Reencarnación NICOLÁS MENESES
CO LECC IÓ N NA R R EI TOR S
REENCARNACIÓN ©Nicolás Meneses e-ISBN: 978-956-6005-03-2 Diciembre, 2018. JÁMPSTER EBOOKS Colección Narreitors [1] http://jampster.cl Edición: Matías Fuentes Aguirre Correciones: Fuenzalida - Manfred Diseño: Constanza Fuenzalida
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Reencarnaciรณn NICOLร S MENESES
Para Francisco Ovando y el Calvinismo Revolucionario
BODEGA CERO
Los rumores dicen que la carne almacenada en la Bodega Cero es de los animales muertos del Boom Zoo. Dicen que de ahí sale limpia, fileteada y etiquetada. Hablan, además, de la posibilidad de que no sean solo animales, sino humanos, hijos de vecinos que un día desaparecieron y nadie sabe dónde están. Sus casos aparecen en la tele, sus caras terminan en los envases de leche y lo único que queda es el llanto de sus familiares. Daniel Cheuqueman se lo susurra a sus compañeros, lo confidencia a cualquiera que se le acerque. En sus más de diez años de carrera en la empresa, nadie le cree. Apenas se limitan a hacerle preguntas sobre la naturaleza de la mercancía y cuáles serían los proveedores. Pero él no puede, si dice una sola palabra respecto al sistema de la carne, es hombre muerto. Por eso todos lo toman por loco. Y él entiende que así es mucho mejor: nadie vigila a un loco. Cheuqueman, apellido estrella en la pared de empleados del mes, de asistencia perfecta y apariencia pulcra, es —desde hace cinco años— trabajador permanente de la dotación nocturna. Ya no figura en la planilla de turnos rotativos, no sufre jetlag y ha podido coordinar casa y trabajo. Tiene libre los domingos y —una vez al mes— va a la peluquería a emparejar los mechones que le empiezan a caer sobre la frente y los ojos, los remolinos en la base de la nuca y los crespos que se le enredan en la oreja como virutilla. A las nueve de la mañana, se afeita religiosamente en 11
el patio de la casa. Mucho antes de ser contratado por el Centro de Congelado y Almacenamiento, fue jardinero en un club de golf y después temporero en una cuadrilla de raleo y cosecha de uva vinera. Siente que su vida ha ido en ascenso y está pronto a comprarse su primer autito, de segunda mano, automático, porque es zurdo. En el trabajo casi siempre cena solo. Mira de reojo el noticiero y eleva —cucharada a cucharada— el arroz, los fideos, el caldo, la sopa y la ensalada a su boca. Mastica y combina todo porque la comida es comida y el cerebro no puede hacer dos cosas al mismo tiempo. Así que, si Daniel come y ve las noticias, su cuerpo siente que no ha comido, que el sabor fue regusto forzado del mastique rápido y compulsivo, que la pasta de dientes tendrá más efecto en su paladar que una empanada de pino o una lasaña chorreada de queso y carne molida. Un día de esos, alguien se sienta a su lado y le pregunta sobre la Bodega Cero. Daniel deja de prestar atención a la noticia de una madre que pide dinero haciendo creer a la gente que su hijo tiene cáncer. Las rogativas de la mujer son para el futbolista Arturo Vidal y el niño masculla un “no quiero morir” creyendo que dentro de su organismo hay una bomba de tiempo. Daniel traga y mira al señor con el yoqui de la empresa, un bigote disimulado con los pelos de la nariz, brazos tostados y velludos y unos hombros a la altura del cuello. El hombre se presenta como Rubén Salgado. Le estira la mano, pero no obtiene respuesta y la devuelve como tirando una cuerda invisible para que Daniel se acerque a él, le cuente lo que sabe de la bodega, los rumores sobre la carne de animales exóticos. El mejor empleado del mes de la empresa se echa para atrás en la silla, le gustaría conversar “de eso”, pero con el tiempo tomó una desconfianza automática a los preguntones: indistintamente se burlan de él. Sin decir nada, agarra su bandeja y pide permiso para retirarse. Rubén queda con la curiosidad atragantada 12
y toma un poco de jugo para despejar la tráquea, le desea buena jornada y se da vuelta a ver la tele que pende de un pilar. Recuerda que no se echó alcohol gel en las manos, se levanta y camina a la entrada donde cuelga el dispensador. El Centro de Congelado y Almacenamiento tiene cuatro bodegas regulares y una bodega especial. El personal necesario para el mantenimiento de las cuatro áreas principales no pasa las cincuenta personas, entre oficinistas, técnicos y operarios. La Bodega Cero es especial por su acceso restringido. Es una cámara de alta presión y sellado al vacío que se abre solo una vez al mes. No necesita mantenimiento aunque sí un supervisor que controle las bujías, los niveles de temperatura y el nitrógeno de los tanques en la entrada. Al quinto año en la empresa, Daniel fue capacitado para cumplir esa función en el horario nocturno. Además de un aumento de sueldo, recibió un traje especial que lo protege del exceso de hielo que abunda en las murallas reforzadas de acero inoxidable. Cuando se aburre, dibuja en las paredes escarchadas animales con rostros de personas, las siluetas de la supervisora del turno nocturno —la señorita Alejandra— con un corazón con su nombre junto al de ella atravesado por una flecha. Fue cuando repitió más de diez veces el mismo corazón en fila que se sobresaltó. La sorpresiva presencia de Rubén Salgado hizo que se sonrojara pese al frío. Enojado, inmovilizado con el traje térmico que lo asemejaba mucho a un astronauta, intentó saber cómo había llegado hasta ahí sin permiso. Le hizo a Rubén un gesto torpe de interrogación. Este le mostró la llave de una grúa horquilla y le contó que arriba de ella nadie le preguntaba a donde iba. Atrás de él, con el motor encendido, tenía la máquina estacionada y las paletas de carga cerca del suelo vibrando como colmillos de una bestia a punto de saltar a su presa. —Así que te gusta la señorita Alejandra— soltó de improvi13
