LA MIRADA SU PODER

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JESÚS ÁNGEL SÁNCHEZ MORENO. Miradas contrahegemónicas.

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MIRADAS CONTRAHEGEMÓNICAS. UNA EDUCACIÓN CRÍTICA DE LA MIRADA JESÚS ÁNGEL SÁNCHEZ MORENO 1. EL PODER DE / Y LA MIRADA 1.1.Preámbulo necesario, aunque… ¿(im)prescindible? El taller que presentamos responde al título de La fotografía, el más acá del documento. Miradas contrahegemónicas, y aunque un taller no tiene el mismo sentido que una ponencia, lo que presentamos reclama un texto previo, una apoyatura en forma de armazón teórica que, de entrada, ponga coto a cualquier deriva hacia el muy de moda, pero absolutamente banal cuando no seriamente nocivo, discurso instrumental. Sabemos que existe una Didáctica instrumental que, disfrazada de proyecto alfabetizador, se presenta como el fundamento de un saber que se ofrece como recurso capacitador para formar sujetos autosuficientes. Pero bien que sabemos que la alfabetización es un fin peligroso por insuficiente: objetivo recurrente en la escuela a lo largo de toda su historia, la alfabetización, en todas sus dimensiones y niveles, es una empresa desvitalizadota que, de entrada, confunde al lector con el intérprete (o mejor, que reduce a éste en aquél). La alfabetización se limita a transmitir las normas y a convertirlas en el fin último que justifica el acto educativo. La alfabetización, no cabe duda, se basa en la confusión interesada entre medios y fines; su operación básica radica en lograr que los medios, las herramientas, los instrumentos, se postulen como fines en sí mismos y así, cuanto más preocupados estamos por demostrar destreza en el uso de esos medios, más nos alejamos de la posibilidad de servirnos de ellos para instituirnos en sujetos soberanos. El mundo de la Modernidad se ha construido sobre demasiados talleres, fábricas en las que lo humano es reducido a herramienta habilitada únicamente para usar máquinas, pero no para posicionarse en relación a su sentido. Tenemos la experiencia de lo acontecido con la enseñanza de la lengua o del idioma: la persona que va aprendiendo los rudimentos básicos del lenguaje adquiere la condición de lectora, sabe leer, pero esto no es condición suficiente que nos permita afirmar que se ha constituido en intérprete. La escuela de la Modernidad desvitalizada quiere lectores, como quiere espectadores o público; pero abomina de los intérpretes, pues estos y sólo estos pueden proyectar luz sobre esa trastienda donde se esconden los intereses que dan cuerpo a un sistema que naturaliza las desigualdades y convierte las exigencias de justicia en simples entonaciones humanitarias, cánticos piadosos. La Modernidad burguesa se afirma desde su radical oposición a las conciencias críticas, anhela seres instrumentalizados. El taller que presentamos pretende compartir, más que trasladar, prácticas docentes inscritas en los cauces de la didáctica crítica, esa didáctica sólo puede entender el acto de educar como un enseñar a pensar y jamás como un dictado e imposición de lo que debe pensarse. El texto que desarrollamos aquí quiere ser el sustrato teórico de unas intervenciones didácticas que, en última instancia, aspiran a contribuir de manera decidida a la construcción de una verdadera cultura de la sospecha donde, frente al espectáculo que es el mundo que nos construyen cada día y que nos imponen como La Realidad, los espectadores dejen paso a los intérpretes; los mansos de espíritu a los sujetos críticos nada dados a la credulidad y al colaboracionismo inconsciente con un sistema de valores que hace de la asimetría la condición substancial del juego de relaciones sociales. Si tuviéramos que responder brevemente a la pregunta de qué es lo que buscamos, sin duda alguna diríamos que lo que perseguimos es que nadie más pueda, impunemente, terminar


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cada noche un informativo de televisión como lo hacía Ernesto Sáez de Buruaga en Antena-3: “Así son las cosas y así se las hemos contado” sin rebelarse contra esa conjunción copulativa que los reduce a un estado de subordinación sin remisión (o como el rotulito permanente que transita o transitaba por encima de las cabezas de los presentadores de CNN + y que decía algo así como: “Lo que está sucediendo lo están viendo”). Nuestro taller, aunque se centra en la fotografía, hablará de miradas. Partimos de la tesis de que el mundo fraguado por la Modernidad no puede ser entendido, interpretado (interpelado), sin el análisis del papel jugado por las imágenes y los medios que las producen con la finalidad de definirnos la realidad, de reducirnos a sus normas. Guy Débord sentó hace ya tiempo un juicio sobre la sociedad moderna que, con el paso del tiempo, no hace sino ganar enteros. Hablaba el teórico del Situacionismo de la sociedad del espectáculo. ¿Quién cuestionaría hoy lo que encierra este juicio? Añadamos únicamente que, con el paso del tiempo, el espectáculo ha ido asumiendo las mañas y fines de la prestidigitación. Los magos y sacerdotes de las sociedades tradicionales han dejado paso a los prestidigitadores. Siendo esto así, una de nuestras metas ha de ser avivar una mirada soberana que no se detenga en los espacios escenográficos y penetre en las bambalinas. Sabemos que en el mundo moderno el ojo ha de ser ese órgano subversivo que reclamaba Cartier-Bresson (2003: 97). Una cultura crítica, un pensamiento situado, necesitan que el ojo deje de ser un mero órgano de los sentidos para convertirse en una de las herramientas de la conciencia. 1.2. Miradas cautivas. modernidad, imagen y sistemas de dominación La Modernidad es en las paradojas, alguna de ellas pura paradoja fatal, como la que explica que el triunfo de la Modernidad (positivista y burguesa) se produjera a costa de la derrota de la Modernidad (crítica y emancipadora). Pero si bien esta relación entre paradoja y Modernidad es algo poco discutible a la luz de las pruebas acumuladas a lo largo del proceso de instauración del mundo moderno, debemos tener mucho cuidado en no quedarnos en la mera dimensión estética del fenómeno y ser capaces de profundizar en los recovecos éticos del fenómeno, pues de lo contrario lo que a todas luces es un proceso reprobable puede consolidarse como anécdota que no requiera otro juicio que el de la aceptación o el rechazo por el gusto. No es éste el momento para desarrollar en profundidad el análisis sobre la paradoja fatal del mundo de la Modernidad, pero sí conviene a nuestro proyecto hacer referencia a algo que se sitúa en la base misma del discurso argumental que sostiene nuestra posición. En los territorios de lo (audio)visual también encontramos rastros de las paradojas modernas. Así, al tiempo que el mundo de la Modernidad mantiene una estrecha vinculación con la imagen, debemos afirmar que el mundo moderno es un tiempo de miradas cautivas. Los juegos de palabras son, como los verdaderos juegos, algo más que un simple pasatiempo: en una época como la definida por la Modernidad, las miradas cautivadas devienen en miradas cautivas. Todo parece, en nuestro tiempo, ser para los ojos y, sin embargo, estos permanecen anclados en la simple condición de meros receptores sensoriales. En la era de la reproductibilidad mecánica de las imágenes (Benjamin: 1973; 82), los analfabetos y disléxicos de la mirada (Virilio: 1989; 19) habitan en nosotros. Heidegger lo afirmó con rotundidad: no es que la Modernidad sea el tiempo de las imágenes por la cantidad de ellas que se producen y nos apelan (o seducen); la Modernidad y la imagen viven una estrecha relación porque en el proceso del devenir de lo Moderno el mundo acaba por ser su imagen, no es que sea en imágenes, es que es su imagen. Martine Joly ahonda en esta idea y nos la sitúa en el entorno de los mass media: “La función esperada y anunciada


