GRACIA José Comblin Por razones puramente prácticas dividiremos la exposición en dos partes: la gracia de Dios desde la perspectiva del ser y la gracia desde la perspectiva del actuar. Entramos así, por razones sencillamente didácticas, en la distinción escolástica entre gracia habitual y gracia actual. I. LA GRACIA DESDE LA PERSPECTIVA DEL SER 1. ¿Gracia visible o invisible? ¿Gracia material o inmaterial? La antigua teología escolástica insistía mucho en lo invisible y lo insensible de la gracia, dado su carácter «sobrenatural». Algunos escolásticos defendían la tesis de que entre una persona dotada de la gracia sobrenatural y otra privada de esta gracia no habría ninguna diferencia perceptible. Según tal concepción, la gracia afectaría sólo el alma y no penetraría en el cuerpo humano; sería una modificación del alma pura. En nuestra perspectiva, la gracia es naturalmente inmaterial e invisible en su origen: si Dios es invisible, su don gracioso, su amor hacia el hombre, es invisible; o sea, es invisible en Dios, en su procedencia. Sin embargo, si el don de Dios es recibido por el hombre que es material y corporal, habrá de ser también de alguna manera corporal y material. Si la gracia no produce modificaciones materiales y corporales, no existe para el hombre, no penetra en el ser humano y la vida humana, permanece ajena al hombre. Por lo tanto, la gracia es material y corporal en el sentido de que trae modificaciones en el ser material y corporal del hombre. No existe en el ser humano un espíritu puro que quedaría separado del cuerpo. No se puede imaginar que algo penetre en el alma del hombre sin penetrar en su cuerpo. Este efecto corporal puede examinarse desde tres puntos de vista. a) El ser humano es su relación al mundo material, al cosmos. Se relaciona con el mundo material en primer lugar por el trabajo. Por eso, la gracia de Dios trae un cambio en el trabajo, el régimen, las relaciones y el modo de vivir el trabajo humano. La comunión con Dios está inscrita en el régimen de trabajo, puesto que éste relaciona al hombre con la materia. Por eso la gracia de Dios entra en conflicto con la esclavitud, con las formas de servidumbre, con el capitalismo y con todos los regímenes de alienación o explotación del trabajo. La señal de su presencia será el mismo conflicto con tales regímenes de trabajo. b) El ser humano es también su relación a sus hermanos: relación hombre-mujer, relación hermanos, comunidad, grupos primarios o secundarios, tribu, nación, raza, humanidad entera. Tal relación está inscrita en costumbres, instituciones, compromisos, alianzas, formas diversas de comunión, de conflictos, de reconciliación. La gracia de Dios es, entonces, una nueva relación en todas estas dimensiones, desde la relación entre sexos hasta la relación entre razas y naciones. Las relaciones entre los seres humanos son también corporales: lo son las relaciones de familia, por supuesto; pero las otras relaciones están todas condicionadas por la geografía e inscritas en las diferentes situaciones de los cuerpos en la tierra. Están inscritas en las aldeas y los pueblitos, las casas y los caminos, las regiones y las fronteras naturales, los continentes y los mares, las montañas y los ríos, los climas y las producciones materiales. La gracia de Dios está inscrita en la geografía. Podemos pensar que estaba más presente en las antiguas aldeas que en las megalópolis actuales con sus miles de «poblaciones callampas». Estaba más presente en las reducciones paraguayas que en las haciendas de los conquistadores, más en las mismas aldeas indígenas que en las minas de Potosí.