so Rubén. —No, no, ¡nooo! Es solo juego, es otra Alejandra, mi señora, es que estoy, eh, bien enamorado— y se arrojó a la muralla a borrar, con sus dedos entumecidos, los corazones y animales para disimular su vergüenza. —No te preocupí, cualquiera se enamoraría, tiene las medias nalgas— Rubén alzó su mano dibujando una silueta en el aire. —¿Qué… qué viniste a ver aquí?— preguntó desconfiado Daniel, como si temiera ser descubierto en lo absurdo de su trabajo de guardia frente a un témpano de hielo. —A que me muestres lo que hay detrás de la puerta esta— Rubén tiró un piedrazo imaginario a la gran puerta sellada al vacío. —No puedo, no estoy autorizado— Daniel se paró frente a la puerta. —Era broma, ja ja ja, era broma, si sé que no puedo entrar— y se acercó a Daniel, lo abrazó del hombro y volvió a la grúa horquilla para retirarse a la Bodega Cuatro. —Buenas noches, guardián del paraíso— le gritó a lo lejos Rubén, levantando su mano en señal de despedida. Rubén orina en una caseta del güáter. Afuera, los urinales están desocupados y limpios, pasados a cloro. Daniel entra y se acomoda en uno para soltar una noche entera de agua, jugo y té con canela. El chorro golpea la loza y Cheuqueman afloja los hombros, cierra los ojos y se imagina en su auto camino a la playa, el calor de un día soleado, nubes blancas, amarillas y celestes con música de Los Charros de Lumaco o Amar Azul. El color del cielo verdadero, piensa Cheuqueman, debe ser el de una cumbia celeste. Tararea “El polvito del amor” y piensa en la señorita Alejandra como su copiloto, la mano en su muslo, el tanque lleno y una carretera infinita. Se sube el cierre y al darse vuelta se topa con Rubén que sale de la caseta contigua después de tirar 14
la cadena. Lo saluda mecánicamente y se va a su casillero para alistar su salida. No hay nadie más en camarines, todos los del nocturno ya escapan del trabajo y los del día vienen en camino, arriba de buses atochados y bicicletas empolvadas y oxidadas, con muchos reflectores y luces. Daniel siempre goza de la intimidad de irse un poco más tarde que el resto, pero ahora la presencia de Rubén lo incomoda. No puede vestirse con holgura ni desnudarse completamente. En cambio, Rubén escarba en su casillero y pone cumbia en su celular, saca un poco de champú de un envase pequeño y se lo unta en la cabeza. Toma su toalla y parte a las duchas. Daniel espera a que salga y se desnuda. Está muchos minutos bajo el rociador de agua. Luego de salir no ve a Rubén, solo un mensaje trazado en el espejo empañado que le cuesta leer: “hasta mañana, compañero”. Daniel no vuelve a ver en una semana a Rubén Salgado. Se preocupa por la inasistencia de su compañero, su insistencia en saber qué escondían en la Bodega Cero. Fue la primera persona no autorizada que había ingresado a hurtadillas, en horario laboral, a su lugar de trabajo. Caminó a la oficina de la señorita Alejandra a preguntar por él. Llegó temprano al turno y fue directamente al container-oficina junto al comedor. Se encontró a la secretaría de personal ordenando papeles en el escritorio y bebiendo té helado en una botella plástica. Se quedó parado en la entrada observándola trajinar las hojas, pasar los dedos largos y ágiles por las planillas y guías de despacho. En sus orejas colgaban aros circulares, grandes, como pequeños ula-ula. Pensó en su mamá, en una presentadora de noticias, en una animadora de matinal, incluso en la Doctora Polo. —Hola, don Daniel. ¿Qué se le ofrece?— la secretaría sorprendió al operador sin mover un músculo ni distraerse de su búsqueda. —Eh, ¡hola!, señorita, ¿cómo está? Eh, bueno, es que el otro día yo, un compañero de la grúa, no lo he visto, no sé cómo 15
se llama, pero parece que es de la cuatro— Daniel refregó sus manos en el bolsillo y apretó las llaves de su bicicleta y las de su casillero. —Deje acordarme, ¡ah, don Rubén! Sí, sí, sí, justo estaba viendo eso. Tiró licencia, depresión parece. Vuelve el lunes, si es que— la señorita terminó de trajinar las carpetas, se levantó y saludó con la mano a Daniel y se fue hacia portería. —¡Gracias!— dijo para sí Daniel, un poco más tranquilo e hipnotizado por la figura de su supervisora. Rubén apareció el lunes en la Bodega Cero. Esta vez a pata, sin grúa horquilla ni traje térmico. Se veía débil, con ojeras y el pelo desguañado, sus pómulos chupados y algunas lagañas en los ojos. Daniel salió de su cabina de monitoreo al lado de la puerta y fue a su encuentro. Le dio la mano, lo invitó a la cabina, le ofreció un poco de té con canela y espero a que hablara. El chofer de la grúa horquilla tomó un sorbo de té, dejó la taza en un tablero de la cabina y miró a su compañero dentro del traje térmico. Desde ahí uno debe sentirse bien, pensó, y se tanteó el cuello e hizo crujir sus huesos. Ayúdame, dijo Rubén y le contó a Daniel Cheuqueman, el mejor trabajador del Centro de Congelado y Almacenamiento, sus problemas.
