La cronica

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Taller de Crรณnica

Cantos de Juya - Relata Guajira -



La crónica Víctor Bravo Mendoza (Compilador)



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Presentación

La Guajira necesita ser nombrada. Y para nombrarla en su cartografía, con sus gentes, sus costumbres y todos los elementos que conforman su idiosincrasia, se debe iniciar nombrando lo existente en sus municipios. Se nombra con la palabra. A partir de la palabra nacen los nombres, se forman los conceptos, se consolidan las ideas. Pero, para que ello ocurra, hay que informarse, hay que conocer. Ahora bien, la simultaneidad de informarse y conocer están implícitas en el género de la crónica. La crónica es “incestuosa”. Reconociéndose hija de la historia y de la literatura. Y ese, es el fin último del presente módulo: escribir la historia de los municipios de La Guajira a través de la literatura. La crónica posee en su núcleo, además del aspecto periodístico, lo histórico y lo literario. En su contenido, que ofrece múltiples posibilidades de lectura e interpretación, la crónica permite conocer las costumbres, las historias y el entorno de un lugar, teniendo contacto real con el mismo entorno o espacio que describe. Tomando en cuenta este ineludible detalle, quien vaya a escribir la crónica referida a cualesquiera de los municipios, debe conocer al

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municipio seleccionado que le corresponda. Sólo así podrá ser testigo privilegiado, apoyando en ello su autodeterminación como cronista, del municipio determinado para su crónica. De esa única manera se puede escribir lo que se ve, lo que huele, lo que se escucha, lo que se come, lo que se toca, lo que se percibe y lo que se siente en un entorno particular. Este módulo de apoyo para ti, estimado estudiante, está conformado por dos enunciados generales. El primero: Técnicas narrativas literarias, recoge lo básico sobre la escritura narrativa, y aspectos teóricos estructurales de La crónica, el segundo. Con él y con la “Torre de Dios” que soy, busquen ustedes en sí la autodisciplina y comencemos a borrar la primera necesidad que tiene nuestro departamento La Guajira: ser nombrada por nosotros mismos a través del género de la crónica. Lo demás… se alcanzará por añadidura.


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Sé que no todo escritor en formación necesita un taller, y que para muchos es imprescindible la experiencia solitaria, el darse solos de cabeza contra los propios límites. Sé también que no todo escritor "confirmado" está en condiciones -o tiene ganas- de comunicar a otros aquello que es su experiencia secreta, su trabajo privado ante un texto. Pero cuando esto se da: cuando un escritor joven está dispuesto a absorber y procesar la experiencia ajena, y un escritor experimentado está dispuesto a comunicar -y yo diría: necesita comunicar- a otros los arduos secretos de su trabajo; y, además, existe una afinidad, una corriente de empatía entre uno y otro, entonces (y sólo entonces) se produce un crecimiento parecido al estallido, y el taller se convierte, de verdad, en un hecho creador. Liliana Heker

..... Escribir una obra que merezca la pena requiere tiempo y esfuerzo. En el camino, el autor ha de escuchar a otros. Hanif Kureishi


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La crรณnica Riohacha, enero 2017

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TĂŠcnicas literarias narrativas


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‌la escritura es sólo un aspecto de la forma literaria. Otro, no menos importante, es la tÊcnica, pues las historias no se bastan para contar buenas historias. Mario Vargas Llosa


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Técnicas literarias narrativas

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n el caso de la literatura, el instrumento es la palabra. La tecnología literaria se entiende como el conjunto de medios por el cual un escritor saca a luz un impulso inicial por crear una obra y lo traslada a sus lectores. «En realidad, las técnicas son los medios por los que el mismo escritor descubre, primero, qué es lo que está tratando de decir realmente a partir de todos los impulsos inarticulados que lo empujan a decirlo» (Schorer 1976: 08), Vargas Llosa (1997: 61) conceptúa como técnicas literarias como lo relativo a la organización de los materiales de que consta una novela, para dotarlas de poder sugestivo. Desde este vértice, tenemos: articulación temporal, nivel de realidad, mudas y salto cualitativo, caja china, dato escondido y vasos comunicantes. Bossio (2007: 24-27), por su parte, sistematiza los aportes de Vargas Llosa y Surmelian, planteando las siguientes técnicas literarias:

a) Articulación del tiempo La articulación temporal consiste en la dislocación del tiempo cronológico. Esto puede hacerse mediante la analepsis y se realiza al contar un hecho hacia atrás en el tiempo. Otro método es el de la anticipación o prolepsis. Es inverso a la analepsis y consiste en avanzar en el tiempo.

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b) Articulación del espacio La articulación del espacio se logra a través de las mudas espaciales. Es decir, el salto que el narrador hace intempestivamente en cuanto a las locaciones, punto de vista o perspectiva; y el salto de la realidad o salto cualitativo.

c) Métodos narrativos Se rigen por el principio de la acción de los textos narrativos. De ahí que existen dos maneras de escribir un relato. La primera, mediante la escena como método dramático, específico, con el uso de diálogos y descripción, que ocurre en un determinado tiempo y espacio, y dura mientras no exista cambio de lugar ni ruptura en la continuidad temporal. Reproduce la acción y el movimiento de los personajes. La función de la escena es «mostrar» al lector el movimiento de los personajes con un lenguaje gráfico. Sus componentes son: el diálogo y la descripción. La escena, para Surmelian (1968: 3032) es un acto específico, un hecho individual que ocurre en un determinado tiempo y espacio y dura mientras no exista un cambio de lugar ni ruptura en la continuidad temporal. La segunda, y complementaria, a través del resumen o sumario. Es la manera de decir las cosas a través del relato mismo. Su función es aligerar la corriente narrativa brindando presteza a la narración.

d) Modos de narración Se entiende por modo de narración, “el grado efectivo de presencia que tienen los discursos verbales de los personajes (sus diálogos orales, cartas, recados, diarios, etc.) dentro del propio discurso narrativo que leemos. Es decir, son las formas que adopta el narrador para transcribir los discursos de los personajes.” (Paredes, 1993: 29). Existen cuatro modos de narración. El primero es el modo directo: en él aparece tal cual el discurso del personaje, se le cita textualmen-


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te. En el segundo, que es el modo indirecto, el narrador transmite la información del discurso respetando el supuesto contenido primario; pero con sus propias palabras y estilo, de modo que los datos provienen del personaje y la construcción gramatical del narrador. El tercer modo es el indirecto libre, en el cual el narrador usa sus palabras para referir las del sujeto ficticio, tal como en el modo indirecto; pero decide conservar, a su propia conveniencia, rasgos y matices del habla del personaje. El cuarto modo es el discurso contado, en el cual se reporta únicamente que el personaje habló o escribió una carta o poema sobre un cierto tema que le afecta (una acción guerrillera, una acción amorosa, por ejemplo); pero el lector ignora los elementos o detalles de ese acto de comunicación. Sabemos que habló, pero desconocemos concretamente qué dijo.

e) Punto de vista y multiperspectivismo El punto de vista es el enfoque, la particular forma de ver el mundo de un determinado personaje. En el relato, la narración se hace a través de la perspectiva del narrador o de algún personaje. Consiste en darle un espacio propio a cada personaje. También se llama el multiperspectivismo.

f) Diálogo Reproduce la plática entre dos o más personajes. Surmelian (1968: 38-40) la conceptúa como una acción hablada que orienta la atención del lector a lo que los personajes están hablando. “El diálogo deberá sugerir, si no reproducir, la naturaleza incisiva, abrupta, dislocada, con sus tensiones y caídas, sus repentinos estallidos de ritmo explosivo”.

g) Descripción Caracteriza, a través de palabras, a personajes, pueblos, paisajes y épocas.

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h) Caja China Tal procedimiento implica contar una historia como una sucesión de historias que se contienen unas a otras: principales y derivadas, realidades primarias y realidades secundarias.

i) Máximas del acto comunicativo Son cuatro máximas, aunque en el acto comunicativo debieran considerarse también la brevedad y el orden. Máxima de cantidad Aporte solo la información necesaria y evite la superflua. Máxima de calidad Procure decir solo lo que crea que es verdad. Máxima de relación Sea pertinente, no hable de lo que no viene al caso. Máxima de manera Sea claro, evite la ambigüedad y las expresiones oscuras.

j) El narrador Es el elemento central de todo relato, pues actúa como fuente de información, como ensamblador de los materiales del relato, como observador de hechos y situaciones, como organizador del mensaje y como hablante; es decir, como sujeto de la enunciación y emisor de las relaciones con uno o varios narratarios. Es importante diferenciar entre autor y narrador. El narrador es algo así como la máscara que usa el autor, quien construye una imagen y delega su voz. Imágenes habituales del narrador son: el testigo ocular de los hechos, el investigador, el historiador, el transcriptor de un testimonio externo, el editor de materiales y el biógrafo (incluida


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aquí la autobiografía). Sus funciones pueden ir desde la narrativa (narrar los hechos), hasta la ideológica (dar cuenta de una visión de mundo), pasando por la función testimonial y por la comunicativa (de emociones). En todo caso, es la construcción más importante del autor, pues a través de ella vehicula toda la narración y la hace verosímil. En cuanto preceptor, el narrador es el responsable de informar sobre hechos, asumiendo puntos de vista (tanto gramaticales como de visión de mundo) y es quien a su vez delga la narración a otros narradores o voces para que colaboren en la información necesaria. En tanto perceptor, el narrador es también el responsable de la focalización, es decir, de la estrategia de dosificación de la información de la historia. El narrador, que no es necesariamente el autor, puede tener diferentes grados de participación en el nivel diegético, así: Narrador homodiegético: es aquel que participa como testigo de la historia que se narra. Narrador autodiegético: es el que participa en calidad de protagonista y cuenta su propia historia, y… Narrador heterodiegético: es el que no participa en el mundo narrado. (Klein. 2007: 66)

k) El código lingüístico en la construcción de personajes El discurso referido, tanto en estilo directo, indirecto o indirecto libre, puede utilizarse para desarrollar uno de los mecanismos centrales de la crónica como lo es la construcción de personajes. Muchas veces, la manera en que alguien se expresa dice mucho más sobre esa persona que el contenido mismo de lo expresado. En la

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literatura “se suele utilizar el cambio de código lingüístico precisamente para presentar un personaje, definirlo, caracterizarlo por ese código, o introducir otra voz ajena a la del autor” (Lozano 1999: 153).

l) El tema Muchas son las ocasiones en que se confunde la historia con el tema. El error que se presenta en esta dicotomía consiste en confundir las anécdotas que conforman la historia, con el tema. Ocurre de esa manera porque los temas se encuentran determinados en las anécdotas. Pero, historia y tema, no son lo mismo. El tema es la idea central o el asunto de que trata un texto. Cuando el tema se organiza en unidades dinámicas, es cuando pueden mostrarse los rasgos esenciales de los elementos que conforman y se destacan en una narración. Lo mismo que las ideas que surgen de los motivos; porque son los motivos los que impulsan las acciones, polarizando los tópicos del tema. Por eso, son los motivos y sus posibles combinaciones, los que al impulsar las acciones, producen el tema. Con el tema también se pueden distinguir las sucesivas obsesiones del narrador que se ha elegido para contar la historia. De allí que del tema, siempre pueda decirse que es el problema social, sicológico, histórico o filosófico que desencadena o sustenta la historia. Estos problemas pueden dar origen a situaciones anormales en cuanto a juicios, gestos, estados de ánimos, ambientes reveladores, motivando, por supuesto, la originalidad. De allí que la historia debe estar acreditada por un buen tema, razón única que no le permite quedarse en el vacío de un discurso intrascendente o insustancial. Enrique Anderson Imbert sustenta que el tema es el análisis de la totalidad del texto y la reflexión sobre su significación dominante. Por ello, todo tema debe tener un eje núcleo alrededor del cual girarán los motivos, momentos o situaciones elementales que dan vida a las acciones. Las situaciones son, además, las que brindan la ilación en una narración. Los temas pueden ser infinitos, tanto, como los múltiples problemas que existen en el universo (Bravo 2013: 28).


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Narración, narrativa y narratología

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n un nivel inicial, narración es poner en palabras algo vivido, presenciado, escuchado o imaginado. La narrativa implica un grado de conciencia sobre el uso de las palabras, sobre la elaboración misma y la forma de la narración, sobre su organización y especialmente sobre el efecto que produce. La narratalogía, por su parte, es el conjunto de estudios y métodos creados para comprender objetiva y científicamente las narraciones. La narrativa es ejercida por el narrador y se aplica de dos formas: extraer-estructurar sentido, y perfeccionar- promover la expresión. En otra vertiente, la narratología puede ser enfocada desde dos vertientes: el estudio de la narratividad o la investigación del texto narrativo. En cualquiera de los dos casos, se trata de la sistematización de las técnicas y de los estudios sobre las narraciones. Desde la perspectiva de Martín Vivaldi (2000: 429), la narración es una escena compleja y, también, un encadenamiento de escenas. Asimismo, el autor cita a Schoeckel enfatizando que, para convertir a una descripción en narración, es necesario ampliarla en la escena dentro de la cual el objeto descrito se presenta. Esta ampliación es el denominado principio de la acción.

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Los textos narrativos tienen los siguientes elementos, siguiendo la línea de Martín Vivaldi (2000: 440-456). En primer lugar, el narrador es quien cuenta el relato. El relato debe producir en el lector la sensación de estar presenciando lo que ocurre. Si el narrador se expresa en primera persona, es personaje del relato o, incluso, protagonista de él. En cambio, si lo hace en tercera persona, se atiene a lo que sabe por haberlo visto. Los tipos, personajes o actuantes son los seres que viven los acontecimientos relatados. Es necesario caracterizarlos bien. Y el tipo será más interesante cuanto más amplia comunidad de sentimientos tenga con el lector. Se manifiestan a través del diálogo, que es la transcripción de una conversación entre dos o más personajes. Todo diálogo debe ser significativo, pues revela el carácter de quien habla en virtud de la situación en la que se encuentra. Además, debe ser natural, es decir, reproducir lo que las gentes dicen en su conversación corriente. El diálogo responde al modo de ser del personaje. La acción es la sucesión de acontecimientos y peripecias que constituyen el argumento de la narración. Sus elementos son: la exposición o introducción, el nudo y el desenlace. El movimiento es una de las leyes fundamentales de toda narración, ya que de forma progresiva concatenamos unas secuencias con otras hasta llegar al desenlace. Sigue una composición lógica y causal (causas > sucesos > efectos). El ambiente o marco está constituido por el lugar y el tiempo en los que actúan los personajes.


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El estilo

Estilo viene del latín stilus que significa estaca, tallo, punzón para escribir, manera o arte de escribir. Tal como lo demuestra la etimología de la palabra, el estilo puede definirse como la forma o manera peculiar de quien escribe. El estilo se caracteriza por su unicidad, ya que es la manera única de expresión de un escritor. En el estilo intervienen el modo de ser; la sicología y la sensibilidad; el sentido de los valores, gustos y aficiones; los conocimientos y la educación recibida; el mundo circundante, etc. Ortega y Gasset afirma que el estilo procede de la individualidad del yo, pero se verifica en las cosas El estilo de un escritor no afecta, por lo general, a las cualidades esenciales y permanentes del lenguaje; sino más bien a la forma del texto, como por ejemplo en la manera de combinar y enlazar las frases, los giros, la manera de colocar los adjetivos, etc. (Sainz: 1982) El estilo también tiene que ver con el carácter general del escrito: su naturalidad, su precisión o vaguedad, su ligereza o pesadez, su pureza, su ornato o su desaliño, en fin, cualquier característica que posea el texto. Según los retóricos, las principales cualidades que distinguen los estilos son siete: orden, claridad, naturalidad, facilidad, variedad, precisión y decoro.


