LA VÍCTIMA NO RESENTIDA DESDE LA TEORÍA DE RENÉ GIRARD Daniel García Chavarín 1. El paso de la jesuología a la cristología La génesis de la teología cristiana podemos verla, en mi concepto, en el paso de la jesuología a la cristología, el cual puede verificarse en el siguiente hecho: mientras que Jesús, el campesino galileo, ha predicado el Reinado de Dios, la primitiva comunidad le ha predicado a él. Se trata, entonces, del paso de la predicación de Jesús al kerigma de la Iglesia. Tal paso puede ser entendido, desde una perspectiva más teórica, como el paso del nivel histórico al nivel simbólico, lo cual significa que la cristología no es otra cosa sino la recreación simbólica (interpretación) de la vida de Jesús de Nazaret. Hay aquí en esta reinterpretación simbólica, ciertamente, una verdadera discontinuidad y es importante tenerlo en cuenta para no confundir niveles, pero no una ruptura total, porque la reinterpretación se afinca en la carne de la historia, es decir, es la historia de ese campesino la que funciona como símbolo, lo cual significa que la reinterpretación no es otra cosa sino un empezarse a introducirse en la hondura significativa de una predicación y praxis que dan a que pensar, a que contemplar, a que vivir. Se trata, entonces, de una discontinuidad continua, la cual puede ser entrevista en el hecho de que ya no se habla sólo de Jesús, sino de Jesu-Cristo. La cristología puede así ser entendida como la confesión de fe de que en el acontecimiento de Jesu-Cristo se ha hecho presente de un modo definitivo la palabra salvadora de Dios para todos los pueblos de la tierra. Esta confesión supone, a su vez, dos cosas. La primera, es la convicción que tuvieron los discípulos de ese hombre de que él había logrado superar el umbral de la muerte, es decir, la fe en la resurrección. La segunda, es el hecho de que, a partir de la nueva visión que despertó en ellos la experiencia del encuentro con el crucificado-resucitado releyeron, tanto las experiencias que habían vivido con él en los tiempos de su ministerio, como las Escrituras hebreas, llegando a la conclusión de que las promesas antiguas han hallado su cumplimiento en Jesús de Nazaret, llegando así a confesarle como el Cristo. Creo que todo esto significa que, en el centro del paso del nivel histórico al nivel simbólico, encontramos un acontecimiento que tiene todos los visos de ser considerado como fundacional: el acontecimiento pascual, es decir, ese que remite a la muerte y resurrección de Jesucristo. Desde esta perspectiva, la génesis de la teología cristiana está más concretamente en la reinterpretación de un acontecimiento histórico – la muerte violenta de un don nadie – desde aquello que es experimentado como una revelación. En este sentido, Jesu-Cristo no es otro sino el Crucificado-Resucitado. Hasta ahora he estado hablando de „interpretación‟, cuando en realidad se trata de „interpretaciones‟, es decir, no tenemos acceso al acontecimiento fundacional más que a través de una pluralidad de textos en sí mismos divergentes en muchos aspectos. No obstante su diversidad esos textos remiten al mismo acontecimiento. ¿Qué es lo que permite descubrir una unidad en medio de una evidente pluralidad? ¿Qué es lo que define la canonicidad de un texto? Me parece que para contestar la pregunta hay que remitirse a lo que podríamos llamar la narratividad cristiana, la cual remite, a su vez, a una gramática cristiana. Es decir, hay una serie de reglas gramaticales fundacionales que hacen que un texto sea cristiano. Se trata de reglas tan flexibles que, de hecho, han dado y siguen dando pie a una pluralidad de textos. Más que hablar de narración fundacional, habría que hablar, entonces, de narratividad fundacional. Hay que marcar, pues, una distinción entre acontecimiento fundacional, narraciones fundacionales y narratividad
fundacional. El acontecimiento cristiano, como acontecimiento lingüístico es, por lo tanto, un paradigma flexible, un paradigma siempre abierto. 2. El principio estructurante de la narratividad cristiana: la Víctima-no-resentida Cuando hablo de principio estructurante me refiero al hecho de que creo que hay una regla gramatical que está en la génesis de la narratividad fundacional cristiana. Dicha regla puede ser enunciada con las siguientes palabras de Jürgen Moltmann: “lo relevante no es que alguien haya resucitado, sino que el que resucitó haya sido un crucificado”. ¿Qué significa exactamente esto? La resurrección del crucificado ha acontecido en medio de una interpretación de los hechos que parece imponerse de una manera contundente, la interpretación de las autoridades religiosas del pueblo judío: “¿No se dan cuenta de que es preferible que muera uno a que toda la nación sea destruida?” (Jn 11, 50). Jesús había propuesto una serie de enseñanzas e interpretaciones acerca del Dios de los Padres que tomadas en su conjunto parecían peligrosas para aquellos que tenían la misión de asegurar la fidelidad a la Ley. Fue claro que la doctrina y la praxis del Galileo amenazaron la diferencia entre los de dentro (los judíos) y los de fuera (los paganos), entre los puros y los impuros; de suerte que parecían disolver los valores fundamentales