SIRENALIA Javier Perucho
Ciudad de México MMXVII
Edición de autor. No venal DR © 2017 Mario Escoto por las ilustraciones Diseño Editorial: José María Escoto DR © 2017 Javier Perucho jperucho@hotmail.com Axolotitlan
ÍNDICE Inventario. Polvo y ceniza I El paseo VI II Zoofilias X Amblar XI Argonáutica XI I Duelo XIV El retorno XV A la mar sirena XVI Lamento de sirena XVIII Grabado con láser XVI II Dignidades del Lobo Hombre XX Letanía para el hijo pródigo XXII ¿Ruiseñor o hiena? XXV Marina XXVI Retrato XXVI I Señora del agua XXVII I Avistamiento en Teutoland XXXI II
En memoria de Meri Lao (1928-2017), por Las sirenas, historia de un símbolo En su viaje a la semilla, para Raúl Renán
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I NVE N TA RIO. P O LVO Y C E N I Z A . Ahora lo recuerdo. El tiempo pasa y yo con estas vasijas del recuerdo sobre los hombros como un aviso de que volvemos al polvo, más tarde seremos piedra, pero desde mucho antes ya éramos ceniza. Rememoro esta escena que sucedió en la casa de Juan José Arreola. Transcurría el noviembre invernal de 1958. Mientras pergeñaba los relatos que integrarían Punta de Plata, el Maestro reposaba en su cama. Sentado en una rústica silla de mimbre, me dictaba sin imposturas en la voz las acciones humanas, las descripciones fáunicas, los parlamentos inacabados, que luego puliría sobre las galeras que la Imprenta Universitaria le mandaba con el corrector de pruebas, un muchachito de nombre latino, Augusto, expulsado de su pueblo por un sátrapa bananero. Esos poemas en prosa que son el artificio de sus cuentos, años después los fundiría en un libro célebre, el Bestiario, donde un selvático zoológico domesticado hacía de bufón para aleccionar al torpe ser humano, tan cerca de la bestia enjaulada. Maestro, le repetí en varias ocasiones, antes de que retornaran a la imprenta las galeras, ya nos retrató en este anfibio del lodo y con aquella ave rapaz nos iluminó oscuridades del alma, pero no se olvide de la Sirena por cuyas I
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melodías el héroe de la Antigüedad titubeó en su retorno a la tierra nativa. Pero ese animal, herencia de la sal, sirve para la pura diversión en las ferias pueblerinas, me amonestaba, luego bostezaba, se estiraba en toda su esbeltez, mesaba sus rizos y volvía a dictarme otra de las estampas magníficas que integraron aquella animalia, más domesticada que fantástica, donde inspeccionaba las monstruosidades de la especie, es decir, las nuestras. Hasta que un día, luego de unos sostenidos tragos de ron Potosí y unas sabrosísimas tostadas de camarón preparadas magistralmente por su señora esposa, escuchó y atendió mi súplica. Está bien, tome nota, me dijo vaso en mano antes de sentarse en la cama, arrellanarse entre las almohadas y encabalgar la botella de ron hasta la cómoda. No, mejor me levanto, ese animal de los sargazos no se presta para la prosodia de mis relatos, pero sí se atiene a las melodías del canto, ¿está usted listo? De un envión se puso de pie y al instante me dictó las siguientes estrofas, que más tarde enviaría en correspondencia privada a Madame Lepage, una de sus amigas francesas, aunque nunca las añadió a Punta de Plata ni las arropó entre su magna obra completa por mis testarudos comentarios que le recordaban que el adelanto recibido por regalías —invertidos en saldar la renta de su modestísimo departamento, en la compra de II