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de la imagen mediática ya no es entonces la de imitar (función icónica), ni siquiera la de hacerse pasar por el mundo (función semiótica), sino la de Ser el propio mundo, todo el tiempo, en todas partes.” (2003; 207) Algo que no debería extrañarnos si repensamos la Modernidad remontándonos a sus orígenes y constatamos que además del cogito cartesiano existe otro cogito que está estrechamente vinculado con la mirada. La Modernidad no es tan sólo Descartes, es Alberti, es Brunelleschi…, es la perspectiva. Elemento esencial del Proyecto Moderno tiene como horizonte liberar al ser humano de su condición de creatura, ser sumiso, carente de voluntad y obediente a unas leyes ciegas e inmarcesibles que le determinan, y elevarlo a la condición de sujeto, es decir, ser dueño de sus acciones, responsable de su querer, agente transformador capaz de gestarse su propio infierno o dar vida a un paraíso en el aquí y ahora. Libertad de ser, libertad de querer, voluntad y posibilidad de vivir sin claudicaciones. Con ser esenciales y decisivas para la inauguración del sujeto moderno, tanto el cogito cartesiano como la sucesión de textos que van a reclamar la inevitabilidad de la libertad como condición humana donde reside la voluntad de poder y, por ende, la dignidad de lo humano, no pueden ser entendidos como los únicos pilares de ese vasto proyecto emancipador que quiso ser la Modernidad. Cuando Descartes formula su aportación decisiva al Proyecto Moderno otros como León Baptista Alberti habían dado cuerpo más que a una herramienta para el perfeccionamiento de la producción de imágenes a una nueva mirada que liberaba al ojo de su condición de mero aparataje sensorial para situarlo en la órbita de la conciencia. La perspectiva da vida al sujeto que se posiciona y que desde esa ubicación, desde esas coordenadas por él trazadas, es capaz de construir una imagen de la realidad que más allá de su condición de ilustración sea la manifestación del poderío cognoscitivo del ser humano que mirando construye una interpretación objetivable de la realidad. Si hay un rasgo que ha de definir a ese sujeto moderno es un ser en situación (Castilla del Pino: 19785) Al trazar la perspectiva se hace algo más que construir un andamiaje racional para la mirada que nos permita reproducir con toda la fidelidad posible el mundo que nos rodea. De la misma manera que cuando contemplo una fotografía que he construido desde mi ojo situado al otro lado del visor, lo que veo no es esencialmente un exterior (lo visible en mi entorno) sino mi mirada sobre eso que está ahí en forma de foto, así también la perspectiva no sólo proyecta luz sobre el mundo, también me hace consciente de mi posición, de mi situación. Objetiva una realidad que al ser fruto de mi mirada, me objetiva a mí al mismo tiempo. Con la perspectiva se abre una era nueva: la mirada se sitúa; el sujeto se posiciona. Razón y mirada (perspectiva), un binomio moderno. Instrumentos de poder llamados a dar vida a un nuevo mundo liberado de las tinieblas, liberado del sometimiento sin remisión, de la obediencia servil. Mira y piensa: actúa, transforma, asume la soberanía que le corresponde como ser humano. Así nació el proyecto moderno y, como bien sabemos, su proceso ha devenido uno de tantos naufragios que definen la historia de la Modernidad. Sebald (2002; 32) le hace decir a su personaje Austerlitz algo que bien podríamos asumir como memorial de un fracaso: “nuestros mejores planes, en su proceso de realización, se convertían exactamente en lo contrario.” ¿Qué quedó de todo ese proyecto moderno que habría de emancipar al ser humano y dotarle de la voluntad de poder? No podemos en el marco de esta contribución detenernos en el análisis del proceso que lleva al fracaso del proyecto moderno; sí, recordar las precisas palabras de Adorno y Horkheimer: “En el camino desde la mitología a la logística ha perdido el pensamiento el momento de la reflexión sobre sí mismo, y la maquinaria mutila hoy a los hombres, aun cuando los sustenta” (1994; 90). Derrota. La razón, “puro órgano de fines” (1994; 83) termina convertida “en la funcionalidad sin finalidad, que justamente por ello se deja acomodar a


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cualquier fin” (1994; 136). El cogito cartesiano deviene simple slogan. ¿Y la perspectiva?, enseguida colonizada por el poder y por sus propias limitaciones, la perspectiva dio vida a una mirada que ha acabado en mirada electrodomesticada. Sólo que en este caso, y a diferencia de lo ocurrido con la razón sustantiva cartesiana, la atrofia de la mirada moderna ha contado con la connivencia inocente (siendo esto un claro agravante) de, incluso, la inmensa mayoría de quienes apostaban por el proyecto moderno en su dimensión emancipadora. El naufragio de la mirada moderna, su imposibilidad, ha ido ligada al (des)prestigio de la imagen que se ha visto reducida, recluida, en mera ilustración, con una rotunda minúscula inicial que señala bien cuál es el aprecio del que ha gozado. Pero si bien no debemos abordar aquí el estudio detallado del fracaso del proyecto moderno, si es necesario que esbocemos alguna razón para el proceso que ha hecho que el proyectado sujeto moderno devenga con el correr del tiempo en simple espectador que, a lo más que ha llegado, es a convertirse en telespectador. La imposibilidad de la mirada moderna se empieza a gestar en el momento mismo de su origen. Como hemos de sintetizar algo tremendamente complejo se nos permitirá que eludamos un análisis genealógico de esta derrota y que nos centremos en lo que consideramos argumento nodal que da cuenta de este fracaso. Escribía Don DeLillo en su novela Submundo que quien controla tu mirada, te domina, te posee. Así de sencillo. Digámoslo de otra forma: quien traza la perspectiva y la impone a otros está trazando el campo de juego y dictando las normas del juego, normas que él, y sólo él, manejará con soltura convirtiéndose así en sempieterno ganador. Al final ha resultado que el Panóptico soñado-temido no ha resultado ser ese ojo que siempre nos mira, que no cesa de vigilarnos en todo momento. Ese gran ojo pertenece, no lo olvidemos, a otros tiempos, tiempos teocráticos de dioses y creaturas, donde el poder, absoluto, apenas necesitaba otra cosa que la fuerza bruta para someter, para alimentar los miedos que quebraban toda esperanza de libertad. No, el Panóptico de verdad ha resultado ser una creación moderna que ha ido perfeccionando su capacidad de sometimiento al ritmo que le han marcado los progresos tecnológicos en los procesos de registro/construcción y difusión de imágenes. Estar siempre mirándonos es una forma de vigilar efectiva pero ingrata por incómoda ya que sujeta tanto al sometido como al ojo que vigila. El Estado moderno que va a ir cobrando cuerpo especialmente a lo largo del XIX, requiere algo más instantáneo, más eficaz. Quien controla tu mirada te posee: el Panóptico nos somete a través de la conformación de nuestras miradas. La mirada moderna es una mirada construida para anclarnos en público, en espectadores que siempre están al otro lado y fuera del verdadero espectáculo. El espectador se somete; el televidente cree. El Poder en tiempos de la Modernidad ha redefinido las relaciones de dominación para inmunizar al sistema contra cualquier posibilidad de rebelión. Hacer impensable la revolución; hacer imposible todo deseo de transformación radical de la situación. El Poder, lo sabemos, se define de muchas maneras, pero hay una que incluye a casi todas las demás: poder es la capacidad para definir e imponer lo definido a los demás. La máxima aspiración, ahora y siempre, por parte de quienes son y permanecen siendo Poder es la de definir la realidad e imponer esa definición como un saber o una imagen naturalizada, incuestionable por incuestionada. La Modernidad y sus gadgets han hecho posible el sueño de los dictadores. La Realidad es eso que ellos construyen mediante instrumentos ensalzados como fines: desde la perspectiva renacentista a los sistemas de (re)construcción digitales toda una serie de medios impostados han labrado el camino para que la realidad sea eso que nos muestran los informativos de televisión o las ficciones o los spots. Tenía razón Guy Debord: sociedad del espectáculo. Se equivoca Vattimo: sociedad transparente merced a los media. El Panóptico perfecto: la mejor manera de controlar tu mirada es que yo sea quien la


