La calle

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H é c t o r G aitán

LA CALLE

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LA CALLE

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Título original: La Calle donde tú vives Tercera Edición 1981 por Talleres de Litografías Modernas Herrarte y Compañía Limitada. Derechos Reservados por Librería Artemis Edinter. Autor: Héctor Gaitán Ilustraciones: David Monterroso Diagramación: David Monterroso Este trabajo fue realizado con el objetivo de ser un material didactico, conteniendo una recopilación de tres cuentos extraidos del libro original “La Calle donde tú vives”, Tomo 1 Tercera Edición, de Héctor Gaitán.


Dedicatoria

A todos los amigos que en una u otra forma han colaborado con el programa, y a los que nos antecedieron en el viaje sin retorno



J

uan Reynelas, presente… Agustín Poca Sangre, presente… Juan José Najarro, presente…

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LA LEYENDA

Policía

del

Había sido el último de la lista, y precisamente esa mañana causaba alta en el primer cuerpo de la Policía Nacional, los estudios en la escuela los había ganado con un buen punteo y el que llegaba a policía en tiempo de Ubico, no era tan tonto. Juan se afamaba de pertenecer a la Policía Nacional y no cabía de orgullo en su pulcro uniforme, luciendo sus polainas bien lustradas. Siempre que pasaba por el barrio del Gallito por las noches, cuando los muchachos se reunían en las esquinas, con voz impostada y varonil les decía: -ya van a dar las nueve muchachos, es mejor que se vayan a dormir, porque si regreso y los veo donde mismo, me los llevo al cuartel. La generación de 1930 era sumisa y no contestaba, el pequeño grupo se dispersaba y cada quien para su casa sin chistar palabra. El policía Juan José Najarro, seguía cumpliendo su deber en las solitarias calles del Gallito, donde sólo su silbato se escuchaba que rompía el silencio y la paz imperante. Los únicos maleducados eran unos perros que a lo lejos aullaban. Juan José imaginaba que estaban viendo espantos, y por eso lo hacían; seguía empujando las puertas para cerciorarse si estaban cerradas, al hacer presión en una, la mano se le fue. Tocó para que la cerrarán bien. Cumplida la misión, tomó una de las calles del barrio y volvió a pasar por la misma esquina


donde ni un alma había. A lo lejos una mujer con paso apresurado llegaba en sentido contrario. Buenas noches, dijo el policía; enfatizando -¿le puedo servir en algo? La mujer buscaba una farmacia y el agente la acompaño hasta la 13 Calle y 6ª Avenida, en una farmacia cercana compró la medicina, el policía la esperó en la esquina, la dama regresó y emprendieron el camino de regreso a lo largo de la 14 calle rumbo al gallo. Poco o nada hablaba la enigmática mujer que él acompañaba cumpliendo su servicio, que distinguió a la policía de aquella época. Juan José rompió el silencio. -¿Exactamente dónde vive Ud.? La mujer se quedó sin responder, pero a los pocos momentos le dijo: -En el gallo. El taconeo en la banqueta se escuchaba a carios metros a la redonda, pero lo peor del caso es que, sólo el taconeo de los relucientes zapatos del policía se notaban. La mujer que el gendarme acompañaba, más parecía que iba caminan8

do el aire. Juan José, con disimulo le vió las puntas de los zapatos, pero el amplio vestido no se lo permitía. Apresuró el paso, y la mujer como si fuese un globo, seguía caminando a su vera flotando en el espacio. Por un momento el policía, a pesar de la compañía se sintió totalmente solo en la 14 calle, aquella noche, para colmo de males, ni un alma se miraba, y únicamente los


gorgoritos de otros gendarmes sonaban a lo lejos confundidos con el ladrar de perros, y el canto lúgubre de los grillos. Cuando llegaron a las inmediaciones del extinto “Llano de Palomo”, el cumplido celador del orden sentía que las piernas le pesaban toneladas y la lengua se le hinchaba como morcilla compuesta. Todavía caminó como diez metros con la muchacha, cuando de pronto vio que se le ade-

lantaba y poco se ue esfumando en el espacio. Al gendarme de nuestro cuento lo levantaron otros policías hasta el otro día muy de mañana, siendo arrestado por abandonar el puesto, y esto que le narró a otro compañero, al cabo de los años me lo contó, para publicaralo en mi programa.