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Se han hecho muchas divisiones de estilo desde los tratadistas grecolatinos (Aristóteles, Horacio, Cicerón, Quintiliano), quienes dividían el estilo en sencillo, medio y sublime y le aplicaban cada término según el género literario y el tema, con todo, esta clasificación nos sirve hoy solamente para situar al autor o a la obra en su momento histórico. Dado que el concepto actual de estilo es mucho más amplio, ya que se le considera una manifestación personal del escritor, se puede afirmar que hay tantos estilos como autores. Obviamente que se hace casi imposible la posibilidad de clasificar los estilos en forma total o absoluta, lo cual ha impedido los intentos relativos y generales de los estudiosos de la literatura.

***** El estilo es escribir de tal modo que quien lea piense: Esto no es nada. Que piense: Esto lo hago yo. Y que sin embargo no pueda hacer eso tan sencillo -quien así lo crea-; y que eso que no es nada sea lo más difícil, lo más trabajoso, lo más complicado. [...] La claridad es la primera calidad del estilo. No hablamos sino para darnos a entender. El estilo es claro si lleva al instante al oyente a las cosas, sin detenerle en las palabras [...] Preferimos, en literatura castellana, los autores del siglo XVI a los del siglo XVII. Preferimos, entre las obras de un gran autor, las obras de la madurez a las de la mocedad [...] Las obras de la juventud son fuego y oro; las de la madurez, sobriedad y plata [...] Haced lo siguiente y habréis alcanzado de un golpe el gran estilo: colocad una cosa detrás de la otra. Nada más; esto es todo [...] Cada cosa en el lenguaje escrito debe ser nombrada con su nombre propio; los rodeos, las perífrasis, los circunloquios embarazarán y recargarán y ofuscarán el estilo. Pero para poder nombrar cada cosa con su nombre... debemos saber los


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nombres de las cosas. Echemos una mirada por la casa y por el campo; a centenares se nos ofrecerán las cosas, los detalles, los particulares, las faenas y operaciones que no sabemos nombrar. Y, sin embargo, todo eso tiene o ha tenido su nombre; debemos conocer y usar esos nombres. Si están esos nombres en el habla baja, popular, llevémoslos sin vacilar al lenguaje literario; si están en libros viejos -en los clásicos-, exhumémoslos también sin reparo (Azorín 1961: 153).

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Sobre géneros literarios

Si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el centauro de los géneros, la crónica reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa. Juan Villoro

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s preciso recordar, ante todo, que la genología o generología es una de las disciplinas –de cuanto integran la Teoría de la Literatura- en que mayor confusión reina, según reconocen la mayoría de sus especialistas, en gran medida desbordados por la “selvática floración de diversas formas literarias” (Llovet 2005: 263).

*** Los géneros son esquemas mentales, conceptos de validez histórica que, bien usados, educan el sentido del orden y de la tradición y por tanto pueden guiar al crítico y aun al escritor. Al crítico porque éste, interesado en describir la estructura de un género, se fabrica una terminología que luego le sirve para analizar una obra individual. Al escritor porque éste, acepte o no la invitación que recibe de un género, se hace consciente del culto social a ciertas formas (Anderson – Imbert 1999:14).


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*** Todo género literario puede dividirse en subgéneros y estos, a su vez, pueden ir dividiéndose en clases cada vez más especificadas (Genette 2005: 277).

*** No puede haber literatura sin géneros; no puede existir un texto literario sin que de algún modo participe de un género existente. (Llovet 2005: 318).

*** En el seno de la reflexión literaria, el género se encuentra entre las categorías más antiguas. Pronto se observó que algunos tipos de textos o de discursos estaban construidos de una manera específica y vinculados a ciertas circunstancias de la vida practica; exigían de parte del receptor una actitud determinada, actuando en él mediante sus propias estrategias. Si bien se ha tratado de trazar de otra manera las fronteras de la literatura, esta nunca ha sido considerada como un conjunto de textos homogéneos; hay una diferenciación, no solo entre textos individuales, sino entre tipos de textos. Además la pertenencia a un tipo parecía determinar las propiedades del texto así como sus obligaciones para con el lector. (Glowinski 1993: 93).

*** Los géneros siguen siendo una cuestión fundamental de la Teoría de la Literatura. […] el género se nos presenta como un horizonte de expectativas para el autor, que siempre escribe en los moldes de esta institución literaria aunque sea para negarla: es una marca para el lector que obtiene así una idea previa de lo que va a encontrar cuando abre lo que se llama una novela o un poema; y es una señal para la sociedad que caracteriza como literario un texto que tal vez

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podría ser circulado sin prestar atención a su condición de artístico. (Garrido 1988: 20).

*** Sabido es que la literatura de nuestros días se orienta hacia una drástica disolución de los límites entre los diferentes géneros (hay un teatro épico, una poesía narrativa, una novela lírica, etc.). Evidentemente esta tendencia no es nueva, como tampoco la hibridación o integración de varios de ellos en una sola obra literaria; lo que ha cambiado en la actualidad es que este proceso se ha acelerado, llegando en casos extremos a la disolución de los géneros, y que además afecta a todas las modalidades literarias y no solo a la novela [...] Sin llegar de manera indefectible a la disolución de los géneros, lo que predomina en la actualidad es la textualidad múltiple, el mestizaje y la disgregación, consistente esta última en fundar textos a costa de formas previas cuyo resultado no es la simple adición de todas ellas sino un producto hibrido, fundamentalmente distinto. (Andres-Suarez: 1998: 9 – 11).

*** El género literario tiene una función hermenéutica previa, pues actúa como una instancia que asegura la comprensibilidad de los textos, informando al lector acerca de la manera en que debe aproximarse a ellos (Stempel 2005: 282 – 284). La pertenencia a un género reduce las posibilidades interpretativas, las limita, pues facilita al lector, a modo de orientación previa, información acerca de los rasgos configurativos esenciales del texto al que se enfrenta en la lectura. Lo que de hecho convierte a los géneros literarios en modelos de creación de sentido, en tanto que suministran el marco necesario para otorgar un significado determinado y no otro al texto (Raible 1988: 321).


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*** Por el hecho de que los géneros existen como una institución es por lo que funcionan como horizontes de expectativa para los lectores, como modelos de escritura para los autores. Todorov 2005: 285).

*** El género literario tienen una función referencial: está ahí para que, acudiendo a él, la obra pueda hacerse inteligible, comprensible, pero esto no significa que el género se apodere de ella, que lo absorba, que la convierta en uno de sus miembros. (Derrida 1971: 230).

*** En el siglo XVIII, la crónica consistía en un género literario en virtud del cual el cronista relataba hechos históricos según un orden temporal (la palabra deriva precisamente de la voz griega cronos). Genero afiliado al papel periódico desde entonces, pero con un variable carácter literario, la crónica, tal como la conocemos, revela unos orígenes latinos señalados por diversos estudiosos de la profesión. No se corresponde exactamente con la chronique francesa, puesto que esta viene a ser lo mismo que la columna anglosajona; sin embargo, la crónica italiana si puede identificarse con la denominación de crónica que usamos en los ámbitos hispanos. (Gutiérrez 1999: 88).

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La crónica es un animal cuyo equilibrio biológico depende de no ser como los siete animales distintos que podría ser Juan Villoro


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El género crónica

Cuando alguien tiene la voluntad de hacer una crónica, debe ir hasta las últimas consecuencias del género.. Marcelo Riccardi Doria

Mosaico de definiciones A la crónica se la ha definido de tantas maneras como lo permite la ubicación limítrofe de su heterogeneidad formal y enunciativa. Se la ha definido como un género que se vale de la novedad, la atracción, la rareza o la intensidad a fin de jugar con un lector poco culto que persigue la adquisición de un conocimiento superfluo sobre un tema vigente. Se la ha valorado en tanto que genero modernista que refleja la problemática moderna de la temporalidad con la narrativización de los sucesos del acontecer cotidiano. Como género periodístico que es, se han estimado también las exigencias de actualidad, de inmediatez de la misma y lo que podríamos llamar “leyes de oferta y demanda” ya que, desde la perspectiva del periodismo, la crónica es una mercancía. No faltan quienes la abordan desde ópticas postestructuralistas al constituirla en lugar privilegiado para esclarecer el problema de la multiplicidad del sujeto literario latinoamericano, o quienes replantean, a partir de la misma, el esbozo de una historia literaria paralela a la propuesta por los enfoques tradicionales, que tienden a desvincular esta forma de literatura de

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masas (o literatura popular) del arte en cuanto artefacto de elites (José Ismael Gutiérrez 1999: 83-84).

*** El término crónica proviene del vocablo griego “cronos”, que significa tiempo y el sufijo “ico, ica”, que significa relativo a. Por ello se entiende que la crónica es un tipo de texto que da mucha importancia al ordenamiento temporal de los sucesos que reporta. Generalmente estos sucesos son de interés amplio. A diferencia de la noticia, en la crónica lo más importante es mencionar el cómo sucedieron los acontecimientos, de ahí que el cronista, además de ocuparse de hechos noticiosos, expresa su particular sentir sobre los hechos que narra. En algunas ocasiones la crónica también recupera las opiniones y formas de sentir que tienen los protagonistas sobre los acontecimientos (Gran Enciclopedia Rialp. 1989: 743-744).

*** La crónica es relato periodístico, eminente noticioso, caracterizado, porque los hechos que se narran son interpretados por el cronista. Distingue a la crónica del reportaje, el matiz subjetivo, personal. Un mismo suceso, narrado por un reportero o por un cronista, se distinguirá en uno y otro trabajo, no por lo que se narra, sino por cómo se cuenta. El estilo de la crónica es libre: puede ser directo o indirecto; aunque al interpretar abunden giros indirectos. (Martín Vivaldi: 1987: 335).

*** La crónica es la exposición, la narración de un acontecimiento, en el orden que fue desarrollándose. Se caracteriza por transmitir, además de información, las impresiones del cronista. Más que retratar la realidad este género se emplea para recrear la atmósfera


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en que se produce un determinado suceso. La crónica se ocupa del cómo sucedieron los hechos y, en el caso de la interpretativa, también del por qué. (Leñero 1986: 43).

*** La crónica es un producto híbrido, un producto marginado y marginal, que no suele ser tomado en serio ni por la institución literaria ni por la periodística, en ambos casos por la misma razón: el hecho de no estar definitivamente dentro de ninguna de ellas. Los elementos que una reconoce como propios y la otra como ajenos sólo han servido para que se la descarte, ignore o desprecie precisamente por lo que tiene de diferente. Paradójicamente, la crónica modernista surge en la misma época en que comienzan a definirse –y separarse- los espacios propios del discurso periodístico y del discurso literario. La literatura se descubre en la esfera estética, mientras que el periodismo recurre a la premisa de ser el testimonio objetivo de hechos fundamentales del presente (Rotker 2005: 225).

*** Es posible definir la crónica como un relato en la medida en que narra un acontecimiento pasado a partir de la representación de su desarrollo cronológico. Si partimos de la definición de relato propuesta por Ducrot y Todorov comprobaremos, aún en una primera aproximación esquemática, que la crónica puede ser encuadrada dentro de aquellos textos referenciales con temporalidad representada. En uno de los textos contenidos en el libro Safari accidental (2005), Juan Villoro asegura: “si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el centauro de los géneros, la crónica reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa”. Advierte Villoro en su ensayo: que “la

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crónica es un animal cuyo equilibrio biológico depende de no ser como los siete animales (la novela, el cuento, la entrevista, el teatro, el ensayo y otras familias taxonómicas del orden escrito), distintos que podría ser”.

*** Al servicio del placer que procuran el don de síntesis, la eficacia descriptiva, la pasión o la ironía, en el discurso de la crónica, todo o casi todo está cifrado: nuevas y viejas costumbres, resistencias y acomodos populares, variedades del habla y la imaginación, pesimismos y esperanzas que se oponen y se funden. Sin didactismo, con el único ordenamiento del entusiasmo, en el espacio de la crónica hay cabida para la pequeña y la gran historia, la moda y la denuncia, la frivolidad y la lucha de clases, la amnesia programada y la memoria devastada (Monsiváis 1980: 12).

*** A la crónica se la ha definido de tantas maneras como lo permite la ubicación limítrofe de su heterogeneidad formal y enunciativa. Se la ha definido como un género que se vale de la novedad, la atracción, la rareza o la intensidad a fin de jugar con un lector poco culto que persigue la adquisición de un conocimiento superfluo sobre un tema vigente. Se la ha valorado en tanto que genero modernista que refleja la problemática moderna de la temporalidad con la narrativización de los sucesos del acontecer cotidiano. Como género periodístico que es, se han estimado también las exigencias de actualidad, de inmediatez de la misma y lo que podríamos llamar “leyes de oferta y demanda” ya que, desde la perspectiva del periodismo, la crónica es una mercancía. No faltan quienes la abordan desde ópticas postestructuralistas al constituirla en lugar privilegiado para esclarecer el problema de la multiplicidad del sujeto literario latinoamericano, o quienes replantean, a partir de la misma, el esbozo de una historia literaria paralela a la propuesta por los enfoques tradi-


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cionales, que tienden a desvincular esta forma de literatura de masas (o literatura popular) del arte en cuanto artefacto de élites (Gutiérrez 1999: 83-84).

*** Crónica deriva de la voz griega khronos, que significa tiempo. Esto significa que la crónica -hoy género periodístico por excelencia- fue entonces, mucho antes de que surgiera el periodismo como medio de comunicación social, un género literario en virtud del cual el cronista relataba hechos históricos según un orden temporal. (Vivaldi 1973).

*** La crónica no es una exposición de puras ideas encadenadas en secuencia lógica conforme a las figuras del silogismo. Es eso y más. Es plástica, razonadora, sentimental: argumenta, discute hipótesis, ejemplifica, describe, narra, ironiza, dialoga, todo ello interrumpido por arranques de lirismo. (Fidel Coloma 1999).

*** A la crónica se la ha definido de tantas maneras como lo permite la ubicación limítrofe de su heterogeneidad formal y enunciativa. Se la ha definido como un género que se vale de la novedad, la atracción, la rareza o la intensidad a fin de jugar con un lector poco culto que persigue la adquisición de un conocimiento superfluo sobre un tema vigente. Se la ha valorado en tanto que genero modernista que refleja la problemática moderna de la temporalidad con la narratización de los sucesos del acontecer cotidiano. Como género periodístico que es, se han estimado también las exigencias de actualidad, de inmediatez de la misma y lo que podríamos llamar “leyes de oferta y demanda” ya que, desde la perspectiva del periodismo, la crónica es una mercancía. No faltan quienes la abordan desde

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ópticas posestructuralistas al constituirla en lugar privilegiado para esclarecer el problema de la multiplicidad del sujeto literario latinoamericano, o quienes replantean, a partir de la misma, el esbozo de una historia literaria paralela a la propuesta por los enfoques tradicionales, que tienden a desvincular esta forma de literatura de masas (o literatura popular) del arte en cuanto artefacto de elites. José Ismael Gutiérrez.

*** Se dice que la crónica solo es una relación de lo sucedido, y nada más que eso. Es un enunciado, de un cierto grado de complejidad, que se encuentra en el rango, uno de cuyos extremos lo ocupa la “relación perfecta”. De hecho, la relación perfecta, en donde se puede formular, no sería otra cosa que una crónica, porque solo se distinguiría de los demás enunciados del rango por cuestiones cuantitativas, porque daría más detalles. En realidad, daría todos los detalles. Por eso, la mejor crónica posible no constituiría aun historia en un sentido propio, y algo podría ser un auténtico ejemplar de historia, aunque aportara muchos menos detalles que la relación perfecta. La auténtica historia considera las crónicas como ejercicios preparatorios. Su tarea propia tiene que ver con la asignación o el discernimiento de algún significado en los hechos supuestamente aportados por las crónicas. Arthur Danto.