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modele, quien la conforme, quien la confirme. Tus ojos son tuyos, tu visión te pertenece, pero tu mirada no. La ocupación efectiva de la mirada moderna por parte de quienes, aun siendo modernos, nunca creyeron ni desearon simetrías en los juegos de relaciones sociales es un rasgo importante del crepúsculo del proyecto moderno. Y a pesar de ello, la imposibilidad de la mirada ha permanecido invisible. Cuando se habla y se escribe sobre el fracaso de la Modernidad, la mirada permanece ausente. Y esto, al final, es lo peor, porque siendo como somos analfabetos de la mirada en los sentidos que tanto MoholyNagy como Walter Benjamin apuntaron en la primera mitad del siglo pasado, no sabemos que lo somos y de ahí que nadie se indigne cuando un busto parlante repite noche tras noche el “así son las cosas y así se las hemos contado”. Letanía del Panóptico perfecto. El tiempo de la Modernidad descubrió el gran poder de la imagen. Un poder soñado en los tiempos que antecedieron al mundo moderno, pero sólo posible desde ese instante en que el pensamiento renacentista abrió camino con su perspectiva a modos de mirar que eran formas de poder. Y como todo aquello susceptible de ser poder, la imagen y la mirada fueron secuestradas en aras del sostenimiento de sistemas hegemónicos que, sin el concurso de esa realidad producida en forma de imágenes electro-domésticas para miradas domesticadas, hubieran requerido esfuerzos ingentes para mantenerse en el escenario asimétrico que sigue siendo el mundo de la vida. John Tagg resume bien este proceso cuando en su libro El peso de la representación (2005) analiza el momento histórico en el que se dieron “las condiciones para un sorprendente encuentro –cuyas consecuencias aún estamos viviendo- entre una forma novedosa de Estado y una tecnología de conocimiento nueva y en desarrollo, señalar la argumentación trazada por este autor cuando vincula el desarrollo de la fotografía como medio y mercancía de masas, algo que empieza a producirse a finales del XIX, en un contexto socioeconómico marcado por los cambios que iba introduciendo la IIª Revolución Industrial a la par que, en el terreno políticosocial, empezaba a fraguar, entre los sectores burgueses ascendentes, la necesidad de una coalición de intereses entre estas nuevas clases hegemónicas y los antiguos detentadores del poder para contrarrestar el peligro que suponían unos movimientos obreros ideologizados y, por lo tanto, organizados. Para lograr consolidar estas nuevas estructuras de poder era imprescindible “el establecimiento de un nuevo <<régimen de verdad>> y un nuevo <<régimen de sentido>>” (2005: 82) La fotografía primero, seguida por las demás fases evolutivas de los medios de producción y difusión de imágenes, se convirtieron en los elementos clave para el establecimiento de estos nuevos regímenes en una amplia gama de posibilidades: construcción de la realidad como paso previo para su definición e imposición; sistemas de archivo, como métodos de vigilancia, catalogación y control de la ciudadanía… El poder de la mirada adquiría con las nuevas técnicas unas posibilidades inmensas traducidas en una exacerbación sin precedentes de la mirada del poder. Quienes intentamos recorrer las sendas de la didáctica crítica tenemos la obligación de asumir esas palabras de Horkheimer: nuestra tarea no es sumergirnos en un mar de nostalgias por los tiempos y proyectos rotos, sino volver a recuperar esas pretéritas pero perennes ilusiones que un día se soñaron modernos. El proyecto moderno fracasó, pero eso no quiere decir que las metas a las que aspiraba no deban ser retomadas y los medios para alcanzarlas inventados o reinventados. Educar no puede ser sino esto: recuperar el control de nuestra historia, alcanzar la soberanía, ser desde la crítica acción transformadora. Y para ello, entre otras cosas deberemos encontrar el modo y manera de recuperar el control de nuestras miradas. Miradas contrahegemónicas para proyectos emancipadores.


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Antes de dar paso a la segunda parte de este trabajo marco quisiéramos volver a Martine Joly. Todo su libro es un clamor en pos de una imagen que tenga, necesaria e inevitablemente, no sólo un constructor, sino, también y sobre todo, un intérprete. Así de sencilla es la fórmula que intenta desarbolar la asimetría social en el campo de las imágenes. Un ojo que mira y construye una imagen que es ofrecida a millones de ojos que se enfrentan a esa imagen desde la única posible condición que instituye al intérprete (y bien sabemos que no basta conocer los rudimentos de un idioma para oficiar de intérprete). La mera alfabetización no garantiza al intérprete. Éste es, fundamentalmente, mirada crítica. Una mirada que, ante todo, sabe que detrás de toda imagen existe otra mirada; sabe que toda imagen, en la era de su (re)producción técnica, desborda el mero carácter de representación más o menos naturalizada de la realidad para erigirse Significado, interpretación construida, intención sin concesiones. La imagen como lugar de encuentro de, al menos, dos miradas, intersección de dos voluntades, la constructora y la receptora activa, ambas en una libre intersección dialéctica de argumentos. Esto, como señala Joly, implica necesariamente que primeramente pongamos a la imagen en su verdadera dimensión: “Una de dos. O se percibe la imagen como se percibe el mundo mismo y entonces cabe preguntarse en qué nos influiría más que el propio mundo. O bien se trata de una organización filtrada de datos del mundo, una interpretación, un <<discurso sobre>> el mundo (que sin duda deseamos confundir con el mundo mismo por todo tipo de razones) y entonces ¡es urgente que nos concienciemos de su funcionamiento semiótico y de sus modalidades interpretativas!” (2003; 208) La negrita es nuestra. Sólo así, entendemos, el poder de la mirada no será el de la mirada unívoca y rotunda del poder entendido como dominación. 2. MIRADA Y DIDÁCTICA CRÍTICA: EL DOCUMENTO FOTOGRÁFICO 2.1.La fotografía, el más acá del documento. En la imprescindible tarea educativa por contribuir a la construcción de una verdadera cultura de la imagen, imprescindible para urdir una cultura crítica, la formación de una mirada soberana implica numerosos actos educativos. Uno de ellos, y no el menos importante, radica justamente en forzarnos a reflexionar críticamente sobre ese acto cotidiano que, para una inmensa mayoría de la población, es el acto fotográfico. Entendemos por éste no sólo el instante de la toma de fotografías, sino también nuestra convivencia diaria con documentos fotográficos. Desde que a finales del XIX, Eastman lanzara su imperio, Kodak, y comenzara el proceso de popularización de las cámaras fotográficas hasta desembocar en nuestros días de píxeles y softwares, la fotografía se ha convertido en una herramienta poliédrica pues es instrumento y producto (es la toma y la foto positivada o visionada en el entorno digital), es proceso productivo y artículo (y, sobre todo y por encima de todo, es mercancía que circula de forma fluida generando pingües beneficios económicos y reportando no menos importantes réditos sociopolíticos). Bourdieu estudió en los años 60 la relevancia social del acto fotográfico para el hombre medio (2003) Nosotros debemos repensar la fotografía para el sujeto media. La fotografía tiene varios progenitores, pero sólo uno suele ser reconocido como tal, el francés Niépce que logró fijar una imagen alrededor de 1826. En 1839 la fotografía ya es una realidad técnica, pero sobre todo ya es una realidad política. En ese año la Asamblea francesa propuso y logró que el Estado francés adquiriera el invento de la fotografía y lo hiciese público (Freund: 1976; 13) Es fácil caer en la tentación de