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AUTODEFENSA A DOMICILIO
el local de café
La forma de la casa es la mitad de la forma del café. La discusión es, si el café es parte de la casa o viceversa. O yendo más lejos: si la casa es de la familia y el local de los comensales. Cuestión que aún está en duda pues, para salvaguardar el patrimonio, nuestros padres decidieron bautizar al local como Mi Casa, “Café Mi Casa”. Un arma de doble filo que los tiene, desde hace tres años, peleando con desconocidos que vienen a reclamar el local como propio. El asunto ha obligado a instalar cámaras de seguridad en toda la calle donde se ubica el café. También nuestros padres se han precavido con otras medidas para evitar altercados. Todo hasta que finalicen el trámite del cambio de nombre. El nuevo nombre será “La Casa de Mía y Tulio”. Desde que se inauguró el local de café, nuestros padres prohibieron las salidas al exterior. Solo nos permiten acercarnos al parque Magisterio después de las doce de la noche. Algunas veces, debemos acompañarlos en los trámites del día. Los domingos es el paseo familiar al pasonivel, donde hacemos pícnic en una rotonda con pasto. La mercadería para el local de café les llega de reparto, por eso, a lo único que salen es a renovar sus documentos de identidad, votar, pagar las cuentas de la casa y cobrar la pensión de ciudadanos pacíficos que el gobierno comenzó a entregar hace tres años a los mejores pobladores de cada cuadra. Mis padres obtuvieron esa pensión y no tuvieron 21
que salir más a trabajar. Además, para no estar desocupados en casa, ya que el Ministerio de Salud recomienda el negocio, mis padres decidieron instalar su propio local. esta es mi familia
Mis hermanos son formas que se rascan la cabeza y el culo, eructan, hacen fuego en el patio en un tarro de petróleo oxidado y cocinan pan y empanadas. No escuchan las noticias que les llegan del cielo ni de la tierra. Amenazan reiteradamente con dejarme sordo con su música estridente. Su semblante es parecido al de los carteles promocionales que cuelgan en las fachadas de los supermercados. Ningún trato con ellos acaba de buena manera. Son incapaces de salir a la calle sin una excusa. hermano triángulo
Mi hermano mayor es un triángulo. Ahora voy a verlo. Golpeo la entrada de su habitación y abre la puerta. Me mira mientras se unta mentolato en la nariz y respira agitado. Me cede el paso. En la pared de enfrente veo escrito con cifras retoñas su altura en la muralla. Avanzo hacia allá, me apoyo de espalda y él, con un clavo oxidado, marca mi altura. La corrosión contamina su mano derecha quieta en un gesto de pinza. Con su mano izquierda, indica que me saque las zapatillas. Me las desabrocho y dejo a un lado. Estamos casi a la misma altura. sucesos extraños en la ventana de mi hermano mayor
La calle es un hervidero de pájaros. Las aves en su descontrol se estampan en el estuco. Sus figuras se tatúan como spray sangriento, emplumado; como un negro que debiera ser rojo, pero que se enmohece. Parece música de una tierra fría, una decoración a escala cromática en descenso hacia los grises. 22
hermana circunferencia
Mi hermana es una circunferencia envuelta en gruesas telas verdes. Todos los domingos, la acompaño al pasonivel donde entrena su rutina de circo. Monta su bicicleta y la estrella contra una palmera china. El neumático delantero nunca logra siquiera mover las raíces ni abollar el tronco. Su meta es derribarla. Aún sigue intentándolo. Hace poco probó con una cuerda elástica amarrada del manubrio al tronco. Tomó vuelo en retroceso y se catapultó contra la corteza. Comportamiento de los organismos vivos en la habitación carente de luz artificial, ventanas y terminaciones El oscurantismo de esta casa maltratada, provoca el nerviosismo de los insectos que se arrojan a nuestros oídos dejándonos sordos. Las cortinas dan la cuota de seguridad y privacidad necesaria, pero el viento la rompe con cada brisa. mamá mía y papá tulio