*** La crónica no pretende ser imparcial aunque sí, y en ello basa su autoridad, verdadera. Se hace crónica de hechos reales desde la perspectiva más o menos emocionada de quien atestigua el acontecimiento. Más que informar, a diferencia del periodismo, se interesa en conmover o influir; pero a diferencia del cuento y de la novela, preconiza el hecho verdadero en el que está basada. Pocos géneros como la crónica para dejar en claro las simpatías o antipatías del autor, las cuales se vuelven evidentes desde la selección del tema a


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cronicar y el particular abordaje que se hace de él. Claro que detrás de todo esto, tiene que haber un lector informado, que guste de la historia y la literatura y propietario de un bagaje cultural apropiado. Luís Ramos 1999: 29).

*** La crónica se instala como una escritura que huye de dominios, fronteras y domesticaciones, y encuentra, en su propia transformación, un modo de adherir al latido del tiempo social. Graciela Falbo.

*** Pocos géneros como la crónica para dejar en claro las simpatías o antipatías del autor, las cuales se vuelven evidentes desde la selección del tema a cronicar y el particular abordaje que se hace de él. Claro que detrás de todo esto, tiene que haber un lector informado, que guste de la historia y la literatura y propietario de un bagaje cultural apropiado. Luís Ramos.

*** Una crónica es un cuento que es verdad (García Márquez. 2008).

*** La crónica, sin resolver la cuestión del acceso a un lugar legítimo de enunciación, fisura el monopolio de la voz única para romper el silencio de personas, situaciones, espacios, normalmente condenados a la oscuridad del silencio. Esto no significa que la crónica aspire a ser “medium” de los excluidos de la palabra, es decir, no se trata de “traer” lo periférico a un lenguaje normalizado, sino, en todo caso, de volver visible lo que suele quedar oculto en la narración [...] La crónica periodística por ejemplo, no se contenta con la enumeración de los hechos sino que busca la narración de historias con la descrip-

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ción que sólo adquiere densidad desde el interior desde cual es narrada” (Reguillo. 2007: 46).

*** Hay diferentes tipos de crónica, según el tema que se aborde. Muchos de estos textos han sido producidos y difundidos desde épocas muy remotas, ya que tienen como función narrar con atención y detalle descubrimientos, conquistas y otros hechos históricos importantes.

Características de la crónica a) Relato Se pretende hacer la historia de un suceso. Por “hacer historia” en términos periodísticos, entiéndase la exposición en orden cronológico de cada uno de los momentos y elementos que hacen importante un acontecimiento. Para que tenga valor periodístico, es necesario que la crónica aborde un hecho real, la historia del hecho debe ser lo más completa posible; no debe faltar en ella ningún dato que merezca ser consignado.

b) Público Por ser destinado al público general, la crónica debe escribirse con lenguaje claro y sencillo, comprensible para el común de los lectores.

c) Oportuno El relato debe ofrecerse en el momento preciso, cuando acaba de ocurrir si se trata, como sucede generalmente, con un hecho de


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actualidad. Si se trata de un suceso pretérito –que se justifica sólo por la efeméride– debe procurarse que coincida con la fecha en que aconteció, y sólo cuando la crónica aporte un elemento novedoso, un ángulo distinto de lo publicado hasta entonces.

d) Cómo sucedió En el desarrollo de la crónica se responde a las interrogantes periodísticas (qué, cómo, cuándo, dónde, por qué, para qué), pero a diferencia de la noticia, cuya función primordial es responder qué paso, la crónica se sustenta en el cómo (Leñero 1986: 155 –156).

e) La historiografía La crónica es un relato que secuencia los acontecimientos según un orden cronológico, de ahí que sea utilizada como utensilio de transmisión del conocimiento histórico. […] Destacamos la importancia que para tal fin adquiere el autor del texto. Testigo privilegiado de los hechos, que, con independencia de los fines ideológicos que defienda, es el encargado de estructurar los sucesos según dictamina su creatividad, siempre y cuando obedezca a una serie de características impuesta por la historiografía.

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La crónica, el reportaje y la entrevista Evelio Rosero Diago

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entro de los diferentes tipos de artículo periodístico, destacan la crónica y el reportaje por su entrega de una mayor libertad para la resolución de la información. No son solamente artículos de prensa sobre «temas de actualidad». La crónica moderna y el reportaje han logrado la capacidad de hacer actuales hechos relativamente pasados, que no tuvieron -por diferentes motivos- una mayor importancia o investigación. También, como es obvio, un suceso actual puede ser recogido por el cronista y reportero y presentado con detalle y, además, con ingredientes y/o comentarios propios del articulista, que es también dueño de un sello personal, una ineludible mirada individual ante los acontecimientos, una actitud. Por eso la crónica moderna y el reportaje van estrechamente ligados en su concepción. Pero en su desarrollo la crónica es poseedora de una mirada «genérica» que abarca, o pretende abarcar «a vuela pluma» los sucesos de una determinada región informativa, mientras que el reportaje implementa más el estudio de los detalles de la información, las estadísticas, los datos humanos -nombres, oficios-, la explicación más enjundiosa de un ambiente climático, la descripción de la zona donde transcurre el suceso, etcétera. De esto se desprende que es con el reportaje que nuestro anterior estudio sobre la creación literaria guarda más relación. Pero detenernos a


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demarcar fronteras entre crónica y reportaje sería una tarea a todas luces inútil. El periodista actual debe apropiarse de todas las técnicas y/o herramientas para el logro de su exposición. En determinado momento creativo de su artículo podrá ser solamente un cronista, explicando -por ejemplo- someramente la historia de un municipio, y pasará a ser reportero cuando se detenga en la información minuciosa -humana- de los personajes que «protagonizaron» el suceso, sus vidas, su actitud particular ante lo sucedido, la actividad que desempeñaban o «qué hacían» con exactitud cuando el hecho ocurrió, etcétera. La entrevista es otra técnica del periodismo basada solamente en preguntas y respuestas. Dependiendo de su manejo, puede resultar de gran importancia informativa, o simplemente un diálogo que aclara o da a conocer la opinión y posición de cualquier personaje (el entrevistado) sobre cualquier asunto. Es muy conocida, por ejemplo, la obra de García Márquez: Relato de un náufrago, publicada por entregas en «El Espectador». (¿Crónica? ¿Reportaje? ¿Crónica-reportaje?) Cualquier lector extranjero podría considerar tranquilamente que dicho trabajo no es sino otra de las obras literarias de Márquez, por su especial construcción. Narrada en primera persona, sigue los pormenores de un naufragio, las diferentes vicisitudes del marinero en su balsa, y su salvación final. No imaginaría el mismo lector extranjero que el naufragio realmente ocurrió, que el náufrago está vivo y todavía da declaraciones, y, sobre todo, que García Márquez se disfrazó de enfermero para burlar la vigilancia del hospital donde se atendía al náufrago, entrevistarlo a sus anchas, y, por último, relatar su historia. Pudo hacerlo mediante una entrevista en detalle, es cierto, con uno que otro viso de recreación descriptiva, pero saltaba a la vista que la herramienta ideal para acometer su trabajo era el de la crónicareportaje literarios, para ser más exactos y seguir los cánones de la especificación periodística.

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Hay varios tipos de crónicas y reportajes, por supuesto; los hay desde los escandalosos de las revistas del corazón y televisión, los hay de orden cultural, científico, ecológico, etcétera, hasta los más serios ejemplos de investigación: La caída de un presidente norteamericano, Nixon, fue consecuencia de una extraordinaria labor de reportería. Un ejemplo de investigación y documentación, de perseverancia en las entrevistas que dieran luz sobre el caso, de no dejarse arredrar por el poder establecido que intentaba obstruir el desarrollo investigativo. Pues con mayor motivo tiene el periodismo que estar atento y redimir la verdad de los acontecimientos ante su público. Son varios los cronistas y reporteros de envergadura en Colombia, los articulistas de fondo, columnistas que descollaron por su talento estilístico, su especial picardía, su aguzada visión -Lucas Caballero «Klim», Carlos Lleras Restrepo, Alberto Zalamea...-, pero debemos hacer especial hincapié en el estudio personal de aquellos que, aprovechando el andamiaje literario, pudieron constituir la verdadera modernidad del reportaje en Colombia, empezando, claro, por García Márquez. La elaboración de un buen reportaje conlleva características parecidas a las que estudiamos de la creación literaria, y más exactamente del cuento; a eso se debió nuestro especial interés en el cuento: la atmósfera, el diálogo, la descripción, la gran importancia del «comienzo», el desenvolvimiento, velocidad, precisión, la necesaria intensidad y redondez del final, son perfectamente aplicables a la consecución del mejor reportaje. Álvaro Cepeda Samudio es un ejemplo de buen periodismo. Forjado en la lectura de escritores norteamericanos contemporáneos Hemingway sobre todo-, Cepeda trabajó desde temprano el reportaje; es muy conocido su trabajo sobre «Garrincha» el gran futbolista brasilero. Con Plinio Apuleyo Mendoza, Eduardo Zalamea y García Márquez, Cepeda Samudio realza el inicio del auténtico reportaje colombiano. Otros periodistas han saltado después a la palestra, con inmejorables resultados, y no viene al caso hacer una lista de ellos.


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Lo importante es la constancia de una verdadera evolución en el periodismo escrito colombiano. Hay también crónicas y reportajes televisivos, por supuesto (de viajes: Héctor Mora, de opinión: Germán Castro Caicedo, Juan Gossaín, etcétera), aunque no consideramos, desafortunadamente, que estas vertientes de la información -en la televisión- hayan sido aprovechadas en todas sus posibilidades. La radio es otro medio ágil e inmediato, con sus dotes y ventajas particulares, pero en el presente trabajo daremos relieve solamente a la crónica y reportaje escritos, que son los que nos ocupan. Dijimos que para el desenvolvimiento de la crónica y el reportaje, la información literaria no puede resultar más indispensable -sus herramientas de creación, sus mecanismos y libertades-, pero empezaremos por aclarar que esta «relación» ocurre necesariamente a la inversa. Pues, a diferencia del cuento, para el desarrollo de un reportaje toda la información nos ha sido entregada, o la hemos investigado y cotejado mediante datos ya instaurados por la realidad de los acontecimientos, datos que objetivizan el trabajo periodístico en la medida de su búsqueda de la verdad -meta fundamental de la información-. Con la práctica del periodismo están a nuestra disposición los sucesos, y ya elegiremos nosotros qué técnica usaremos en especial para abordarlos (entrevista, crónica, o reportaje). Es una elección individual -también el reportero es un autor-, aunque se publican en la actualidad trabajos colectivos de reportería (delegación de responsabilidades en el proceso de investigación y decisión en común sobre el enfoque que se dará a la misma investigación). De cualquier manera, en la elaboración del reportaje la invención literaria cumple una función de segundo orden, sin menoscabar su importancia. Es el elemento humanizante alrededor de la historia real; es la captación de la atmósfera en torno a los hechos que se relatan, es la disposición ajustada y equilibrada de los diálogos que se presentan -por ejemplo- entre diferentes versiones humanas sobre lo ocurrido, es la vivificación de la realidad, su

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reinvención, sin nunca descuidar el aspecto primordial: la objetividad, la verdad desentrañada, la muestra de los acontecimientos, que, mediante las herramientas literarias, se transforman además en una muestra palpable que traslada al receptor al lugar de los hechos, que le permite captar el entorno humano y degustar con mayor intensidad determinado suceso. A esto nos referíamos sobre la necesidad de una lectura literaria -del cuento, sobre todo- para enriquecer el acervo de periodista.


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La crónica, un género en la disolución de las fronteras (O el problema de la narrativa en la escritura periodística) Graciela Falbo

En el principio fue la narración La más subjetiva de las lecturas que podamos imaginar nunca es otra cosa más que un juego realizado a partir de ciertas reglas (…). Esas reglas proceden de una lógica milenaria de la narración, de una forma simbólica que nos constituye aun antes de nuestro nacimiento, en una palabra, de ese inmenso espacio cultural del que nuestra persona (lector o autor) no es más que un episodio. Roland Barthes

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ivimos inmersos en una trama de relatos. De maneras más o menos apreciables, la narración forma parte de nuestros enunciados cotidianos; mediante ella organizamos buena parte de nuestra percepción del mundo, nuestra biografía y nuestra historia como grupos y como sociedades. Para algunos historiadores como Paul Ricouer, esa capacidad de organizar la experiencia en relatos, que nos es afín desde el origen de los tiempos, muestra la existencia de una “inteligencia narrativa” propia de los seres humanos. A diferencia de un discurso analítico o abstracto que sólo es accesible a un público enterado y entrenado, el discurso narrativo es


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comprensible a todos: cualquier oyente o lector puede apropiarse de él y practicarlo sin importar su nivel educativo o su edad. Desde los tiempos de Aristóteles la forma narrativa se presentó como un interrogante a ser analizado con relación a su función social y creativa. Para el filósofo, el relato no era otra cosa que un medio a través del cual era posible comprender y llegar a pactar con la incertidumbre; mediante él se podía dar un principio de orden a lo inesperado y lo perturbador encontraba su explicación en la disposición de una historia. En la actualidad, autores como Jerome Bruner actualizan esa mirada asumiendo que de un modo más o menos implícito todos los relatos establecen una dialéctica entre lo canónico, lo conocido y lo nuevo; es decir, entre lo que se esperaba y lo que en realidad sucedió. Este proceso de construcción de la realidad es tan rápido y automático que muchas veces no llegamos a percibirlo, “sólo cuando sospechamos que nos hallamos ante una historia incorrecta empezamos a preguntarnos cómo un relato estructura (o distorsiona) nuestra visión del estado real de las cosas. Y finalmente empezamos a preguntarnos cómo el relato modela de ipso facto nuestra experiencia del mundo” (Bruner, 2003). Desde mediados del siglo XX, y más intensamente en los últimos veinte años, los estudios sobre narrativa se han venido desarrollando con el foco puesto en la capacidad que tiene esta forma de discurso para modelar –y en muchos casos neutralizar naturalizándolos– nuestros conceptos de realidad. Miradas provenientes de la Historia, la Antropología, la Psicología y la Teoría Literaria aportaron, desde interrogantes surgidos de sus propias prácticas, distintas perspectivas que iluminaron la fuerza que poseen los relatos para crear o normalizar sentidos frente a otras formas discursivas impersonales. Así, la problematización del tema puso a la vista la función de mediación que esta forma ejerce en la totalidad de las prácticas culturales.


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La crítica del discurso narrativo por parte de algunos historiadores entendió que éste, lejos de ser un medio neutro que se limitaba a representar los acontecimientos y los procesos históricos, era la materia misma de una concepción mítica de la realidad¹. Se vio una complementariedad entre el relato de ficción y el empírico que deshizo la noción de “pura” objetividad frente a la comprobación de que la experiencia humana es a la vez objetiva y subjetiva en un solo proceso inseparable. En palabras de Ricoeur (1999), la complementariedad de uno y otro relato se resuelve en la comprensión de que “ambos llevan al lenguaje nuestra situación histórica, la historia es llevada al lenguaje mediante el intercambio entre la historia y la ficción”². Para autores como Hayden White (1992) la narrativa sólo se problematiza cuando deseamos dar a los acontecimientos reales la forma de un relato. Precisamente porque los acontecimientos reales no se presentan como relatos es que resulta tan difícil su narrativización. Cada narrativa es, entonces, más una forma de hablar sobre los acontecimientos, reales o imaginarios, que una representación. Desde aquí es posible ver a las formas narrativas no sólo como continentes sino también como un producto particular de posibles concepciones de la realidad social. Un producto inmanente de la cultura en que surge, un símbolo de los procesos socioculturales de una época y lugar. Los medios de comunicación masivos, como espacios de concentración y amplificación de relatos, plantearon algunos interrogantes entre quienes buscaban dilucidar –en los formatos narrativos de los textos periodísticos– los límites que separaban o mixturaban periodismo y literatura. Fue entonces que se empezó a hacer evidente que la Literatura, como el espacio de la ficción, y el Periodismo, como testimonio de los hechos reales, compartían un mismo territorio, el de la narración. Y en ese territorio no había un mundo posible de representar por fuera del modo en que éste era narrado.