en los que se sustentaba el orden sacral judío: el Templo, el sábado, las prescripciones rituales, la sumisión a los padres, y otras cosas más. Finalmente, puesto que su enseñanza implicaba una nueva forma de concebir a Dios, a quien además osadamente llamaba su Padre, lo más probable es que fuera un blasfemo, un hereje, que estaba descarriando al pueblo llevándolo a apartarse del camino que Dios le había dado por medio de Moisés y los profetas. Ante estas circunstancias, es extremadamente poco probable que al morir Jesús ajusticiado en una cruz sus propios discípulos no hayan llegado a aceptar algo de este punto de vista que los guías religiosos tenían sobre su maestro. Siendo ellos los conocedores de la ley, de la religión, lo más probable es que tuvieran la razón. En este sentido, la muerte de Jesús puede considerarse como el triunfo del punto de vista de sus perseguidores. Tal punto de vista decía así: este Jesús fue un trasgresor y, al matarlo, se hizo la voluntad de Dios, puesto que él había quebrantado sus preceptos sagrados. ¿Pero qué es lo que sucede, entonces, si un tal resucita de entre los muertos y se deja ver a sus discípulos? ¿No sucede que todo el sistema de pensamiento que había llevado a que le ejecutasen se pone en tela de juicio? ¿No sucede que esa tal tenía razón en lo que enseñaba acerca de Dios? ¿Acaso no se revela la total inocencia del ajusticiado y la total desvinculación de Dios de todos esos mecanismos socioculturales aparentemente sagrados y justos? A partir de lo anterior podemos entender que los testimonios de la resurrección que encontramos en los Evangelios no son sólo testimonios de, sino testimonios desde. Fue éste un acontecimiento en el que los discípulos se sintieron profundamente involucrados. El encuentro pascual se verificó en medio de toda una compleja red de relaciones que se habían entretejido entre Jesús y sus discípulos en los años de su convivencia. Él había sido no sólo su amigo y compañero, sino también el líder en el que ellos habían puesto todas sus esperanzas. Ahora bien, esa relación entre Jesús y sus seguidores acabó en tragedia. Fue cortada abrupta y violentamente en la ignominia de la cruz. Jesús había muerto y con él todas las ilusiones de aquellos campesinos. Si, como estaba escrito: “el que cuelga del madero es maldito de Dios” (Dt 21, 23b)1, entonces Jesús era un impostor; un maldecido de Dios no puede ser el Mesías. Habían sido 1
Dice en este mismo tenor Gal 3, 13: “Pero Cristo nos ha liberado de la maldición de la ley haciéndose por nosotros maldición, pues dice la escritura: Maldito todo el que cuelga de un madero”.
totalmente engañados. Pero, ¿qué con la amistad incondicional que él les había manifestado? ¿Qué con sus palabras de sabiduría y obras de sanación? ¿Acaso no habían sido ellos unos verdaderos cobardes e ingratos al abandonar a su amigo y líder en el momento más crítico de su vida? ¿Y el riesgo? ¿No eran ellos los seguidores de uno que había sido ejecutado como un importante criminal? En Jn 20, 19ss se nos narra el encuentro de los discípulos con el Señor resucitado. Era un domingo por la tarde. Los discípulos estaban en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos, excelente imagen del tiempo marcado por la muerte, tiempo cerrado a la esperanza. Pero la pascua inaugura un tiempo nuevo, por eso en el espacio de la intimidad vespertina Jesús se presenta en medio de ellos en domingo, es decir, en el primer día de la semana, inicio de la nueva creación. Me parece que el texto es una cristalización del proceso de conversión que supone la experiencia pascual. En este sentido, podemos intentar imaginarnos el impacto que debió producir en la conciencia de los discípulos, la percepción –independientemente de cómo haya sido esto posible – de la presencia del crucificado resucitado. Si el que había sido condenado como blasfemo de Dios ahora está allí envuelto en su gloria, eso sólo puede significar una cosa: que el blasfemo no era tal, pues no ha sido rechazado por Dios, sino glorificado por Dios. Entonces los blasfemos son otros: los asesinos, los traidores. Esto nos sugiere que al tener ante sí al que había sido crucificado y ahora vive para siempre, los discípulos empezaron a ser conscientes de su propia complicidad en el asesinato de Jesús. En nuestra forma distorsionada de percibir las cosas Jesús tenía el derecho de echarles en cara su pecado. Pero nada, Juan 20, 19b menciona que Jesús les dijo: “la paz esté con ustedes”. Parafraseando el texto podríamos decirlo así: “yo no tengo nada en contra de ustedes, no hay ningún problema, permítanme darles el abrazo de la paz para que la paz pueda llegar a sus corazones”. La revelación de la víctima inocente supone, en consecuencia, la revelación de la víctima-no-resentida, de la víctima que no desea la venganza en contra de sus verdugos y, por lo tanto, de una víctima que no se considera a sí misma una víctima. Esto, a su vez, supone dos cosas: la posibilidad de narrar la historia totalmente liberados de la representación persecutoria, porque la Víctima más inocente no anhela la venganza sino que ofrece perdón; y la revelación de la identidad de la Víctima que resucitó a partir