c) La gracia de Dios tiene efectos en el mismo cuerpo individual. La presencia de Jesús fue una fuente de salud para los enfermos, los ciegos, los sordos y los mudos. Hay continuidad en toda la tradición cristiana: la gracia restituye la salud. Es verdad que en los últimos siglos las iglesias burguesas han desacreditado la curación de enfermos como práctica pastoral. Esta, sin embargo, se mantuvo siempre en las iglesias populares. Siempre perteneció al cristianismo popular. No es una magia que cura por aplicación automática de palabras, signos o remedios. Pero sí tiene efectos benéficos en la salud del cuerpo. Una gracia de Dios que afectara sólo al alma del hombre no tendría valor para el mundo popular. La gracia ha de tener efectos visibles y sensibles porque son evidentes en el cuerpo del hombre. Este efecto corporal no es ajeno al cuerpo natural. Al revés, es la salud del cuerpo, la salud de la convivencia humana y la salud en el trabajo. El efecto de la gracia no es algo para el hombre junto al cuerpo humano, sino dentro del cuerpo natural y mortal. Dios se acercó al cuerpo humano y lo hizo digno de su intervención. La gracia no crea otro cuerpo, pero sí da la salud a nuestro cuerpo. Con toda seguridad, lo que siempre constituyó la gran atracción del cristianismo en el mundo popular fue la compasión de Dios por el ser corporal del hombre. El cristianismo no fue una religión de ideas y pensamientos, una religión para filósofos o intelectuales; fue una religión que ofreció remedios a los males de los hombres, sus sufrimientos a causa de las enfermedades, de las peleas y disensiones sociales, de la explotación y la enajenación del trabajo. Dios entró en la vida del cuerpo humano. La gracia no confiere la inmortalidad actual, no elimina todos los males físicos y morales, los males individuales o sociales. No elimina, pero sí ayuda y hace la existencia en este mundo más tolerable, más humano. 2. La gracia como presencia del porvenir El mensaje cristiano es buena nueva, es decir, apertura hacia un porvenir, apertura de una historia. Ofrece a la humanidad un porvenir. Ahora bien, no se trata de una pura promesa de una vida futura, mucho menos de una vida futura en otro mundo después de la muerte. El mundo popular se apartó del cristianismo cuando se le dio a entender que todo lo que la Iglesia tenía que ofrecerle era el cielo después de la muerte. Tal mensaje no puede interesar. Interesa a los privilegiados de esta vida porque les permite rechazar los justos reclamos de los injustamente oprimidos conservando sus privilegios. En el cristianismo, el porvenir se hace presente. La vida del cielo interesa en la medida en que ofrece un objetivo y un contenido a esta vida aquí en la tierra. La vida eterna interesa si proporciona una norma y un camino para una vida mejor aquí en la tierra. Jesús nunca separó el anuncio del presente. Lo que anuncia, lo muestra y lo crea en el tiempo presente. De hecho en el Nuevo Testamento las promesas para el porvenir significan ya el advenimiento de una realidad presente. La gracia es la presencia actual del porvenir de la humanidad, del éxito final de la creación. Jesús no ofrece un vacío de vida presente en función de una plenitud futura. La plenitud futura es ya una plenitud presente, limitada solamente por los límites de la actual condición humana. a) Un mundo nuevo El Nuevo Testamento anuncia el advenimiento de una nueva creación. Esta ya comenzó. El Verbo de Dios, que estaba presente en la creación, está actuando de nuevo. Está rehaciendo la creación, restaurándola. Por eso el ser humano no puede separarse de la tierra y del mundo material: su
transformación es parte de una transformación del mundo, aunque sea el punto culminante y el centro de la recreación del mundo. La gracia es el comienzo de la nueva creación tal como se vive en la fase actual de la evolución. El Espíritu está renovando la faz de la tierra. La gracia es esta renovación, ligada necesariamente a la renovación de los seres humanos. b) Una humanidad nueva El evangelio de Pablo proclama el advenimiento de un hombre nuevo. El hombre nuevo es virtualmente toda la humanidad. Es Cristo y es la humanidad restaurada en Cristo resucitado. Es la nueva humanidad de Jesús resucitado que penetra en los seres humanos, en el cuerpo de los grupos y las relaciones humanas en todos los niveles. La nueva humanidad es también el reino de Dios de los evangelios sinópticos. Dios conquista su reino, lucha en la creación para restaurar en ella su reino. Dios reina en la medida en que restaura la justicia y la paz verdadera. El reino de Dios es la reconquista de la humanidad. Es una lucha contra la enajenación, la corrupción, contra la muerte. Es la resurrección de la humanidad en su perfección. El reino de Dios es la humanidad recuperada en su dignidad y su valor. El reino de Dios está en medio de los pobres y los oprimidos: es la lucha por la vinculación de los oprimidos y la exaltación de los pobres. El reino de Dios ha sido proclamado por las llamadas bienaventuranzas, que son los anuncios del reino. Allá, en medio de los pobres y los oprimidos, Dios comienza de