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unos cuantos litros de vino, además de liquidar las deudas con el carnicero— eran para entregar un libro de cuentos, no para un cancionero. Afortunadamente nunca atendió la necedad del amanuense testarudo, por quien seguramente se sentía atosigado. Gracias a una incipiente memoria histórica, resguardé —¿o escondí de la fuerza destructiva del Maestro?— el original mecanográfico entre los cajones que tapian mi estudio, los pasillos y ya invaden la recámara. Ahora lo hago público a regañadientes, más por culpa que por desvelar inéditos extraviados, ciertamente apenado por alterar el descanso perpetuo del Maestro, pero honrado y agradecido de haber llevado a las pautas del papel el cántico marino de un fabulador de tierra adentro, en cuyas prosas el mar apenas se vislumbra. He confesado que el original del manuscrito lo guardo en mis archivos; ese viejo papel nos recuerda el paso indecible del tiempo. Ya habrá investigadores escrupulosos que lo certifiquen cuando inquieran entre los sótanos, el polvo de las bibliotecas, cuando yo haya vuelto al polvo. Una advertencia final: le facilité una fotocopia a Javier [Perucho] cuando me enteré que espigaba nuestras narrativas en busca de ese animal anfibio, entre charal y gallina, mitad ensueño y mitad hechizo, templanza y prueba del héroe. III
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Por esa culpa que se entreteje en nuestra historia personal, cedo a los lectores de Juan José esta letanía de la Sirena para honrar su memoria, tal cual me la dictó mientras allá, en medio de la calle, los automóviles marcaban el pulso citadino:
P LEGARIA DEL G RANICERO Señor nuestro, deje de llover que mis hijas sufren por sus gordas gotas de agua de lluvia harta pluvia humedece su alma ya de por sí compungida. Plugo a usted, señor de las aguas nuestras que cesen las lluvias mas si llegan sus hijas del mediodía en visita estival silbando una melodía de sirenas y tocan a la puerta y no se abre dóteles paciencia cumplen los deberes del pan no escuche los reclamos de lluvia IV
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truenos y chubascos que imploren los argonautas para cazarlas, haga caso omiso de sus ruegos. Señor nuestro de las aguas mansas piedad con las beldades marinas que trabajan sueñan y ordenan el día para llevar pan, tinto que escanciar y manjares dulces a la mesa. Ruego en su nombre paz en las nubes en el cielo sol de verano trinos, golondrinas y cálido frescor, ¿mi señor, entonces escancias el día? Arpones y flechas del argonauta las esperan en sacrificio. ¿Escancias el día, Señor nuestro de las aguas dulces?
Aclaración al calce: Ésta es la única certeza que iluminaba mis días: La Sirena no existe ni entre los sargazos. Que sea imposible, es lo realmente funesto. (JEP) V
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Posdata Un lector atentísimo del “Inventario” publicado del domingo pasado (6 de febrero, 2009), me advierte que Juan José Arreola “sí escribió sobre la Sirena” y me manda por fax el recorte del poema que sirve de obertura a Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes, de la pluma maestra del peruano José Durand, el cual trascribo a su vez para mis lectores, pues se vuelve cada vez más difícil encontrar un ejemplar de este libro en bibliotecas o librerías de viejo, ese hospicio de veteranos donde yacen, entre la oscuridad y el polvo, nuestras escrituras:
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A O CASO DE S IRENAS [Elogio y vejamen] Juan José Arreola En materia de mujeres y de pescados farsantes muchos hoy y muchos antes han sido los pareceres. Durand, el sabio que tú eres nos lo demuestras aquí… …pero una tarde te vi siguiendo sobre la arena el rastro de una sirena que se volvió manatí.