de la percepción de su diferencia. Los discípulos tienen delante de sí a un ser humano, pero a un ser humano completamente diferente a todos los demás seres humanos, pues es capaz de regalar el perdón de una manera totalmente gratuita. Se trata, entonces, de un ser humano que ha logrado superar el miedo a la violencia del otro y, por ende, el miedo a la muerte. De esta manera se revela que Jesús es el ser humano plenamente realizado, el modelo, el paradigma de la humanidad nueva (cf. Rom 5, 12). Él no está atrapado en los mecanismos violentos en los que estamos atrapados todos los seres humanos, los mecanismos que conducen a la muerte porque están encerrados en el juego del verdugo y de la víctima. Jesús es el ser humano que no desea ganarle a los demás, no ha competido con nadie, antes bien, se ha compartido con todos. Jesús es el hombre universal, totalmente abierto, libre de cualquier celo sagrado y puritano, por eso nunca excluyó ni excluye a nadie. Jesús es el ser humano totalmente solidario, solidario hasta la entrega de la propia vida para levantar a los caídos, liberar a los oprimidos, abrir los ojos de los ciegos. Precisamente en esta solidaridad única y plenamente humana se revela su ser el Mesías esperado largamente, el Salvador de la humanidad, porque al vivir su ser de hombre de una manera radicalmente diferente abrió la posibilidad de que todos los hombres puedan vivir su propia humanidad de un modo diferente en la autoentrega mutua.
A partir de lo anterior, se revela entonces lo siguiente: Jesús es el ser humano que ha dialogado perfectamente con Dios, el ser humano que ha mantenido una relación única y original con Aquél a quien llamó su Padre. La diferencia humana de Jesús se traduce así en su santidad: Jesús es el que se revela como el verdaderamente santo, como el otro absoluto en su cercanía solidaria, como aquél que viviendo en el seno del Padre desde la eternidad se ha hecho presente en medio de nosotros. Es decir, la total diferencia humana de Jesús revela su divinidad. Sólo Dios es capaz de vivir la humanidad de esa manera. En consecuencia: Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre. Si Jesús es el Hijo de Dios encarnado, la percepción de su identidad supone también una nueva forma de percibir a Dios. El Dios-no-violento: la desmitificación de los relatos fundacionales desde la teoría de Girard 1. Los mitos como relatos fundadores El ser humano es un ser social y en cuanto tal crea instituciones que hacen posible la vida en común, las cuales encuentran su fundamento en un horizonte simbólico que da sentido. Es decir, la „socialidad‟ humana es un hecho no sólo natural, sino cultural, lo cual guarda una estrecha relación con el lenguaje: la cohesión social solo es posible porque los miembros de una determinada colectividad comparten una serie de códigos simbólicos que les proporcionan un sentido de pertenencia en la interrelacionalidad; de allí la importancia de los mitos. El mito es una narración simbólica de tipo intemporal que se desliga de la historia y expresa en forma imaginaria aquello que parece haber sido y será siempre el eterno y divino retorno de las cosas. El mito unifica lo divino con lo humano en un tipo de simbiosis suprahistórica al proyectar hacia lo eterno (lo divino) los elementos fundamentales de la vida histórica: el nacer y el morir, lo masculino y lo femenino, la guerra y la concordia, etc. El mito es un elemento estructurante de la cultura de un pueblo, en cuanto funda su conciencia colectiva integrándola en una totalidad de sentido y vinculándola con el mundo de lo sagrado. Los mitos tienen un carácter fundador, pues son la expresión de una serie de experiencias inmemoriales (positivas y/o negativas) que tienen que ver con figuras de tipo sacral (dioses, poderes celestes, demonios), en donde se trata de dar cuenta, en una visión totalizante, del enigma de la vida humana estableciendo las acciones rituales de los hombres y dándoles la oportunidad de comprenderse a sí mismos dentro de su mundo. Si los mitos tienen un carácter fundador su elemento más constante lo forma el origen de la vida, con la lucha del bien y del mal (lo femenino y lo masculino, luz y tinieblas, dioses favorables y dioses adversarios) y la esperanza de la reconciliación final de los contrarios. La realidad es generalmente conflictiva, deseosa de armonía. El ser humano sabe que se encuentra en un campo de batalla y sueña con un futuro de encuentro redentor. En el fondo del mito late, pues, un anhelo de verdadera redención. Ahora bien, hay que decir que el mito no es inocente. Todo mito ofrece un tipo de interpretación parcial (interesada) del sentido y del despliegue de la vida y de la historia humana. Parece ser que la única solución al drama humano es siempre la guerra, la lucha en la esperanza de una victoria definitiva. Es en esta línea en donde se inserta la propuesta de René Girard. 2. Los mitos como relatos persecutorios La teoría del mito de René Girard, tiene como punto de partida el análisis de lo que él llama “relatos persecutorios”. Tales relatos se presentan como narraciones de acontecimientos
