Aerostático Grotesco 3

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TODO EL MUNDO SE MUERE MENOS YO

Era bajito y calvo y me señaló y me dijo: ―¡Tú! ―le miré con desprecio―. ¡Sí, tú! ―¿Qué? ―¿Conoces a Marcel Duchamp? Estábamos en la cola de la panadería del Carrefour y dijo eso. Así que me dejó bastante descolocado. ―¿Qué? ―dije. ―Marcel Duchamp. DUCHAMP. El artista, francés. ―¿Qué pasa con Duchamp? ―Vive conmigo ―dijo―. Es mi compañero de piso. Miré atrás por si alguien nos estaba mirando. ―¿Me tomas el pelo? ―le pregunté, mascullando. ―No. No. Te lo juro. No. ―¿Quieres que nos peguemos? ―le dije. ―No. ―Vamos fuera, imbécil ―le dije. ―Vale. Vamos fuera y te lo enseño. Vivo aquí al lado. ―No, vamos a ir fuera ―le corregí―, y te voy a partir la boca, subnormal. ―Vale. Así que salimos fuera, dejando atrás el carro de la compra, fuimos a un callejón de cerca, me dijo que no me tomaba el pelo, que me había visto con pinta de intelectual, y sólo quería compartir conmigo aquel insólito episodio de su vida en el cual había irrumpido el artista francés Marcel Duchamp. Y rogó y suplicó que le creyera, al fin y al cabo no parecía en absoluto un gilipollas altanero, era bajito y calvo y debería estar diciendo la verdad por la manera en que me miraba, y la gente así de desgraciada no suele mentir, o más bien, no suele saber mentir. Además, lo describió con una minuciosidad pasmosa hasta unos detalles que desconocía absolutamente. Bueno, subimos a su casa, en un edificio de mierda en Lavapiés y él siguió verborreando hasta la saciedad sobre Duchamp, sobre que nunca baja la basura. Por lo visto había pintado los cristales de las ventanas y ahora eran “los grandes vidrios”.


Estaba profundamente hastiado por su compañía porque resulta que había hecho instalarse un orinal en lugar del lavabo y el calvo decía una y otra vez que qué asco, qué horror de cambio, que no podía lavarse las manos ya porque sentía el olor a orín en el jabón. Y entramos en la casa por fin, yo ya estaba que me crispaban los nervios, no sé, era un miércoles a la mañana, jamás habría esperado ningún suceso del estilo para una mañana de un miércoles mientras hacía la compra en el Carrefour. Me hizo pasar al salón y había un hombre de espaldas, jugando a un videojuego (¿la Play Station? ¿Xbox? No entiendo de eso), yo pensé que era obvio, el descubrimiento de los videojuegos para esta gente habría sido un desfase. Pero de repente se giró y apareció un tipo asqueroso, lo más lejos que se pueda estar de Duchamp en esta vida era aquel tío horrendo con labio leporino y los ojos negros sobre un rostro manchado. Los dientes eran sucios y afilados. Sonrió, yo pregunté: ―¿Qué? Y él se leyó algo en la mano y me dijo: ―”Todo el mundo se muere menos yo”. Y luego todo se hizo dolorosamente negro y lo siguiente que recuerdo es despertar en un descampado en mitad de lo que luego descubrí que era Sanchinarro. Me dolían hasta las astillas de los huesos, me costaba caminar con el pié derecho, tenía un labio partido y, por supuesto: ni cartera, ni cazadora, ni reloj, ni móvil, ni zapatos…











