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El acuerdo
from Dando forma 6
by Javier Arbea
Personajes: Juan, Ana y el gato gordi Se abre el telón y se ve el salón de una casa a media luz. En el centro una mesa de comedor con dos cubiertos puestos. Dos velas encendidas hace tiempo porque están a punto de consumirse. Pegado a la pared un gran sofá amarillo, sobre él descansa un gato. En una silla se ve sentado a Juan. Se oye el ruido de una llave en la cerradura y una puerta abriéndose. A continuación, pasos de una persona que se acerca. Entra Ana en el salón que se ilumina por completo. ANA: ¡Hola, Gordi! ¿Qué tal estas? (dirigiéndose al gato y acariciándole). A: ¡Hola, Juan! ¡Qué mesa más bonita has puesto!! ¿Celebramos algo? JUAN (serio): No, nada. Solo me sentía creativo. A: ¡Qué pena las velas! J: Si me hubieras avisado de que te ibas a retrasar, las habría encendido en el momento preciso. A: Perdóname. Perdí el vuelo de las cuatro y tuve que esperar al siguiente. J: Me lo imaginé. Por lo menos me podías haber enviado un WhatsApp avisándome de tu retraso. A: He estado muy liada… lo que importa es que ya estoy aquí. ¿Cenamos? ¡Estoy deseando darme una ducha! J (seco): Tú siempre estás muy liada. A: Joer Juan, llevo toda la semana fuera de casa y nada más llegar empiezas con tus reproches. Por favor, dame una tregua. Ya te he dicho que lo siento. ¿Qué más puedo hacer? Te prometo que el fin de semana te lo dedico a ti. Nada de móvil ni de trabajo. Juan se levanta de la silla y sale del escenario. Ana coge el gato y le sienta encima de ella. Juan entra con una fuente en las manos. A: ¡Uyy, qué bien huele eso! ¿Me has preparado mi plato favorito? Eres un cielo, Juan. Juan coloca la fuente en la mesa y comienza a servir la cena. Cuando ha servido los dos platos, se sienta. J: No es suficiente con decir lo siento Ana, si en el fondo no lo sientes. A: Pero qué pesado estas hoy. Con lo rico que está el pastel de pato, vamos a disfrutarlo. Qué bien hice cuando te enseñé a prepararlo. A ti te sale tan bien como a mí. J (seco): A partir de ahora lo vas a tener que preparar tú si quieres comerlo. A (extrañada): ¡Qué dices! ¿Por qué? ¿Te has cansado de hacerlo? J (tajante): De lo que me he cansado es de ser tu cocinero, chofer, jardinero…
A: ¿Has bebido algo antes de venir yo? Si no, no entiendo tantas tonterías. J: No, no he bebido nada. (levantando una copa) Vamos a brindar por la última cena. A (furiosa): Me estás asustando Juan. Deja de decir tonterías. Voy a ducharme porque ya se me han pasado las ganas de cenar. Ana intenta levantarse de la silla, pero Juan se acerca rápidamente y agarrándola de un brazo la sienta. Coge la otra copa y se la pone en la mano. J (riéndose): Te he dicho que vamos a brindar por nuestra última cena. A (fuera de sí): ¿Última cena? ¿Por qué va a ser nuestra última cena? No te entiendo. J: Parece mentira, con lo listuca que eres para otras cosas Ana… Me voy. TE- DE- JO. A (echándose a reír): Tú oyes lo que estás diciendo. ¿Me dejas? Se te ha olvidado nuestro acuerdo y las condiciones del mismo. Solo llevamos dos años juntos y no has cumplido con tu parte del trato. Si me dejas, recibirás noticias de mi abogado. J (sentándose en el sofá): No me he olvidado del contrato ni de las condiciones del mismo. Tú atrévete a denunciarme. Cualquier juez me dará la razón. ¿Sabes cuantos días hemos pasado juntos en estos dos años? Cincuenta y tres días. Si quieres te digo los días exactos. Los tengo en la agenda del móvil. No me lo has puesto nada fácil para que te pudiera dejar embarazada. A (con cara de asombro): Sabes que estos dos años han sido muy difíciles para mí en el trabajo. En la empresa no dejan de exigirme y no les podía fallar. A partir de ahora ya estaré más relajada. J (sonriente): Ya me da igual, Ana. Me he llevado unas cuantos cosas y el resto vendré a buscarlas cuando tú no estés. Adiós Ana. Juan sale por la puerta. Ana se deja caer en el sofá. Coge al gato y le acaricia con una mano. Con la otra se acaricia la tripa.