Mi mamá y mi papá son la misma caja: Mía y Tulio. Atienden el café que de noche se convierte en boliche. Su rutina se detiene si algún comensal irrumpe violento en el local. La presión les sube y llaman a Hermano Triángulo que tiene un curso de matón. Ellos se tapan los ojos mientras mi hermano hace el trabajo sucio. Yo me encargo de llevar los cuerpos al vertedero o —si es posible— de entregárselos a los recolectores de basura que los arrojan a su camión sin titubear. El servicio me sale cinco mil, aunque si el cuerpo es muy pesado, dejo propina. formas de convivir en la mesa preparando la merienda
Para preparar la once, el orden y la técnica son esenciales. El tenedor tiene que moler la palta pelada —sin cuesco—, rebanar su carne y golpear la loza del plato bajo provocando un toc-toc 23
ahogado. De a poco, dividir la carne hasta volverla papilla. Agregarle una onza de aceite de oliva y sal. Ojalá servir con pan de centeno. Desayuno, almuerzo, once. la llegada de los familiares del sur y del norte
Desde la inauguración del local de café, nuestros viajes familiares fueron suspendidos. En vez de salir de casa a pasar las vacaciones en La Sirena o Puerto Moon, nuestros tíos se dan el tiempo de venir a visitarnos. Cuando aparecen por el local, nuestros padres los reciben con un festejo e invitan a los comensales a una ronda de café o cerveza dependiendo de la hora. Luego, presentan a nuestros familiares a todo el público y se ponen al día en todos los aconteceres de la familia de allá y la de acá. ¿Todavía no se muere la vieja? ¿Cuándo se va a casar el primo? ¡Pucha que estay guatón, tío! el secuestro y el rescate
Tío Polígono cansado de pasar todo el día encerrado hablando con sus sobrinos favoritos, secuestró a Hermana Circunferencia. Mamá Mía llamó al cuartel general y planificó el rescate: le prometió al oficial acceso libre al local de café si lograba dar con el paradero de Hermana Circunferencia. Al oficial le tomó un par de llamados ubicar a Tío Polígono e informar de vuelta. Hermano Triángulo aguanta, aguantará las ganas de ir al rescate contando en reversa de mil hasta cero. En su mente aflora su versión de la captura, la escena del crimen. Tararea una elegía demoniaca para conservar la forma. protocolo de acción
Si hay fugas, Hermano Triángulo las revierte. Equipa a su hombro su fusil de guerra, se cruza por la cara un pasamontañas y —en sus bolsillos— guarda las municiones de plomo. Papá Tulio
le inserta un GPS en las nalgas para que no escape y le da el visto bueno para cruzar la puerta. El delincuente, siempre que es detenido, sufre la amputación de una extremidad. Tío Polígono ya había perdido el brazo en su primer intento de secuestro, en cuya ocasión intentó llevar a nuestra hermana a Fantasmalandia. Pero Hermano Triángulo es infalible. Les da tiempo de correr, saltar el alambrado y perder a los perros. Cuando la desesperación brota y el culpable ansía esconderse hasta del viento, sabe que ya no tiene ninguna salida: se entrega al azar. Entonces, Hermano Triángulo sale disparado, lo huele, lo rastrea, lo encuentra y lo destroza. noticias del rescate
Sobre el sillón y en posición de loto, Abuela Tangente —que no ha sido mencionada porque solo resucita cuando es necesario— atraviesa el espacio y vuelve para traernos noticias del operativo. A pesar de la captura, el secuestro no es penado por la ley, siendo incluso contemplado como derecho si se cumple cualquier vínculo de parentesco. Hermana Circunferencia vuelve sana y salva. Tío Polígono ha perdido otra de sus extremidades; ya todos pensamos en casa que no correrá la misma suerte si vuelve a intentarlo. segunda parte, independencia
La forma más fácil de atravesar a salvo el pantano genealógico, está en el manual que se reparte a las familias puertas adentro. La salida se grafica con una línea unicursal que dirige a ocho puentes —simbólicos— y llega a un valle aislado —también simbólico—. Esa es una clave de la solución para poder salir del encierro. Yo descubrí el mensaje secreto: solo se puede escapar saltando o encadenándose. O sea, solo me puedo fugar del país o enrolarme a otra familia.