La memoria es una trampa que tiende la nostalgia, por eso no me queda más que rectificar la certeza de una añoranza: somos polvo y regresamos a las cenizas. VII
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E L PA S E O La única vez que nos escapamos de la vecindad, Cristina y yo fuimos a Tacubaya, donde nos subimos al Metro sin pagar, como no teníamos dinero sólo nos agachamos y traspasamos el torniquete. Así de sencillo. No sabíamos adónde ir, pues ni ella ni yo habíamos salido de casa ni paseado tan lejos. Sólo nos subimos al vagón, que nos llevó por las estaciones del leoncito, la gaviota y no recuerdo cuál más, ¡ah sí!, por la de los indios también pasamos. Y cuando ya era hora de volver, mientras transbordábamos, escuchamos a una mujer, Amaranta Caballero, que pregonaba su arte en medio del barullo y la pasadera de la gente. Leía un libro en voz alta, pero no recuerdo su título exacto, aunque sí el de la historia, que recitaba con una voz ennortecida que nos encandiló en medio del pasillo: VIII
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P ENELOPEANA Ese Ulises, ¿creía el inocente que cada vez que se embarcaba me iba a quedar así, sola y sin atrevimientos, sin que nadie pastara entre mis humedales? Si lo vi, cuántas veces, retozando con las nínfulas en las alcobas de palacio. ¿Habrá pensado que me sentaba en la baranda apurando el ocaso mientras tejía? Naturalmente, a mí me acompañaba en la mañana un mancebo de barba florida, quien durante las tardes ramoneaba el tiempo en el vértice de mis muslos y por las noches sin luna fisgoneaba por mis oquedades. Ay, Ulises, yo nomás penelopeaba mientras plañía tu ausencia. Al terminar la lectura, una avalancha de gente la arrastró entre su algarabía. Mientras el tumulto se la llevaba, decidimos volver a la vecindad. Después de que llegamos, escuché los gritos de Cristina y, durante la madrugada, sus sollozos por la paliza que le arregló su madre por salirse a la calle sin avisar. En mi caso, Madre me dijo, Nomás que llegue tu padre ya verás qué madriza te va a arrimar cuando le cuente que te fugaste con la Cristina. Y sí, me dio una que hasta el palo de la escoba se rompió, pero no le bastó, luego luego se quitó el cinturón y me lo dejó tan tatuado en las nalgas que no pude sentarme en mi banca de la escuela sin sentir ardor por unos días. IX
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ZOOFILIAS El pastor mima a sus cabritas entre los matorrales de la caĂąada. Yo, a mi sirena la embroco encima de los escollos musgosos mientras los bramidos del mar estallan contra las rocas apagando sus aullidos.
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AMBLAR Al mediodía la sirena llega presurosa a los bajos de la bahía para mirar el cadencioso andar de las bañistas, quienes cubren el vértice de sus muslos y la pirámide del pecho con un girón de tela. Asoma sus ojos por la espuma de las olas y se zambulle de súbito cuando un nadador se acerca a ella. Luego vuelve a emerger, emboscada entre las olas, los ojos atentos al andar de las bañistas que caminan a la vera del mar para encontrar un asiento donde reposar la planicie procelosa de sus cuerpos. Arena y sol. Brisa y olas temperadas: una lujuria para las visitantes. Un hogar sempiterno para ella. En el ocaso, cuando las fogatas de los pescadores se han extinguido, la sirena remonta las olas para dirigirse a la playa. Ahí, donde desembocan las olas y la resaca, en la fusión del torso con la cadera se adhiere una estrella de mar y, en el volcán de los senos, dos pudibundas algas anudadas a la espalda. Inmediatamente practica el andar sinuoso y amblarino de las bañistas que había contemplado desde la espuma marina a la luz del alto sol, mas su cauda, aun cuando se ejercita en demasía, siempre le atrofia el paso. Granos de arena en la comisura de los labios, ningún bañista como testigo, salvo el resplandor de la luna, la brisa y las estrellas. Un anhelo farfulla mientras se sacude la arena, Mañana, en el crepúsculo del día, me robaré sus sandalias.
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ARG ONÁUTICA Ahí nada se agitaba, ni el graznido de las gaviotas se escuchaba, tampoco el salto juguetón de los delfines. Nada salpicaba el agua marina, nada se movía, menos las olas. El mar era un apacible manto líquido donde se contemplaban las nubes en su tránsito celeste. Cuando remontamos ese horizonte marino, el tritón me entregó un carcaj con tridentes y arpones. Entonces me dijo, Ve por ella, señalando con el índice la superficie bruñida del mar. En algún lugar de este firmamento la encontrarás. Luego se zambulló en la planicie marina. Ya tenía edad para la caza, así que mi primer oficio de hombre fue atrapar una sirena, remontarla hasta una escollera, colocarla sobre las rocas para desollarla, menudear su carne y extirparle el corazón, envolverlo con sargazos, guardarlo en el carcaj y transportarlo a los aposentos de nuestro venerable rey. Nadie debía tocar el corazón de la sirena, sólo sus manos podían hacerlo. Así lo mandatan los usos y tradiciones que gobiernan nuestra tribu de cazadores marinos. Cumplida la encomienda, regresé a casa. Al entrar, por un rumor de mi madre, me enteré que el corazón de XII
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las sirenas sirve para alimentar al envejecido rey en sus noches de amor. De los fogones se lo llevan a la mesa, sofrito, salpimentado, rebanado en finos trozos ovoidales, que engulle sin masticar. Cuando termina su cena, se encierra en su alcoba nupcial, adonde le llevan una ninfa o una nereida en etapa de ninfulidad para que retoce con ella. También logré escuchar, ya en tertulia con los mayores en la caverna, que tal costumbre se remonta a la más añeja antigüedad, cuando el Rey de los Argonautas avasalló aqueste mundo de la sal. Una nereida me confió, en noche sin luna y tendidos en un remanso, que el rey las desnuda, olfatea sus muslos y lambe su trasero hasta que la baba se le escurre por las barbas, luego duerme como roca abisal. Entonces ellas, la noche libre y el tálamo inmenso, buscan a los ujieres o, cuando no están disponibles, entre ellas se regalan una noche de incendios pasionales.