OTOÑO DISTÓPICO

Los árboles son ahora pesadillas. No sé ya cuándo fue la última vez que vi uno. Pero sí recuerdo la sensación. Como si fuera ayer: los pulmones se me abrieron tanto que temí que se me salieran del pecho. Podía saborear el aire con la parte de atrás de la nariz. Y cuando fui a espirar, un montón de mierda. Tuve que rasparme la garganta y escupir unos 5 lardos antes de poder tomar aire de nuevo. Recuerdo estar tumbado a la sombra del árbol, viendo la luz de la mañana colarse entre las hojas y ramas. Era precioso, y yo me sentía extasiado por la confusión. Pero ahora son pesadillas. Los árboles desaparecieron, de la noche a la mañana. Los primeros en salir a la calle aquel día y darse cuenta de todo quedaron paralizados por lo que veían. No quedaba ni un solo organismo vegetal. ¿Adónde fueron? ¿Qué tipo de mecanismo era capaz de tal locura? Al cabo de no mucho lo descubrimos. El mundo de los sueños estaba cada noche más y más plagado de vegetación, independientemente de quién estuviese soñando. Estaban por todos lados. Se habían escabullido durante la noche, fluyendo a la fase REM poco a poco, convirtiéndose en seres oníricos. Desde el primer momento fue una cuestión de supervivencia. Moriríamos sin ellos, nos asfixiaríamos. Estábamos siendo expulsados de nuestra propia existencia. Inventamos unas fábricas que los reemplazaron, pero respirar el oxígeno falso nos deterioraba. La mayoría de nosotros estamos ya decrépitos y encogidos, una sombra de lo que éramos. Y los árboles nos persiguen en sueños. Se ha vuelto su territorio, y tanto como los echamos de menos a ellos aquí, estamos de más en su nuevo hogar. No podemos dormir. Todos sufrimos ataques de ansiedad. La única pregunta que tiene sentido ahora es: ¿Nos matarán antes los sueños o la realidad?




FANTASÍA

Cuando en aquella excavación alguien dio la alarma, se hizo un silencio solemne. Cada paletada de tierra revelaba una porción más del artefacto arqueológico más singular jamás hallado. Una ligera vibración en el terreno daba la señal de que algo inusitado se estaba volcando sobre la realidad. Muy pronto hubo que detener los trabajos, pues la pieza había asumido un rol más activo en su recuperación. Como si las paladas de los peones hubieran sido los golpes precisos a una gran campana, una reverberación enronquecida se expandió por todo el ámbito. Todo el mundo se echó atrás, como dejando sitio a las nacientes formas del miedo. Con una morosidad enloquecedora, las nuevas grietas del terreno daban paso a una forma circular que emergía sin complejos. Se despegaba de las profundidades casi con pesar, como abrazando los vestigios de un contacto milenariamente repetido. Quien todavía se hallara allí, a la expectativa de estos magnos acontecimientos, pudo observar cómo una lámina adherida al objeto se descorría lentamente, generando un espacio de luz que sólo podría calificarse de tenebrosa. Y en el éxtasis del delirio, podría comprobar que esa superficie reflectante no era otra cosa que un ojo, una perturbadora irradiación ocular. Cuando la inclinación del terreno lo permitió, un segundo ojo apareció en un sector inesperado y a partir de aquí nuevos ojos hacían otro tanto, como si todos esos siglos en la oscuridad precisaran de un suplemento de visión para abarcarlo todo. Los granos y conglomerados de tierra se iban desprendiendo a una velocidad regular, alentados por el espanto de los humanos que iniciaban una firme estampida. Quien no lo hizo tuvo la fortuna de asistir al mayor de los prodigios: con el semicírculo del aparato ya en comunión con la superficie, y con todos esos ojos bien abiertos y calibrados, una cavidad que en principio parecía un golpe de negrura, se amplió de un modo que recordaba a unos labios temblorosos antes de expresarse.


Y en efecto, esa boca metalizada en una nueva carne, desgarrándose con un meticuloso espasmo azulado, articuló despacio y a un volumen insoportable: “AEROSTÁTICO GROTESCO”. A partir de ahí, todo se precipitó. El ser, o la máquina, o lo que aquello fuese, inició un cambio de ritmo hacia las alturas. Algo sonó a quebrado y fundido en el aire mientras la bola imposible salía disparada hacia el cielo, arrastrando consigo unas guirnaldas de esqueletos, unas retahílas de sombras gruñendo a discreción, unas luces de colores abombadas en los extremos del espectro, unos hechos históricos de planetas lejanos, unas agudas incongruencias revolviéndose en el plato, un farolillo chino, un deseo repetido hasta transformarse en ámbar, una bomba de relojería con la hora equivocada... Alzó el vuelo y se llevó todo eso consigo, a través de una atmósfera convertida en el sueño de los justos. Quedó un revoloteo de dibujos, de hojas esbozadas con el blanco y negro de la noche. Quedó un reguero de pistas que se seguirían con el correr de los días, con el recuerdo de un artefacto que echó a volar desde nuestras tumbas al universo abierto de las palabras.


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