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Papá Noel

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El acuerdo

El acuerdo

Cerca de un país donde nieva hasta el verano, están las casitas de madera dónde vive Papá Noel. Es vivaracho como el de este cuento. Él siempre es el primero en adornar su abeto de Navidad. Su trineo es el más ordenado y sus botas las más relucientes. Papa Noel tiene los regalos preparados y envueltos en papel de colores. Son regalos que hace el mismo: Juguetes de madera, ositos de pelo suave y casas de muñecas. Cuando tiene todo listo en el día 25, se va a repartir. De noche sobrevuela la ciudad en su trineo. Esta noche los animales celebran una gran fiesta en el bosque. Papa Noel tiene regalos para todos ellos. Es una aventura en el bosque blanco de pinos verdes. El mundo entero sonríe mientras Papá Noel camina por su mundo blanco.

Fina Gutierrez-Dosal

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“El cuento de los Musguinos”

Érase una vez, hace muchos, muchos años unos duendecillos llamados Musguinos que habitaban en los bosques frondosos de los alrededores de una pequeña ciudad en Freuheim. Al norte, muy al norte, allí donde abundan los ríos caudalosos y los valles verdes y las copas de los abetos son tan altas como edificios de doce pisos y las cimas de las montañas tan elevadas que permanecen nevadas todo el año, pues bien, allí en aquella ciudad reinaba la paz “casi” todos los días del año.

Los Musguinos medían medio metro, tenían la cabeza pequeña y grandes orejas puntiagudas que les permitían escuchar hasta el más pequeño sonido del bosque. Se movían con mucha rapidez y aunque sus manos eran muy pequeñas tenían el don de ser muy fuertes, tanto que eran capaces de mover piedras y los troncos hasta diez veces su peso. Pero los Musguinos tenían un gran defecto, eran muy envidiosos. Ellos, por su condición de duendes, por supuesto que no festejaban la Navidad. Y si había algo que les daba mucha envidia y no podían soportar, era ver cómo los habitantes de aquella ciudad disfrutaban de unas felices fiestas. Por eso, y no contentos con hacer todo tipo de travesuras para impedir la llegada de Papá Noel a la ciudad, en la noche de Nochebuena, cuando todos estaban dormidos, se introducían a escondidas en las casas y muy sigilosos comenzaban a hacer trastadas en ellas. Como más disfrutaban eran cambiando los regalos de las casas. Una vez por ejemplo a una niña que había pedido unas bonitas zapatillas rosas de ballet, se las cambiaron y le dejaban unas zapatillas grandes de cuadros, del número 45 del abuelo de una casa de enfrente. Otra vez, por ejemplo, a unos niños a quienes Papa Noel les había traído un trineo rojo, se lo cambiaron por un carrito de la compra que le habían traído a una señora mayor. Sucedió otra vez que a una chica le cambiaron una colonia y la dejaron una de hombre. En otra, se llevaron de la mesita de noche la dentadura postiza del abuelo y se la cambiaron por unos dientes del disfraz de Drácula que había pedido otro niño. En otra casa cambiaron el bote de azúcar del desayuno por el de la sal, y así un innumerable número de trastadas que dejaban a las personas cuando se levantaban por la mañana totalmente desilusionadas.

Los habitantes desconcertados acudían el día de Navidad por la mañana a la plaza del ayuntamiento y allí comenzaban a intercambiar sus regalos. La gente decía que si Papa Noel estaba mayor y por eso se equivocaba con la distribución de los regalos. Otros opinaban que si ya no podía leer bien las cartas recibidas y que lo que necesitaba eran unas gafas nuevas. Y hasta había los que decían que si ya se tenía que jubilar y dejar el puesto a alguien más joven… En fin, se oían todo tipo de comentarios. Lo último que sospechaban era que los Musguinos eran los culpables de todo. Pero una noche sucedió que fueron descubiertos por Bertina, una niña a la que le despertó un extraño ruido en su habitación. Y, ¡zas!, cuando la niña se levantó de la cama les pilló con las manos en la masa. En ese momento, los Musguinos se estaban llevando su muñeca. Justo la muñeca que ella había pedido, Natacha. Natacha era una preciosa muñeca que cuando apretabas un botón tocaba la pandereta y cantaba alegres villancicos. Cuando Bertina lo vio, a todo correr fue a quitarle la muñeca al Musguino. Bertina tiraba de un lado de la muñeca, el Musguino tiraba con fuerza del otro… y de repente pasó que Natacha se puso a cantar y tocar la pandereta todo lo alto que las pilas nuevas cargadas de batería daban de sí. Los Musguinos que no podían soportar ni la música alta ni los villancicos, porque sus sonidos tan agudos les producían unos tremendos dolores de cabeza, no tenían manos suficientes para taparse sus enormes orejotas. Así que quedaron pronto K.O. y fácilmente fueron capturados por los padres de Bertina. Desde entonces los habitantes de la ciudad se reúnen todas las tardes en la semana de Navidad, cargados de panderetas y zambombas cantan alegres villancicos. Cantan y cantan haciendo huir a los Musguinos lejos, muy lejos, hasta lo más alto de las más altas montañas del planeta, hasta la cima de las cumbres más nevadas. Allí donde ningún ser humano nunca puede llegar. Y allí se quedarán hasta que finalice el año. Así que ya sabéis, si queréis que Papa Noel visite vuestras casas y os traiga el regalo que le habéis solicitado, tenéis que coger la pandereta y la zambomba y cantar y cantar.