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DUELO Entonces Odiseo les dijo: Sirenas, mi voz no se apaga ni mi garganta se agosta por estas tesituras de soprano. Derrengadas y afónicas, la pléyade de sirenas que lo retaron a un duelo coral arrojaron la lira. Más tarde, el Capitán festejaba su triunfo con un desafinado Do de pecho.
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EL RETORNO Ya vuelto a la patria nativa, para colmar la ausencia de Ulises, el bardo de sus encantos juveniles, la sirena se consuela escuchando una sinfonola.
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A LA MAR SIRENA Salimos de casa tomados de la mano. En susurros, me dijo: Del mar profundo vengo, al ancho mar regreso. ¿Vienes conmigo? ¡No sé nadar!, grité aterrado, No importa, me consoló, basta con que te anude a mi cauda para remontarte, Vamos pues, le dije. Desde entonces, conozco los secretos del viejo mar pirograbados en las dunas que las apacibles olas forman en el lecho marino.
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L A M E N T O D E S I RE NA ¡Ah, estos navegantes de olas procelosas! Ya nada los detiene, ni la promesa de mi canto ni las bondades de mi carne. Ni exhibiendo el escrupuloso seno o aireando mis oquedades en el farallón musgoso mientras el esplendoroso sol colorea de azul el horizonte. No fue por mi canto, tampoco por mi talla o mi silueta. El desprecio que me arrebató el embrujo de mi voz partió del lupanar edificado a la vera del mar tranquilo, por eso aúllo durante el ocaso, para implorar que se acople en mi cuerpo tendido en decúbito dorsal uno de esos marinos al término de su amor cobrado. ¡Ven, marinero, ven por mí, a navegar por este cuerpo encallado!
GRABADO C ON L Á S E R Confrontado por la sirena, incrédula de su repertorio, Odiseo la atenazó con su sinfonola. XVIII
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DIGNIDADES DEL LOB O HOMBRE En las funciones ordinarias gasta sus ropones de la Mujer Barbuda. Los viernes descuelga los ajuares de la Hija Desobediente. Sábado y domingo se calza la cola de pescado en las tres funciones vespertinas. Con ese traje de nereida me despierta el deseo ultramarino de los náufragos. Después de su último acto, voy por ella a la pista central del circo, donde chapoteó en una inmensa vitrina de agua, la saco y cargo en andas, la llevo a su camerino, la poso en su cama, desde ahí aúllo por la intensidad de mi celo alumbrado por la luz de un quinqué, rasgo su tela de escamas y la poseo sobre el tálamo como ordenan los estatutos del circo: por donde defecan los animales.