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La crónica periodística moderna: Un género en la gesta de su sentido Analizar muy someramente la evolución de la narración periodística en clave histórica cultural nos permitirá entender mejor el sentido que adquiere una parte de la escritura narrativa periodística actual –que algunos todavía prefieren ver como oscilación entre el periodismo y la literatura– en lo que en la actualidad aparece como una constante: la crisis en las formas del relato. El crecimiento y la expansión del periodismo –a partir del siglo XVIII y con más fuerza en el XIX– es uno de los frentes donde se apoya una figura nacida al compás de las nuevas relaciones de producción culturales: el escritor profesional. Este escritor se caracterizará por la diversificación de su tarea en diferentes sectores de la actividad cultural, es también (o puede ser) maestro, traductor, periodista, etc. Sorteando la “torre de marfil” desde donde el “hombre de letras” habla como figura de autoridad ideológica similar al sabio, este reciente escritor tiene conciencia de un nuevo público emergente, ese que se expande en la lectura de diarios, periódicos y revistas. En efecto, su tarea de escritor se confronta al calor de los recién formados públicos de clase media y de los nuevos soportes que, en su mayor extensión de llegada, promueven formas inéditas de emisión y de recepción. Las páginas de los diarios se resuelven en un entramado heterogéneo de relatos donde los formatos narrativos más recientes coexisten con los tradicionales. Ahora bien, estas formas narrativas se proyectan en direcciones en apariencia contrapuestas: por un lado, se encuentra el testimonio de los cronistas que van tras la fidelidad de los hechos “verdaderos”; por otro, la literatura encarnada en una nueva forma: el folletín que prefigura la novela moderna. Sin embargo, hay una zona propia a la que ambas narrativas adhieren y


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en la que convergen: la que busca captar el espíritu de los tiempos en la emergencia de una nueva sensibilidad realista que se está manifestando frente a las nuevas realidades sociales. Como explica Albert Chillón (1999), “tal sensibilidad se plasmó en dos grandes modalidades narrativas: por un lado las novelas y el relato realistas, dedicados a configurar representaciones ficticias de la experiencia individual y social; y, por el otro, las diversas modalidades de la antigua prosa testimonial y del incipiente periodismo de amplia difusión, dedicados a proporcionar a los crecientes públicos lectores representaciones y valoraciones facticias sobre lo que se daba en llamar 'realidad social'. Entre lo facticio y lo ficticio se dibuja un arco sutil de formas representativas”. En uno de los extremos de ese arco, hacia finales del XIX vemos nacer la matriz de lo que sería el relato tradicional del periodismo moderno que se fragua en la figura del reporter. Este nuevo escritor es el creador de un formato que porta en su simplicidad las marcas de las nacientes técnicas de producción. Es interesante ver cómo, ya en su origen, esta forma narrativa nacida del uso del telégrafo en la trasmisión de las noticias, responde a requerimientos más de índole económica que de fidelidad informativa. Como señala Raymond Williams (1961), “el deseo de concisión, para ahorrar dinero en los cables, llevó a redactar oraciones más cortas y a hacer mayor hincapié en las palabras clave. A menudo se ganaba en simplicidad y ausencia de material de relleno; con frecuencia se perdía en la simplificación de cuestiones complicadas y la tendencia distorsiva de la palabra clave enfática”. Más adelante, sin embargo, esta forma de relato se tornará preceptiva y señalará las claves de una escritura profesional reivindicada como lógica de “exactitud”, mediante una fórmula sintetizada en tres palabras: brevedad, claridad y concisión. Un discurso adherido a una naciente percepción de realidad como novedad y velocidad que, andando el tiempo, se normalizará como una escritura estan-

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darizada y fácilmente consumible canonizada como “el lenguaje periodístico”. No obstante, en el momento en que surge, el relato noticioso no es en modo alguno excluyente sino que se instala en un entramado discursivo heterogéneo. Así, en las páginas de los diarios, la sintética relación del reporter compartía espacio con otros relatos, como la novela de folletín o las descripciones científicas. Un ejemplo de coexistencia de ese mundo discursivo múltiple puede verse en la diagramación de la página de un diario de la época, mediante la descripción que hace Susana Rotker (1992) caracterizando la primera plana del diario La Nación entre 1880 y 1885: “Al pie de cada página era publicada una novela por entregas (…). La diagramación del folletín es clara y separa al texto del resto de la página: no ocurre lo mismo en los demás casos, la diagramación es la misma para editorial, ensayos o cuentos. Se infiere cuál es la editorial porque está ubicada en la primera columna, pero la confusión es propicia cuando se trata de distinguir ficciones de opiniones o informaciones, aunque estas últimas están a menudo antecedidas por un sumario, no hay diferencia en la presentación de un cuento o de un artículo de opinión, acentuándose la posible confusión por el hecho de que informaciones y relatos literarios no siempre van firmados o cuentan sólo con las iniciales del autor”. En esta convivencia de múltiples formas narrativas es posible leer también el deseo de un nuevo público ávido, capaz de captar la simultaneidad de los cambios que se estaban produciendo en la trama de la modernidad, un tiempo que –como señala Rotker– “es en primera instancia un sistema de nociones de progreso, cosmopolitismo, abundancia y un inevitable deseo por la novedad, derivado de los rápidos adelantos tecnológicos de los que se tenía conocimiento, de los sistemas de comunicación y, sin duda, de la lógica de consumo de las leyes de mercado que se estaban instalando”. Las distintas formas narrativas que coexistían en el diario van a encontrar un espacio de síntesis y condensación en un nuevo


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género: la crónica moderna. En su estudio sobre la croniquística de José Martí, la autora encuentra las claves donde, a su modo de ver, se sostiene el carácter fundacional de este género en la corriente del modernismo literario latinoamericano; un género que nace en la potencia de una nueva estética y que se instala, por un trabajo consciente de creación con la escritura, en el otro extremo de la gama de relatos que da cuenta de la realidad social. No se trata de ver en esta crónica una construcción de carácter ficcional, ni tampoco una mixtura de técnicas o procedimientos de saber instrumental yendo y viniendo del periodismo a la literatura, sino de entender el espíritu de una escritura capaz de sortear las fronteras que instruyen sobre la separación de los discursos mostrando su viabilidad transgenérica; esto que la convierte en un género capaz de “concentrar una época en un discurso”. En su análisis de las crónicas martinianas, la autora mira también el lugar social del escritor y la conciencia que éste tiene del lugar social donde instala su discurso. Si hasta ese momento la producción era del libro a los diarios –un ejemplo de eso era la novela por entregas que, aún pensada para el diario, “supone para el autor un espacio literario”–, esta nueva escritura ya nace hija del periodismo. Las crónicas eran piezas sueltas, pero llevarán en sí la fuerza de una época que era necesario indagar para comprender. Las verdades absolutas habían desaparecido y en su lugar aparecían cada día las novedades que pedían ser interpretadas a la luz de los cambios y que obligaban a hacer un ejercicio de velocidad del pensamiento y la expresión. Tal vez por eso José Martí, en su prólogo al poema del Niágara, dice que el lugar de las ideas era el periodismo. Nacidas del periodismo, sus crónicas sin embargo merecerían a fin de siglo un lugar en la literatura (Rotker, 1992). La crónica moderna no era sólo el relato de los hechos del mundo social sino que se constituyó en un método de conceptualización de la realidad. Como señala Rotker en su descripción del género: “Así

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como la imagen del centauro es el prototipo simbólico de la dualidad hombre animal, la crónica se constituye en un espacio de condensación por excelencia, condensación modernista porque en ella se encuentran todas las mezclas, siendo ella la mixtura misma convertida en una unidad singular y autónoma”. Para la autora, la conciencia de la modernidad hace caer los sistemas de percepción y las formas de expresión van a ser otras. El periodismo será un medio ideal para palpar día a día el fluir de la nueva sociedad, para tratar de conocer a los hombres: el escritor interroga lo inmediato e interroga a su vez su subjetividad. Desde esta perspectiva, Rotker considera que Martí “fue el primero en comprender que la realidad fugaz y en constante proceso de elaboración sólo podía captarse con un lenguaje que tuviera su mismo ritmo, su fugacidad, mutabilidad, inmediatez, y que al mismo tiempo expresara la potencia de los cambios con una poética igualmente inventiva, en tensión, en estado de búsqueda, continuamente insatisfecha de sí misma. Ese lenguaje encontró una nueva épica en la crónica periodística”. La crónica moderna instaló un espacio de síntesis donde –desde una nueva conciencia que era a la vez política y estética– confluyeron las aguas del periodismo y literatura.

De la retórica de la objetividad a la posficción Desde comienzos del siglo XX el “estilo informativo” se estableció como la forma hegemónica del lenguaje periodístico. Canonizado por las convenciones profesionales y los manuales de estilo de las redacciones, representó el discurso de la objetividad. El formato, de acuerdo con los nuevos tiempos, adhería a una fórmula de neutralidad cientificista, reafirmada en la figura de su estilo capaz hacer “hablar al mundo” sin la intervención de un narrador. La neutralidad usada como recurso de veracidad sobre los hechos informados mostró su éxito cuando el dispositivo quedó velado como procedi-


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miento de composición para instalarse en la percepción común como “la realidad”. De este modo, los relatos noticiosos fueron “ventanas transparentes”, una metáfora que, avanzando los tiempos, fue ratificada por la pantalla de TV y por los nuevos lenguajes de las imágenes. La representación de un relato periodístico que funcionaba como herramienta neutra apta para captar las “cosas” no dejó ver con claridad que ésta era sólo una entre muchas formas expresivas posibles. Como señala Chillón, de este modo queda encubierta por una única representación el entramado de muy diferentes estilos de comunicación periodística, cada uno de las cuales tiende a construir su propia realidad representada. En efecto, una serie de “otros” discursos narrativos de carácter testimonial se empezó a hacer notar con más fuerza a partir de la década de los 60. Escritores de ficción que alternaban ese oficio con el trabajo en periódicos o revistas elaboraron nuevas formas y dispositivos narrativos que en sí mismos cuestionaron la veracidad de la “pura” objetividad del lenguaje noticioso, denunciando sus limitaciones para alcanzar la trama de la vida común. No sólo para algunos periodistas, sino también para otros documentalistas que investigaban el mundo social en estrecho contacto con los escenarios y los personajes, pareció evidente la necesidad de devolver carnadura a lo narrado como modo de recuperar densidad en las historias. Algunos procedimientos literarios se manifestaban como lo más apropiado para restaurar a “la realidad” su propia complejidad en el relato. El camino parecía señalar la escritura de obras en las cuales el verismo documental se combinara deliberadamente con los procedimientos de escritura característicos de la literatura de ficción. Como apunta Chillón, “a falta de teorías sólidas sobre este fenómeno, es posible consignar al menos los términos que se han acuñado

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para caracterizarlo: 'literatura de hechos' (literature of fact), 'faction' (neologismo formado a partir de la contracción de las voces inglesas fac y fiction), 'factografía' (factography), 'literatura testimonial', 'teatro documental' , 'cine documental', 'literatura documental', 'documentalismo poético' y, muy especialmente, 'posficción', un término propuesto hace unos años por el crítico George Steiner”. La eclosión de la posficción, constatable durante las últimas décadas en varios campos de la actividad cultural, se está dejando sentir sobre todo en la simbiosis contemporánea entre literatura y periodismo. Denominaciones genéricas –“nuevo periodismo” (new jorurnalism), “alto periodismo”, “periodismo literario” o “literatura periodística”– así como apelativos a géneros híbridos concretos –“novela de no ficción” (non fiction novel), “novela testimonio”, “novela reportaje”, “reportaje novelado”, “novela documental”, “romanzo-inchiesta” o “docudrama”– revelan diversas tentativas de expresar los rasgos del fenómeno o de algunas de sus facetas particulares” (Chillón, 1999). Tal vez el new journalism, cuyo exponente más conocido es Tom Wolfe, produjo el primer desvío expresamente manifiesto de las formas enunciativas tradicionales, y de este modo la fórmula “Nuevo Periodismo” consignó para sí la búsqueda del escritor y su preocupación por interpretar y conocer en profundidad la realidad social por medio de la escritura. Para Wolfe era el deseo de algunos periodistas de escribir reportajes que parecieran o se pudieran leer como cuentos o novelas, un deseo impulsado por la necesidad de llenar un vacío que la literatura había dejado para ir tras las tendencias vanguardistas. Para Wolfe, el futuro de la novela radicó en un “minucioso realismo basado en el periodismo”. De este modo, el uso de procedimientos de novelización –como el empleo del diálogo, la exposición de los hechos desde el punto de vista de un personaje y la inclusión de todo lo que constituye la cotidianeidad y el entorno social de lo


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narrado (siguiendo el procedimiento de la descripción del detalle, al que Roland Barthes describió como “efecto de realidad”)–, retomaba el proyecto de Balzac y los grandes novelistas realistas de recrear con fidelidad la atmósfera social de su tiempo. En este caso, el periodista rechazó explícitamente la posición que tradicionalmente le asigna su profesión cuando lo obligaba a obliterar la subjetividad del narrador; en estas nuevas crónicas y reportajes, el autor se incluye, incorporándose como parte de la realidad narrada, admitiendo en ella sus afectos y sus emociones en relación con los “protagonistas”. La novela de no ficción, otro de los rótulos con que se caracterizó a las nuevas formas expresivas, se distinguía del nuevo periodismo. Aunque en ambos casos los autores utilizaron algunas de las técnicas de la literatura de ficción, como la descripción de los pensamientos de los personajes y una secuencia no cronológica en la organización de la trama, lo que diferencia a ambas narrativas es que la primera aspira a ser leída como una novela y se identifica con éste género aunque se basara en hechos verdaderos. El nuevo periodismo en cambio –más cercano a la crónica– se diferencia del otro en su concentración, ya que no hay en el relato lugar para ramificaciones de la acción de los personajes como sucede en la novela. En su estudio sobre el enfoque documental en la narrativa latinoamericana, Julio Rodríguez Luis (1997) hace esta distinción: “La diferencia entre ambas formas de narración documental es semejante a la que se encuentra entre el cuento o la nouvelle y la novela: los primeros, como es ya sabido, se proponen reproducir sólo un fragmento de cierta realidad y, o bien asumen que conocemos el resto, o bien meramente lo sugieren; en tanto que la novela aspira a representar la totalidad, o un grado mucho mayor de la historia que es su objeto. La posición del autor dentro del texto es también distinta en estas manifestaciones de la narrativa documental: explícita en la periodística, aunque de acuerdo con el nuevo enfoque explicado por Wolfe, e implícita en la novela”.

