JUAN CARLOS NAVARRO VOCES DE MI VIDA
JUAN CARLOS NAVARRO VOCES DE MI VIDA
Voces de mi vida ©Juan Carlos Navarro
EnRedArte Panamá, edición. Orlando Plata, corrección. William Bello, diseño. Carlos Gómez, ©Reza/Webistan/Corbis, fotografía de portada. Albacrome, impresión. Este libro fue editado en Panamá por Gómez y Gómez Asociados.
©Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, sin el consentimiento del autor. Primera edición marzo de 2014. ISBN: 978-9962-05-647-8
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Contenido Introducci贸n
Oscar
11
86
Tit谩
Archibold
14
106
Beatriz
Puleio
22
122
Nana
Meligo
32
140
Cuqui
Manuel
44
152
El Nazareno
Hermisenda
56
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Lexa
Cacique Teucama
74
174
Contenido
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Dedico este libro a Cuqui y a mis hijos: Juan Andrés, Felipe y Gabriel. A mis padres: Eduardo y Beatriz. A mis hermanos: Eduardo, Camilo, Isabel y Beatriz. Al pueblo más noble, más alegre y más digno del mundo: el pueblo panameño. A todas las voces que me han enseñado y enriquecido mi vida. ¡Gracias por todo! Juan Carlos Navarro
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Introducción Uno nunca camina solo. Todos somos el producto de las
personas y experiencias que nos acompañan en nuestra travesía por la vida, cada uno formado por las voces de su propio camino. Es imposible no tener vocación de servicio al ver que un país con nuestra extraordinaria riqueza humana, natural y cultural tiene todo lo necesario para crecer con equidad, sostenibilidad y respeto por ese inmenso patrimonio que enriquece nuestra existencia. La lección más importante que he aprendido de las voces de mi vida, a lo largo de mi camino, es entender que la solución a cada reto que enfrentamos debe ser colectiva en su proceso y en su fin. El bien común es la única meta. Nadie puede estar conforme en una sociedad que se derrumba a su alrededor, en la cual a unos les sobra mientras otros mueren de hambre. También he aprendido que otro Panamá es posible. Que, si bien es cierto, los factores económicos son importantes, hay otros aún más cruciales para ser feliz: construir unidos una comunidad fuerte y cohesionada, solidaria, con un futuro sostenible. El amor, nuestros valores y principios. Saber que tenemos la oportunidad de dejarles un mejor mundo a nuestros hijos. Nuestra cultura y nuestras tradiciones. Pensar como una sola familia, en la cual solo podemos avanzar si avanzamos todos juntos.
Introducción 11
En mi camino, he cometido muchos errores. Asumo la responsabilidad por cada uno de ellos. Nos falta, sin duda, mucho camino por recorrer y mucho por aprender. Sé que faltan en este primer esfuerzo por narrar mis experiencias, muchas voces que ayudaron a forjar mi carácter y mi visión del mundo. Sepan que los tengo muy presentes para mi próximo capítulo. Estamos empezando y falta mucho camino por andar. Agradezco a todos los que me han enseñado y acompañado en mi camino, y a todos los que han hecho posible este libro, estén o no aquí retratados. Gracias también a los lectores, por compartir estas voces de mi vida que me han traído hasta donde hoy me encuentro. Y gracias a Dios, por todo… Juan Carlos Navarro
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Titá
Y
o tenía tres años. Lo recuerdo como si fuera ayer, pues es la primera memoria de mi abuela Tancha —la mamá de mi mamá Beatriz—, a quien todos sus nietos llamábamos siempre Titá. Estaba sentado en sus piernas, con un libro en mis manos, aprendiendo a leer con ella. Al poco tiempo, ya estaba leyendo mis primeros libros y cuando entré al kínder del Colegio Episcopal —un colegio bilingüe—, a los cinco años de edad ya mi abuela me había enseñado a leer y escribir el abecedario en español y en inglés, y a sumar, restar y multiplicar. Esta pasión por la educación, porque aprendiéramos todo lo posible, porque nos desarrolláramos a plenitud como seres humanos y como profesionales, caracterizó a mi abuelita toda su vida y marcó su relación conmigo y con todos sus nietos. Ella nos inculcó desde temprano que lo más importante en la vida era la fe en Dios y la educación: lo único que nadie te podía quitar nunca.
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En 1960 nació Eduardo Antonio, mi hermano mayor, el pri-
mogénito en nuestro hogar, además de primer nieto y consentido de mis abuelos Tancha y Camilo. Como Eduardo no podía pronunciar sus nombres, raudo bautizó a los abuelos como Titá y Titó, que en adelante se convirtieron en sus nombres no solo para todos su nietos; sino que así los empezaron a llamar también mis padres y todos sus parientes y amigos. Isabel Constancia Müeller Arosemena, mi abuela Tancha, fue desde joven una fuerza de la naturaleza: llena de carácter, de temple y de fortaleza espiritual y física. Era una mujer muy creyente en Dios, con una mirada inteligente, llena de vida, alta, con el pelo colorado, que siempre estaba pendiente de los demás. Ella se desvivía por atendernos a nosotros, sus nietos, y cuando no estaba pendiente de nosotros, estaba atendiendo a mi abuelo Titó, a mi mamá o a algún otro nieto o familiar. Siempre estaba al tanto de su familia cercana, pero también sacaba tiempo para dedicarle a su único hermano, mi tío Arturo, y a los hermanos de Titó, que eran catorce, así como a los hijos de estos y a sus parientes. Mis recuerdos de la casa de mi abuela era que siempre estaba llena de tías y parientes, de primos y sobrinos de Titá y de Titó que nos celebraban y aplaudían a Eduardo y a mí todas nuestras ocurrencias. Se respiraba amor y familia en ese hogar. Mi abuelita nació en la Ciudad de Panamá en el hospital Gorgas en 1915. Su papá era Arthur Müeller Koerner, un alemán que vino al país y aquí estableció sus negocios —incluyendo la famosa Casa Müeller— y se enamoró de mi bisabuela Isabel Arosemena García de Paredes, a quien siempre llamamos Lila y a quien yo conocí de muy niño, viviendo en la casa de Titá y Titó (ya era viuda, al bisabuelo nunca llegué a conocerlo).
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Con Titá, Cuqui y Camilo el día de nuestra boda, el 5 de enero de 1985, en El Valle de Antón.
De muy joven, a sus veinte años, mi abuela conoció a mi abuelo Titó y se enamoró perdidamente de él. Titó, cuyo nombre completo era Camilo Quelquejeu de Roux, fue el amor de su vida. Mi hermano Eduardo y yo nos quedábamos siempre sorprendidos y boquiabiertos cuando mi abuelo llegaba a la casa de trabajo, porque Titá corría enseguida a atenderlo y a consentirlo. Ella, que era una mujer fuerte y acostumbrada a mandar, quedaba hecha una gelatina y un amor apenas llegaba mi abuelo. Cuando mi mamá y mi papá se casaron, Titó y Titá les construyeron un pequeño apartamento en la azotea del Edificio Urracá, encima de su propio apartamento, frente al parque del mismo nombre, donde yo viví con ellos y mis hermanos hasta el día que me casé con Cuqui. Como vivíamos
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tan cerca, solo teníamos que bajar las escaleras y estábamos en la casa de mis abuelos. Esa casa fue siempre un refugio de amor, de cariño, de aprendizaje y de apoyo para mí y para mis hermanos. La vida de Titá, como las de muchas mujeres panameñas en esa época, nunca fue fácil. El destino le enseñó a trabajar, a ser perseverante y a enfrentar la adversidad con fe en Dios, con optimismo y con temple. La recuerdo siempre apagando las luces de la casa de nosotros, que por alguna razón siempre dejábamos encendidas. Ya de adolescente, un día le pregunté a Titá cuál era su afán de apagar las luces y de ahorrar energía y me explicó que durante la Segunda Guerra Mundial no había luz, no había combustible y muchas veces escaseaban productos de primera necesidad, por lo que le dolía mucho ver que se desperdiciara algo. Desde pequeño me enseñó a ahorrar, en una cuenta que nos abrió ella con mi mamá en el Banco General. Me enseñó a valerme por mí mismo, a valorarme, a superar problemas, a ver siempre hacia delante y a prepararme para el futuro de manera responsable. Durante nuestra infancia, nos íbamos a veranear todos los años a El Valle de Antón. Pero a diferencia de nuestros amigos y vecinos, que estaban disfrutando de lo lindo de sus vacaciones, en nuestra casa mis hermanos, mis primas y yo estábamos bajo el régimen de Titá. El que no trabajaba no podía salir a jugar. Todos los días, apenas nos levantábamos, Titá nos asignaba nuestros deberes y los teníamos que cumplir. Sacar maleza, barrer hojas, limpiar la represa en el río, ayudar con los caballos… Todos los días empezaban con una tarea: ¡Y ay del que no cumpliera! Fue así como aprendí desde muy niño, de la mano de mi abuela, que el trabajo enaltece y que en la vida solo avanza el que se esfuerza.
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Con Eduardo y Titá el día que Eduardo se graduó de su Maestría en Administración de Empresas en el Tuck School of Business en Hanover, New Hampshire, en mayo de 1985.
Titá siempre me enseñó que la fe, la familia, el trabajo y la disciplina eran lo más importante en nuestras vidas. Que en la vida la única manera de triunfar era con esfuerzo, trabajo y sacrificio. Que la educación es la base de todo y que el hogar es sagrado. Un día en El Valle de Antón, mi abuelo Titó sufrió un desmayo y tuvo que irse al hospital para someterse a unos exámenes médicos. El diagnóstico: cáncer del pulmón. Titá nunca más lo dejo solo, cuidándolo y atendiéndolo día y noche. Pero a los tres meses mi abuelo, un hombre fuerte y sano, uno de los hombres más justos y honrados que he conocido en mi vida, no estaba más con nosotros. Su muerte fue un golpe duro para toda la familia, pero para mi abuela Titá fue durísimo. La arrebataron de un solo tajo un pedazo de su vida.
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Esos fueron tiempos muy duros para mi familia, tiempos en que estuvo a prueba mi fe y en juego el futuro de los nuestros. Y fue precisamente en esos tiempos difíciles espiritual y económicamente en que el temple y la fuerza de Titá salieron a relucir y nos sacaron adelante, pues a pesar de su dolor, ella se convirtió en un verdadero faro de fuerza y de luz para la familia en medio de la tormenta. Años más tarde, a ella misma le fue diagnosticado un cáncer en la garganta. Luchó contra la enfermedad y contra la muerte de la misma forma en que vivió toda su vida: con valentía, dignidad y una fe inquebrantable en Dios, en silencio, sin quejarse, con resignación y estoicismo. Hasta su último día, Titá se preocupó primero por los demás, dio todo por sus hijos y por sus nietos y le dio prioridad a nuestra tranquilidad y a nuestro futuro antes incluso que a su propia vida. Titá no se compraba un traje, no se daba un solo gusto, ahorraba en lo que podía y nunca gastaba en ella misma. Pero cuando a mi hermano Eduardo y después a mí se nos presentó la oportunidad de ir a estudiar a la universidad en Estados Unidos, ella fue la primera en apoyarnos y aconsejarnos que debíamos aprovecharla. Apoyó económicamente a mis padres en todo para que tuviéramos la oportunidad de educarnos. Nunca escatimó un centavo para nuestra educación y la recuerdo feliz cuando regresaba de viaje y le contaba todo lo que había aprendido y los lugares que había conocido. Todos los años, el 2 de noviembre, Día de los Difuntos, procuro pasar a la cripta de la Iglesia del Santuario del Sagrado Corazón de Jesús. Ahí, uno al lado del otro, para la eternidad, reposan los restos de Titá y Titó. Aunque siempre siento ese día una tristeza, una cabanga y una añoranza inmensa, salgo siempre de la iglesia feliz y fortalecido sabiendo que
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ellos me cuidan y me quieren desde el Cielo. Y que mucho de lo que soy hoy, lo soy gracias a Titรก y Titรณ, voces fuertes y profundas que han formado mi vida.
Titรก
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Beatriz
M
i mamá, Beatriz, llegó a mi casita de playa alrededor de las diez de la mañana. Era el 28 de diciembre de 2013, ella y mi papá, Eduardo, a quien todos llaman Lalo, se dirigían a El Valle de Antón a despedir el año. A última hora, me llamaron desde la Carretera Interamericana para confirmar que aceptaban mi invitación y que pasarían un momento a verme en el camino. Hacía mucho que no nos visitaban a Cuqui y a mí en la casa de playa, pues en esa época mi papá tenía problemas de salud y, en sus pocas salidas de la ciudad, mis padres se iban directo a El Valle. Apenas llegaron, me llevé a mi madre a recorrer el jardín y mis siembros, mientras mi papá se quedó conversando con Cuqui y con mis hijos. En menos de diez años, Cuqui y yo habíamos transformado un pequeño terreno pelado, de tierra roja de muy mala calidad, ubicado en una zona árida a consecuencia de las escasas lluvias, en un pequeño oasis de permacultura y agricultura orgánica.
Beatriz
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Mis padres, Beatriz y Eduardo, el día de su matrimonio, el 23 de agosto de 1959, saliendo de la Iglesia Cristo Rey.
Caminé junto a mi mamá hacia unos huecos que habíamos abierto en la tierra y que rellenamos con hojas, troncos, la basura orgánica de la cocina y todos los desechos orgánicos del jardín. A estos huecos se les llama “círculos mágicos”, por la manera en que convierten desechos en alimento nutriente para los siembros. Le enseñé a mi mamá cómo en el borde de cada círculo, Luis (mi ayudante y cuidador de la playa) y yo sembramos plátano; curare (semilla brasileña que traje de la Feria de David), que son chaparras y dan buena producción; popochos (el llamado plátano chino), guineo, yuca, papaya y guandú. Todos estos tallos y plantas se nutren a su vez de la rica materia orgánica del hueco que rodean, por lo que no requieren fertilizante ni mucho cuidado.
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En El Valle de Antón en una hamaca con mi mamá, Beatriz, cuando apenas tenía tres años de edad. Desde que nací, pasaba cuatro meses todos los años veraneando en El Valle con toda mi familia.
La técnica de los círculos mágicos la habíamos aprendido con unos voluntarios retirados de la Agencia Norteamericana para el Desarrollo (USAID), que después de su servicio en Panamá decidieron quedarse a vivir en Penonomé, en una finca de producción orgánica que ellos llaman Los Perezosos, y que se ha convertido en un centro informal de extensión y aprendizaje gratuito en el corazón del país. Me los había recomendado mi hermano Camilo, un amante de la naturaleza, como mis padres y todos mis hermanos. A pesar de que se acercaba el mediodía y había un sol radiante, mi mamá y yo recorrimos mis siembros a la sombra de árboles de níspero, naranja, mandarina, toronja, limón, guaba, marañón y tamarindo. En medio de
Beatriz
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Todos los veranos, mi mamá y nuestras familias nos llevaban a todos los primos y amigos a pasar el día en la playa de Chumico Redondo, para que botáramos el resfriado y cogiéramos sol.
estos árboles estaban los círculos mágicos, y mientras le explicaba lo que habíamos sembrado, mi mamá y yo disfrutábamos de la sombra y la brisa fresca. Los jardines de las casas vecinas eran desiertos biológicos de tierras degradadas, donde reinaba un calor infernal. Nosotros, en cambio, caminábamos en medio de verdor y humedad, donde se aprovechaba hasta la última hoja para abonar los círculos mágicos y producir composta, que convertíamos en tierra negra y abono orgánico. A pesar de ser muy pequeña, en mi finquita no quedaba una pulgada sin sembrar y la sombra la mantenía fresca, fértil y húmeda todo el año. Finalmente, ayudé a mi mamá a subir una escalera que nos llevaba al techo de la casa, donde un año antes instalamos 44 paneles solares de última generación, lo cual nos permitió generar toda la electricidad que consumíamos. Desde
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Nadando de niño en la represa atrás de nuestra casa en El Valle de Antón, en el río Coclé, adonde íbamos todos los mediodías con mis primos y mis hermanos.
que instalé los paneles solares, mi cuenta de luz mensual se redujo a cero y no solo producíamos energía para nuestro consumo, sino que vendíamos el excedente a Unión Fenosa. Esa mañana, cuando terminamos de recorrer siembros, viveros y paneles solares, mi mamá y yo cerrábamos un círculo de aprendizaje y amor que había empezado 52 años atrás, cuando nací.
Nací el 19 de octubre de 1961 y fui el segundo de cinco her-
manos. Al mes de nacido, mis padres me llevaron a El Valle de Antón a pasar mi primer verano junto a toda nuestra familia. De niño y de joven pasé todos mis veranos allí. Los primeros recuerdos que tengo de mi mamá son junto a ella en la hamaca de la casa, recorriendo el jardín y recogiendo naranjas y toronjas de los árboles del patio.
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Con mi esposa, Cuqui, mis hijos, Juan Andrés, Felipe y Gabriel, y mis padres, Eduardo y Beatriz cuando yo trabajaba como alcalde de Panamá.
Es imposible hablar de Beatriz sin hablar de Lalo. Son inseparables. Mi padre es el hombre más noble, más honrado, más integro, más correcto y más inteligente que conozco. Mis recuerdos de Lalo y Beatriz cantando juntos con sus guitarras, luchando junto a nosotros y enseñándonos en El Valle, son imborrables. La familia de mi papá tiene una larga historia en El Valle: mi bisabuelo, el ‘Mocho’ Navarro, quien había perdido varios dedos de una mano defendiendo a Panamá y peleando contra los ticos en la Guerra de Coto, levantó, en esas montañas, una pequeña casa que, durante muchos años, su familia visitó con frecuencia. Por el lado de mi mamá, mis abuelos Camilo y Tancha también habían construido una casa donde pasaban el verano con sus hijos Graciela, Camilo y Beatriz, quien era la más pequeña y la consentida de mi abuelo. Mi familia y yo pasamos muchos veranos en esa casa. Llegábamos antes de Navidad y regresábamos a Panamá un día antes del inicio del período escolar.
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Desde niño y en especial durante nuestros veranos en El Valle, mi mamá compartía conmigo su profundo amor por la naturaleza. Sin darme cuenta, aprendí de ella e hice míos valores y principios de profundo significado que iban a regir mi vida, así como habían regido la de ella. Mi mamá me contagió, desde que nací, el enorme respeto que ella sentía por los árboles, los animales y la creación de Dios. Recuerdo que ella a su vez había aprendido esos valores de su padre, Camilo, quien a menudo visitaba con nosotros los preciosos árboles de guayaba, manzanita de Tahití y pomarrosa de la casa. Mientras la ayudaba en el jardín, mi mamá me hablaba de la familia, de la importancia de la educación, del valor de querer al prójimo y de creer en Dios. De igual forma, todos estos valores se convirtieron en pilares fundamentales de mi vida. De hecho aún hoy, cuando más cerca me siento de Dios es cuando estoy en medio de un bosque, nadando en un río en la mitad de la selva, solo en el mar o recorriendo mis siembros. Para mí, Dios está en la creación y su espíritu en todos los seres vivos. Lo que me enseñó Beatriz recorriendo su jardín en El Valle, subiendo el cerro Cariguana detrás de mi casa o conversando mientras montábamos a caballo en las tardes, me ha servido de guía durante toda mi vida. Su insistencia en que había que estudiar, poniéndose ella misma como ejemplo (ni ella ni mi papá pudieron terminar su universidad, pues se enamoraron y se casaron muy jóvenes), me dio fuerza para estudiar una carrera universitaria. Su insistencia, junto a Lalo, en que la familia es lo más importante, con sus luces y sombras, me ha servido de ejemplo en mi propia vida familiar junto a Cuqui y mis hijos. Su compromiso con servir a los demás y promover el bien común fue la inspiración que,
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años más tarde, me llevó a fundar ANCON y después a servir como alcalde de Panamá. De hecho, siempre he visto mi vida como una vocación de ayuda al prójimo y de servicio público, que es para mí la definición de la política. Yo reconozco que errar es humano. En mi vida, he cometido errores y me hago responsable por todos y cada uno de ellos; pero, sin duda, los aciertos y logros que he tenido provienen de los valores y principios que desde niño recibí de mis padres, Beatriz y Lalo.
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sa mañana, recorriendo mis siembros en la playa y enseñándole a mi mamá las plantas y árboles que había sembrado, sentía que estaba más cerca que nunca de mis padres y de Dios. Que se cerraba un círculo de vida: quien ayer me enseñaba, hoy aprendía de mí. Y quien durante toda mi vida me ha dado su apoyo y amor incondicional, hoy veía los frutos de su esfuerzo en mí, con mis virtudes y defectos. El orgullo, el amor y la profunda satisfacción que sentí esa mañana cuando Juan Andrés, Felipe, Gabriel, Cuqui y yo compartimos ese momento familiar con mis padres son sentimientos que me acompañarán por el resto de mis días, como una expresión de las más profundas e importantes voces en mi vida.
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Nana
E
n la terminal de buses de Panamá, mi nana, Virginia Trujillo, y yo formábamos fila desde las seis de la mañana para montarnos en una chiva con destino a su casa en el pueblo de Cañaveral, en el distrito de Penonomé, cabecera de la provincia de Coclé. Yo tenía unos diez años y desde hacía tiempo le había estado insistiendo a mi mamá para que me dejara ir a pasar unos días a la casa de mi nana. Virginia era y es parte de mi familia, pues me había estado cuidando desde que yo tenía dos años. Por fin, mi mamá me dejó ir a pasar diez días con la familia de Virginia en el verano, cuando teníamos vacaciones de la escuela, pues siempre decía que debíamos aprender, conocer todo el país y vivir como vivían todos los panameños de la ciudad y del interior. Era un viernes por la mañana y la terminal al final de la Avenida Balboa (hoy Cinta Costera) estaba llena de gente: mujeres sentadas en bancas al lado de tableros repletos de lotería, vendedores de sodas y de mafá que gritaban para atraer clientes; pelaos, muchos de ellos de mi edad, intentando
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vender chicles a los cientos de hombres y mujeres que llegaban a la capital de todas partes del país o que estaban por salir hacia Los Santos, Herrera, Veraguas, Coclé, Colón o Chiriquí. Mi nana y yo éramos los primeros en la fila. Después de pagar el pasaje, subimos a la chiva, ella sosteniéndome la mano, y nos sentamos en los primeros asientos. Yo entré primero y me senté adelante al lado de la ventana. No era mi primera vez en una chiva. Durante los fines de semana, Virginia nos llevaba a mi hermano mayor, Eduardo, y a mí a pasear por la ciudad en esos pequeños buses que los panameños llamábamos “chivas”. Ese día, desde mi asiento observaba a todos los que se subían: un hombre con sombrero pintado a la pedrada, una mujer joven bien maquillada, una señora cargando a un niño en un brazo y empujando de la mano a otro… El bus arrancó mientras yo tomaba una siesta recostado en el hombro de mi nana. Cuando me desperté, ya habíamos salido de la ciudad. Almorzamos unos sándwiches de jamón y queso, que ella me llevó desde la casa, con unas sodas que compramos en una de las paradas en el interior. Hablamos sobre su familia y lo que íbamos hacer en Cañaveral: sobre su finca, el río cerca de su casa y de los niños del pueblo. Le pregunté si había culebras como las que veía en El Valle de Antón, donde pasaba los veranos con mi familia. “Sí”, me respondió, “¡pero ni se te ocurra acercarte a una como siempre lo haces en El Valle, que si algo te pasa me lo va a reclamar tu mamá!” Volteé la mirada hacia fuera, pensando en los días que iba a pasar lejos de mi casa. Después de tres horas de viaje, nos bajamos de la chiva en la terminal de buses de Penonomé y abordamos otra, más pequeña. Había veinte personas
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amontonadas en asientos que eran solo para diez. Poco antes del mediodía, justo a la hora de almuerzo y bajo un sol ardiente, llegamos por las calles empedradas y polvorientas a nuestro destino: el pueblo de Cañaveral, en la provincia de Coclé.
Virginia Trujillo Gordón nació el 10 de febrero de 1945 en
su pueblo, Cañaveral, en la misma casa donde vivió toda su vida. El papá de Virginia era agricultor y su mamá era ama de casa. Cuando era niña, Virginia, sus dos hermanas y sus cinco hermanos se despertaban apenas salía el sol para hacer los oficios de la casa: arreglaban sus camas, barrían el piso de tierra y preparaban el desayuno. Fue al Colegio Santos Jorge hasta sexto grado, cuando sus padres le dijeron que debía comenzar a trabajar para ayudar con los gastos de la familia. A los doce años comenzó a realizar labores domésticas en las casas de familias de su pueblo. Todos los veranos, la familia Trujillo entera se mudaba a una ranchería que tenían al otro extremo de la finca, a orillas del río Coclé. La ranchería de varas de madera y pencas era fresca y amplia, amparada por la sombra de enormes árboles de corotú. Dormían en camas que el papá de Virginia armaba con palos y amarraba con bejucos que cortaba en el monte. En la finca había gallinas, patos, caballos y vacas. Casi todos los días, cuando terminaban de ayudar a su papá con los cultivos, los hermanos caminaban hacia el río, donde se bañaban y nadaban en las aguas frescas que bajaban desde las montañas.
Nana
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En 1964, cuando Virginia tenía diecinueve años, consiguió trabajo con mi familia por medio de una prima. Mi mamá necesitaba una nana que la ayudara para cuidarnos a mí y a mi hermano mayor. Cuando mis papás se iban fuera de la ciudad, ella se quedaba encargada de nosotros. Desde que yo tenía dos años, Virginia se convirtió en una segunda mamá y siempre la llamé Nana.
Apenas llegamos a Cañaveral, caminamos durante media
hora por una calle de tierra y bajo un sol radiante hasta la casa de Nana. Vivía en un vecindario pequeño, donde las casas tenían terrenos grandes. La casa de los Trujillo era de barro, o de quincha como decían allá, con techo de tejas y tenía tres cuartos. En el terreno había varios árboles grandes que cubrían la casa con un manto de sombra durante el día. Aunque sentía un poco de tristeza porque extrañaba a mi familia, los Trujillo me hicieron sentir a gusto y me trataron como uno más de sus hijos. Había animales por todos lados: perros sin dueño caminando, corriendo o ladrando; gallinas que corrían y volaban por el patio; puercos, vacas y caballos haciendo lo suyo en sus corrales. Recuerdo como si fuera ayer la felicidad de Virginia cuando abrazó a sus hermanos y a sus sobrinos, el respeto por su padre, así como el cariño y el afecto con que me dieron la bienvenida. Esa noche, después de cenar un plato delicioso de arroz con coco y carne asada, me acosté en un catre nuevecito que el papá de Virginia había comprado para mí, el cual pusieron al lado de la cama de Nana en su cuarto. Cansado por el largo día de viaje que había tenido, me dormí de inmediato.
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Con mi hermano Eduardo y mi nana montando a caballo en la finca de mi abuelo en Patiño, Darién.
