Fabulación deshonesta

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FABULACIÓN DESHONESTA JESÚS RAMÍREZ-BERMÚDEZ

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Durante el proceso creativo, la fabulación puede ser una herramienta de la voluntad, dispuesta para cuestionar la autenticidad de nuestras convicciones, y la epistemología simplona según la cual tenemos a nuestro alcance un conocimiento seguro del mundo que

nos

ofrece

verdades

éticas

y

estéticas

incontrovertibles. En un libro de crítica literaria ficticia de Stanislaw Lem, titulado El libro vacío, el autor polaco demuestra que se puede hacer una disección ingeniosa y reveladora de un texto perfectamente inexistente. Desde luego, la pieza clásica del género la publicó Jorge Luis Borges en Ficciones: Pierre Menard, autor del Quijote. Otros textos, sin embargo, exploran el 2


proceso menos creativo de la fabulación como recurso inconsciente o semiconsciente del pensamiento y la memoria, un espacio donde el discurso colinda con la mentira (en el terreno ético y legal), con figuras de estilo como la hipérbole (en el dominio de la retórica), y con mecanismos de defensa primitivos como la negación (en la interpretación psicoanalítica del discurso).

Ya somos el olvido que seremos, dice un poema apócrifo o inédito de Borges. Como tantos lectores de habla hispana, leí el poema en agosto del 2009, cuando el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince lo dio a conocer, junto con una historia que en Medellín, 3


Colombia, el 25 de Agosto de 1987. Héctor Abad mira el cuerpo muerto de su padre, quien fue un médico socialista y liberal. El cadáver del doctor Abad, asesinado en medio de la calle, guarda en el bolsillo del pantalón una hoja arrugada con los catorce versos de un soneto inglés, compuesto por 3 cuartetos y un dístico final, cuyo tema es el horizonte incierto de la memoria donde la identidad desaparece: No soy el insensato que se aferra al mágico sonido de su nombre; pienso con esperanza en aquel hombre que no sabrá que fui sobre la tierra. La hoja, escrita a mano por el padre de Héctor Abad, llevaba al final las iniciales J.L.B. En la tumba de la víctima, el escritor colombiano escribió el soneto y las iniciales, y el asunto fue 4


olvidado durante veinte años, hasta que Héctor Abad publicó un libro en 2006, una novela sin ficción sobre su padre, El olvido que seremos, donde citaba el soneto desde el título y lo atribuía sin dudarlo a Jorge Luis Borges. Los expertos en el autor argentino desacreditaron pronto, espontáneamente o bajo consulta, la supuesta autoría, y redujeron el pacto de resignación entre Héctor Abad y la muerte (oficiado por un poema en el bolsillo) a la noción de una ilusión fanática, y aún narcisista; según esta hipótesis el motivo para usurpar el nombre de Santo Borges sería la mercadotecnia o la codicia de un pedazo de posteridad junto al poeta ciego. Lo atractivo de este testimonio, desde el ángulo 5


de la sociología clínica, es el proceso por el cual, a partir del momento en que el poema adquiere valor mediático, aparecen en la historia versiones alternas sobre la autoría del soneto: un poeta colombiano, Harold Alvarado Tenorio, publica en 1993, en la revista Número, un relato titulado “Cinco inéditos de Borges por Harold Alvarado Tenorio”, donde escribe que el poema en cuestión fue dictado por el escritor argentino a una estudiante de medicina, María Panero, posiblemente inspirado por su belleza; pero más adelante Harold le asegura a Héctor Abad que esa historia es falsa: afirma de manera categórica que el autor ha sido él, en un intento deliberado de imitar el estilo de Borges. ¿Por qué escribió antes que la autoría

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era de Borges, por qué mencionó el móvil de la belleza de una estudiante de medicina? ¿Por qué se contradice y confiesa ahora que suplantó al poeta ciego? ¿Fue una broma, un cuestionamiento irónico de la noción sobrevalorada de autoría? ¿Fue un auténtico fraude encubierto, primero, y luego confesado con cierta fanfarronería? Lo que queda claro en el relato de Héctor Abad es la falibilidad de la memoria durante los procesos de evocación, y ante todo, la falibilidad del juicio que se apoya en una memoria incompleta o distorsionada; aunque el pasado aparece como un horizonte con escasa visibilidad, de apariencia borrosa y contornos imprecisos, es de llamar la atención la seguridad

con

la

cual

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los

expertos

niegan


categóricamente la legitimidad del poema, y recurren a explicaciones contradictorias o a fabulaciones para dar coherencia a su narración. Tras un ejercicio de evocación y rastreo bibliográfico que inicia en 1987 y termina en 2009, Héctor Abad concluye dos cosas: en primer lugar, que efectivamente Jorge Luis Borges escribió el poema que su padre llevaba en el bolsillo el día de su muerte, pero no lo hizo a mano, sino que lo dictó a otra persona que inició una cadena de transcripciones falibles. La autoría de la obra fue rechazada por la viuda de Borges, María Kodama, porque quedaba fuera de su esfera de influencia política y comercial, o porque llevaba el aura de encantamiento de otra mujer, la estudiante de

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medicina. Pero en segundo lugar, Héctor Abad descubre que la memoria está sujeta a fallas considerables, olvidos, imprecisiones, inconsistencias, que cuestionan seriamente a cualquiera de los testimonios que aparecen a uno y otro lado de un juicio. Así es la memoria, dice Abad, a propósito de uno de los errores testimoniales, perfectamente humanos, superpone en el mismo espacio recuerdos de tiempos distintos. No es una falsedad, es un pormenor traslocado. Y con respecto al prototipo de memoria perfecta, carente de anomalías, sobrehumana o cibernética, Abad concluye que, en el largo plazo, eso no es posible, se trata más bien de una suplantación de la mentira. Había algunos hechos borrosos, escribe, había detalles que no coincidían

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exactamente, pero así son la memoria y el olvido. Son los mentirosos quienes dicen recordar con precisión, sin cambiar nunca

un

ápice

lo

que

recuerdan.

Pormenores,

traslocaciones, transposiciones: la evocación de largo plazo es enteramente humana cuando falla, y la dirección del error es consecuencia (comúnmente) del deseo, las presiones políticas, o también de la pura y simple vanidad. Por eso me pregunto otra vez: ¿Cuál es la distancia entre la fabulación como creación literaria y la formación de delirios y confabulaciones en personas que padecen enfermedades cerebrales?

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