´LA CIUDAD DE MÉXICO, una reflexión personal

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Viernes 15 de Agosto de 2008

Ensayo: “La ciudad de México” Iñigo Ortiz Monasterio

Primera reflexión Mi experiencia personal Después de cuatro décadas de vivir en esta ciudad, está uno, creo yo, en la posibilidad de hacer una especie de diagnóstico sobre las profundas transformaciones que ha sufrido a lo largo del tiempo, la Ciudad de México. Nuestra ciudad ha sufrido cambios de todo tipo, unos para bien y otros para no tan bien; algunos formidables y otros terribles; unos involuntarios y otros intencionales. Y esto no debe sorprendernos, de hecho creo que de alguna forma esto nos dice que nuestras ciudades no son entidades inertes, inmóviles, sino que son entidades vivas, constantemente modificadas por los grupos sociales que las habitan, y que, en el otro sentido, también son capaces de alterar la forma de vida de sus habitantes. Estas condiciones de vida, de hecho, han cambiado en algunos sentidos de manera radical, en todas las áreas del actuar humano: política, religiosa, económica, social y cultural. La década de los 60‟s de mi niñez, fue una época sumamente grata. Viajábamos completamente solos en camión -el 85 Juárez Loreto- que costaba 45 centavos, de mi casa a la escuela, esto es, de la colonia Cuahutémoc hasta Polanco, donde estaba el “Patria”. De regreso, en “aventón”, ya que el dinero del camión lo habíamos gastado en golosinas en la Cooperativa. Esto por supuesto sin la menor sensación de


inseguridad de nuestra parte o de la de mis padres. Podía uno olvidar la mochila en el camión –esas clásicas y pesadas mochilas de piel gruesa- y recuperarla horas después en la fila que hacíamos para entrar a clases. Salíamos a andar en bicicleta casi a cualquier hora, y jugábamos fútbol con los amigos en la calle. Los automóviles ya se habían apoderado de la ciudad, y el tránsito, con sus embotellamientos, claxonazos y mentadas, era un problema a resolver por parte de las autoridades. La gran novedad vial era el anillo periférico, que casi desde entonces, presentaba un cargado tránsito de sur a norte, y era como el eco del cinturón de miseria que rodeaba la gran ciudad. Con frecuencia paseábamos por el centro histórico, con mi padre quién, como buen arquitecto, no podía evitar hablarnos de las maravillas del pasado barroco de México, terminando el tour arquitectónico con un agradable desayuno familiar en “Los Azulejos”. El zócalo era, con muy pocas variantes casi siempre relacionadas con el sentido de sus vialidades, la misma plancha inhóspita que es hoy en día y la Torre Latinoamericana, nuestro único y horrible rascacielos. Había bastantes árboles en las calles, y si bien la contaminación ya hacía de las suyas, sus efectos apenas alcanzaban a encender tenues luces de alerta. La mancha urbana crecía rápidamente, las ciudades satélite todavía no se integraban. El metro, aún incipiente, taladraba la ciudad con sus larguísimos túneles, demostrando sus bondades como un formidable sistema de transporte colectivo. En la década de los 70, cuando joven, la ciudad comienza a evidenciar la gravedad de los problemas que ya se anunciaban en la década anterior y que hoy la tienen al borde del desahucio. Mi vida en Tlacopac, a un lado de San Ángel, en una zona entonces poco habitada aunque ya urbanizada que incluso contaba con un río y con gran cantidad de terrenos baldíos que nosotros utilizamos para ir de excursión y atrapar toda clase de „bichos”. Con el tiempo, el río que ya se usaba como drenaje fue entubado y los conjuntos residenciales, escuelas y oficinas cubrieron con tabiques, concreto y asfalto nuestra vieja área de excursión. En el transporte público, la gran novedad fueron los “delfines” supuestamente un servicio mas caro para la gente “nice” y las “ballenas” que hacían honor a su nombre pues iban siempre llenas. El Hotel de