históricos referentes a crisis sociales en los que aparece evidente el delirio persecutorio y unánime de la sociedad contra ciertas minorías, que son declaradas culpables de los males que amenazan con llevar a la ruina el orden social establecido (como, por ejemplo, los judíos en la peste negra o las brujas en la edad media). Girard logra descubrir ciertas constantes – que él llama “los estereotipos de la persecución” – que se repiten en todos los relatos persecutorios, a saber: la descripción de una crisis social definida por la desaparición de las legítimas diferencias culturales, es decir, de los valores morales dominantes (como la obediencia que los hijos le deben a los padres), y que amenaza con convertirse en una explosión de violencia caótica; el rumor de crímenes horrendos, que expresan, precisamente, la desaparición de esas diferencias (como lo son, por ejemplo, el incesto o el parricidio); la designación de los supuestos autores de estos crímenes como responsables de la crisis que amenaza a la sociedad. Se habla de „supuestos autores‟, porque en el fondo no se les designa porque realmente hayan cometido los crímenes de los que se les acusa, eso pasa a un segundo término, sino porque su diferencia es tan extrema que supera las buenas diferencias sancionadas por el orden cultural (como sucede, por ejemplo, con las minorías raciales, los minusválidos físicos o morales). La diferencia al margen del sistema es siempre amenazante. La última constante consiste en la polarización de toda la violencia acumulada en la crisis hacia las víctimas elegidas como responsables, ejecutándolas o excluyéndolas de la comunidad que „contaminan‟. Nuestro autor insiste en un punto que es importantísimo para la comprensión de esta problemática: los perseguidores creen realmente en la culpabilidad de sus víctimas, creen que deben de eliminarlas por el bien de la comunidad. Es decir, los fenómenos persecutorios están sustentados en una ilusión religiosa. Lo curioso es que una vez eliminada la „mancha infectante‟ se reestablece la paz en la comunidad, se reafirman los valores fundamentales y regresa el buen orden. Girard denomina a este fenómeno de estructuración social, mecanismo del chivo expiatorio o de la víctima propiciatoria. Ahora bien, Girard observa que las mismos constantes que se dan en los relatos persecutorios se dan también en los mitos, con la diferencia de que en ellos la víctima, que en un primer momento es repudiada, en un segundo momento es divinizada, dando origen, así, al mundo de lo sagrado, de los dioses, de la religión. Expliquemos más ampliamente esta idea. Según Girard lo mitos no son otra cosa sino la narración de la historia del linchamiento de una víctima a manos de una turba enfurecida, que trajo como consecuencia benéfica la creación del orden que hizo posible la vida. Es el mito, quien al narrar lo sucedido como acontecimiento primordial, justifica dicho orden, el orden del bien triunfando sobre el mal. El elemento estructurante de esta cohesión social es, pues, una acción concreta: el linchamiento de una víctima por una turba enfurecida. La víctima se transforma, así, en un símbolo ambivalente: el símbolo de lo maléfico y de lo benéfico. La víctima asesinada es símbolo del misterio fundante de la vida, símbolo de esa naturaleza perversa, amenazante, pero también bella y gratificante que causa admiración y veneración, ¿no será acaso un dios que ha venido a enseñar a la comunidad el camino que puede hacerla sobrevivir en medio del caos amenazante de la existencia? (he aquí el nacimiento de lo sagrado violento). En otras palabras, para que sea posible el orden cultural es necesaria una violencia fundadora que, en cuanto tal, sería benéfica, en contraposición a una violencia desestructuradora que, en cuanto tal, sería maléfica. La víctima encarna en su ser los dos tipos de violencia: la violencia maléfica, pues ella es la culpable de la crisis; la violencia benéfica, en cuanto que de su muerte violenta ha brotado el orden que hace posible la vida social. Por eso la víctima es divina, sagrada. Es decir, la víctima sagrada dentro de la comunidad
produce destrucción y muerte, fuera de la comunidad paz y vida. La víctima funda, así, el orden de lo sagrado y de lo profano estableciendo límites entre ambos, el límite entre lo que está fuera y lo que está dentro. Hay que aprender, entonces, la lección repitiendo por generaciones lo que ha sucedido a través de escenificación ritual del linchamiento de la víctima del cual se siguió la vida y la paz (rito sacrificial) y prohibiendo todo aquello que pueda causar la ira del dios violento para que no vuelva a visitarnos (tabú). He allí el nacimiento de las instituciones sociales fundamentales, las cuales guardan una relación profunda con lo sagrado. Si los mitos tiene un carácter fundador, entonces nuestro autor concluye que el desarrollo de la cultura humana sólo pudo ser posible porque los humanos aprendieron a domesticar su propia violencia convirtiéndola paradójicamente en la fuerza de su propia evolución. Todo esto significa que el mito representa una forma concreta de interpretar la realidad existencial desde una visión religiosa, la cual tiene su principio estructurante en la víctima expiatoria. El orden cósmico se