El hombre que lo tenía todo

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El Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo

Miguel Ángel Asturias

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Miguel Ángel Asturias

El Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo Obra literaria del guatemalteco Miguel Ángel Asturias Este libro fue elaborado en el curso de diseño visual 7 del octavo semestre de la licenciatura en diseño gráfico de la universidad de San Carlos de Guatemala. La diagramación, ilustraciones, diseño de portada fueron hechos por Dara Aguilar. Impreso en Zona Pix, Guatemala zona 12. Dara Aguilar 2017 ©


El Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo

Miguel Ángel Asturias

Editado por Dara Aguilar


Miguel Ă ngel Asturias

Mi riqueza, mi poseerlo todo, todo, todo, consiste en eso, en salir en las noches estrelladas, alzar los ojos al cielo y sentirme dueùo de cuanto mis ojos abarcan‌


UNO E

l Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo abrió los ojos muy asustado. Mientras dormía no tenía nada. Despertó bajo la lluvia de las campanillas de los relojes. Mientras dormía no tenía nada. Cien relojes despertadores, más de cien relojes. Mil relojes, más de mil relojes. Todos sonando al mismo tiempo. Un reloj de carambolas, detrás de los cristales biselados, mirábase el cuadrante con las horas en números romanos, y las tres pelotitas doradas que acababan de hacer la carambola de la hora y el timbre de alarma que alargaba un «¡Yo te despierto! ¡Yo te despierto! ¡Yo te despierto...!». Un reloj que simulaba un globo terrestre, con un Ángel y un Esqueleto que con su dedo descarnado señalaba las horas, en un cuadrante dorado, conseguía hacerse oír, oír, oír... «¡Tú me despiertas! ¡Tú me despiertas! ¡Tú me despiertas...!» Un reloj cara negra, espectro luctuoso con números plateados, plañía: «¡Él se despierta! ¡Él se despierta! ¡Él se despierta...!». Un reloj de bronce ronco rezongaba a solas en su rincón: «¡Nosotros nos despertamos! ¡Nosotros nos despertamos...!». Un viejo reloj de faro, más farol que reloj, martillaba al dar la hora: «¡Ellos despiertan! ¡Ellos despiertan... tan... tan... tan...!».


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Y un reloj-casita tirolesa de cucú melódico, con el pajarito mecánico a la puerta, repetía imperativo: «¡Despertad vosotros cú-cú...! ¡Despertad vosotros cú... cú...!». El Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo metió el brazo bajo la cama y extrajo el menos esperado de los adminículos domésticos. Un paraguas o, como decía él, un «para-qué...». Lo abrió en seguida. Es de mal agüero abrir el paraguas en una habitación, pero a él le urgía interponer algo entre el campanilleo de los relojes y su persona. Y ahora que sonaran. Ya él con el paraguas abierto que sonaran. Los oiría como oír llover sobre el paraguas. Y así se oía el «Yo te despierto...», «Tú me despiertas...», «Él se despierta...», «Nosotros nos despertamos...», «Ellos se despiertan...», «Despertad vosotros...». Cerrar los ojos es no tener nada. Abrir los ojos es tenerlo todo. El aguacero de los despertadores había pasado. Desperezose una, otra y otra vez, como si quisiera dar de sí, hacerse más grande. Luego bostezó y, mientras bostezaba, palpó el lecho. Dormía sobre sal. Sobre sal gruesa. Sobre un colchón de sal gruesa.

Cerrar los ojos es no tener nada. Abrir los ojos es tenerlo todo.


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Su piel de pescado caliente perdía durante la noche la manteca de la realidad, lo real, lo verdadero, la gordura de lo que no es sueño, en la granuda sal del mar. Heredó la receta misteriosa de perder la gordura de las cosas existentes, la mantecosa realidad, de sus padres y abuelos, que como él fue gente de respiración de imán, mientras dormían. Porque ese es su otro misterio. Su respiración de imán. No respiraba con los pulmones como el resto de los mortales, durante la noche, sino con dos grandes imanes escondidos en su espalda, y por eso él mismo se definía como un hombre de omóplatos de imán que dormía en un lecho de sal gruesa, para deshacerse durante el sueño de la grasa de la realidad cotidiana y no atraer con su respiración imantada cuanto metal había cerca. Al respirar dormido, si le faltaba el colchón de sal, atraía con el aliento todo lo que era de metal. Y de aquí que tuviera que usar la granuda sal marina como colchón. Evitar que lo cubrieran con peligro de sepultarlo bajo su peso todos los objetos metálicos que atraía desde cien metros a la redonda. Poca plata, poco oro y mucha, mucha escoria, casi siempre.