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A (pensativa): Hombres, se quejan por todo… Y el tonto de Juan no me ha dejado ni hablar. Ahora tendré que pensar si quiero un padre para Lucas.
Se baja el telón.
Casilda González Portilla
WASAP CALIENTE
Está el wasap caliente. Y es que la gente está últimamente muy susceptible. Y si no, ya lo veréis, me vais a dar la razón. A continuación, cuatro amigas escribiendo en el chat. ROSA- Hola, chicas. Acabo de ver la película El camarote de los hermanos Marx, ¡Jo!, ¡qué hartón de risa! Me ha alegrado la tarde. Os la recomiendo porque con la que está cayendo… Hay que alegrarse por algo que sino… VIOLETA- Pues sí, alégrate por eso, porque por la buena ortografía con la que escribes no será. A ver si usas el corrector, el “sino” que has escrito, va separado. ROSA- ¿Cómo? El “sino” y “si no” siembran muchas dudas. Que sepas que cuido mucho mi ortografía, de hecho, mis compañeras de trabajo cuando tienen una duda siempre me preguntan a mí. Y no, no tienes razón. VIOLETA- Hazme caso querida, dos veces matrícula de honor en Lengua y Literatura. Es una oración condicional y va separado. ROSA- Pues veo que hemos ido con profesores diferentes. Yo no lo veo así. Lo que yo he querido decir es que: “Hay que alegrarse por algo porque sino nos morimos de asco”. Para mí es una oración adversativa no condicional. VIOLETA- Siempre tienes una excusa. Hoy dices que es una oración adversativa y ayer cuando escribiste un “a ver si…” con h y b, que no tenías las gafas puestas. Y el otro día cometiste otra falta ortográfica y pusiste la excusa de que hacía mucho sol y veías la pantalla negra; y la semana anterior de que tenías los dedos gordos y el teclado pequeño. Vamos que digo yo, que en un rato de estos si te aburres, en vez de ver una película ¿por qué no te repasas el manual de ortografía?
ROSA- Sigo diciendo que para mí es una oración adversativa. Y tú, Begoña, ¿qué opinas? Se apuesta un chocolate con churros. Entra en el diálogo una tercera persona BEGOÑA- Esto se pone emocionante. Os veo muy instruidas con eso de la adversativa y la condicional. ¡Uy! A mí eso de “la condicional” me suena fatal. Pero yo qué queréis que os diga, ni la gramática ni la ortografía es lo mío. De pequeña coleccionaba números de teléfono de memoria. Hasta treintaiséis llegue a tener, ¡parecía el listín de la telefónica! Y hasta jugaba con mis amigas a recordar matrículas de coche. No me ganaba ninguna. ¡Qué tiempos aquellos! No sé qué deciros. Si a estas alturas para mi desgracia, en la palabra redacción, aún no sé si se acentúa la consonante o la vocal. ROSA- Pues entonces no nos vales. Necesitamos desempate. Que hable la de la Argentina. ¿Margarita, estás ahí? Entra una cuarta amiga desde la Argentina. MARGARITA- ¡Oh! Los Hermanos Marx ¡Remacanudos! Les diré que acá lo escribimos según nos parece. Los que hemos nacido en el Nuevo Mundo, tenemos el derecho de reinventarnos la gramática a nuestra manera. Mi amiga Lupita Velasques dice que Latinoamérica no tiene por qué someterse a las normas rígidas de los conquistadores, ni políticas ni gramaticales. Dején que el lenguaje evolucione, ustedes allá están muy anclados en el pasado. VIOLETA- ¡Qué barbaridad! BEGOÑA- Me gustan más estas discusiones que los debates políticos. Me apunto a ver El camarote. ROSA- Pues esto no queda así. Voy a ir a buscar el libro de gramática y sacarlo del baúl de los recuerdos. Que sepas Violeta que en mi casa todo sale del baúl, “no del armario” como en la familia de otras… VIOLETA- ¡Esto es el colmo! Sabéis lo que os digo, que salgo del grupo porque sino/si no…
ROSA- Sino “Sopa de ganso” o “Una noche en la opera”. MARGARITA- ¡Che! ¿Han tomado algo? No sean boludas. No discutan por pavadas.