Tenéis que cantar alegres villancicos por Navidad.

Y colorín colorado éste cuento se ha acabado.

Clara San Miguel

LA NUBECITA TRAVIESA

Nubelandia, es el lugar de reunión de las nubes más ancianas, para llegar a Nubelandia hay que pasar: la nube-cuna, la nube-nodriza, y desviarse a la izquierda por el camino de algodón, que es un camino que se forma con lo que sobra de las nubes, cada una con su propia imagen. Cuando una pareja de nubes decide formar una familia se dirige a la nube-nodriza, allí escoge la forma, carácter y color de la nubecita que desean tener como nube-bebe. Nuestra nube es muy muy pequeñita de color amarillo y muy muy traviesa porque sus papás así la eligieron. Cierto día la nubecita comenzó a palidecer, su color amarillo se fue tornando blanquecino, sus trocitos de algodón desprendían un calor inusual en ella, que siempre estaba fresquita. Su brillo parecía apagarse por momentos, sus papas-nube estaban preocupadísimos, temían que su nube-bebe tuviera una enfermedad grave. Papá-nube cogió su patinete-nube y partió a toda prisa, en busca del doctor-nube que era regordete, verde y el algodón de su nariz sobresalía en exceso. El doctor-nube llegó haciendo sonar la sirena de la nube-ambulancia porque las nubes son movidas por el viento y ese día solo soplaba una ligera brisa, y nube-barrendero tenía que ir abriendo camino. Por fin llegó, se acercó a la nube-cuna miró a la nubecita con sus redondos ojos negros a través de sus nube-gafas, apartó un trocito de algodón de la barriguita y soltó un respingo, tiene un empacho de chuches dijo: - ¿Cómo un empacho de chuches? rezongó mamá-nube, pero si la nubechuches está a trece nubes de aquí. La pequeña nube abrió un ojillo y lo volvió a cerrar. Que enfadada estaba mamá-nube, buena la había liado, tendría una reprimenda morrocotuda. Así pues, comería las chuches que tenía escondidas para estar enferma más días. Así a mamá-nube se le pasaría el enfado, harta de esperar su recuperación y la mimaría en lugar de reñirla. Pero, mamá-nube descubrió las chuches y se las regaló a unos niños-nube más mayores. Ella tuvo su reprimenda y además hubo de prometer no volver a comer chuches a escondidas. Solo así mamá-nube le dio besos y más besos. - ¡Merece la pena no comer chuches, para recibir besos de mamá-nube!,reflexionó la nubecilla. Eva González Sarabia

Duendes en Navidad

En estas Navidades los más pequeños de la casa han adoptado un duende para que les acompañara durante las vacaciones. Estos duendecillos han resultado no ser tan buenos como se esperaba. Por las noches cuando nadie los veía se levantaban y hacían todo tipo de travesuras. He aquí la prueba gráfica nuestras cámaras los han pillado ¡infraganti!

Clara San Miguel

Norberto de Asis (1915-1946)

Amigo de Lepoldo Panero y compañero de juergas de Juan Eduardo Cirlot (de este último dijo que era el mejor bebedor de absenta que había conocido), su vida fue un ir y venir del Madrid nocturno a las casas de reposo. Poeta inclasificable, olvidado por la burocracia poética de las antologías, dio siempre la espalda a la realidad política y social del momento que le tocó vivir. Su obsesión fue indagar en los mundos interiores, descender, como Dante, a los infiernos; huir a la última isla. Nuestra revista tiene el honor de publicar uno de sus poemas.

I

En la isla desierta cuelgo hamacas de sueños erectos como árboles. Reposo las largas horas del atardecer interminable hasta que la voracidad del mar engulle un sol inmenso, como un ojo enramado de insomne, y la oscuridad me envuelve con su abrazo de olores inmediatos y sonidos distantes de grillos y mares que se lamentan discretamente con los susurros de las olas. Los escualos estallan en la superficie del mar y enseñan a la luna el serrucho de su dentadura perfecta, aunque pronto se ensimisman en las profundidades abisales a las que pertenecen. Pero antes de la huida llenan la noche y mis oídos con el baile de claqué de sus mandíbulas. Si supieseis cómo amo a esos escualos de anatomías prehistóricas. Yo les alimento, bajo a sus moradas, a sus fugaces palacios submarinos, y les entrego lo que me sobra, y hago miguitas con mi pasado, y también con mi futuro, y se las doy, con el mismo cariño que una vieja londinense obsequia a las palomas en Hyde Park. Soy, como vosotros, les digo (a los tiburones) didáctico un depredador: de minutos y horas que no existen, del instante lujurioso que alguna vez colmará el ansia de acero que me ahoga. Gozo de buena salud para digerir tal vorágine de tiempo: en mi organismo se agolpan los años y los siglos como las mercancías abandonadas en un pequeño cobertizo.