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Cuando se descuidaba la servidumbre de renovar su lecho de sal blanca, de sal gruesa, amanecía con enormes tornillos viejos en las narices convertidas en tuercas, restos de locomotoras en los brazos, ruedas herrumbrosas que le lastimaban los pabellones de la oreja, (...). Oíasele entonces gritar ahogado en su caparazón que él mismo, que él solo, con solo respirar mientras dormía, imantaba: montones de tuercas salitrosas, candados, tubos, trébedes, llaves, válvulas, jaulas, grifos, estribos, frenos, tachuelas. Todo sobre él que apenas si lograba por instantes sacar la cabeza por algún agujero y pedir auxilio. ...


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La servidumbre acudía. Y empezaba una guerra de imanes, a cuales más potentes. Imanes con tamaño de cañones, de largos cañones, atraían como aspirándolas las más gruesas y pesadas planchas de acero. Desarmar al armado caballero no era fácil. Armadura sobre armadura hasta dar con él. Recapacitó. Se habían retirado los sirvientes que le ayudaron a levantarse. ¿Cuál de sus pantuflas tomar? Miles y miles en redor de su cama. Pantuflas y más pantuflas, sin hacer diferencia entre pantuflas, chinelas y zapatillas en aquel mar en que las había de todas las formas y colores imitando cisnes, conejos, estrellas, góndolas, corolas de flores, cual de seda, cual de pajilla china, cual cubierta con piedras preciosas, cual de tejidas plumas de aves del paraíso o de colas de pavo reales. A perderse de vista. Las orientales cubiertas de lentejuelas, con un piquillo levantado a la altura del dedo grande, y en el piquillo una campanita que sonaba a cascabel de trineo. Las italianas, papales, doradas y espumosas de armiños. (...) Las pantuflas con música. Las pantuflas de saltar y volar que llevan en la suela apelmazadas millares y millares de pulgas. (...) Echó mano a una larga caña de pescar y con el anzuelo que tenía, un gran anzuelo, empezó a pasearlo sobre el mar de pantuflas hasta pescar, una primero y otra después, las pantuflas que le llevarían a saltos, enigmático y alegre, a su mesa de manjares matinales. (...) El desayuno estaba servido en el parque de los Cocodrilos, de los cocodrilos verdes, mohosos de sueño a flor de un brazo de río, entre plantas y flores acuáticas.


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Las monstruosas bestias de ojos oblicuos, blancas dentaduras triturantes y largas colas móviles, emergían, entre nubes de insectos, en busca de luz solar que tragaban con las fauces abiertas. El Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo acercose de un salto de pulgas en las plantillas, trastumbó y por poco se va al agua, a preguntar a los terribles saurios a qué sabe el sol... se come... se bebe... se sorbe... se lame... a qué sabe el sol... la luz o el calor... Pero saltó. Este es el inconveniente de sus pantuflas de impulso pulgarín. Nunca sabía cuándo iba a saltar. Y no pudo oír, por eso, la respuesta de uno de los cocodrilos que dejó un reguero de burbujas en el agua verde. Estos reptiles de muchos metros de largo son los animales de su especie que más saliva tienen en la boca, lo que hizo suponer al Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo la res- puesta: «El sol sabe a saliva... a saliva de cuando se nos hace agua la boca...» Y sí que no solo uno, sino todos salivaban a la vista de una venada volante que saltaba por coquetería, al par de aquel que brincaba por las pulgas.

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Andar de luces. Desandar de sombras. Arboledas. Troncos elásticos. Eucaliptos. Árboles de pimienta más altos, más altos, más en las nubes. Y sube y baja de lianas serpentinas de los ramajes de árboles añosos, entre caer de hojas, volar de pájaros azules, ir y venir de lagartijas, ardillas, monos y mapaches, que saltaban a la par suya. El Mayordomo y los sirvientes le esperaban para servir el desayuno.

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Brinco y brinco, Don Pulguitas, Don Pulgón, llegó a la mesa al sentarse, al solo poner las posaderas en la silla de cien patas azules, (...).