Clara San Miguel
“La libertad hermosa bandera desgarrada pero erguida, se abre paso como el trueno contra el viento”
Anónimo
LOS EXHOMBRES. “El gasolina”
Guardó el libro y terminó de cerrar el petate. El indulto había llegado en una mañana fría de finales de diciembre. Una franja de nubes negras se cernía sobre la ciudad, el reino de Mordor se hacía presente. Esperó al autobús de línea para llegar a la ciudad. De ahí tomaría al día siguiente el tren para la capital. Quizás allí cambiaría su suerte. Pasó la primera noche en un prostíbulo. Con Maiba, una nigeriana con la piel más oscura que la mente del marido del que consiguió escapar, de mirada más negra que el camino del hambre y la inmigración y con el corazón más seco que las propias arenas del desierto que tuvo que atravesar. Y en donde leyó, en cada de cicatriz de su cuerpo, como grabado con lacre, que la libertad cobraba siempre un alto tributo. Abandonó el local al terminar la noche, después de saciar su sed tras quince años de abstinencia de carne en el talego. La ciudad despertaba a la vorágine de las compras navideñas. Decidió aplazar unas horas la salida hacia la capital. Pasó el día deambulando por las calles sin rumbo fijo, descubriendo cada rincón de cada calle y calleja, de cada comercio y cada casa. Disfrutando de la recién estrenada libertad, único dueño su tiempo, pero ¡tan huérfano y tan ajeno al asfalto que pisaba! Hasta que sus pasos le llevaron hasta La independencia. La Avenida de la Independencia, casa número cuatro, tercer piso, “La mexicana”. La apodaba así por el efecto tan picante que producían las caderas de esa mujer en él. Las persianas estaban medio bajadas. Dudó en pulsar el timbre. Fue en otra época, otros deseos, en otros cuerpos. Quizás mañana… Recordó su infancia. Fue el hijo único de una relación muerta ya desde su inicio, un estorbo para el mundo ya antes de nacer. No habían cambiado mucho las cosas desde entonces. Notaba la repulsa que producía su aspecto entre los viandantes. Los que podían le esquivaban, otros desviaban la mirada. De algún bar ya le había expulsado algún que otro camarero y algún ladrido de perro callejero también había tenido que aguantar. No
se lo echaba en cara, ni a él mismo le agradaba su aspecto. El fango seco y resquebrajado que formaba la piel de su rostro paseaba además en la mejilla izquierda un surco profundo, fruto de la caricia del acero en una vieja reyerta. Fue en una pelea de gallos a la hora de repartir un mísero botín. Una mueca de sorna le asomaba ahora al recordarlo. Tampoco la otra parte salió victoriosa. Sobre la cabeza le resbalaba un pelo graso y lacio, sin una pizca de gracia, como una lluvia de marzo. Del resto de la fisonomía mejor ni hablar. Difícil encontrar así un trabajo medio decente. En prisión había asistido diariamente a clases y se había sacado el título de estudios primarios. Quizás en la capital…
El centro comercial era un cocido en ebullición. Las luces con su encendido y apagado frenético incitaban a un consumo impulsivo. Observaba a la gente empujando los carritos rebosantes de comida y regalos. Se sentía acosado por los villancicos estridentes que sonaban a su alrededor. Nunca le gustaron. Echó mano al bolsillo y contó las monedas que le quedaban. Suficiente para algo de alcohol.
Buscó después refugio en un cajero para pasar la segunda noche y protegerse de la intemperie. Entró en uno de la Banca Nacional. Se acomodó en un recodo, pegó un par de tragos de la botella de ginebra y sacó el libro de Grabrielle de Felice-fruto de un pequeño hurto de la biblioteca en la prisión- y comenzó a leer:
“El viento dobla la esquina, la nieve blanquea el aire, un cielo gris plomizo ahoga, las últimas horas de la maltrecha tarde…”
Pegó unos tragos más. Pero los efluvios del alcohol desatan fácilmente el pergamino que protege al corazón de las fuertes emociones y como era de esperar, comenzó a echar de menos a los colegas, al “Chapas”, al “Pringao”, al “Metralleta”. El “Chapas”, su compañero de celda desde hacía siete años. Le apodaban así porque tras un intento de huir de la policía se pegó tal piñazo con el coche, que hubo que unirle en el hospital todos los huesos rotos con varias placas y tornillos. Desde entonces, una cojera con gracia marcaba su andar. ¡Venga “Chapas”, vente pacá y pegaté unos tragos! Cómo disfrutaba con sus parrafadas nocturnas. El “Pringao” se ganó ese mote porque se culpó él mismo de un delito que no había cometido por defender a su mujer, y esta le pagó liándose con otro al poco de entrar en prisión. El “Metralleta”, al que le pillaron con 200 Kg de hachís en el coche. Un buen colega, todo legal. Y tú “Metralleta” ¿En qué piensas?