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afirmar que la fotografía pasaba a ser un bien público, pero creemos que sería más adecuado afirmar que la fotografía se convertía en un bien de Estado, un instrumento al servicio del Estado en un abanico amplio de intereses que irían desde el más inocente, ganar puntos en esa carrera por ser la potencia más moderna, hasta el menos simple, apropiarse de una herramienta, de un instrumento y, sobre todo, de sus productos para ponerlos al servicio de los intereses de los grupos hegemónicos en su lucha por consolidar y mantener un sistema social asimétrico sustentado en un nuevo régimen. El origen divino del poder ya no era argumento válido. Ahora nacía la exigencia de un origen técnico más que humano en el contexto de un cambio evidente de mentalidades con esa orientación positivista tecnocientífica que el XIX entronizó. En 1839 la fotografía, en cuanto técnica, aún era una recién nacida, pero como instrumento de poder era ya una realidad política. Es evidente que a las clases hegemónicas les preocupaba menos asegurarse el monopolio de una industria, algo que no representaba un problema serio, que monopolizar el control sobre un procedimiento que, al igual que siglos antes le ocurriera a la perspectiva, podía ser un enemigo poderoso o un aliado inmensamente eficaz. Dicho de otra manera, a las clases hegemónicas les importaba menos la fotografía que las fotografías, menos la técnica de producción que los productos. Así, en ese año de 1839 el Estado francés se apropiaba de un mecanismo de poder más que de una técnica auxiliar, le interesaba menos el progreso que el poder porque, en el fondo, sabían perfectamente que el progreso, su progreso, era tan sólo una manifestación de su poder. Incluso en un Estado menos avanzado que el francés como era el caso del español, el valor político de la fotografía fue pronto apreciado, y así, la reina Isabel II protagonizó un fichaje propio de tiempos más galácticos. Como señala Publio López, en 1850 llegaba a España el fotógrafo inglés Clifford, siendo contratado en 1858 para acompañar a la reina en sus viajes por el país con la finalidad de “dejar testimonio gráfico de la España monumental y progresada que quería mostrarse al mundo como prueba de las excelencias de la monarquía” (López Mondéjar: 1997; 43) La mirada de Clifford puesta al servicio de una escenografía, la escenografía del poder en cuanto que constructor y dictador de sentido. Una vez más se repetía el proceso que había determinado el porvenir de la mirada moderna en el alba de la perspectiva renacentista. La fotografía se presentaba como un instrumento de alto valor estratégico que podía significar el principio de un tiempo nuevo basado, entre otras cosas, en unas nuevas relaciones sociales más justas, pero también podía contribuir, como así ha sido, a la perpetuación de los sistemas de dominación en una fase más perfeccionada, más eficaz. La fotografía, como ocurriera con la perspectiva, permitía tanto el poder de la mirada como la mirada del poder. Es evidente que fue esta última la que salió reforzada. La fotografía en cuanto que mirada del poder moderno es el primer paso de ese proceso que se extiende a lo largo del XIX y del XX a través de una serie de estadios marcados por los progresos técnicos relativos a los procesos de construcción visual primero, audiovisual poco después, de la realidad. Ese proceso sigue hoy muy vivo porque no en vano, desde finales del siglo pasado, hemos entrado en un nuevo tiempo de posibilidades para esa eterna fracasada que es la mirada moderna tal y como la hemos definido en la primera parte. En los años 40 del siglo XIX, las clases hegemónicas, instaladas ya en el poder o en camino de hacerlo, se apropian del invento determinando su sentido; medio siglo después de haber sido estatalizada, la fotografía pasa a ser, de manos de un norteamericano, George Eastman, una industria de masas. Así se cierra un círculo: si la fotografía había empezado siendo ojo público (archivos policiales, miradas escrutadoras, control visual…), con Eastman y la primera piedra del


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imperio Kodak, la fotografía pasa a ser el ojo del público. Hablo de ojos, pero pienso en miradas. Ese ojo público es, ciertamente, una mirada, la mirada del poder. El ojo del público, que podría haber sido un enjambre de miradas, deviene mirada desvitalizada, de quien contempla pasivamente la obra que otro le ofrece para su consumo, y la mirada de quien construye obras ignorante del sentido de su acto. Una de las grandes construcciones de la modernidad hegemónica es la mirada espectacular, ese ojo del público que no nace casualmente sino que es fruto de una interesada estrategia de dominación. La mirada del espectador es una mirada anulada, conformada desde fuera, desde los intereses de quienes controlan el espectáculo: quien define tu mirada te define y, por lo tanto, te posee. El control ideológico de la fotografía pasa no tanto por hurtarle a la gente el disfrute de la nueva tecnología de producción de imágenes, como por determinar el sentido de esas imágenes, conformar el sentido de los documentos fotográficos como medio suficiente para constreñir la nueva mirada que podía nacer con la fotografía. Ese control ideológico contó con los argumentos candorosos de un sector de personas ligadas directamente al desarrollo de la fotografía. Personas como Fox Talbot, el otro inventor de la fotografía, que imbuidas por el ambiente positivista lleno de ingenua veneración acrítica de la técnica y de rendición incondicional a una idea de progreso complaciente, determinaron desde el inicio al documento fotográfico situándolo en un más allá que serviría a la postre para desactivar a ese agente perturbador que, a decir de CartierBresson, es nuestro órgano visual (2003; 97). Para Fox Talbot la fotografía es el lápiz de la naturaleza. Una frase quizá expresada en tono cuasi poético y, sin duda, imbuida de ese candor tecnocientífico que acompaña a la Modernidad, pero que a la postre se convirtió en fundamento del control ideológico de la fotografía. La afirmación anterior contribuyó a naturalizar los procesos ligados al acto fotográfico. Así, una fotografía pasa a ser un acto pasivo en el que intervienen fenómenos naturales (la luz y los agentes químicos fotosensibles) que, como todo lo natural, no obedecen a interés alguno. Triunfo de la objetividad. Una fotografía es tan sólo (un tan sólo que es un sobre todo) una reproducción fría, objetiva, por lo tanto incuestionable, de la realidad. Lo que la cámara capta es y no puede no ser. Lo que la cámara capta, visto con el paso del tiempo, fue y no puede no haber sido. La fotografía es un testigo irrecusable e incuestionable. Ontología pura, ideología plena. Los documentos fotográficos son reproducciones, término en el que el prefijo re carga con la operación de conformación ideológica de su sentido. Naturalizar el acto fotográfico significa hurtar de manera harto eficaz la verdadera dimensión de la fotografía: una foto no es una construcción sino una reproducción; una foto no es un texto (pues todo texto entraña interpretación) sino una sencilla ilustración. Lo que ha sucedido lo está usted viendo en esas fotografías trazadas con el lápiz de la naturaleza. El objetivo, ojo mecánico, invisibiliza al ojo humano que está al otro lado del visor. Si nos remitimos a las relaciones entre fotografía e historia, podemos apreciar cómo inmediatamente el historicismo más dogmático se apropió de la fotografía tal y como señaló Kracauer en su obra de 1927, “La fotografía” (About y Chéroux. 2001: 10-11) recordándonos que Daguerre, pionero de la fotografía, fue contemporáneo de von Ranke jefe de filas del historicismo. No ha de extrañarnos esta vinculación entre la historia entendida como saber disciplinado al servicio de la construcción de las diversas identidades que articulan los sistemas de dominación (desde la identidad nacional hasta la justificación del poder y de sus actos) y la fotografía entendida como prueba de historia. La historia monumental gusta de presentarse como un saber que se limita a relatar los hechos tal cual sucedieron (naturalización del saber). La fotografía es vendida como testimonio registrado por un