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No se trata de que estas formas expresivas que iban tras los recursos de la ficción fueran nuevas en el periodismo. La tendencia a novelizar de la prensa gráfica mercantil en procura de la sensación estuvo presente desde los inicios de la prensa de masas. Pero en este caso lo que variaba era el propósito; la prensa comercial buscaba impactar y atraer a los lectores tomando convenciones extraídas de la narración literaria transformadas en clichés. En uno de sus estudios sobre la historia de crónica de sucesos en Colombia, Maryluz Vallejos Mejía (2007) comenta: “Al tratar de explicar los orígenes de la crónica roja arriesgo la hipótesis de que se vio fuertemente contagiada por el folletín y el teatro. En un país provinciano, con una mayoría de población analfabeta y una incipiente industria cultural, el folletín comenzó a ser un componente imprescindible de la prensa colombiana desde el Neogranadino, fundado por Manuel Ancibar en 1948. En este formato se vertía todo tipo de materiales literarios de escritores colombianos y extranjeros, y los directores utilizaron ese espacio para traducir a sus autores favoritos y publicar sus obras inéditas”. El folletín, la novela negra, el melodrama, fueron formas que se mixturaron con el periodismo de sucesos buscando atraer al público haciendo énfasis en la dimensión sentimental de los acontecimientos. Según lo ve Chillón, “si bien es cierto que en bastantes casos se detecta una utilización novelesca –estereotipada, efectista, a menudo melodramática– de las convenciones dramáticas de la novela realista, 'reducidas ya a cliché', también lo es que, en muchas obras periodísticas y documentales de valía, estas convenciones de representación no son utilizadas novelescamente, sino novelísticamente: tratando de captar y de expresar la calidad de la experiencia de individuos y situaciones reales en toda su complejidad y recurriendo, para satisfacer este propósito, a la extraordinaria herencia de los grandes novelistas de ficción”.


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Para la antropóloga Rossana Reguillo (2007), en tanto, la forma expandida del melodrama en el relato en Latinoamérica fue solidaria a la sabiduría popular capaz de detectar las contradicciones de la modernidad y de “construir en el melodrama una solución de continuidad entre la realidad y la ficción, una manera de anclar en el relato una memoria y una matriz cultural que no se dejaba contar de otra manera”.

El regreso de la crónica, una escritura sin fronteras Como a la mayoría de la gente, creo, me gusta la violencia en la pantalla, pero me repatea en la vida real. Además puedo distinguirlas. Una sucede, la otra no. Una es genuina, la otra es un juego. Pero vivimos en la era posmoderna, una era de sugestionabilidad de las masas, en la que imagen y realidad interactúan de extrañas maneras. Acaso esta sea ahora la zona más vulnerable en la mente colectiva. Hay un agujero en la capa de credulidad, y se agranda. Martín Amis (2003)

Problematizar la narrativa periodística sigue pareciendo ineludible de cara al creciente desarrollo que, en forma incomparable, cobra la industria de la comunicación en la cultura contemporánea. El relato se despliega y se expande a partir de los nuevos sistemas tecnológicos, los cuales propician la multiplicación de los géneros al tiempo que modifican patrones de producción, consumo y valorización social de las prácticas narrativas del periodismo, así como la idea misma de Literatura.


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La compleja trama social es trillada cada día por los grandes medios mediante el ajuste de los relatos a una delgada trama narrativa que asume como propio el discurso de la modernidad sujeto a su lógica de la racionalidad, donde se erige el “normal” funcionamiento de los sistemas globales. En conformidad con la racionalidad ordenadora, la palabra se adelgaza, pierde peso y se consolida en unas formas clichés que imponen su orden uniforme a todas las cosas. Así sucede con las formas narrativas cuando son recuperadas como técnicas: perdida la ligazón social e histórica de donde emergieron, se convierten en fórmulas sordas a incertidumbres y cerradas a tonalidades y matices. Mediante estas fórmulas ciegas es posible hacer afirmaciones verdaderas sobre los acontecimientos sin simbolizarlos, obturando de esta manera sus “otros” significados. La crónica, como relato tópico, es un ejemplo: en su anclaje más antiguo el género prioriza la organización del relato a su dimensión temporal, dimensión que se asimila a la representación ordinaria del tiempo, un tiempo unidimensional, aquel “en” que tienen lugar los acontecimientos (Ricouer, 1999). El tiempo abstracto es el lugar desde donde se organiza el relato. Un tiempo sin memoria, sin dimensión simbólica, resuelto en la trama tecnologizada del relato que se repite a sí mismo siempre igual. Fuera de ese tiempo disciplinado a su dimensión cronológica queda el espesor del “otro” tiempo. El tiempo como experiencia humana, como opacidad, se disipa en la automatización, se vuelve invisible. En ausencia de otra escritura que lo contradiga, que lo fisure, que le oponga otros códigos, lo que “sucede” –la creciente conflictividad de los procesos sociales– se inscribe en el relato como signo de lo inevitable. Como señala Héctor Schmucler (1997), “de lo que se trata es de hacer aceptable la idea de que en la tecnología y no en la palabra se encierra el secreto del futuro”, y agrega: “El tecnologismo impone la aceptación pasiva y paciente de una situación que nos inscribe en una realidad que actúa por sí misma. En consecuencia, el hombre, desolado, sin asidero, pierde la posibilidad de reconocer el


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mundo y, eventualmente, de negarlo”. Pero cuando la mirada no puede apartarse de una conflictiva social de dimensiones múltiples, ambigua, compleja, ¿es posible narrarla sin traicionarla en una forma de relato? Todo género es un sistema de signos, convencionalmente establecidos y aceptados, que funciona como estereotipo cultural con dinámica propia en un contexto histórico determinado. Si un género puede ser recuperado y resignificado en un nuevo contexto social e histórico ha debido ser capaz de transformación. Para algunos autores hay una nueva crónica, la que se muestra hoy como un género plural que, en la complejidad de los tiempos, retoma su papel de relato testimonial. Son las nuevas formas de testimonio que no eluden el desafío de operar en un texto escurridizo, hecho de elementos heterogéneos, simultaneidad de acciones y versiones trabajando a contrapelo de visiones generalizadoras. No se trata en esta crónica de propiciar mediante unos procedimientos de escritura el calce de aquello in-nombrado en las formas ya conocidas que terminarán por absorberlo como “lo mismo”, sino del ejercicio por parte del cronista de otra escucha. Una capaz de oponer al concierto de las formas acreditadas otro relato, aquel no reconocido, bastardo, como muchas de las voces que laten en el corazón de los nuevos conflictos. La mexicana Rossana Reguillo, que en su papel de antropóloga mira de cerca los lugares donde las fuerzas sociales en conflicto producen formas de violencia inéditas, que cobran especialmente a grupos de jóvenes en las grandes ciudades de Latinoamérica, se interroga acerca de cómo narrar lo que ocurre sin traicionarlo. Ella busca y encuentra respuesta en la crónica. En su opinión, cuando la crisis de los relatos ha puesto a la vista la debilidad de las divisiones entre realidad y ficción, cultura oral y escrita, sujeto autorizado y sujeto representado, la crónica obra como un discurso transversal que atraviesa todas las demás formas de discurso, en tanto se constituye en el “centro” del espacio público. En su cualidad de texto

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transgenérico esta escritura retoma nuevamente su tradición de relato epocal. En ella periodismo y literatura se emparientan porque comparten una vocación por conocer y reconocer el conflicto en lo “otro”, lo que pugna por ser nombrado, significado y resignificado. En esta nueva crónica, el relato no se deja asimilar a unos límites precisos; según Reguillo, “es una casa que se construye a medida que se la habita, abierta a otras definiciones; entre más cerca está de lo narrado, más lejos queda la clausura de sentido”. No se trata aquí de pensar en un narrador como observador equidistante, ni tampoco de una subjetividad puesta al servicio de sus impresiones más o menos prodigadas en el relato. Se trata de una textualidad que “ve, observa, se sorprende a sí misma en el acto de ver, de comprender”, y es de este modo que “la crónica urbana se filtra en las páginas periodísticas para contar la diferencia, para abrir otras posibilidades de comunicación entre dialectos y rituales que configuran el tejido múltiple de lo social”. Si en la crónica canónica era el cronista quien se desplazaba por los escenarios desconocidos y lejanos que lo llamaban a la exploración, ahora es el género el que comprende el movimiento, el flujo, como señal de una época; por eso se desplaza a sí mismo buscando captar la velocidad de los desplazamientos de sentidos. Así, dice Reguillo, “el practicante de la crónica acepta su destino nomádico” buscando y encontrando los intersticios por donde salir del monolítico discurso tecnológico; su escritura está ahí para “romper el silencio de personas, situaciones, espacios normalmente condenados a la oscuridad del silencio”. Su modo de acción está en su propia apertura que posibilita la yuxtaposición de versiones y de anécdotas que “acercan a territorio propio, es decir, re-localizan el relato”. Y de este modo opone a la narración oficial una historia paralela que pone en crisis el discurso “legítimo”. Pero el género inaugura para esta autora otra forma de desplazamiento, el de moverse entre múltiples autorías. El autor (como lugar de la autoridad) se reconoce también en una forma de autoría colectiva y se hace ver en los grafittis que, desde sus propios


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códigos, narran la crónica del acontecimiento en los muros de la ciudades, o se cuela también en las letras de roqueros, “periodistas musicales” que narran “esas pequeñas historias que los relatos consagrados no consideran dignas de contar”. En ese caso Reguillo ve en este relato otra misión restauradora que anticipa un fuerte desafío: “De su capacidad para hacerse cargo de las transformaciones en las formas del relato, en las sensibilidades, en las formas de comunicar de los otros, dependerá que en buena medida lo proscripto, lo estigmatizado, lo invisibilizado, lo otro, emerja con fuerza para abrir la posibilidad de re-pensar un proyecto modernizador que afirmó sus dominios mediante la condena al silencio de amplios sectores de la sociedad”. Se podría decir que en esta forma narrativa hay una constante y es que la técnica, la tejné, muestra su voluntad de volver a reunirse con la poiesis, la creación. Pero la idea de creación se desaloja en este discurso del mítico lugar en el que se había instituido como producto de una originalidad creadora individual y vuelve la mirada a la creación primordial, la que nace, vive y se reproduce en la experiencia social colectiva. Hace tiempo que la perspectiva bachtiniana cambió la noción de literario como “uso alto e inspirado” de la lengua para apuntar al trabajo deliberado y estéticamente conciente que hace un escritor de los usos sociales del lenguaje como forma de una práctica de escritura³. Hoy sabemos con Michail Bachtin que el lenguaje literario surge de la pluralidad cambiante de enunciados producidos, reproducidos y transformados en el dialoguismo social, de donde salen todas las formas de existencia del lenguaje. Desde esta mirada, el trabajo artístico no es la tarea de una imaginación solitaria sino de una conciencia alerta a la creación y al lugar de donde ésta se origina: las múltiples voces diversas que configuran las tramas móviles, cambiantes, y por eso confusas, contradictorias, algunas veces lúcidas y otras veces sordas que llamamos realidad.

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El narrador, dice Walter Benjamín, toma lo que narra de la experiencia (la propia o la transmitida) y la torna a su vez en experiencia de aquellos que escuchan su historia. En ese lugar poroso, siempre abierto y en construcción que llamamos memoria colectiva es donde se funda la potencia de la narrativa, su poder creativo. Se trata de la metafórica potencia del relato de su capacidad de crear y recrear el sentido. Lo que implica, según Jesús Martín Barbero (2005), “tanto la posibilidad de re-hacer el pasado –sustrayéndolo a las mecanicistas lógicas de la subhistoria– como de reimaginar el futuro, arrancándolo a las fuerzas del instinto y la explotación. Es justamente a eso que Ricoeur llama refiguración: a 'la transformación de la experiencia por la acción del relato', a 'su capacidad de reestructurar la experiencia instaurando una nueva manera de habitar el mundo”.


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Notas

1. Ricouer lo explicó de este modo: “Lo que los historiadores consideran 'hechos' no es algo dado sino algo que se construye. Ni siquiera los documentos, las fuentes o los archivos consisten en meros datos. Son buscados, establecidos e institucionalizados. El hecho de que nuestros archivos tradicionales sean considerados depósitos de información es propio de una concepción desfasada de la historia, según la cual esta consistiría en el relato de los grandes acontecimientos. Los propios archivos que el historiador constituye como testimonios del pasado son fruto de su metodología. Las preguntas que se plantea el historiador determinan lo que será históricamente pertinente”. 2. Roland Barthes consideró como paradójico que “la estructura narrativa, que surgió originalmente en el caldero de la ficción, hubiese devenido en la historiografía tradicional tanto signo como prueba de la realidad”. Para Barthes, el discurso histórico, atendiendo a su estructura, era en sí una elaboración imaginaria o un acto de habla de naturaleza performativa. Según el autor, “lo imaginario” sobre cualquier representación narrativa es la ilusión de una conciencia centrada capaz de mirar al mundo, aprehender su estructura y procesos y representarlos para sí, dotados de la coherencia formal de la propia narratividad. Desde esta mirada no era accidental que el realismo de la novela del siglo XIX y la “objetividad” de la historiografía del siglo XIX se hubiesen desarrollado en simultaneidad. Lo


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que tenían en común era la dependencia a un modo de discurso específicamente narrativo, cuyo principal objetivo era reemplazar subrepticiamente un contenido conceptual (un significado) por un referente que pretendían simplemente describir. Se trataba del enfrentamiento de dos convenciones: la idea de historia como objetividad y la ficción como una función puramente subjetiva, como si se tratara sólo de un juego de la imaginación. 3. En los comienzos de la novela moderna se vaciló en reconocerla como literatura, mientras que ochenta años después, en la culminación de lo que se denomina realismo, desplazó a la poesía de la cima de la jerarquía literaria. El curso de las rupturas estéticas demuestra que el texto literario no es la realización contingente de un modelo suprahistórico, sino modalidades diversas de practicar la escritura (Altamirano y Sarlo, 1993).


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Bibliografía Ÿ Ÿ Ÿ Ÿ Ÿ

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La crónica: La narración del espacio y el tiempo Virginia Rioseco Perry

La crónica: humanidad con certificado de existencia Si uno atiende a la experiencia que se tiene al leer y al aproximarse al relato de la crónica (sea ésta de períodos remotos, cuando la Conquista de América fundaba territorios por la espada y por la palabra, o bien cuando en el fulgor de la Independencia y el advenimiento de los Estados nacionales, de la República, se publicaban periódicos que, en una taxonomía curiosa, daban cuenta de nimios sucesos o de hechos trascendentales en la formación y estabilización de estas incipientes naciones), advertimos que, por lo menos, la crónica desconcierta por su multiplicidad de registros y de tonos. Si nos remontamos a los relatos de los cronistas indianos, vemos que existe una evidente relación que se anuda entre la crónica y el tiempo. Por ello, estos relatos piden indagar por la experiencia temporal que se despliega en aquellos textos que registraban, por mandato del monarca, todo lo nuevo que se les mostraba ante sus ojos. Pero si nos trasladamos cuatro siglos después hacia la América finisecular, vemos con el mismo asombro que la crónica conserva esa curiosa forma de narrar (por su narratividad) los hechos, de registrar y de dar cuenta de la realidad. Tiempo y espacio se conjugan para proporcionar a este "tipo discursivo" —como lo denomina Walter Mignolo— una suerte de categoría otra en que lo central es la narratividad, pero sobre todo la mirada de quien relata aquello que


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desde su particular óptica es digno de ser narrado: el autor, el cronista con nombre y apellido. La pregunta, por tanto, es ¿qué pasa con el tiempo en la crónica? Pero esa pregunta, de algún modo, remite y se asocia a otra más amplia: ¿qué pasa con el tiempo de la crónica? ¿Cuál es la experiencia y el sentido del tiempo que poseía el europeo que arribaba a las costas de "América" a fines del siglo XV y comienzos del XVI? Pregunta que es extensiva al periodista y literato que a fines del siglo XIX utilizaba su pluma para registrar el acontecer en formato de crónica y, también, al cronista de hoy en plena modernidad y posmodernidad, a quien le "conviene" relatar los hechos de la realidad desde esta trinchera "cronicada", pues le permite libertades que otros géneros periodísticos o literarios no le dan. La crónica sigue intrigando, sea la de un Fernández de Oviedo, quien la despliega para mostrar el Nuevo Mundo innominado; la de un Vicuña Mackenna, que registra el Chile finisecular; la de un Carlos Monsiváis, centrado en el México que, como él mismo dice, es "innarrable e inabarcable" en estos tiempos, o la de un Jon Lee Anderson, quien en los albores del siglo XXI, desde el diario The New Yorker, busca dejar la marca de los acontecimientos vertiginosos del hombre de hoy. Lo primero que cabe señalar es que, hacia el siglo XVI, la experiencia del tiempo que tienen los hombres y mujeres del Nuevo Mundo ostenta los signos de una profunda mutación. Metafóricamente, se podría decir que, en relación con el tiempo, se encontraban "entre las campanas y los relojes". En efecto, como lo describe de manera hermosa Huizinga ... a lo largo de toda la Edad Media, el sonido de la campana había dominado el rumor de la vida cotidiana, marcando solemnemente el paso de las horas y de los días, y anunciando con su voz familiar el duelo y la alegría, el reposo y la agitación, los hechos triviales y los grandes acontecimientos (2006:132).

