de Santa Beatriz. Lo que sucedía ese lunes en el Canal 4, primera estación comercial que salía al aire en diciembre de 1958, era sólo la parte visible de la magia. Más misterioso y trascendental era lo que ocurría en algunos miles de casas, dispersas por la ciudad, donde sus habitantes habían dejado lo que antes hacían para sentarse ante un televisor (Jachamowitz, 1998).

Como hemos visto, sin embargo, aquella señal del Canal 4 que se presume fue captada por unos cinco mil receptores de televisión, no fue sino la primera transmisión de carácter comercial. Para entonces ya existía un canal estatal que venía operando desde meses atrás. A principios de 1958 había sido inaugurado el Canal 7, propiedad del Estado, lo que constituyó la verdadera aparición de la TV en el Perú. Al carecer de una noción más completa de las funciones y alcance social de la televisión, el Estado había determinado que aquel canal funcionara como una

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extensión de la Escuela de Electrónica, con lo cual se limitaban de manera extraordinaria sus posibilidades sociales y, de manera especial, los intereses comerciales que ya habían cifrado sus esperanzas en el naciente medio. Es así como el caso peruano rompe en América Latina —aunque sólo momentáneamente— la norma impuesta por los antecedentes de México, Brasil, Cuba, Venezuela y Argentina: la televisión comenzaba a desarrollarse como instrumento del Estado y no como empresa privada de intereses lucrativos. Diez años después de instalada la era de la televisión en el Perú, uno de los escasos estudios realizados por aquellos tiempos en torno al poder económico de los medios de comunicación, confirma el destino irremediable de la televisión peruana, como ocurriría posteriormente con lo que llegaría a ser por varios años otra excepción latinoamericana: el caso chileno. La existencia de los medios de comunicación como actividad privada es una condición estructural que facilita la gravitación dominante de intereses de clase que tienen su fundamento en la propiedad privada de los medios de producción en general. (…) Para la existencia de los medios de comunicación masiva como actividad privada es vital su ingreso publicitario… esa necesidad financiera es la base de la dependencia del medio con respecto al anunciante. (Gargurevich, 1976: 130)

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La televisión llegó a tierras chilenas al cabo de una década de su expansión por Hispanoamérica y, a diferencia de la mayoría de las experiencias precedentes en el continente, la legislación local consagró su control estatal y posteriormente el Estado otorgó concesiones para los canales 4, 9 y 13 bajo la dirección de la Universidad Católica de Valparaíso, la Universi-

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dad de Chile y la Universidad Católica de Chile. De suerte que la televisión andina nacía estrictamente concebida como medio educativo que excluía de facto toda operación publicitaria (Rodríguez, 1976: 113). No habría en Chile televisión estrictamente privada con fines de lucro hasta 1989, cuando en las postrimerías del régimen militar se vende la cadena pública 9 para constituir la red nacional privada Megavisión (Fuenzalida, 1998:95). La década de los noventa ha constituido para los chilenos un espacio de desarrollo y transformaciones, entre las cuales una de las más significativas es el crecimiento y diversificación de su oferta programática, que llegó a duplicarse de 20 mil a 40 mil horas anuales en menos de 7 años. A ello se suma el incremento de canales de televisión y la irrupción de la televisión restringida o de pago. En 1990 las señales por cable llegaban apenas a un millar de suscriptores y para 1997 la cifra de hogares con acceso al cable alcanzaba los 750 mil, con una tasa de penetración de 23% a nivel nacional. Finalmente el satélite, la fragmentación de las audiencias, y la introducción de nuevos actores sociales, han modificado el paisaje de la programación televisiva chilena de los últimos años (Catalán, 1997).

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Epílogo

Relata García Márquez que cuando el coronel Hugo Chávez quedó sin alternativas después del intento de golpe militar en Venezuela el 4 de febrero de 1992, se rindió con la condición de que «le permitieran dirigirse al pueblo por la televisión». Su alocución –dice– fue un triunfo político y muchos aseguran que el discurso de la derrota fue el primero de la campaña electoral que lo llevó a la Presidencia de la República nueve años después. Mucho antes, con la llegada al poder en Cuba de un líder joven y carismático cuya percepción del valor de la televisión lo hará convertirse en la figura política captada por más tiempo por la televisión en todo el siglo XX, todas las coordenadas del vigoroso discurso político de Fidel Castro serían trazadas a lo largo de casi medio siglo frente a las cámaras de televisión.