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objetivo. Entre ambas se daba un maridaje perfecto. Una operación de importante valor estratégico: quien controla el proceso de producción de fotografías y el proceso de difusión de las mismas, controla ni más ni menos que la herramienta que inaugura un nuevo modo de producción de la realidad, dimensión última y máxima en los procesos de dominación. Quien define la realidad y logra imponer esta definición como un axioma incuestionable define y controla a esas miradas receptoras que, así, van a ser simples lectoras, pero nunca intérpretes de esa serie de documentos presentados como testimonios fieles, los más fieles de todos los testimonios porque en su producción, nos dicen, lo humano es accesorio. Esta operación se completa en un nuevo paso: controlado el documento es preciso, ahora, para no dejar cabos sueltos, conformar la mirada de los receptores y como la fotografía desemboca pronto en una industria dirigida al consumo de masas la construcción de la mirada de los receptores pasa por tener presente que estos, en algún momento de sus vidas, serán también productores de realidades fotografiadas. De la misma manera que en la teoría marxista el proceso industrial ha de contar con la necesaria alienación del obrero, aquí también se precisa la alienación del fotógrafo ocasional que, para bien de la industria, se desea habite en el mayor número posible de familias. ¿En qué consiste esta alienación? Siguiendo el análisis realizado por Bourdieu y sus colaboradores podríamos decir que esta alienación tiene su elemento medular en la invisibilización del “excedente de significación que revela (toda fotografía), en la medida en que participa de la simbólica de una época, de una clase o de un grupo artístico” (Bourdieu. 2003 PÁG. 44). Estamos hablando de otra plusvalía situada no en el ámbito de lo económico sino en el más importante espacio del saber sobre. Digámoslo ya, el valor del documento fotográfico, su potencionalidad trasgresora, su fuerza en cuanto que dialéctica negativa, reside en ese plusvalor que pasa desapercibido al sujeto medio cuando toma su cámara para ilustrar un acontecimiento de su vida y que, siendo incapaz de percibirlo entonces, ni siquiera se plantea buscarlo en las fotografías que los otros le ofrecen para su contemplación. Mirada conformada, mirada limitada a ver sin desear rebuscar en la trastienda de lo visto. Mirada mutilada ésa que se deleita en la superficie de las fotos con una mezcla de curiosidad sin deseo y nostalgia. Anulación del sentido. Apropiación del significado. La fotografía se marchita como simple reproducción, copia, mímesis. Esta mirada alienada la podemos rastrear no muy lejos de nosotros mismos y de los entornos en los que nos movemos, pues a pesar de los años, de los progresos técnicos y del avance de una cierta sospecha, esta mirada sigue dominando el panorama del hombre-media. Benjamin nos advertía en los años 30 del XX sobre los analfabetos del futuro, aquellos que ignoraran la fotografía y, sobre todo, quienes fueran incapaces de saber qué estaban haciendo cuando tomaban una foto: “¿Pero es que no es menos analfabeto un fotógrafo que no sabe leer sus propias imágenes? ¿No se convertirá la leyenda en uno de los componentes esenciales de las fotos?” (Benjamin. 1973: 82). La leyenda, el pie de foto, el contexto verbal que envuelve a la foto entendida como ilustración y la reduce a una mera funcionalidad sin finalidad. Apenas medio siglo después, Virilio convertía la advertencia del pensador alemán en diagnóstico de una grave enfermedad: en el tiempo de las imágenes sobreabundan los analfabetos y disléxicos de la mirada (Virilio: 1989; 19) En Adiós a Berlín, Ch. Isherwood, pone en la voz del narrador estas palabras: “Yo soy como una cámara con el obturador abierto, pasiva, minuciosa, incapaz de pensar. Capto la imagen del hombre que se afeita en la ventana de enfrente y la de la mujer en kimono, lavándose la cabeza. Habrá que revelarlas algún día, fijarlas cuidadosamente en el papel” (1986; 9). La negrita, por supuesto, es nuestra y en ella no sólo se revela la ideología dominante sobre el sentido de la fotografía sino, sobre todo, cómo esa


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ideología ha colonizado la mirada de la gente para convertirla en mirada discapacitada porque quien piensa así no es capaz de escapar de la idea de reproducción para situarse en la de construcción, no salta desde la fría ilustración al argumento elaborado. Asombra, sin duda, que ya camino del segundo centenario de la fotografía todavía haya personas, incluso algunas de ellas formadas en el pensamiento crítico, que sostengan con rotundidad que una fotografía nunca podrá ser un argumento. Triunfo del sistema. Debacle de la mirada en un tiempo en el que, recordemos lo afirmado en la primera parte de este escrito, el mundo es su imagen. Esa plusvalía de saber que nos es sustraída con nuestra inconsciente complicidad confirma, reafirma, unas relaciones asimétricas de poder en las que lo peor de todo es que el analfabeto no sabe que lo es, sino que piensa todo lo contrario. Y así se viene hablando de cultura de la imagen en un tiempo de analfabetos. Si tuviéramos que señalar un hito en este desplazamiento del sentido de la fotografía hacia un más allá que la aleja del control humano y la sitúa en el reino de las esencias incuestionadas por incuestionables, este hito podría ser resumido sin duda en el slogan publicitario con el que en 1888-89 Eastman se lanzó a la conquista del mercado de masas para sus productos Kodak. Un slogan que es más que un reclamo publicitario y que condensa el núcleo medular de la conformación de la mirada de masas en la era de la reproductibilidad mecánica de las imágenes: “Usted apriete el botón, nosotros haremos el resto”. Hubo otros reclamos publicitarios, como por ejemplo “cualquiera que sea capaz de tocar un timbre y de hacer girar una llave en la cerradura es capaz también de sacar fotos con este aparato” ( J.C. Lemagny y A. Rouillé. 1988: 80), pero es sin duda el de Kodak el que con más cinismo reproduce el proceso de alienación de la mirada en los tiempos de la fotografía. Usted no debe hacer otra cosa que apretar un botón. Genial. Ni siquiera se habla de mirar a través de un visor, lógico porque de hacerlo estaríamos abriendo paso a una consideración indeseada de la fotografía como sistema de encuadre y, por lo tanto, construcción más que representación de la realidad. Usted apriete un botón y luego despreocúpese: nosotros le haremos el resto. Nosotros, tal vez el pronombre más cínico y peligroso de todos los pronombres. Una primera persona del plural que parece incluirnos, por proximidad, y que, al contrario, nos excluye. El más allá del documento fotográfico es ese lugar donde reside ese nosotros que nos evita las preocupaciones de tener que pensar. Ellos se encargan de todo. Nuestra mirada ha sido colonizada definitivamente y todos los avatares tecnológicos, económicos y sociopolíticos del siglo XX no han hecho sino profundizar en esa alienación que nos aboca a una confusión dramática. Desde que la fotografía deja de ser un embrión de la tecno-ciencia moderna otros miran por nosotros para escenografiar lo visible identificado con lo real y forzarnos a un nuevo credo: “así son las cosas y así se las hemos mostrado”. Una ilustración es, ante todo, un santo. Desde la perspectiva de las CC.SS., la fotografía ha contribuido de manera eficaz a consolidar una cultura del acontecimiento. Fragmentación total y totalizadora que imposibilita análisis genealógicos, que desactiva el pensamiento situado y consolida el triunfo de esa historia monumental y anticuaria contra la que arremetía Nietzsche (1999). Todo se consume en un instante cuando los instantes, lo sabemos bien, son la ruina del pensar históricamente. El mundo de la vida, ese que atañe al pensamiento social, se cosifica al ser reducido a sus fragmentos. Esto es especialmente importante desde el momento en que, a finales de la década de los 80 del XIX, la fotografía se incorpora a la prensa. “El principio según el cual un acontecimiento, para convertirse en histórico, debe existir en el instante ha sido introducido por la fotografía” (V. Lavoie:


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sin fecha; 202-203) se consolida cuando las fotos son incorporadas a los medios de comunicación escritos. Justamente esto, la exaltación o la rendición completa a la idea de instante asociada a hecho histórico aséptico, es lo que hace que la fotografía devenga memoria vacua, espectáculo desorientador, compendio ilustrado de acontecimientos a los que se les ha hurtado el sentido. El gran peligro de esta consideración de la fotografía como ilustración instantánea de un hecho sin juicio sigue vigente hoy cuando un mercado como el de la nostalgia, mercado que siempre ha existido pero que se renueva en sus formas y en sus mercancías para satisfacer una demanda creada artificialmente, atraviesa por sus mejores momentos y así, muchas de las publicaciones que están desembarcando en las librerías con la etiqueta de fotohistorias se extravían “en una (simplona) historia ilustrada de imágenes del pasado” (Vega: sin fecha; 82). En este sentido viene bien recordar lo que señala M. Joly (2003; 212) al detenerse a considerar la relación entre imagen y memoria. La autora nos urge a tomar partido por “considerar la imagen bien como conformación de la memoria, bien como contenido de la memoria”. Es evidente que la doxa dominante postula e impone lo segundo y así es como la mayoría de las personas viven en su relación con los documentos fotográficos. Podríamos seguir perfilando ese más allá en el que, desde su origen, la mirada del poder a través de sus instituciones y saberes ha colocado a la fotografía para reducir su potencial emancipador, pero para los fines de este proyecto creemos suficiente con lo expuesto. Es cierto, se nos puede decir, que el territorio de la creación fotográfica es enorme y que desde el mismo siglo XIX hay constancia de actos fotográficos que se sitúan del lado de las miradas críticas, como cuestionamientos abiertos y, en cierta manera, desafíos a los marcos sociales impuestos por los grupos hegemónicos. Está, por ejemplo, la obra de Lewis S. Hine poniendo al descubierto las miserias de la sociedad capitalista norteamericana a principios del XX o, en la misma línea, la tal vez menos conocida obra fotográfica y narrativa de Jacob A. Riis sobre Cómo vive la otra mitad (2004) que proyecta una mirada entre el humanismo reformista y la crítica social sobre ese mismo panorama, el mundo norteamericano a caballo entre el XIX y el XX. Nadie puede negar el papel realizado por fotógrafos como R. Capa, W. Evans, D. Lange, Salgado… cuyas miradas se han centrado en desvelar esa realidad que la mano invisible crea y que la mirada invisible nos hurta. Quizás su postura pueda quedar reflejada en las palabras de otro de los grandes del reportaje, McCullin, cuando señalaba que él fue de los que creyeron que con sus miradas podrían transformar el mundo, pero que con el paso del tiempo, al constatar el fracaso de ese deseo, se consolaba pensando que, tal vez, algunas de sus fotos habrían logrado transformar críticamente algunas conciencias. Sería injusto por nuestra parte, además de carente de rigor, ignorar que sí existe una mirada fotográfica situada, comprometida, crítica, pero su escaso éxito nos debe llevar a una última reflexión sobre las estrategias del poder para anular todo aquello que pueda cuestionarlo seriamente. En el terreno visual, y con los matices necesarios, la censura ha alcanzado el grado máximo de eficacia. Cierto que se han prohibido algunas fotos, que se encarcela a reporteros gráficos y que cuando son especialmente molestos para el poder se les asesina, pero no es menos cierto que a diferencia de lo ocurrido en otros territorios, como el verbal, no ha existido una censura férrea, directa, un Índice de obras prohibidas, y si no ha existido no es por respeto a las libertades, sino porque la labor censora se realizaba en otra parte. Si uno puede interferir, controlar, conformar los significados, no preocupa demasiado la circulación libre de los significantes. No hablamos tanto de autocensura por parte de los fotógrafos, como de una censura que se asienta en la incapacidad (o discapacidad) de los receptores que agotan el sentido de una


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imagen en su superficie, en un impacto emocional instantáneo, en un paseo despreocupado por el paisaje denotativo de esa foto entendida como simple instantánea. Mientras se esté seguro de que la mirada del público no va a adentrarse en los entresijos de cada fotografía, no importa cuántas fotografías puedan mostrarse. El más allá de la fotografía es el triunfo de una mirada hegemónica, excluyente que construye la realidad y elabora una retórica de la imagen que se ha traducido entre otras añagazas en ese lugar común de sobra conocido: una imagen vale más que mil palabras. El triunfo de esta retórica visual que da vida a las miradas (electro)domesticadas alcanza incluso a intelectuales de sobrado valor como Barthes que, queriéndolo o no, cifran el valor de la fotografía en su “fuerza constativa” (1990) haciendo que su poder resida más en la autentificación que en la construcción. Como señala Tagg, la fotografía no es prueba de historia, es historia (Tagg: 2005; 87) Ahondar en el sentido de esta frase, vivificarla, es uno de los elementos para empezar a dar vida a una educación crítica de la mirada que se libere de la pasividad consumista del espectador para instalarse en el rigor exigente del intérprete. El más acá del documento fotográfico. En el texto de Tagg encontramos las líneas maestras de ese más acá que ha de fundamentar la verdadera mirada moderna. Como primer principio, el ya señalado en el párrafo anterior: “las fotografías no son <<prueba>> de la historia; ellas mismas son lo histórico” (2005: 87). Idea fuerza que surge de otra recogida también por este autor: “la fotografía como medio carece de significado fuera de sus especificaciones históricas. (…) La fotografía como tal carece de identidad”, su identidad es hija “de las instituciones y de los agentes que la definen y la ponen en funcionamiento” (2005: 85) Un análisis genealógico como el practicado por el autor inglés no pasa por alto la coincidencia entre el desarrollo de la técnica fotográfica y el de las instituciones modernas construidas por los nuevos detentadores del poder para gestionar, de manera más eficaz, el control, la vigilancia, la clasificación de los siempre súbditos. Derivado de todo lo anterior, Tagg apunta un nuevo perfil para conseguir redituar al documento fotográfico en ese más acá que nos permita defender nuestra soberanía en un mundo que es su imagen: “Su historia (la de la fotografía) no tiene unidad. Es un revoloteo por un campo de espacios institucionales. Lo que debemos estudiar es ese campo, no la fotografía como tal” (2005: 85) No es necesario señalar que las palabras de Tagg deben ser interpretadas en la línea de no darle una relevancia exclusiva y excluyente al poder de la mirada, no debemos rendirnos a un inexistente y absoluto poder de la fotografía (y de todas los demás modos de producción mecánica de imágenes), pues el verdadero poder de ésta no es otro que la mirada del poder, ese poder que siempre se define como dominación. Es esto lo que debe ocuparnos desde los espacios del pensamiento crítico. Es esto lo que debe movilizarnos desde la perspectiva de la didáctica crítica. Impulsar una educación que nos habilite como sujetos en el mundo moderno implica, como venimos apuntando, consolidar por fin esa mirada crítica, insobornable, lúcida; mirada situada en lugar de las actuales miradas sitiadas. Una mirada, en fin, que posibilite una cultura de la imagen que merezca ser denominada así. Mirada anidada en una cultura que sólo lo es cuando se erige desde la sospecha, piedra angular de una inteligencia puesta al servicio, medio y no fin, de unos valores claros e innegociables, los valores que se definen, siempre, desde la perspectiva de un mundo tejido en juegos de relaciones simétricas.


