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Un misterio
from Dando forma 6
by Javier Arbea
En un primer piso de una tarde cualquiera, una ancianita de cara sonrosada y pelo blanco rizado está haciendo un tapete de ganchillo. Debe de ser el último que haga, pues ya la vista no le da para más. A pesar de las dificultades, ella sigue con la labor porque quiere que esa primorosa labor quede para los que vengan detrás, para las generaciones futuras. A las 8 de la tarde ha ido su nieto a verla. Es un chico alto y desgarbado que está estudiando Criminología. Cuando este llega, encuentra a la abuela dormida, o eso cree él. Lo cierto es que se le ha parado el corazón. El chico se siente abatido. No sabe muy bien qué hacer. Sin embargo, pronto parece tomar una decisión. Va a la cocina. Allí encuentra un cuchillo y una naranja. Recorre las diferentes habitaciones de la pequeña vivienda. En el baño le llaman la atención sin saber por qué el secador y una estufa eléctrica. En el salón se topa con una botella de whisky y dos vasos. El joven sale de la vivienda. Llama a diferentes puertas. Habla con los vecinos. Nadie ha oído nada. Todo el mundo opina que ya le había llegado su hora a la viejecita. A todos, la muerte de la anciana les parece algo natural. Una vecina, impaciente, le dice que un apuesto caballero ha visitado a su abuela. Que ella lo ha visto abandonar precipitadamente el piso. Ella, confiesa al joven, siempre está pendiente de todo lo que pasa a su alrededor, por eso está vigilante detrás de su mirilla en cuanto oye un ruido. “Por lo demás, dijo la vecina cotilla, es bien fácil imaginar lo que sucedió.
El viejo admirador vino a ver a tu abuela; brindaron por última vez con la última copa que ella le preparó y después de haberse despedido de su amor, ella murió. Él caballero rindió los últimos honores a la viejecita y se fue para siempre. Parece mentira que estudies criminología, chaval”, concluyó.
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Fátima
LA SEÑORITA JULIA
Julia se asoma a la ventana, caen los primeros copos de nieve. Llama a su madre: mamá ven, ¡mira!, está nevando. María se acerca a la ventana y observa cómo los copos de nieve se mezclan con las luces de Navidad, y hacen piruetas en el aire. - Mamá, ¿iremos a ver a los abuelos en las vacaciones de Navidad? - Sí Julia, pasaremos la Navidad con ellos, habrá nieve y lo pasaremos muy bien. María se sienta en el sofá y le dice: - Julia, acércate y siéntate conmigo; te voy a contar un cuento. - Sí, mamá. Y Julia se sienta en el regazo de su madre. Hace muchos años, vivían tres hermanas en el bosque con sus padres. Eran muy pobres, sus padres trabajaban en el molino del pueblo, pero ese año llovió mucho y se perdieron las cosechas de maíz, y sus padres no tuvieron trabajo. Las tres hermanas se levantaban muy pronto, para ir al colegio, pues el colegio estaba lejos, en el pueblo. Las hermanas pasaban mucho frío, sus abrigos estaban viejos y sus botas muy desgastadas y se mojaban los pies. Cerca del colegio vivía una anciana, Carmen, que era amiga de su madre. Las tres hermanas la visitaban a menudo al salir del colegio. Carmen se estaba quedando ciega, su casa era muy grande, con una gran chimenea. Allí se acurrucaban dos gatitos que vivían con ella. Las hermanas le leían un libro muy viejo que tenía Carmen, le cantaban, le hacían reír, y Carmen les invitaba a merendar.