La mañana siguiente me desperté con mi nana antes de que cantaran los gallos y saliera el sol. Enseguida ella se puso a preparar café negro, a freír tortillas de maíz y a partir queso blanco para que desayunáramos junto a la familia. Pasé la mañana aprendiendo y ayudando con las labores de la finca —limpiando monte, dándole de comer a los animales— y después del almuerzo, Nana me dejó ir con sus sobrinos y los niños del barrio a jugar beisbol en la calle, con un palo grueso como bate y una bola hecha con una piedra envuelta y apretujada con telas viejas. Jugamos por varias horas, hasta que bajó el sol y llegó la hora de la cena. Apenas llegué de vuelta a la cocina, Nana me preparó la cena y hablamos un poco de ese primer día y de los niños que había conocido jugando beisbol. En una mesa ubicada debajo de las ramas de un árbol de mango imponente, al lado de la casa, Nana y yo nos
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sentamos a comer en silencio. Como la cena de la noche anterior me había gustado mucho, Virginia me cocinó lo mismo, pero esta vez con bastante concolón y porotos con culantro. Los sonidos del atardecer en el tiempo de verano entraban a nuestro espacio: pájaros ruidosos volvían a sus hogares en los árboles y miles de cigarras iniciaban su propia orquesta nocturna. Para mí, el día había sido extraordinario, probando nuevas comidas y sabores, durmiendo en un catre, trabajando con los familiares de mi nana y jugando en la calle con niños que nunca antes había visto. Al despertarnos, hicimos lo mismo que habíamos hecho el día previo: Nana preparó el desayuno, barrió la casa y juntos les dimos de comer a todos los animales. Fui con su papá a ordeñar las vacas y en el camino de vuelta a la casa me prestó su sombrero pintado. Al ver que me gustó, me prometió uno antes de que yo regresara a la ciudad. Esa tarde, los niños del barrio me invitaron a ir a nadar con ellos al río Coclé. El agua del río estaba cristalina, como solía estar en los meses de verano. La vegetación a su orilla estaba verde y fresca, a diferencia del pasto amarillo y seco que se encontraba a una distancia del borde. Pasamos horas nadando de una orilla a la otra, compitiendo. Aunque yo estaba en el equipo de natación en la ciudad, perdí la mayoría de las carreras porque los niños de Cañaveral eran más rápidos y sorteaban la corriente y las piedras del río; algo que para mí era más difícil. Nos trepamos a los árboles y nos colgamos de sus ramas, nos montamos en rocas grandes, mucho más altas que nosotros, y nos lanzamos al agua. Todavía recuerdo la felicidad profunda que sentí esa tarde, divirtiéndome con los amigos en el río Coclé. La alegría, el frescor y la paz que sentí aquel día siguen conmigo siempre. Aún hoy cada vez que paso un
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río en mi caminar por el país, trato de buscar un momento para bañarme y disfrutarlo. Antes de regresar, fui con mis amigos a un cerro pequeño cerca de la casa. Corrimos hasta la cima, arrastrando con una mano o cargando encima de nuestras cabezas unas pencas que habíamos encontrado en el camino. Al llegar a la cima, uno de mis amigos de Cañaveral me enseñó a sentarme encima de la penca y me dio un empujón. Me dio suficiente impulso para comenzar a zurrarme hacia abajo, primero despacio y después con más y más velocidad. ¡Sentí que iba a mil kilómetros por hora! Al llegar abajo, el impulso y la velocidad que llevaba me hicieron rodar un par de veces y me raspé los codos y las rodillas. Recogí mi penca y corrí de nuevo hasta la cima para hacerlo otra vez con todos los demás. Comencé a caminar hacia la casa justo cuando el sol descendía. Apenas entré a la cocina, donde Nana estaba preparando la cena, ella me sirvió la comida, prendió una lámpara de kerosene y salió al patio conmigo a comer en la mesa que estaba debajo del palo de mango. Los demás días que pasé en la casa de mi nana en Cañaveral fueron igual de extraordinarios y sencillos a la vez, pues me sentía profundamente libre y feliz. Me despertaba temprano para ayudar a Virginia y a su padre con las labores de la finca. Después del almuerzo, me iba a pasar la tarde con mis amigos, jugando beisbol, nadando en el río o zurrándonos en la loma. Cuando nos daba hambre, comíamos mangos maduros y naranjas que tumbábamos de los árboles. Si nos daba sed, tomábamos agua de pipa. Volvía a casa justo antes de que se pusiera el sol, cuando las gallinas entraban de vuelta al gallinero, los pájaros volvían a sus árboles y alborotaban la serenidad del atardecer.
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Visitando a mi nana y a su familia en Cañaveral en enero de 2014. Por supuesto que quedé metido tomando café y tortillas en la cocina, la misma cocina de quincha donde había comido tantas veces cuarenta años antes.
Después de diez días en Cañaveral, con sombrero pintado en mano y lágrimas en los ojos, regresé con mi nana de vuelta a la capital por la misma ruta que tomamos para llegar. Después de ese viaje, nunca fui el mismo.
Virginia trabajó en mi casa durante ocho años más. Cuan-
do me fui a Estados Unidos para asistir a la Universidad de Dartmouth, en New Hampshire, quedó encinta de gemelos. Es lo que había querido toda la vida: tener sus propios hijos. ¡Estaba feliz! Después de que nacieron los mellizos, dejó de trabajar en mi casa y se dedicó a sus hijos en Cañaveral con el apoyo de su papá, sus hermanos y toda su familia. Desde que yo tenía dos años de edad hasta que cumplí los dieciocho y me fui para la universidad, compartí muchos momentos formativos e inolvidables con mi nana. Ella estuvo ahí cuando comencé a caminar, cuando aprendí a leer a los tres años con mi abuela Titá, cuando se me cayó el primer diente. Estuvo ahí cuando me atropelló una radio-patrulla
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y casi me muero, cuando acampaba con mis papás y mis hermanos en la playa en Chumico, cuando tuve mi primera novia y cuando me gradué de la secundaria en el Javier. Hoy, más de tres décadas después de que dejó de trabajar con nosotros, todavía es parte de mi familia. El viaje que hice a Cañaveral con ella cuando tenía diez años fue una gran experiencia formativa en mi vida. Aprendí de mi nana, de su familia y de los niños de Cañaveral que los panameños somos gente generosa y llena de amor, gente de fe, de alegría y de cariño sin importar su procedencia ni sus recursos. Mi nana y su familia me adoptaron desde aquella estadía y para siempre como otro miembro más de su familia. Fui uno más del barrio, uno más del equipo de beisbol, uno más en el río y uno más para jugar la lata y la tiene. Antes de esa semana en Cañaveral, yo había recorrido muchas partes del país con mis padres, a quienes mis hermanos y yo acompañábamos por las playas y montañas. Pero esa semana fue la primera vez que tuve la oportunidad de vivir verdaderamente como vivían los campesinos de mi país, de dormir en una casa de quincha con piso de barro, de comer comida hecha con leña en un fogón y vivir y compartir con gente que sembraba y cosechaba su propia comida, con una vida muy diferente a la mía. Comprendí por vez primera muchas de las realidades que enfrentan los panameños en su vida diaria: el esfuerzo por educar a los hijos, por vivir bajo un techo digno, por criar una familia con dignidad. Entendí algo que me repetían los padres del Javier: todo cristiano debe amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos; que estamos en esta tierra para servir a los demás. Y que solo llegaremos a ser un país del primer mundo, un país de paz, cuando todos
Nana
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tengamos igualdad de oportunidades para lograr nuestros sueños, cuando impere el bien común. Hoy en día, llamo a Nana para saludarla cada vez que puedo, y cuando me encuentro en Penonomé trato de ir a visitarla o de ver a los mellos. A los 68 años, sigue llena de energía y tan positiva como siempre. Apenas me ve, no importa cuánto tiempo haya pasado desde la última vez, con una gran sonrisa en la cara me da un gran abrazo y me recibe con el cariño y el amor de una madre.
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Cuqui
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a primera vez que la vi aún éramos niños. Sus abuelos conocían a los míos y nuestros padres también eran amigos. Era una pelaíta fulita y flaquita, con unos ojos grandes llenos de curiosidad e inteligencia. Mis primeros recuerdos de ella son en El Valle de Antón, donde veraneábamos con nuestras familias. Como yo soy cuatro años mayor que ella, no le presté mucha atención: en la infancia esa diferencia de edad es un mundo. Unos años después, cuando ella tenía 15 años y yo 19, nos volvimos a ver en la casa de mis padres en El Valle. Ese día mi hermano Eduardo y yo estábamos organizando una fiesta para nuestras amigas y amigos que estaban en El Valle. Cuqui se había comprometido en ayudar a Eduardo y pasó por mi casa, pero como él no estaba, yo la recibí.
Cuqui
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Con Cuqui de paseo en la playa cuando éramos novios. Ella tenía 15 años y yo 19.
De inmediato, Cuqui se fue conmigo en carro a hacer todas las diligencias de la fiesta: buscar comida, comprar hielo, sodas y demás cosas que hacían falta. Ella era chispa: la recuerdo desde ese día llena de energía, llena de vida, de buen humor y de optimismo. Además, pensé que era muy valiente por atreverse a salir conmigo, ya que, aunque era uno de los mejores estudiantes del Colegio Javier, siempre me castigaban por ser rebelde e indisciplinado y debo confesar que les causaba muchos dolores de cabeza a mis padres. Salimos a hacer mandados desde la mañana, estuvimos juntos en la fiesta en mi casa y después en la noche nos volvimos a encontrar en una reunión en casa de un primo. Cuqui y yo estábamos sentados en una hamaca que se soltó y nos dejó en el suelo. Mis amigos y las amigas de ella pensaron que los dos habíamos quedado trastornados por el golpe, por el ataque de risa que nos dio, pero lo cierto es que ya nos estábamos enamorando.
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Con Cuqui el día de nuestro matrimonio, el 5 de enero de 1985, saliendo de la Iglesia San José en El Valle de Antón.
Ese mismo día decidí que me iba a casar con ella. El problema era convencerla. Desde ese día, empezamos a salir juntos y conocernos mejor —y yo a tratar de enamorarla. Al poco tiempo yo tuve que regresar al exterior a seguir mis estudios. Nos escribíamos casi a diario y la correspondencia demoraba hasta dos o tres semanas en llegar. Apenas regresé a Panamá de vacaciones, la llamé para que saliéramos juntos. En aquel momento mi papá y el papá de ella, Tito, eran apoderados de un boxeador joven, Néstor “La Bestia” Flores, que empezaba con éxito su carrera. Nuestra cita fue en el Gimnasio Nuevo Panamá (hoy la Arena Roberto Durán) en compañía de Lalo, mi papá, y Tito, mi suegro, para ver pelear a “La Bestia”. Después de sobrevivir y hasta divertirnos en esa jornada, quedé más convencido que nunca de que Cuqui era la mujer ideal y la compañera que quería para el resto de mi vida. Era inteligente y alegre, siempre estaba sonriendo y le
Cuqui
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encontraba el lado positivo a cualquier problema. Su familia era muy unida, con valores y principios morales sólidos, y de inmediato me trataron como un miembro más de la familia. Además era una mujer de carácter: me decía las cosas de frente y me hablaba claro, pero siempre con amor. En la tarde del 5 de enero de 1985 Cuqui y yo nos casamos en la Iglesia San José de El Valle de Antón y celebramos nuestro matrimonio con amigos y familiares en la casa de sus padres. Ella tenía 18 años y yo tenía 23. Pasamos unos días de luna de miel en la isla Contadora y viajamos juntos a culminar nuestros estudios en Estados Unidos, donde yo estudiaba una maestría en administración pública. Ese mismo año terminé mi carrera y decidimos regresar a Panamá para que yo pudiera dedicarme a mi pasión: la conservación de la naturaleza y la defensa del ambiente. El 15 de agosto de 1985 fundé la Asociación Nacional para la Conservación de la Naturaleza (ANCON), junto a prominentes líderes de la comunidad científica y empresarial del país. Cuqui decidió dejar la universidad en Boston para terminar sus estudios en Panamá y apoyarme; y así fue como inicié mi carrera profesional. Como yo ganaba muy poco en ANCON, ella decidió iniciar su carrera en mercadeo y publicidad. Aunque siempre contó con todo mi apoyo, su decisión nos causó problemas con nuestros padres, que no entendían por qué una mujer tenía que trabajar en vez de quedarse en su casa atendiendo el hogar. Avanzamos juntos, y Cuqui se abrió camino como profesional. Al principio fue difícil para ambos: yo trabajaba en ANCON muchas horas al día, siete días a la semana, recorriendo el país entero desde Bocas del Toro hasta Darién. Ella iba adquiriendo mayores responsabilidades y además estudiaba en la universidad en las tardes y noches para terminar su carrera. Durante
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Felipe, Gabriel y Juan Andrés cuando ya nos habíamos mudado a nuestra casa en San Felipe.
nuestros primeros meses de casados nos fuimos a vivir a casa de los abuelos de ella, el Ché Paredes y Emma, a quienes llamábamos Mimima. A pesar de que ellos dos y todos nuestros familiares nos daban todo su apoyo y cariño, el abuelo de Cuqui no podía entender qué hacía su nieta trabajando, ni mucho menos asistiendo a la universidad en las tardes y noches después del trabajo, en vez de quedarse en la casa para atender a su marido. Por mi parte, tuve que convencer a mi papá de que el trabajo en ANCON era importante: cuando se lo planteé la primera vez recuerdo que me dijo: “Juan Carlos, ¿seis años de estudios en universidades caras, para trabajar en una asociación ambiental que todavía ni siquiera existe? ¿Por qué no en alguna empresa o en un trabajo normal?” Pero después de un tiempo igual lo convencí de que fundar ANCON era muy importante para el país, el pueblo panameño y para mí.
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Con Cuqui, Juan Andrés, Felipe, Gabriel y nuestro perro Watson, por muchos años el consentido de la familia. Recién nos habíamos mudado a nuestra casa en San Felipe y todavía no habíamos podido comprar los muebles de la azotea, donde tomamos esta foto.
Después de todo, mi mamá y él siempre nos enseñaron que el bien común y servir al prójimo era la razón de existir. Y esa era mi vocación: servir a mi país. Al poco tiempo, mi papá me regaló su Toyota 4 x 4 usada (que se convirtió enseguida en el único carro de ANCON) y a partir de ese momento su ayuda fue fundamental en el desarrollo y avance de ANCON.
Nuestro primer hijo, Juan Andrés, nació el 25 de junio 1990.
¡Era un sol! Desde que nació, Juanchi siempre estaba feliz y llenó de alegría nuestro hogar. Aún hoy es el más responsable de mis hijos, tanto que ayuda a sus hermanos a que se organicen mejor, y a Cuqui y a mí para que las cosas funcionen en casa.
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Cuqui, Juan Andrés, Felipe y Gabriel y yo en la foto de Navidad que nos tomábamos todos los años en diciembre, que nuestros amigos y familiares guardan porque en ellas han visto crecer a mis hijos.
Felipe nació el 2 de febrero de 1992 y cuando lo vi por primera vez en la sala de parto se me salieron las lágrimas (con Juanchi no me dejaron entrar, ya que nació por cesárea). Desde pequeño fue evidente que era un deportista nato, hacía amigos con mucha facilidad, vivía la vida con alegría y siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás. Nuestro tercer hijo, Gabriel, vino al mundo el 19 de julio de 1993. Desde niño ha sido extraordinariamente inteligente y cariñoso. Además, por ser el más pequeño, ha sido el consentido de la casa y sabe cómo convencernos a su mamá y a mí de hacer las cosas a su manera.
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nos años antes de que naciera Gabriel, habíamos decidido mudarnos para San Felipe, en el llamado Casco Viejo de la capital, y nuevamente los padres de Cuqui y los míos se preocuparon por nosotros por esta descabellada idea. Juntos, tomamos la decisión de restaurar una casa histórica en esa área y allí levantar a nuestra familia. Nuestras amistades tampoco entendían por qué nos íbamos a vivir allá, pero Cuqui y yo estábamos decididos y con mucho esfuerzo restauramos la casa donde todavía vivimos, en la Plaza de Francia. En esta casa nació Gabriel. Recuerdo como si fuera ayer el día en que nos mudamos, ya que Cuqui estaba embarazada y tenía que quedarse sola con Juan Andrés y Felipe mientras yo me iba en unos de mis viajes de recolección de fondos al exterior. Fue el 23 de abril de 1993. Estuvimos varios días mudando nuestras cosas desde el apartamento donde vivíamos en el Cangrejo (que nos había prestado el papá de Cuqui), para nuestra casa en San Felipe. Gabriel fue el único de mis hijos que vino directo del hospital para nuestra casa en el Casco Viejo. Nos faltaba algo de plata para terminarla y mudarnos, así que Cuqui se las había ingeniado para vender una propiedad a un pariente y con eso resolvimos. Tiempo después decidí iniciar mi carrera política, concibiéndola como una extensión natural de la vocación que ha guiado toda mi vida: servir al prójimo. Y nuevamente Cuqui estuvo a mi lado, apoyándome en todo desde el primer día. Pensé en la opción de legislador o alcalde, y Cuqui decididamente y segura me dijo: “Alcalde”. Nuestra primera campaña en octubre de 1998 no fue fácil: tuve que disputar las elecciones primarias dentro del PRD para ser su candidato a alcalde en el Distrito de Panamá. Gracias a la ayuda de mucha gente, empezando por el entonces presidente Ernesto Pérez Balladares, salimos adelante y unos
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La foto de Navidad de nuestra familia, que nos tomamos en diciembre de 2013. Nuestros hijos son unos hombres hechos y derechos. Los tres cursan sus estudios universitarios y pronto serán unos profesionales al servicio del país. Gabo está cargando a Mia, la consentida de la familia.
meses más tarde, contra todos los pronósticos, ganamos las elecciones de mayo de 1999 para la Alcaldía capitalina. Esa campaña fue posiblemente la más dura prueba que había enfrentado hasta entonces en mi vida: y ahí, al lado mío las veinticuatro horas del día, en las buenas y en las malas, estaba Cuqui. En esta difícil misión, Cuqui dirigía la agencia publicitaria que manejaba mi campaña sin cobrar un real. De la misma manera, su apoyo fue fundamental tanto en mi segunda —y también exitosa— campaña para alcalde en 2004, como en mi fallido intento por ganar la elección primaria y ser el candidato presidencial del PRD en 2009. No solo me daba todo su apoyo y su amor en mis empeños, sino que además Cuqui organizaba nuestra casa, apoyaba a nuestros hijos, trabajaba y además encontraba tiempo para atenderme y consentirme. Hoy sé con toda certeza que sin ella mi vida jamás habría sido la misma y no estaría donde estoy, para bien o para mal.
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Me encanta, al igual que a nuestros hijos, que Cuqui nos cocine. Ella se las ingenia con lo que haya en la cocina y me hace los platillos más suculentos que he comido nunca. Siempre está un paso adelante para decirme qué ropa ponerme según la ocasión y empacar mis cosas para viajar fuera o dentro de Panamá. Nunca he tenido un evento de última hora en casa, para que ella se encargue de que todo quede perfecto. Y, como dice mi equipo, hay una diferencia notable cuando ella está presente porque nos atiende personalmente y hace que todos se sientan en casa.
Nuestra vida juntos no ha sido fácil: hemos pasado buenos
y malos momentos; hemos compartido salud y enfermedad; hemos enfrentado momentos de enorme tristeza, pero también hemos disfrutado de éxitos familiares y profesionales. Cuqui me ha enseñado que con amor se puede lograr lo que uno quiera. Que en la vida es necesario saber perdonar. Que lo más importante es hacer todo con cariño y ser feliz; porque lo que uno hace con cariño te da una felicidad absoluta. Que la familia y los hijos lo son todo. Y que la fe en Dios nos permite avanzar en la vida. Con su optimismo y positivismo en la vida, Cuqui años atrás me dijo que debía igualmente ser positivo en la política y que cuando salía en las noticias no podía estar quejándome o hablando mal del gobierno —que ni ella me quería ver asi en la televisión. Si ella ni siquiera quería verme, pensé, ¿por qué el resto de los panameños lo haría? Desde ese día, cambié mi estrategia para hablar de mis propuestas para el país y mi visión para el futuro de los panameños.
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Después de toda una vida juntos, hoy sigue al lado mío dándome su apoyo, su amor y su cariño. Esa mujer que ha sido mi compañera, mi sostén incondicional, mi amor, mi apoyo permanente y la madre de mis hijos. Con sus virtudes y defectos, Cuqui sigue llevando consigo su sonrisa permanente, pasión en todo lo que hace, aquel optimismo inquebrantable y la misma mirada inteligente y curiosa que tenía el día que la conocí.
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El Nazareno El Nazareno me dijo que cuidará a mis amigos El Nazareno me dijo, el negrito lindo me dijo. El Nazareno me dijo que cuidará a mis amigos. Pa’lante, pa’lante, pa’lante, pa’lante, pa’lante como un elefante Maelo, no dejes que te tumben tu plante. “El Nazareno”, Ismael Rivera
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na de las leyendas lo cuenta así: el 21 de octubre de 1658, Kichimbanchi caminaba descalzo en la costa de la playa de San Pedro de la Escucha, a una corta distancia del pueblo costeño de Portobelo, como lo solía hacer todas las mañanas que salía a pescar. Aunque el clima en el mes de octubre tiende a ser lluvioso y el cielo se cubre de una capa de nube gris, aquel día estaba iluminado con un sol radiante y un cielo azul, libre de los nubarrones oscuros, truenos y rayos que presagian malos tiempos. Kichimbanchi, descendiente de los orgullosos pueblos de África que fueron sometidos como esclavos y traídos a América en contra de su voluntad, caminaba a un ritmo más rápido de lo normal por lo caliente de la arena que pisaba. Si hubiera ido un poco más despacio, o si hubiera escogido otro día para ir a pescar, quizá no habría coincidido en ese momento exacto con lo que vio a una distancia corta de la costa, flotando pacientemente en las aguas que ese día parecían un lago del Caribe: un ser
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que flotaba pero que parecía vivo, una figura casi humana, pero tiesa; con lo que parecía una cabeza, con piel oscura como la de los negros del pueblo y una textura que parecía madera. Kichimbanchi, conmocionado, se metió al mar y nadó hacia la figura flotante. No sabía lo que iba a encontrar: todo le decía que debía ir al encuentro de ese ser suspendido en el mar. Cuando por fin, después de nadar con toda su fuerza, alcanzó lo que flotaba en el mar, se agarró con firmeza de lo que parecía una persona y nadó de espalda arrastrando la imagen de vuelta hacia la costa. Kichimbanchi, ya exhausto, siguió arrastrándolo hasta estar fuera del alcance de las olas inofensivas, que rompían y se extendían sobre la arena. Se tendió de espaldas a recuperar el aliento. Al soltar la carga, se dio cuenta de que lo que antes flotaba en el mar y ahora estaba tendido en la costa no respiraba; no estaba vivo, pero a la vez sí lo estaba: cuando Kichimbanchi volteó la figura y lo vio fijo a los ojos, sintió en su alma la fuerza infinita de la vida y el espíritu que le penetraba como una explosión hasta lo más interno de su ser. A pesar de que sus manos estaban llenas de astillas, Kichimbanchi sacó fuerzas de donde no tenía y cargó de inmediato al Cristo Negro hasta Portobelo. El universo entero parecía hablarle mientras cargaba la pesada figura, diciéndole que él, el Nazareno, quería llegar a su casa. Y que esa casa era Portobelo.
El 19 de octubre de 2002, inicié mi peregrinaje a pie hacia
Portobelo a las 4:10 de la mañana, cuando salí de mi casa en San Felipe.
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Caminando bajo la lluvia con mi hermano Eduardo, mi amigo Puleio y mi cuñado José Rodolfo el 20 de octubre de 2013. Siempre nos cae agua en nuestro camino hacia Portobelo, lo que más refresca y alegra el recorrido.
Mi destino era el otro San Felipe, a más de cien kilómetros de mi hogar y al otro lado del istmo panameño: la iglesia en la ciudad de Portobelo en donde ha residido por los últimos 344 años el milagroso Cristo Negro, el Nazareno. El viaje duraría unas cuarenta y ocho horas, así que el 21 de octubre estaría llegando al pueblo porteño para celebrar las festividades del Nazareno junto a mi familia, mi viejo amigo Sorolo y miles de colonenses y panameños que peregrinan de todas partes del país. La noche de ese 19 de octubre estaba en su punto más oscuro. La luna lograba alumbrar mi camino solo cuando las nubes hinchadas, presagiando lluvia, le daban la oportunidad. El cielo se llenó de rayos y truenos que anunciaban un chaparrón. Justo cuando empezaban a caer las primeras gotas, comenzamos a caminar.
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Ese primer día salí de mi casa de las Bóvedas en dirección hacia el norte. Caminamos desde San Felipe hasta cruzar todo El Chorrillo; crucé Balboa, pasamos el área del puerto y los contenedores, hasta llegar a Clayton y la Ciudad del Saber. Hicimos nuestra primera parada en el mirador del Canal antes de llegar a Pedro Miguel. Ese primer día de viaje, salí de mi casa a pie y de madrugada como lo estaban haciendo muchos otros en todas las áreas que pasábamos y en todas partes del país: hombres y mujeres camino al trabajo formando fila para abordar el bus, otros parando un taxi; niños y niñas uniformados rumbo a la escuela, con el pelo todavía mojado, con su mochila sobre el hombro o su lonchera en la mano; pescadores de El Chorrillo preparando redes y combustible para salir al mar, vendedores de frutas y legumbres preparando sus puestos en la calle; todos con su propio propósito, todos con su propio destino. Y yo, que pasaba al lado de ellos, cumplía mi primera manda con el Nazareno de Portobelo. Antes de las nueve de la mañana ya habíamos pasado el parque zoológico Summit, donde nos detuvimos a descansar. De ahí, seguimos por la calle de Gamboa hasta que tomamos el camino de la Plantación, una combinación de trillo y calle entrando al Parque Nacional Soberanía. Al entrar a la selva, me encontré con un mundo muy diferente del que dejé atrás: aunque se suponía que el cruce del parque duraría solo unas horas, nos demoramos mucho más por la belleza del recorrido. Observamos monos araña y aulladores, un bosque enorme y aves típicas de la selva panameña. Antes del mediodía nos sentamos en medio del bosque, a los pies de una quebrada de aguas transparentes, a tomar agua y almorzar. Ahí, en medio de su creación, no pude dejar de sentir la presencia de Dios y una satisfacción profunda por estar camino a Portobelo.
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Peregrinos camino hacia Portobelo, con quienes nos cruzamos todos los años. Muchos nos conocemos y cuando nos encontramos somos como viejos amigos. En el camino compartimos agua y comida, pero sobre todo nos animamos los unos a los otros para terminar el recorrido.