México hizo su aparición en la colonia Nápoles, como hito o punto de referencia que pretendía competir en altura e importancia con la Torre Latino; negocio fracasado que solo pudo ser concluido 30 años después. Los rieles del Ferrocarril de Cuernavaca, antiguo medio de transporte de mercancías de las fábricas de las afueras a la ciudad, ahora convertidos en un problema más para el tránsito en la gran ciudad. La contaminación era ya reconocido por las autoridades como un grave problema. Y el agua se tenía que traer desde muy lejos. Los mantos freáticos bajaban de nivel acelerando los hundimientos de importantes edificios antiguos, pagando con esto, el error histórico de su ubicación. La crisis ya era tema de todos los días y el gobierno no tenía ni la voluntad ni la capacidad para devolvernos a tiempos mejores. En los años 80‟s la cosa no fue mejor. La mancha urbana había crecido hasta prácticamente borrar las distancias con las zonas ahora conurbadas, lo que se hizo más evidente cuando las casetas de salida a las carreteras de Cuernavaca, Querétaro, Puebla y Pachuca se movieron de lugar, haciendo mucho mas larga la travesía para salir de ella rumbo a estos destinos. Se construyeron los ejes viales que, aunque se puede reconocer que no fueron una mala solución, continuaron privilegiando al transporte privado, casi individual, sobre el transporte publico, que aceleró su debacle con la aparición de la “ruta 100” y la verdadera tragedia que son las “peseras”, ahora “Microbuses”. Las áreas verdes disminuyeron considerablemente y los pocos árboles que quedaban en las calles y avenidas, fueron sustituidos por desafortunadas señalizaciones, que confundieron al habitante de la ciudad, con fríos nombres como: eje 10 sur, eje 4 poniente, etc. La falta de trabajo provocada por la crisis económica generalizada, trajo consigo la epidemia de los ambulantes, los traga fuego, los payasos y malabaristas, los limpia parabrisas, haciendo de la ciudad un verdadero circo callejero. Tradicionales zonas habitacionales, se llenaron de oficinas y comercios, acentuando los serios problemas de estacionamiento que ya padecíamos. Otras fueron perdiendo valor sobre todo a raíz de los sismos de 1985, que


echaron también por tierra los grandes planes de desarrollo y las políticas de uso de suelo. La vivienda, escasa, cara y de mala calidad es otro grave problema no resuelto de nuestra ciudad, acentuado por el aumento de la población nativa y la desbandada de gente del campo que migraba a las grandes ciudades en busca de mejores condiciones de vida. Los programas gubernamentales, ineficientes y abrumados por la corrupción cedieron su responsabilidad a empresas privadas cuyos intereses comerciales no hicieron mas que acentuar el problema al concentrar el financiamiento, el trabajo y los servicios en un sector muy limitado de la población que podía pagarlos. Las invasiones, la escasez, la especulación y el elevado costo de la tierra tampoco ayudaron mucho. Para 1990, los problemas no se habían resuelto, y la inseguridad provocada por la larga crisis económica y las profundas desigualdades sociales se convirtió en el problema número uno. La ciudad se olvido que tenía la opción de crecer en vertical, y la infraestructura urbana se volvió insuficiente e ineficiente. La contaminación se intentó aminorar con el programa “no circula”, que en muy poco ayudó, al propiciar el aumento del parque vehicular y el gran negocio para los fabricantes de automóviles. Las obras realizadas, han seguido la tendencia de beneficiar a los grupos con intereses económicos particulares en lugar de beneficiar a la sociedad en su conjunto y por lo mismo a la ciudad, que ha padecido en esta ultima década de la proliferación de desarrollos habitacionales a manera de ghetos cerrados con sistemas de vigilancia y seguridad propios, o de grandes conjuntos habitacionales, repetitivos y sin carácter, que no hacen ciudad y por lo mismo, no mejoran las condiciones de vida de sus habitantes. Y de una manera totalmente incontrolada, las enormes áreas de miseria, se entremezclan con las zonas “de ricos” haciendo aún más evidentes los dramáticos contrastes. Centros comerciales que de alguna manera intentan emular, pero con un patrón extranjero, la tradicional vida de barrio que caracterizó a la ciudad de México de la primera mitad del siglo XX. Servicios de seguridad particulares se han puesto a disposición de la gente “pudiente”, lo que me hace recordar a las “viejas mafias” que, primero causaban daño para después vender protección. Plumas, casetas


y rejas para hacer privada la propiedad pública, bajo la anuencia de una autoridad complaciente e incapaz de resolver un problema social. En fin, la ciudad parece desahuciada, sus problemas sin solución y sus políticos sin vocación de servicio, están abriendo paso a una sociedad civil incipiente que parece ser la única y tal vez la última esperanza para una ciudad que se niega a morir y que ha sido siempre un fiel reflejo de aquella expresión que dice: “LA HISTORIA DEL HOMBRE ES LA HISTORIA DE SU CIUDAD”

Iñigo Ortiz Monasterio


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