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A

leyenda siguiente quizá quede como un relato más, en el medio guatemalteco, pero para un viejo chofer de amb ulancias, no fue eso, es algo más profundo, una rara experiencia que mientras viva jamás olvidará.

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EL ESPANTO de la

Ambulancía

Hacía pocos días que había pasado la revolución de Octubre del año 1944 y una destartalada oficina, el casi centenario teléfono, sonaba con poca fuerza, con un Riiiiinnnnn, Riiiiinnnnn, aburrido y monótono. Con desgano lo tomó el guardián y con el clásico –Aló–, se inició una breve charla que daría completamente a una leyenda, que para una persona es la más pura realidad. El grito del guardián sonó fuerte e impotente, despertando de su sueño al piloto que cabeceaba sobre el timón de una vieja ambulancia, en un patio grande, tan grande, como las deudas y las penas de nuestro personaje.

¿Qué pasa?, dijo el hombre que dormía dentro del armatoste –yo me siento muy mal y con temperatura-, el hombre abría la boca desperezándose, estiraba los brazos y como muerto en agonía, enfatizó: Allí está don Tulio, él puede hacer la campaña, y además, está de turno. Y para colmo de males, la lluvia de Octubre, hacía estragos con su temporalito que se quitaba y volvía a aparecer con más fuerza. El guardián tomó un pedazo de hule viejo y echándoselo sobre la espalda, se internó en el viejo edificio en busca de quien nunca decía “No” a una emergencia.

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Hay que recoger a un baleado, en la Villa de Guadalupe, dijo el guardián desde la puerta. Don Tulio tomó su capona negra y sin esperar más tiempo salió disparado rumbo al sitio indicado corriendo como un demonio y con la sirena a todo volumen, por las solitarias avenidas de la ciudad capital. Cuando la llanta trasera se metía en un charco, don Tulio, picarescamente, miraba por el espejo hasta donde saltaba el agua con lodo, iba recordando su niñez, porque en esos tiempos de hambre, nunca jugó con una entretención, todo había sido sólo “Lazo y Sebo”, y de vez en cuando, hacía alguna travesura, aunque ruborizándose porque ya era un hombre maduro. El ulular de la sirena, se fue haciendo más notorio al pasar por el relleno de la 12 avenida, rumbo al Barrio de San Pedrito aquella sirena daba la impresión de que era la

llorona, viajando por el espacio en busca de su hijo, Juan de la Cruz. La noche era negra, y el viento se dispersaba sobre los techos de las covachas, queriendo desclavar las láminas oxidadas. Cuando pasó por la Guardia de Honor, el soldado de turno le dijo adiós, y él contestó con un apagón de lu-


ces delanteras, que al empapado indígena le parecieron caídas de ojos de una sirvienta mofletuda de Cobán. La ambulancia siguió su camino con grito fúnebre, pidiendo vía libre en las mojadas calles, allí los charcos eran más grandes y los saltos igual. Ya había llegado, mejor dicho, estaba entrando al lejano barrio