estructura, entonces, a partir del significado trascendental que supone la exclusión violenta de la víctima y su retorno triunfal como divinidad sagrada. Por lo tanto, dos son los elementos fundamentales que subyacen en la versión de la realidad que el mito nos propone: la percepción de la culpabilidad de la víctima y la sacralización de la violencia. Conclusión: para que pueda haber vida es necesaria la violencia, es necesario el sacrificio de víctimas, la exclusión de los individuos amenazantes. Si el mito es una narración fundadora ello significa que las cosas ya son así y no pueden cambiar. De esta forma el mito aparece como una justificación ideológica del orden actual de las cosas. Según el antropólogo francés, los mitos nos ofrecen, pues, un determinado punto de vista, el cual coincide con la lógica de los que han escrito la historia desde siempre: los vencedores de esas batallas sangrientas que llenan de gloria la memoria de los pueblos poderosos. 1. La Biblia como contrahistoria El mito ciertamente expresa valores importantes, pues funda las acciones que permiten a los pueblos mantenerse en equilibrio, mantenerse en una paz relativa pero, como vimos, parece ser justificación de una violencia (de una asesinato de fondo, de una dominación masculina, de una religión estatal) necesaria para conservar el orden cultural. Por tal razón ha de ser superado a través de una desmitoligización, la cual supone la posibilidad de salir de la representación persecutoria y sus chivos expiatorios, sus víctimas inmoladas, sus cuerpos destrozados. Girard le atribuye a la Escritura judeocristiana este papel desacralizador de lo sagrado violento, esta revelación de lo „mítico‟ del mito. Desde este contexto interpretativo, la revelación bíblica puede ser considerada como una historia narrada por un Otro-diferente (Santo) que está fuera de la percepción mitológica sustentada en la víctima sagrada y, por tal razón, como una historia contada desde una perspectiva distinta a la habitual, ya no desde los vencedores, sino desde las víctimas. La Biblia, aunque en muchas ocasiones utiliza un lenguaje simbólico-mítico, tiene una intención antimítica. Es como si Dios, a través de la Biblia y siguiendo una pedagogía peculiar, quisiera enseñarnos a narrar y a vivir la historia no desde el poder, sino desde el no poder, ya que en ello se juega nuestra realización como personas, nuestro futuro como humanidad. Si la revelación bíblica es la revelación de lo „mítico‟ del mito, entonces supone dos procesos de revelación íntimamente relacionados entre sí: la revelación de la inocencia de la víctima y la revelación del Dios no violento.
En el centro de esta revelación está un pueblo, sino duda el más representativo de ella: el pueblo de Israel. Toda la memoria histórica de este pueblo está construida a partir de la experiencia fundamental de haber sido liberado por Yahvé su Dios, la cual es narrada como el paso de la esclavitud a través del mar Rojo, en medio de la persecución amenazante del poderoso Egipto, hacia la hierofanía del Sinaí. Esto es lo que, en nuestra opinión, se expresa en el tema de la Alianza, es decir, la experiencia del paso de la esclavitud a la conciencia histórica de ser el pueblo de Dios. La historia de este pueblo es un manantial que se divide en dos corrientes. La primera es la memoria del establecimiento de una relación que supone un mutuo compromiso: el de Yahvé como Dios de ese pueblo y el de Israel como el pueblo de ese Dios. La segunda, es la memoria de haber sido un pueblo de esclavos y perseguidos, de haber sido víctima de la violencia de un pueblo poderoso. Si Yahvé ha liberado a Israel de las manos de los opresores, no puede ser sino un Dios que está de lado de los débiles, de los excluidos, de las víctimas (recordemos la historia de José en Ex 37-47). El poder de Dios no es, por lo tanto, un poder opresor, sino liberador, un poder que crea vida en medio de la muerte. Por eso los ídolos de los gentiles son polvo, son nada, “hechura de manos humanas” (Sal 115, 4), porque están erigidos sobre el falso pedestal de la violencia humana. Israel es, en consecuencia, un pueblo de esclavos liberados que se siente llamado por Dios a ser distinto de los demás pueblos, a ser un pueblo de santos (Lv 17-26); una sociedad diferente a las de las otras naciones en la que las viudas y los huérfanos, los esclavos escapados, los extranjeros y transeúntes, deben vivir en paz. Si en Israel existe un rey ese es precisamente su papel: garantizar la justicia y le equidad (Sal 72). Como muchas veces los reyes no vivieron ese ideal se proyecta al futuro la esperanza de que se presente un rey “justo y victorioso, humilde y montado en un burro, en un joven borriquillo” (Zac 9, 9). En esta misma línea, el pecado no puede ser más que la violencia contra el otro, es decir, el asesinato del hermano (Gn 4). Así, los profetas denuncian el pecado del pueblo hebreo como injusticia social, como opresión en contra de los desvalidos, de los pobres, de los marginados, de las víctimas. La inocencia de la víctima aparece cada vez más revelada: los hermosos y tremendos „cánticos del siervo‟ de Isaías (Is 42, 17; 49, 1-7; 50, 4-9; 52, 13-53, 