Cuando las hermanas se despidieron de Carmen para volver a su casa, esta les dijo: os invito a pasar la Navidad conmigo. Las hermanas se miraron y sonrieron encantadas. Y vuestros padres, que vengan también, añadió Carmen. Llenas de alegría, dando botes y saltos llegaron al bosque, a su casa. Carmen fue feliz esa Navidad, tenía la casa llena: de alegría, de juventud. Ella les contó su vida. Había vivido en muchos sitios, pero aquí en este pueblo rodeada de jóvenes y de niños es donde más feliz había sido. Carmen se había quedado sin padres muy joven y nunca se casó. Andaba de bohemia por el mundo, y en su juventud se dedicó a ayudar a los más pobres, pues tenía conocimientos de plantas medicinales. Las tres hermanas fueron muy felices esas Navidades, disfrutaron mucho de la nieve y patinaron en el estanque helado con sus amigas del colegio. Volvían a casa heladas, allí las esperaban sus padres y Carmen, al lado de la chimenea. Pero las hermanas no se olvidaban de sus amiguitos del bosque, les visitaban, les echaban de menos. Llegó la noche de Reyes, y algo mágico sucedió esa noche. Una estrella bajó del cielo y dejó regalos para las tres hermanas, unos abrigos y unas botas calentitas. A cambio, se llevó a Carmen con ella, y en su cama dejó una escrita una carta. Mis queridas niñas, he sido muy feliz esta Navidad, con vosotras y vuestros padres; yo ya no estaré, pero quiero que acojáis a los niños pobres en Navidad, y los calentéis en la chimenea, y cantéis villancicos, yo os estaré viendo desde las estrellas. - Señorita Julia, despierte, es la hora del desayuno. - Sí mamá, ya voy, pero señorita Julia, ¡soy Cristina! Mamá, ¿dónde éstas? - Señorita Julia, despierte, a desayunar, ¡soy Cristina! - Ay, Cristina, estaba soñando.
Rosa María Diego
Las fantasías de Luna
¡Mamá!, ¡mamá! Mira, ese angelito me ha mirado y me ha guiñado un ojo. La niña tiraba repetidamente de la mano de su madre mientras su madre hablaba por teléfono con su otra hija. Hija, te dejo; tu hermana está muy pesada, ya sabes cómo es con sus fantasías, se ha empeñado en que un angelito del Belén municipal le ha mirado y le ha guiñado un ojo. ¿Tú te lo puedes creer? Si no cuelgo, me va a arrancar el brazo. ¿Cuándo crecerá esta niña? Con doce años estamos igual que cuando tenía siete; pensaba que poco a poco cambiaría, pero no sé, no sé, cada vez es peor, Dios mío, buena nos espera. Da un beso a los niños, ya hablamos, tened mucho cuidado en el viaje. Os esperamos para partir el turrón. Muakis ¿Tú crees que puedes comportarte así? ¿Cuándo vas a crecer? Luna se quedó pensativa y en silencio mirando a su madre y no comprendiendo nada. No entendía cómo solo ella veía ciertas cosas. Como cuando miraba al cielo estrellado y veía cómo la estrella que más brillaba palpitaba más que las demás, o cuando con solo mirar a su perrita sabía si estaba triste, quería pasear o que le leyese una de las historias que ella escribía y la perrita escuchaba con entusiasmo. Su yegua también la llamaba cuando se aburría y ella le hablaba al oído y el animal se reía. O cuando se tumbaba en el prado y en los días de viento que las nubes corren y corren, ella veía tigres, elefantes, leones, serpientes y toda clase de figuras que nadie veía formarse en el cúmulo de nubes. ¡El angelito me ha mirado mamá! Estoy segura y me guiñó un ojo, replicó la niña enfadada con su madre por no creerla. Anda, anda, me vas a volver loca, y tiró de la niña. Al atardecer Luna iba todos los días al Belén y buscó el angelito, pero no lo vio, eso la entristecía, no entendía por qué. El día de la Nochebuena por la tarde, salió a pasear con su perrita y se fue hacia el Belén, pero el angelito no estaba. ¡Qué pena!, pensó cabizbaja. Prosiguió el paseo. Al llegar a su casa metió la mano en el bolsillo de su abrigo para sacar las llaves, sus dedos tropezaron con algo que no recordaba haber metido, tocó, no es un bolígrafo, ni un libro, ni una