La segunda leyenda relata lo siguiente: en 1658, un barco es-
pañol proveniente del puerto de Cádiz levó anclas en la bahía de Portobelo, después de permanecer anclado en aguas panameñas por varias semanas. Los tripulantes a bordo del barco estaban desesperados por salir de Portobelo, ya que una epidemia de viruela había diezmado la población de la ciudad. Su destino era la ciudad de Cartagena de Indias, en lo que es hoy Colombia. En ese entonces la ciudad amurallada de Cartagena era el puerto español más importante en el Nuevo Mundo. De allí salían las más grandes riquezas de las Américas hacia el reino español y entraban negros esclavos, que venían encadenados desde el continente africano a trabajar en las Américas.
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Antes de que el barco zarpara de la bahía de Portobelo, el cielo desató una potente tormenta que enfureció al océano caribeño. Ráfagas de lluvia caían con tanta fuerza que a los marineros a bordo del barco les resultó imposible ver lo que se encontraba en el camino de la nave. Al capitán no lo quedó más remedio que retornar al puerto y esperar a que el mal tiempo pasara. Una vez amainó la tormenta, el barco salió de nuevo de la bahía. Pero en solo un par de horas, el cielo se volvió a oscurecer y comenzó a caer la lluvia con la misma furia de antes. De nuevo, el capitán se vio obligado a volver a Portobelo. Lo mismo ocurrió una tercera y luego una cuarta vez. Los eventos que siguieron a estos inútiles intentos de zarpar desde Portobelo para navegar hacia Cartagena han sido desdibujados por la historia. Algunos cuentan que hubo un quinto intento, durante el cual el mal tiempo volvió. La nave estaba a punto de naufragar y los tripulantes decidieron aligerar la carga lanzando una parte al mar, incluyendo una caja imponente y pesada al océano. Esta caja contenía el Cristo Negro. Otros relatan que los tripulantes, conscientes de que llevaban una imagen del Cristo en su carga, lo lanzaron al mar pensando que las tormentas eran un mensaje divino de que el Nazareno quería permanecer en Portobelo. Algunos más afirman que los residentes del pueblo le rogaron al capitán del barco que dejara la imagen del Cristo en Portobelo, que éste accedió y entonces el barco pudo finalmente partir hasta su destino. Fue así como el Cristo Negro arribó a tierra firme, en donde el pueblo de Portobelo entero se congregó a rezarle de rodillas, pidiéndole que eliminara la plaga que los estaba diezmando. Cuenta la leyenda que al día siguiente se acabó la epidemia y desde entonces el Cristo Negro permaneció
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en Portobelo. En el aniversario del gran milagro de su llegada, el 21 de octubre, se celebra el Día del Cristo Negro de Portobelo.
Después de un corto descanso, poco después del mediodía
retomamos nuestra caminata por la selva con destino al centro Chagres, donde pasaríamos esa primera noche del recorrido hacia Portobelo. Cuanto más nos adentrábamos en la selva y más nos alejábamos de los ruidos, las calles, los buses y la contaminación de la ciudad de concreto, recordé algo que me dijo mi madre hace muchos años, durante uno de los veranos que pasábamos en El Valle: “La naturaleza es la mano de Dios”. Las criaturas de la selva conviven en una armonía perfecta: toda especie forma parte integral de una red infinita de relaciones con otros animales, plantas, insectos y bacterias. Estas complejas comunidades de seres vivientes sustentan la vida, porque ninguna especie existe sola: toda especie existe porque otra también existe. Sí, a veces algunas especies desparecen de la Tierra como si nunca hubieran existido. Y sí, a veces ecosistemas enteros se destruyen. Pero de una forma u otra, la vida siempre perdura. ¿Qué puede renovar la fe en Dios más que la increíble complejidad de nuestra naturaleza? ¿Qué más que su gloriosa habilidad de sobrevivir y persistir? El cruce a través de la selva me permitió reafirmar el propósito de nuestro peregrinaje a Portobelo: profundizar nuestra fe. La mañana del 20 de octubre salimos tempranito, al amanecer, del centro Chagres. Cruzamos ese día el majestuoso
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río Chagres en un bote pequeño y reanudamos de inmediato la marcha a pie hasta arribar a la comunidad del Giral, ya en la provincia de Colón. Había llovido todo el día y los caminos eran un lodazal. Se nos hacía muy duro avanzar, sobre todo cuando nos tocaba subir unas lomas empinadas sumergidos en lodo hasta las rodillas. Nos tomó todo el día llegar hasta Limón, donde una vez más cruzamos en un bote pequeño hasta el refugio de guarda-parques de la ANAM, ubicado en la otra orilla del lago Gatún, donde les habíamos pedido albergue a unos antiguos compañeros de trabajo para pasar la noche. Al día siguiente nos levantamos, como siempre, de madrugada. El olor del café y los huevos revueltos nos despertó en medio de la oscuridad. Al rato los compañeros empezaron a despertarse y a moverse, a prender luces y a levantarse. Ya llevábamos dos días caminando más de cuarenta kilómetros y estábamos molidos. El agua a esa hora estaba helada y el baño fue rápido. Aún no eran las cinco de la mañana y ya caminábamos de nuevo, aprovechando la brisa antes de que saliera el sol, que hoy —por haber salido ya del bosque— nos atormentaría todo el día. A las siete de la mañana, caminando a un paso fuerte, ya estábamos en Sabanitas. En el cruce había cientos de peregrinos descansando, muchos aún dormidos, que venían de muy lejos, igual que nosotros. Compartimos con ellos agua y café negro que nos vendían en los kioscos cercanos, antes de seguir nuestro camino. El sol ya asomaba sus poderosos rayos y en instantes quedamos empapados en sudor, agobiados por un calor intenso que cada minuto se hacía más fuerte. El día fue fuertísimo, de un sol rajatabla y un calor tremendo. Ni el sombrero de paja que llevaba me aliviaba. Pa-
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samos Pilón y los demás poblados de la Costa Arriba, donde la gente nos abría las puertas y los portales de sus casas para que descansáramos, y nos ofrecían agua y café, que tomábamos por galones. Ya para mediodía habíamos pasado María Chiquita y ahí tuvimos nuestra primera recompensa: una vista espectacular del Mar Caribe, con un color azul eléctrico bajo el sol. Ahí, al lado del mar y bajo frondosos árboles de almendra, paramos a almorzar y descansar. Después de treinta minutos ya estábamos de nuevo en la calle, avanzando hacia nuestro destino en medio de grupos cada vez más nutridos de devotos del Naza, que al igual que nosotros ya sabían que Portobelo estaba cerca. Esa tarde, hacia las cinco, nos cayó una ligera llovizna que nos devolvió la vida. Desde entonces, todos los años, justo antes de entrar al pueblo me ha caído esa bendición, el “agua del Naza”, que nos da fuerza y nos revive cuando más cansados estamos. Con renovadas fuerzas y llenos de fe, apretamos el paso para entrar al pueblo. Entrar a Portobelo el 21 de octubre es una experiencia única en el mundo. Esa primera vez, rodeado de peregrinos, de buses que abarrotaban la pequeña calle que recorre a Costa Arriba, con todos los vecinos desde las afueras dándonos agua y ánimo a todos los que llegamos al final de la peregrinación, sentí una emoción tremenda. Entramos al pueblo junto a miles y miles de fieles en medio de una euforia de fe, de desprendimiento, de espiritualidad que no he sentido nunca en ningún otro lugar del mundo.
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Saliendo de la Iglesia de San Felipe en Portobelo, en 2004, después de pasar tres días caminando desde mi casa en San Felipe. Justo había terminado de rezarle al Naza y pedirle por mi familia, mis amigos, mi equipo y mi país. Venía empapado en sudor del camino y el sol.
La calle hacia la iglesia estaba repleta de peregrinos que,
colectivamente, emanaban una energía poderosísima difícil de describir. Casi todos llevaban la túnica morada con las mangas largas y el cuello con aplicaciones de encaje similares a la del propio Nazareno. Unos hacían penitencia cargando desde sus casas cruces pesadas sobre sus hombros; otros la hacían con coronas de espinas en la cabeza o dándose azotes en la espalda. En la distancia se oía el himno de facto del día del Cristo Negro de Portobelo: “El Nazareno”, de Ismael Rivera. El Nazareno me dijo que cuidará a mis amigos. Pa’lante, pa’lante, pa’lante, pa’lante, pa’lante como un elefante Y no dejes que te tumben tu plante.
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Niños que no llegaban a los diez años cargaban réplicas del Nazareno. Hombres se arrastraban en el suelo, con las rodillas sangrantes, sobre el pavimento áspero de las antiguas calles empedradas; otros caminaban con la espalda quemada por la cera de velas encendidas que sus familiares les derramaban, como penitencias ofrendadas al santo. Yo estaba empapado en sudor y exhausto después de tres días de caminar sin parar, bajo agua y sol. Cuando me acercaba a la Iglesia de San Felipe, pasé al lado de docenas de barberos que les cortaban el pelo a los peregrinos que habían prometido esa ofrenda. El piso estaba lleno de cabello humano. Se sentía el olor a incienso y a velas encendidas que salía de la iglesia, que se mezclaba con el olor y el calor de miles de peregrinos que abarrotábamos cada centímetro del pueblo. En ese momento sentí una brisa fresca que corría desde el mar. Volaron sobre nuestras cabezas cientos de palomas y el sol de la tarde iluminaba en todo su esplendor la iglesia del Naza. Fue en ese momento cuando sentí que todo lo vivido había valido la pena. En Portobelo, el pueblo entero estaba entregado a Dios, por medio de su santo patrono: el Cristo Negro. Al entrar a la parroquia, mis pies pisaron el mismo suelo sobre el cual miles de peregrinos que precedieron mi llegada dejaron huellas invisibles. Al arrodillarme a la orilla del mar de velas encendidas que flameaban pacientemente en el centro de la parroquia, sentí el piso que ha sostenido a miles de rodillas cada 21 de octubre. Le oré al Cristo Negro —por mi familia, por mi país— como cientos de devotos lo hacían en ese mismo momento, unos con los ojos cerrados, otros con las manos entrelazadas. Las oraciones susurradas por nuestras voces y deseos más
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Rezándole al Naza en la Iglesia de San Felipe, en Portobelo, después de mi peregrinaje anual el 21 de octubre de 2013. Nuestra entrada a la iglesia todos los años es uno de los momentos más espirituales de mi vida.
profundos ascendieron como humo, uniéndose a las plegarias dichas por los miles de peregrinos que desde siempre han venido a encontrar a Dios por conducto del Naza. Cuando estaba ahí, de rodillas, frente al Naza en el medio de la iglesia, rodeado de miles de devotos, le entregué mi escapulario al presbítero y él lo colocó en el anda del santo. En ese momento me di cuenta de que por mi cara corrían lágrimas de felicidad y que por primera vez en mucho tiempo me sentía uno con el Señor. Salí de la parroquia y entré a la ciudad de Portobelo, donde me dirigí hacia mi viejo amigo Sorolo.
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Con mi amigo Sorolo, en Portobelo, despues de salir de la iglesia desde San Felipe. Todos los años paso a la casa de mi prima Sandra a saludar a mis amigos y a comer un plato de fufú frente al mar, mientras esperamos la procesión.
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orolo y yo nos sentamos en una banca de cemento frente al mar, en la casa de mi prima Sandra. En una hora empezaría la procesión. Ahí me contó una historia y testimonio personal que se ha vuelto parte de la cultura humana que rodea al Cristo Negro de Portobelo. “En el año 1975, mi buen amigo Ismael Rivera tenía muchos problemas con la adicción a las drogas. Estaba en un lugar muy oscuro en su vida y todos los doctores le decían que tenía que dejar las drogas y que era cuestión de vida o muerte. Ismael quería recuperarse, su adicción lo estaba matando y afectaba profundamente a su familia. Sabía que tenía una enfermedad y buscaba con desesperación la cura”.
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“Ismael consideraba a Panamá su segunda patria, y en una de sus visitas hablamos. Esto fue lo que me dijo: ‘Te digo la verdad, el Naza me dijo que lo tenía que buscar’. Y, casi por milagro, Dios me lo puso en mi camino y él desde el primer día me trató como un hermano. Yo sabía de sus problemas y le dije sobre el Cristo Negro de Portobelo. Le conté la historia del Cristo y cómo se le han atribuido importantes milagros. Le dije que tenía que encomendarse al santo, que solo así encontraría la salvación que necesitaba. Maelo —como también se le conocía— no creía en el poder de lo divino y estaba muy retacado. Yo le veía cómo me troncaba la cara cuando le hablaba de mi santo, pero poco a poco me pareció que en su desesperación mi mensaje le empezó a calar”. “Un día, camino a un toque que tenía Maelo en Colón con una orquesta, justo antes de pasar al cruce de Sabanitas, le dije: ‘Nos vamos pa’ Portobelo’ y desvié el carro. Él se me quedó viendo pero no me pudo decir nada. Lo llevé derechito a la puerta de la iglesia y, apenas se bajó del carro, empezó a caminar hacia ella. De repente, apenas pasó la puerta de la iglesia, cayó de rodillas y empezó a llorar como un niño mientras caminaba de rodillas hasta el Naza y le clamaba a Dios”. “Yo nunca había visto nada parecido. Fue un verdadero milagro: hoy cuando lo cuento, todavía se me salen las lágrimas. Desde ese día, Maelo dejó la droga y la heroína que lo estaban matando y se entregó al Naza. Apenas llegamos a Colón me entregó toda la porquería y droga que tenía y la botamos a la basura. Más nunca tocó droga y desde ese día fuimos hermanos de sangre”. “Desde ese año, no hubo 21 de octubre en que Maelo no viniera a Portobelo. Todos los años caminábamos e íbamos juntos a la Iglesia de San Felipe y le rezábamos al santo de
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rodillas, caminábamos en la procesión, dos pasos pa’lante y un paso pa’trás. Vivió muchas veces esta experiencia tan especial, junto a una comunidad de devotos que estaban en lo mismo: pidiéndole al Nazareno por un milagro especial, por un mejor mañana para ellos y sus seres queridos”. “Maelo le ofreció siete años de penitencia al Cristo Negro, que consistía en caminar desde El Chorrillo, donde vivo yo, hasta Portobelo. En ese entonces el viaje era de tres días. Desde 1975, Maelo se encomendó al Naza y desde ese momento su vida empezó a cambiar. La profunda influencia del santo en la vida de Ismael lo motivó a dejar las drogas para siempre y retomar su pasión, que era la música”.
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legado al lugar de la procesión, me acerqué a mi hermano Eduardo y a Cuqui, que vino a Portobelo para acompañarme a ver el paso del Naza. Miles de peregrinos se encontraban en la plazoleta de Portobelo mientras docenas de devotos cargaban el anda del Cristo Negro. El Naza iba en medio de un mar de velas, lucía una túnica morada, una corona de espinas metálicas y llevaba una cruz sobre sus hombros. La procesión recién salía de la iglesia, en medio del repique intenso de campanas y los aplausos y vítores de la gente. La túnica del Naza estaba llena de miles de cadenas, crucifijos y escapularios de oro que le habíamos entregado sus devotos. El ambiente esa noche era de completa devoción por el Naza, pero a la vez era de celebración: trompetas y tambores inundaban el aire con ritmos caribeños, mientras cientos de fuegos artificiales estallaban en el cielo, explotando en luces rojas, verdes y moradas.
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Cuando el Naza sale de su iglesia, en medio del sonar de las campanas y de fuegos artificiales, llena de vida y de emoción a todos los que lo estamos esperando afuera.
En el suelo estaban los que ofrecían sacrificios: varios estaban de rodillas, torciendo su cuerpo de un lado al otro, permitiendo que se derramara cera caliente sobre su espalda. Algunos se flagelaban con látigos, hechos de cuero o de hilo, rompiendo su espalda. Unos cargaban cruces pesadas, otros llevaban efigies del santo patrono sobre la cabeza. Esa noche, los miles de peregrinos que viajamos de todas partes del país y del mundo para presentar nuestras ofrendas y peticiones al Nazareno nos transformamos en una sola voluntad, en una sola fe. La fuerza y la esperanza que todos vivimos ese día eran tan grandes, que salíamos de Portobelo renovados por completo y dispuestos a hacer el bien, a amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a uno mismo.
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El Cristo Negro de Portobelo no respira, no llora, no sangra
y no siente; pero da vida y transmite fuerza y voluntad. El Nazareno es como la sangre de nuestras venas: nutre el espíritu panameño, infunde fe y propaga esperanza. El Cristo Negro cambia vidas. El Cristo Negro no respira, pero en todos los peregrinos que caminan decenas de millas para verlo año tras año, en Ismael Rivera, en Sorolo, en mí, en todos los que se arrastran por las calles, que bañan su cuerpo de cera ardiente, en todos los que le rezan de rodillas por un mejor mañana, el Cristo Negro vive, como por siempre vivirá, mientras viva Panamá.
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nos años después de haber fundado ANCON (Asociación Nacional para la Conservación de la Naturaleza) en 1985, entrevisté a una joven llamada Lexa Flores para la posición de asistente de mi secretaria ejecutiva. Después de llegar, se presentó y se sentó frente a mí para empezar la entrevista. En ese entonces la sede de ANCON quedaba en una pequeña casa en la calle 50, con una gasolinera a un lado y, en la casa del otro lado, el salón de belleza de un joven emprendedor llamado Charlie Cuevas. Mi oficina era un cuarto pequeño con un escritorio de madera grande. En el fondo, detrás de mi silla, había un librero de pared a pared y de piso a techo. Ese día, como todos los otros, había una pila de informes, libros, estudios y documentos encima del escritorio.
Lexa
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Conversé un rato con Lexa sobre su vida y sus experiencias profesionales. Había trabajado durante dos años haciendo contabilidad para una compañía de ingeniería que hacía estudios de suelo. Curiosamente, ella ganaba más en esa empresa que lo que ganaría como asistente en ANCON. “¿Por qué quieres trabajar en ANCON, si aquí ganarías menos de lo que ganas ahora?”, le pregunté. Respondió con seguridad: “Desde que era pequeña, mi madre me enseñó a respetar los árboles y los animales. Ella no dejaba que ni mis hermanos ni yo tumbáramos una planta o le hiciéramos daño a un animal. Admiro mucho el trabajo que hacen en ANCON, porque siempre veía sus comerciales cuando estudiaba en la Profesional. La verdad es que para mí hacer algo por la naturaleza y los animales trabajando en ANCON sería un sueño”. La contraté de inmediato por su compromiso con el ambiente y su actitud, pero también porque sabía hablar inglés y usar una computadora Macintosh, que en ese entonces prácticamente no existía en Panamá (yo había traído una de las primeras Mac a Panamá desde mi universidad y todo ANCON corría en el formato Apple). Durante mis primeros años como director ejecutivo de ANCON, pasé mucho tiempo en áreas remotas y en la selva implementando proyectos de conservación. Cuando estaba en la ciudad más que todo visitaba a empresarios y ciudadanos que creían en nuestra causa para recaudar fondos. No pasaba mucho tiempo en la oficina y no tenía muchas oportunidades de interactuar con Lexa. Siempre he creído en darle responsabilidad a mi equipo y exigir resultados, confiando en la capacidad de quien trabaja a mi lado y así lo hice siempre en ANCON y después como alcalde de Panamá.
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Cuando, al cabo de dos años, mi secretaria ejecutiva renunció, le ofrecí la posición a Lexa. Al hablar de cuáles serían sus responsabilidades, le pregunté si quería que le contratáramos a una asistente y me dijo con toda seguridad que no iba a ser necesario. Consciente de la cantidad de trabajo que esa posición requería, y de que mi última secretaria, quien hizo muy bien su trabajo, tenía en ella a su propia asistente, quedé escéptico de que Lexa podría hacer el trabajo sola. En ANCON éramos pocos y nuestro trabajo se daba en el ámbito nacional, por lo que con frecuencia trabajábamos incluso los domingos (y siempre los sábados hasta el mediodía). Sin embargo, durante cinco años, lo hizo. Lexa era puntual, eficiente y perfeccionista. No se le escapaba ningún error numérico ni ortográfico. ¡Se acordaba de todo! Caminaba conmigo en los bosques y en los manglares, con botas de selva que le llegaban hasta las rodillas, cuando había que inspeccionar un proyecto, y al día siguiente estaba de vuelta en la oficina haciendo su trabajo ejecutivo. Le gustaba estar en la selva y sentía el deber de proteger la naturaleza de Panamá. Ante la presencia de murciélagos, insectos o boas adultas de varios metros de largo que rescatábamos en la ciudad, ella no desmayaba. Llegamos a supervisar un equipo de más de doscientos colaboradores a tiempo completo y a manejar un presupuesto de varios millones de dólares al año, todo llevado con honradez y transparencia gracias a la ayuda de Lexa. Cuando decidí dejar ANCON y entrar al mundo político, Lexa fue una de las personas a las que les pedí que vinieran conmigo. Hoy en día, veintitrés años después de esa entrevista en la calle 50, esa joven, Lexa Flores, sigue junto a mí y es una de mis más cercanas colaboradoras. Después de más de dos décadas de trabajar en equipo, hoy he aprendido a
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valorar no solo su capacidad profesional, sino sus principios de honestidad, lealtad y compasión por los demás que le inculcaron las mujeres de su familia: su madre Ernestina y su abuela Mamá Celia. ¿Quiénes eran estas mujeres que tanto influenciaron a Lexa?
Lexa Flores nació en el Hospital Santo Tomás de la Ciudad
de Panamá en la década de los 60. Vivió su juventud en el barrio de San Francisco con su familia, conformada por su mamá, su papá, dos hermanas mayores y un hermano menor. Recuerda su niñez como una etapa llena de alegría y felicidad. Había mucho amor en su familia directa y su familia extendida, y desde joven sus padres le enseñaron que lo más importante en la vida era la familia. Una de las figuras más importantes en la vida de Lexa fue su madre, Ernestina Cedeño Medina, quien nació en el pueblo de Bajo Corral, en la provincia de Los Santos, en 1935. Al llegar a sexto año de la secundaria, su papá, Nicanor Cedeño —el abuelo de Lexa—, le pidió a Ernestina que dejara de ir a la escuela y comenzara a trabajar para poder ayudar a la familia. Por falta de oportunidades en su pueblo, Ernestina tuvo que viajar a la capital para buscar empleo y por más de diez años trabajó en casas de familia. Cada fin de semana que podía, Ernestina volvía a su casa en bus y dejaba comida, ropa y dinero para sus hermanas y sus padres. En su primer matrimonio, Ernestina tuvo dos hijas. Después de separarse de su primer esposo, fue soltera por diez años hasta conocer al padre de Lexa, Manuel Flores, que es ebanista. Cuando Lexa
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Ernestina (derecha) y su hermana Esther cortando maíz para hacer changa y buñuelos.
Ernestina y sus hermanas, Fredy, Delia y Esther, celebrando el dia de las madres.
nació, Ernestina dejó de trabajar para dedicarse a su esposo y a su familia. A lo largo de los veintitrés años que he trabajado junto a Lexa, hemos hablado mucho sobre la profunda influencia que su madre ha tenido en su vida. Me ha contado cómo Ernestina siempre exigía lo mejor de sus hijos. Ella no les permitía salir de la casa sin haber trapeado el piso de la cocina hasta dejarlo inmaculado o haber arreglado sus camas y dejarlas bien hechas, sin arrugas. Les enseñaba exactamente cómo tenían que fregar los trastos: primero los cubiertos, después los vasos, los platos y finalmente las ollas. Si confundían el orden, los obligaba a hacerlo de vuelta. No permitía que sus hijos se pusieran ropa sucia y, en palabras de Lexa: “¡Mi mamá se moría si una camisa blanca parecía crema!”, hasta el punto de exigir que la ropa blanca fuera lavada primero a mano, luego con agua de lluvia y de nuevo a mano hasta que volviera a ser tan blanca como cuando la compraron. Ernestina era una madre que les daba todo y les exigía todo a sus hijos. Sin duda la raíz de esa voluntad de superación surgió de cómo ella veía a sus hijos: como individuos con la plena
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capacidad de volverse la mejor versión posible de sí mismos. Desde temprana edad, Ernestina les inculcó a Lexa y sus hermanos conciencia de su responsabilidad cívica y social como ciudadanos. Exigía que Lexa corrigiera lo que ella sabía que estaba mal. Si había un lápiz en el suelo, esperaba que lo recogiera. Si alguien estaba cometiendo una injustica contra otra persona, esperaba que Lexa reclamara. No aceptaba que Lexa o sus otros hijos les hicieran daño a otras personas, ni a los animales o a las plantas. Les enseñó a respetar la vida. Lexa recuerda cuando su vecina, la señora Yaya, la mandaba a hacer compras a la tienda o a hacerles un mandado. La señora Yaya le ofrecía a Lexa un peso por el favor, pero su mamá no la dejaba aceptar el dinero, pues insistía en que “por hacer el bien uno no cobra”. Ella exhortaba a Lexa para que fuera independiente. Cuando salía con chicos la obligaba siempre a llevar plata por si pasaba algo y tenía que regresar a la casa en un taxi. Le daba especial importancia a su educación y les decía a sus hijos: “Estudien, que eso es lo único que nadie les puede quitar.” Ella misma los llevaba a la escuela en la mañana y los iba a recoger cuando salían por la tarde. Lexa no recuerda haber faltado un solo día a la escuela. Ernestina se aseguró de darles a sus hijos lo que ella nunca pudo obtener, por falta de recursos: una educación completa, desde primaria hasta la universidad. Enseñó a Lexa y a sus hermanos la importancia de ser independientes y el valor de la comunidad; sobre todo, el valor de la familia. Pero lo que Ernestina más demandaba de sus hijos era respeto a la dignidad de todas las personas: fueran jóvenes o mayores, ricos o pobres, hombres o mujeres. Ernestina no permitía que Lexa y sus hermanos maltrataran a nadie. Cuando Lexa estaba en primer grado, se llevó una muñeca
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Nicanor y Mamá Celia, los abuelos maternos de Lexa.
Barbie de una niña de su salón. Cuando regresó de la escuela, Ernestina le revisó el maletín como solía hacerlo todas las tardes. Al ver la muñeca, y consciente de lo que le había podido comprar a Lexa y de lo que no, le dio una rejera a su hija y la obligó a devolver la muñeca de inmediato y a pedirle disculpas a la niña. Ernestina también esperaba el mismo respeto por parte de todas las personas. Luego de graduarse de tercer grado, Lexa fue al Colegio Belisario Porras y la pusieron en el salón de una maestra a la que le decían la maestra Tachita. El primer día de clase, Lexa era la única nueva y la maestra instó a que la cambiaran de aula porque en su salón, dijo la maestra Tachita, “nada más entran estudiantes buenos”. Cuando se enteró, la mamá de Lexa se indignó y movió cielo y tierra para que a Lexa la dejaran en el mismo salón. La maestra después vio cómo Lexa se ubicaba entre las mejores de la clase. Ernestina no permitía que nadie subestimara a los demás, mucho menos a uno de sus hijos o hijas. “Nunca dejes que
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Lexa con su hijo Paulo Andrés.
nadie te haga sentir mal”, recuerda Lexa que le dijo su mamá ese día, “nunca permitas que nadie lesione tu humanidad”. Las enseñanzas de Ernestina —sobre la importancia de ser la mejor versión de uno mismo, la comunidad familiar, la honestidad y el respeto a la dignidad de todos— son lecciones que modelaron a Lexa como la madre y profesional que es hoy. Pero Ernestina no fue la única mujer en influenciar a Lexa: su abuela Mamá Celia también fue un modelo a seguir.