1-12), el libro de Job, la denuncia sapiencial del justo perseguido (Sab 2, 10-24) son ejemplos verdaderamente representativos. En lo referente a la desvinculación de Dios con respecto a la violencia, amén de diversos pasajes en los que se presenta a un Dios que es el “Dios de los perdones” (Neh 9, 17), el Dios “clemente y compasivo, lleno de amor y fiel, que mantiene su amor eternamente y perdona la iniquidad y el pecado” (Ex 34, 6-7), “que cumple sus pactos y tiene misericordia por mil generaciones con los que los aman y cumplen sus mandamientos” (Dt 7, 9), aquel que “no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga de acuerdo con nuestras culpas” (Sal 103, 10); encontramos en 2 Mac 7, 28-29 una afirmación fundamental en el desarrollo de este proceso: “Te pido hijo mío, que mires el cielo y a la tierra y lo que hay en ella; que sepas que Dios hizo todo esto de la nada y del mismo modo fue creado el ser humano. No temas a este verdugo; muéstrate digno de tus hermanos y acepta la muerte, para que yo te recobre con ello en el día de la misericordia”. Esta afirmación está encuadrada en un contexto vital en donde la creación se esgrime como motivo de esperanza en el instante de la prueba suprema – el martirio – y como argumento a favor de la fidelidad de Dios a su Alianza. Es curioso que dicha concepción se haya desarrollado a la par de la creencia en la resurrección de los muertos, pero ello tiene su sentido. El problema es un problema de Teodicea: Dios no puede dejar que, los que por su fidelidad a la ley son martirizados, corran la misma suerte de los infieles y verdugos, se estaría desdiciendo a sí
mismo. De allí, entonces, a que se llegue a la convicción de que los mártires resucitarán en el último día (visión apocalíptica). Pero esto también significa que el orden de este mundo no corresponde al orden de Dios, puesto que los que son fieles a la ley de Dios son perseguidos en este mundo. Esto nos sugiere que el orden de Dios es diferente al orden persecutorio y violento de este mundo. Dios como creador no es responsable del orden de este mundo, pues con frecuencia éste se manifiesta contrario a su voluntad. La creación no puede entenderse, entonces, como el establecimiento del orden a partir del caos, de suerte que ese caos tiene más bien que ver con la violencia humana. No obstante, la desmitificación no llega a ser completa en el Antiguo Testamento. Yahvé Dios no aparece completamente desvinculado de los rasgos del dios demoníaco. Además, la conciencia de víctima que tiene el pueblo de Israel tiende a sumirlo en una especie de „delirio de persecución‟. Ellos, los justos, son los perseguidos por los otros, los malvados, los impíos, los paganos. Ciertamente los justos son la minoría, las víctimas de una persecución violenta por parte de masas enfurecidas, pero anhelan ser vengados, ser retribuidos por su fidelidad. Por eso Dios es un guerrero que combate por su pueblo, que al final de los tiempos hará justicia aplastando a los enemigos de Israel. En esta misma línea se mueve la reflexión de los sabios, de los maestros de la ley, desembocando en una visión puritana de la realidad con rasgos de un fanatismo violento y persecutorio contra aquellos indignos que por no cumplir con los preceptos sagrados de la ley son excluidos de la salvación. Es verdad que en el Antiguo Testamento la historia se narra desde la perspectiva de la víctima. El problema es que se percibe una enorme dosis de resentimiento, lo cual provoca que, aunque se invierta el esquema, no se logre salir de la representación persecutoria propia del mito, pues ahora las víctimas resentidas esperan gozarse con en el exterminio de sus verdugos en el día de la revancha escatológica. Con ello se supera la concepción cíclica del tiempo y se abre la historia proyectada hacia delante, hacia lo nuevo que está por llegar, pero el fin al que tiende el relato veterotestamentario no es tan novedoso que digamos, pues en el juicio apocalíptico los verdugos se transformarán en chivos expiatorios. Es decir, al fin de cuentas parece que siempre se necesita un culpable en quien descargar nuestra violencia, violencia sagrada, pues quien la ejerce es el mismo Dios justiciero y vengador. La desmitificación no es, pues, completa, ¿cómo fue posible su realización. La presencia del crucificado-resucitado en medio del escandalizado grupo apostólico supuso la puesta en evidencia de la naturaleza mortífera de la misma religión judía. A Jesús se le asesinó en el nombre del Dios de la Alianza con los padres. Hasta el mismo pueblo elegido por Dios, que se jactaba de ser una nación santa poseedora de la Ley como camino seguro que guiaba sus pasos por los senderos de la voluntad divina, estaba preso en una religión asesina. Habían sido los dirigentes religiosos del pueblo los que instigaron contra Jesús. Ellos, los discípulos, formaban parte de esa religión que sacrificaba inocentes para honrar a su Dios. Esto sólo puede significar una cosa: que ellos mismo como pueblo elegido estaban profundamente equivocados en su manera de percibir a Dios, pues le percibían involucrado en la creación y conservación del orden sacral judío que, como los demás órdenes sacrales de este mundo, exige la muerte del inocente. Esta percepción supone una diferencia fundamental en la narración del relato fundacional cristiano con respecto a otros relatos fundacionales incluido el judío: se trata ciertamente de una narración centrada en la víctima injustamente sacrificada y oprimida (visión neotestamentaria), pero con un correctivo fundamental, pues la narración está centrada en la víctima no resentida, en la víctima que ha perdonado a sus verdugos, lo cual supone la revelación total de lo „mítico‟ del mito, es decir, la puesta en evidencia de la arbitrariedad de la representación persecutoria. Resucitando a un crucificado, a alguien considerado como „maldito de Dios‟, Dios se revela como aquél que no está en absoluto involucrado con el orden de este