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L E TA N Í A PA R A E L HIJO PRÓDIG O Ulises el Navegante reprendió a sus marinos por indolentes. En un instante se desató del mástil y arrancó la cera que tapiaba el caracol de sus oídos para escuchar nuestro cántico fúnebre. Mientras surcaba el proceloso mar, entonábamos una letanía para el hijo pródigo que no retornará nunca más a su patria nativa. Desde la popa, escanciábamos una letanía para el Navegante en represalia por su osadía de crucificar a una sirena, arponeada en las aguas soporíferas del Mar de los Sargazos. En la cubierta del bergantín, nuestra hermana fue asperjada con sal para evitar su natural XXII
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pudrimiento ante los embates del orden marino. En una isla sin nombre, donde pararon para avituallarse, nuestra hermana fue disecada para clavetearla como trofeo en la punta de su navío. Ahí sigue, abiertos los ojos, muy abiertos, al firmamento, los brazos en cruz y la cauda marchita, descamada por el agobio de los elementos. Nosotras asaltamos la nave para vengarla. Cuando capturamos el barco, el Navegante no opuso resistencia, plegó las velas y ordenó obediencia a su tropa marinera. Fue hecho prisionero por náyades y sirenas. Ahora descansa escuchando nuestras canciones, atado de pies y manos, antes de ofrecerlo como tributo a nuestra hermana sacrificada. Mientras el desconocido e infinito mar lo espera, entonamos esta letanía:
C RUZ DEL M ÁSTIL (Paráfrasis de Ítaca, Cavafis) En tu espíritu reverberan cíclopes, lestrigones y la cólera de Poseidón azuzados contra nosotras hijas del mar de mediodía XXIII
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Tu camino será largo Nuevas serán tus mañanas del mástil crucificado por nosotras mientras el verano transita y el viento y el sol carboniza tu blanco, barbado rostro insular Tu camino será largo A ningún puerto arribaremos atrás quedó tu imperio de nácar, ámbar y ébano marfil, oro y especias Tu camino será largo Antes de llegar a tu antigua tierra nativa tú, hijo pródigo despídete de Ítaca ya nada tienes que ofrecerle Tu camino será largo la cruz del mástil te aguarda Largo será tu camino XXIV
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¿ RUI S E ÑOR O H I E NA ? Las sirenas son las musas de los narradores y los moralistas. A ciertas mujeres sí les ajusta una cauda de sirena. ¿La sirena trinaba como un ruiseñor? No, gruñía como una hiena. No era un canto, era el aullido de una bestia.
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MARINA Me dijo la última vez, antes de azotar la puerta, Voy por cigarros. Desde entonces no la volví a ver, hasta ahora que me la encontré con un chamaco entre sus brazos. Al pie de una fuente pedía unas monedas a los transeúntes, que la miraban con rencor por la cauda de sirena, le lanzaban unos centavos o la ignoraban en su paso apresurado y torpe por la cola de tela enmugrecida que arrastraba. A distancia prudente la vigilé hasta que dejó de mendigar al anochecer. Seguí sus pasos. Cuando quiso entrar a un edificio abandonado la alcancé, entonces la llamé por su nombre, Marina, pero no quiso reconocerme, la jalé del brazo para que atendiera mis reclamos, le exigí que volviera a casa, le pedí cargar a mi hijo, que cargaba en sus brazos, pero todo fue en vano. Entró y azotó el portón. Vuelvo cada día al atardecer a la fuente. La vigilo detrás de un pilar hasta que deja de limosnear y emprende su camino a casa.
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RE T R AT O Con que esto escribes de mí, zoquete: “…era una sirena en las aguas verdosas de la tina…” ¡Vete al diablo, Humbert! Jamás creí que fueras un gran escritor, pero al menos descríbeme con la simple realidad de un cuerpo desnudo sobre el lecho, que es la única estancia doméstica donde me has recorrido. Nunca en la cocina, ni en el baño, mucho menos han resonado tus pujidos en el jardín cuando me embates para sobrellevar tu monotonía. Únicamente sobre la cama te has aplicado para poseerme. ¿“Sirena”? Abrase visto semejante pelmazo.