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Los usos políticos de la televisión se han desplazado por diferentes y a veces insólitos pasajes. En sus tiempos de presidente del Perú, Fujimori compró el silencio de los canales televisivos de Lima cuando advirtió que aquellos podían precipitar el fin de su poder. Pero años después de sobornos millonarios y callada complicidad fue en la televisión donde estalló la crisis política que tiró de la silla presidencial a aquel personaje que había llegado al poder gracias al festín televisivo de un tractor hecho tribuna rodante desde la cual un peruano desconocido acumulaba votos para el cambio.

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La cadena Globo de televisión sirvió de pasarela a Fernando Collor de Melo en su carrera por la presidencia del Brasil en 1990. Dos años después el poder se le deshizo en un escándalo de corrupción. Lo curioso es que el vértigo de su desplome coincide con la transmisión de la serie televisiva de Gilberto Braga Años rebeldes, que cuenta el enfrentamiento juvenil contra los militares que secuestraron al país desde el golpe de Castello Branco. Para muchos analistas brasileños la obra de Gilberto Braga influyó en el desencadenamiento de los hechos que dieron fin al gobierno de Collor de Melo. Es curioso el paralelismo entre las sacudidas del país y lo que cuenta la serie. Mientras los capítulos relataban las ardientes manifestaciones juveniles de finales de los sesenta contra la dictadura castrense, en las avenidas de Río de Janeiro marchaban miles de jóvenes protestando contra la corrupción de un presidente cuya elección, dos años atrás, habría sido imposible sin el espaldarazo de la propia cadena televisiva que ahora ponía en pantalla el drama de una generación asfixiada por la dictadura.

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Un hombre de rancho que fue gerente de la CocaCola llegó a la presidencia de México gracias a una campaña televisiva que propuso a su país un proyecto de cambio bajo la seducción pasajera del carisma, un repertorio de ocurrencias jocosas y una inversión millonaria en publicidad. Seis años después Vicente Fox dejó para la historia mexicana una estela de spots, declaraciones, entrevistas, discursos, tropiezos e imágenes televisivas que, cronológicamente ordenadas, permiten apreciar cómo se desdibuja un mandatario entre sus soberanos disparates. Disparates de talla presidencial magnificados por una televisión que lo persiguió sin piedad hasta el día en que el hombre sin poder se fue con sus botas vaqueras a un rancho siete veces más grande que el que abandonó años atrás para vivir una extraña experiencia de gobernante con el nacimiento del siglo XXI. No cuestiono los alcances políticos de la televisión, advertidos desde sus mismos orígenes, pero me inquietan sus excesos. Es vergonzoso el disparate televisivo de vender candidatos políticos como condones o automóviles; también es vergonzosa y mediocre la idea de una televisión reducida a feria de marketing emocional. La televisión es un espacio ideal para el diálogo, el conocimiento y la reflexión, para la información, para el debate de ideas. Pero cuando se instalan allí los cuarteles generales del poder, pierden espacio el diálogo y la telediversidad. Cincuenta años de televisión en América Latina nos enfrentan a un legado polémico, dentro del cual lo más notorio son las maneras en que se configuran discursos que se-

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pultan la complejidad y riqueza de otros ámbitos, entre ellos el de la diversidad cultural que debiera encontrar en la televisión su mejor caja de resonancia. En términos culturales se podría interpretar la llegada de la TV a nuestras tierras como una suerte de reconquista con el beneplácito de las naciones conquistadas, que encontraron en ella un instrumento modernizador. Es decir, la idea de una cuarta carabela que se rezagó con respecto a las naves colombinas y desembarcó 458 años después con un cargamento de televisores procedentes de los Estados Unidos. Pero América Latina, muy a pesar de todos –de casi todos–, no ha encontrado lamentablemente en la televisión una revelación de sí misma, de su genio, cultura, valores, seres y destinos.