Venga, anda, dispara. Jo, ¡qué tío! Cuando comenzaba a hablar no había quién le parara. Y él mismo, el “Gasolina”, condenado a quince años por varios atracos a mano armada en diferentes estaciones de servicio. ¡Qué buena piña hacían! Casi su familia. Y entre trago y trago casi deseó seguir en el trullo. El despertar en la mañana no fue mucho mejor. La resaca del alcohol se mezclaba con una sensación de hastío en la boca del estómago.
El pitido del tren atravesó la estación como una lanza de acero. Llegaba el tren que cambiaría su destino. Lo vio al final del andén. Aún circulaba a velocidad. Se acercaba. Miró la vía. No lo pensó dos veces y se tiró.
Clara San Miguel
RECUERDOS DEL PASADO
Una tarde fría y húmeda de otoño, una de tantas durante los últimos siete años en la que Tomás permanece sentado frente a la ventana, meciéndose hacia adelante y hacia atrás en su desgastada mecedora, con la mirada perdida en el horizonte y sosteniendo entre sus piernas la caja de madera de la que nunca se le vio extraer nada. Tan solo dibuja con su dedo índice una y otra vez, la figura de mujer que esta labrada en la tapa. De pronto apunta con el dedo y pum, pum, pum, se lee en sus labios. No emite ningún sonido, pero dispara a un conejo que olisquea los brotes tiernos de la pradera. Y continúa paseando el dedo por la tapa de su caja. La puerta de la habitación se abre, Tomás no se mueve. Una enfermera entra, le sube la manga de la camisa y le inyecta un tranquilizante. Tomás levanta la cabeza, la mira fijamente y sus labios vuelven a dibujar pum, pum, pum mientras la apunta con el dedo índice. Ana se acerca a su oído y le dice: no es una escopeta lo que guardas en tu caja Tomás ¡si no te gusta la caza! Es el libro que no conseguiste publicar. Dios mío a lo que podemos llegar, dice en voz casi inaudible, mientras se da la vuelta y sale de la habitación. Tomás impasible sigue meciéndose en la desgastada mecedora, con la mirada perdida, dibujando la tapa de su caja, y disparando algún conejo que se le acerca de vez en cuando.
Eva González Sarabia
LEO
Conocí a Leo en el centro de acogida en el que yo trabajaba como cocinera. Los residentes se encargaban de algunas labores como pelar y picar las patatas, la verdura, y también de la limpieza de platos, vasos, cubiertos y demás utensilios utilizados para la preparación de la comida. Leo, a su pesar, se hacía notar. Su corpulencia física, media más de dos metros, no le dejaban pasar desapercibido, como a él le hubiese gustado. Su edad era difícil de calcular. Se mantenía en forma y estaba ágil Estaba más bien delgado. Su rostro curtido. Unos ojos claros y rodeados de grandes surcos, que dejaban ver una tristeza infinita. Sus manos encalladas y con alguna cicatriz, deduje que por el tiempo pasado a la intemperie. Su timidez y su reserva eran tan grandes como él. A pesar de su aspecto lo que más me llamó la atención de Leo es que siempre estaba con un libro en la mano. Yo llevaba varios años trabajando en aquel centro y mi lema era tener la mínima relación con los residentes. Me dirigía poco a ellos y siempre con algún tema relacionado con la cocina. Pero con Leo fue diferente. Había algo en él que me atraía así que un día decidí romper mi regla. Aprovechando que tenía un libro en la mano le pregunte si le gustaba leer. Me contesto con un escueto sí. Fácil no iba a ser, pero poco a poco se fue abriendo. Lo que voy a contar me lo conto Leo, después de muchos ratos de conversación. Bueno, en realidad, Leo no se llamaba Leo, pero a él le gustaba que le llamasen así. Algunas cosas salieron de su boca, otras las intuí yo. Leo había nacido en un pueblo del Alt Penedes. Descendía de una familia, en la que antes de nacer, tu vida ya estaba planeada al milímetro. Estudiarías en el Liceo francés, irías a una buena universidad a estudiar algo relacionado con la empresa familiar .Trabajarías en esa empresa y te casarías con alguien del círculo familiar. El bisabuelo de Leo había empezado con el cultivo de la uva en una pequeña finca que tenía. Su abuelo había ampliado las hectáreas que dedicaban al cultivo y había hecho una bodega. Su padre había consolidado el negocio y ahora eran uno de los principales productores de cava de la zona. Leo cumplió con el plan trazado para él, sin salirse un ápice de lo marcado. Cuando acabo la universidad le esperaba la empresa familiar y una novia, hija de unos amigos de sus padres. Sin embargo, ocurrió algo que ni por lo más remoto estaba en el plan de ruta de la familia de Leo: un buen día la madre de Leo se fue de casa. Increíble, verdad. Yo también me
sorprendí cuando Leo me lo dijo. Una tarde cuando Leo, su padre y sus hermanos volvieron a casa del trabajo se encontraron con que su madre se había ido. Así sin ninguna explicación. Solo les había dejado una carta a cada uno de ellos. Leo nunca supo lo que impulsó a su madre a tomar esa decisión. Tampoco supo lo que ponía en las otras cartas. Solo sabe que a él le animaba a vivir su vida y a ser libre. Libre, vivir su vida. ¿Qué quería decir su madre con ser libre?