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S E Ñ OR A DE L AG UA Después de comprar los mariscos en el Mercado de la Viga, caminé al estacionamiento, ya que la bolsa con los chiles poblanos no pesaba. Antes de llegar a donde había dejado mi taxi, una muchacha olorosa a ciénaga me preguntó si quería darle un aventón a su casa. Sopesé la solicitud antes de contestarle, pues llevaba la cartera con mi sueldo y ella no cargaba nada entre sus manos, ni siquiera el mandado de las compras, que uno supone debe llevar en ese lugar, pues a eso va uno. Fui a ese mercado por los ingredientes necesarios para preparar el guiso predilecto de mis antiguos colegas del seminario: Chiles rellenos de mariscos, circundados por una montañita de arroz blanco salpicada de chícharos. Como no había más que pensar, le dije que se subiera. El olor a manglar seguía acompañándonos, aunque no hice caso por el sitio en que me encontraba, un mercado inmenso que oferta productos marinos y, por lo demás, no aseaba muy seguido el vochito por lo que a veces olía a establo, otras a mingitorio y unas más a escupidera de cantina vieja, eso me habían dicho ciertos pasajeros. Saliendo del estacionamiento le pregunté XXIX
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dónde vivía, En cualquier lado, me contestó, Cómo, le respondí, Sí, yo me bajo donde tú me indiques, volvió a decirme. Aunque la sorpresa fue demasiada, entreveía sus caderas, las cimas de su busto, el cuello desnudo. Una falda larga y amplísima ocultaba sus piernas, que me imaginaba carnosas pues se untaban al tejido. Mientras se calentaba el motor del coche, previo quejumbroso ronroneo, me atreví a invitarla a la casa, ya que tenía tiempo antes de que llegaran mis invitados a la comida. Muy bien, respondió, pero te adelanto que soy una señora del agua y pertenezco a ella, Una qué, le pregunté sorprendido, ¡Señora del agua!, repitió en un grito contenido, pero no te preocupes, cuando lleguemos te explico, No dije nada más y seguí manejando, ya sin ronroneos ni quejidos mecánicos, pues sus cimas —piernas, cadera, senos y cuello— ondulaban en mi horizonte vespertino, ¡qué mejor pretexto para no salir con el taxi durante la noche para solventar la cuenta! El olor a marisma seguía impregnando el coche cuando llegamos a la casa. Me estacioné por ahí, cargamos las viandas y la invité a pasar. Mientras llevaba los alimentos a la cocina la convidé a que se instalara cómodamente. Aventé los comestibles sobre la barra y regresé con ella. Entonces la interrogué, ¿Qué significa eso de “Señora del agua”? Ahora vas a ver, respondió XXX
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mientras se plegaba la falda hasta la rodilla. ¡Santo Dios!, grité sorprendido al ver, más que unos muslos, una larga cauda colmada de escamas, viscosa y tornasolada. Puedes tocarla, me invitó. Enseguida quiso desabrocharse la falda pero el botón se quedó atorado en el ojal, por lo que me pidió ayuda, ¡Quítame esta chingadera! Más que solícito, impresionado por su parlamento de verdulera, circundé obedientemente su espalda, lo desatoré y la falda cayó entre sus pliegues. Pude mirar entonces unas nalgas prominentes que me alteraron el resoplido. Bruscamente me jaló los brazos, fue así como quedé pegado a su fría espalda. Al instante me di cuenta que los olores pútridos de marisma o de manglar emanaban de ella, de su cuerpo abisal. Nada me importó, acerqué mi boca a su cuello, ella ladeó su cabeza a la izquierda para que pudiera juguetear con su nuca, donde seguí olisqueándola. Entretanto, ella restregaba marinamente sus pomposas nalgas en mi bragueta. Luego, sin ningún pretexto, se dio la vuelta para empujarme de un envión. Y perentoriamente se dirigió a la recámara, donde se despojó de la blusa antes de recostarse en la cama. Desde allí me llamó, Ven, súbete, si quieres que sea tuya, tienes que ayudarme a espatular las escamas que enfundan mis muslos. Y levantaba su tronco caudal. Me subí sin pensarlo y empecé a besarla en el cuenco de su busto con XXXI
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avaricia, pero ella empujaba mi cabeza hacia el vértice de sus ancas, claro que yo cedía, no me importaba beber en esos humedales, mas no quería besos ahí, sino más abajo, entre sus aletas. Cuando llegaron, tocaron el timbre, pero no atendí el llamado de mis invitados pues seguí desprendiendo con la lengua, los labios y la barbilla las escamas que tapizaban su cauda. Entre cada desprendimiento, ella entornaba los ojos, susurraba en una lengua ultramarina y se convulsionaba como se agita un pez fuera del agua. El anhelo de unas piernas luengas y pilosas fue su perdición; la ganancia de un placer terrenal fue el mío. Como esa chamba de la descamada es un trabajo de nunca acabar, por las noches ella es mía, sólo entonces la poseo como la sapiencia humana ha consagrado. Al amanecer me entrego ladinamente a sus requerimientos, aunque previamente me adoquino la nariz con unos filtros de cigarro. Eso sí, ahora guardo la lengua para otros días, cuando desprendo las escamas adheridas a su trasero. Ella nomás lo consiente con un espasmo eléctrico que sacude su humanidad en ciernes. Ya le pregunté qué hará cuando termine de descamarla, pero me da largas, Tú síguele, me ordena, ya veremos qué otro trabajo se me ofrece.