secreto familiar, vista del parque a mediodía
Hermano Triángulo, luego de cumplir su abnegada tarea de limpiar el café de comensales problemáticos y familiares del sur y del norte, decide —en un descuido— ir al parque Magisterio a dar de comer a las palomas. No se lo ha contado a nadie, pero ama los pájaros, por más repugnantes que sean. Le gusta el canto de los chincoles y el vuelo de las loicas. Saluda a los gorriones y les pone una fuente de agua en su ventana. Dada las condiciones —un descuido de Papá Tulio, quien tiene que ir a buscar implementos de limpieza para desinfectar una parte del piso del café—, Hermano Triángulo tornea la puerta con sigilo y sale de costado como una hoja de fotocopiadora. Camina lento, pero aumenta la velocidad a medida que se aleja de la casa. Llega a la esquina, mira hacia atrás y se larga a correr sin reparos. Cuando llega al parque, que a esa hora de la tarde está deshabitado por la potencia del sol, se da cuenta que —por el apuro— olvidó las migas de pan. Se golpea enfurecido sus pómulos invictos y logra reaccionar. tercera parte y final, perdón familiar, vuelta a casa y futuro esplendor
Siempre que Papá Tulio debe limpiar alguna cochinada de los comensales, va tranquilamente a casa, entra en el baño del primer piso y —del mueble bajo el lavamanos— saca un balde, un trapero y cloro gel. Se levanta, mira el espejo y seca el sudor de su bigote. Pero no lo convence la postura con el balde ni la escoba que lleva —verde como su delantal—, tampoco el pelo cubierto por una cofia; menos aún, sus brazos lampiños. Nada cuadra. Entonces, deja todo en el suelo y comienza a levantar los implementos, pieza por pieza, hasta que todo calce. Pero eso no pasa, las combinaciones son infinitas y se pierden cada vez que vuelve a secar su bigote. Entonces, siente el grito de Mamá Mía —quien 26
sabe sobre la costumbre de Papá Tulio— y lo saca de su ensoñación. Papá Tulio vuelve al local de café —en donde todos están reunidos en silencio frente a la mancha que dejó un comensal en el piso— y ve el rostro compungido de Mamá Mía. Hermano Triángulo ha desaparecido, Don Castillo lo vio corriendo al parque Magisterio. Papá Tulio deja caer todo el menaje de limpieza al suelo y va en busca de su hijo. enfrentamiento, explicaciones y abrazo
Después de reaccionar sobre su descuido, Hermano Triángulo decide volver a casa antes de que alguno de sus padres se dé cuenta. Pero cuando enfila por la calle, ve la figura de Papá Tulio correr con el delantal ondeando en su mano derecha. Es tanto el pavor que siente, que atina a correr y esconderse detrás de la estatua de un héroe desconocido. Papá Tulio llega, sabe que su hijo se metió en alguna parte y comienza a vocear su nombre entonando las sílabas de manera insistente: ¡¡¡¡Tri-án-gu-lo!!!! ¡¡¡¡Tri-án-gu-lo!!!! ¡¡¡¡Tri-án-gu-lo!!!! ¡¡¡¡Tri-án-gu-lo!!!! El hijo tiembla de miedo, el castigo para un desertor como él es la pérdida de sus ojos, sus orejas o la nariz. ¡¡¡¡Tri-án-gu-lo!!!! ¡¡¡¡Trián-gu-lo!!!! ¡¡¡¡Tri-án-gu-lo!!!! Está rendido, quiere salir, asumir su error, enfrentar el castigo. Papá Tulio se acerca, pisa fuerte con sus bototos punta de fierro —que utiliza para no dañarse los dedos de los pies— y empuña sus manos, como demostrando su supremacía combativa ante su hijo. Apoyado en la estatua, estático por el miedo, tenso por el estrés y cansado por los gritos, Hermano Triángulo se tropieza y cae de frente a los pastelones de cemento. Papá Tulio se acerca y le tiende la mano. Hermano Triángulo, aún confundido por la escena, evita lo que él considera el primer golpe de castigo, reflejo de la mano estirada de su padre. Gira su rostro hacia la estatua, que para su sorpresa tiene el mismo talante que el de su progenitor. Entonces, comprende por qué no les permitían salir de casa a la luz del día, las censu27
ras a internet y la disciplina rígida. Voltea a ver a su padre, lo llama con un tartamudeo infantil, lo evade hasta que lo abraza con fervor. Viejo, yo no sabía que cargabas con ese peso. Entonces padre e hijo, hombro con hombro, caminan de vuelta a su local, donde Mamá Mía —seguro— los espera con una ronda de café y medias lunas para pasar las penas.
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REENCARNACIÓN
Rubén Salgado quita la capa de la jaula. No es un mago, ya quisiera serlo para controlar lo que está debajo del velo, manejar la atención de los espectadores. Pero él no es el foco de atención del show, solo está ahí para quitar las capas y dejar a la vista los animales. Un safari, como siempre se promete en los anuncios de televisión. El afiche de un león echado en el pasto, mirando el horizonte verde bajo el anuncio del gran zoológico. Su llavero de tigre de bengala, su colección de álbumes de dinosaurios. Admira todo souvenir de seres vivos que pueda ser comprado y ordenado en su colección personal. Rubén tiene un sueño y un problema, ambos conectados a su lugar de trabajo de guardia de un zoológico. Llegó allí de casualidad, después de peregrinar por todas las empresas de la zona: embotelladoras, papeleras, conserveras, frutícolas, constructoras. Lo único que le queda de esos trabajos son los gorros que le regalaron, lo que constituye su mayor orgullo junto con su zoológico doméstico. A veces, ha llegado al trabajo con el gorro de Embotelladora Agua Cristalina y lo han retado en camarines. Sus compañeros no lo entienden, no saben qué tan difícil es llegar temprano al trabajo y más encima no equivocarse de gorro. Sin duda, es su falta de experiencia. Mientras se afeita en las mañanas, cree que su problema se va a solucionar con el tiempo. Pero le cuesta mantener la tranquilidad cuando la duda lo asalta, sobre todo en el baño, mirándose 33