LA ISLA

II

Llegué a la isla aerotransportado en un sueño del que hui en paracaídas. Las nubes no me dejaban ver el suelo; agua o tierra me era indiferente, vida o muerte me era indiferente. Tenía hambre de espacio. Me lancé sin equipaje, tal era la aversión hacia mí mismo: persona y circunstancia. Durante el descenso me arranqué una a una todas las máscaras, y me volví casi invisible. Aterricé en un colchón de sargazos. Me recibieron con un beso húmedo y mustio, como el que dan los recuerdos, y se quedaron pasmados, pobres vegetales boquiabiertos, porque casi no tenía cara (hasta ese punto fueron provechosos mis esfuerzos detergentes), porque sus filamentos tentaculares se filtraban por los poros de mi cuerpo como el cariño de los padres se filtra por la epidermis de talco de sus niños (jajajajajaja); y me llenaban, me anudaban, me abrazaban, hasta provocarme una náusea vegetal de organismo invadido. Así, escoltado, en devota procesión llegué a la isla.

Tumbado en la arena, me desprendía del último efluvio de las algas, maldita vaharada de medicamento añejo, y me dejaba seducir libertino por la acupuntura solar en el basamento desigual de la arena. La mirada en lontananza, descubrí unas palmeras o cocoteros que, cimbreados por la brisa, eran como grandes abanicos arbóreos. Supe que estaba en una isla y me sentí como Colón. Di las gracias; no recuerdo a quién: por el aéreo descenso, por la balsa de sargazos, por el lugar ameno. Más porque lo había leído en las novelas que por otra cosa. Amo la retórica, grande o pequeño el momento siempre lo enaltece.

III

Pienso acunado en la hamaca: estoy solo, astralmente solo. Todo lo abstracto que traía: las ideas inquilinas del cerebro, los sentimientos, okupas indeseados del corazón, yacen entre la tierra de esta isla o se han evaporado en nubes pasajeras. He arado la tierra sublunar con los pensamientos hasta agrietarla geométricamente. He renunciado a todo amor, a todo recuerdo. La suerte está echada. Pienso: Nada queda de las ropas que una vez me vistieron. Sonrío. ¡Qué ingenuo! Aquel primer día construí una bandera multicolor y me elevé hasta la cumbre de la isla. En un mástil improvisado anudé las prendas. Pronto se agitaban, contorsionaban, extendían y encogían según el caprichoso ir y venir de los vientos elevados. Mi corazón también era una marioneta del orgullo. Había descubierto una isla. Sonrío. Al cabo de unos días unos pájaros extraños sorprendían al firmamento. Volaban sacudidos por espasmos

sincopados. Ante la mirada desprevenida de un servidor que les habla pasaron veloces pantalón y camisa, huyendo hacia la esquina remota del océano. Pienso: Soy uno más. Como ese roble adusto que me mira severo. Como las colinas y valles que me acogen en sus senos. Como el manantial que resbala y acaricia. Como el mar omnipresente. Soy también parte de la isla. Las trenzas nudosas de mi hamaca me dan un abrazo de sabia y una rémora verde pradera crece sobre mi cuerpo geológico que ya sólo se alimenta de tiempo.

IV

Mi vista atrofiada apenas si distingue la velera embarcación, el diminuto reducto humano que acuchilla el mar con el filo de la quilla. El barco avanza y la herida se cierra a su paso cauterizada por un ungüento de espuma blanca. ¡Están aquí! ¡En la isla! Llevan sombrero de explorador y pantalones cortos que enseñan piernas blancuzcas. Hablan un idioma que yo he olvidado, una cárcel de sonidos de la que conseguí escapar. Se extienden por la playa, se dispersan. Son tentáculos de un mismo organismo. Me sorprende que hayan conseguido atravesar el dique de los sargazos, que hayan obtenido el perdón de los tiburones. ¿Cómo han podido encontrarla? A la isla, me refiero. Siento que se acerca un tentáculo del organismo. Está tan cerca que podría tocarle con los brazos si estos no fuesen ramas inermes vinculadas a un tronco pensante. Es un tentáculo femenino. Me mira pensativa. Con atención nostálgica recorre el musgo de mi cuerpo, las ramas de las piernas y los brazos, el fruto monstruoso de la cabeza. La luz se extingue poco a poco, una oscuridad telúrica me sume en la gran ceguera cósmica. Pero, aún, nítida, distingo una lágrima que surca las laderas de su rostro, como un manantial de dolor, como un último reconocimiento. Ensayo una despedida fonética, un last farewell humano, esquivo y alegre. Es en vano. De la isla hacia el océano escapa un lamento de viento emboscado, subterráneo.