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AVI S TA M I E N T O E N TEUTOLAND Cuando el almirante Cristóbal Colón navegaba por el apacible y tormentoso mar surcando la ruta de las especies, uno de sus pilosos marineros vislumbró en el horizonte salino un ejemplar de sirena, la especie marina que luego sería confundida en las crónicas del conquistador con el manatí, extravagante mamífero acuoso, endémico de los trópicos. Como ambos, manatí y sirena, no eran tan
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“hermosos como los pintan”, por su “forma de hombre en la cara” —dejó anotado el Almirante en su diario de navegaciones—, prosiguió en su carabela surfeando la cresta de las olas hasta arribar a unas costas ignotas, hasta unas tierras sin nombre entonces. El Descubridor estampó en su bitácora una noticia buena de la sirena en la literatura de no ficción, para seguir predicando un término ultramoderno. Un ciudadano de a pie, mientras miraba el por aquí de los anaqueles y el por allá de los pasillos de una librería berlinesa, o en la tienda de un museo, ya no me acuerdo, encontró un ejemplar de Mythos sirenen. Texte von Homer bis Dieter Wellershoff, cuyo lobo de aguas, Werner Wunderlich, rastrea y documenta la presencia de este animal endémico de la literatura en los patrimonios literarios europeos, desde el rapsoda Homero al ignoto Dieter Wellershoff, tal como reza el subtítulo, aunque no presumo de conocimientos de alemán, sino de las facilidades que otorgan las transparencias de los cognados. El hallazgo inyectó de adrenalina a este peatón, con el más que suficiente arponazo para volver a transitar por las aguadas y frías calles de Berlín, harto contento con la adquisición libresca, que luego sería presumida y aireada
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frente a los ojos del colega Lauro Zavala, compinche en las andanzas teutonas. Él pretendió más tarde eclipsar el hallazgo luciéndome sus zapatos del patorce, comprados en una tienda de objetos militares, ofertados a dos euros, pero no le funcionó, pues papel desvanece vanidad. Ni modos. Esta fina antología servirá de base documental para posteriores escolios, elaboración de hipótesis y fundamento de los requeridos prolegómenos de la sirenología, ese nuevo saber literario entrevisto en México por el peruano José Durán en Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes (México, FCE, 1983) y en España por el gallego Álvaro Cunqueiro gracias a sus colaboraciones periodísticas congregadas en Fábulas y leyendas de la mar (Barcelona, Tusquets, 1982). El índice de Mythos sirenen señala la representación de la sirena en las literaturas grecorromana, española, inglesa e italiana, acaso sabida para el más interesado, pero el acervo literario que me importa destacar aquí es su estampa gloriosa en el ámbito germánico, tal vez menos conocida para el iniciado. En esta espiga aparecen, entre otros autores con sus respectivas obras, los hermanos Grimm con “Sirene”, luego los sucede el mismísimo Goethe, de cuyo Faust se desprende “Der Tragödie Zweiter Teil” y, sin continuidad
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cronológica, pero sí temática, sobreviene Richard Wagner, por su Tannhäuser und der Sängerkrieg auf Wartburg. De igual modo, el antologador incluye a Heinrich von Kleist con la ficción breve Wassermänner und Sirenen. Sin embargo, la presencia que me pareció más sorprendente y admirable, fue la de Bertolt Brecht, pues aparte de compurgar dramas sociales y admirables lieder, escribió la narración corta Odysseus und die Sirenen, datado en 1933. Asimismo participan de este banquete, Max Horkheimer & Theodor W. Adorno con sus reflexiones sobre Odysseus oder Mythos und Aufklärung. Y para los walserianos, el especialista en medievalismos y germanística incluye de Robert Walser el cántico circadiano, Sirene, un poema de 1930, aunque desconozco si escrito previamente a su enclaustramiento y contenido desvarío, pues la fiebre walseriana aún no se me contagia, a pesar de que tengo reservada en mi mesa la lectura de sendos microgramas. Naturalmente que el sabio profesor Wunderlich atrapó con su red de pescador avezado a más narradores, poetas, dramaturgos y filósofos alemanes, pero los aludidos aquí bastarán para columbrar la persistencia del mito sirénido en el imaginario cultural alemán. Sirenenleid.