al espejo: mi reencarnación, mi reencarnación, estoy seguro de que esa será mi próxima reencarnación. Rubén es budista desde que salió de una depresión que casi termina con su vida. Un buen excompañero de trabajo le recomendó visitar al maestro Shuntaro Hida del zendo en el Cerro La Prisa. El buen maestro Shuntaro, quien esperaba la visita del guardia, tenía lista la respuesta que el perdido hombre andaba buscando y la dejó en un sobre a la entrada de su lugar de meditación. El problema fue que el sobre estaba escrito en japonés y Rubén no sabía nada de ese idioma. Cuando se bajó de la micro y caminó hacia allá, pasó por al lado del sobre que tenía su nombre, pero no le prestó ninguna atención. Shuntaro, al ver a Rubén abrir la puerta sin descalzarse y gritar su nombre a la distancia —interrumpiendo su meditación—, supo de inmediato que su plan había fracasado. Lo que quería con el mensaje en el sobre, era evitar que Rubén hiciera lo que hizo: algo que no pudo prever, pero que de inmediato trató de solucionar. El guardia, dándose cuenta de su impertinencia, quedó clavado en la entrada, observando al maestro Shuntaro para ver si reaccionaba a su destemplado grito. El maestro, que ya había calculado su maniobra, se paró de un brinco, hizo una reverencia al Buda que encabezaba el altar y, con las manos en posición de rezo, caminó lentamente a la entrada. Avanzó con los ojos cerrados y no se desvió ni un centímetro de la dirección poniente, donde estaba Rubén mirando —extrañado— la túnica azafrán del maestro, su calvicie brillosa y ojos fruncidos, que le parecieron muy abiertos a la distancia producto de su idea de los orientales. Este será el maestro, pensó Rubén mientras se sacaba el gorro con el logo de la última empresa por la que había trabajado casi dos años. Trató de enderezarse para saludar a la autoridad espiritual. En unos segundos se dieron las manos y —antes de que alguien pronunciara una sola palabra— el guardia salió volando por el aire hasta caer de cabeza en el terraplén 34
cerca de la escalera del zendo. ¿Qué pasó?, alcanzó a preguntarse en el aire Rubén. Pero nadie contestó. Pasaron dos horas hasta que volvió a despertar. El maestro Shuntaro Hida despertó a Rubén con un varillazo en la frente. Este estaba soñando que nadaba con una japonesa en una piscina olímpica y luego hacían patitos en el agua con pelotas de tenis. Despertó por el golpe y se sobó de inmediato la parte afectada. Se dio cuenta que estaba tapado con una frazada, descalzo, muy liviano. Al mirar en derredor, recordó que había ido a ver al maestro del zendo y que había volado por el aire solo hacía algunos momentos. Dispuesto a pedir una explicación por la agresión, trató de pararse del tatami después de apartar la frazada, pero no pudo. Se percató que tenía dos agujas clavadas cerca de sus rodillas y que sobresalían cerca de su buzo arremangado. ¡Qué está pasando aquí, viejo! ¡Qué cresta está pasando aquí!, le dijo airado al maestro. El maestro Shuntaro, dispuesto a explicarle la situación, dejó a un lado la varilla y acercó un tazón de greda al discípulo. Bebe, dijo el maestro y se levantó para volver a orar hacia el altar. Desconcertado, todavía excitado por el sueño y enojado por la inmovilidad que le producían las agujas, Rubén tomó el tazón y bebió sin siquiera mirar su contenido. Era agua, agua sin cloro, tal vez de un manantial contiguo al zendo o proveniente de una botella envasada y rotulada. Calmó sus nervios, relajó sus músculos y esperó unos minutos hasta que el maestro terminó sus oraciones y regresó donde el discípulo. ¿Has visto películas de artes marciales? ¿Conoces a 35
Jackie Chan? Olvida todo lo que creas oriental incluso esa supuesta diferencia de distancia. El mundo material es uno y no existe tal distancia no existe. Rubén se concentró en el techo de bambú tratando de encontrar la respuesta al supuesto enigma que el maestro profirió. Trató de alcanzar las agujas clavadas en sus rodillas, pero no pudo. La distancia entre sus piernas y sus manos parecía insalvable y la figura de su maestro se desvanecía para volver a aparecer con nuevos enigmas. Tu anterior vida: un animal marino caparazón muy viejo un pez de colmillos filosos 36
aletas blancas te mató. Trabajará contigo en una muestra de animales el sanador de animales ya pasó a esta vida. Cuidado mucho cuidado con la venganza. El discípulo bajó la mirada y trató de amarrar su vida con aquellas palabras. Lo más cercano que tenía era el reciente sueño acuático. Algo debe haber, pensó, en ese sueño, algo me quiso decir. ¿Un animal con caparazón? Quiso interrogar al maestro, pero al levantar la vista de sus piernas notó que estaba de vuelta en su cama, que era de noche y que por la ventana entraba el aire invernal de julio. Recordó las agujas en las rodillas y trató de levantarse, pero no pudo. Miró de nuevo sus piernas y ahí estaban, brillantes. Ahora sí, se dijo, ahora sí podré sacarme estas cosas y se estiró lo más que pudo. Al tocarlas, notó cómo se deshacían entre sus piernas y se derramaban como un líquido viscoso, verde. Recordó una babosa rociada con sal, pescados estilando en el cemento de una calle. ¿Qué mierda pasó?, se preguntó toda la noche. Desde ese día, Rubén pudo encontrarse con su ser espiritual que —poco a poco— le fue revelando lo que él consideraba la ver37