Él nunca se había cuestionado si era libre o no. Se veía libre, pero ¿era libre? Durante semanas, meses estuvo dándole vueltas a esa pregunta. ¿Era libre? Se dio cuenta de que nunca había sido libre. Siempre había hecho lo que esperaban de él. Hasta la fecha, tenía casi treinta años, no había tomado una decisión por sí solo. Si hasta le compraban los calcetines. Su padre prohibió hablar de su madre y mantener contacto con ella. Leo no entendía el porqué. Para él su madre no había hecho nada malo. A los seis meses de la marcha de su madre, Leo se fue de casa. Había intentado hablar con su padre, pero esté se negaba a escucharlo. Así que cogió cuatro cosas y algo de dinero y se largó. Solo dejo una escueta nota a su padre pidiéndole que le dejase hacer su vida. Leo se fue a la otra punta de España. No quería que nada le recordase a su familia. Buscó trabajo antes de que se le acabase el dinero que llevaba. Tenía un buen currículo, pero se dio cuenta de que si trabajaba en una empresa jamás sería libre. Todas te pedían datos y más datos sobre ti: dirección, teléfono, cuenta bancaria, etc, etc. La sociedad impone unas normas y que difícil es salir de ellas. Leo trabajó como temporero recogiendo fruta, cobrando en negro. Cuando acabó la temporada de la fruta se hizo a la mar en un barco de pescadores. El patrón no ponía pegas a llevar trabajadores en “b” como él los llamaba. El trabajo era duro y aunque el espacio en el barco era reducido él se sentía libre por primera vez en su vida. Así estuvo varios años hasta que el patrón se jubiló y el nuevo no quiso saber nada de esas prácticas. De vez en cuando Leo llamaba a su casa, siempre desde un número diferente. No quería que le localizasen. Así se enteró de que su madre había vuelto a casa a cuidar de su padre enfermo. En otra de las llama-
das le dieron la noticia de que su padre había muerto. En los últimos años las cosas no le habían ido muy bien a Leo y ahora vivía gracias a los servicios sociales. A mí, una currita que gana el salario mínimo, que vive con dos compañeras porque no puede pagar el alquiler sola, que se plantea no ser madre por lo difícil de la conciliación, que alguien deje su cómoda vida para ser libre me parece muy romántico, pero también de tontos, con perdón. Una mañana, cuando llegué al centro, Leo se había ido. Nunca supe si Leo se había arrepentido de la decisión que tomó y si al final se había sentido libre. Yo no consigo olvidar a Leo. Cuando voy por la calle y veo un tipo corpulento acelero el paso para comprobar que no es Leo.