I

Un hombre de mediana edad sube a grandes zancadas la escalera estrecha de una casa. Es un tipo de aspecto desaliñado, prematuramente calvo. Desagradablemente delgado. Se detiene en el rellano de la escalera y mira indeciso a derecha e izquierda. A derecha está el baño y una habitación. A izquierda, otra habitación, más pequeña que la anterior. El tipo duda unos instantes. Finalmente se decide por la habitación de la izquierda, la más pequeña, la habitación de la que procede una voz. Cuando entra, una mujer también de mediana edad le mira con gesto airado. Sobre la cabeza un pañuelo trata en vano de sujetar una cabellera indómita. Se inclina sobre las sábanas de una cama improvisada que manotea con el propósito de alisar. El tipo mira involuntariamente el escote que permiten a la vez el cuello de la camisa y la postura de la mujer. Rápidamente aparta la cabeza, pues no es agradable ver unos pechos ya demasiado vistos. Unos pechos pequeños y arrugados por los que él tiempo atrás demostró un tibio interés. Los pechos colgantes se dirigen a él con voz airada. ¿Por qué no vas haciendo algo? Pon la mesa, abre el vino, yo qué sé…El hombre escucha distraído. ¿Por qué ha subido hasta la habitación? ¿Quién es esta mujer chillona que le grita? Es entonces cuando se acuerda de los caracoles. Su hobby. Baja la escalera con cierta prisa (en realidad es su forma de andar; siempre parece que tiene prisa). Hace caso omiso de la voz chillona que suena a sus espaldas. Abre la puerta de la casa, atraviesa el jardín. Llega a la puerta de un cobertizo ubicado en un extremo. Es un jardín bastante grande, con un pequeño estanque poblado de bichos anfibios y en cuyo centro hay un Cupido que se alza sobre el pedestal de una isla de piedra que quiere parecer már-

mol. El hombre palpa ansioso los bolsillos del chándal. Saca una llave que introduce tembloroso en la cerradura. Siempre le pasa lo mismo cuando va a ver a los caracoles. Le embarga una emoción súbita, que hace que olvide todo lo que no sean ellos. Cuando al fin se abre la puerta, le recibe un olor mustio de humedad. En la penumbra percibe la silueta borrosa de múltiples objetos apilados de cualquier manera bajo una capa de polvo. Da la impresión de que hace mucho que no se utiliza ese lugar; da también la impresión de que los objetos que allí se acumulan han sido definitivamente olvidados. No enciende ninguna luz, pues conoce su camino sin duda hasta la esquina en la que habitan los caracoles. Temblando de emoción, el hombre enciende una bombilla que pende sobre una urna de cristal. La luz que ilumina con un resplandor azulado les da a los caracoles una súbita apariencia fantasmal. Los bichos van y vienen sobre hojas de lechuga dejando una estela de baba que hace que los vegetales parezcan siempre húmedos. En el centro de la urna, un caracol asoma por la órbita de una calavera, que, como el Cupido del estanque, ocupa el centro de la urna. El hombre levanta la calavera no sin antes haber retirado y depositado cuidadosamente el caracol sobre un trozo de lechuga podrido. ¡Yorick!, ¡Oh, Yorick!. Permanece así un rato, absorto. Le consuela pensar en lo que disfrutan los caracoles resbalando sobre los huesos, dejando tras de sí su interminable estela de baba, pero haciendo compañía incansable al pobre Yorick. De pronto descubre la presencia de un pequeño bebé caracol entre la dentadura gastada de la calavera y con un gesto rápido de los dedos lo apachurra disgustado. Deposita a Yorick de nuevo en la urna. Ahora os quedaréis a oscuras y cuando despertéis, estaré aquí de vuelta. Apaga la luz de la urna y sale a tientas del cobertizo.

II ¿Dónde te habías metido? No sé qué haces todo el día metido en ese agujero. Date prisa porque van a llegar enseguida. Es viernes por la noche y el matrimonio espera la llegada del primo y de su mujer. Vienen a pasar el fin de

semana con ellos. De vez en cuando lo hacen. Son momentos importantes en la vida gris de Sonia y su marido. El primo (que en realidad no es primo, sino un lejano pariente de Sonia) es un tipo que ronda los cincuenta. Alto, apuesto, grueso. Tiene pinta de que le ha ido muy bien en la vida. Disfruta del whisky y de las grandes comilonas. De vez en cuando enciende grandes cigarros que llenan el salón de un humo denso que provoca arcadas al hombre. Su mujer es una rubia oronda, de grandes senos y poderosas caderas que apesta el salón con un perfume que ha de ser muy caro. Cuando vienen, los fines de semana son una tortura para el hombre, pues los primos pasan el tiempo en casa, haciendo uso de todas las comodidades que el hombre y su mujer les ofrecen. La cocina está en permanente estado de ebullición y allí su mujer pasa la mayor parte del tiempo, cocinando platos de nombres franceses. Mientras tanto, la rubia habla por su teléfono móvil mientras fuma innumerables cigarrillos. La tarea del hombre consiste en escuchar la interminable conversación del primo. Habla de todo. De fútbol, de política, de sus éxitos en el trabajo. De vez en cuando hace algún comentario soez sobre alguna de sus empleadas y lo termina con una risotada. El hombre solo puede mirar avergonzado al suelo y desear no estar allí, junto a ese gordo que le repugna. Siente entonces una gran tentación y sabe que no podrá resistirla. Necesita volver al cobertizo. Necesita comprobar que los caracoles están bien y que la puerta está cerrada. Sería terrible que este horrible ser descubriese y profanase la urna de los caracoles. Pero no puede pensar ninguna excusa para alejarse de él. Justo en ese momento escucha la voz de su mujer que le llama a la cocina. Que ponga la mesa. La cena está lista. Mientras el hombre va y viene de la cocina al salón, su mujer sube a arreglarse para la cena. Eso también forma parte del ritual de los fines de semana que pasan juntos. Ni el gordo ni la rubia hacen ademán de ayudar. Más bien observan con sonrisa burlona las idas y venidas del hombre. Imposible escaparse, aunque solo sea para echar un vistazo furtivo a los caracoles. Cuando se quiere dar cuenta el hombre, la prima está