libreta que era lo que normalmente llevaba. Lo repasó con los dedos sin sacarlo. Es un angelito, con sus alas y todo, pensó. Esbozó una sonrisa y lo sacó del bolsillo, era una réplica del que había visto en el Belén municipal. Se lo mostró a Anjana y al hacerlo el angelito abrió y cerró un ojo. ¿Tú lo has visto? No son cosas mías como todos creen. La perrita torneó la cabeza dando su aprobación y se miraron con complicidad. Será nuestro secreto, ¿vale? Juntas entraron en la casa y, como no había nadie, colocaron el angelito sobre el pesebre del Belén que Luna siempre montaba en Navidad. Durante la cena Luna no quitó ojo al angelito por si le daba por volver a desaparecer, pero no se movió. Por la noche, cuando todos dormían, Luna se levantó y Anjana con ella, la perrita parecía pensar… no puedo dejarla sola, no vaya a meterse en algún lío. Luna puso un dedo sobre los labios para mostrarla que no había que hacer ruido, que iban de incógnito. Muy silenciosas bajaron a la planta inferior y se dirigieron hacia el Belén; el angelito no estaba, otra vez se ha escapado, respiró hondo como signo de resignación y ladearon la cabeza. De pronto, Anjana levantó la cabeza y aguzó el oído enderezando sus orejas; dirigió la mirada hacia el mostrador. Luna se percató e hizo lo mismo. Sobre él había un sobre y en él escrito en letra de imprenta “Es verdad”. Luna con mano firme, pero con sumo cuidado lo abrió. Al hacerlo, se quedó perpleja, la misiva estaba recortada en forma de ángel y al sacarla del sobre, un haz de estrellas salió de él deslumbrándolas. Comenzó a leer: eres especial y lo sabes, quienes te queremos bien, te comprendemos, no te preocupes, eres así, no cambies nunca. Debajo cerraba el texto el dibujo de un angelito dorado guiñando un ojo. Luna mostró la nota a Anjana, la perrita pareció comprender y meneó el rabo dando su aprobación. Después, en silencio, se dirigieron a la habitación no sin antes asegurarse que el angelito estaba sobre el portal del Belén. Luna soñó con ángeles, nubes, Reyes Magos y con un sinfín de fantasías. Se levantó temprano muy contenta, miró el Belén, todo estaba en orden. Terminaron las fiestas y comenzaron las clases de nuevo. En el colegio convocaron un concurso de cuentos y Luna escribió uno para participar.
Escribió sobre un angelito dorado que guiñaba un ojo. Pero se le olvidó presentarlo a tiempo y no pudo concursar. ¡Mamá, mamá! Mira, es mi cuento, el del angelito que escribí para el colegio. Luna paseaba de la mano de su madre y en el escaparate de la librería, un libro dorado en forma de ángel descansaba sobre un atril de lectura detrás de la vitrina. Su madre se quedó perpleja, no podía ser; se quedó clavada al suelo y no se dio cuenta que la niña se había soltado de su mano. Luna entró en la librería y cuando llegó su turno le preguntó a la dependienta: ¿sabe quién es el autor del libro del angelito que guiña un ojo? No se sabe, está firmado con el seudónimo de Luna. La niña la miró, lo he escrito yo, esa Luna soy yo, es mi nombre, ¿me podría dejar un ejemplar, por favor? La dependienta sacó el que había en el escaparate. Solo nos queda este, encontramos ese paquete esta mañana al abrir y se han vendido todos. La chica la mostró un paquete que por lo menos entrarían setenta o más. Luna estaba perpleja, quién podía haberlo publicado, y además… que se hubieran vendido todos. Luna pagó el libro, salió a la calle, miró el escaparate y en el lugar del libro había un angelito dorado que le guiñó un ojo. Gracias, le dijo devolviéndole el guiño, juntó dos dedos, los acercó a su boca y le tiró un beso. De camino a su casa pensó: ¿será la magia de la Navidad?