de La Villa, y efectivamente, allí se estaba un grupo de curioso, haciendo rueda a un hombre caído, lo peor del caso fue que, cuando el bajó de la ambulancia, del grupo aquel no había ni un alma, únicamente el hombre con uniforme militar, tirado en el suelo, quejándose de una herida en el estómago. Don Tulio abrió rápidamente la puerta trasera de la ambulancia, y cargándolo en peso, lo subió, colocándolo cuidadosamente en la camilla, sujetándolo con unos cinchos especiales. -Por favor, rápido, que me estoy muriendo –dijo el militar al humilde servidor público-, que hubiera querido tener alas para volar y trasladarlo al hospital más cercano. El viejo vehículo marcaba 100 km. Por hora, ya no daba más, pero don Tulio, parecía ir más despacio porqué probablemente miraba que el hombre desangraba más y más, a cada instante; a pesar del ruido del motor, escuchaban sus quejidos claramente. El aparato parecía que iba a cobrar más fuerza, cuando don Tulio pisaba el acelerador, ahora tomando por la Calle Real de la Villa, para salir al Obelisco, y a la Avenida de la reforma, por fin el motor daba mil batallas respondía y allí iba nuevamente como un bólido dejando su estela de humo y sus gotitas de aceite quemado, que en el agua, daban colores al charco, que iba quedando atrás, lejos muy lejos. De pronto y cuando cruzaba por la Calle Mariscal Cruz y 7ª Avenida, notó que los quejidos se fueron eliminando. Don Tulio pensó en un desenlace fatal. Echó un vistazo, y vio al cuerpo inerte que,


un vistazo, y vio al cuerpo inerte que, únicamente lo movía el zangoloteo del vehículo. A los pocos momentos principió nuevamente, el hombre a quejarse, y esto hizo pensar a nuestro hombre que el paciente aún vivía. Cuando pasó por la esquina de la 18 Calle y 7ª Avenida, un muchacho de la Guardia Cívica le dio la vía, señalándole con el fusil en mano, que podía pasar, sin ninguna pena, las llantas chirriaron en el suelo y caminando cuesta arriba en poco tiempo llegó a la emergencia del Hospital, donde solicitó ayuda para bajar al herido, pero primero pensó en abrir la portezuela trasera, y después llamar al enfermero de turno. Casi se va de espaldas cuando vio con sus ojos que no había nadie, únicamente la camilla, como él la había dejado, atada con fuerza, y en el sitio donde originalmente estaba. -¿Qué pasó?, dijo el enfermero, tan flaco y cadavérico, que hizo saltar a don Tulio, que no salía de su asombre, pero que reponiéndose le contestó: -No es nada, mi querido amigo; chispas del oficio que suelen suceder. Sin comprender aquellas palabras el enfermero se retiró y don Tulio hizo lo mismo con su ambulancia, perdiéndose en las calles de la capital. Cuando llegó a la oficina, su jefe superior le esperaba con una cara de no muy buenos amigos, increpándole su manera de proceder al abandonar sin previo aviso y sin mediar motivo, su trabajo, con todo y ambulancia. Don Tulio vio al guardián de pies a cabeza y con mirada inquisidora, casi temblando de rabia, le dijo: -¡Acaso no fue usted, el que me dijo que recogiera a un herido en la Villa de Guadalupe!

Ante las facciones de don Tulio, todos se quedaron espantados, y creyeron lo que el hombre decía. De una de las ambulancias aparcadas en el patio, salió un anciano chofer, que callando a todos les dijo: -Aquí nadie tiene la culpa, no es la primera vez que sucede, el llamado a don Tulio por parte del guardián, no fue más que una alucinación, y lo que vio más tarde ese el desenlace de algo que nunca olvidará mientras viva, a mí me sucedió hace una semana y me quedé callado, ahora le ha tocado a don Tulio, quizá mañana le toque a otro chofer de ambulancia, porque el espíritu ha quedado allí, eternamente.