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exa recuerda los veranos que pasó en Las Tablas, cuando era niña, junto a sus abuelos maternos con una mezcla de felicidad y nostalgia. Cuando las clases terminaban en diciembre, sus padres la llevaban con sus hermanos a Las Tablas, adonde se quedaban por tres meses en casa de sus abuelos y muchos primos.
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Su abuelo Nicanor Cedeño era un campesino jocoso que se pasaba los días “semaniando” en el monte con sus amigos. La abuela, Mamá Celia, era quien cuidaba a Lexa y a sus hermanas y primos. Mamá Celia era una de tres hermanas, que nacieron y pasaron su juventud en el pueblo de Bajo Corral. El viaje de Bajo Corral a la ciudad más cercana, Las Tablas, duraba más de medio día a pie. Mamá Celia tuvo una vida muy difícil, pues en el campo interiorano no había luz ni agua potable; cocinaba en fogón porque no había estufa. Para lavar ropa, tenía que cargar agua en un balde desde la quebrada, encima de un trapo enrollado sobre su cabeza. Ella cosía sus propias sábanas y colchas con retazos y hacía su propia ropa. La vida era difícil: Mamá Celia tuvo dos partos de mellizos y los dos los perdió. A pesar de todo lo que Mamá Celia había vivido, no había rastro de dolor ni sufrimiento ni en su rostro ni en su manera de ser. Lexa recuerda a su abuela como la persona más dulce, hermosa y paciente que ella ha conocido en su vida. Nunca tuvo mucho, pero Mamá Celia vivía más que satisfecha con lo que Dios le otorgó; nunca fue codiciosa. Cuando Lexa iba a visitarla durante los fines de semana o por los tres meses del verano, Mamá Celia no permitía que ni ella ni sus hermanos lavaran la ropa, arreglaran la cama o la ayudaran a preparar o servir la comida; ella fregaba todos los platos y lavaba toda la ropa. Les cocinaba cocadas y buñuelos para postres y, sin falta, les daba mango maduro y naranja para la merienda. Hoy, cuando han pasado muchos años desde aquellos veranos de felicidad en el interior, Lexa es consciente de que Mamá Celia dejaba de comer para que sus nietos no se fueran a dormir con hambre. Ese sacrificio de pasar hambre por
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un ser querido dice mucho del tipo de mujer que era Mamá Celia. Estaba dispuesta a hacer todo por la gente que ella más amaba: su amor por su esposo, sus hijos y sus nietos era total e incondicional.
Las exigencias de Ernestina y el ejemplo de Mamá Celia
ayudaron a formar a Lexa como la mujer que es hoy: honesta e independiente, inteligente y profesional, honrada a toda prueba, trabajadora y perfeccionista. Lexa es una ciudadana que hace todo lo que puede, calladamente y con humildad, para contribuir a la sociedad. Sobre todo, es una madre que ama a su hijo como su madre y su abuela la han amado a ella: de manera total e incondicional. Las vidas de estas tres mujeres muestran una realidad de la sociedad panameña: las mujeres y madres de nuestro país son el corazón de nuestros hogares y la columna vertebral de nuestra sociedad; son ellas quienes nos inculcan valores, carácter y moral, así como a nuestros hijos y a las futuras generaciones de Panamá. En todas las sociedades, los valores más profundos se preservan gracias a las mujeres en sus roles de madres y maestras, dentro de la concepción de unión familiar que ellas defienden. Valorarlas y reconocer su ejemplo es la única manera de educar a las nuevas generaciones. En mi propia vida, el ejemplo de Lexa y su apoyo incondicional a mis empeños personales y profesionales han dejado una huella imborrable. Su trabajo a mi lado, sus consejos sanos, sus valores y su integridad han sido fuente de aprendizaje permanente para mí y para toda mi familia, que la quiere y la aprecia igual que yo. Ha sido una de las voces que mayor resonancia ha tenido en lo que hoy soy.
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on machete en mano Oscar Vallarino, Thomas Stukel (director de la misión norteamericana de USAID en Panamá) y yo atravesábamos en Río Cabuya, Chilibre Centro, un océano interminable de Saccharum spontaneum, hierba exótica conocida como paja blanca. Caminábamos con cuidado: la paja nos cubría del todo y era difícil saber lo que encontraríamos en nuestro camino. A cien metros de donde caminábamos estaba el bosque tropical del Parque Nacional Soberanía, hogar de todas las especies de aves y animales que habitan dentro del perímetro de esta vital reserva natural, situada en el corazón de la cuenca hidrográfica del Canal de Panamá. Los bordes de las selvas siempre han sido espacios dinámicos que se extienden o se contraen, dependiendo en gran medida de lo que hacemos los humanos en esas áreas fronterizas. Pero en las últimas décadas, la cobertura boscosa a escala nacional había ido disminuyendo de forma consistente a un ritmo alarmante. En 1960, el 70% del territorio panameño aún estaba cubierto por bosque. En 1980, seis años antes de nuestra gira en Chilibre, la cobertura boscosa total había disminuido a menos del 30% del territorio nacional.
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Solo unos años antes, el enorme pajonal que atravesábamos era selva densa. Los árboles que antes habitaban la tierra que pisábamos se quemaron y murieron de forma masiva. Durante años, miles y miles de hectáreas de selva fueron eliminadas. En su lugar, quedó la paja blanca que apartábamos de nuestro camino mientras nos dirigíamos hacia una colina en el punto más alto de esa zona del parque. La paja blanca, especie exótica introducida por los norteamericanos a la antigua Zona del Canal, era nefasta para el bosque, pues se tupía por completo convirtiendo zonas enteras en verdaderos desiertos biológicos y no permitía que ningún árbol creciera; peor aún, en la época seca ardía con facilidad, en incendios gigantescos con llamas de hasta seis metros de alto, que mataban a todos los árboles cercanos en el borde del parque. Además, la paja blanca se recuperaba de inmediato con las primeras lluvias, logrando así seguir ampliando sus fronteras y aumentando su cobertura con facilidad, ganándole todos los años más terreno al bosque. Junto a nosotros estaba Raúl Fletcher, un hombre extraordinario que, con Oscar y yo, fue imprescindible para fundar e iniciar ANCON. Ellos eran inseparables; y Raúl era como un maestro para nosotros dos, siempre sabio, muy seguro de lo que debíamos hacer; siempre en contacto con la gente, solidario, responsable y leal. Una vez en la cima, tuvimos una vista de tres mundos distintos: la vida que emanaba del verdor y la sombra acogedora del Parque Nacional Soberanía, a corta distancia de nosotros, que contrastaba con el silencio sepulcral del pajonal en el cual nos encontrábamos. Y luego, al otro lado del pajonal, se veían las comunidades chilibreñas que dependían y se sustentaban de los ríos que emanan del bosque y de lo que vivía y moría en la selva. En el medio estaba la consecuencia
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Con Oscar mientras recorrimos nuestros proyectos de conservación y reforestación en el Parque Nacional Soberanía.
del estilo de vida insostenible de nuestra especie: un mar de paja blanca donde nada podía vivir. Oscar y yo trabajábamos en ANCON, que tenía la misión de conservar la biodiversidad y los recursos naturales de Panamá, y estábamos buscando ese día a un donante que nos ayudara a financiar nuestro próximo proyecto. En el punto más alto de la loma, en medio del pajonal, Oscar presentó ante el director de la USAID nuestro plan: “Los vecinos de las comunidades que viven a la orilla del Parque Nacional Soberanía por necesidad están sembrando sus cultivos y su comida; pero con frecuencia, cuando queman sus parcelas al final del verano para preparar sus terrenos, se extiende involuntariamente el fuego a la paja blanca, destruyendo el borde del bosque y aumentado año tras año la deforestación en el área a un ritmo alarmante. Nosotros en ANCON queremos
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darles alternativas sostenibles a los chilibreños para que vivan mejor y produzcan más, no solo poniéndole un alto a este creciente deterioro, sino también volviendo el tiempo atrás y transformando este terreno que hoy es pajonal en la selva que fue apenas hace unas décadas, garantizando así agua y vida para los chilibreños y el Canal”. El norteamericano nos miró con escepticismo. “Eso es un proyecto masivo, de varias décadas”, dijo. “Para eso se necesitan tractores. ¿Ustedes lo quieren hacer con qué, pico, pala y machete?” Oscar, sin vacilar, respondió: “Exactamente, lo vamos a hacer a mano, para aprender agroforestería junto a los chilibreños, crecer juntos a ellos, involucrar a la comunidad en defender su parque y generar cientos de empleos”.
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n 1985, unos meses después de que fundamos ANCON junto a líderes de la comunidad científica y empresarial del país, comencé el proceso de crear una base de datos biológicos que nos serviría como sustento científico para conservar las selvas de Panamá. Constituimos un equipo de biólogos, botánicos, geógrafos y científicos que ayudarían a construir esa base de datos, y anunciamos las posiciones que necesitábamos cubrir en universidades y centros de investigación científica en todo el país. Aunque para el equipo necesitábamos específicamente botánicos y biólogos con experiencia y conocimiento de nuestro istmo y sus selvas tropicales, una de las aplicaciones que recibí era de un joven biólogo marino panameño llamado Oscar Vallarino Bernat. En ese entonces, Oscar trabajaba en el prestigioso Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales (STRI) con el respetado científico Ira Rubinoff, quien se enfocaba en el
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Recorriendo los límites y la cerca del Parque Nacional Soberanía con Raúl Fletcher, miembros de nuestro equipo y un morador de la comunidad, en 1986.
estudio de ecosistemas marinos y la evolución de los peces. Oscar estudiaba culebras marinas. El doctor Rubinoff fue uno de los síndicos fundadores de ANCON y muy pronto se convirtió en un maestro y aliado estratégico en nuestra causa por salvar nuestros bosques y las miles de especies vivas que estos protegían. Recuerdo el momento en que Oscar entró por primera vez a mi oficina, con unos enormes anteojos que llevaba puestos, pero sobre todo por su profesionalismo e inteligencia. Le pedí de inmediato que formara parte de nuestro equipo como director, para liderar el proceso de crear la base de datos biológicos de las selvas de Panamá, y para identificar y priorizar nuestros proyectos de conservación sobre una base de información científica sólida.
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La base de datos y la información científica del Centro de Datos para la Conservación (CDC) construida bajo el liderazgo de Oscar se convirtió en el corazón de ANCON. Nos ayudó a identificar las áreas de Panamá con mayor concentración de biodiversidad, las cuales, al ser comparadas y sobrepuestas a las regiones de mayor peligro y con mayor deforestación, nos permitían identificar y priorizar las zonas que más necesitaban la ayuda de nuestra organización. Sabíamos exactamente en qué proyectos enfocar nuestros limitados recursos humanos y financieros para tener el máximo impacto positivo en el ambiente. Al mismo tiempo, nuestra metodología científica nos permitió convertirnos en una organización profesional con sustento técnico para todos nuestros proyectos, lo que nos dio mucha credibilidad nacional e internacional. Incluso, la base de datos se ganó el prestigioso premio Heritage de la organización ambientalista internacional The Nature Conservancy, la cual también fue un aliado fundamental para fortalecer la capacidad institucional de ANCON. Una vez que habíamos avanzado y madurado sustancialmente el proyecto de la base de datos biológicos, después de varios años de trabajo en equipo, le pedí a Oscar que aceptara ser el director de operaciones de ANCON, cargo desde el cual supervisó todos nuestros proyectos y procedimientos en el ámbito nacional. Aunque en ese entonces el gobierno panameño ya había designado extensas áreas de la geografía nacional como áreas protegidas, tal designación muchas veces solo existía en el papel. Una de las metas inmediatas al fundar ANCON fue la de convertir en realidad su protección y convertir los parques nacionales y las reservas naturales del país en verda-
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deras áreas protegidas, con planes de trabajo y personal idóneo, trabajando de la mano con la Dirección de Recursos Naturales Renovables (RENARE, hoy Autoridad Nacional del Ambiente, ANAM). Organizamos ANCON en las diferentes regiones del país y empezamos a desarrollar esquemas de trabajo de campo para todas las áreas naturales protegidas existentes. También adelantamos un plan para identificar y darles protección a aquellas áreas naturales y ecosistemas que aún no la tenían. Desde la cima del Cerro Pirre, en el corazón del Parque Nacional Darién, hasta las costas de Bocas del Toro y las montañas de las provincias centrales, recorrimos las selvas del país por aire, mar y tierra con una sola misión: proteger la biodiversidad y los recursos naturales, que nos pertenecen a todos los panameños. Al principio capacitamos y equipamos a los guarda-parques de RENARE —que después se convirtió en el Instituto Nacional de Recursos Naturales Renovables (INRENARE)—, demarcamos los límites de las áreas naturales con alambre, involucramos a las comunidades locales, instalamos rótulos para notificarle a la población sobre la protección que tenían los parques nacionales y apoyamos las áreas protegidas con patrullajes comunitarios junto al INRENARE para disminuir la cacería y la tala de los árboles. Todos en ANCON sentíamos que éramos parte de un equipo con una misión importante. En solo diez años, ayudamos a hacer de la protección de áreas naturales de Panamá una realidad y por primera vez los panameños empezamos a crear una agenda ambiental para nuestro país. Hoy en día, trabajando en equipo junto a muchas otras instituciones y panameños valiosos, ANCON ha dejado huella en muchas de las áreas protegidas y parques nacionales.
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Recorriendo nuestra reforestación en Río Cabuya, Chilibre, con Raúl Fletcher y mi ayudante Juan Andrés.
Muchas de esas áreas fueron definidas, demarcadas y protegidas trabajando en equipo junto a las autoridades. El Parque Nacional Soberanía, el Parque Nacional Chagres (ambos en la cuenca del Canal de Panamá), el Parque Nacional Darién y el Parque Nacional Volcán Barú fueron consolidados gracias a estos esfuerzos conjuntos. Otras reservas naturales que fueron creadas y protegidas gracias al liderazgo de ANCON son el Parque Internacional La Amistad, el Parque Nacional Coiba (ambos declarados Reserva del Hombre y la Biósfera por la UNESCO, y este último Sitio de Patrimonio Mundial), el Parque Nacional Camino de Cruces (en plena cuenca canalera), la Reserva Natural Punta Patiño (la mayor reserva privada de Mesoamérica), el Corredor Biológico Serranía del Bagre, en Darién, y el Parque Nacional Marino Golfo de Chiriquí, entre otros. En la actualidad, estos parques nacionales y reservas naturales protegen una parte importante de nuestros recursos
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Dando entrevista a RPC Televisión en el Parque Nacional Soberanía para pedirles a los panameños que dejemos de destruir nuestros bosques.
naturales y nuestra diversidad biológica, pues constituyen la columna de un sistema de parques nacionales que cubre casi el 24% del territorio nacional.
Unos meses después de haber recorrido el pajonal en Chi-
libre con Oscar y el director Stukel, la solicitud de apoyo que le hicimos a la agencia USAID fue aprobada. Con ello pudimos financiar el proyecto de participación y capacitación comunitaria para rehabilitar la zona deforestada que formaba parte de los límites del Parque Nacional Soberanía, en Río Cabuya. Junto con decenas de voluntarios y personas que laboraban en ANCON, empezamos a trabajar con cientos de vecinos de Chilibre para recuperar el borde de las selvas que habían sido destruidas.
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Para nuestro país, el Parque Nacional Soberanía, el Parque Nacional Camino de Cruces y el Parque Nacional Chagres son de particular importancia, pues constituyen tres de las áreas con mayor biodiversidad para los científicos del mundo: dentro de su perímetro residen más de cien especies de mamíferos, quinientas de aves, ochenta de reptiles, cincuenta de anfibios y treinta de peces de agua dulce. Sin embargo, son las más de quinientas especies de aves que vuelan, forrajean y se reproducen dentro de los confines de este territorio las que hacen estos parques verdaderamente únicos, ya que hay pocos lugares en el mundo que contienen tan amplia y evidente diversidad biológica en tan pequeño territorio: 22.970 hectáreas en el Parque Nacional Soberanía, 5.540 en el Parque Nacional Camino de Cruces y 129.000 en el Parque Nacional Chagres. Entre estas especies de aves hay varias extraordinarias que son poco comunes en el mundo: el tucanete orejigualdo, el picamadero ventrirrojo y el águila arpía. Entre los mamíferos que residen en estos parques hay monos cara blanca, monos aulladores, perezosos, osos hormigueros y jaguares. Los parques nacionales Soberanía, Camino de Cruces y Chagres se extienden desde lo más alto del país hasta la cuenca hidrográfica del Canal de Panamá y bordean el lago Gatún, cerca de la comunidad de El Limón. Por esta especial localización geográfica, estos parques tienen una posición de importancia única en nuestro país, ya que surten de agua al principal motor económico de Panamá: el Canal. La salud y estabilidad de estas selvas tropicales y los ecosistemas que contienen son fundamentales para la economía nacional: el agua necesaria para el funcionamiento adecuado del Canal requiere una amplia precipitación anual, y las selvas que rodean el Canal juegan un rol fundamental en este proceso. Por
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ello, la deforestación pone en riesgo la estabilidad y la eficiencia de nuestro país y nuestro Canal, motor económico y futuro de nuestra nación, el cual estamos ampliando los panameños con una inversión de más de 5.200 millones de dólares. Estos parques se encuentran a pocos kilómetros de la ciudad y son objeto de vitales investigaciones científicas, así como epicentros turísticos accesibles para los amantes de la naturaleza, de Panamá y del mundo entero. Más importante aún, estas cuencas hidrográficas y científicas hoy alimentan de agua cruda a las plantas que suministran agua potable a las poblaciones no solo de Panamá y Colón, sino también de Arraiján, La Chorrera y San Miguelito, que son los principales centros urbanos del país. Aunque proteger la biodiversidad y el ambiente panameño es razón suficiente para promover la conservación de nuestros territorios naturales, no es la única. La conservación también es obligatoria para garantizar el agua de nuestro Canal y nuestras ciudades, y así darle estabilidad a nuestra economía y promover una vida digna: ninguna civilización ha existido en el tiempo despojada de sus recursos naturales y por eso es fundamental nuestro desarrollo sobre la base de conservar y proteger nuestro entorno natural. Los beneficiarios finales de nuestros esfuerzos de conservación no son ni los árboles ni las especies en peligro de extinción, sino nuestra gente, pues la especie humana exige un ambiente armónico donde desarrollarse. De hecho, los principales beneficiarios serían los panameños que aún no han nacido, los que heredarán un Panamá verde y próspero, lleno de agua y de vida. Esto es lo que queríamos proteger; esto es lo que queríamos conservar para ellos.
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Es por eso que Oscar y yo, y decenas de vecinos de Chilibre, nos encontrábamos unos meses más tarde en pleno desarrollo del proyecto de Río Cabuya, atravesando de nuevo el pajonal, caminando sobre el terreno lodoso del área del río hacia el perímetro del Parque Soberanía, que queríamos ayudar a conservar y proteger. Ese año instalamos, junto a los moradores, 45 kilómetros de alambre de púas de tres líneas a lo largo de los límites del Soberanía. Trazamos y demarcamos la totalidad de los límites terrestres del parque, trabajando junto a las comunidades, generando empleo y conocimiento, llevando desarrollo y oportunidades a la gente a la vez que protegíamos su futuro, que es el nuestro. Marcando sus límites de la misma forma que nuestra gente marca sus terrenos, se buscaba lograr que se respetaran los bosques y ecosistemas del parque nacional. Pero el orgullo que sentimos ese día por la labor que habíamos cumplido se disipó cuando, unas semanas después, mientras inspeccionábamos la cerca, nos dimos cuenta de que en varios puntos ésta había sido cortada y que la tala de árboles del parque había seguido, como si la cerca y los letreros que instalamos no hubieran existido. Seguían entrando al parque cazadores furtivos y taladores profesionales que venían de lejos a saquear el parque, contaminando los ríos y quemando el pajonal, sin importarles el futuro del Canal ni el de las comunidades vecinas.
Después de comprender que los letreros y las cercas en los
límites sin vigilancia no habían cumplido su misión, entre todos arreglamos las partes que habían sido destruidas y ayudamos a INRENARE a entrenar a sus guarda-parques,
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Junto al presidente Ernesto Pérez Balladares y nuestro equipo de trabajo en el Campamento de ANCON en Cana, en el corazón del Parque Nacional Darién. Oscar tomó la foto.
reclutados de la misma comunidad, para patrullar y proteger el área; sin embargo, el perímetro que debían cubrir era demasiado extenso y fue necesario hacer un gran esfuerzo colectivo. Incluso pintamos el alambre de la cerca a lo largo de sus 45 kilómetros con minio rojo para evitar su robo y facilitar su protección. Poco a poco, estas medidas empezaron a dar resultado. Oscar propuso además que intensificáramos las reuniones con los residentes y los líderes locales de cada una de las comunidades vecinas, para que se involucraran de lleno en la conservación y protección de sus bosques. Los dirigentes comunitarios tenían claro que los miembros de sus comunidades necesitaban conservar los bosques y las cuencas, porque los precisaban para sobrevivir: usaban su madera porque necesitaban leña para cocinar, tomaban agua limpia de sus ríos y quebradas porque no había acueductos y cultivaban tierras en sus comunidades en el borde del parque, donde producían buena parte de sus alimentos y su sustento.
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Saliendo en lancha de Punta Patiño a un recorrido de los límites del Parque Nacional Darién junto a Carlos Brandaris (q.e.p.d.), extraordinario biólogo que era un hombre de campo inigualable y mi compañero de selva inseparable.
Todo este desarrollo de aprendizaje y colaboración nos ayudó a comprender la cara humana del proceso de preservar la naturaleza y nos permitió aceptar una lección vital: para tener éxito, los proyectos de conservación deben ser integrales y contar desde el primer día con la participación y el apoyo de las comunidades locales. ¿Cómo podíamos conservar la naturaleza sin el apoyo de la gente? Era imposible. Esta experiencia transformó de forma radical la visión de todo nuestro equipo en ANCON y nuestra estrategia nacional, de ahí en adelante, para impulsar la conservación de la naturaleza. Aprendimos que debemos involucrar de lleno a la gente como protectora de sus bosques y su ambiente; aprender de la comunidad, empoderarla y ayudarla, porque al final del día son sus integrantes quienes vivirán en esas áreas. A partir de ese momento, Oscar y nuestro equipo se aseguraron de que las comunidades locales se involucraran
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y participaran de lleno desde que se iniciaba el diseño de cada proyecto en todas las regiones donde trabajaba ANCON. Nuestro primer proyecto con este nuevo enfoque fue ahí mismo en el Parque Nacional Soberanía y en Río Cabuya, que se convirtió en un centro de capacitación y empoderamiento comunitario para todo el país. Comenzamos reforzando y remplazando poco a poco la cerca de alambre de púas, en los límites del parque, con una nueva línea de árboles que aún son una cerca viva que protege el parque. Junto a un equipo de cientos de moradores de Chilibre y las otras comunidades vecinas, sembramos más de cien hectáreas de árboles en remplazo de la paja blanca en ese mismo año. Para convertir a los miembros de la comunidad en líderes y aliados en la protección de su ambiente, los guardaparques que contrataba INRENARE, y que nosotros ayudábamos a capacitar y equipar en ANCON, ahora provenían de las comunidades cercanas a los parques y áreas protegidas. Luego llevamos a otro nivel el concepto de conservación y desarrollo sostenible: construimos nuestra primera granja agroforestal sostenible, supervisada por Oscar y su equipo, en el área de Río Cabuya en los linderos del Parque Nacional Soberanía. Esta granja permitió desarrollar varios proyectos que les daban a los vecinos de la comunidad de Chilibre las semillas, técnicas y herramientas para poder producir más alimentos. La granja era una fuente de empleo para las comunidades vecinas, ya que tenía cultivos sostenibles de árboles, frutas y semillas propias de la región, al igual que crías de iguanas y ñeques. Los miembros de la comunidad podían alimentarse con lo que producía la finca y, más importante aún, de ella obtenían semillas y conocimiento para producir más y mejor en sus propias parcelas.
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La granja sostenible nos permitió crear una productiva y útil zona de amortiguamiento entre las comunidades y el parque. Al mismo tiempo, ayudamos a las comunidades a modificar su estilo de vida para vivir mejor, producir en armonía con el entorno natural cercano a sus hogares y lugares de trabajo. Este proyecto de desarrollo sostenible fue pionero en el ámbito regional. Los resultados fueron tan positivos que replicamos la finca agroforestal en varias provincias: instalamos estos proyectos en Boca del Drago (en isla Bocas del Toro), Peresénico (en Pirre, Darién) y Paguá (en La Pintada, Coclé), en pleno corazón del país.