Eva González Sarabia
EL PADRE PRÓDIGO
Como cada mañana, Pepe levantó la persiana de su kiosko. Situado en un estratégico punto de la avenida, podía ver las idas y venidas de la gente, el ambiente de las terrazas siempre rebosantes y las risas de los chiquillos que jugaban en el parque. Pero sobre todo tenía una vista privilegiada al imponente edificio de la tienda más especial de la ciudad, el Cutting Edge Store. La tienda era todo un clásico de la ciudad. Se inauguró en los sesenta y fue toda una sensación con sus ocho plantas y sus escaleras mecánicas. Todo lo mejor pasaba siempre allí. Sus cuatro escaparates temáticos según temporadas eran siempre espectaculares y habían ganado multitud de premios. Pepe recordaba a los chavales pegando sus naricillas al cristal viendo tantos juguetes soñados que ocupaban buena parte de sus cartas a los Reyes Magos. Y se recordaba a sí mismo correteando por los pasillos de la tienda y probando aquellas primicias con las que luego presumía en el cole, porque Pepe creció en el Cutting Edge, o “El Cati”, como lo bautizó el pueblo llano. Ir por la calle con una bolsa del Cati era símbolo de poderío. Todas las novedades tenían lugar allí. Los escritores firmaban sus libros, los cantantes de moda sus discos. Se presentaban las colecciones de moda de Paris o Londres. En los setenta, Don Jesús decidió dar un paso más y adquirió un local al lado de la tienda y montó un restaurante y en la planta superior una sala de cine. Pepe era asiduo a todos los estrenos, Superman, Indiana Jones, Star Wars, Grease, Tiburón... No se perdía ni una. Y con el cine, Don Jesús inauguró algo totalmente novedoso, una pequeña tienda con artículos relacionados con las películas de estreno y tuvo tanto éxito, que pasó a ser una sección especial en la planta seis de la tienda y que andando el tiempo pasó a llamarse el “Rincón Friki”. Pepe, sus dos hermanas y su madre siempre apoyaron al cabeza de familia en sus aventuras empresariales, pero don Jesús, que era un verdadero lince para los negocios, para su vida personal era un desastre. Ganaba millones que invertía en su tienda, para estar, como su nombre indicaba, a la última. Pero, un mal día en la hípica, comenzó una carrera en el mundo de las apuestas. Tuvo la mala suerte de ganar fácilmente y eso le animó más y más. Poco a poco, casi sin darse cuenta, se fue inmiscuyendo en la vida nocturna, los pubs, los cabarets, el casino, las drogas, las mujeres...
Pronto empezaron los problemas económicos que nunca quiso reconocer. Su querida tienda empezó a no ser el centro neurálgico de la ciudad. Para entonces, se había instalado un gran centro comercial en las afueras al que la gente acudía, pues allí había de todo y a buen precio. Los acreedores llamaban a la puerta de Don Jesús y llegó un punto en el que ya no pudo más y tuvo que vender su grandioso negocio a la competencia que desde las afueras miraba con ojos ávidos ese local en pleno centro. Don Jesús perdió todo a la vez, el negocio y su familia. Su mujer harta de las mentiras, las infidelidades y las deudas le presentó una demanda de divorcio y se fue con sus hijos a una casa que había heredado de sus padres. Durante mucho tiempo Pepe no supo de su padre, se rumoreaba que malvivía enfermo en un destartalado piso compartido con yonkis y prostitutas. Se sacaba un dinero trapicheando aquí y allá. Todas sus amistades le habían vuelto la espalda, todas aquellas amantes jóvenes y bellas se evaporaron como por ensalmo al tiempo que su dinero desaparecía.
El Cutting Edge había inaugurado la Navidad. Como cada año el encendido del árbol congregaba a una enorme multitud. Pepe, desde su kiosko tenía una vista privilegiada y disfrutaba del espectáculo en compañía de sus dos hijos que asistían atónitos al espectáculo de luz que se desplegaba ante sus ojos. Su mujer, María sonreía feliz y disfrutaba con sus hijos, mientras entraban a la tienda para dejar su carta al paje de los Reyes. Unos días después, cuando estaba a punto de cerrar el kiosko, Pepe vió un revuelo en la calle, un coche de la policía paraba ante la tienda y dos agentes entraron dentro. Pronto un corrillo de curiosos se arremolinó ante la puerta. En unos minutos, los policías salieron llevando con ellos a