T

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EL CUENTO

Soldador

del

rastos que componer, tapamos goteras… Trastos que componer… Aquel grito se perdía por las polvorientas calles de la castellana, era un grito que más parecía de angustia que de servicio al vecindario y efectivamente era de angustia, porque ya eran las 3 de la tarde y no había desayunado, mucho menos un traguito de aguardiente había pasado por su garganta. -Trasto que componer… Era más la desesperación por que las gentes sencillas del barrio ni caso le hacían; por un momento pensó en pedir unos centavos a un señor bien plantado que estaba recostado en la pared de una casa, pero se arrepintió. Cuando pasó por el rastro de ganado menor, sólo de ver a los cerdos se le fueron los ojos, y para sus adentros los imaginó doraditos con su preparación adecuada y un buen trago como complemento, pero todo era eso, imaginación; su intuición lo llevó por la Calle “Marconi” pregonando siempre sus servicios al vecindario, que con la hora tan pesada más parecían dormir la siesta. -¡Trastos que componer!, seguía el grito desesperado por el hambre. Una señora que regaba con una manguera el preciado líquido para evitar el polvo, y don Tachito le suplicó que le obsequiara un poco, ella le ofreció la manguera y él se prendió como un desesperado. Iba llegando a la esquina cuando de una casa antigua de dos pisos alguien le llamó. Efectivamente, era una anciana de aspecto aristocrático y finos modales que hacía su aparición en un balcón con enredaderas y colas de Quetzal verdes como los ojos de la anciana señora.


Don Tacho se fue directamente a la puerta grande la cual se abrió; aquello en su interior era de novedad y lujo, las escaleras y cortinajes eran de un tocado fino y gusto exigente, el busto de Napoleón asustó a don Tachito, ya que ignoraba quien era el personaje.

-Mande Usté, señora, dijo el soldador medio avergonzado por poner sus zapatos sucios en aquel piso que parecía espejo. -Quiero –dijo la señora-, la soldadura de un canal que en tiempo de lluvias me molesta enormemente. Don Tachito no hallaba donde poner su viejo bote con sus soldadores porque todo aquello irradiaba limpieza; no tuvo más que salir al patio que en lujo no se quedaba atrás, pero allí en un clarito de la grama sacó su barrita de estaño y principió a hacer los arreglos para el trabajo que le dejaría unos centavitos. Colocó la escalera y subió hasta donde efectivamente estaba el canal averiado con el agujero que producía la gotera de invierno. El trabajo fue fácil y rápido pero que él prolongó más de la cuenta para justificar los cincuenta centavos por el servicio prestado. La señora se miraba con proporciones y había que aprovechar, ya que de haber sido allá por el callejón de San Gaspar, lo más que le hubieran dado habrían sido unos quince centavos. Cobró el pequeño emolumento y salió radiante de la vieja casona rumbo al mercadito del Calvario, donde comería de lo bueno complementando la sobremesa con un delicioso cigarrillo “Payaso”. Anastasio Rodríguez, el viejo soldador de la Avenida de



la Castellana parecía que iba a reventar de la gran comida que se recetó en el comedor “El Dulce Nombre” de fama nacional por sus platos regionales, los pasos le llevaron a tomarse un traguito con unos amigos a una pequeña cantina del Callejón del Castillo y posteriormente a un lugarcito para dormir en las gradas del extinto Calvario.

En esas gradas legendarias y ya desaparecidas por la acción de la piocha y moderna urbanización, meditaba don Tacho, allí con el techo de las estrellas y el cantar de los gallos pensaba en un mañana mejor que quizá nunca llegaría. Siempre registraba

sus instrumentos de trabajo para hacer el recuento y prepararse para el trabajo; pero notó que la barrita de estaño no le aparecía por ningún lado y haciendo memoria recordó rápidamente que la había dejado en el canal de la casona vieja de la Calle Marconi. Apenas pegó los ojos don Tacho y ya había amanecido, quizá por la vejez padecía de insomnio y había noches que se las pasaba en vela…


El batón del policía lo sintió en las costillas y era señal inequívoca que había que abandonar el lugar; lis carruajes con su movimiento acostumbrado iban de un lado a otro y unos cocheros enganchaban las bestias muy cerca de allí en el callejón del “Los Fotógrafos”.

gadores. Cada sacudida soltaba olor a brillantina y talcos perfumados.