junto a él en la cocina. Se apoya contra la puerta que da al jardín y le mira entre burlona y provocativa. No hace ademán de ayudar. Solo le mira. De pronto abandona su postura indolente, se acerca a él y le lanza el humo del cigarrillo a la cara. Lo último que sabe de ella es su mueca grosera, su carcajada lasciva, después ella abandona la cocina contoneándose. El hombre termina con los preparativos de la cena. La mesa está puesta y los primos esperan sentados en ella. La rubia fuma, pero el primo ha comenzado a comer sin esperar a Sonia ni al hombre. Les apremia con grandes voces para que vengan y se sienten junto a él, para que compartan los alimentos que ningún dios ha bendecido. Entonces Sonia baja por las escaleras, la indómita cabellera pelirroja incendia un vestido que quiere ser negro como la noche. Aún es viernes. Todavía quedan dos días.

III El hombre despierta en la madrugada. Una luz sucia mancha las paredes. Está solo en la cama. Su mujer no ha dormido en la habitación, pues su cama está intacta. La noche pasada él se retiró pronto a dormir, cuando el humo de los cigarrillos se hizo tan denso que el deseo era ya solo una nebulosa. Imagina a su mujer en la cama del primo en estos momentos. Se levanta presto. Es su oportunidad. Antes de que se levanten todos (si es que se levantan). Se viste apresuradamente. Pasa de puntillas junto a la habitación más pequeña que ocupan el primo y las dos mujeres. Le parece oír la voz de su mujer entremezclada con la de los otros dos compartiendo carcajadas. Baja la escalera y se calza las botas de goma. Coge una cesta de mimbre que guarda para la ocasión. Como una sombra más que la noche ha dejado atrás, cruza el jardín hasta el cobertizo. Cierra la puerta tras de sí y gira la llave. El hombre se acerca a la urna de los caracoles y enciende la luz. Dentro hay una actividad inusitada. Los caracoles se deslizan sobre el cráneo de Yorick en diferentes procesiones, alternando contracciones y elongaciones de su cuerpo baboso. Sabe que esa baba que producen les sirve para autoayudarse en la locomoción redu-

ciendo la fricción con la superficie (ojalá él pudiese también ser viscoso). Son unos caracoles de concha grande. El hombre imagina que serían un plato apetitoso para cualquier depredador. El hombre ha leído mucho sobre caracoles. Conoce sus virtudes culinarias. El hombre toma una decisión. Sabe que la antigüedad del caracol en la dieta humana se remonta a la Edad del Bronce, al menos 1800 a. C. Pero parece ser que fueron los romanos, los que explotaron sus propiedades alimenticias llegando incluso a crear lugares para criarlos denominados cochlearium. Plinio el Viejo dejó escrito que Fulvius Hirpinus instaló una granja para la cría de caracoles en Tarquinia, sobre el año 50 a. C. Los romanos consumían los caracoles no solo como alimento, sino que suponían que era un remedio eficaz para enfermedades del estómago y de las vías respiratorias como dejó constancia Plinio el Viejo, que recomendaba la ingesta de caracoles en número impar como remedio para la tos y males estomacales. El hombre conoce pasajes de memoria del libro que compró para documentarse. Coge una cesta y la cubre cuidadosamente con hojas de lechuga medio podridas. Selecciona los caracoles más grandes y los deposita cuidadosamente dentro. Poco a poco la cesta se va llenando. Cuando considera que son suficientes, cierra la tapa. Cruza de nuevo el jardín hacia la casa. Abre sigiloso la puerta de la cocina. Desde arriba llegan a sus oídos gritos que rasgan para siempre la quietud del amanecer. El hombre esconde en la alacena la cesta de los caracoles y sale a buscar el otro ingrediente que necesita para su receta. Está a punto de abrir la puerta, pero parece pensárselo mejor. El escándalo que llega desde arriba lejos de amainar ha arreciado. Aún tiene tiempo de tomar un café y de mirar abstraído la fina llovizna que cae. Ha decidido que pasará la mañana fuera, tal vez en el bosque, así, cuando llegue, quizás entonces en la casa se habrá hecho el silencio.