Casilda González
De golpe
Adriano conoció el dolor de golpe. El 3 de diciembre del 2018 a las 19:30h cuando descolgó el teléfono y al otro lado del auricular la voz desconocida de un agente de la policía nacional le comunicaba el accidente de tráfico mortal de su esposa. Recibió la noticia recién llegado a casa, después haber pasado el día celebrando la jubilación de un compañero de trabajo. Aún, con los zapatos puestos. Aún, con las llaves en la mano. Aún, con la sobredosis de alcohol de los últimos tragos en la boca. Se vio obligado a salir de nuevo camino de la Morgue. Llamó al taxi con la voz ronca y ajada. Con la garganta extenuada de haber cantado y repetido hasta la saciedad las sonatas que ahora resonaban ridículas en sus oídos. No tuvo valor para identificar el cadáver. La información fue contundente. El fuerte impacto había deformado su cuerpo y las facciones de su rostro. Bastaba con identificar los objetos personales. De la bolsa de papel fueron saliendo uno a uno como fósiles ya de otra era. Lo primero el carnet de conducir y el DNI. Después la alianza, cortada. El móvil inservible. El reloj de pulsera con la esfera rota aparecía parado en la hora del accidente; la ropa hecha jirones, los zapatos con sangre… De regreso a casa, sobre la cocina aún caliente, el aroma del guiso emanaba de la cazuela y el pan tierno esperaba lascivo, como una mujer de la calle en la esquina espera a un cliente que no llega. En la entrada la disposición de las zapatillas mostraba una salida precipitada. Sobre el aparador, los billetes de avión para el viaje a París en el puente de la constitución, una mofa del destino, estampitas para un timo. En el desolado dormitorio, la sombra de su aliento quedaba dormida en un lecho vacío.
Habían pasado ya dos años de aquella funesta tarde. Dos años fingiendo ante todos ser el hombre fuerte que no era. Ahora llegaba la pandemia, la cuarentena, el aislamiento. La excusa perfecta para eludir las quedadas con los amigos, los abrazos forzados, los besos no deseados. ¡Bendita reclusión! Se ponía fin a las tediosas comidas de trabajo de los viernes, esas que se prolongaban horas hasta tarde.
A cal y canto cerró puertas y ventanas. Apago luces, bajo persianas. Desenchufó el timbre de la puerta y dejó el móvil en off. Se desnudo, se sumergió en agua tibia y sudó. Sudó y sudó. Sudó por cada uno de todos los poros de su piel. Un sudor de palabras sordas, de aroma ciego de ausencia herido, un sudor frustrado de proyectos talados de raíz, un sudor... Un sudor que bañó con el vapor de la tristeza todas las pompas de jabón. A principios de Julio Gabrielle de Fellice recibió la llamada de su amigo mientras preparaba las maletas para la presentación de su nuevo libro en Mar del Plata. “El semáforo en rojo” su última obra. Una mezcla de amor, aventura y ecología. Una novela donde sus protagonistas recorren de norte a sur el país argentino. Un viaje de Buenos Aires a La Pampa, de La Pampa a las montañas de Bariloche y de los Andes hasta el sur de la Patagonia. Una historia donde los personajes denuncian el efecto negativo del cambio climático sobre la supervivencia de los glaciares. Durante todo este tiempo Gabrielle se había mantenido al margen de la vida de su amigo, respetando el duelo que se debatía dentro de él. Algo debía
masticar y digerir el sólo. Cinco minutos tardó Gabrielle en invitar a su amigo a que la acompañara a su viaje. Dos, tardo él en decir que sí. A media mañana una llamada de teléfono de la jefa de Adriano le informaba de la inestable situación económica que continuaba pasando la empresa y le anunciaba la obligada prolongación de su ERE por seis meses más. Colgó. No daba crédito. Jamás lo hubiera podido imaginar. Casi no se lo podía creer. Su semáforo brillaba en verde. No volver a verlos ¡Seis meses más de ERE! ¡El mayor de
los milagros! *
Clara San Miguel
*Frase final del E. Ibsen en Casa de
muñecas.