Don Tacho bajaba pausadamente las gradas del viejo “Calvario con la vista fija rumbo a la 6ª. Avenida, cada paso que daba le pesaba como su existencia, se sentía viejo y cansado y los trabajitos poco o nada daban para vivir. ¡Como envidiaba a don Luis Del Río, que ya regresaba en su pequeño “Landó” de Matías, el barbero, sacudía su man- dar el paseo matinal. ta blanca abriendo muy temprano su salón para los clientes madru- -Y pensar que fuimos compañeros de escuela y la “Nana” vendía chojolos en el mercado junto a mi tía – decía don Tacho entre dientes al verlo desde arriba- Con un ademán; ambos se saludaron; el humilde soldador lo hizo con desgano y el opulento señor con manifiesta diplomacia y extravagante estilo. Cuando don tachito se metió la mano al bolsillo, no le había amanecido ni para los cigarrillos de tuza, y como Dios le ayudó, tomó rumbo a “La Calle Marconi” para recoger la barrita de estaño y emprender la lucha una vez más, por esas calles desiertas de la Guatemala antañona. -Perdone señor, ¿No hay nadie en casa?, preguntó con timidez don Tachito a un hombre tosco y fornido que abrió el gran portón de la casa donde él se dirigía. Le expuso el motivo de su visita y por contestación tuvo una frase que por poco lo hecha de espaldas porque fue peor que una bofetada: -Maistrito, yo creo que Ud. Anda perdido y ya tomó

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más de la cuenta, porque ésta casona hace más de 10 años que está abandonada desde que murió la dueña; por fin los hijos arreglaron el testamento y ahora la derriban para construir un aserradero, porque su construcción está muy vieja… Sacando fuerzas de flaqueza, don Tachito empujó la hoja que el aire cerraba débilmente y el gran portón se abrió de par en par al momento que crujía por la resequedad de sus bisagras, aquellas escaleras que un día antes, él vio lustrosas, hoy aparecían a su vista como si nunca las hubieran limpiado y en el suelo lleno de telarañas, el busto que le asustó pocas

horas antes, parecía nuevo. Se fue internando en la casona y cuando llegó al jardín, todo era pasto crecido, polvo y vidrios rotos, allí estaba la escalera que un día antes había usado. Con miedo miró hacia arriba, su sorpresa fue grande cuando vio la barrita de estaño y el agujero tapado. Don Tachito perdió la vergüenza y del puro miedo le pidió para el trago al hombre que cuidaba la casa, salió disparado y no parando, hasta quedar exhausto en un asiento de viejo parque Navidad. Allí lo levantaron muerto. Unos se habían conjeturas que había muerto de goma… Yo sé que murió del susto.





Héctor Gaitán fue un locutor, periodista, historiador y escritor guatemalteco reconocido principalmente por crear el programa radial La calle donde tú vives, el cual se trasladó con el tiempo a otros medios como diarios, televisión y libros impresos.

Gaitán realizó sus estudios de primaria en la Casa Central y luego continuó en las escuelas República de Perú y República de Uruguay. Posteriormente los estudios de nivel básico los cursó en el Instituto Nacional Central para Varones. Después realizó estudios de locución y periodismo en la Academia Novo en Monterrey, México. Trabajó en varias emisoras de radiales como Radio Quetzal, Radio Jumay, Radio Cristal hasta llegar a la emisora La Voz de Las Américas, desde la cual Héctor Gaitán invitaba a los radioescuchas a enviarle cartas con historias de espantos que luego él leía en su programa. Posteriormente, del programa radial que se transmitía en La Voz de Las Américas nació La calle donde tú vives, que con el tiempo pasó a ser parte de la identidad cultural de los guatemaltecos, además de un referente histórico de las leyendas más conocidas.


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