dad de su existencia. Ahora sí, decía Rubén todos los días, ahora sí que estoy conmigo mismo. Pensó que su constante errar por muchas empresas era parte del ciclo de reencarnación. Es mi reencarnación laboral, se decía, la reencarnación consciente del cuerpo. Las gorras son banderas que me indican claramente lo que soy y lo que fui. Después de un tiempo buscando trabajo, encontró el puesto de guardia en el zoológico. Cabe decir —en todo caso— que su intención, desde su encuentro con el maestro Shuntaro, era encontrar la verdad, por eso decidió conocer de cerca las posibilidades de su vida pasada. Después de un año de trabajo, concluyó —muy satisfecho— que había sido tortuga, eso estaba muy claro. Pensó que el maestro debería haber sido más exigente con la búsqueda, pero después se dio cuenta de que lo difícil iba a ser encontrar al sujeto de colmillos y aletas blancas que le quitó la vida. De seguro debía ser alguien que trabajaba con él. Pero no solo lo aquejaba esa espina. Ansiaba saber en qué reencarnaría después. Buscó en internet, compró catálogos, trató de visitar de nuevo al maestro, pero nada le salió bien. Internet solo daba nociones generales, los catálogos estaban escritos en sánscrito, escaneados quizá por qué sujeto malo de la cabeza que pensó que subirlos a la red iba a ser un aporte. El maestro —a su pesar— había desaparecido junto con el zendo, dejando en su lugar un monolito de piedra tallado con kanjis, clavado sobre un montón de ceniza. Todo se complicaba justo cuando pensó que había encontrado el equilibrio. Sentía que lo único que podía ayudarlo en esas circunstancias era buscar en lo que tenía delante, los elementos de su vida cotidiana. Lo embargó un alivio tremendo cuando comprobó que tenía los elementos para armar el puzzle. Los kilómetros no pesan nada cuando se ingresa a la otra vida, ¿por qué tantas palabras para definir un gesto, una imagen, un fenóme38
no? Tengo una muestra de vidas cosmopolitas, sin duda puedo determinar en quién reencarnaré y quién es mi fatal enemigo. Limitó su búsqueda a la zona del acuario y a los animales que tenían su hábitat al lado de una fuente de agua. Dividió a los animales en los que estaban la mayor parte de su tiempo sumergidos: los que solo volvían a refrescarse (o a alimentarse) y los que solo la utilizaban para beber. Descartó a estos últimos por razones obvias y concentró su búsqueda en el acuario, la piscina de los delfines y el glaciar artificial de los pingüinos y el oso polar. Estuvo claro a la primera semana de búsqueda. La conclusión: seré un oso polar, de eso no hay duda, y jugaré con los pingüinos. Mi enemigo fatal será un tiburón blanco que ahora está en la cadena de mando del zoológico, entre mi supervisor y el dueño. Un martes en su ronda nocturna, mientras pasaba cerca de la jaula de las iguanas, sintió un ruido raro, pasos acelerados y golpes de cadena. Se alarmó al instante y alertó a sus colegas del robo por radio, anunciando que iría —aunque estuviera armado solo con una luma y un dispositivo de shock eléctrico— a constatar la situación. Al rodear la jaula, se dirigió a un poste en que se ubicaba el interruptor que activaba los focos. Encontró a una señora sentada cerca de los barrotes alimentando a los animales, los que —luego de comer— se acercaban al borde de la jaula para dejarse acariciar por unas manos huesudas y pálidas. Rubén se aproximó con cuidado, preguntando —en tono cada vez más conciliador— qué hacía, cómo había entrado y por qué les estaba dando alimento a las iguanas. Sorpresa mayúscula se llevó con sus compañeros al descubrir que, la señora, era la madre del veterinario del zoológico, que la iguana a la que justo alimentaba en ese momento se llamaba 39
Rocky y que esta había sido su mascota. La madre le había sacado las llaves a su hijo y había ido sin su permiso a ver a su Rocky. No la pudieron apartar de la jaula porque cada vez que uno se acercaba se ponía agresiva. Uno de los guardias sufrió un ataque de gas pimienta en sus ojos y tuvieron que llevarlo a urgencia. Los demás se quedaron vigilándola hasta que el hijo llegó. Primero discutieron por el hurto de las llaves, luego hablaron del bienestar de la iguana y, al final, se enrostraron algunos temas familiares. Causó mucha pena entre los vigilantes el testimonio de la señora. De hecho, allí supieron del abandono del hijo hacia la madre, de los hurtos en su juventud, de su pasado de ausencias y de cómo llegó la iguana a manos de la señora. Ella la compró en la feria a un vendedor de animales exóticos que aparecía rara vez. Le costó un montón de dinero, aunque no escatimó en gastos dado que —desde siempre— le había interesado ostentar una mascota única. El hijo —quien había decidido enmendar su rumbo— cursó estudios superiores y, cuando entró a trabajar