mundo sustentado en violencia que asesina inocentes. He allí otra de las reglas gramaticales fundacionales de la narratividad cristiana. 2. La memoria narrativa cristiana Es interesante observar cómo los evangelios juegan con la palabra paradídômi, que puede significar entrega tanto en el sentido de donación, como en el sentido de traición. Si tomamos en cuenta que parádosis, la palabra técnica con la cual se designa el hecho de la Tradición cristiana, deriva del paradídômi, entonces podemos entender la novedad de la Tradición cristiana, a partir de lo que hemos dicho siguiendo a Girard, en el hecho de que en la Tradición, es decir, en tal entrega es subvertida desde dentro la entrega traicionera de este mundo, entrega que siempre culmina en la exclusión de una víctima. El mito fundacional cristiano que forja la conciencia colectiva cristiana es la narración del Misterio Pascual de Jesucristo, es decir, la narración de la pasión gloriosa. Esto significa que la memoria fundante de la Tradición narrativa cristiana brota del hecho de que la Víctima no es un cadáver, sino una Víctima resucitada. La Tradición narrativa cristiana brota, entonces, del sentido ofrecido en el hecho relevante de que el que resucitó fue un crucificado que se presenta ofreciendo una palabra de perdón a los traidores y a los verdugos. La autopresentación de la Víctima-no-resentida, supone entonces, la revelación del Misterio de la solidaridad entregada como plenitud de la humanidad en la cual se manifiesta el modo de ser de Dios, es decir, la revelación del Dios-no-violento. Hablar de las reglas gramaticales fundacionales de la narratividad cristiana, significa que toda narración que pretenda ser cristiana debe tener ciertas características que le identifiquen como tal. Las narraciones auténticamente cristianas son un testimonio vivo de que la historia humana, historia de violencias y asesinatos, está necesitada de redención, pero también son testimonio de que esa redención ya ha empezado en la resurrección del crucificado. Las narraciones auténticamente cristianas invierten desde dentro la historia de siempre, historia de muerte y asesinato, en historia de vida y de gracia. Las narraciones cristianas se insertan en una nueva manera de redimensionar el tiempo, como tiempo ya no marcado por la muerte. Las narraciones cristianas, como expresión de una memoria narrativa recreada en la memoria de la víctima que perdona, son la expresión de que es posible que la historia humana puede abrirse al futuro de la esperanza viviendo el presente sin el temor de la aniquilación violenta de la muerte. Esto significa que en las narraciones cristianas la historia humana adquiere una dimensión escatológica. Con esta afirmación queremos indicar que paradójicamente la memoria de la víctima no resentida no nos remite en primera instancia al pasado, sino al futuro de lo que está por llegar. La historia testimoniada en las narraciones cristianas como el inicio de una historia nueva, requiere la renuncia al deseo de ver, tocar, encontrar el cadáver, aunque se trate del mismo cadáver de Jesús (cf. Jn 20, 13-15). Esto significa que la historia nueva ya no puede girar en torno al cadáver de una víctima, sino sólo en torno al cuerpo pneumático de la víctima resucitada. Por lo tanto, ya no es la percepción de la muerte aniquiladora lo que marca el tiempo nuevo, sino la percepción del futuro de vida inaugurado en la resurrección del crucificado. Si las narraciones cristianas, como narraciones estructurada a partir de la percepción de la inocencia de la víctima, es una proclamación de la gratuidad de la salvación en el perdón que proviene del Excluido, entonces el orden de la nueva creación no se forja por la exclusión de los individuos amenazantes, sino por la recuperación paulatina de las víctimas; esto quiere decir que la historia se abre a lo que está por llegar, pero que desde hoy es