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Sobre todo, las campanas daban la señal para que el tiempo de los hombres estuviese en armonía con el tiempo de la Creación y con el tiempo del Creador. Pero ya hacia el siglo XV, el tañir de las campanas se fue debilitando, desplazado por un viejo invento para medir el tiempo, pero que hacia esas fechas se multiplica y propaga: el reloj. "Desde que fueron introducidos en el siglo XIV, los relojes daban las horas en todas las ciudades de Europa", consigna el historiador J. R. Hale (1986: 7). La aparición y proliferación de los relojes era la traducción visible de una profunda mutación que comenzaba a tomar cuerpo en relación con el tiempo. Los rasgos centrales de ese cambio aparecen en la sensibilidad temporal del hombre del Renacimiento. Se impone la valoración del momento presente. A diferencia del hombre medieval, quien ponía la mirada en el pasado y apostaba su alma a la eternidad, lo que el europeo comienza a privilegiar es el momento presente, "su" tiempo, el tiempo que le ha tocado en suerte vivir y que debe saber aprovechar para su propia fortuna. El hombre del Renacimiento —señala Agnes Heller— …vivía por completo en el presente y para el presente. El pasado era lo ideal, pero lo verdadero y dinámico motor de sus actos era la correspondencia con el presente. Ha habido pocos períodos históricos en que el hombre se haya entregado tan incondicionalmente al presente como en el Renacimiento (1980: 201-202). La experiencia del tiempo como momento presente irá abriendo espacio a la vivencia del tiempo como continuidad, fundada en el cambio y la sucesión: Hasta la aparición del capitalismo, las sociedades estaban orientadas hacia el pasado. Es decir, en la conciencia de los miembros de la sociedad del futuro no se representaba como nada 'diferente': carecía de perspectiva. El futuro se imaginaba como continuación y repetición del pasado, con alguno que otro matiz — cuantitativo— de las proporciones del presente, pero sin que tuviera que ser distinto, sin ninguna transformación sustancial (Heller, 1980:136).


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Es justamente este tiempo "cautivo" del pasado el que comienza a liberarse y a fluir a partir de la afirmación del presente. Lo que emerge entonces es el dinamismo del tiempo, como portador de la novedad y del cambio. Y junto a la conciencia de que los cambios y novedades se engendraban adentro y no afuera del tiempo mismo. Comienza a prevalecer la idea de la sucesión temporal; de un tiempo continuo que muchas veces no sólo camina, sino que en ocasiones corre y se atropella. El ritmo del tiempo se ha acelerado porque los acontecimientos se suceden sin pausa y, sobre todo, porque el mundo comienza a poblarse de "novedades". Como si se hubiera abierto una compuerta, en menos de un siglo se logran progresos, adelantos y descubrimientos portentosos, de toda índole, que cambian drásticamente la fisonomía del Viejo Mundo. No es solamente en el ámbito científico y geográfico que las novedades tienen curso; también, y muy principalmente, en el artístico e intelectual. Así al menos lo señala el historiador Jaques Le Goff: Sólo en los siglos XIV al XV aparecen no sólo —en un mismo clima natural, sino directamente relacionados unos con otros— varios movimientos que se remiten abiertamente a la novedad y a la modernidad, y la oponen explícita o implícitamente a las prácticas precedentes, antiguas. Primero en el campo de la música, donde triunfa el Ars Nova (1991: 153). Valoración del presente, conciencia de la continuidad históricotemporal, intensificación del ritmo de los tiempos, tales son, en suma, rasgos sobre los que descansa la nueva experiencia de la temporalidad que se despliega en el Renacimiento y que se expresa en la crónica de la Conquista. Se constata, pues, una clave fundamental: la experiencia del tiempo como agente del cambio y como operador de rupturas. Más aún, el tiempo aparece como el gran portador de lo nuevo, en oposición a lo viejo y a lo antiguo. Si bien el conflicto entre "lo nuevo" y "lo viejo" es de larga data, es en el Renacimiento cuando esta oposición se torna mucho más manifiesta. Se trata, en buenas cuentas, de la incipiente irrupción de Jo

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Moderno. Pero entendamos bien: de lo "moderno" no en el sentido de la modernidad ilustrada del siglo XVIII (que supone una dimensión de futuro que el Renacimiento carecía), sino en el sentido primario de modernitas, término que en el latín del siglo VI se forma de los vocablos modus, "recientemente", y hodiernus, de hodie, "hoy". Moderno, en la acuñación del bajo latín, quiere decir, por consiguiente, tanto como "a la manera de hoy", "lo acontecido ahora", "lo reciente", "la última novedad" (Le Goff, 1991: 151). El presente como "novedad", el tiempo corno hacedor continuo de "novedades", el ritmo de los tiempos sacudido por una multitud de novedades; ésa es la clave última que opera en la conciencia temporal de los hombres que son contemporáneos a la irrupción de América en la escena de la Historia. Tal irrupción no hizo otra cosa que extremar esa sensibilidad. Para una humanidad que comenzaba a descubrir la embriaguez del presente y de lo nuevo, América marcó la gran novedad porque aportó de golpe un "mundo de novedades": nuevos espacios y gentes, nuevas criaturas y lenguas, nuevas riquezas y poderes. Por eso fue denominada como Nuevo Mundo. Los cronistas en el Descubrimiento de América eran testigos de algo inédito, de algo jamás visto, no registrado, y lo expresan con tonos de asombro y admiración. Donde mejor se puede constatar lo que acabamos de mencionar es ciertamente en el propio Colón. Tanto sus Cartas como su Diario de viaje están plagados de adjetivos que delatan su admiración por lo que descubre y contempla: En ese tiempo anduve así por aquellos árboles, que eran la cosa más fermosa de ver que otra que se haya visto, veyendo tanto verdura en tanto grado como en el mes de mayo en Andalucía, y los arboles todos están tan disformes de los nuestros como el día y la noche, y así las frutas, y así las yerbas, y las piedras y todas las cosas... (1962: 67). La señal que mejor delata esta ininterrumpida sucesión temporal de novedades la percibimos en el gesto espontáneo e irresistible de Colón de entregarse casi caóticamente a la enumeración de las cosas que lo maravillan; "sierras y montañas, vegas, y campiñas, y


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tierras...; y papagayos... y aves, y pajaritos..., y arboles; y lagunas... y arboleda, y yerba... y todas las cosas..." (1962: 67). Pero no sólo se tiene la percepción de que en este tiempo asociado al Nuevo Mundo pasan muchas cosas. Además, se tiene la convicción de que acontecen grandes cosas, los mayores y más trascendentales acontecimientos de que pueda tener noticia la humanidad. Así lo da a entender categóricamente el cronista López de Gomara: "La mayor cosa después de la Creación del mundo —dice— sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el Descubrimiento de Indias" (1553: 21). Otro cronista, Góngora Marmolejo, explícita lo relevante de su misión y registro que da sentido a su relato: Si los acontecimientos grandes y hechos de hombres valerosos no anduviesen escriptos, de tantos como han acaecido por el mundo, bien se cree, ilustrísimo Señor, que de mui poco dello tuviéramos noticia, si algunas personas virtuosas no hubieran tomado trabajo de los escribir. ¿Quién tuviera noticia de los griegos al cabo de tantos años, estando sus ciudades antiguas y valerosas por tierra y que casi no hay memoria dellas, mas de solo las ruinas que dan a entender haber sido algo? (1862: XI). En estas circunstancias de cambio radical, narrar la novedad de los hechos que se sucedían en el Nuevo Mundo era también un modo de rescatar ese tiempo tumultuoso y vertiginoso de su dispersión. Se lo recuperaba, no sólo del olvido, sino también de su violencia y de su insensatez. Se lo reinstalaba como un tiempo nuevo, pero coherente y, sobre todo, como un tiempo dotado de sentido, como un tiempo sensato, en que se debían ver los signos de una empresa sublime: la de Dios, la de la Corona. Atendiendo a este doble requerimiento, se fueron urdiendo los relatos de los cronistas. "Dar cuenta", contar la novedad de los tiempos; o si se prefiere: narrar, contar el tiempo como novedad.

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Horizonte para la compresión de la crónica Entre los cronistas indianos del siglo XVI y los periodistas del siglo XIX, e incluso los cronistas de hoy, existen preguntas que les competen a pesar de sus diferencias. ¿Por qué y para qué la crónica? ¿De dónde su posibilidad y su finalidad? ¿Qué es lo que explica, en último término, su despliegue como género narrativo a lo largo de la historia y de la cultura, a través de diferentes formas y espacios discursivos? Es preciso reflexionar sobre la narración, sobre la narratividad y las narrativas, y sobre el relato como marco desde el cual se hace posible alcanzar una primera aproximación a la crónica. Por consiguiente, en lo que sigue no hablaremos, salvo en forma excepcional, de la crónica, sino de la narratividad. En ese marco, tres son los autores que otorgan luz acerca de estas preguntas: el filósofo francés Paul Ricoeur, del cual recogemos su reflexión sobre el vínculo entre temporalidad y relato como núcleo esencial de la narratividad; el filósofo chileno Humberto Giannini, con su particular visión de la narración como gesto trasgresor en el seno de la cotidianeidad y, finalmente, el planteamiento de Walter Benjamín, quien aventura el ocaso del narrador. Los elementos reflexivos de estos tres autores son fundamentales para comprender la narratividad y, por consiguiente, para entender la crónica en sus diversas manifestaciones e indagar qué subyace tras el corazón de este "género", más allá o más acá de todas las mutaciones, migraciones y variaciones que ha padecido a lo largo del tiempo. Lo que, en definitiva, estaría en juego en este particular modo de relato, la crónica, es la existencia humana y su registro en la palabra. Porque "el tiempo se hace tiempo humano en cuanto se articula de modo narrativo: a su vez, la narración es significativa en la medida en que describe los rasgos de la existencia temporal" (Ricoeur, 1982: 32). Temporalidad y narratividad son, pues, atributos del ser humano, de los cuales tenemos una experiencia y una evidencia manifiesta e inmediata. Sin embargo, mucho menos visible es el vínculo entre temporalidad humana y narración. Hasta tal punto es poco visible que algunas disciplinas teóricas, especialmente la historiografía y la teoría


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literaria no sólo lo han descuidado, sino que, a juicio de Ricoeur, han soslayado esta cuestión. A la primera —la historiografía— le interesa menos contar lo ocurrido que explicar por qué las cosas han pasado así y no de otro modo; de ahí que renuncie a la dimensión narrativa de la historia y a reflexionar sobre ella. La crítica literaria moderna, por su parte, tiende a desarrollar modelos que descronolizan el relato, interesada más bien en desarrollar modelos estructurales de la función narrativa. Su caso más extremo, en opinión del pensador francés, es el estructuralismo. Omitiendo la relación entre temporalidad y relato, tales actividades dejan impensado el nudo crucial que subyace tras el hecho primario de que la vida reclama y requiere ser narrada. En efecto, se podría decir que este hecho —este gesto— de "relatar lo que pasa" es uno de los fenómenos constitutivos y fundamentales de la existencia humana. Éste ha acompañado al hombre a lo largo de su deambular por el planeta; ha proliferado en toda época, cultura y lugar, y se ha multiplicado en una diversidad de comportamientos y manifestaciones. Su poder se despliega tanto en la oralidad cotidiana — recuperando los pequeños sucesos de cada día— como en los textos escritos que intentan consignar los grandes acontecimientos. Y lo que es más decisivo aún: opera tanto en el registro de lo "real" como en el registro de la ficción —y también en el territorio donde ambos registros se entreveran y se mezclan—. La necesidad de "narrar lo que pasa" emerge como fundamento de buena parte de la literatura, del arte y de la propia historia. De la experiencia de dispersión, de desgarro y de pérdida, surge en suma el gesto primario de narrar como un antídoto propiamente humano frente a las desventuras del tiempo y la evidencia del vacío y de la muerte.

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La narratividad como resguardo de la existencia Es preciso disponer los hechos, los acontecimientos, la experiencia en un sistema; vale decir, en una trama. Ésta, en tanto disposición (estructurada) de los hechos, es el elemento que Ricoeur extenderá como propio de toda narratividad. En otras palabras: allí donde hay narración ha de haber trama. Narrar no es sólo referir hechos: es, ante todo, referir de modo articulado los hechos, haciendo de ellos un relato, un cuento, una story. Ese carácter articulador, configurador, es fundamental, pues la trama dista de ser una consignación incoherente y caótica de hechos; más bien se trata de una disposición coherente y estructurada de los acontecimientos, emerge como el referente que configura la dispersión inherente a la vida temporal. Frente al distendió, la disgregación y la discordancia de la vida, la narratividad, sustentada en el poder mimético del mythos (de la palabra configuradora de relatos), ofrece así un principio estructurador en vistas a recomponer la concordancia de la existencia fracturada por el tiempo. En este tiempo y espacio mencionados como fundamento de la crónica, podríamos concebir al hombre como "un ser enredado en historias", y desde ese lugar asumir la afirmación de que la vida de los seres humanos pide, reclama, ser narrada. Y esa "petición" de la vida de los seres humanos de ser relatada se debe a la convicción consciente o a la intuición inconsciente de que es sólo a través de la narración como ella gana para sí un mínimo de coherencia y de claridad. Porque es a través del relato como la vida recompone su unidad de sentido fracturada por la acción implacable del tiempo: Contarnos historias porque al fin y al cabo las vidas humanas necesitan y merecen contarse. Esta observación adquiere toda su fuerza cuando evocamos la necesidad de salvar la historia de los vencidos y de los perdedores. Toda historia del sufrimiento clama venganza y pide narración (Ricoeur, 1987: 41).