en el zoológico, convenció a la madre para que entregara la mascota por las posibles demandas y ataques de los animalistas que hace poco habían incendiado un circo y soltado a los animales. La mamá, ante el miedo, le encargó la iguana por la que recibió a cambio un cachorro que —a los pocos meses— fue atropellado por el camión de la basura. Rubén se dio cuenta que el veterinario era su enemigo fatal. Compungido por la revelación, pensó si la venganza merecía concretarse. Lo analizó desde su punto de vista, a partir de las escenas que esa noche había observado. Todos —pensó— están expuestos, vulnerables. El chico había vivido una adolescencia pésima: madre ausente, inexistencia del padre. Pensó si las cosas hubieran sido diferentes, de otra manera. El hijo tuvo la oportunidad de enmendar su rumbo, de abandonar el resentimiento, pero igual dejó a su madre, la descuidó. Entonces, concluyó, 40
sigue siendo el mismo tiburón que me atacó desprevenido esa vez, que me destrozó la cabeza antes de poder esconderla en mi refugio, que apagó mi vida más plena hasta ahora. Pero enfrente tenía la posibilidad de reencarnar en un oso polar, jugar con los pingüinos, estirarse en los glaciares a contemplar los días y noches de seis meses. Se fundiría con el horizonte recostado sobre las capas de hielo, jugaría con la nieve, comería muchos pescados. ¿Qué hago?, fue la pregunta que acosó a Rubén desde esa noche y de la que no pudo escaparse. ¿Qué consecuencias, aparte de alterar mi ciclo de reencarnación tendría mi venganza? Eso pensó la mañana en que preparó el acto. Tenía un puñal guardado desde el día en que fue a ver al maestro Shuntaro. Esperó en el camarín a que todos sus compañeros se fueran y empezara el nuevo turno. Llamó de urgencia al veterinario, le dijo que uno de los delfines estaba respirando raro, que no quería comer nada, que estaba herido. El veterinario, aunque protestó al comienzo, al percatarse de la insistencia de este vigilante que apenas conocía, le respondió que en media hora llegaba. Nervioso, Rubén pensó que no había vuelta atrás, que su ciclo se había definido, que la venganza valía la pena, que era necesario extirpar el mal para que las almas que sufrieron por su culpa, renacieran en un mundo más bondadoso. Se puso su capucha de lluvia, salió a la piscina, llamó a uno de los delfines y empezó a alimentarlo. Cuando el animal estuvo lo bastante descuidado, le hizo un corte cerca de la aleta derecha. La sangre brotó y el delfín comenzó a errar por la piscina tiñendo pequeños volúmenes de agua con la herida. En diez minutos, el veterinario llegó a la piscina y preguntó cuál era el problema, como si tuvieran que recordarle por qué había ido. Ese delfín, dijo Rubén, parece que está herido, revíselo por favor. El veterinario llamó al delfín a la orilla de la piscina, pero este no se acercaba. Le preguntó al guardia cuándo 41
se había dado cuenta. A usted lo conozco de algún lado, le dijo el veterinario, estoy seguro. Rubén en su mente asentía a todo: claro infeliz, nos conocemos muy bien, cómo no te acuerdas. Cuando el delfín perdió la desconfianza y se acercó al veterinario, Rubén aprovechó de atacar. Le enterró el puñal en el tórax y lo pateó hacia la piscina. Lo que se hace se paga, le gritó. El veterinario impactado por el golpe y la declaración, intentó llegar a la otra orilla de la piscina con una mano cubriendo la herida y la otra aleteando. El guardia, nervioso luego de lanzar el grito, arrancó a su casa, preparó un bolso y se fue al Cerro La Prisa. El día estuvo tan sincronizado que, apenas salió de la casa, tomó el bus y este llegó en media hora al cerro, dejándolo a los pies de la subida, justo a las diez de la mañana. Rubén, quien se había acostumbrado a caminar en pendientes cuando niño, llegó rápidamente arriba. Se acercó sigiloso al monolito, avergonzado y eufórico. ¡Maestro —le gritó al monolito—, no pude controlar mis impulsos, debía vengarme, tenía que hacerlo, sino no podría estar tranquilo! Lloró desconsoladamente apoyado en la piedra empapada de rocío. Luego de recobrar la compostura, miró con detenimiento las escrituras que tenía ante él. Increíblemente las entendía, entendía los ideogramas del japonés, leyó con detenimiento: La venganza estaba escrita como tu huida hacia este cerro yo me fui para darte el espacio pero todos vivimos en el mismo sitio ahora soy un delfín 42
salvaré la vida del cuidador de animales como él salvará la mía buscará una vida nueva. Tú busca la tuya, aquí ya puse la primera piedra. Rubén sacó de su bolso una prestobarba, afeitó su cabeza y su pequeño bigote, se descalzó y comenzó a levantar una pequeña choza con troncos que fue sacando de un aserradero a doscientos metros de distancia. Los maestros estaban insatisfechos con la paga e hicieron la vista gorda con el tercer monje que volvía a reconstruir el zendo.
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Nicolás Meneses (Buin, 1992) Ha publicado el libro Camarote (Ediciones Balmaceda Arte Joven, 2015) y Panaderos (Hueders, 2018). Becario de la Fundación Neruda (2016) y del Fondo del Libro y la Lectura (2015, 2018). Ha ganado diversos concursos literarios, entre los que destaca el Premio Roberto Bolaño en cuento (2017). Escribe sobre poesía para diversas revistas digitales.