accesible: la rehabilitación de todos los crucificados de la historia. El concepto de historia que brota de la narratividad cristiana no supone el olvido de las víctimas. Vivir la historia escatológicamente significa que, a partir del perdón que la víctima no resentida ha regalado a sus verdugos, es posible crear una historia en donde los crucificados empiecen a ser desclavados de sus cruces injustas sin caer en el juego de la venganza mimética. La historia nueva no se estructura, entonces, a partir del miedo a la víctima aniquiladora (muerte), sino a partir del amor que proviene de la víctima reconciliadora (vida). La identidad colectiva2 forjada por la memoria recreada en la percepción del tiempo no marcado por la muerte es creativa, porque está sustentada en la esperanza firme de la Vida eterna revelada en la resurrección del Crucificado. Se trata de una identidad que proviene por un don de gracia y, por ende, de una identidad abierta a la gloria que está todavía por llegar en toda su grandeza y plenitud, pero que ya desde ahora empieza a ser accesible en nuestras vidas. La identidad colectiva forjada por esta memoria escatológica está estructurada básicamente desde el futuro abierto de la gloria prometida, futuro no amenazante, de suerte que el pasado ya no puede entenderse como lo que ya es así y no puede cambiar, sino como lo que ya ha empezado a no ser así, como lo que ya ha empezado a cambiar; y el presente como la posibilidad actual de estar creando en medio del mundo de muerte nuevas historias transidas de vida. La historia entendida escatológicamente no puede ser, entonces, ideológica, no puede ser justificación de un orden inmutable, ya fundado de una vez para siempre. La nueva fundación (eso que llamamos Iglesia) no es una fundación que proviene de un pasado clausurado en un eterno retorno, sino una fundación adviniendo desde el futuro de la gloria, por lo tanto, una fundación lanzada hacia delante hacia el camino siempre caminante de una conversión posible. Las narraciones cristianas, como narraciones que nos proponen una nueva manera de concebir la historia, son expresiones concretas de que es posible que aprendamos a narrar – y, por ende, a vivir – nuestras historias de otra manera. Cuando narramos historias curiosamente siempre buscamos un culpable, alguien a quien responsabilizamos de nuestras desgracias actuales. Nuestras historias son un interminable devenir de víctimas y verdugos. Las narraciones cristianas nos revelan que esa manera de narrar y vivir nuestras historias está envuelta en una percepción equivocada de las cosas. En realidad no son necesarias ni las víctimas ni los verdugos. Los narraciones auténticamente cristianas no pueden sino narrarnos una historia en la que somos invitados a no ser verdugos que sacrifican víctimas, ni víctimas que anhelan venganza en contra de sus verdugos. La narratividad cristiana es una invitación a que aprendamos a narrar y a vivir nuestras historias libres de todo resentimiento, libres de la violencia que culpabiliza al otro para evadir la propia responsabilidad. Ser cristiano es ser creador de historias nuevas en medio de un mundo de muerte, de un mundo que asesina inocentes, que inmola víctimas para que pueda ser conservado el orden del sistema. Los narraciones auténticamente cristianas se inscriben en esta dinámica creativa propia del acontecimiento cristiano centrado en la cruz gloriosa de Cristo, en esta dinámica creativa que no puede sino propiciar el surgimiento de una multiplicidad de nuevas historias, de innumerables relecturas reconstruidas todas ellas en torno a la historia de la víctima que, crucificada, ha sido
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Recordemos como los mitos son fundadores de identidad colectiva. En este sentido podríamos decir que las narraciones cristianas también son mitos, en cuanto son forjadores de una nueva identidad colectiva, de una nueva forma de estructuración social a la cual llamamos Iglesia. Sólo que los narraciones cristianas son mitos „desmitificados‟ de todo „delirio persecutorio‟.
puesta en la resurrección como piedra angular de la nueva construcción. Los nuevos „mitos‟3 desmitificados de todo delirio persecutorio han de ser relatos abiertos a la visión del „cielo abierto‟, es decir, de un futuro no escrito, de un futuro que está por llegar. Un futuro creativo que no puede ser narrado totalmente por ningún relato. Los nuevos mitos no pueden ser, pues, metarrelatos, porque un metarrelato al señalar una única dirección hacia la que debe tender la historia, está „cerrando el cielo‟, el futuro creativo en un fin predeterminado. Las metarrelatos siguen presos de la ilusión persecutoria convirtiéndose en versiones de la historia excluyentes y sacrificiales. La historia de la víctima que perdona es la posibilidad de la creación de un paradigma flexible, de un paradigma siempre abierto. Lecturas: MOLTMANN J., El Dios crucificado. La cruz de Cristo como base y crítica de toda teología cristiana, Sígueme, Salamanca 1975. ALISON J., Conocer a Jesús. Cristología de la no-violencia, Secretariado Trinitario, Salamanca 1993. GIRARD R., La violencia y lo sagrado, Anagrama, Barcelona 19952 __________, El chivo expiatorio, Anagrama, Barcelona 1986. ALISON J., El retorno de Abel. Las huellas de la imaginación escatológica, Herder, Barcelona 1999.
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Hablar de „nuevos mitos‟ significa que lo que aquí está en juego no es la superación del lenguaje mitológico en cuanto lenguaje simbólico que da que pensar y que expresa que la realidad no se reduce a lo que puede ser conceptualizado en ideas claras y distintas; sino la superación del carácter ideológico de ese lenguaje.