Hace un tiempo, más de quince años después de la creación
de la finca agroforestal en Río Cabuya y de nuestro trabajo inicial en el Parque Nacional Soberanía, Oscar y yo volvimos al mismo lugar en donde estuvo el pajonal que atravesamos en 1986. El terreno de paja blanca que recordábamos ya no estaba ahí. En su lugar: verde, movimiento, humedad y vida. Una selva tropical joven, repleta de árboles de la región. El silencio inerte, que quince años atrás permeaba el pajonal, también ha sido relegado al pasado, remplazado por una sinfonía de sonidos selváticos: el aullido de los monos, el croar de las ranas y sapos, los llamados de aves exóticas… Con el liderazgo de Oscar, quien tuvo la visión de impulsar la conservación y el desarrollo sostenible de esta zona junto a las comunidades de Chilibre y Río Cabuya, y con la ayuda de sus propios habitantes, logramos juntos transformar un ecosistema muerto en una cuna de vida. Hoy, Oscar es el director ambiental de la Autoridad del Canal de
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Panamá y ha logrado que nuestro modelo de desarrollo sostenible y participación comunitaria se extienda a miles de moradores de la cuenca del Canal. Aunque aún falta muchísimo por hacer, estamos trabajando paso a paso como nación en la dirección correcta hacia un desarrollo sostenible, de la mano de la gente y en armonía con la naturaleza. Sí: nosotros, los humanos, somos los peores enemigos de la naturaleza aquí y en todo el mundo; pero también somos nosotros quienes aprendiendo, trabajando, buscando consenso, aplicando la ciencia e integrando a las comunidades cercanas, podemos lograr que los procesos de agroforestería, participación ciudadana, conservación y desarrollo sostenible cambien para bien la vida de nuestra gente. En solo quince años, los panameños deshicimos décadas de explotación dañina y logramos avanzar en Río Cabuya en el rumbo que algunos creyeron imposible: el desarrollo comunitario sostenible de la mano con nuestro entorno natural. Cuando se tiene la fortuna de contar con colaboradores y líderes con visión, como los líderes comunitarios de Río Cabuya y Chilibre y como el propio Oscar Vallarino, los proyectos crecen y la fuerza de voluntad se multiplica. Aliados nobles que renuevan las soluciones en la misma forma en que renovamos el paisaje, son una fuente inagotable de vida. Hoy en día, la selva del Parque Nacional Soberanía y el bosque nuevo de Río Cabuya siguen rebosantes de vida, llenos de energía y movimiento, como lo fueron en el pasado y como lo serán, si así lo deseamos, en el futuro. De Oscar aprendí que nada es imposible. Que los panameños, unidos, podemos lograr todas nuestras metas trabajando en equipo. Que debemos construir el futuro sobre nuestros principios y valores. Que el verdadero desarrollo tiene que basarse en el respeto y cuidado de la naturaleza y
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que éste solo será sostenible si tiene como núcleo a nuestra gente, que está ávida de recibir las herramientas y el conocimiento que les permitan construir con sus propias manos un futuro mejor para sus hijos. Y que, como lo ha dicho el papa Francisco, es nuestro deber proteger la creación, que es la vida misma creada por Dios.
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n la comarca Guna Yala es costumbre no botar el cordón umbilical del recién nacido; en vez de eso, esa tira rosada de materia orgánica se envuelve en una hoja grande, verde y venosa de bijao y se siembra, junto a una semilla de fruta, en el suelo arenoso en la isla donde nació. Cuando el cordón umbilical se desintegra y se descompone, la semilla a su vez se alimenta de sus ricos nutrientes y, literalmente, crece sustentándose de un pedacito de ese nuevo ser humano que también inicia la vida. Por eso se dice que cada niño o niña guna nace junto con su semilla. La semilla y el guna —como hermanos— juntos crecerán, se fortalecerán y, hasta que el destino lo mande, vivirán. Esta tradición guna hace explícitos los lazos que unen la existencia humana con el ambiente. Los gunas, desde muy jóvenes, viven una verdad que muchos, hasta hoy, no hemos podido entender: que el destino de la civilización humana estará eternamente atado al de la tierra que nos vio nacer y al de nuestro ambiente.
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En 1945, en la comunidad guna de Ogobsugun, a escasos metros de las olas que rompían rítmicamente contra las arenas caribeñas, Guillermo Archibold llegó al mundo. Junto a él, ese mismo día, fue sembrada una semilla de mango, nutrida durante esas primeras semanas por su cordón umbilical. Aunque la familia de Archibold vivía sin lujos, Guillermo no recuerda muchos momentos duros o infelices de su niñez. Su padre, Alejandro William Archibold era saila dirigente de la comunidad, campesino, agricultor y contaba con terrenos donde cosechaba coco, yuca, plátano, guineo y maíz. Su madre cuidaba del hogar y de los niños, y además ayudaba a su padre en la finca. Guillermo iba a la escuela de lunes a viernes junto a sus cuatro hermanos y su hermana. Durante el fin de semana y los meses que no había escuela, todos ayudaban con la cosecha que, dependiendo de la época del año, variaba entre coco, guineo, plátano, caña de azúcar y yuca. A veces salía en cayuco a pescar con su papá. Los peces y mariscos que Guillermo disfrutaba hace cincuenta años junto a sus padres y hermanos son los mismos que hoy saborea junto a su familia: pargo rojo, pargo blanco, cangrejo, langosta, urel y sierra. La primera vez que salió de la comarca fue a los dieciséis años cuando fue a Colón en busca de trabajo, junto con su hermanastro. Pasó tres meses viviendo en Colón y luego se fue a trabajar a una finca bananera en la comunidad de Changuinola, en Bocas del Toro. Después de un año, el joven Guillermo volvió a su comunidad de Ogobsugun para terminar sus estudios y graduarse de la escuela como técnico en agronomía. Cuando se graduó de la escuela, sus padres le dijeron lo mismo que le habían dicho a cada uno de sus hermanos
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Guillermo lavando platos después del almuerzo en un campamento rústico en Udirbi, en la cordillera atlántica, en 1978. Guillermo y un equipo de líderes gunas intentaban desarrollar el área para poder proteger los recursos de su comunidad.
cuando llegaba al último año de secundaria: “Guillermo, no tenemos más recursos, tienes que trabajar pues no te podemos mantener”. Por falta de oportunidades en su propia isla de Ogobsugun, al igual que en las otras islas de Guna Yala, Guillermo hizo lo mismo que habían hecho todos sus hermanos: se fue a Colón, y luego a la capital, a buscar trabajo y poder seguir estudiando. En octubre del 68, el general Omar Torrijos Herrera subió al poder y para los gunas, al igual que para todas las comunidades indígenas del territorio panameño, todo cambió. La posibilidad de tener escuelas, centros de salud y la esperanza del desarrollo al fin se asomaba a sus tierras.
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Ya en 1970, todos en la comarca sabían lo que estaba por lle-
gar: una carretera asfaltada que, por primera vez en la historia, crearía una ruta de fácil acceso entre la capital de Panamá y los territorios indígenas guna en la costa atlántica del país. Antes solo había dos maneras de llegar a las comunidades de Guna Yala: la vía aérea tomaba menos de una hora, pero a un costo de veinte balboas el pasaje, por lo que era inaccesible para la mayoría de los gunas. Y la vía marítima, que consistía en navegar desde las islas en lancha hasta la ciudad portuaria de Colón. A Guillermo este arduo viaje le tomaba dos días desde su comunidad. Dependiendo de la marea y del clima, a veces pasaba hasta diez horas consecutivas en el mar cada día. Por esta razón, la carretera era una necesidad básica para muchos. Los cuarenta kilómetros que se extenderían desde la Carretera Interamericana en la comunidad del Llano, en Chepo, y atravesarían la cordillera hasta llegar al poblado de Cartí, en el Atlántico, formaban parte de una estrategia del general Torrijos para integrar y conectar a las comunidades remotas del Atlántico y las comarcas con el resto de la nación a lo largo y ancho del istmo. Este ambicioso proyecto para desarrollar una infraestructura moderna en las regiones caribeñas del país fue conocido como la “conquista del Atlántico”. El general Torrijos había lanzado proyectos similares en Bocas del Toro, Coclesito y el Darién. Aunque todavía faltaban algunos años para que la carretera fuera construida y terminada, la expectativa de su llegada había logrado transformar la región en un foco de interés; sobre todo las 60.000 hectáreas de selva a lo largo de la cordillera que le pertenecían a la comunidad guna. Semana tras semana llegaban inversionistas de Panamá y del exterior con nuevas oportunidades, interesados en crear fincas ganaderas
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Guillermo descansando en Nasugandi, en 1980. El campamento de PEMASKY.
y construir aeropuertos, hoteles, proyectos de pesca y desarrollos turísticos, entre otros. Pero quienes esperaban desarrollar las regiones guna se encontraron con la resistencia de los dirigentes locales. Aunque muchos en la comarca veían la construcción de una carretera como una necesidad, se oponían al estilo de desarrollo que les proponían y, en especial, a las consecuencias negativas que esto podía tener para sus comunidades. Los líderes indígenas sabían que el desarrollo era una fuerza para el bien. Sin embargo, les preocupaba que miembros de la comunidad, y los jóvenes gunas en particular, estuvieran preparados para lidiar con estas fuerzas y no supieran preservar su cultura frente a la atracción y las tentaciones del estilo de vida capitalino. Otros líderes se oponían a cualquier tipo de desarrollo de las áreas que le pertenecían a la comunidad guna. Pensaban que elementos extraños se infiltrarían en la comarca por la carretera y que debían hacer todo lo posible para prevenirlo. Varios indígenas incluso formaron un campamento en la cordillera, en todo el límite de la comarca guna, para vigilar
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el área y asegurarse de que nadie entrara a su territorio. Estos líderes gunas, muchos de ellos ya en la tercera edad y firmemente opuestos a la influencia foránea en las áreas indígenas, aún recordaban con claridad lo que ocurrió durante la Revolución Dule, que ocurrió casi cincuenta años antes de la construcción de la carretera, en 1925.
Desde que Panamá proclamó su separación de Colombia
en 1903, veintidós años antes de la Revolución Dule, el gobierno panameño intentó múltiples veces integrar a las comunidades indígenas de Panamá al estilo de vida occidental. Las autoridades nacionales expresaban poco respeto por las costumbres y tradiciones de los indígenas, quienes sabían que muchos querían despojarlos de sus tierras. Las tensiones entre las autoridades panameñas y los gunas aumentaron el 20 de abril de 1921, cuando, en Narganá, un movimiento intentó forzar la occidentalización de las mujeres gunas quitándoles su vestimenta tradicional: las joyas de oro que adornaban sus brazos, su argolla de oro tradicional en la nariz, las faldas coloridas, las molas que abrazaban sus pechos y espalda, y sus abalorios: los “winis” de cuentas que adornaban sus brazos y piernas y los collares que adornaban su cuello. En medio de la tensa situación en Narganá, una mujer logró escapar y, cuando los policías coloniales fueron a buscarla, se desató una batalla entre la policía indígena y la colonial, que culminó con varios heridos y la muerte de dos policías indígenas. Sus cadáveres fueron tirados en el agua y permanecieron ahí, pudriéndose al calor caribeño, hasta que sus familiares lograron recogerlos días después.
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El refugio de Nusagandi y la demarcación de los límites de la comarca Guna garantizaron que se respetara su territorio y se salvaran sus bosques y su fauna, gracias a PEMASKY.
El ambiente continuó tenso hasta enero de 1925, cuando los gunas redactaron la “Declaración de independencia y derechos humanos del pueblo Dule de San Blas y Darién”, y con el apoyo del explorador norteamericano Richard Oglesby March, lograron que el Gobierno de Estados Unidos intercediera a su favor frente al Gobierno panameño para darle legitimidad al acuerdo de paz. A pesar de que el acuerdo establecía el respeto de los derechos humanos y políticos del pueblo guna, la situación con el Gobierno nacional siguió deteriorándose. El 12 de febrero de 1925, en un congreso en la comunidad de Ailigandí con los principales jefes de las comunidades y el Congreso General de toda la nación guna, el pueblo y sus dirigentes proclamaron su independencia de Panamá para crear su propia nación: la República Dule. Once días después se desató la Rebelión Dule, liderada por el líder espiritual Nele Kantule y el saila Dummad Olokindibipilel (conocido como el cacique Colman). Los guerreros gunas navegaron en sus cayucos de madera desde Ailigandí y Cartí para atacar los cuarteles de la Policía Nacional en las islas cercanas y en la costa y así obligar al Gobierno panameño a reconocer la República Dule. En los enfrentamientos murieron 27 personas.
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El 4 de marzo, solo tres semanas después de haber proclamado su independencia de Panamá, se firmó un histórico acuerdo de paz en donde se les garantizó a los gunas el respeto a sus tierras, a su pueblo y a sus costumbres tradicionales. A la vez, tendrían asegurada la misma protección y derechos a los que gozaban los demás ciudadanos de la nación.
En 1970, muchos gunas dudaban de que el verdadero moti-
vo del gobierno para hacer la carretera fuera integrar las comunidades indígenas a la sociedad panameña. Existía mucha aprensión por los cambios sociales que podrían llegar a la comarca a través de la carretera. Un grupo de jóvenes gunas decidió hacer lo que fuera necesario para prevenir que fuerzas externas y colonos de la capital y del interior se tomaran sus tierras. Ellos querían asegurarse de que la integridad de esa comunidad, por la cual habían luchado tanto tiempo, permaneciera intacta. Entre estos jóvenes líderes se encontraba Guillermo Archibold.
Guillermo, al igual que otros líderes de la comarca, pensa-
ba que los gunas aún no estaban preparados para aprovechar los supuestos beneficios que vendrían junto al desarrollo de tierras indígenas y que los riesgos para Guna Yala eran enormes. Había pocos técnicos o profesionales en la comarca, y los doctores, abogados y biólogos se podían contar con los dedos de una mano. Junto a otros jóvenes gunas, a finales de la década de los 70, Archibold se embarcó en un viaje a través de la cordillera atlántica para investigar qué actividades se podrían desarrollar
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en esos terrenos para darle el mayor beneficio posible a la comarca. Pasaron tres meses viviendo en la selva: dormían en hamacas y a veces en el suelo, comiendo frutas o raíces que se encontraban en el camino y animales que lograban cazar. Condujeron varios experimentos a lo largo de su estadía en la selva con el fin de averiguar si las tierras podían ser utilizadas para cosechar. Pero Guillermo, agrónomo de profesión, confirmó en el campo que los terrenos de la cordillera atlántica de Guna Yala y de las islas eran inhóspitos y no servían para actividades agropecuarias. La tierra era muy ácida, con grandes pendientes, y aunque la planta de yuca lograba crecer, producía raíces pequeñas que proveían poco alimento. Cuando la mayoría de los jóvenes se retiraron por falta de comida, Guillermo logró obtener financiamiento de Temístocles Arias (q.e.p.d.), presidente de la Unión de Trabajadores Kuna (UTK) y la Unión de Empleados Kunas del Área del Canal, que le dieron 6.000 balboas para seguir experimentando con las tierras de la región. Finalmente, tenía los recursos necesarios para construir un campamento permanente donde pudiera cultivar e investigar. Se dedicó a estas investigaciones desde 1978 hasta 1982. Los resultados fueron los mismos: las cosechas en las tierras ácidas y quebradas de la montaña de Guna Yala eran muy pobres. Si las tierras de la comarca no eran apropiadas para la cosecha o la ganadería, entonces ¿qué hacer para darles el mayor beneficio posible a las comunidades que viven de ellas? Ahí fue cuando a Guillermo y a su equipo se les ocurrió una idea: la creación de una reserva forestal que protegiera los recursos naturales de la comarca Guna Yala, defendiera los límites de la comarca de posibles invasores de colonos y protegiera las montañas y cuencas hidrográficas de sus ríos,
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conservando a su vez la flora y fauna del área que era parte vital de la botánica, la medicina tradicional y la cultura milenaria de su etnia. El proyecto de investigación original de Guillermo evolucionó hasta llegar a convertirse en el Programa de Ecología y Manejo de Áreas Silvestres de Kuna Yala (PEMASKY), que fue uno de los programas de conservación ecológica de territorios indígenas más innovadores y respetados del hemisferio en la década de los 80. PEMASKY evolucionó de manera rápida y se convirtió en una organización sin fines de lucro, promotora y ejecutora de una visión de desarrollo social para la comarca Guna Yala, en armonía con la naturaleza y con el propósito de contribuir a su desarrollo sostenible. Al mismo tiempo, PEMASKY ha buscado preservar y proteger procesos ecológicos y biológicos esenciales de la región para conservar la diversidad biológica y, con ello, mejorar la calidad de vida de los indígenas mediante procesos que le permitan desarrollar su potencial. Los gunas solo podrían utilizar su reserva forestal para la subsistencia y todo tipo de tala o de comercio era ilegal. Con financiamiento de diversas ONG internacionales, como la Fundación Interamericana y el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE), por medio de la Asociación de Empleados Gunas, él y su equipo lograron establecer el marco institucional para desarrollar 60.000 hectáreas de selva en la comarca en armonía con la naturaleza. Esta área era biológicamente diversa y había sido poco estudiada por científicos y, en ese momento, no estaba siendo utilizada por los indígenas. Guillermo se convirtió en el director técnico de PEMASKY y fue entrenado en lugares como México y las islas Galápagos para manejar áreas silvestres protegidas.
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Guillermo y su esposa, Teofrida Alfaro Archibold, en una lancha cerca de la isla de Carti.
En el ámbito internacional, había mucho entusiasmo por PEMASKY, ya que fue el primer proyecto de su tipo creado, organizado y manejado solo por indígenas. Se convirtió en un modelo para proyectos similares nacionales e internacionales, e incluso fue un modelo que adoptamos para varias iniciativas de desarrollo sostenible que lanzamos en ANCON. Solo quedaba un obstáculo antes de ejecutar el plan de manejo para la reserva forestal y natural que proponía PEMASKY: necesitaba ser aprobado en un Congreso General Guna —máxima autoridad responsable de preservar las tradiciones y la cultura de los gunas—, al cual asisten los sailas de las 48 comunidades gunas de la comarca. Guillermo y su equipo técnico interdisciplinario le presentaron el proyecto de PEMASKY al Congreso General Guna en 1987 y fue aprobado de manera democrática. El proyecto reconciliaba las preocupaciones de las dos líneas de pensamiento que existían en la comarca con respecto a la construcción de
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la carretera y al futuro desarrollo de territorios gunas: al establecer una reserva natural que prohíbe la tala y colonización de tierras dentro de sus límites, la reserva lograba proteger la integridad de la comarca guna y les permitía a los indígenas el grado de independencia que deseaban. El parque forestal y el campamento base creados por el proyecto PEMASKY, que todavía existen, les suministran a las comunidades indígenas un modelo diferente de lo que necesitan para subsistir. El énfasis en desarrollar sus tierras de una manera sostenible permite que estas comunidades se beneficien de la reserva de otras maneras, ya que todos los empleados técnicos y colaboradores de PEMASKY son indígenas gunas, incluyendo guarda-parques, administradores, biólogos, geógrafos, técnicos en ecoturismo y científicos que estudian la flora y la fauna, así como la hidrografía de la zona del proyecto y de toda la comarca. Más allá de su valor como un modelo experimental de desarrollo, investigación e innovación, PEMASKY y el equipo liderado por Guillermo Archibold se convirtieron en un pilar de fortaleza y liderazgo para frenar la invasión de sus tierras y enfrentar el reto de la construcción de una carretera que tanto necesitaban los gunas, pero que les traía el riesgo enorme de la colonización y la penetración cultural.
Casi tres décadas antes, los gunas de la comarca y líderes
jóvenes como Guillermo Archibold tuvieron la visión de entender una verdad eterna, que muchos en nuestro planeta hasta hoy no han querido aceptar: nuestra especie y nuestra civilización nunca han existido ni podrán existir separadas de nuestra tierra y de nuestro ambiente. La razón por la cual
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es nuestro deber conservar la naturaleza y proteger nuestro entorno no es solo salvar especies que están en riesgo de extinción o prevenir la deforestación, sino asegurar la continuada existencia de nuestra especie sobre la Tierra y prevenir los desastres que provocamos en otras áreas por nuestro mal manejo de los recursos naturales. Con esto en mente, el ritual guna de sembrar materia humana junto a una planta de coco o de mango toma un significado diferente. De acuerdo con esta práctica, se siembra un pedacito del ser humano que nace junto a una semilla como símbolo de la íntima relación entre el humano y la naturaleza. Ese cordón que alimenta al hijo desde el vientre de la madre es el mismo que alimenta a los árboles desde las raíces unidas a la tierra. Nuestro planeta tiene 4.500 millones de años: ha sobrevivido pestes, extinciones masivas, hambrunas, sequías, catástrofes globales, extremos climáticos y lluvias de asteroides. Nuestra joven subespecie (Homo sapiens sapiens) solo ha existido durante 200.000 años en un mundo que en ese mismo tiempo ha cambiado poco climática y ambientalmente. Pero los científicos dicen que todo está por dar un giro radical: por primera vez en la historia del mundo, las consecuencias de nuestras actividades como especie han condenado a nuestra civilización a entrar a una época de cambios climáticos extremos que desestabilizarán radicalmente el mundo que conocemos hoy. Estos cambios climáticos ya empezaron y son una realidad global que tenemos que aceptar. Sí, es verdad que hay una relación íntima entre humanidad y naturaleza, pero solo la primera desaparece si la otra no existe. Los gunas, al querer institucionalizar una barrera natural que los divide de la tala, la deforestación, la colonización y
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la contaminación sin límite que algunos ven como parte del desarrollo occidental, son conscientes de otra verdad: que lo que realmente amenaza la estabilidad de nuestra civilización somos nosotros mismos; nuestro propio estilo de vida.
Año tras año, nuestra economía crece de manera exponen-
cial; nuestras ciudades se expanden no solo hacia arriba, hacia el cielo, sino también en dirección al interior de nuestro país y afuera hacia nuestros océanos; cada día sustraemos más peces y mariscos de nuestros mares, talamos más árboles de nuestros bosques y sacamos más petróleo de la tierra. Cada día destruimos más cuencas hidrográficas, contaminamos más ríos y generamos más basura en un ambiente de irresponsabilidad que todos, en el fondo, sabemos que no es sostenible en el tiempo. Sabemos que esta borrachera de consumo y destrucción desenfrenada terminará pronto, muy pronto, y después habrá que pagar los platos rotos. Este deseo insaciable de vivir como si tuviéramos recursos infinitos ignora la más básica realidad de nuestra especie: vivimos en un mundo finito. Todos tenemos mucho que aprender del desarrollo prudente, inteligente y sostenible que promueve Guillermo junto a sus hermanos y hermanas indígenas en la comarca Guna Yala. Todos debemos entender que el único desarrollo duradero es el desarrollo sostenible, que se construye en armonía con la naturaleza. Todos tenemos que promover la conservación de la naturaleza como base de ese desarrollo. Del pueblo guna aprendí desde hace mucho tiempo que existe una verdad íntima, una cosmovisión y una sabiduría milenaria en cada uno de nuestros pueblos originarios que
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todos los panameños tenemos la obligación moral de esforzarnos por entender. Que la cultura y las tradiciones de nuestros hermanos indígenas son un patrimonio de extraordinario valor para Panamá. Que nuestro deber es ayudar a promover y mantener esa diversidad y riqueza que nos aportan, sin que el precio a pagar por defenderlas sea negar el acceso a la salud, educación y tecnología como derechos en una nación que debe ser grande, próspera y justa con todos sus hijos. Pero, sobre todo, de Guillermo y de su equipo en PEMASKY aprendí que la dignidad no tiene precio y que hay causas y convicciones que no son negociables a ningún precio. Esos valores, fortalecidos por la democracia participativa de las comunidades indígenas, su capacidad de resistencia, la claridad de su visión y sus propósitos son lo que ha permitido que Guna Yala hoy conserve sus bosques, su cultura, sus tradiciones y sus autoridades milenarias, aun cuando la carretera finalmente llegó desde la capital.
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esde la ventana de la avioneta Islander que nos transportaba de una costa a la otra, tenía una vista única y plena de la densa vegetación que aún cubría buena parte de nuestro país. La altura de dos mil pies que separaba la avioneta de la jungla darienita no mostraba los detalles que, en tan solo un par de horas, llegaría a vivir y a conocer de cerca. La selva proyectaba una belleza innata, una majestuosidad salvaje que parecía interminable. Desde arriba, el misterio, la oscuridad y la incertidumbre —verdaderos reyes de la jungla— parecían no existir. Los ocho tripulantes a bordo de esa avioneta —mi hermano Eduardo, nuestro amigo Flavio Méndez, cinco miembros de la policía y yo— íbamos rumbo a la comarca Guna Yala, la puerta caribeña a este territorio indomable. Nuestra misión: cruzar el istmo panameño a través de la selva del Darién, siguiendo la ruta utilizada por el conquistador español Vasco Núñez de Balboa y por el fundador de la Ciudad de Panamá, Pedrarias Dávila, cinco siglos antes.
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En Guna Yala con Eduardo y el cacique Kawidi en la isla de Dubbualá, justo antes de partir en nuestra expedición transístmica. Luis Puleio tomó la foto en el momento en que entregamos trofeos y útiles deportivos al saila para su comunidad.
Después de cincuenta minutos de viaje, aterrizamos en una pista cortísima donde fuimos recibidos por el cacique Kawidi Inaparkiki, saila de la isla de Dubbualá, vestido con su tradicional corbata y sombrero de jefe. Pasamos solo un par de horas en esas islas, pero los gunas que residen allí nos dieron una bienvenida inolvidable. Nos sirvieron plato tras plato de patacones calientes con langosta fresca —preparándonos para la hambruna que estaba por venir—, mientras un grupo de hombres y mujeres realizaba su danza tradicional. Nos quedábamos absortos ante el movimiento, al ritmo de sonajas, maracas de calabazo y flautas de viento hechas de caña blanca. Quedamos impactados ante el colorido vestuario de las mujeres: sus vistosas faldas brillantes y el carmesí con acentos de naranja quemado de los pañuelos
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de cabeza, las pulseras de chaquira con diseños geométricos milenarios en sus tobillos y muñecas, las joyas de oro de la nariz y las orejas. Y lo más preciado, las molas de su blusa: esos preciosos paneles artísticos meticulosamente construidos, compuestos de varias capas de telas coloridas cosidas a mano. Cuando la ceremonia llegó a su fin, el cacique Kawidi y un grupo de gunas nos guiaron hacia las riberas del río Aila Tiwar, sede del legendario poblado colonial de Acla (donde Pedrarias Dávila mandó decapitar a Vasco Núñez de Balboa), donde iniciamos nuestro recorrido hacia el Pacífico. Pero antes de embarcar, Kawidi nos dejó con una advertencia severa: “En la selva profunda, ustedes se encontrarán con gran cantidad de brujas y las emanaciones maléficas de piedras encantadas, que harán que ustedes se pierdan para siempre en esa jungla. Al entrar a la selva, le cederán control de sus vidas a la naturaleza. Hará con ustedes lo que desee”. El capitán Luis Puleio, oficial indigenista de la Policía (ya entonces convertida en Fuerzas de Defensa), y líder junto a mí de nuestra expedición, sonrió con anticipación al oír las palabras del cacique. Le dio las gracias por su hospitalidad y por suministrarnos unos guías indígenas liderados por Ivaldi Méndez. “Vamos, muchachos”, nos dijo el capitán. Al alejarnos del cacique, Puleio expresó: “La selva no es ni amiga ni enemiga, sino desinteresada. Solo nuestra moral, nuestra capacidad y nuestro conocimiento nos van a permitir vencer los obstáculos que a diario se nos van a presentar”. Lo seguimos hacia el río.