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La de Latinoamérica es una televisión de patriarcas, cuyo dominio e influencia imponen sus propios patrones. Independientemente de la opinión que se pueda tener sobre ellos, prominentes figuras del ámbito empresarial se erigieron no sólo como propietarios, inversionistas o accionistas mayoritarios en sus respectivas empresas, sino que devinieron en protagonistas y hombres cuyos mitos crecieron junto a las empresas que fundaron o desarrollaron. Tales pueden ser con diferentes matices los casos de «El Tigre» Azcárraga en México, Chateaubriand y Marinho en Brasil, Cisneros en Venezuela, los Delgado Parker o Baruch Ivcher en Perú (éste último recibido casi como héroe nacional a su retorno al país después de un forzoso exilio de tres años). Hay, entre ellos, un empresario cuya carrera, descrita como «espectacular», revela no sólo la energía emprendedora sino el carácter empecinado que lo con-

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virtió en mito: Goar Mestre, el cubano que fundó la CMQ nacionalizada por la revolución cubana y que emprendió desde entonces una trayectoria casi sacramental de fundaciones que dejó huellas en la Argentina, Venezuela, Perú y otros países en los que instaló nada menos que 28 canales de TV, varias estaciones de radio y algunas casas productoras, como la Proartel que después le quitaría Perón en Argentina. Es poco probable que en Estados Unidos, Europa o Asia alguien pueda asociar las cadenas ABC, NBC, CBS, BBC o NHK a un nombre en particular, pero en América Latina sería difícil hablar de la cadena Globo sin pensar en Roberto Ireneu Marinho. La televisión latinoamericana hoy, con la excepción de Cuba, es gobernada por su ambición mercantil. América Latina es reconocida como la región del mundo donde los gastos por concepto de publicidad comercial los absorben más acusadamente los medios audiovisuales y especialmente la televisión. Casi veinte años atrás, ya se revelaba que en la región tenía lugar la mayor inversión publicitaria del mundo en la TV (Pasquali, 1991). Hoy, Latinoamérica es la única región en que la televisión gasta casi la mitad del total de la publicidad (Roncagliolo, 1999). De ahí que la captación creciente de los recursos económicos provenientes de la publicidad por parte de la televisión haya colocado en apuros al resto de los medios. Pero me pregunto si la televisión no se pone en apuros también a sí misma cuando la obsesión de ganancias la lleva a incrementar la proporción de publicidad en pantalla a límites desconcertantes. Ya a estas alturas resulta casi romántica la idea de un 10% de contenido publicitario por hora en antena como proporción tolerable. La pauta vigente declarada por los

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peruanos es de alrededor de un 20%, equivalente a 12 minutos por cada hora, mientras que en México han sido registrado valores de hasta un 40% de interrupciones publicitarias en un programa de cincuenta y seis minutos, como el ejemplo de una mediocre pero muy vista adaptación de El derecho de nacer transmitida por Televisa en prime time. Si bien los brasileños tuvieron que traer televisores de contrabando desde Estados Unidos hasta Sao Paulo en 1950, medio siglo después las cifras ofrecen un panorama bien distinto de la penetración alcanzada por la televisión en América Latina. Un territorio casi de fantasía como Brasil, con zonas impenetrables como Amazonas o Mato Grosso, cuenta con una cobertura televisiva de 99.9 %. La inmensa mayoría de los hogares latinoamericanos ya es alcanzada por señales de televisión, con excepción de Haití, Honduras y Nicaragua, cuya cobertura total es casi inminente según sus respectivas tasas de incremento anual de receptores.

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De acuerdo con las más recientes estadísticas disponibles (UNESCO, 2001), América Latina y el Caribe cuentan con 101 millones de televisores, lo que equivale a una tasa de 205 receptores por cada mil habitantes. Es decir, hay un televisor por cada 5 personas. Como se trata de medias generales, hay que leerlas con cautela. Se sabe que los televisores se concentran en las grandes ciudades, en las que llegamos a encontrar hogares en zonas como Copacabana, el distrito limeño de Miraflores o la Colonia del Valle en Monterrey, con hogares que cuentan hasta con 7 televisores, mientras no muy lejos de esas zonas exclusivas las tasas pueden descender a un receptor por 15 habitantes. Entre 1979 y 1997, la cantidad de tele-

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visores y países de América Latina y el Caribe creció de manera muy pronunciada: de 16 a 101 millones de telerreceptores. Fuimos, alguna vez, pueblos conquistados. La televisión desembarcó como una carabela tardía y de algún modo se le ha empleado como un nuevo proyecto de conquista, pero los hechos deberían cambiar de signo. La televisión podría hacernos conquistadores en un sentido más edificante y, también, en un sentido humanista. Conquistar la memoria, la visión, la cultura en su plena diversidad; conquistar el continente, conquistar lo que resta de nosotros mismos.

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Mario Nieves

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