LA MASCARILLA
Para mí la palabra ligar jamás estuvo moribunda ni nunca fui cicatero a la hora de aceptar un buen plan, aunque ocasional, en compañía de una hermosa mujer. Nunca había tenido ni deseado una pareja estable, pero sí aceptaba relaciones esporádicas que no me supusieran compromiso alguno. Hasta ahora estas relaciones temporales me habían dado muy buenos resultados por lo poco exigentes y porque eran lo que yo siempre iba buscando. La ventaja de las aventuras es que nunca te fías del contrario, ni le das más de lo que tienes que dar, y a cambio él te da exactamente lo que tú quieres que te den. Siempre me consideré una persona práctica en este campo y el romanticismo, la confianza y la credibilidad no iban conmigo. Había cumplido cuarenta años y mi perspectiva sobre las relaciones estaba dando un giro y era consciente de que eso sucedía no sólo debido a la edad. Sentía un vacío, sentía la necesidad por primera vez de compartir y departir sobre mis dudas, sentimientos, opiniones y aficiones, cosa que hasta ahora solo había hecho con mis amigos del sexo masculino y jamás con mis coyunturales parejas. Era una persona de carácter afable con aficiones normales, medianamente culto, me gustaba bastante leer y le dedicaba tiempo, así como a asistir a eventos culturales en teatros, salas de exposiciones, cines, y algún que otro concierto de música clásica. Buen conversador y atractivo, de ello podrían dar fe mis circunstanciales parejas. Buena presencia, vestía siguiendo las tendencias de la moda con cierta flexibilidad, no siempre de manera rigurosa. Sano, procuraba cuidar mi alimentación, no bebía ni fumaba. Musculatura bien definida, el gimnasio entraba dentro de mis prioridades. Tez morena y una abundante cabellera con la que la naturaleza me había dotado, aunque en mis sienes comenzaba a intuirse algún indicio blanquecino. Mi situación económica era saneada, nunca fui un derrochador de dinero, pero sí de simpatía. Tenía, en cuestión de finanzas, la cabeza bien amueblada. Me encontraba inquieto, sin saber muy bien por dónde empezar. Nunca antes había experimentado esa necesidad y siempre me habían dado facilidades para no tener que pensar en ella. Era consciente de que una agencia matrimonial me proporcionaría comodidad para conseguir algún contacto previo o quizá algún método de entrenamiento emocional que potenciaría mis cualidades para encontrar la pareja que ahora tanto deseaba. Tenía la impresión de que esto supondría dejar que indagasen en mi
entorno, en mi intimidad a base de rellenar un montón de formularios, test de personalidad, y de entrevistas con psicólogos a los que tendría que exponer mis gustos, aficiones, proyectos a corto o a largo plazo, y esto era algo que no toleraba. Además de costarme dinero, bastante dinero. Me decidí por elegir otro camino más libre y directo e intentarlo de manera autónoma a sabiendas de que tendría que tomar riesgos de los que podría salir mal parado anímicamente. Pero me llamaba la idea de iniciar una vida en pareja. Entré en Internet y me di de bruces con una página que rezaba “Como buscar pareja gratis”. Pinché no sin cierto temor y seguí el protocolo marcado hasta encontrarme con una especie de recopilatorio fotográfico donde se mostraban hombres y mujeres posando. Me dirigí al apartado específicamente femenino y comencé a deslizar las imágenes que allí aparecían. No me había hecho una idea del tipo de persona que me gustaría para comenzar una relación, pero cuando apareció la foto, aquella foto, me quedé paralizado. Era un retrato, de cuerpo entero, de una mujer de pelo oscuro y piel clara. De grandes ojos negros y elegantemente ataviada con un vestido rojo sin mangas, el cual se amoldaba perfectamente a su bien proporcionado cuerpo. De hombros redondeados y largas piernas, bien torneadas, sobre zapatos de tacón alto. Estas cualidades siempre me habían atraído de una mujer. Estaba acostumbrado. Por ello, en principio, pensé que lo que allí aparecía podría tratarse de una broma, pero estábamos en plena pandemia y concluí que era la forma más cercana de plasmar esta realidad que estábamos viviendo. Ella se había fotografiado con mascarilla. La consideré un complemento más a su indumentaria. Mi objetivo era conseguir una cita, así que, obviando el detalle, contacté con ella y después de proporcionarle algunos datos sobre mí: nombre, edad, dedicación… y una de mis mejores fotos, quedamos citados para la siguiente tarde en una céntrica cafetería. Ambos fuimos puntuales y nos saludamos respetando el protocolo establecido debido al terrible momento que estábamos padeciendo. Los dos éramos portadores de respectivas mascarillas. Nos sentamos en la terraza en una mesa apartada de la acera para evitar los ruidos derivados del trasiego de camareros y voces de los viandantes que concurrían al paseo vespertino. Pedí un café, ella no quiso tomar nada. Mientras la miraba vino a mi memoria el comentario radiofónico donde decían que llevar mascarilla
nos hacía parecer más guapos. Puedo asegurar que ella no lo necesitaba. Así todo, en ningún momento se desprendió de ella. Entablamos una conversación fluida y amena sobre temas no demasiado profundos. Los dos demostrábamos ser buenos conversadores y se creó un clima agradable. Aquella mujer de voz sedosa, envolvente y de tono modulado reía, nunca mejor dicho, con aquellos expresivos y enormes ojos. Decidimos dar un paseo. La tem-
peratura no era muy alta pero la tarde era soleada. El tiempo pasó de forma rápida y le propuse acompañarla hasta su casa. Al principio se mostró indecisa diciendo que no era necesario, que no quería crearme ninguna molestia, pero finalmente aceptó. En el momento de despedirnos no me llevó a engaño. Se desprendió de la mascarilla y me miró fijamente esperando una reacción o una respuesta. El impacto en mí fue súbito y por unos instantes me quedé anonadado. Pero retomando el control, mi expresión no mostró ningún cambio, ningún asombro. La parte de su cara que no se veía a través de la mascarilla presentaba una serie de cicatrices, no recientes, algunas más profundas y otras manipuladas, posiblemente por algún cirujano plástico que había intentado recomponerlas sin demasiado éxito.