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No todos los "ahora" son iguales ni miden lo mismo; más bien se diría que todos son diferentes y que tienen una duración variable en función de las distintas ocupaciones y preocupaciones que lo configuran, y en función también del recuerdo y de la espera que lo solicitan. Va quedando en evidencia, entonces, que la experiencia cotidiana asume y configura la temporalidad, no como una sucesión de intervalos remotos e indiferenciados, sino como un tejido de instantes concretos que se traman de diversa manera, a partir de las distintas preocupaciones y ocupaciones en que se afanan los hombres. Una historia (el "cuento" del relato) es mucho más que una agregación de acontecimientos en serie; sobre todo, es una totalidad organizada e inteligible en la que en cada momento se puede reconocer el "tema" (el cuento) de la historia. Justamente, la construcción de la trama es la operación que otorga esa unidad y esa organización; en definitiva, la que extrae la configuración de la sucesión. La trama opera como mediadora en el plano de lo temporal, donde realiza su más importante mediación: la síntesis de lo heterogéneo. Esto último puede constatarse en el plano literario. La literatura respeta el tiempo (la duración) diferencial que posee cada momento. En una de sus más enigmáticas y oscuras novelas, El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad se toma varias páginas para describir una acción que dura tan sólo segundos. En otro pasaje, los acontecimientos que conllevan varios años en la vida del protagonista son despachados en pocas líneas. Incluso la propia literatura se ha encargado de tematizar el asunto. Otro ejemplo es el que podemos apreciar en "El Perseguidor" de Cortázar: Esto lo estoy tocando mañana... Esto del tiempo es una cosa muy complicada, me agarra por todos los lados. Me empiezo a dar cuenta poco a poco de que el tiempo no es como una bolsa que se rellena. Quiero decir que aunque cambie el relleno, en la bolsa no cabe más que una cantidad y se acabó... Lo mejor es cuando te das cuenta de que puedes meter una tienda entera... como yo meto la música en el tiempo cuando estoy tocando... Todo es elástico, chico. Las cosas que

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parecen duras tienen una elasticidad... una elasticidad retardada... (1996: 230-231). No cabe duda de que el relato "cuenta" con el tiempo. Y cuenta con el tiempo sobre todo porque al narrar acoge la diferente durabilidad de cada momento. Pero, junto con acoger y dar hospitalidad al tiempo, afirmando su diferencia, el relato inscribe cada momento o episodio en la totalidad más amplia de la historia. En efecto, la narración no se agota en un episodio. Al contrario, la historia, en tanto totalidad, exige y reclama pasar al siguiente episodio y así sucesivamente. De este modo, la narración, al mismo tiempo que afirma el valor diferencial del instante, lo integra en la unidad articulante y articuladora de la historia que se relata como totalidad. Lo discordante se lo ha transmutado en concordante. La manifestación más elocuente de lo anterior —de esta operación de configurar un todo a partir de las partes, una historia a partir de episodios— se revela en la disposición que tiene el oyente del relato para continuar el hilo de la narración, hasta el final. "Leer el tiempo mismo al revés" significa —de acuerdo con lo planteado por Ricoeur en Tiempo y Relato— leer el revés del tiempo; esto es, leer lo "otro" del tiempo, aquello "otro" que podría llamarse con el nombre de "eternidad". Del "revés del tiempo", se dice que sólo Dios lo conoce. Aunque de vez en cuando hay narradores que usurpan los anteojos de Dios y pueden aventurarse siguiendo el "viaje a la semilla" del tiempo, como lo hace el narrador Alejo Carpentier. Al resto de los mortales, sólo nos queda satisfacer nuestra apetencia de eternidad escuchando los relatos cuyo final ya conocemos.

La crónica y la narratividad Para aproximarse a este asunto, es preciso recordar al filósofo Humberto Giannini, para quien la narración corresponde esencialmente a un modo de ser con los otros, a un modo de acoger y ser acogido, a un modo cuyo habitat natural, en los niveles primarios de


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la cotidianidad, es la charla y la conversación. En definitiva, es por el relato y sólo por el relato del otro (en la conversación y el relato) que se tiene acceso a "sus tiempos", a saber cuál es la medida de sus momentos y de sus vivencias desplegadas en el tiempo. Pero no sólo el lector "ingresa" en el tiempo del relato y en el tiempo de sus personajes o de sus acciones. Se podría decir que también el texto ingresa en el tiempo del lector al intervenir sus propios referentes temporales. En ese sentido, leer un relato o escuchar una narración es exponerse a que los propios tiempos de uno sean corregidos, completados o enriquecidos por el tiempo de los demás. De esta manera, el tejido ininterrumpido de los relatos y narraciones que escuchamos o relatamos, y que va enlazando nuestra vida con la de los otros, crea a la vez un espacio de tiempos confrontados y compartidos: el espacio de un tiempo común. Tiempo común —meramente colectivo como el de los relojes— en la medida en que reconozco, acojo y, en cierto sentido, hago mío el tiempo de los otros. La reflexión de Giannini sobre la narración ocupa un lugar central en una de sus obras más sugerentes: La reflexión cotidiana, que lleva por subtítulo Hacia una arqueología de la experiencia. El punto de partida para este filósofo se explicita desde el inicio de su obra: El subtítulo: "Hacia una arqueología de la experiencia" declara la preocupación básica y última que nos mueve por estos terrenos relativamente menores de la investigación filosófica: se trata, en verdad, de buscar una experiencia en que convergen las temporalidades disgregadas de nuestras existencias. Búsqueda de una experiencia común, o lo que es lo mismo, de un tiempo realmente común (1993:12-13). No es de extrañar entonces que en su búsqueda se encuentre con la narración; lo que sí puede sorprender es el estatuto que este autor le confiere a la narración; esto es, el de constituir un modo de trasgresión lingüística; el de afirmarse como un ejercicio trasgresor del habla. ¿En qué sentido la narración puede ser una trasgresión? ¿Respecto a qué el relato emerge como un gesto trasgresor? La

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narración es una trasgresión del lenguaje rutinario u ordinario, es decir, de aquel lenguaje que se impone y ordena nuestro modo habitual de vivir. Por cierto, la narración —y su modo habitual de anclarse en la cotidianeidad que es la conversación— no constituye la única trasgresión al lenguaje rutinario. Junto al relato, se ubican otras transgresiones eminentes. En primer lugar, la poesía; también el diálogo. Pero, ¿por qué la narración? Porque su rasgo esencial reside en hacer pasar en forma precisa y expedita —al margen de cualquier ambigüedad— un mensaje. En el lenguaje informativo, la palabra no amenaza el orden de las cosas, no depara sorpresas semánticas incontrolables, sino que "se asegura, en fin, de que se vaya recto a las cosas; de los labios a la obra, a la máquina que hay que mover, al botón que hay que apretar, a la dirección que hay que seguir" (Giannini, 1987: 70). En definitiva, el lenguaje informativo es el lenguaje propio del trabajo y, por lo tanto, está regido exclusivamente por el principio de la eficacia y de su instrumentalidad. Frente al lenguaje informativo así identificado, ¿cómo se recorta el perfil de la narración? Para Giannini, la narración es básicamente un método (un camino o dos) para acceder y comprender la realidad. En efecto, la narración, y aquí está inserta la crónica como relato, consigue dar cuenta de lo que sucede: "Se narra lo que pasa, y justamente, por pasar no queda; salvo en la palabra que lo narra, salvo en la palabra del narrador que lo restituye a la realidad tal vez para iluminar ésta en su ser pasajero, tal vez por pura diversión" (Giannini, 1987: 78). La narración —porque da cuenta o cuenta la realidad— es algo insustituible en el conocimiento de las cosas. Tal afirmación no deja de presentar problemas, pues estamos habituados a pensar que el conocimiento de las cosas está entregado, no tanto a la palabra "narrativa", sino más bien a la palabra "explicativa". O dicho en términos más rigurosos, que la explicación es propia del logos y no del mito. El idioma griego tiene dos palabras fundamentales para nombrar la "palabra": la primera es Mythos, que significa "la palabra que narra", que cuenta historias, que fábula; la segunda, Logos, "palabra racional", explica la realidad apelando a leyes y a causas. Buena parte del destino de Occidente quedó determinado cuando


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ambas palabras —Mythos y Logos— se enfrentaron en el marco de la cultura griega. Pero ese enfrentamiento no ha terminado. La narración tiene hoy un sentido esencial: Ley e historia —o en sus modos paradigmáticos: logos y mytho— , dos caminos (métodos) para acceder a la realidad, caminos que se entrecruzan, se confunden, se chocan a lo largo de la historia del pensamiento vivo de los pueblos; sin embargo, son irreductibles, uno al otro. Pues mientras en la explicación —en el universo del "es"— todo está dado, tanto lo invisible (para nosotros) como lo visible; mientras que en este universo el ser ya está ahí sólidamente constituido y emanando de su soberbia identidad, la narración, en cambio, es narración de algo que adviene, o más bien, que irrumpe por medio de lo que pasa tranquilamente todos los días. Lo que se narra adviene como pura novedad de ser. Por eso justamente se narra (Giannini, 1987: 79-80). Se narra lo que pasa, pero al pasar "cambia el rumbo y el destino de aquello que sometido a una ley o a una rutina, pasaba siempre" (Giannini, 1987:83). Narrar es, entonces, enredarse en historias, es ceder a la seducción de lo nuevo, acogerlo, afirmarlo y convocarlo, y con ello poner en juego mi identidad. Pero el poder trasgresor de la narración termina por exhibirse completamente si atendemos al modo en que ella se materializa en nuestra cotidianeidad; esto es, en la conversación. Y la crónica, si bien posee evidentemente una estructura narrativa y se materializa en la palabra escrita, es similar a la experiencia de la "conversación" y provoca en el lector un prurito de conocimiento del hecho narrado, de empatía. "La conversación surge por el placer de ella misma, y a falta de ese placer se disuelve" (Giannini: 1987: 83). Gratuita en su origen, la conversación tiene mucho que ver con el juego: "No se programa (¿no sería matarla?). Ni se le asignan puntos de partida o de llegada. Surge en cualquier momento" (Giannini: 1987: 83).Pero, ¿qué es lo que explica el placer que encontramos en conversar, en "contar" lo que nos ha pasado? ¿Qué es lo que muestra el placer de narrar? Básicamente, el consti-

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tuir un gesto de rescate de todas aquellas experiencias, vivencias, sentimientos que quedan fragmentados, arrinconados, silenciados por la urgencia de un tiempo lineal que no admite desviaciones, trasgresiones, distracciones. Esa vida "interior" necesita expresarse, reclama ser rescatada de su mutismo. Y eso es lo que tiene curso en la conversación y en la crónica: Contar significa en castellano tanto "narrar" como "numerar"; y ambos sentidos se corresponden con la disposición anímica dominante en la conversación. En efecto, se cuentan, se narran hechos propios o ajenos; y se cuentan, en primerísimo lugar, para hacer comprensible una existencia preferentemente, la nuestra o una situación ante los otros (Giannini, 1987: 78). Y he aquí la correspondencia. Sólo a través de un tiempo vivido como digno de ser narrado (como narrable); sólo a través de un tiempo esencialmente cualitativo es que vamos contando, numerando en la memoria esta vida que nos pasa. Sólo de ese modo vamos contando el tiempo existencial (Giannini, 1987: 84).

Experiencia y relato Hemos visto que la experiencia —el referir aquello en lo que se ha participado como protagonista o testigo— constituye uno de los rasgos más primarios y visibles de la propia crónica. Así lo perciben, recordemos, los propios cronistas indianos y así también lo visualiza Walter Benjamín: El narrador toma lo que narra de la experiencia, sea de la propia o de una que le ha sido transmitida. Y la transmite como experiencia para aquellos que oyen su historia (Benjamín, 1961: 30).


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En el caso de Benjamín, la noción de "experiencia" tiene además una connotación eminentemente colectiva. Aún más: no sólo la experiencia que se narra, sino el hecho mismo de narrarla son acontecimientos en esencia colectivos. La oralidad es, por consiguiente, la clave originaria de la narración. Sin embargo, tal oralidad no significa que el relato no adopte o no se acomode posteriormente a las prácticas y formas escriturales, Por el contrario, los relatos y narraciones con el correr de los siglos formaron parte significativa de la literatura impresa, pero conservando esa impronta de la palabra emitida desde lo oral. Eso posibilita que conserve también su vitalidad como experiencia colectiva y popular, como lo expresa el mismo Benjamin: La experiencia que corre de boca en boca es la fuente en que se han abrevado todos los narradores. Y entre ellos, los que han escrito relatos; los más grandes son aquellos cuyos textos se distinguen menos del lenguaje de muchos narradores anónimos (Benjamín, 1970: 190). La vitalidad del relato deriva de la sociedad. Cuanto más íntima e intensa sea la relación del narrador con su pueblo, con sus formas espontáneas de comunicación, mayor será la grandeza del relato. Por otra parte, el rasgo popular de toda auténtica narración deja sus huellas. El ocaso del relato, la imposibilidad de la narración es signo entonces de dos eclipses: el de la experiencia y el de la sabiduría. Y no puede menos que ser así, pues la sabiduría se funda y despliega a partir de la experiencia: es la verdad, el consejo, que destila la experiencia. Pero a su vez, para que la experiencia produzca este efecto de "verdad", se requiere que la experiencia "corra de boca en boca"; en otras palabras, se requiere el relato. Sin relato no hay experiencia ni sabiduría posibles. Pero además, se requiere que ese relato sea colectivo. Pues así como la narración en su fondo anónimo es una obra colectiva, así también lo es la experiencia y la propia sabiduría. Ahora bien, el profundizar en la naturaleza popular de la narración le permitirá a Walter Benjamin rescatar algunas de las

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dimensiones esenciales del relato. En ese sentido, y remitiéndonos a sus antecedentes más arcaicos, este autor identificará dos formas primarias de la narración: el relato de quien viene de lejos y refiere acontecimientos e historias de tierras distantes, y los relatos de aquel que habita en un lugar, y que puede conocer y narrar las tradiciones y hechos de su entorno. El primero corresponde, en todos los tiempos, al marino mercader; el segundo, al campesino sedentario. No sería posible pensar el desarrollo del género narrativo sin una íntima compenetración de los dos tipos arcaicos: Una compenetración semejante —agrega— produjo especialmente la Edad Media con su constitución artesanal. El maestro sedentario y los aprendices vagabundos trabajaban en el mismo taller; y todo maestro había sido aprendiz vagabundo en su tiempo, antes de asentarse en su patria o en el extranjero. Si los aldeanos y los marinos han sido los antiguos maestros de la narración, el taller medieval fue su escuela secundaria. Allí se encontraba la noticia lejana, que el Peregrino traía a su hogar, con las noticias del pasado, que conserva el más sedentario (Benjamín, 1970:195). El narrador trabaja pacientemente con el hecho que ha de relatar, transformándolo en una pequeña gran historia, al modo corno trabaja el artesano, sin impaciencia, la madera, la arcilla o el metal, buscando perfeccionar una diminuta forma. Pero para eso se necesita paciencia y tiempo: ese tiempo con el que ahora no contamos. Al no contar con el tiempo, la artesanía, el relato, las historias van desapareciendo. Pasó el tiempo en que el tiempo no contaba. Con ello el hombre se ha vuelto impaciente. No tiene tiempo para saber escuchar historias o tiempo para saber contarlas. Ya no hay siquiera tiempo para dilatarse en el aburrimiento y en el tedio que da el material para tejer historias: Relatar historias es el arte de saber seguir contándolas, y se pierde cuando las historias ya dejan de ser retenidas. Se pierde porque ya ni se hila ni se teje en el telar, mientras se las escucha. Cuanto más


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olvidado de sí mismo esté el oyente, tanto más profundamente se acuñará el oído en él. Si se encuentra sujeto al ritmo de un trabajo, presta oídos a historia de tal manera que luego adquiere de por sí el arte de volver a relatarlo. Así, pues, está tejida la red de donde proviene el don del narrador. Esa red se desata hoy por todos los cabos, mientras que durante milenios fue una y otra vez anulada en el círculo en que se cumplía un trabajo artesanal (Benjamín, 1970: 191). La narración, el relato, la crónica afirman el sentido de la vida como sentido compartido y colectivo: El cronista con su orientación hacia una historia sagrada, y el narrador con su orientación profana, tienen ambos tanta participación en la obra que, con respecto de ciertas narraciones, no puede establecerse si la trama en que aparecen las cosas en su curso es la tela dorada de una intuición dorada o la tela colorida de una intuición profana (Benjamín, 1970: 192). Si el historiador se ve obligado a explicar los hechos que relata es porque, al igual que el novelista, el sentido de la existencia histórica le resulta problemático; de ahí que tenga que explicarlo laboriosamente mediante enlaces y conexiones causales. Tiene, en definitiva, que construir o reconstruir el sentido y la estructura —en rigor, la trama— de los acontecimientos. El narrador, y específicamente el cronista, por el contrario, está liberado de esta obligación en la medida en que ya posee — en forma resuelta y plena— el sentido y la trama de la existencia. No tiene que construir ni reelaborar nada; la trama ya está decidida y el narrador sólo tiene que narrar; simplemente contar lo que pasó. Cada mañana —sentencia Benjamín— se nos informa sobre las novedades de toda la tierna. Y sin embargo, somos notablemente pobres en historias extraordinarias. Ello proviene del que ya no se nos distribuye ninguna novedad sin acompañarla con explicaciones. Con