Andar de luces.

Desandar de sombras.

El sol adelante, luminoso, redondo, y los árboles detrás. (...). Aguasoles. Ni luz sola. Ni agua sola. Mezcla de agua y sol en los sueños anegadizos y de sol y agua en las alas de las libélulas, caballitos del diablo que pasean luces misteriosas, entre centellas fosforescentes de cocuyos y luciérnagas y fueguecillos de osamentas de animales -lo fatuo de los huesos, se dijo el Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo (...)

Trampolimpín, su perro, que no tenía nada nada nada, los perros nunca tienen nada, logró escapar de la perrera y venía haciendo fiestas con la cabeza, con el cuerpo, con la cola, a besar los pies del amo, pero se interpuso una lagartija que lo hizo girar en redondo y volverse a darle alcance. Paso a paso, menos efusivo, volviose Trampolimpín hacia su amo que apartándose la pipa de la boca, escogía, entre un millón de palillos que caían sobre la mesa, como lluvia, uno, solo uno, para mondarse los dientes. ¿Adónde ir después del desayuno? Casi se lo pregunta al remolinoso Trampolimpín que con la punta del hocico se perseguía la cola, girando sobre sí mismo, como remolino, desesperado por la comezón de las pulgas. Las pulgas que cayeron de sus pantuflas lo devoraban vivo. (...)


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¿Adónde ir después del desayuno?, se preguntaba su amo, mientras apagaba la pipa. Trampolimpín se le quedó mirando. En los ojos de los perros hay distancias. Lo miraban, a través de los ojos de Trampolimpín, todas las distancias. No faltaba sino escoger o que escogiera por él Trampolimpín que al presentir que ya el amo había terminado de desayunar e iba a ponerse en pie, tras volverle a ver, cabeza para arriba, orejas atentas, se echaba a andar por delante, para mostrarle el camino que debían seguir. (...)


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El Pájaro de Fuego dio media vuelta, luego una vuelta, otra media vuelta, los dedos de sus patas uñudas ligeramente vueltos hacia adentro, los espolones fuera, en alto, agachando y levantando la cabeza en extraña ceremonia. –Soliloqueando.... soliloqueando... loqueando solo... –reverbera la voz en su pico en gancho, para darse importancia, antes de saber a qué venía el Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo. –Desde los ojos de mi perro Trampolimpín –dijo aquél–, me vieron distancias y distancias...

–Los desiertos y las montañas, y las praderas y las selvas, los ríos y los lagos, islas y continentes… son distancia… y vos las tenéis, señor, vos las tenéis en los bolsillos… Todo, todo lo tenía, pero jamás pensó en que eran suyas las distancias, las grandes distancias… ¿Cómo imaginar que podían caber en sus bolsillos el cielo, el mar, el desierto, las montañas, las islas, los lagos, los ríos, las distancias terrestres?

–Distancia es el cielo... –aleteó el Pájaro de Fuego.

–Registraos… registraos… –conminábalo el Pájaro de Fuego de redondos ojillos de espejo– pues quién como vos, primero entre los primeros.

–Lo sé, lo sé –contestó el que todo lo tenía, frotándose las manos–, me vio el cielo... desde los ojos de Trampolimpín me vio el cielo...

Por no desairar al del encendido plumaje, más llamas que plumas, metió las manos en sus bolsillos, en busca de las distancias.

–Distancia es el mar… -continuó el pájaro.

Más bolsillos se registraba y más bolsillos le aparecían.

–Lo sé, lo sé… desde los ojos de Trampolimpín, me vio el mar…


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Era un hombre vestido de bolsillos. De los pies a la cabeza bolsillos y más bolsillos. Y…¿qué encontró? Papeles de colores… cartoncillos y cartonotes… pasajes de trenes, de barcos, de aviones… todas las distancias en aquellos pasajes… todas las distancias… Magia de las magias. A cambio de aquellos papeles y cartones y distancias…


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DOS L

a sala de los caleidoscopios, larga, tubular, en forma de túnel de paredes, techo y piso cambiantes. Colores de chispas de vidrio reunidos o dispersos y toda la geometría del capricho. Le espejeaban los ojos a Trampolimpín que seguía a su amo, amedrentado, inseguro, en medio de aquella trituración de cristales luminosos. (...) Llegado aquí, el Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo se tornó transparente a los ojos de Trampolimpín. Mirábase lo que había detrás de del, a través de su cuerpo, y todo el movimiento de su circulación sanguínea, su corazón y sus vísceras. Y detrás de él, a través de su cuerpo, miraba el perro en contornos precisos una nubecilla surgida de las vasijas de fermentos alcohólicos que llevaba en las manos de la mujer, una llave en forma de salamandra. Trampolimpín asustado se volvió al túnel y corría de una punta a otra en espera de su amo, ya él también como perro de colores, de colores cambiantes, espejeantes, tal y como aquél entró destilando colores en el oscuro socavón de la salamandra.