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3. MIRADAS CONTRAHEGEMÓNICAS Situándonos en la esfera del pensamiento crítico (¿puede el pensamiento no ser crítico?) entendemos que trabajar por una educación de la mirada es un imperativo siempre que no reduzcamos esa educación a un ramplón aprendizaje instrumental. En la tarea de recuperar las antiguas y frustradas ilusiones del proyecto moderno tal y como quería Horkheimer, la forja de sujetos soberanos, situados en su mundo como intérpretes insobornables exige repensar el papel de la imagen desde las coordenadas de miradas críticas que sean capaces de articular las respuestas necesarias a los actos de poder. Una vez más es Tagg el que articula el argumento cardinal para entender las relaciones de poder en el mundo moderno: “Debemos, de una vez por todas, dejar de describir los efectos del poder en términos negativos como exclusión, represión, censura, ocultación, erradicación. De hecho el poder produce. Produce realidad. Produce ámbitos de objetos, instituciones de lenguaje, rituales de verdad.” (2005: 115) Si aceptamos esta argumentación, que no esconde su filiación con el pensamiento foucaultiano, el sujeto que deseamos debe ser capaz de articular un discurso que sea a la vez réplica impugnadora de esos rituales de verdad (nos derrotan a fuerza de reducirnos a la credulidad como norma de vida) y argumento radical de un proyecto regido por la lógica de la innegociable simetría en el juego de las relaciones sociales. Ese sujeto, insistimos de nuevo, no puede serlo si no es capaz de desear y proyectar miradas situadas, críticas, antihegemónicas. La labor que aguarda a quienes emprendan el camino de una educación crítica de la mirada no es fácil, hay demasiadas rutinas consolidadas que tenemos que derribar para escapar de la impotencia. Tal vez, lo más complicado de la tarea que proponemos es que ese hombre medio del que hablaba Bourdieu, esa persona mediatizada de la que hablamos nosotros, sea consciente de la trampa que se esconde en el usted limítese a apretar un botón y déjenos a nosotros el resto. No es tarea sencilla desvelar la perversa intención que circula por las venas de esa frase. Como no lo es movilizar la reacción necesaria cuando nos dicen que lo que está sucediendo lo estamos viendo o que así son las cosas y así se las hemos contado. El sujeto moderno es aquél que sabe que esa conjunción copulativa es un velo que oculta un porqué que es dicho, pero no pronunciado. Ni siquiera es sencillo convencer a quienes, no lo olvidemos, no sólo consumen fotografías sino que también hacen fotografías de que cada una de ellas se construye desde un visor, pero en un ojo que mira. La naturaleza no sabe escribir, ni representarse icónicamente. Urge enfrentar a la idea de una mirada naturalizada (o mecanicista) el argumento de una mirada histórica, que no historicista, y por lo tanto una mirada que es un producto social. Teresa Siza afirma: “En la mirada habitan otros clandestinos, formales, históricos, ideológicos, sociales…” (Siza: sin fecha: 122) Clandestinos, luego oficialmente inexistentes, invisibles. Una educación crítica de la mirada tiene como horizonte hacer visibles a esos clandestinos y situarlos en el centro de la reflexión sobre el significado y sentido de las imágenes. Sólo de esta manera podremos sostener con rotundidad las palabras de Boris Kossoy: “Ya no hay lugar para las imágenes desconectadas de sus condiciones de producción” (Sin fecha: 104). O lo que es lo mismo, como reclama Tagg (2005: 52), sobre todo podremos “cuestionar la naturalidad del retrato (de cualquier foto sea del género que sea) y sondear la obviedad de cada imagen”. De esta forma el espectador que somos podrá mutarse en el intérprete que hemos de ser para, definitivamente, sentar las bases de una cultura crítica.


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El hecho de que ya no haya lugar para imágenes desconectadas de sus condiciones de producción nos remite al urgente análisis que se ha de producir en las CC.SS. El espacio de la imagen en la escuela ha sido y es, desde que Comenius introdujera su valor pedagógico en el siglo XVII, un invariante donde las imágenes son definidas como simples ilustraciones con una doble finalidad: entretener (aliviar el texto sobre todo en aquellos tramos de edad más infantiles o infantilizados) y, de paso, transmitir contenidos subyacentes en discursos no visibles en los que, las más de las veces, el docente no repara, pero el educando, más párvulo que nunca, sí, aunque de una manera totalmente descontextualizada que lo deja inerme ante eso que deglute sin poder ponerlo en cuestión. Es cierto que con el correr del tiempo las imágenes en los manuales dejan de llamarse ilustraciones para recibir el nombre de documentos (con su equipaje de preguntas como instrucciones de obligado cumplimiento en la lectura, que no interpretación, de su contenido); pero siguen siendo documentos anclados en ese más allá que los mantiene como estrategias de control más que oportunidades de conocimiento. Una didáctica crítica no puede pasar de largo sin proyectar la luz del juicio crítico sobre tantos clandestinos que habitan en los manuales escolares, sin desvelar la instrumentalización de la foto en la prensa y en el día a día de la vida institucionalizada (foto e identidad; foto y registro; registro como control en el sentido foucaultiano) Es aquí donde un cuestionamiento radical del ser de la fotografía nos abre a horizontes hermanados con el proyecto moderno, empezando por asumir que “la fotografía vendría a ser la manera en que, utilizando recursos y procedimientos propios, el hombre traduce su visión del mundo o, en otras palabras, la manera en que el mundo es expresado en términos fotográficos”, (C. Vega: sin fecha; 79). Construcción simbólica de la realidad desde una situación que no se resume tan sólo en los elementos técnicos y espaciales que conforman la toma, sino que, sobre todo, se asume como una producción intencional, manipulación de lo visible para dar cuerpo a argumentos, doctrinas, valores…, a esa retórica de la verdad donde la prestidigitación vive tan cómoda. La fotografía como mirada situada nos posibilita, desde la didáctica crítica, trabajar en una multiplicidad de líneas, pero queremos resaltar ahora sólo dos de ellas. Repensar la fotografía desde su condición de texto social y socialmente producido nos permite impugnar tanto la cultura del fragmento como las didácticas de la certeza, dos de los aparatos que el sistema produce en la escuela como institución encargada de la reproducción de las obediencias debidas. Contra la cultura del fragmento: toda fotografía no es nada si se resume y agota en el instante inhumano del tiempo fotográfico (el tiempo de obturación no encaja en la escala vivencial de lo humano). Dice J. Berger: “el significado del instante fotografiado está reclamando ya minutos, semanas, años.” (Berger y Mohr. 1997: 103); el sentido de una imagen es histórico porque moviliza un antes y un después de ese instante que ha quedado fijado en la placa o en el papel o en los píxeles. Toda imagen fotográfica reclama genealogía, nos impele a alejarnos de la nostalgia, del coleccionismo de recuerdos. Si la historia es memoria conformada, construida, la fotografía evidencia de manera harto elocuente este proceso. No se trata de que nuestro alumnado se dedique ahora a buscar fotografías como quien colecciona cromos; se trata de que, y empezando por la memoria de su propia familia, descubra que la memoria histórica es un constructo intencional hecho de afirmaciones, medias verdades y silencios. Contra la cultura de la certeza. Bien sabemos que la escuela tiene entre sus misiones consolidar una cultura de la certeza que excluye por peligrosas para la conformación de