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La gran Bahía de Panamá se extiende setenta kilómetros
desde la urbanización de Costa del Este, justo al este de la Ciudad de Panamá, hasta la Ensenada de Corral en la desembocadura del río La Maestra. Este estrecho territorio costero contiene hábitats muy diversos: playas, coral, marismas, manglares y bosques. En ella una multitud de ríos, incluyendo el Bayano, el Cabra, el Pacora, el Chico y el Pasiga, depositan sus cargas de agua fresca, que descienden lentamente desde los altos de la montaña panameña. Más de cincuenta años antes, en esta bahía se encontraba de vez en cuando —si sus padres no estaban en casa— Luis Puleio, cruzando ríos, explorando playas, construyendo castillos y encontrando tesoros; haciendo de los bosques y costas de la Bahía de Panamá y su entorno su propia zona de exploración. Puleio todavía no era militar, pero ya era sin duda un aventurero —lo ha sido toda su vida. Esta bahía le ofreció muchas oportunidades para aprender a vivir con la naturaleza. En cierto sentido, los bosques de la ciudad y las playas de la bahía fueron su primera aula de aprendizaje. Puleio vivió durante su infancia en la avenida Justo Arosemena, a pocas millas de la bahía. Armado de una cuerda de nylon y un anzuelo, se iba a la bahía a pasar el tiempo pescando solo, mientras sus padres estaban en el trabajo. Cuando la marea bajaba, se adentraba en la playa expandida, correteaba cangrejos y saltaba encima de las rocas expuestas. Otros niños de su edad se sentían aterrorizados y se resbalaban en las piedras, pero Puleio no: si tenía miedo nunca lo aparentaba. Estas experiencias de joven en la Bahía de Panamá ampliaron su horizonte de aventura. Desde edad temprana el capitán Puleio demostraba un deseo profundo de explorar y encontrar: de entender los misterios que se esconden en la selva, de saber qué
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hay detrás de la montaña y más allá del litoral oceánico. Así nos lo contaba en el campamento durante las noches oscuras —que parecían eternas— cuando cruzamos la selva, en las cuales la única luz que alumbraba provenía de nuestra pequeña fogata. Su verdadera educación en la exploración de los bosques panameños comenzó a los once años, cuando sus padres se mudaron a Betania, en 1958. Al ver por primera vez a poca distancia de su nueva casa un área verde, densamente poblada de árboles —que en ese entonces le pertenecía al ex presidente Domingo Díaz—, Puleio corrió hacia allá y se metió de lleno. El monte estaba crecido y le llegaba hasta arriba de la cabeza. Por su mente pasaba el temor de que lo mordiera una culebra, pero su cuerpo no le permitió detenerse y retornar. Puleio siguió corriendo metiéndose en el bosque y aún recuerda ese momento como el pináculo de su deseo de explorar. Hoy se puede decir que todavía no ha dejado de meterse, de seguir entrando a las selvas de Panamá. En 1972, Luis Puleio regresó al país graduado de oficial en la Escuela Militar de México e ingresó en la Guardia Nacional, donde ascendió pronto al rango de capitán y fue nombrado oficial indigenista, posición que disfrutó porque le permitía conocer el país profundo en sus áreas más remotas y trabajar para el desarrollo de los panameños más necesitados. La Oficina Indigenista estaba situada en el cuartel central de las Fuerzas de Defensa. Fue allí donde lo conocí, donde lo vi por primera vez cuando, una caliente mañana de marzo de 1984, entré a su oficina y le hablé sobre mi intención de cruzar el Darién siguiendo las rutas olvidadas de Vasco Núñez de Balboa y Pedrarias Dávila.
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Junto a Eduardo, Puleio y nuestros compañeros al despedirnos del único guía guna que nos quedaba.
La humedad colgaba espesamente en el aire mientras ca-
minábamos por la orilla del río Aila Tiwar. Aunque el dosel arbóreo frenaba la mayoría de los rayos intensos del sol, el calor y la humedad estaban fuertes, a pesar de que ni siquiera había llegado el mediodía. Al despertarnos esa mañana, después de pasar nuestra primera noche en la selva, nos encontramos con la primera sorpresa del viaje: el guía Ivaldi y sus compañeros, enviados por Kawidi, habían desaparecido. ¿Secuestrados por una bruja perversa? ¿Hechizados por una piedra encantada? Quizá. No supimos nada más de él durante el resto de nuestra jornada. Nosotros por supuesto seguimos adelante, subiendo río arriba hacia las montañas. Mientras caminábamos por los márgenes del Aila Tiwar, veíamos en el agua las sombras oscuras de peces que nadaban ágilmente y las piedras claras en la orilla del río que brillaban con manchas blancas de luz.
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Nuestra misión ese primer día de caminata era acercarnos lo más posible a la serranía montañosa de San Blas, que divide al istmo en dos: la vertiente del norte, con ríos que descienden desde la cima hacia el Caribe, y la del sur, donde éstos descienden hacia el Pacífico. La ruta que escogimos con el capitán Puleio nos llevaría a través de esta compleja red hidrográfica hasta superar la divisoria continental de aguas y caer en las aguas del río Membrillo y el Chucunaque, en el lado del Pacífico. Pasamos horas caminando y nadando a través de varios ríos, algunos tan cortos y pequeños que carecían de nombre. Las piedras de la orilla estaban forradas por una capa de humedad que las hacía resbalosas. Esto atrasó aún más el ritmo lento del paso que llevábamos al inicio, ya que teníamos que dar pisadas firmes y cautelosas para no terminar en el agua encima de las piedras. A pesar del cuidado, al igual que varios compañeros, sufrí varias caídas. Hubo muchas manos raspadas y rodillas sangrientas, incluso una caída lamentable del fotógrafo Cuevas, de las Fuerzas de Defensa, que se torció el tobillo y se lesionó la rodilla. Él quedó incapacitado para cargar su equipo y entre todos tuvimos que cargar sus pertenencias. Después de caminar diez horas con un calor intenso a través de ríos y de aire cargado de humedad, se aproximaba la hora del atardecer. Cuando el sol iniciaba su descenso, buscamos un lugar apropiado para acampar. La noche comenzó. El cansancio había logrado conquistar nuestros cuerpos y el sonido que más resaltaba en ese instante era el de nuestro silencio. “¡Esto es vida, muchachos!”, se escuchó en un grito, que reconocí de inmediato como la voz del capitán Puleio. Su voz me agarró de sorpresa, por su energía y entusiasmo.
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Todas las tardes nos detuvimos a las cuatro de la tarde para armar nuestras hamacas, comer y prender una fogata antes del anochecer. Yo aprovechaba para escribir un diario detallado de todo lo que habíamos hecho y vivido cada día en nuestro recorrido transístmico.
Después de una breve pausa, el capitán dijo: “¡No los oigo! Repitan: ‘¡Sí señor!’” “De nuevo: ¿esto es vida?” “¡Sí señor!”, respondíamos todos a la vez. “¿Quieren más?”, preguntó el capitán. “¡Sí señor!” respondimos todos otra vez, con más certeza. “¿Están cansados?” “¡No señor!” La energía del capitán nos contagió y renovó nuestras fuerzas para seguir adelante con ánimo. Después de unas horas más de caminata, montamos el campamento y preparamos nuestras hamacas de selva con nuestros ponchos como techo y prendimos una fogata en el medio de las hamacas. Esa noche, después de comer, oír una ronda de chistes del monte contados por el sargento Ramiro Batista y apagar
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la fogata, me acosté en una hamaca rodeado de oscuridad completa, elevado solo unos centímetros sobre el suelo y sobre cualquier insecto o culebra. El uso de la hamaca de selva estaba diseñado para que pudiéramos dormir con seguridad encima de los habitantes y dueños de la selva. Apenas me acomodé en mi hamaca, comencé a oír un picoteo en el poncho impermeable: gotas… una tras otra las gotas se multiplicaron: cien, mil, millones, más. La lluvia se intensificó. La noche no permitía ver el mundo nocturno que palpitaba a nuestro alrededor. Pero la sinfonía de sonidos salvajes —de ramas mecidas por animales columpiándose de árbol en árbol, del croar de ranas escondidas, de movimiento en las plantas justo afuera del campamento— alertaba de que todo en la selva respiraba. Los sonidos decían, en un tono agresivo y dócil a la vez, que todo lo que nos rodeaba nacía, vivía y moría. Si no fuera por el cansancio, habría dormido poco esa noche. Dormí profundamente.
El cuarto día en la selva, después de un día completo de
descanso, desperté con renovadas fuerzas para seguir caminando rumbo a la Serranía del Darién. Aunque las manecillas de mi reloj no marcaban todavía las seis de la mañana, ya se vislumbraba el alba y la salida del sol. Comí un desayuno práctico y frío de frutas secas y chocolate. Después de la rutina diaria de desmantelar nuestro campamento, empacamos nuestras mochilas y nos adentrarnos en la cordillera central del Darién.
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Después de varias horas de caminar, el terreno empinado hacia la Serranía del Darién, llegamos a un pozo profundo que debíamos cruzar. Cansados, nos metimos al agua y lentamente comenzamos a atravesarlo uno detrás del otro. Ya la mayoría habíamos llegado al otro extremo del río, cuando oímos gritos: “¡Ya no puedo más! ¡Me estoy ahogando!”, decía el compañero Cuevas. Al oír los gritos de Cuevas, mi hermano y yo, fuertes nadadores por muchos años, nos tiramos al río y lo jalamos, contra la corriente, hacia la orilla. Estábamos tan exhaustos y atónitos por el accidente que casi sufre Cuevas, que nos tendimos a descansar en medio de la selva. Mientras unos descansaban, usando sus mochilas como almohadas, me dirigí todavía empapado hacia el capitán Puleio, que se secaba en una piedra grande como iguana tomando sol. Al sentarme a su lado, comenzó a hablar: “En la selva nadie sobrevive solo, Juan Carlos. Como acabas de ver, si no fuera por Eduardo y por ti el compañero Cuevas sería solo un cuerpo en el río, flotando pacientemente hacia el Pacífico”. Hizo una pausa, se quitó los anteojos y su gorra verde militar y giró la cara hacia el sol. “Recuerda que la selva es desinteresada. Aquí solo nos tenemos a nosotros. Tenemos que ayudarnos como hermanos. El colectivo tiene que ser el motivo fundamental de tu preocupación. Nosotros —nuestro conocimiento, nuestra capacidad— somos nuestra única esperanza en este reino salvaje”.
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Ese otro día comenzamos a caminar desde temprano y ha-
bíamos emprendido una aventura de recordación junto al capitán Puleio. A cada paso evocábamos, con la imaginación y las lecturas históricas, momentos casi fantásticos de expedición y coraje… Más de cuatro siglos atrás, en el palacio del cacique Comagre, en la costa atlántica de lo que hoy es Panamá, un grupo de indígenas entretenían a varios soldados españoles y a su capitán, el célebre aventurero Vasco Núñez de Balboa. El cacique había sido informado de la codicia insaciable de los españoles por el oro y les regaló varias piezas preciosas del metal a los soldados. Este acto causó gran conmoción entre las tropas, que se peleaban por las piezas. El hijo del cacique, Panquiaco, al ver cómo se portaban los españoles, lanzó el resto de las piezas al suelo y proclamó con indignación: “¿Por qué pelean por esta tontería? Yo les voy a enseñar un reino en el cual van a poder satisfacer sus deseos”. Apuntó hacia el sur. “Tendrán que pelear contra grandes reyes que defenderán sus tierras con valentía. Primero se encontrarán con el rey Tubanamá, que tiene mucho del oro que ustedes tanto valoran, a una distancia de seis soles. Después llegarán a unas montañas, y al cruzarlas verán otros reinos y un gran mar por el que gente de estos reinos navega en botes y en balsas”. Inteligente forma encontró Panquiaco para enviar el problema a otra parte, pues se sabe que en Panamá había en ese entonces, como sigue habiendo, oro. Esa fue la primera vez que Balboa escuchó que existía otro mar, hoy conocido como el océano Pacífico. Panquiaco, al referirse a “un gran mar” visible desde la cima de las montañas del Darién, desató una cadena de eventos que culminó en el cruce de Balboa por el Darién unos meses después.
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Según los cronistas, el 1° de septiembre de 1513, Vasco Núñez de Balboa salió de Santa María La Antigua del Darién, en el Caribe, en busca del Mar del Sur, acompañado de 190 españoles y ochocientos indígenas. La expedición sería peligrosa, porque tendrían que atravesar las tierras de varias comunidades nativas hostiles. El 23 de septiembre, después de diecinueve días de descanso en las tierras del cacique Ponca y dos días de viaje arduo, Balboa y su ejército de españoles e indígenas arribaron a la provincia de Quarequá. Ahí se encontraron con una fila de más de mil guerreros protegiendo las tierras de su cacique, armados con lanzas, jabalinas, arcos y flechas. Los europeos ignoraron las advertencias de los indígenas y cruzaron las tierras que ellos intentaban proteger. Al ver esto, los indígenas atacaron con vehemencia. El terreno se saturó con sus alaridos y los sonidos fuertes que emanaban de sus conchas y tambores. Los españoles comenzaron a disparar. Cuenta la leyenda que al oír los sonidos de las armas de fuego de los españoles y sentir el olor metálico de la pólvora, los indígenas, que le adjudicaban valor mágico a olores y sonidos extraños, quedaron pasmados. Las luces que emitían los mosquetes los convencieron de que los hombres blancos controlaban los truenos y los relámpagos, y huyeron asustados. Al lograr derrotar a los indígenas más temidos del istmo, los españoles se convirtieron en la fuerza suprema de la región. El 25 de septiembre de 1513, los españoles salieron de la provincia de Quarequá a tempranas horas de la mañana. El plan para ese día era seguir dirigiéndose hacia el sur e intentar recorrer varias leguas antes de que anocheciera; pero justo antes de salir, guías indígenas de esa provincia le indicaron a Balboa que desde la cima de una montaña cercana era posible ver un gran océano. Balboa cambió de rumbo y
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se dirigió hacia esa montaña, conocida hoy como el Cerro Pechito Parado. Al llegar a ella, la comenzó a ascender junto a su fiel asistente, el perro Leoncico. Una vez en la cima el capitán Balboa miró hacia el sur. Vio azul, de este a oeste y en ese instante la leyenda del Mar del Sur que había obsesionado a tantos exploradores europeos se transformó en realidad. Al ver la inmensidad del nuevo océano, Balboa cayó de rodillas y alzó las manos y los ojos al cielo. Les dio las gracias por este descubrimiento a Dios, a Jesús, a Santa María La Antigua y a San Miguel Arcángel, en cuyo honor llamó golfo de San Miguel a esta entrada de mar. Ni él mismo imaginaba el impacto y la trascendencia que tendría esta hazaña para el mundo en el futuro. Llamó a sus soldados para que lo acompañaran en la cima. Ellos corrieron hacia él, varios llorando de alegría y gritando: “¡El océano! ¡El océano!” Balboa, apuntando hacia el Mar de Sur, dijo: “Ahí lo ven, amigos y compañeros, el objeto de sus deseos, el fruto de sus labores”.
A eso de las cuatro y media de la mañana, algunos nos des-
pertamos al oír un trueno interminable. Estaba lloviznando levemente. El sol todavía no había salido y con la luz de la luna podía verse un movimiento errático en el río. El sargento Batista encendió su linterna y la dirigió hacia el río Membrillo. Gritó: “¡Es una cabeza de agua!” En eso vimos ramas y troncos flotando en el río, bajando de la montaña a una gran velocidad. El agua cambió de color en segundos para volverse de un chocolate lodoso.
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El sargento Batista exclamó: “¡Miren hacia arriba!” Una pared de agua de varios metros de alto descendía del río, llevándose hacia abajo todo lo que se metía en su camino, a solo unos pasos de nuestro campamento. De nuevo, el poder de la naturaleza nos dejó sin habla. Alrededor del mediodía, después de que había pasado la corriente más fuerte, Eduardo, Flavio y yo seguimos al capitán Puleio mientras subimos por las faldas de un cerro que llamaban el Filo del Tallo. Nos tomó varias horas llegar a la cima de la montaña, el punto más alto de esa parte del Darién. Al llegar, alcé la mirada y la dirigí hacia el sur. Nunca olvidaré la vista del entorno: nuestro destino, el destino de Balboa quinientos años antes: el Mar del Sur, el océano Pacífico. En ese instante, sentía que el pasado se había traspuesto en el presente. Sentía que mis pies pisaban una tierra sin nombre en un tiempo sin año, hora ni minuto. Pensé en el equipo y en nuestro viaje hasta ese momento y de cómo nos habíamos embarcado en una misión sobre un terreno indomable que no entiende qué son la merced y la justicia. A pesar de toda la tecnología que nos había transportado, estábamos ante la misma selva imponente del Darién de Balboa. Sentí que la grandeza de la selva me consumía, que estábamos ahí, en la cima de esa montaña, disfrutando de la belleza de esta manifiesta obra del Creador solo porque se nos había permitido. Sentí que la especie humana era pequeña. Llevábamos once días caminando por las selvas panameñas. Al mismo tiempo recordé las palabras del capitán Puleio que inauguraron nuestra aventura transístmica unos días antes: “La selva no es ni amiga ni enemiga, sino desinteresada. Solo nuestra capacidad y nuestro conocimiento nos permiten vencer los obstáculos que a diario se nos van a presentar”.
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Cruzando a nado el río Chucunaque con mi equipo de selva a cuestas, durante la expedición Pedrarias.
La última fase de nuestra excursión a través del Darién la
habíamos completado sin muchos problemas. Después de pasar una noche en Can Can, una comunidad wounaan, los únicos seres humanos que vimos durante el viaje, bajamos en balsas de tallos por el río Chucunaque, el más largo de Panamá, y cruzamos nuestros primeros potreros hasta llegar al pequeño pueblo de Metetí. De ahí, cruzamos a pie la Serranía del Filo de Tallo y esa noche abordamos un bote en el poblado de Río Iglesias para cruzar, hasta llegar a La Palma, la última parada de nuestra misión. Después de pasar la noche en el cuartel de Policía de La Palma, regresamos el día siguiente al pueblo de Metetí, donde conseguimos que un camión volqueta que iba a Panamá nos llevara en la parte de atrás. Después de más de diez horas en ese vagón vacío, donde el polvo y el sol nos calcinaron, por fin llegamos a la ciudad de donde habíamos salido hacía once días.
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Con Puleio recorriendo el Parque Camino de Cruces, el 22 de abril de 2012, Día de la Tierra, abogando por salvar de la destrucción este parque y el histórico camino.
Los días que pasé cruzando el Darién me dejaron con una apreciación profunda por el ilimitado poder de la naturaleza. No importa cuánto intentamos controlar nuestro destino durante esos once días, la naturaleza se imponía: nos cansó, nos arrastró en los ríos, nos hizo sudar, quemar, sangrar y en muchas ocasiones nos hizo recurrir a lo más profundo de nuestra fe y de nuestra fuerza física y espiritual. Pero si la naturaleza nos tiró al suelo diez veces, nosotros nos levantamos once; siempre seguimos adelante. Sí; la expedición nos dejó con un profundo respeto por el poder de la naturaleza, pero también renovó nuestra fe en el inmenso poder del hombre, en su inquebrantable instinto de persistir, avanzar y sobrevivir. La expedición además me inculcó respeto por hombres como el capitán Puleio, que corren hacia la aventura, enfrentan retos naturales con humildad y sabiduría, y no buscan vivir de la naturaleza sino aprender y convivir con ella. Aquellos que con su tenacidad, capacidad
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y conocimiento enfrentan los obstáculos que a diario la naturaleza impredecible atraviesa en sus caminos, dentro y fuera del bosque. Hoy, a sus sesenta y seis años, Puleio sigue caminando en la selva, siempre en busca de su próxima aventura. Aún conversa confiado, pero alerta, con un entorno impredecible que le ha dado el privilegio de sentirse más cerca de las fuerzas naturales que controlan el universo. En una sociedad que está cada día más amenazada por la pérdida de valores y el individualismo, el ejemplo de Puleio cada día brilla más para mí. Su fe, sus valores familiares, su vasta cultura, su sabiduría, sus principios, su patriotismo, sus firmes valores revolucionarios, su compromiso con la justicia social, su honradez a toda prueba, su perseverancia y su humildad hacen de Luis Puleio un panameño realmente valioso. Y más que una voz valiosa, en mi propia formación y mi vida, una voz imprescindible.
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erminamos el día en el balcón de madera de la casa principal, en Punta Patiño, con una vista de ese encuentro perpetuo entre el Darién y el Pacífico. La selva densa abrazaba el perímetro de la casa y varias ramas, intentando reclamar el espacio que una vez fue suyo, habían logrado romper la barrera que dividía adentro de afuera. A medida que se hacía de noche y el sol descendía en su carnaval de colores, para esconderse detrás del mar azul en el horizonte, los mosquitos celebraban nuestra llegada. Miles de pájaros e insectos despedían la tarde con sus cantos en una sinfonía milenaria. El día había sido muy positivo, aunque largo. Esa mañana, con mi equipo de candidatos para el Consejo Ejecutivo Nacional (CEN) del Partido Revolucionario Democrático (PRD), viajamos al amanecer desde la capital del país a Guna Yala, en el Caribe, donde pasamos un día intenso de consulta y de trabajo. La visita a la comarca Guna y la gira a Darién el día siguiente eran la etapa final de nuestra gira nacional. Recorrimos todo Panamá, las veintiséis áreas de organización del partido en que dividíamos el país, para volver a pedirle el voto personalmente a los 4.200 delegados del PRD, que en tan solo tres días escogerían un nuevo liderazgo —un nuevo CEN— en el Congreso Nacional, máximo organismo de nuestro colectivo, el partido más grande y democrático del país.
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Justo antes de la caída del sol cruzamos del Caribe al Pacífico y aterrizamos en Darién. Estábamos pasando la noche en la Reserva Natural Punta Patiño de ANCON, que abarca 30.000 hectáreas de bosques y costas, lo cual la convierte en la reserva natural privada más extensa de Centroamérica. Aquí no se escuchan los ruidos de la ciudad —televisores encendidos y teclear de computadoras, sirenas de ambulancias en apuro y motores andantes—: nunca han existido. En cambio, otros sonidos, orgánicos y primitivos, dominaban el lugar. Y mientras la luz del día nos dejaba y la oscuridad salía a cazar, la sinfonía de la selva se imponía: el grito de los monos aulladores en la cordillera, el croar rítmico de miles de ranas en el estero, el canto de las aves y los insectos iban en crescendo. Los sonidos de la selva esa tarde eran los mismos sonidos de esa misma selva, en ese mismo lugar, hace cincuenta años, hace cien, hace mil. Meligo, diputada de la comarca Ngäbe Buglé, estaba sentada en una silla mecedora de madera, con un puro cubano encendido entre los dedos que apoyaba sobre la baranda. La única que aceptó la invitación de fumarse un habano entre todos mis compañeros fue ella. Franklin, uno de los darienitas que trabaja en ANCON, nos contaba la historia de la región: “En ese punto allá del otro lado del Golfo de San Miguel”, decía, apuntando hacia la selva del otro lado del mar, “fue donde Balboa y los españoles descubrieron el océano Pacífico hace casi quinientos años, en septiembre de 1513”. “¡Mentira! Este mar fue descubierto por mis antepasados mucho antes de la llegada de los españoles”, le corrigió Meligo. Agregó jocosamente: “¡Estas tierras me deben pertenecer a mí!”
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os historiadores cuentan que en 1502, cuando nuestras tierras, de costa a costa, estaban aún pobladas en su totalidad por comunidades indígenas, el primer europeo pisó tierra en el istmo que es hoy la República de Panamá. El capitán Rodrigo de Bastidas, procedente del puerto español de Cádiz, fondeó los dos barcos bajo su mando, el San Antón y la Santa María de Gracia, a pocos metros de las selvas en el Caribe panameño. Bastidas y sus tripulantes, entre ellos el célebre Vasco Núñez de Balboa, no permanecieron en costas panameñas por mucho tiempo y a los pocos días navegaron hacia el este, pero su breve visita al istmo fue un presagio de lo que estaba por venir. Unos meses después, en su cuarto y último viaje al nuevo mundo, Cristóbal Colón arribó a una isla en la bahía de Honduras que los indios llamaban Guanaja. Mientras Colón y su tripulación descansaban en la bahía, una canoa grande procedente de la península de Yucatán se acercó a su bote cautelosamente. En la canoa estaban veinticinco indígenas —hombres, mujeres, niños— cargando mantas grandes de algodón de diversos colores, hachas pesadas de cobre para cortar leña, cascabeles que sonaban al ritmo de las olas, espadas de palo y navajas de pedernal. Cargaban también cestos de maíz, cacao, frutas y vegetales. Los españoles invitaron a los indígenas a bordo de su nave y luego dejaron ir a todos menos a un anciano, que fue retenido como guía en contra de sus deseos. Ellos lo retuvieron después de que les había indicado, inocentemente, que hacia el oriente de las tierras en las cuales se encontraban, en un reino costeño llamado Veragua, los españoles podían encontrar todo el oro que tan arduamente buscaban. Después de varias semanas de viaje, Colón arribó a una laguna mansa de aguas azules cristalinas que los indígenas
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llamaban Aburemá (hoy la Laguna de Chiriquí) y tiró ancla cerca de las hermosas playas entre las islas conocidas desde ese día como Carenero y Bocas del Toro. Los indígenas de las comunidades ngäbe recibieron a los españoles con armas en mano. Se especula que ya habían sido informados por comunidades indígenas del norte y del sur de lo que significaba la llegada de los hombres blancos. Los indígenas trataron en vano de impedir que los españoles desembarcaran de sus naves: según los cronistas, les echaban agua con las manos, hacían ademanes de que dieran la vuelta, les apuntaban con sus armas de roca y de madera. Al final, sus tácticas fueron en vano. Y desde ese día empezó una lucha a muerte por conservar sus tierras y por vivir dignamente. Como lo hacen hoy, como lo hacen siempre.
Después de la cena de pescado fresco del día de la Ense-
nada de Garachiné con patacones y vegetales orgánicos cosechados en las parcelas de permacultura que ayudo a sembrar, año tras año, junto a voluntarios de ANCON en la reserva de Patiño, volvimos al balcón de madera que daba hacia el Pacífico. Meligo volvió a su puesto original a la orilla del balcón, sosteniendo su tabaco cubano en la mano. Yo me senté al lado de ella con el mío. El humo espeso que salía de su boca permanecía en el aire alrededor de ella, encapsulándola en una nube densa. Como entretenimiento para esa noche en la selva del Darién, donde no había ni televisión ni radio para distraernos, teníamos nuestras historias, nuestras memorias, nuestros cuentos de infancia y chistes. Eso era todo lo que necesitábamos.
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Meligo en Tolé.