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Finalmente destaco que en el epílogo, “Die Metamorphosen der Sirenen”, se puntualizan las mutaciones de este animal prodigioso en el acervo literario europeo. Asimismo, la bibliografía recopila información en alemán, mayoritariamente, y francés sobre este cuerpo caudal de agua cuya presencia ha trasegado la invención humana desde los albores de la escritura hasta la sociedad contemporánea. Hasta aquí dejo la noticia bibliográfica disfrazada de reseña más por falta de cognados que por ganas de lectura y capacidad de entendedera. Una glosa conclusiva nada más: La sirena es una invención endémica de los patrimonios culturales: literarios, musicales y plásticos. Al fin y al cabo, la petenera canta y cuenta apoltronada en su silueta.
Werner WUNDERLICH, Mythos sirenen. Texte von Homer bis Dieter Wellershoff, Stuttgart, Reclam, 2007, 219 pp. (Reclam Taschenbuch, 20153)
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J AVIER P ERUCHO Narrador, ensayista, editor y promotor cultural, Javier Perucho es doctor en Letras por la UNAM, miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Autor de Dinosaurios de papel; Yo no canto, Ulises, cuento; La música de las sirenas; Hijos de la patria perdida; Ocaso de utopías, entre otros. Ensayos y relatos suyos han sido publicados en Argentina, Chile, Colombia, España, Estados Unidos, Francia, Italia, Perú, México y Venezuela. De narrativa breve han aparecido dos libros suyos: Enjambre de historias y Anatomía de una ilusión. Tiene en prensa El bautizo de la noche: Pedro F. Miret.
M ARIO E SCOTO Apasionado de las sirenas y artista en formación dentro de la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado "La Esmeralda" del INBA, Mario Escoto dedica su tiempo al estudio de las sirenas y su expresión visual; desde las representaciones griegas hasta su presencia en la cultura pop. Es autor del libro ilustrado Sirenas.
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Este colofón de la presente Sirenalia señala una edición de autor, que fue obsequiada en los días finales de octubre de 2017 por el escribano que compuso las historias marinas y de agua dulce que la integran para festejar una más de sus primaveras. Sigue el ejemplo de los desprendimientos autorales dispuesto por José Manuel Ortiz Soto el día de su cumpleaños. La edición consta de cincuenta ejemplares, numerados y firmados, impresos en papel cultural de 90 gr. La tipografía utilizada fue la Garamond Pro de 11.5/17.5 pts. y Dala Floda de 21/30 pts. Las ilustraciones de portada e interiores pertenecen a Mario Escoto. Edición no venal.
Sólo un lector asiduo a los pasajes sirenarios, de nombre Javier Perucho, puede apropiarse con destreza y malicia del tejido literario que implican las caudas escamosas para reinventar a un personaje ya tipificado como es la sirena: sobre ella genera nuevas atmósferas marinas y urbanas y produce más visionarios que seguirán añorando la posesión de la quimera de manera inagotable. Cada uno de los relatos aquí reunidos no sólo están agrupados por la misma protagonista, también los une una voz experta en escolleras musgosas que con un tono sabio en temas y ritmos delinea con maestría de escultor esa delgada silueta entre la mujer y el pez, entre la ficción y la realidad, entre La Odisea y el microrrelato posmoderno, entre un Ulises y un Javier. Laura Elisa Vizcaíno