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otras palabras, ya casi nada de lo que acaece conviene a la narración, sino que todo es propio de una información (Benjamín, 1970: 194). El tiempo de la narración, el tiempo de los relatos que van de boca en boca, de esas historias que se construyen anónimamente, que son de todos y de nadie, ese tiempo comienza inexorablemente a desvanecerse. Sin embargo, la crónica, en su multiplicidad de formas y diversidad de cronistas recupera, en parte, la oralidad extraviada, pues pone en un texto estructurado aquellos hechos, acontecimientos o realidades tamizados por la mirada y expresión narrativa de quien lo escribe (el cronista) y devuelve al sujeto en tanto individuo y colectivo aquellas realidades que si no fuesen expresadas por la palabra carecerían de certificado de existencia y se perderían, se desvanecerían en la nada, como dijo Karl Marx en el Manifiesto Comunista: "lo sólido se desvanece en el aire", frase que Marshal Berman menciona en su libro homólogo en referencia al significado de la modernidad y de lo que implica ser modernos, lo cual necesariamente es hacerse cargo de un universo en que todo es cambiante, transitorio y, sobre todo, nuevo. Y la crónica muestra esta novedad desde sus inicios. Es una cazadora de lo nuevo, de lo inédito, de la novedad de los tiempos. Entonces, no deja de asombrar cómo la crónica ha cobrado adeptos y recuperado espacio en los medios escritos y electrónicos en las últimas décadas. Aquella crónica que en el Medioevo era sólo un listado de acontecimientos, de marcas, dio paso a la "migración"; como menciona Walter Mignolo en su texto "Cartas, crónicas y relaciones del descubrimiento y la conquista", a una crónica que buscaba narrar la historia en el relato de los cronistas indianos. Sin embargo, en esta "migración" —añade Mignolo—, hubo un cambio, pues la historiografía, al ir dando paso a una disciplina más científica, dejó de lado a la crónica como texto, y ésta literalmente "migró" hacia la literatura y el periodismo hacia fines del siglo XIX. Y sigue ocupando ambos espacios hasta el día de hoy. En nuestra época, la crónica ha asumido un papel muy especial, ya que logra dar cuenta de los acontecimientos y, a la vez, muestra la experiencia de quien observa un hecho,


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quien, cual testigo, puede mostrar esa misma experiencia en el relato, que da sentido en su narratividad híbrida, vale decir a medio camino entre la ficción y lo real, tanto del espacio en que ocurrieron los hechos que se narran como del tiempo en que éstos ocurrieron. La crónica porta hoy un silencioso lugar de registro. La suma de todas las crónicas y de las diversas miradas de sus cronistas puede constituir un verdadero cuadro de los tiempos; de ahí el asombro, la singularidad y pertinencia del relato "cronicado", porque posee libertad y capacidad de resguardar el tiempo del olvido y de mostrar, por otro lado, el espacio donde los sucesos tienen curso con absoluta claridad descriptiva. Pero, por sobre todo, la crónica ocupa un lugar privilegiado donde lo "normativo" se diluye y puede ir sumando realidades que, en su conjunto, devuelven al maltrecho sujeto posmoderno una posibilidad de unidad y de sentido en que tiempo y espacio son recuperados y estructurados en una historia, un cuento; en que el ser humano sigue teniendo algo que lo distingue de otros seres: su capacidad de articular un relato que le otorgue cuerpo individual y cuerpo social, vale decir identidad y sentido. En definitiva, el ser humano y su necesidad de relatarse y de resguardar su paso del olvido "se enreda en historias", en la oralidad, pero también reclama narrar su propia existencia, la individual y la colectiva en la que él mismo se refleja como en un espejo múltiple que le devuelve el espacio que ocupa en este fragmentado y simultáneo mundo. El individuo inserto en la Era de la Información persigue, pues, el relato porque, entre otras cosas, necesita perdurar y que su vida, su Historia y sus historias no caigan en el olvido.

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Bibliografía

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El cronista

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a esencia de la crónica está en su carácter testificador. El cronista presencia los hechos, se encuentra en el lugar donde ocurrieron para observarlos; al mismo tiempo imprime su sello personal por su manera de presentar esos hechos mediante mediante la selección que hace de los mismos. La participación del cronista, entonces, debe ubicarse en dos momentos: el de observación de los hechos y el de la redacción del texto. El primer aspecto se refiere al que el cronista observa de manera directa la realidad referida, es decir, asiste al lugar en el que ocurren los acontecimientos y es testigo presencial de ellos. De este contacto directo con la realidad podríamos decir que surge en el autor de la crónica una mayor compenetración con su entorno, lo cual, al mismo tiempo, despierta en el lector cierta confianza y mayor credibilidad. En ocasiones, el cronista no solo observa la realidad, sino que se involucra en ella. Por otra parte, el cronista se encuentra presente también en el texto. En la redacción de la crónica, puede verse el estilo del autor, funda-


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mentalmente por la forma en que selecciona y reconstruye los hechos observados desde su propia perspectiva. Este aspecto que se podría denominar el punto de vista del cronista, se presenta cuando el escritor centra su atención, focaliza* su atención en uno u otro elemento de la realidad, por ejemplo en describir el lugar, el ambiente, a ciertos personajes o un determinado aspecto del acontecimiento. El cronista, por tanto, da cuento de los hechos a través de su subjetividad, misma que se expresa también por sus comentarios y por el manejo del discurso narrativo – descriptivo. La testificación de los hechos es un elemento indispensable en la crónica, pero cabe preguntarse ¿puede estar siempre presente el cronista? ¿qué sucede en las crónicas que reconstruyen hachos del pasado, en donde la presencia del cronista es imposible? El cronista, entonces se documenta, recurre a los textos que le proporcionan el mayor número de datos fidedignos y que, en todo caso, le permitan apegarse lo más posible a los hechos, para que den la idea de “transportarse” al lugar de lo acontecido. En cuanto a la mayoría de las crónicas literarias, los relatos son personales, más bien vivenciales; y aunque hay otras en las que se recurre a la reconstrucción de situaciones no vistas o vividas, vía la imaginación o mediante referencias indirectas (cosas que contaron al cronista), la reconstrucción de lo referido nos “transporta” al lugar.

*Por focalización se entiende el punto de vista del narrador, es decir, su ubicación y perspectiva, con relación a los hechos, en el texto.

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En ambos casos, la recreación es representada de manera que parece que el cronista hubiera asistido al lugar de los acontecimientos. (Arreola 2001: 34-37).

*** El mejor cronista es el que sabe encontrar siempre algo de maravilloso en lo cotidiano; el que puede hacer trascendente todo lo efímero; el que, en fin, logra poner mayor cantidad de eternidad en cada minuto que pasa (Tejada 1993: 8).

*** El cronista cuenta su historia en la plaza del mercado compitiendo con el clamor de todos los demás vendedores: su triunfo ocasional consiste en crear un silencio en torno a sus palabras (Berger 1995: 199).

*** Hay mucho cronista moderno que cree que ser cronista es escribir 'me siento en la confitería, pido un café, veo llegar a mi entrevistada' [...] Cuando uno es joven, cronista y latinoamericano, corre el riesgo de pensar que no hay nada más interesante que uno mismo y en realidad el arte de escribir crónicas es desaparecer. La protagonista es la historia (Guerriero. 2009).


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Pequeño diálogo edificante en torno a la figura del cronista Adolfo Castañón

-¿Qué es un cronista? -Un cronista es un testigo de lo que sucede en la ciudad. -¿Qué hace un cronista? -Da fe. Deja constancia. Registra a la luz pública los acontecimientos diarios. -¿A qué horas trabaja un cronista? -El cronista no tiene horarios. Para él, el día y la noche no existen. Sólo cuenta la luz pública; cuenta el día en crónicas. Cuenta el crepúsculo y el anochecer, el cenit del instante. Un cronista se alimenta de instantes. -¿Y cuántas crónicas tiene un día? -Un día puede tener mil y un crónicas, o bien una crónica puede ser la milésima parte de una noche. -¿Cuál es el tiempo del cronista?


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-Aparentemente su tiempo es el presente inmediato, el instante, pero su tiempo profundo es el de la relación que el cronista va estableciendo entre lo que sucede afuera, lo que sucede dentro de su mente y lo que sucede página adentro, entre la pluma y la hoja de la libreta. -¿A quién le es fiel el cronista? -El cronista le es fiel a la ciudad, a la memoria de la ciudad, pero esa fidelidad no podría existir sin una lealtad previa al oficio de la observación en movimiento y su cristalización en el lenguaje. -¿Qué quiere el cronista? -El cronista quiere que la ciudad lo quiera, que al tiempo al que él le da la fe lo reconozca como su conciencia y su sueño, quiere que la ciudad trasformada en letras, imágenes y canciones se reconcilie consigo misma a través del espejo en la prosa que se va elaborando. -¿Quién es entonces el cronista? -El cronista es el poeta ciego que se sabe de memoria las canciones perdidas de la ciudad. El cronista es el testigo y el arqueólogo del sueño y el amor perdido de la ciudad. El cronista es el médico que cura a la ciudad de sus continuas denostaciones haciéndola ver su propia lepra y su propia plenitud. -¿Qué futuro le espera al cronista? -El cronista no tiene futuro, sólo tiene presente, pero su presente abarca el pasado de la ciudad y encierra su porvenir. El futuro del cronista lo dibujará el rostro anónimo de la ciudad. El futuro del cronista no está en disolverse en la multitud sino en lograr que la multitud se disuelva y se reconozca en él. El futuro del cronista está en la permanencia de la crónica, en la supervivencia del testimonio y


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de su derecho. El futuro del cronista está en la perduración de la ciudad cuyas sombras son precisamente sus páginas, sus crónicas. -¿De qué vive un cronista? -El cronista se alimenta del hecho público, se nutre de multitudes y de grupos de historias ancestrales, bebe del espíritu del pueblo y se embriaga hasta el reconocimiento y el éxtasis en las fiestas de las masas. El cronista se alimenta de los vestigios palpables que deja el animal de la República. -¿Cuál es el mayor placer del cronista? -Después de escribir y de estar ahí, el mayor placer del cronista está en salvar el tiempo, en desafiar la caducidad, en ponerle límite a lo efímero. El cronista quiere salvar la memoria del río que fue, es y será, quiere hacer un museo de lo efímero, de los arquetipos, de los íconos que fundan la ciudad, el estanquillo, para a partir de ahí invitar a la sociedad que lo alimenta a verse a sí misma a través de su museo. -¿Cuál es la herencia, el legado del cronista? -El legado del cronista es la hoja del libro o del periódico en la cual han quedado impresas las rosas de Juan Diego y la Cruz de Constantino. El legado del cronista es la buena nueva, el evangelio del presente que se ha hecho perdurable y cuyo reino no tendrá fin.

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La elección del tema

1. Elige un tema que sea de interés humano y que, para bien o para mal, afecte al mayor número posible de personas.

2. En este género el tema no debe provenir obligatoriamente de la realidad inmediata – la noticia – pero en la medida en que sea actual tiene mayores probabilidades de captar la atención de la gente. Los medios muy rara vez se aventuran a publicar una historia que no tenga un gancho de actualidad. En el momento en que la Organización Mundial de la Salud da a conocer un informe sobre la obesidad, podemos encontrar el pretexto ideal para trabajar una crónica sobre un gordo -- anónimo o famoso -- que le ponga rostro humano a las cifras. Es lo que en el medio se denomina “coyuntura” y algunos teóricos como Álex Grijelmo llaman “percha”.

3. Es recomendable, además, que haya conflicto, es decir, obstáculos entre el personaje y sus metas, enfrentamientos con otros seres o a veces consigo mismo, choque con su entorno, dificultades en su rutina cotidiana. Una revisión cuidadosa nos muestra que la vida corriente está llena de conflictos. Por ejemplo, una mujer cabeza de familia que intenta sobrevivir y mantener a sus tres hijos con el sueldo mínimo, un muchacho rechazado en la Base Naval por ser


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negro, un cirujano que practica una delicada operación de páncreas, un hombre que no ha podido superar las secuelas de un secuestro.

4. Procura que haya espacio para las emociones. Pulitzer decía: “hazlos reír o hazlos llorar”. Un buen cronista sabe que las cifras más contundentes pueden resultar inocuas si no hay un rostro que las haga más humanas. Sin el ánimo de volverse melodramático, no hay que olvidar que escribimos para seres que tienen sentimientos.

5. Un elemento que puede potenciar tu tema es la curiosidad. No necesariamente se trata de buscar que sea el hombre el que muerda al perro, como propuso el periodista Charles Danah. También los ríos que no se desbordan, los choferes de bus que no se vuelan los semáforos, la gente que llega puntual a las citas, los políticos que no se roban ni un centavo y los partos normales, pueden ser excelente materia prima para un buen cronista. Simplemente, hay que saber aprovechar lo que cada uno ofrece, captando su esencia y narrando con fuerza y con encanto. Pero sin duda lo curioso funciona como un valor agregado. Abundan los ejemplos, como la historia de amor de un enano de 91 centímetros y una mujer de 1; 75, escrita por Germán Santamaría. O una reciente del periódico El País sobre un ladrón que se metió a robar en un hospital y se quedó dormido.

6. Es recomendable que el tema que vas a tratar te apasione. Cuando escribes sobre algo que no te interesa, puedes resultar frío, distante, errático. Si no sabes de béisbol, vas a tener serios problemas para describir una jugada de “bateo y corrido”, y si apenas hace dos horas te enteraste de quién es Joyce Caroll Oates, no te metas en el lío de entrevistarla. En un medio de comunicación siempre existe la posibilidad de trabajar una historia que no te agrada. Pero mientras te sea posible, evítalo. Ernest Hemingway tenía una frase tan simple como sabia: “escribe sobre lo que conoces”. El cronista,

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escritor y académico Juan José Hoyos, en su libro Escribiendo historias, el arte y el oficio de narrar en el periodismo, nos recuerda que el narrador húngaro Stephen Vizinczey sugiere plantearse siempre la siguiente pregunta: “¿de verdad me interesa esto?” Hoyos añade otra cita inquietante del propio Vizinczey: “cuando era joven perdí mucho tiempo intentando describir vestidos y muebles. No sentía el menor interés por los vestidos ni por los muebles, pero Balzac experimentaba por ellos una intensa pasión, que consiguió contagiarme mientras le leía, así que pensé que debía dominar el arte de escribir excitantes párrafos sobre armarios, si quería ser algún día un buen novelista. Mis esfuerzos estaban condenados y agotaron todo mi entusiasmo. Ahora sólo escribo sobre lo que me interesa”.

7. Es importante desarrollar el instinto y confiar en él. De Truman Capote se burlaban muchos colegas cuando se dedicó a escribir -¡durante seis años! -- sobre un caso aparentemente menor de baranda judicial. El asesinato múltiple de la familia Clutter (cuatro personas) pudo haberse quedado como un hecho de sangre común y corriente si no hubiera caído en manos de un narrador excepcional como Capote, quien lo hizo trascender gracias a la belleza de su relato, a la agilidad en el tratamiento de la trama y a su agudeza para elaborar el perfil sicológico de los asesinos. Capote confió en su instinto hasta las últimas consecuencias y el tiempo terminó dándole la razón. Siempre hay que preguntarse, de cualquier manera, si la historia que se tiene entre manos es verdaderamente interesante y, en caso de que la respuesta sea afirmativa, tratar de establecer hasta qué punto puede resultar atractiva. Si algo te conmueve profundamente o te hace reír o te hace enojar, es muy posible que produzca el mismo efecto en las demás personas. Pero después te tocará saber recrear la situación (Salcedo 2013 – 2-3).


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Bibliografía General

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