un hombre mayor que caminaba con dificultad y tosía estruendosamente y vestido con un abrigo que debía haber visto unos cuantos inviernos ya. Algún pobre que habría intentado robar, pensó Pepe. Y sintió lastima, mucha lástima de él. Cerró el kiosko con aquel amargor en su corazón. No podía dejar de pensar que tal vez tuviera hambre y quisiera que le dieran algo de comer, o tal vez, tenía frío y entró a la tienda para calentarse. Desde aquel día, Pepe se percató de que cuando ya había cerrado la tienda y él se disponía a recoger y cerrar su kiosko, un hombre mayor, mal vestido, caminando despacio, se paraba ante los escaparates durante un rato y poco a poco, desaparecía por la avenida. Y así cada día. La curiosidad le pudo y una noche se acercó a él, el hombre al percatarse de su presencia se azoró y se quedó mirándole mientras unas lágrimas rodaban por sus secas y arrugadas mejillas. Pepe le ofreció un pañuelo, el anciano lo cogió y se secó los ojos. Gracias –le dijo a Pepe– y siguió su camino renqueante. Pepe se quedó allí viéndole ir y de pronto echó a correr tras él, lo alcanzó y sin dudarlo lo invitó a su casa a cenar. –No puede ser que pase la Nochebuena solo por ahí. La noche está fría y amenaza lluvia, venga conmigo a mi casa, le haremos un hueco en nuestra sencilla mesa. El hombre le agradeció de nuevo el gesto, pero le dijo que no. Pepe insistió un buen rato y finalmente el anciano le acompañó. Por el camino le contó que cuando entró a la tienda aquel día, no hizo nada malo. Que sólo quería verla por dentro, y como no le dejaban pasar, pues, se conformaba con mirar los escaparates. Pepe le contaba que cuando él era niño estaba siempre enredando por la tienda, pero nunca le decían nada los empleados porque él era el hijo del dueño y claro, no se atrevían. Luego le contó que un día su padre vendió la tienda y al poco nunca más le volvió a ver. El hombre entonces levantó la mirada para observar a aquél desconocido, que tan amablemente le estaba tratando, pues en verdad, no estaba acostumbrado. Se cruzaron sus miradas. No hicieron falta palabras ni explicaciones. Pepe abrió la puerta de su casa y desde la entrada llamó a su mujer –María, ven, trae a los niños, hoy tenemos un invitado a nuestra cena de Nochebuena. He encontrado a don Jesús. Hoy he encontrado a mi padre.
Ana López
CORREGIR EL RUMBO EN NAVIDAD
Esa noche tuve que esperar más de lo acostumbrado para poder dormir en mi lugar habitual, pues había alguien dentro. Aquel día estaba ocupado por un hombre de complexión fuerte, cuya indumentaria era un abrigo de buen paño negro, sombrero de franela marrón y bufanda de lana. La noche lo merecía, pues era gélida. Entré al habitáculo, donde dormía desde hacía tiempo cansado de buscar una plaza en el albergue municipal fallidamente, “mi cajero”. Si. A pesar de tener treinta y dos años me había convertido en un sintecho debido a la mala relación con mi padre, al fallecimiento de mi madre, único nexo entre ambos, y a mi mala cabeza para gestionar mi vida en esos momentos, decidiendo abandonar la casa de mis padres sin contar con soporte económico alguno. Pero el hecho de entrar allí aquella noche cambió mi vida. Me dispuse a estirar los cartones y la bendita manta de Palencia, que había encontrado en su día al pie de un contenedor de la basura, cuando al agacharme, observé que, de la bandeja del dispensador del dinero, asomaba el pico de una especie de papel. Pudiera ser que aquel hombre se lo hubiese dejado olvidado Lo extraje con el máximo cuidado y a medida que iba saliendo vi que no era un papel cualquiera. Se parecía cada vez más a un décimo de la lotería. ¡Sí que lo era! ¡Y de la lotería de Navidad que se sorteaba al día siguiente! Lo cogí entre las manos y en el reverso leí, Rufino Castillo de Moral. Me quedé perplejo. ¡Era mi nombre! Aquel individuo me conocía. Sabía dónde dormía cada noche durante el invierno, sabía cómo me llamaba y aquello me asustó momentáneamente, pero por otro lado me reconfortó. Revivo esto un veintidós de diciembre, unos años después del acontecimiento que dio un vuelco a mi vida y me devolvió la credibilidad en la generosidad y en el buen hacer de la gente. Virtudes que había olvidado que existieran. Nunca supe quién era aquel hombretón, que me esperaba aquel día en el interior del cálido cajero que tantas noches me acogió, que fue la clave para corregir mi rumbo y que aparentaba conocerme mejor de lo que yo pensaba.