No voy a olvidar lo que nos contó Meligo esa noche. “Mi padre fue la fuente de mi inspiración”, comenzó, “siempre me decía que tenía que aprender a trabajar, que tenía que aprender a ser independiente. Me enseñó a ser honesta, a respetar a los adultos. Pero algo que él nunca compartía conmigo era mi deseo de educarme. Los papás eran muy estrictos con sus hijas en esos tiempos y mi padre no era ninguna excepción. No quería que fuera a estudiar por temor de que alguien se aprovechara de la situación y de que su única hija, sin haberse casado, saliera embarazada”. “Recuerdo que cuando tenía seis años vi por primera vez al general Omar Torrijos en Llano Culebra. Me llamó mucho la atención ver a las niñas con sus uniformes escolares: la camisa blanca de cuello, la falda azul oscura que les llegaba hasta las rodillas, los zapatitos negros que a unas les quedaban grandes y a otras les quedaban chicos. Yo quería ir a la escuela y ser como ellas. Había muchos caballos ahí, eso me impresionó. Y recuerdo que mientras los veía, el general se
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acercó a mí y puso su mano gruesa y áspera en mi cachete, lo apretó con sus dedos y me preguntó por mi nombre. Yo, en vez de responderle, me puse a llorar”. Meligo soltó una risa y pausó para tomar un jalón de su habano. Siguió: “Mi papá, que estaba ahí, le dijo mi nombre: Meligo. Después el general preguntó mi edad, y cuando mi papá respondió que yo tenía seis años, el general le dijo que me metiera en la escuela. Mi papá le dijo que lo haría. Desde ese día yo le recordaba a mi papá todos los días que quería ir a la escuela, pero él no me mandó”. “El siguiente año mi papá me llevó a ver al general de nuevo, esta vez en un encuentro en la comunidad de Cerro Caña, y yo fui a buscarlo y le dije que mi papá no me había mandado a la escuela. El general lo mandó a buscar y le preguntó por qué no lo había hecho. Mi papá le dijo que era porque tenía miedo de que algo me pasara, le dijo que yo era su única hija. Y yo recuerdo bien lo que el general le respondió: ‘La mayor herencia que le puede dar un padre a un hijo es la educación’”. Meligo comenzó a reírse y comentó que Omar le dijo eso a su padre en un tono muy duro, implicando que si no lo hacía lo iba meter preso. “El general llamó a una gente que estaba con él y les dijo que me trajeran materiales para la escuela y un uniforme. Ellos me trajeron cuadernos, una falda que me llegaba hasta el suelo y unos zapatotes que ni me quedaban. Pero con eso yo estaba feliz”. “Después del encuentro en Cerro Caña con el general, mi papá me pegó cuando llegó a la casa porque lo había acusado con el general. Y porque ahora tenía que mandarme a la escuela. Me dijo que si fracasaba ya no era culpa de él. Y años después cuando salí de sexto grado fue otra pelea, porque no quería que fuera a secundaria; dijo que ese no era el plan”.
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Meligo en el recinto legislativo de la Asamblea Nacional en 2012.
“Cuando yo me gradué de primaria llegó el representante de mi corregimiento y anunció que tenía becas para todos los que nos habíamos graduado de sexto grado ese año. Éramos tres. Mi papá no quería que yo tomara la beca, pero, sin decirle a él, yo me fui a hablar con el representante del corregimiento para que me diera la oportunidad y el apoyo para ir al Colegio Centro Básico de Chichica, que era un internado en una comunidad vecina. Unos días después, cuando mi papá me invitó al monte a trabajar, yo le dije que lo alcanzaba y, sin despedirme de él, agarré mis cosas y me fui para la escuela en Chichica. Mi papá estaba muy bravo conmigo, pero pasó una semana y vino a dejarme comida”. “Cuando terminé la secundaria me vine para la capital, y yo no tenía mucho. Mi sueño era hacer una carrera en ingeniería industrial, pero las universidades solo ofrecían esa carrera de día y yo tenía que trabajar. Las carreras eran carísimas, de tiempo completo. Entonces encontré trabajo como
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Con Meligo y dirigentes del PRD en la comarca Ngäbe Buglé, cuando recorrimos el país pidiendo el voto para las elecciones del Comité Ejecutivo Nacional.
empleada en una casa de familia, y como no tenía quien me ayudara, tuve que ingresar en la única carrera que ofrecían de noche, que era administración de empresas. Pero como en bachillerato yo no había tomado cursos de negocios sino solo de ciencias, primero tenía que completar el bachillerato en comercio. Lo hice y pude entrar a la universidad. El primer día de clases todos mis compañeros llegaban muy elegantes, ensacados de sus trabajos en oficinas con aire acondicionado y yo llegué solo con dos hojas rayadas y un lápiz. Pero solo con estar en la universidad yo ya estaba feliz”. “Luché bastante por poder educarme. Luché contra un padre que no quería que fuera a la escuela, contra la pobreza, contra la discriminación por ser indígena y por ser mujer; pero aquí estoy. Aquí estoy y hoy soy diputada de la nación panameña y sé que si no fuera por esa lucha, si no fuera por ese deseo mío terco de ir a la escuela y por esa empujadita que le dio el general a mi padre cuando tenía seis años, mi vida hoy sería muy diferente”.
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Con Meligo en una reunión con dirigentes Ngäbe Buglé antes de las próximas elecciones para presidente, en marzo de 2013.
Meligo tomó un último jalón de su puro y sopló el humo hacia el negro de la noche.
Después de que los cuentos llegaron a su cierre, caminé so-
lo en la oscuridad hacia mi cabaña de madera, la última en una fila de diez, metida en medio de la jungla. El cielo estaba negro y oscuro, no se veía una sola estrella. Pensé en la historia de Meligo, así como en las miles de historias similares entre nuestra gente de los pueblos originarios panameños, que forman parte de la historia profunda y la cultura raizal de nuestra patria. Quinientos años después de la llegada de los españoles al territorio que hoy es la República de Panamá, los descendientes de los pueblos originarios, que en ese entonces intentaban en vano ahuyentar los barcos españoles, siguen luchando por sus derechos básicos para vivir dignamente.
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Pero los invasores ya no son los españoles, extranjeros que viajaron desde el otro lado del mundo para conquistar nuestras tierras: ahora surgen de afuera y también de adentro de nuestro territorio y son los mineros, los madereros, los latifundistas, los que aun siendo panameños no sienten el menor respeto ni amor por su tierra ni su prójimo. La trama de la historia ngäbe buglé sigue siendo similar a la de hace quinientos años; lo único que ha cambiado son los personajes. Nuestros hermanos indígenas, desde que salen del vientre de su madre, tienen que abrirse paso en nuestra sociedad desde abajo y sin ayuda alguna. Pero a pesar del sufrimiento, las necesidades y las desventajas que injustamente han padecido en el pasado y también en la actualidad, lo que jamás podríamos decir de nuestros pueblos originarios es que son gente pobre. De esto me convenció Meligo: “El pueblo ngäbe siempre ha vivido en peligro porque somos el pueblo más rico. Incluso, después del área central donde están la capital y el Canal de Panamá, el área más rica es la comarca Ngäbe Buglé. Tenemos los ríos más caudalosos, puros y frescos del país, las montañas más altas y más bellas, las tierras más fértiles, los minerales más codiciados del planeta. Y sobre todo, tenemos gente buena, inteligente, trabajadora. Gente que a pesar de su necesidad es feliz. Esto no es pobreza. Sí, tenemos necesidades grandes; pero no somos pobres”. De Meligo aprendí que la dignidad no tiene precio. Que la educación es el único antídoto contra la injusticia. Que en el único país en el que quiero vivir es en el Panamá donde, sin importar nuestra procedencia, todos podemos alcanzar nuestros sueños con perseverancia, fe y trabajo. Que nunca podemos darnos por vencidos. Que la mujer panameña, y en especial la mujer indígena, tiene mucho que aportar al país:
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pero para ello tiene que vencer retos muy grandes. Y que el verdadero desarrollo de Panamá pasa por la incorporación real a la vida nacional de nuestros pueblos originarios, respetando siempre su cultura y sus costumbres. Esa noche me fui a acostar en medio de la oscuridad, del perfume de las flores de la selva, los sonidos de los insectos nocturnos y de las olas del Pacífico rompiendo en la playa lejana, pensando en que la vida de Meligo refleja de forma directa la vida de su comunidad. Meligo luchó en contra de la opresión, la pobreza y la discriminación para poder lograr su educación, ser independiente y alcanzar sus metas como mujer y como ser humano. Si hay una palabra que define a Meligo es ‘luchadora’. Usaría la misma palabra para la comunidad ngäbe buglé y para nuestros pueblos originarios. “Hemos sobrevivido todo”, decía Meligo, “la masacre, la esclavitud, la opresión, la hambruna, la pobreza, la sequía, la enfermedad, la discriminación”. Y a pesar de todo, siguen luchando: viviendo con necesidad pero sostenidos por su riqueza cultural, luchando por sus derechos y por ser autosuficientes, luchando por vivir dignamente, como lo hacían antes, como lo hacen hoy, como lo han hecho siempre.
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ra el final de un día de invierno típico en el corregimiento capitalino de Tocumen. Típico porque el cielo gris soltaba, sin piedad, lluvia incesante sobre la ciudad. Las calles estaban repletas de automóviles, taxis y diablos rojos que, en un tranque lento, transportaban a hombres y mujeres de vuelta a sus hogares después de un largo día de trabajo. Muchos de los que volvían a su casa a pie se cubrían bajo un paraguas. Los que no tenían paraguas lograron encontrar bolsas plásticas o papeles de periódico para cubrirse del aguacero, mientras que algunas sencillamente no se cubrían y caminaban con el pelo mojado, brillante y pegado a la cabeza. Estaba por iniciar una reunión con residentes de Tocumen, que formaba parte del recorrido municipal durante la campaña electoral para la Alcaldía del Distrito Capital. El propósito de estas reuniones no era solo presentarles a los
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votantes el plan de gobierno y la visión para el municipio, también buscaba consultarlos y escuchar de ellos mismos las necesidades más importantes de sus comunidades y barrios. En esta reunión había más de cien personas y después de escuchar a la comunidad y tomar notas de los retos que enfrentábamos, comencé a hablar sobre mis propuestas para el municipio. Hablé sobre las estrategias para mejorar los servicios de aseo y las rutas de recolección de basura, que no llegaban a Tocumen; sobre giras médicas anuales, de la implementación de mercados locales y de las medidas para controlar el nepotismo y la corrupción en la Alcaldía, que en ese entonces era percibida como una de las instituciones gubernamentales con más nepotismo del país. En todas esas giras me acompañó, entre otras personas, una unidad que sería clave en el estilo de campaña de mi candidatura y el sello que marcaría nuestra gestión en la Alcaldía: Manuel Tejada. Antes de hablar, había tenido la oportunidad de oír de las mujeres y de los hombres que vivían en Tocumen los planteamientos sobre sus problemas y preocupaciones diarias, sueños y aspiraciones para la comunidad. Muchos hablaron. Una señora se levantó y habló sobre las reparaciones que necesitaba su iglesia. Otra señora dijo que la calle principal en su comunidad era de tierra y siempre que llovía se hacía un lodazal que ensuciaba todo. Un joven, todavía en secundaria, pidió apoyo para arreglar la cancha de fútbol de su barrio, que estaba llena de monte. No era la primera vez que oía ese tipo de peticiones de hombres y mujeres de las comunidades que visitábamos, tampoco fue la última; pero a lo largo del recorrido de las giras municipales que realizaba, la necesidad de cientos de miles de panameños, que pedían cosas tan básicas como un techo para su iglesia o aceras para sus calles, nunca dejó de
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sorprenderme. ¿Cómo es posible que ni el Gobierno, ni el municipio resolvieran lo más básico? Estas giras solo reafirmaron mi decisión de entrar a la política, que para mí siempre ha sido y será el reflejo de una vocación de servicio público para ayudar en la conformación de un Panamá digno de sus ciudadanos. Durante la época de campaña comprendí que en la Alcaldía no existía un mecanismo institucional mediante el cual residentes de la Ciudad de Panamá pudieran canalizar las demandas para los proyectos básicos en sus comunidades. Las obras eran demasiado pequeñas para el Gobierno nacional, pero demasiado grandes para los residentes de esas comunidades. Cuando entré al municipio en 1999, y basado en el sondeo de necesidades de cada una de las comunidades que había recorrido durante el periodo de campaña, creamos el Departamento de Obras Comunitarias. La responsabilidad de este departamento era atender y resolver precisamente las necesidades y problemas más apremiantes y propios de cada uno de los barrios que conformaban los corregimientos del municipio. En el proceso, queríamos promover la creación de un Panamá más participativo y justo. La idea de crear un departamento que consultara e incorporara a la propia gente en la solución de sus problemas me la trajo originalmente Juan Hernández, mi vicealcalde, quien me propuso actualizar y desarrollar el modelo torrijista de la yunta pueblo-gobierno. Una de las personas que tuvo un rol fundamental en la implementación y el desarrollo de este departamento fue Manuel Tejada.
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Manuel Tejada nació en el distrito de Las Tablas, provincia
de Los Santos, en 1960. Su abuelo fue un reconocido educador. El principal colegio secundario en Las Tablas lleva su nombre: Colegio Secundario Manuel María Tejada Roca. El padre de Manuel era electricista y educador; enseñaba cursos de electricidad en el Instituto Nacional de Agricultura. También era supervisor en el Instituto de Artes Mecánicas: un colegio técnico donde se formaban profesionales plomeros, mecánicos y electricistas entre otros. Su madre, la tía Gloria, era ama de casa. Manuel se formó en una familia grande junto a nueve hermanos y una hermana. La experiencia de crecer en una familia tan extensa jugó un papel fundamental en el desarrollo de sus creencias y su filosofía de vida. Después de graduarse de la Universidad de Panamá, donde estudió administración de empresas, Manuel comenzó a involucrarse en política. En 1996 fue candidato suplente para representante del Partido Revolucionario Democrático en el corregimiento de San Francisco. Luego, se convirtió en un importante activista y comenzó a participar en actividades del partido junto a nuestros amigos y compañeros en el corregimiento. En 1998, cuando comenzaba a formar el equipo de mi campaña para alcalde, varios copartidarios valiosos y experimentados me recomendaron a Manuel Tejada para organizar mi estructura electoral. Cuando lo conocí, su sentido político y el conocimiento que tenía de los líderes locales en la capital me sorprendieron. Lo incorporé al equipo y desde ese día en adelante Manuel estuvo a cargo de organizar toda la logística de mis eventos de campaña. Él recorrió conmigo el distrito innumerables veces. Estuvo conmigo en casi todas las giras y reuniones durante todo el periodo de elecciones. Salíamos a caminar a las seis de la
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Manuel con James Weaver, subdirector de Deporte durante mi primer periodo como alcalde, en un acto deportivo organizado por la Alcaldía.
mañana y muchas veces no volvíamos hasta las once o doce de la noche. Esta experiencia le dio a Manuel una gran cantidad de contactos adicionales en los barrios del municipio y un conocimiento detallado de los problemas reales —y sus soluciones— en la capital. Por esta razón, y por su responsabilidad e inteligencia, Manuel sería el encargado de desarrollar e implementar el nuevo Departamento de Obras Comunitarias. Bajo su dirección y con el apoyo decidido de Juan Hernández y de todo nuestro equipo, el Departamento de Obras Comunitarias instituyó la práctica de cabildos abiertos y consultas comunitarias realizadas todos los años, donde los residentes de cada comunidad y cada corregimiento del municipio solicitaban asistencia para sus necesidades más importantes. Del listado que nos presentaban los ciudadanos en las comunidades salían, a su vez, las obras anuales que el Departamento de Obras Comunitarias planificaba e implementaba para cada corregimiento. Aunque la Alcaldía
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aportaba los materiales necesarios para las obras, el acuerdo con las comunidades era que ellos ponían la mano de obra. También mandábamos ingenieros y técnicos para apoyar a los residentes al adelantar cada obra. Manuel y yo les dábamos seguimiento cuando era necesario y, al final del año, realizábamos un cabildo abierto junto a todos los departamentos y direcciones, donde le presentábamos nuestro informe anual de trabajo y le rendíamos cuenta a cada comunidad. Otro aspecto importante de este departamento eran los proyectos de atención inmediata. Manuel me acompañaba a todas las giras para atender problemas urgentes de las comunidades que visitábamos. Por ejemplo, si un residente de Pacora nos decía que las luminarias de una calle estaban dañadas desde hacía cuatro años y que habían asaltado a tres muchachas por la falta de luz, yo me comprometía y Manuel se responsabilizaba de que a las ocho de la mañana del día siguiente viniera alguien a arreglarles las lámparas. Y se cumplía: al día siguiente yo llamaba personalmente y verificaba que habíamos dado respuesta. Lo mismo se hacía si se estaba cayendo el muro de una escuela o el techo de una iglesia: obras pequeñas que se podían y se debían resolver de inmediato. Obras pequeñas, pero transcendentales en las vidas de quienes lidiaban a diario con esos problemas.
Durante una reunión comunitaria en el corregimiento de
Alcalde Díaz, una mujer tomó el micrófono e hizo una petición: “Buenas tardes”, dijo la señora, un poco nerviosa, “yo estoy hablando de parte de un grupo de madres de Gatuncillo. Todos los días, nuestros hijos e hijas tienen que cruzar
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Manuel con los ganadores del torneo de natación en la piscina de Bethania.
una quebrada para poder asistir al colegio en las mañanas y volver a la casa en las tardes. Aquí las lluvias son muy fuertes en el invierno y los niños muchas veces no pueden cruzar porque hay demasiada corriente. Si lo hacen, es con gran riesgo de sus vidas. Nos urge que para el bien de nuestros hijos y nuestra comunidad de Gatuncillo se construya un puente peatonal”. Ese mismo día envié a Manuel y a un albañil a inspeccionar el área para verificar si se podía construir un puente. Manuel lo veía duro: dijo que el área era inaccesible y transportar los materiales en camión sería difícil. Agregó que el terreno era muy quebrado y seguramente se tendría que hacer un trabajo de diseño más complejo. Conscientes del impacto que el puente tendría en la vida de los residentes y las futuras generaciones de Gatuncillo, Manuel y yo acordamos que construir el puente peatonal era una necesidad y había
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que hacer un esfuerzo adicional para construirlo y cumplir con la comunidad. El proyecto duró tres meses. La Alcaldía puso todos los materiales y un maestro de obra, y la comunidad puso la mano de obra. Manuel iba a inspeccionar el avance de la obra por lo menos una vez a la semana y me comentaba sobre el entusiasmo de los moradores y de cómo todos querían participar en la construcción. Los domingos todos los hombres se volcaban a trabajar en el puente y sus veredas de acceso, y las mujeres a cocinar; lo que unió mucho más a la comunidad. El día de la inauguración del puente peatonal, casi todos los vecinos dieron unas palabras de agradecimiento: las maestras, los padres, las madres, sus hijos e hijas. La felicidad, pero sobre todo el orgullo de sus voces y sus caras ese día, es algo que hasta el día de hoy ni Manuel ni yo hemos podido olvidar. Estoy seguro de que tampoco lo olvidan quienes orgullosamente contribuyeron en cada etapa de su construcción.
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n el cabildo abierto de Pacora, un representante de la comunidad de Las Garzas me entregó una lista de las necesidades más importantes de los vecinos. El documento estaba firmado por todos los residentes del área. La necesidad más importante de la lista era la construcción de un acueducto, para tener acceso al agua potable. Cuando fuimos a inspeccionar el área, nos reunimos con el señor que nos había entregado el documento en el cabildo abierto: “Esta comunidad de Las Garzas está recién fundada, pero en esta área nunca hemos tenido acueducto ni acceso al agua potable”, nos dijo. “Los que han estado en el área por diez, doce años, nunca han tenido agua potable”.
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“¿Y cómo hacen?”, preguntó Manuel. Entonces alzó una botella de agua y una lata de Coca Cola vacías. “Con esto”, explicó. “Vamos a la quebrada o al mismo río Pacora y la traemos de vuelta en estos envases. Lo único que le pedimos al municipio son los tubos para poner la tubería madre y traer el agua hasta acá. Nosotros con gusto ponemos la mano de obra y hacemos todo el trabajo”. Nos comprometimos con la comunidad para apoyarlos. Le entregamos las tuberías de PVC y en cuestión de quince días las tuberías madre ya estaban instaladas. “Sabemos que para ustedes todos sus proyectos son importantes”, nos comentó el mismo señor el día que inauguramos el pequeño acueducto rural, “pero para los miembros de esta comunidad este acueducto ha cambiado nuestra forma de vida. No tenemos cómo agradecerles”. “No tienen por qué”, respondió Manuel, “para eso estamos aquí”.
Hay 3.028 testimonios más como estos de miembros de co-
munidades que pidieron construir juntos una vereda para que uno de sus vecinos, un señor discapacitado en silla de ruedas, pudiera salir de su casa y asistir a citas médicas; de equipos de fútbol locales que propusieron la construcción de una nueva cancha deportiva para poder practicar su deporte y de colegios secundarios que construyeron junto a nosotros una biblioteca. Trabajando juntos, en lo que llamaba Omar la yunta pueblo-gobierno, construimos veredas, puentes, aceras, rampas, kioscos, muros, pisos, cercas y escaleras. Instalamos tanques de agua, letrinas, luminarias… Edificamos bibliotecas, salones
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de clases, iglesias y casas comunales. Todas fueron obras que la propia comunidad identificó como prioritarias y ayudó a construir. Las 3.028 obras fueron supervisadas y asesoradas por Manuel. Bajo su liderazgo y luego su supervisión, el Departamento de Obras Comunitarias logró mejorar la calidad de vida de más de 600.000 panameños. Las obras monumentales en la ciudad que se inauguran con gran pompa sin duda son importantes; pero juntos aprendimos que gracias a esta gran cantidad de obras en toda la ciudad, construidas por la propia comunidad, se resuelven enormes problemas y se mejora la calidad de vida de cientos de miles de ciudadanos. “La satisfacción más grande es poder darles herramientas a las personas que tienen tanta necesidad para que ellos mismos resuelvan y echen pa’lante. Cuando llegábamos a inaugurar los proyectos, no tenían las palabras para decir lo que sentían”, recuerda Manuel hoy en día. Hoy él sigue trabajando en mi equipo, para continuar mejorando la vida de los panameños que más ayuda necesitan. “Ver la alegría de esas personas, ver cómo su propio trabajo con nuestro apoyo resuelve sus problemas, ver que juntos con la yunta pueblogobierno municipal estamos resolviendo las preocupaciones de su vida diaria. No hay trabajo más valioso que ese”, exclama con orgullo. Es un privilegio trabajar con personas como Manuel día tras día; hombres y mujeres con conciencia social, comprometidos con el bien común, que van más allá del deber para ayudar a panameños que lo necesitan; que sienten en carne propia el sufrimiento de sus conciudadanos. Este compromiso con una sociedad más justa —desde el proyecto más complejo con resultados a largo y mediano plazo, hasta el más simple e inmediato que cambie la mirada en un solo rostro—
es un ideal que siempre han compartido los equipos que me han acompañado, tanto en ANCON como en la Alcaldía de Panamá. Es la motivación que nace de nuestros valores cristianos y nuestros ideales torrijistas, y que son también la base y el fundamento de nuestro compromiso con el servicio público. Manuel y yo trabajamos juntos diez años en la Alcaldía de Panamá, sirviendo al prójimo y dándole herramientas a la gente para superarse. Hoy él sigue trabajando en nuestro equipo, con los mismos ideales y valores: un panameño a quien nunca he oído pedir nada para sí mismo, pues siempre ha puesto a la comunidad y sus necesidades por encima de todo. Hoy, más que nunca, siento que su ejemplo de pensar primero en el bien común, de promover el trabajo en equipo y de impulsar el progreso basado en la unión de nuestras comunidades ha sido una voz importante para mí.
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na madrugada muy temprano, durante mis primeros meses como alcalde, llegué al corregimiento de Curundú con el equipo de la Dirección Municipal de Aseo Urbano y Domiciliario (DIMAUD), con la representante del área, Hermisenda Perea, y con decenas de residentes de la comunidad que salían de sus casas para realizar juntos un operativo de limpieza. Para mí era una enorme satisfacción descubrir la forma en que esta extraordinaria mujer había convertido su capacidad de organización y trabajo en una fuerza que influía en todos los espacios donde se movía. Para comprender el liderazgo de las personas hay que escucharlas, verlas trabajar y analizar sus métodos. Hermisenda es una líder indiscutible que ha hecho de su vocación social y política un modelo para quienes inician su incursión en este difícil y controversial terreno del servicio a la comunidad. Su capacidad para organizar las comunidades de Curundú, barrio por barrio, edificio por edificio, dieron resultados sorprendentes, pues como una gran madre leía necesidades, organizaba respuestas y estimulaba a nuevos líderes locales. Su ejemplo de vida ilumina un camino de servicio al prójimo, organización comunitaria y avance social que es vital para nuestro país.