No hice pregunta alguna, pero sí intenté analizar de forma rápida las posibles causas de aquellas señales que aparecían en su piel: un accidente, un maltrato por violencia de género… Ella se mostraba serena, pero expectante a mi reacción. No pude evitar abrazarla. Di la vuelta y me dirigí hacia mi casa.
Nita Prego
UNA HISTORIA DE AMOR
Enrique y Susana se conocieron en el instituto. Él se enamoró de ella nada más verla sentada en el pupitre delante del suyo. Le volvía loco aquella melena cobriza que ella movía con tanto donaire. Además, era muy inteligente, tenía un cerebro privilegiado para las matemáticas, sacaba unas notas fabulosas. Y por si fuera poco le gustaban las mismas canciones y películas que a él. Enrique era un chaval tranquilo, callado, apocado, extraordinariamente tímido. No tenía muchos amigos, por eso, en los recreos se quedaba en un rincón leyendo comics de super héroes. El curso estaba dando sus últimas bocanadas envueltas en el calor de junio cuando una tarde, Enrique se armó de valor a la salida de clase y le dijo a Susana si la apetecía ir al cine a ver la película “Rojos” Aunque Susana no quería darle falsas esperanzas, decidió, no obstante, darle una oportunidad y le dijo que sí. Enrique no cabía en sí de gozo. Cuando salieron del cine, él la propuso dar un paseo por la playa. La noche era agradable y cálida como sólo las noches de junio saben serlo. Tímidamente Enrique tomó a Susana de la mano y dejaron que las olas lamiesen sus pies descalzos.
“Necesito hacerlo”, “Tengo que hacerlo” – pensaba Enrique. Así que cuando llegaron a las rocas se sentaron y entonces él como un valiente presto a hacer el más difícil todavía, la estrechó entre sus brazos y la besó con un beso húmedo y apasionado. Aquella noche Enrique no pudo dormir. Llevaban saliendo apenas un mes cuando en una funesta tarde de julio, Susana le dijo que no se sentía con fuerzas para seguir la relación. Que ella quería ser libre y volar. Que no estaba preparada para una relación formal. No era el momento. Cuando llegara, ella lo sabría. “No eres tú, soy yo” – le dijo. Y se subió a su moto y se fue. Enrique se quedó mirando con ojos vidriosos aquella melena cobriza que volaba al viento y se perdía por la avenida. La víspera Susana reunida en cónclave con sus amigas les había dicho que Enrique no era mal tío, al contrario, era un buenazo, pero era muy aburrido. No tenía conversación. No tenía iniciativa. No sabía bailar y además tenía granos. Pasaron unos cuantos años, Enrique y Susana perdieron el contacto y no volvieron a saber el uno del otro hasta que una mañana el destino jugó sus cartas y fueron a coincidir en el tren en un viaje a Madrid. Sentados frente a frente se miraron con sorpresa y comenzaron a ponerse al día. Enrique había cambiado los granos por una barba muy sexy y Susana lucía un corte de pelo al estilo pixie muy favorecedor. Susana le contó que se había casado y que había tenido un hijo, pero se acababa de divorciar. Le contó que pilló al muy sinvergüenza con una de sus amigas y eso fue la gota que colmó el vaso de su paciencia. Enrique por su parte le dijo que poco después de su ruptura, conoció a una chica que resultó ser estupenda, con la que compartió los años de carrera y luego, toda su vida. Tenían tres hijos y un perro. Era feliz con su vida sencilla y familiar. Era lo que siempre quiso. Mientras hablaba la miraba con nostalgia de lo que pudo ser y no fue. En contra de todo pronóstico, Susana sintió un pellizco en el corazón y un calor asfixiante la envolvió, algo se le removía por dentro y no pudo evitar comenzar a flirtear con él. Se dio cuenta de que siempre estuvo locamente enamorada de Enrique ....