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No pasaron años, pasaron siglos. Generaciones y generaciones de chispas caleidoscópicas, chispashombres, chispas-mujeres. Encendidas, apagadas. Encendidas, apagadas. La vida. Y dentro del Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo sin envejecer, con los mismos años que le adornaban al entrar al socavón -treinta y tres- , en espera de la llave en forma de salamandra que no acaba de entregarle aquella Oceánida candente.

Ningún instante como aquél. Voces oía. Hablaban, pero era habla humana, familiar, habla útil de gente entrelazada por su lengua, su existir, sus trabajos agrícolas. El viento iba y venía entre los árboles. Un viento suave, cadencioso. El olor del polen oprimía.

Trampolimpín se desintegró, vidrios, vidrios, vidrios y vidritos de colores, ángulos de su esqueleto de espejo integrado al túnel caleidoscópico.

Consumes e iluminas… eres como el fuego… -se encontró diciendo el Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo al intentar amigarse con uno de esos campesinos, vestido extrañamente.

Fuego de borrasca y oro desintegrado en llamas de diamante.

Las ovejas alzaron las cabezas husmeando algo inhabitual en el ambiente.

(...)

El campesino aquel, la cara nudosa, la nariz fuerte, achatados los ojos pequeños, vestía de Pontífice. Se había ido formando con la lana de las ovejas.

El socavón levantó el párpado, una peña movediza, una inmensa piedra que giró sobre sus goznes y el Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo encontróse de pronto en una campiña ondulante, soleada, cubierta de árboles fragantes, riachuelos reidores, ovejas en rebaños numerosos y sembradíos.

Visión singular, inexplicable. La tiara, la túnica, la capa, las sandalias, el báculo. La visión se complicó. Un Papa seguía a otro, y este


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otro Papa a otro, y este otro Papa a otro Papa (más Papas que papas), pero el Papa campesino se apartaba de ellos. Iba como alelado, ajeno al grupo pontifical. Huía, huía de aquellas sombras papales, blancas, como él, y no como él. El Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo logró apareársele. Le interesaba mucho hablar con él, explicarle su connivencia con el fuego subterráneo. Pero aquél, placentero el gesto, suave la palabra en sus labios carnosos, le preguntó, sin dejarle de hablar: -¿Cómo es que eres tan rico, más rico que todos los millonarios, ya que lo posees todo, todo, todo? -No es la posesión de la riqueza como se entiende… -explicó aquél.


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El Papa le interrumpió: -Me llamo Juan… -No soy rico, rico porque poseo, rico en el sentido que se da a esta palabra comúnmente, tampoco propietario, dicho con medida de concepto tribal de ser dueño de propiedades medidas por metros o hectáreas; mi riqueza es otra, mi manera de ser propietario también es otra… -¿Cuál…?- frunció el ceño el Papa Juan. -Todo hombre, Santidad, es propietario de todo, todo, todo, pero se cohíbe, se contiene y no lo dice. Mi riqueza, mi poseerlo todo, todo, todo, consiste en eso, en salir en las noches estrelladas, alzar los ojos al cielo y sentirme dueño de cuanto mis ojos abarcan… -¿Es una ficción…? -Toda riqueza es una ficción… -Curiosa y sabia manera de pensar…-acotó el Papa. -A nadie, Santidad, le enseño nada, si digo que el hombre es dueño de todo lo que le rodea, de todo lo que ve, oye, palpa, siente, huele, saborea… -Mientras no haya otro que venga y le diga: <<Esto que dices que es tuyo, es mío, porque lo heredé, lo compré, me lo regalaron…>>