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n una casita pequeña de madera, en la comunidad de Jaqué en la provincia del Darién, Hermisenda Perea vivió sus primeros cinco años de vida. Su madre era ama de casa y su padre pasaba la mayor parte del día navegando por el Pacífico en barco, trabajando como marino y pescador. La familia de Hermisenda siempre vivió con escasos recursos. Noche tras noche, ella y sus once hermanos dormían en el mismo cuarto, y varios en la misma cama. Todos tuvieron que trabajar desde muy jóvenes, unos vendiendo pan en las calles, mientras otros, como su padre, se embarcaban a trabajar en lanchas. Los hermanos Perea caminaban kilómetros sin zapatos para ir a la escuela. Cuando uno desfilaba, los otros no podían porque solo tenían un uniforme. Si desayunaban, muchas veces no cenaban y si lograban cenar, al día siguiente se quedaban sin desayuno. A pesar de todos esos inconvenientes y de sus limitaciones, el padre de Hermisenda, Dionisio Perea, era un dirigente comunitario que se destacó como dirigente político del Partido Liberal en Darién. Unos años después, en 1968, fue elegido diputado por el Tercer Partido Nacionalista. Pero el golpe de Estado del 11 de octubre de ese año no le permitió ejercer el cargo de diputado por mucho tiempo y lo convirtió en un opositor político del nuevo gobierno militar. Curiosamente esta familia, que empezó siendo arnulfista, se fue transformando con vivencias posteriores, a medida que formó parte del compromiso de Omar con el país y las oportunidades que generó para la gente humilde de Panamá. Hermisenda fue heredera de la gran movilidad social que Torrijos le trajo al país, especialmente por medio de la educación. En medio de los difíciles momentos políticos que vivía el país y que lo afectaban directamente a él, Dionisio se fue
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con su familia para Coclé. Allí, una maestra de la Escuela Fe y Alegría llamada Balbina Aguilar los ayudó a instalarse en la comunidad de Antón. Ella le presentó a la joven y guapa Hermisenda a la familia Gaona, en la Ciudad de Panamá. A los nueve años, comenzó a trabajar en casa de los Gaona como empleada doméstica y vivió una de las experiencias más importantes de su vida. La familia Gaona residía en el corregimiento de San Francisco en la Ciudad de Panamá. Hermisenda se despertaba antes de que saliera el sol para hacer la limpieza de toda la casa. También cocinaba, lavaba, planchaba y les daba de comer a los perros y las gallinas de la casa. Ganaba veinticinco balboas cada quincena y se los daba completos a sus padres, porque ellos le habían dado todo a ella. Al poco tiempo de empezar a trabajar en Panamá, los padres de Hermisenda se volvieron a mudar, esta vez para la barriada de emergencia conocida como Curundú, en plena capital. Hermisenda dormía en la casa de los Gaona todas las noches, en un cuarto pequeño cerca de la cocina. Los domingos, los Gaona la llevaban desde su casa en San Francisco hasta Calidonia, donde asistían a misa en la Basílica Menor Don Bosco. Ella aprovechaba ese día para caminar desde Calidonia hasta Curundú, donde veía a su mamá y a su papá por un par de horas. De los siete días de la semana, los domingos por las tardes era la única oportunidad que tenía de ver a sus padres. Así vivió durante tres años con una familia que no era la suya. Posiblemente por no vivir Hermisenda esos tres años con su propia familia, la señora Lucía Gaona la trataba como si fuera su hija y no una empleada doméstica. La señora Lucía era una maestra que comúnmente atendía a otros educadores en su casa. A raíz de esto, Hermisenda se formó en un ambiente que no la dejaba olvidar la
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importancia de la educación y de lo fundamental que es para forjarse un futuro. Todos los días conversaba y aprendía mucho con la señora Lucía mientras trabajaba para ella. Hoy, cuarenta años después, Hermisenda me cuenta que aún recuerda algo que la señora Lucía nunca se cansó de repetirle durante esas conversaciones: “Hermisenda, tú vales, y tienes que educarte, porque solo así podrás salir adelante y ser alguien en la vida”. Y eso fue exactamente lo que Hermisenda hizo. De los doce a los quince años, Hermisenda fue a la Escuela Doctor Salomón Ponce Aguilera, en Antón (en donde todavía tenía varios parientes) y de los quince a los dieciocho al colegio Richard Neumann, en Punta Paitilla, donde realizó su bachillerato. Mientras estudiaba en el colegio Richard Neumann, Hermisenda trabajó como estilista los sábados para mantenerse. Cuando no tenía para el pasaje de bus, se iba caminando desde Curundú hasta Punta Paitilla. Desde joven, Hermisenda tenía aspiraciones de seguir los pasos de su padre: quería dedicar su vida a ayudar a mejorar la condición social de su comunidad por medio de la política. Mientras asistía a la escuela, Hermisenda se integró a la junta local de su barrio dentro de Curundú y, luego, a un movimiento de la juventud panameña como voluntaria. En 1979, comenzó a participar activamente en política y a apoyar a dirigentes del corregimiento de Curundú. Se ganó a la gente de la comunidad por su trabajo y apoyo permanente para las obras sociales, sobre todo a beneficio de la juventud y la niñez. Pero fue apenas en 1994 cuando salió electa como representante del corregimiento de Curundú, por el Partido Revolucionario Democrático (PRD), cargo que ocupó hasta 2004.
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Con Hermisenda antes de empezar un operativo de limpieza y feria de salud en Curundú, en mi primer periodo como alcalde.
Cuando era alcalde de Panamá, tuve la oportunidad de
trabajar junto a Hermisenda Perea en múltiples ocasiones. Fue durante esos años, cuando ella era la representante de Curundú, que tuve el privilegio de compartir actividades con ella y pude notar su pasión por la gente de su comunidad y su compromiso inquebrantable para ayudarlos a vivir dignamente. Ella logró estimular la participación ciudadana, organizó las juntas locales para que expresaran el sentir de las comunidades y sus necesidades, y fueran un vehículo participativo que nos ayudara a encontrarles soluciones. Ella se aseguraba de que los resultados de la consulta y participación permanente de las comunidades sirvieran para que los recursos de la junta comunal le llegaran a la gente. Promovía el trabajo en equipo y la organización comunitaria como herramienta para lograr el bien común. Sin hacer un largo recuento de todos los proyectos que impulsó, es grato compartir la forma en que pudimos tomar las medidas para canalizar el río Curundú con el apoyo del Gobierno y resolver los problemas de inundación frecuente, así
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como el proyecto de construcción de dos nuevos edificios en Veranillo y la reparación de cientos de techos y casas para resolver el problema habitacional, así como los programas pro rescate de la juventud y la niñez mediante la cultura y el deporte. De la misma forma, trabajando junto a Balbina Herrera y el Ministerio de la Vivienda, se hicieron los planes para la rehabilitación total de Curundú, que hoy es una realidad. La excelente alianza que estableció junto a Jorge Sáenz, director de DIMAUD, jugó un rol fundamental en transformar esta entidad en una fuerza para el bienestar social, que les daba oportunidades de trabajo a hombres y mujeres de Curundú que habían tenido muy pocas en su vida, a la vez que llevaba salud y bienestar a la comunidad. Con frecuencia Hermisenda llevaba personalmente a verme a hombres y mujeres que necesitaban trabajo y que eran ignorados por empresas y otras organizaciones. Varios de ellos habían estado en la cárcel o formaban parte de pandillas y habían tenido problemas con la ley y el único lugar donde recibieron una oportunidad fue en el municipio de Panamá, específicamente en el departamento de Aseo de la Alcaldía. Hermisenda también nos trajo a madres solteras y jóvenes que venían de familias disfuncionales, a hombres y mujeres analfabetos y a adultos ya mayores que no tenían adonde ir para buscar trabajo. A todos ellos, cada vez que nos fue posible, se les dio una oportunidad con la condición de que cumplieran estrictamente con sus responsabilidades.
Cuando era alcalde, solía participar en los operativos de limpieza junto al personal de ASEO. Quería que supieran que su trabajo era importante para mí y para los ciudadanos,
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Con Hermisenda recorriendo Curundú en nuestra campaña para secretario general del PRD en 2013.
y nos resolvía un gran problema de salud a los capitalinos. Allí tuve la oportunidad de escuchar a uno de los recolectores: “Hermisenda es no solo representante, es una de nosotros y a todos nos trata como familia”. Por otro lado, Hermisenda me insistía en que yo debía participar personalmente en esos operativos de ASEO donde ella también participaba: “Juan Carlos, a la gente y a nuestro equipo de ASEO le gusta que tú participes; los llena de orgullo y les da una seguridad que fortalece el gobierno local, porque sienten que el alcalde cree en ellos”. Hermisenda estaba en todas estas actividades. Operativos de limpieza que se realizaban toda la semana en toda la ciudad, donde compartíamos con ellos, comíamos pescado en los kiosquitos, y buscábamos tiempo para sentarnos y conversar con la gente. Gracias a su esfuerzo, y con ese grado de confianza que habíamos establecido, Hermisenda logró encaminar a jóvenes que antes estaban involucrados en pandillas y que pudieron rehabilitarse e incorporarse al campo laboral. Es
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empleo difícil, que muchos no quieren realizar, pero que es indispensable para el beneficio de la sociedad y la ciudad. Gracias a su compasión, madres jóvenes solteras y abuelas mayores que antes no podían encontrar trabajo tuvieron la oportunidad de mantener a sus familias. Gracias a su liderazgo, jóvenes que habían salido de la cárcel demostraron que podían reincorporarse a la sociedad. A pesar de todas las dificultades que la vida puso en su camino, y a pesar de la falta de dinero, Hermisenda nunca dejó de ir a la escuela. Hoy en día, ella tiene una licenciatura en administración de empresas, con un postgrado en comercio internacional y una especialización en tratados de libre comercio, un diplomado marítimo y un diplomado en política. Hermisenda es el ejemplo de que los panameños podemos vencer todos los obstáculos mediante la educación. Es el ejemplo de que la superación personal y familiar es posible para todos, siempre que exista voluntad, visión y sacrificio. Ella demuestra con su vida que la mujer panameña ha tenido un rol que debemos fortalecer aún más como pilar fundamental en el desarrollo de nuestro país y el progreso de cada una de nuestras comunidades y corregimientos. Pero sobre todo, Hermisenda es un ejemplo vivo de que con fe en Dios y en el futuro de nuestro país, no importa cuán dura sea nuestra realidad ni qué tan difíciles los retos que enfrentemos, todos podemos echar pa’lante, a la vez sirviendo a los demás. La de ella es una voz cada día más importante y más valiosa en este Panamá que hoy, más que nunca, requiere valorar la unidad nacional y el bien común para alcanzar un destino de prosperidad que incluya a todos por igual.
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Cacique Teucama
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n 1942, en un tambo elevado a ocho pies sobre la tierra, sin paredes y con techos altos hechos de pencas de palma, cerca de la quebrada La Chunga, que atraviesa las tierras selváticas que hoy le pertenecen a la comarca Emberá-Wounaan de Cémaco y Sambú, nació el futuro líder y cacique indígena José Teucama. La madre de José era de la comunidad emberá y el padre de la comunidad wounaan, lo que hace a José un indígena poseedor de la cultura de dos etnias. La familia de José, como la mayoría de los emberá y wounaan, siempre fue muy humilde y vivían, como lo siguen haciendo hoy en día, de la agricultura de subsistencia. Su papá se dedicaba a cultivar arroz, maíz, guineo, tallos de plátano y a criar puercos. Él, sus tres hermanos y su hermana colaboraban en las labores de la casa. José pasó su juventud trabajando: cargando baldes de agua pesados desde el río hasta su comunidad y ayudando en la finca de su familia. En esos tiempos, su comunidad era muy pequeña, como la mayoría de las comunidades emberá-wounaan. La suya solo consistía de cinco familias. A José le tomaba varias horas de viaje llegar a comunidades aledañas donde vivían sus primos y sus tíos.
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Aunque José y su familia nunca tuvieron mucho, en términos materiales, los padres de José inculcaron en él un interés por el bienestar de los demás. Cuando era joven, sus padres le decían: “Hijo, usted cuando sea hombre, nunca piense mal de nadie. Hágales favores a todos los que lo necesiten y nunca espere que le tengan que dar algo de regreso”. De los consejos de sus padres y del ejemplo aprendido de ver cómo vivieron, surgió en José el deseo de ser un líder en su comunidad, para preservar la integridad de su herencia cultural y mejorar la calidad de vida de las futuras generaciones emberá y wounaan. José se casó a los dieciocho años, alrededor de 1960, y levantó su propio tambo cerca del de sus padres. José comenzó entonces a involucrarse más a su comunidad de La Chunga, en el corregimiento de Río Sábalo, distrito de Sambú. En 1972, José congregó a los dirigentes de varias comunidades cercanas y a muchos de sus familiares que no vivían en La Chunga para proponerles una idea. Poco después del mediodía, cuando todos los convidados llegaron, José se puso de pie frente a ellos y les dijo: “Actualmente somos varias comunidades separadas por varias millas de selva y varias horas de transporte. Aunque vivimos y subsistimos de lo que nos da la tierra, yo sé que ustedes comparten mi deseo de darles una vida mejor a nuestros hijos e hijas y a las futuras generaciones de nuestras comunidades. Si formamos un pueblo más grande, podemos conseguir una escuela para que nuestros hijos puedan educarse. Si formamos comunidades más grandes, podemos conseguir que el gobierno nos instale tuberías para tener acceso a agua potable. No tendremos que mandar a nuestros hijos e hijas al río
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todos los días. Así lo ha dicho ese señor”, siguió José, “que ha venido él mismo a estas comunidades a las cuales ustedes bien saben que los del Gobierno nunca vienen”. Ese señor era el general Omar Torrijos Herrera.
En 1971, José fue convocado por el general Omar Torrijos
para una reunión en la comunidad de La Palma, en la provincia de Darién. El propósito de la reunión era reclutar a candidatos indígenas para la posición de constituyentes, a fin de redactar la nueva carta magna del país. Las elecciones se llevarían a cabo el año siguiente. José tenía buena reputación en su comarca y en el Darién como un dirigente comunitario. Durante la década de los 60, había logrado consolidar varios caseríos en una sola comunidad, para que el Gobierno les hiciera una escuela e instalara un acueducto rural que les diera acceso al agua potable. En la reunión, José se puso de pie para decir unas palabras frente al general. José habló al micrófono. Oyó su voz salir de parlantes que estaban a los lados: “Usted me va disculpar, general. Yo soy miembro de la comunidad emberá por parte de mi madre y miembro de la comunidad wounaan por mi padre. He vivido en estas tierras toda mi vida. Y usted me va disculpar, pero el próximo año nos vamos a ver en el Poder Popular”. Entonces, el general se puso de pie y le dio un abrazo: “¿Seguro?”, le preguntó con una sonrisa. “¡Seguro!”, respondió José. Él me ha contado que pocas veces se había sentido tan nervioso como ese día, cuando se oyó él mismo en esas bocinas; pero cuando el general lo abrazó sintió que había hecho lo correcto en participar.
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Como representante de las comunidades emberá y wounaan en el Poder Popular, llamado también los 505, en la capital de Panamá, la misión de José era impulsar el reconocimiento de las tierras indígenas en el Darién como comarca, al igual que se había hecho en Guna Yala con los indígenas gunas en 1953. José también quiso darles más fuerza al cacique y a los dirigentes de sus diferentes comunidades. El trabajo que hizo José durante su gestión como representante creó los cimientos para la implementación de la Ley 22 de 1983, que estableció su querida y anhelada comarca Emberá con el respaldo inicial del general y de su Gobierno Revolucionario. Esa Ley 22 comienza así: “Segréguense de los distritos de Chepigana y Pinogana en la provincia de Darién dos áreas geográficas con las cuales se crea la comarca Emberá”. Esas simples pero profundas palabras resonaron con fuerza, ya que fueron un avance gigantesco para lograr su meta de preservar su cultura, su herencia ambiental y su estilo de vida. Esas palabras también validaron el duro trabajo que miles de mujeres y hombres, como José, le habían dedicado a su causa de ser dueños de su tierra y su destino durante varios siglos.
Conocí al cacique José Teucama a comienzos de la década
de los 80, cuando vino a visitarme a la sede de ANCON. José había oído del trabajo que hacía nuestra organización por la conservación de la biodiversidad y los recursos naturales de Panamá, y vino a pedir que ANCON ayudara a los indígenas a proteger sus tierras y los recursos naturales que le pertenecían a la comarca Emberá-Wounaan en Cémaco y Sambú. La comarca había sido creada en 1983, pocos años
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Antes del bautizo, con las emberá güeras y un amigo de Puerto Indio.
antes de nuestra reunión en ANCON. Aunque la comarca existía por nombre y por ley, los límites de su territorio todavía no habían sido demarcados y los colonos continuaban invadiendo tierras indígenas y explotando recursos que le pertenecían a la comarca. Me comprometí junto a mi equipo a ayudar al cacique Teucama a delimitar la comarca y a instalar cercas, hitos de cemento y letreros en varios puntos del perímetro, para demarcarlos y comunicar públicamente que esas tierras les pertenecían a los emberá y wounaan. Durante esos largos días húmedos y lodosos que pasé junto al cacique Teucama y otros miembros de las comunidades indígenas poniendo cercas, hitos y letreros a lo largo de la selva darienita y alrededor del perímetro de la comarca, Teucama y yo tuvimos muchas oportunidades de conversar y nos fuimos convirtiendo en buenos amigos.
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Unos meses después, organicé una expedición con varios biólogos y botánicos de ANCON al punto más alto del área: Cerro Sapo. Como nadie conoce esa zona mejor que los indígenas que viven en esa selva, llamé al cacique Teucama para que nos acompañara en la gira y nos ayudara a conseguir más guías. La siguiente semana me encontré con él y tres de sus guías en la comunidad de Atalaya. Pasamos la noche allí y a la mañana siguiente, antes de que saliera el sol, emprendimos el camino hacia Cerro Sapo. El viaje duraría varios días y no sería una caminata fácil; todos cargábamos mochilas pesadas e íbamos equipados con gruesas botas para evitar mordidas de culebra. Aunque el ambiente estaba fresco, apenas llegaron los primeros rayos del sol, la selva se puso tan húmeda que sentí que estaba inhalando vapor. Había llovido mucho la noche anterior y todo el camino estaba lleno de un lodo espeso que nos llegaba hasta las rodillas y se pegaba a nuestras botas. El camino era usado por caballos para sacar la carga y las cosechas del área, y era la única conexión de los poblados del área con la población de Sambú y la capital. Después de varias horas de caminata, llegamos a una parte del camino donde teníamos que avanzar por el río. Logramos lavar las botas del lodo pesado que se nos había pegado, pero ahora estaban llenas de agua. El río era espectacular: un camino de vida en medio de árboles majestuosos. En la tarde, Teucama se dio cuenta de que, como habíamos dejado atrás el río y subíamos por la montaña, no habría suficiente agua para el resto de la expedición, ya que en solo un par de horas ya nos habíamos tomado la mayoría de la que traíamos. Aunque él quería seguir adelante, varios no querían continuar la travesía sin agua y deseaban regresar.
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El profesor Clímaco bautizándome con el rito emberá.
A las cinco de la tarde llegamos a la cabecera del río Jesús. Entonces comenzó a diluviar como solo pasa en las selvas del Darién. La lluvia no paraba y como no queríamos caminar en la oscuridad mientras estaba lloviendo, decidimos acampar cerca de la cabecera. Después de poner las hamacas y cenar lo poco que había llevado, me senté al lado de Teucama. Me dijo que me iba contar una historia: “Hace muchos siglos, el Dios Ancoré tenía un siervo predilecto que se llamaba Jungurú. Jungurú era un emberá afable, que se preocupaba por ayudar a las demás personas. Sin embargo, había un demonio que tenía forma de sapo que siempre encontraba una manera de hacerle la vida imposible. Pero el Dios Ancoré siempre lo protegía y el demonio nunca le podía hacer daño”. El cacique se frotó las manos para calentarlas y siguió su historia: “Un día, mientras Jungurú estaba recogiendo plantas medicinales para curar a los enfermos, el demonio le dio a Jungurú un fuerte golpe en la cabeza y cayó inconsciente.
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Junto a los jaibanás y los músicos tradicionales emberá durante la ceremonia de bautizo.
El sapo comenzó a pisotear el cuerpo de Jungurú con alegría. ‘¡Ahora ni Ancoré te podrá proteger de donde estás!’, le gritó el demonio al cuerpo”. “Cuando Ancoré llegó en busca de Jungurú, vio que el demonio seguía brincando en su tumba. Al enterarse de lo que ocurrió, Ancoré se puso triste, y furioso prometió encadenarlo hasta que las mujeres dejaran de parir. Como vio que el demonio intentó escaparse, lo convirtió en un cerro alto y triste en el cual nunca crecerá ninguna flor ni colgaría su nido una avecilla. Así es como se formó el Cerro Sapo, que si la naturaleza nos permite podremos escalar mañana”. Después de oír la historia, me fui a acostar a mi hamaca. Me dormí oyendo el sonido de gotas de agua cayendo sobre las hojas. Al despertar, descubrimos que las condiciones del sendero habían empeorado por la lluvia y teníamos que cancelar la subida a Cerro Sapo. Mientras caminábamos de vuelta, abatidos por la decisión de cancelar la gira, el cacique José vino hacia mí y comenzamos a hablar.
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Nuestra ceremonia de bautizo terminó con un baño en el río Sambú, culminando una de las ceremonias más lindas y más profundamente significantes de mi vida. Desde ese día, las causas de los pueblos originarios de Panamá son también mis causas.
“Navarro”, dijo el cacique, “las comunidades emberá y wounaan te tenemos una propuesta. Sabemos que eres un defensor de los indígenas y de la naturaleza de Panamá y te queremos bautizar para hacerte parte de nuestra comunidad”. Me sentí inmensamente agradecido. “Para mí sería un tremendo honor”, le respondí. “Te bautizaremos en dos días”, dijo el cacique. Teucama y yo seguimos caminando y conversando en el camino lodoso hacia Atalaya. Después de llegar, nos dirigimos hacia la comunidad de Puerto Indio, a un costado de Sambú, donde se iba a llevar a cabo mi bautizo. Al mediodía, en un ranchito en el centro de la comunidad de Puerto Indio, comenzaron las preparaciones para la ceremonia. Me dieron una prenda de vestir llamada guayuco y una pieza tejida con chaquiras llamada amburá para amarrarme el guayuco. Me quité la ropa que llevaba y me puse mi
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guayuco. Al entrar al ranchito vi que ahí solo había mujeres, con sus pechos al aire y sus faldas floreadas de colores brillantes que les llegaban hasta las rodillas, y niños y niñas desnudos. Un grupo de mujeres, la esposa de Teucama entre ellas, se me acercó con totumas llenas del líquido extraído del fruto del árbol de jagua. Dos dirigentes empezaron a pintarme, metían pinceles y sus dedos en el envase con su tinta vegetal. Comenzaron a aplicarme la jagua en varias partes del cuerpo: en la cara, el pecho, la espalda, las piernas, los brazos y las manos, en un diseño tradicional de oso caballo. Cuando terminaron el proceso, la tinta gris se había empezado a poner totalmente negra. Al terminar la aplicación de la jagua, tuve que esperar varias horas de pie para que se secara y que pudieran proceder con la ceremonia. A la mañana siguiente el cacique Teucama vino a buscarme para decirme que la ceremonia estaba por empezar. En el camino al área abierta en el centro de la comunidad, me dijo que le había pedido al profesor Clímaco, un señor mayor muy respetado en la comunidad y con más experiencia, que llevara a cabo el bautizo en el rancho grande que era el centro de la comunidad. Me explicó que al bautizarme, yo entraba a ser parte de la familia emberá y wounaan. Cuando caminé hacia el señor Clímaco, comenzaron a rodearme muchas chabas y emberá güeras (mujeres). Las emberá güeras llevaban collares de monedas de plata. Ellas, como yo, tenían el cuerpo pintado en jagua con figuras geométricas, diseños ancestrales heredados de sus antepasados. Varios hombres llevaban collares con monedas de plata con dientes de animales, así como coronas de pedazos de madera en la cabeza. Me dijeron que me arrodillara en el suelo y me pusieron una corona en la cabeza. Me puse de pie y seguí caminando hacia Clímaco.
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Al llegar adonde él estaba, en el centro del rancho, me agarró del hombro y me dijo que me sentara en una banca. Agarró con su mano una totuma que estaba flotando en una gran palangana llena de hojas y hierbas tradicionales y me la empezó a chorrear en la cabeza. El agua que caía de mi cabeza a mi cara soltaba los olores de las plantas medicinales como hierbabuena y albahaca silvestre que flotaban en el agua, dándome una sensación de frescura. “Ñangé Emberá”, comenzó a decir Clímaco en voz alta, “mua porocuella ichitren Tranchichi Oidebema, mange balla ichitrena”. En ese momento, me dieron a beber la tradicional chicha de maíz mascado por las mujeres de Puerto Indio, que se estaba fermentando desde hacía dos días. La ceremonia en su conjunto fue extraordinaria para mí. Con esas palabras, ante el Dios emberá de todos los seres vivientes, que creó los animales y la naturaleza, llamado Ancoré, el mismo Dios que amó a Jungurú y convirtió al demonio en el Cerro Sapo, me llamaron Tranchichi Oidebema. Por ahí mismo empezamos la celebración. Los hombres se pusieron a tocar instrumentos, flautas y tambores de diferentes tamaños mientras las mujeres bailaban sus danzas tradicionales. Cuando concluyó la ceremonia, fui adonde el cacique Teucama y le pregunté lo que significaba mi nombre: Tranchichi Oidebema. “Tranchichi Oidebema”, dijo el cacique José, “significa arriera de montaña”. “¿Y por qué me escogieron ese nombre?”, le pregunté. “Porque caminas en todos lados junto a tu equipo, como lo hiciste cuando cargaste letreros de metal que marcaban los límites de nuestras tierras”. Mientras caminaba hacia mi hamaca, sentía que el nombre que Teucama y las comunidades emberá y wounaan decidieron darme era sorprendente y profundo a la vez, porque
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lo que la arriera de montaña representa está en línea con una de mis filosofías personales más importantes: el poder de la comunidad, la unidad y el trabajo incansable en equipo. Hay científicos que dicen que es más fructífero pensar en las arrieras como un componente de un solo organismo que es el nido compuesto de cientos de miles de arrieras. Cada arriera tiene su rol: están las que se reproducen, las que luchan contra enemigos externos, las que caminan largas distancias para conseguir comida. Toda arriera, de una forma u otra, contribuye al bien social de la comunidad entera. Ninguna arriera existiría si las arrieras no formaran parte de un gran equipo. Yo soy la persona que hoy soy, he podido llegar adonde estoy, gracias a todas las personas que me rodean, a las mujeres y los hombres a los que rindo homenaje en este libro, a todos los individuos que han influido en mí y han impactado mis ideas, sea con un buen consejo, una buena conversación, un ejemplo, una crítica constructiva o una sonrisa. ¿Y por qué hago lo que hago? Como la arriera, siento una responsabilidad de hacer el bien, de promover el bien común, de mejorar mi comunidad y a Panamá, que a mí y a todos los panameños a lo largo de los años nos ha traído tanto orgullo y tanta felicidad. Pero como la arriera, esto no lo puedo hacer solo. Necesito a cada uno de ustedes, que hagamos esto en equipo. Solo así podremos tener el país que todos nos merecemos. Y solo así podremos transformar y construir lo que todos los panameños queremos: un Panamá más humano y más solidario, donde la prosperidad les llegue a todos y todas, donde cuidemos nuestra naturaleza y nuestras culturas milenarias. En fin, un nuevo Panamá.
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JUAN CARLOS NAVARRO VOCES DE MI VIDA
Juan Carlos Navarro nació en la Ciudad de Panamá el 19 de octubre de 1961. Se graduó con una licenciatura en Geografía y Ciencias Políticas de Dartmouth College, NH (1983) y una Maestría en Administración Pública de Harvard, MA (1985). Fundó ANCON e inició operaciones de dicha asociación privada sin fines de lucro en 1985, siendo la más importante de las asociaciones ambientalistas de Panamá y una de las más importantes en América Latina. Navarro es considerado el más destacado líder ambiental de Panamá. En 1994, fue elegido por la revista internacional Time como uno de los cien líderes jóvenes más prometedores del planeta para el próximo milenio y nuevamente fue seleccionado en 1999 por la revista Time y la cadena CNN como uno de los líderes latinoamericanos para el próximo milenio. Fue electo como alcalde de la Ciudad de Panamá luego de ganar las elecciones generales en 1999 y en 2002 fue electo como segundo vicepresidente del Partido Revolucionario Democrático (PRD). En 2004 fue reelecto para el cargo de alcalde de la Ciudad de Panamá, con el 60% de los votos. Su primer libro, Parques Nacionales de Panamá, fue editado en Madrid (España) y publicado en 1998 (segunda edición, 2001). Es el escrito más completo sobre parques y reservas naturales de Panamá. Juan Carlos Navarro fue electo secretario general del PRD en 2012 y candidato para la Presidencia de la República de Panamá, en marzo de 2014, con el 94% de los votos en las primarias de su partido. Vive en San Felipe con su esposa Cuqui y sus tres hijos: Juan Andrés, Felipe y Gabriel.
ISBN 978-9962-05-647-8
9 789962 056478