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Revista Seguridad Social Activa - Portada

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Adrià, comunicador de una revolución de cacerolas “EL BULLI TIENE UN IMÁN PARA QUE PASEN COSAS MARCIANAS” Alicia González

Ferran Adrià con su equipo de El Bulli. (Vladimir Bataller)

Nadie se espera que alguien que ha salido en un reportaje de 18 páginas del New York Times reciba al público con su mandil, sus pulseras hippies en la muñeca y el pelo crespo, sin dejar de estar atento además en el tiempo que dura la entrevista a las indicaciones que llegan de los jefes de sala, en permanente y metódico movimiento para que todo esté a punto para cuando lleguen los clientes. “Una cosa es el glamour que podemos mostrar en las entregas de premios en Londres o Nueva York y otra el día a día que es trabajo, trabajo, trabajo”, explica divertido Ferran Adrià. “No hay secretos; para llegar lejos en cualquier oficio se necesita disciplina y mucho trabajo, cinco días a la semana, ocho horas diarias. Es algo que se escoge, aunque yo sé que es un esfuerzo”. Si buscan a Ferran Adrià, el mejor cocinero del mundo, no lo encontrarán en medio de una populosa ciudad, sino anclado en un restaurante dibujado sobre las cortaduras de roca de un parque natural a dos horas de Barcelona, lo que convierte la visita al Bulli en un viaje casi iniciático. “Es un lujo asiático que cualquier persona pueda venir a este lugar, porque es mágico; lo más parecido al paraíso que uno puede encontrar en Europa”, asegura el de Hospitalet, aunque reconoce “lo ilógico como concepto de negocio” de una ubicación tan inaccesible para sus clientes, fruto de la casualidad que lo llevó a Roses. Adrià llegó allí para empezar desde abajo en un negocio ya establecido al que aportó primero su saber hacer y más tarde una explosión creativa que ahora analizan las escuelas de negocios, tratando de hallar la clave de su éxito. “No fue algo buscado, por eso digo que mi biografía profesional y humana es muy rara y cuando escuelas como Esade han estudiado nuestro caso han pensado que era algo marciano, que no tenía ninguna lógica”. En 2012 llevarán 50 años ya, “con un recorrido muy largo y muchas penurias y aun hoy, el restaurante en sí no es negocio, porque todo lo que hay alrededor del Bulli no tiene sentido”, dice Adrià. Como el extraño caso de uno de los clientes del restaurante, un mensajero, que decidió echar el resto en la factura de una cena y desaparecer después, “Buscamos que la gente sea convirtiendo el local casi en el escenario de una novela de Agatha Christie, ya que como afirma Adrià “el Bulli tiene un feliz, lo que no significa que imán para que pasen cosas marcianas. En cuanto a mi horario laboral, mejor no explicarlo. No puedes hacer que la vayamos a cambiar su manera gente trabaje quince horas, 365 días al año, porque te dicen que estás chalado, pero es lo que yo he hecho durante de cocinar” quince años”, bromea. Esos años de entrega desmedida le han consagrado en los fogones, pero también a la fuerza como comunicador, por la necesidad de poner luz sobre esas invenciones leonardescas para la siempre conservadora cultura gastronómica y pese a quienes se burlan de ese atropellamiento suyo hablando, propio del que vive en un constante bullir de ideas. A la pregunta de si se siente el Willy Wonka de Cala Montjoi, Adriá nos contesta que sí, en un sentido rococó y mágico, pues en nuestros menús se dan experiencias y pasan muchas cosas, con un hilo conductor muy difícil de describir, aunque “al final la sensibilidad de todo está mucho más japonesificada”, como el entorno de su local, donde antes de que lleguen los comensales, los encargados del jardín vigilan que ese toque zen de la arena formando ondas en el suelo esté también perfecto. Para los que piensan que detrás de ese coqueto y recóndito restaurante se esconde un numeroso equipo de marketing, sólo aconsejarles que vayan a ver las cuidadas evoluciones de los jefes de sala, porque descubrirán que uno de ellos, es el jefe de prensa. Adrià sobrevive desde hace diez años explicándose ante la curiosidad mundial -“hay unas 1.000 personas que te quieren entrevistar por internet”-, una tarea adicional de la que no se queja, pero que ha de compaginar con las últimas resistencias numantinas de algunos críticos culinarios a su modo de dar placer a los comensales, con una cocina de vanguardia en la que el objetivo último no es convencer –nadie lograría hacerle a Adrià apetecibles los pimientos verdes y rojos grandes, una de sus manías-, sino “que la gente sea feliz, lo que no significa que vayamos a cambiar su manera de cocinar. Tenemos que hacer una especie de comunión entre lo que queremos hacer y lo que la gente viene a buscar, porque al acabar todo se reduce a si te lo has pasado bien o no. Entiendo que la gente quiere saber el cómo, el porqué, pero conforme pasan los años cada vez es más complejo explicarnos”.

“En nuestros menús se dan experiencias y pasan muchas cosas”

Algunas de las críticas más mordaces sobre los escenarios a cargo de “El retablo de las maravillas” de Boadella no han hecho mella en el creador: “Cuando uno hace vanguardia está vacunado contra esto y sí que entiendo que cuanta más gente de conoce, más te pueden criticar. Y además, es muy fácil, si no te gusta, no vengas”. Adrià asegura que una de las razones por las que tiene un restaurante es porque es algo “muy democrático”, aunque nunca se tenga la certeza de poder controlar la repercusión mediática. Menor es, sin embargo, la de los proyectos en los que la conciencia del cocinero catalán se embarca participando en la Fundación Alicia, colaborando con Valentín Fuster en la promoción de una dieta cardiosaludable, entre otros: “Sí, pero no es ninguna obligación. Es normal que una persona que trabaje en esto quince horas al día tenga un compromiso social, aunque no es algo que se tenga que pregonar. Somos millones de personas que hacemos cositas y con eso evolucionamos un poco”.

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http://elaboracionrevista.portal.ss:7040/ActivaIntranet/REV_010173?ssNotPrincipal=... 25/05/2012


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