Toda riqueza es una ficción… -Sí, sí, en ese caso aparece el propietario, el cual, sin embargo, muy propietario será, pero no puede evitarme de ver lo que dice que es de él, de gozar la visión de sus campos, de sus palacios o mansiones, si las tiene, ni tampoco puede evitarme de sentirme dueño ficticio de todo aquello, de todo lo que entra por mis sentidos, y se integra a mi persona como parte mía, como parte del universo e el que estoy…


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-Un concepto de propiedad divina… poseer el mundo como tú lo posees… dijo el Papa Juan. -Verdad, Santidad, que es hermoso poseer así… todos lo tenemos todo, si lo podemos gozar con los sentidos… Quien me quita que ese barco de lujo que ahora parte del puerto, las velas hinchadas de viento, no es mío, lo proclamo mío… (...) Se acercaban a Roma. Campiñas. Pinos con forma de paraguas recortados sobre el cielo diáfano, bullete de ecos, ruidos, pájaros, golondrinas, campanas. Al quedar solo tembló de pensar que sin su colchón de sal, sin la sal granulada de mar sobre la que dormía, los imanes de sus omóplatos atraerían metales y en Roma… Se golpeó la frente con los dedos, preocupado. Tendría que pasar la noche en vela, si quería evitar la nocturna imantación metálica. En qué hotel, en qué posada aceptaría que sobre el colchón de paja o lana, de la cama, él alargara una capa de sal gruesa, que para colmo se licuaba al calor de su cuerpo.


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La locura. Habria sido la locura. Sin embargo, el peligro estaba, si el cansancio lo vencía, si se le cerraban los ojos, ya que al no más dormirse, de todas las iglesias de roma, empezarían a salir, atraídos por sus omóplatos, por su respiración imantada, los vasos sagrados, y de los palacios las vajillas de oro, vasos, platos, fuentes, tazas, jarros. Pero lo que más le preocupaba eran los vasos sagrados. Lo cubrirían y si no lo aplastaban, se le acusaría de ladrón sacrílego y le encerrarían en el Castello S’ Angelo. La noche entraba y él debía salir de roma, dormir donde no hubiera metales, metales sagrados sobre todo, salvo que se agenciara de algunas arrobas de sal y durmiera en la calle, el las gradas de algún templo. (...)


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Su suerte fue otra. No consiguió evitarlo. El frío, tiritaba sin parar, el blancor cegante de la nieve, y el cansancio de la jornada, le cerraron los ojos y ya dormido, los imanes echaron a andar su poder magnetizador y no dejaron por arte de su fluido maléfico o benéfico, (...) Por los caminos del aire ligero y purísimo, había dejado de nevar, de todos los templos y palacios de Roma venían hacia él, volanderos, los vasos sagrados más preciosos, obra de orfebres inmortales, sin faltar cobres de oro con reliquias de huesos de santos, tabernáculos con el Santísimo, incensarios, candeleros, cruces, y atrás cuando salía de las ventanas de los palacios iluminados. <<¡Milagro…! ¡¡Milagro…!! ¡¡¡MILAGRO…!!!>> fue la primera palabra que oyó al despertar el Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo y poco faltó para que se le llevara en andas –se había dormido cerca del Arco de Constantino-, entre palmas y aleluyas. Solamente un santo, un gran santo podía atraer hacia él, mientras dormía, tanto vaso sagrado, tanta custodia, tantas joyas y joyas…

El Hombre que lo tenía Todo Todo Todo salió de Roma por un camino pedregoso y moledor, no como él hubiera querido salir, montado en la escoba de una bruja, como salieron Cagliostro y Giuseppe Bálsamo, sino como un pobre mago de circo disfrazado de traga fuego, en una de las carrozas, entre payasos enharinados, chuscos, chalanes, trompetas, bombos y platillos.


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A

lucinante, imaginativa y profunda; esta breve novela resulta también esplendorosa.

A lo largo de un argumento fantástico en el que saltan y vuelan pantuflas con suelas que llevan millares de pulgas; tele-sapillos que se comunican con su rey, el gran Chilabaco; el rey sapo que abre su corazón al hombre que lo tenia todo todo todo. Precisamente a él, que respiraba con dos grandes imanes escondidos en su espalda y era capaz de atraer todo el oro del mundo. Un mundo que todos quisieran pero el que lo tiene ya no lo quiere. El Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo nos enseña que tenerlo todo no es la felicidad.

Dara Aguilar · 201400916

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