IV El sábado ha sido un día agradable. El hombre no puede menos que estar agradecido al destino que le ha permitido consagrar su tiempo a él mismo. Ni su mujer ni los primos se han levantado para comer. Cuando hacia las 6 subió al piso de arriba, solo escuchó el silencio detrás de su puerta. El hombre comprendió que dormían y silenciosamente les dio las gracias. De manera que pudo visitar a su antojo a los caracoles y lamentar el destino de Yorick, que es sin duda el mismo de todos nosotros, pensó con tristeza. El paseo por el bosque sin embargo le reconcilió con el destino inevitable y pensó escribir en su testamento que lo enterrasen bajo el musgo húmedo para que pudiese habitar por siempre junto a las criaturas del bosque. Cuando volvió cargado con una cesta esta vez llena de unas setas de un color rojo vistoso, se puso inmediatamente a cocinar. Pronto, apetitosos olores llenan la cocina. La noche cae sobre la casa, sobre el bosque y todas sus criaturas. La cena está casi lista. Desde el piso superior llegan tenues ruidos de vida retomada. Pronto el primo gordo está abajo. Su cara refleja todos los excesos de la noche anterior. Bajo los párpados hinchados, una sonrisa torcida se puede traducir como un saludo. Las mujeres ahora vienen. Hummmm, huele bien, aunque no se puede decir que tenga demasiada hambre. ¿Qué cocinas, primo? Por un instante el hombre tiene la horrible sensación de no pertenecer a lo que quiera que formen los otros tres, de ser el único ser solitario en el mundo de esta casa que es el centro de un bosque oscuro. El hombre comprende la horrible mentira de los caracoles que se ha contado a sí mismo. Una lágrima está a punto de rodar por sus mejillas. Sin embargo, disimula con un gran despliegue de actividad. Cuando llega al salón, se encuentra a las mujeres conversando apaciblemente de asuntos triviales. Apenas si hacen caso de su presencia, aunque en los ojos de su mujer cree distinguir una cierta ternura hacia él en su mirada. Los tres comensales le dan las gracias por haberse tomado la molestia de preparar la cena y el hombre, que no está acostumbrado a tales muestras de cortesía, está a punto de cambiar de idea; está a pun-

to de decirles: lo siento mucho, pero el plato que he cocinado no ha salido a mi gusto, de manera que he pensado que salgamos todos a cenar por ahí; de todas formas ya va siendo hora de que salgamos al mundo: siempre que venís nos quedamos recluidos aquí, en esta casa del bosque. Sin embargo, calla; las palabras quedan atrapadas en la garganta para siempre y el propósito primero sigue adelante. Toman un aperitivo en el que lo principal son grandes vasos de whisky con hielo. Al tercero, el primo exclama con su vozarrón: ¿y para cuándo esa delicatesen que nos has cocinado, primo? Y así empieza la cena. El hombre apaga la luz del techo e ilumina la habitación con solo las luces de unas velas perfumadas que guarda en un armario. El momento culminante es cuando se destapa la sopera humeante y ante los ojos de los otros tres aparece un suculento guiso de setas y caracoles. Los tres comen abundantemente. El hombre apenas si lo prueba. El ambiente que ya se ha animado con la gasolina del alcohol se vuelve por momentos estruendoso. El primo grita y gesticula. A veces se levanta y manosea a las mujeres sin pudor. Las llamas de las velas tiemblan empujadas por soplos extraños. En el hueco de un silencio, el hombre puede al fin hablar. Solo quería deciros que los caracoles que acabáis de comer son de mi cosecha y los he envenenado con las amanitas de las que tanto habéis disfrutado. No moriréis inmediatamente. Nada de eso. Dentro de una semana comenzaréis a sentir un cierto malestar y al día siguiente el hígado os habrá explotado en las entrañas. No hay cura posible. No tenéis nada que hacer. Un silencio incrédulo se hace. Entonces el gordo estalla en una sonora carcajada que celebra el sentido del humor del primo. Pero cuando el rostro de los otros tres permanece helado de inmovilidad, el primo comprende, se levanta de la mesa y arrastra a la mujer gorda con él. Lo último que sabe el hombre de ellos es el sonido del motor del coche que huye. Quedan frente a frente él y su mujer. Durante unos instantes eternos se miran en silencio. Entonces la mujer exclama: ¿Realmente era necesaria esta tontería de los caracoles envenenados?

P. Picasso

ENTREVISTA CON GABRIELLE DE FELICE

Nos encontramos con Gabrielle de Felice durante su escala en Santander, recién llegada de la Argentina donde ha realizado la presentación de su último libro. Es una cálida mañana de diciembre y el sol brilla tenue. Nos recibe en la terraza del Hotel Real donde se hospeda. Presenta un aspecto informal, glamurosa a pesar de vestir chubasquero arrugado, vaqueros y botas de montaña con barro. Está tomando un chocolate caliente con churros. Nos recibe con cercanía y nos invita a compartirlo. Comienzo mi entrevista.

¿Qué tal su viaje por Latinoamérica?

- Vuelvo muy contenta. Me han recibido muy bien. Latinoamérica es un lugar en el que siempre me encuentro muy a gusto. Aunque de origen cántabro, una parte de mi familia nació en Argentina, así que siempre ha habido en mí una unión muy sentimental con esas tierras. El miércoles pasado en Buenos Aires acudieron muchos lectores a la histórica librería del barrio de San Telmo donde se realizó la firma de los ejemplares. Durante el acto recibí el mejor premio que puede esperar una persona que se dedique a la literatura. Una mujer de mediana edad se acercó a mí para abrazarme y muy sinceramente darme las gracias por un libro que había escrito. El libro la había ayudado en una época dura y gracias a su lectura había conseguido superar unos momentos muy difíciles. Fue una experiencia muy emotiva y me llevo un grato recuerdo de ese momento. Y pensé: “pues bien, ya he hecho algo bueno en mi vida”.

¿De pequeña deseaba ya ser escritora?