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seres obedientes la duda y que regula jerárquicamente la oportunidad y posibilidad de las preguntas. Una mirada antihegemónica es, ante todo, una mirada que inquiere, que cuestiona, que sabe que el valor está en las preguntas y no en las respuestas. Una de las dudas que asalta al alumnado cuando se les plantea un trabajo de investigación que profundice en las voces de las fotografías es cómo saber cuándo una fotografía tiene verdadero interés. La respuesta: cuando esa fotografía te sugiera mil y una preguntas. La fotógrafa Diane Arbus decía, con razón, que una fotografía es un secreto acerca de un secreto, cuanto más te dice menos sabes. El fotógrafo Kértèsz, a su vez, afirmaba que para él la cámara era el instrumento con el que intentaba construir el sentido del mundo que le rodeaba. Ambas afirmaciones no son antinómicas sino complementarias. Frente a ese lugar común insano de que toda imagen vale más que mil palabras, oponer la exigencia de que una fotografía exige mil preguntas, mil y un relatos. Fotografía y verdad. El beso de Judas, así titula el fotógrafo Joan Fontcuberta (1997) un hermoso libro que nos proporciona una enorme cantidad de pistas para construir, desde la reflexión sobre los documentos fotográficos, esa ineludible cultura de la sospecha que es la única opción válida para demoler la interesada, por su contribución al sometimiento y a la desvitalización del saber, cultura de la certeza tan instalada en el discurso académico disciplinado y disciplinatorio. Una cultura de la sospecha que, tendremos que subrayar, no tiene nada que ver con esa presunta cultura de la desconfianza tan presente en todo cuanto se relaciona con la imagen y su capacidad evidente para producir mentiras (“La fotografía no miente, pero los mentirosos hacen fotografías” gustaba de decir Lewis S. Hine) La desconfianza no presupone sospecha. La sospecha moviliza la mirada crítica. La otra, simplemente, nos hace fruncir el ceño. Dos ideas fuerza extraídas de la obra de Fontcuberta: a) la fotografía miente siempre, miente por instinto, miente porque su naturaleza no le permite hacer otra cosa. Pero lo importante no es esa mentira inevitable. Lo importante es cómo la usa el fotógrafo, a qué intenciones sirve” (Fontcuberta: 20003: 15). En este sentido, el análisis que debemos ponderar es aquel que entiende que toda fotografía supone, como apuntara Berger, una compleja trama de intenciones: la del fotógrafo, la de lo fotografiado, la de quienes usan esa foto, la de quienes ven y miran esa foto. b) Toda fotografía no puede evitar ser una manipulación desde el principio mismo del acto fotográfico (el encuadre) y, por lo tanto, “La manipulación está exenta per se de valor moral. Lo que sí está sujeto al juicio moral son los criterios o las intenciones que se aplican a la manipulación” (Fontcuberta: 20003: 154). Hablamos de sospecha, pero no de esa susceptibilidad enfermiza de algunos sectores intelectuales que anhelan proyectos anithegemónicos y que se reduce a fomentar un escepticismo que en ocasiones adquiere, tal vez sin pretenderlo, los tintes de una iconoclastia de nuevo-viejo cuño. El escepticismo sólo adquiere sentido cuando se despoja de presunciones y prejuicios que lo abocan a una absurda paranoia incapacitante, y se convierte en el motor de “un interrogante sobre nuestra propia práctica de la imagen, sobre lo que hacemos con ella, más que lo que, se supone, nos puede hacer a nosotros” (Joly: 2003; 142). El sujeto-intérprete es alguien dotado de soberanía sobre los juicios que él construye y sobre los juicios que sobre él proyectan otros. Resituar el documento fotográfico, repensarlo desde su condición de texto, de conocimiento sobre, de poder. Y todo para afirmar que nuestra relación con las imágenes sólo tiene sentido desde un “luchar contra la evidencia del enseñado mediático en beneficio del sugerido, sin el cual no existe ninguna interpretación, o mínima en todo caso,...” (Joly: 2003; 98). Miradas contrahegmónicas que sean capaces de cuestionar con rigor y sin miedo los regimenes de sentido que permiten consolidar la


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estructura social en su estadio asimétrico. La mirada contrahegemónica penetra en las imágenes para hacer la luz en esos cuartos oscuros, trastiendas del sentido, donde se construyen las estrategias de dominación y control que son vehiculadas por todas esas imágenes que nos interpelan vedándonos la potencialidad de ser nosotros los que les inquiramos. Escribía Manuel Ribas en una de sus novelas, La mano del inmigrante: La protagonista es la mirada. Sí. Un mundo de ojos constituidos en órganos de la conciencia, en incómodos para la lógica de los prestidigitadores. En la sociedad del espectáculo sólo ese ojo incisivo tiene alguna oportunidad. Quisiera cerrar este texto con unas palabras de Adorno en su Dialéctica Negativa: “Desmontar los sistemas y el sistema no es un acto de gnoselogía formal. Sólo en los detalles debe ser buscado lo que antaño quiso poner en ellos el sistema” (Adorno. 1992: 40) Si a lo largo del texto que os presentamos alguien ha pensado que nos movíamos en un terreno, las miradas, poco sustancial, tal vez estas palabras del filósofo alemán nos ayuden a explicar mejor el sentido último de las nuestras. 4. NOTAS BIBLIOGRÁFICAS ABOUT, Ilsen y CHÉROUX, Clément. L`historie par la photographie. En Études Photographiques. Société Française de Photographie. Nº 10. Noviembre 2001. ADORNO, Th. y HORKHEIMER, M. Dialéctica de la Ilustración. Editorial Trotta. Madrid 1994. ADORNO, Th. Dialéctica negativa. Editorial Taurus. Madrid 1992. BARTHES, R. La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Paidós Comunicación. Barcelona 1990 BENJAMIN, Walter. Pequeña historia de la fotografía. En Discursos Interrumpidos. I Editorial Taurus. Madrid 1973 (Existe una edición previa en Sobre la Fotografía. Editorial Pre-Textos. Valencia 2004) BERGER, J. y MOHR, J. Otra manera de contar. Editorial Mestizo. Murcia 1997. BOURDIEU, P. Un arte medio. Editorial Gustavo Gili. Barcelona 2003. CARTIER-BRESSON, H. Fotografiar del natural. Editorial Gustavo Gili. Barcelona. 2003. CASTILLA DEL PINO, C. Dialéctica de la persona. Dialéctica de la situación. Ediciones de Bolsillo. Ediciones Península. Barcelona. 19785. DE LILLO, Don. Submundo. Editorial Círculo de Lectores. Barcelona 2005. FONTCUBERTA, J. El beso de Judas. Fotografía y verdad. Editorial Gustavo Gili. Barcelona. 20033.


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