-. ¡No, qué va! De pequeña soñaba con ganar el premio Nobel en investigación científica. ¡Qué ingenuos somos de niños! Pronto me di cuenta que no poseía ni capacidades intelectuales ni dotes sacrificio para ello. Hoy en día aún un trabajo como el desarrollo de la vacuna contra el COVID me atrae y parece interesantísimo y sobre todo muy meritorio por parte de los investigadores.

¿Y ahora, sueña con el Nobel de literatura?

-. No soy tan ambiciosa. Mi objetivo es tan sencillo como que mis lectores se diviertan leyendo mis novelas y disfruten con ellas tanto como yo escribiéndolas.

¿Y cómo surgió su pasión por la literatura? ¿Recuerda cuál fue su primer libro?

-. ¡Claro que lo recuerdo! Mi primer libro fue Corazón ¡Con este título tenía que presagiar algo bueno! Y más tarde llegó Pinocho, pero me aficioné a la lectura después con los libros de mi hermano mayor, gran lector. Lecturas poco apropiadas para mi edad, pero con las que disfrutaba más que con Torres de Malory o Los cinco en apuros. Me hacían sentirme mayor. Pero tengo que alabar el trabajo en el instituto de mis profesores de Lengua y Literatura que fueron determinantes.

¿Ha sentido alguna vez miedo ante un folio en blanco?

-.Eso del “folio en blanco” es algo ya del pasado porque la mayoría escribimos directamente en el ordenador. Pero no, yo no. Creo que hay escritores a los que en alguna ocasión les ha pasado, pero yo solo me coloco delante de un papel en blanco cuando tengo algo que escribir. Tener algo que decir y decirlo es algo tan natural, como el tener hambre o el desear dormir y hacerlo.

Entonces, sus historias fluyen fácilmente ¿Cómo el agua de un manantial?

-.No, tampoco es eso. Escribir es un trabajo libre, pero un trabajo meticuloso y concienzudo. Crear un personaje no es fácil, es introducirse en la piel de otro, transformarse, sentir y pensar como otra persona. Un escritor ante el papel es un actor que interpreta sin guion ¿Has leído a L. Pirandello?

Aún no. Sus historias y personajes parecen muy reales

-.Pues son todos ficticios, pero se vuelven reales cuando se independizan de mí y crean su vida propia. Se transforman en ellos mismos y se me escapan de las manos. ¿Las historias? Para mí no es importante un suceso, sino como ese suceso afecta al personaje. Más importante que la acción es cómo esa acción afecta anímicamente y físicamente a las personas. El efecto que en ellos produce, cómo lo sienten, cómo lo sufren, cómo les hace vivir o cómo les mata por dentro.

En su último libro habla sobre el calentamiento global del planeta y de cómo actúa negativamente sobre los glaciares.

-.Sí. Soy una persona que disfruta mucho de la naturaleza y me gusta pasar los ratos de ocio al aire libre en contacto con ella. Veo que no hay una concienciación colectiva de que estamos destruyendo el planeta. Lo que no contamina Europa lo contamina Asia sin control. Uno de los retos para el siglo XXl por parte de las instituciones sería potenciar más las energías alternativas.

¿Por qué ha elegido el Hotel Real para hospedarse?

-. Me gustan los lugares bonitos (se ríe).

D A N D O F O R M A 6 Le puedo decir, sin que se ofenda, que no pega su atuendo con el lugar en el que encuentra.

-.Vengo de dar un paseo por los acantilados de la costa. Además, el hotel está vacío. Ahora con la pandemia no se hospeda nadie, pronto cerrará.

¿Qué espera de la vida?

-. Espero que me sorprenda. La entrevista se acaba, debe cambiarse para tomar el próximo avión con destino a Italia, hacía a su casa en la costa Amalfi donde pasará los próximos meses del invierno. Siento que aún nos quedan muchas cosas por saber de ella.

En su próxima visita a Santander ¿Nos concederá una nueva entrevista?

-. Claro que sí, ¿Te gustó el chocolate? Dejamos a Gabrielle deleitándose con el paisaje del sur de la bahía. Al fondo, el brillo de las montañas nevadas invita a la inspiración para un nuevo relato, ¿quizás uno de la Navidad?

FIN

Náufragos Seres errantes, Mutilados de certezas, Nos sentimos Cual náufrago sin isla Navegando Por estos mares De virus y pandemias. Buscando preguntas A respuestas obsoletas. Anhelando sonrisas, Besos, abrazos En estos días De bruma intensa.

Casilda González Portilla

Recuerdos Iniciamos nuestro viaje a Cataluña. A lo lejos la carretera nos llevaba al destino. El seiscientos se movía alegremente. Eran las seis de la mañana y cantábamos haciendo el viaje más divertido. Paramos en Zaragoza visitando la Basílica del Pilar. Reanudamos la marcha hasta Los Mineros, donde paramos para comer. Qué llanuras y qué colorido. Mirábamos con admiración a nuestro alrededor. La ciudad Condal era grande Tenía cosas que nos dejaban admiradas por su armonía y belleza, como el Parque Güell. El puerto era inmenso, bello. Pero, en nuestro corazón, Recordábamos nuestra tierruca.

Fina Gutiérrez-Dosal

Libertad. Es la expresión vital espontánea de las personas. Entran en la misma dos factores sicológicos: el interior y el exterior En el primero, soñamos y alimentamos ilusiones. En el exterior, descubrimos el mundo real. En este último, surge la coacción del acto no aceptado por la mayoría La libertad sangra. Sin embargo, el acto libre emanado de la voluntad dotada de libertad supone un conocimiento y una puesta en marcha. Caminemos.

Fina Gutiérrez Dosal

SOLOMILLO IBERICO EN SALSA DE SETAS

INGREDIENTES 1 SOLOMILLO ENTERO DE CERDO IBERICO ACEITE DE OLIVA VIRGEN EXTRA 300 GR DE SETAS 12 CIRUELAS DESHIDRATADAS SIN HUESO 1 CEBOLLA 2 CUCHARADAS DE HARINA 200 GR DE TOMATE FRITO 200 ML DE VINO TINTO (OPCIONAL) TOMILLO PEREJIL SAL

MODO DE PREPARACIÓN

Cogemos el solomillo y lo cortamos en medallones de dos centímetros, le echamos sal. Luego cogemos los medallones de solomillo y los pasamos por harina. Escurrimos el exceso de harina Cogemos una sartén y vamos marcando el solomillo, una vez marcado lo retiramos y lo aparcamos En una cazuela ancha y baja echamos un poco de aceite y freímos una cebolla en juliana. Una vez rehogada incorporamos las setas en juliana y volvemos a rehogarlo. Cuando ya este, incorporamos el tomate frito o rayado y echamos el tomillo. Damos unas vueltas, incorporamos las ciruelas deshidratadas y rehogamos. Incorporamos los medallones de solomillo, volvemos a rehogar y añadimos el vino tinto (o… vino blanco o caldo de carne). Dejamos hervir a fuego medio suave 12 min. Tapamos y dejamos reposar y espolvoreamos con perejil.

PD …podemos poner Boletus o más clases de hongos

Enrique Ruiz

EL CAMBIO CLIMÁTICO

Desde mi punto de vista, creo que la tierra en la que vivimos actualmente está en un punto de no retorno; deberíamos de concienciarnos de que por mucho que queramos reciclar o inventar tecnologías híbridas que no contaminen, el daño que se ha provocado durante años no se puede remediar y ya está hecho y, aunque se inventen cosas que puedan minimizar el problema, aun así, vamos un poco tarde.

El ser humano no ha tratado bien el planeta y eso está pasando factura. Desde hace años, se están originando cambios en el ecosistema, el agua, la comida. La agricultura que hace mucho que conocíamos ya no es la misma. Por todo ello salimos perjudicados todos. Hoy en día, los impactos del cambio climático ya son visibles y se extienden mucho más allá del aumento de la temperatura. Las consecuencias están afectando a ecosistemas y países de todo el mundo, y muchos elementos de los que dependemos diariamente para sobrevivir como son el agua, la energía, la agricultura, el transporte, la vida silvestre… cambian constantemente y afectan incondicionalmente a la salud de los seres vivos. «El cambio climático es una realidad que ya va a tener implicaciones inevitables, pero aún podemos minimizar sus consecuencias más severas»

No soy una activista de Greenpeace ni mucho menos, pero, sinceramente, el planeta en el que vivimos es precioso e infinitamente maravilloso. Y podemos denominarlo único y, por el momento, irremplazable.

Esperemos que dure cientos de años más como pronostica el físico teórico Stephen Hawking; es el tiempo que tenemos para habitar en otro planeta. Así que, lo que nos quede de vida, enseñemos a nuestras generaciones a cuidar y proteger este hermoso planeta.

Vanesa González Caldera

COMO INFLUYE LA LUNA SOBRE LA TIERRA

¿Cómo influye nuestro satélite natural sobre la Tierra?

Una de las cosas que más afecta de la Luna sobre la Tierra serían las mareas, si, las mareas. Esto se debe a que la gravedad de la Luna sobre la Tierra provoca las mareas. Cuanto más cerca está la Luna, más aumenta el nivel del mar, llamado pleamar y, lo contrario, cuanto más lejos, más bajo será el nivel del mar, llamado bajamar. En el lado contrario de la Tierra se aplicaría lo opuesto, siendo con la Luna más cercana la bajamar y, estando más alejada, la pleamar y como ves en la foto de abajo, según la posición de la Luna puede aumentar más o menos el nivel del mar.

La Luna también influye en la inclinación de la Tierra. Con la Luna, la Tierra tiene una rotación más rápida y también estabiliza el clima, por la influencia sobre los glaciares.

¿Qué pasaría si la Luna desapareciera de repente?

Si la Luna desapareciera de forma repentina sería algo muy negativo ya que las mareas dejarían de existir, aumentaría el nivel del mar drásticamente, el mar se estancaría por la ausencia de las corrientes y, con ello, se perderían la mayor parte de animales marinos. Las demás especies también dejarían de existir, ya sean animales o plantas, ya que sería demasiado difícil adaptarse a un cambio así de grande. Sin la gravedad de la Luna, el clima cambiaría también; aumentarían las temperaturas bastante en las estaciones calurosas y en las estaciones frías descenderían drásticamente. También aumentaría la fuerza del viento.

Steven Centeno dos Praceres

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