nuevo a reinar. La nueva humanidad se llama también el nuevo pueblo de Dios. Entre los pobres y los oprimidos nace un nuevo pueblo con todos los atributos del pueblo de Dios, del Israel del Antiguo y del Nuevo Testamento. De una muchedumbre dispersa Dios hace un pueblo. A partir de la debilidad de los pobres crea una potencia que desafía a los poderosos de la tierra. En este pueblo de Dios se vive la nueva alianza entre Dios y los hombres. En la fiesta de la comida y la bebida de la eucaristía el pueblo nuevo celebra su nueva alianza con Dios. La gracia es la alianza vivida en la convivencia del nuevo pueblo, en sus luchas comunes, sus esperanzas, sus sufrimientos y sus victorias. Por la alianza, Dios está comprometido con los pobres y los oprimidos. Su fidelidad es la gracia que constituye el fundamento de todos los derechos y de la dignidad del nuevo pueblo. c) La comunidad El pueblo nuevo se encarna en comunidades concretas, en las que grupos determinados de personas viven su vida en relaciones múltiples de la vida de cada día. La comunidad hace presente todos los dones de Dios y es la forma concreta como la gracia se hace concreta en medio de los pobres y oprimidos. En la comunidad se hace presente el cuerpo resucitado de Jesús. El cuerpo de Cristo se vive en las pequeñas comunidades. En la comunión eucarística los cuerpos de los presentes forman una continuidad: participan todos del mismo pan y se unen en el mismo pan y el mismo vino. En la comunidad está el Espíritu Santo. La comunidad es el tempo del Espíritu. En la multiplicidad de sus actividades entrelazadas se manifiesta la diversidad de los dones del Espíritu Santo. Estos dones son la gracia de Dios. La vida cristiana se vive, se alimenta, se educa, se expresa, crece comunitariamente. No existe gracia individual aislada de las otras gracias. Las gracias de Dios que están en los individuos están conectadas y
forman una sola gracia. Dios no se abre hacia una sola persona sino a cada persona dentro de su comunidad y a cada comunidad dentro de la comunidad de comunidades que es el pueblo de Dios. d) La persona El carácter comunitario de la gracia no le quita su valor personal, pues la comunidad es intercambio y comunión de personas. La gracia de Dios es la restauración de la personalidad, la garantía más firme de la persona humana, lo que le permite existir en plenitud de personalidad, pues la persona es correlativa de la comunidad, lejos de estar en contradicción con ella. La gracia de Dios se dirige a cada persona dentro de su comunidad, que es exactamente lo que le permite ser persona. El ser humano no es personal en la medida en que huye de los demás, sino en la medida en que comunica con ellos. La medida de la personalidad es también la medida de la comunidad. Es verdad que la gracia es diálogo entre Dios y la persona humana, pero este diálogo no es un diálogo cerrado —«Dios y mi alma»— sino un diálogo en el que están presentes las otras múltiples personas con las que cada persona se comunica y que le proporcionan el contenido concreto de su personalidad. En la Biblia la gracia se llama vida o vida eterna. Esta vida se hace presente en la actualidad. Es la vida de la persona y la vida de la comunidad simultáneamente. Es la vida del pueblo en la vida de todas las comunidades. La gracia es también justicia y santidad: es la perfección moral del ser humano. Es el ser humano restaurado en su plenitud aunque dentro de los límites de la evolución del individuo, de la comunidad, de la cultura a la que pertenece la comunidad. Finalmente la gracia es libertad. La libertad es un don y una vocación a la vez. Es el don supremo porque es el don que constituye al hombre como imagen de Dios. La gracia de Dios está muy lejos de absorber al ser humano en Dios. Lejos de hacer desaparecer el ser humano en una pseudo-totalidad divina, la gracia restaura la libertad: establece al hombre como sujeto distinto de Dios, independiente de él, autónomo, capaz de tomar posición incluso contra el mismo Dios que le constituye en su libertad. La libertad existe en forma condicionada y limitada en este mundo. Sin embargo no es pura ilusión. Puede nacer y crecer. No existe necesariamente. Es objeto de un trabajo o de una conquista, de una lucha contra muchos obstáculos y adversarios. Sin embargo, ella puede existir y ella constituye a la vez a la persona y la comunidad. La libertad no permanece en el plano de la pura metafísica. Ella se vive en diversos niveles de la experiencia de cada día. La libertad se vive en la formación de la autonomía individual en el seno de la familia y de la comunidad. Se vive en la formación de la pareja y en la procreación de los hijos. Se vive en el trabajo, en las relaciones de clases y demás categorías humanas, en la confrontación y en las luchas por los derechos humanos individuales y comunitarios. La libertad no es atributo constituido. La libertad se conquista o no existe. 3. Los atributos tradicionales de la gracia a) La gratuidad de la gracia Los autores antiguos enfatizaban mucho el extrinsecismo de la gracia: dentro de la mística de la obediencia, que era casi del servilismo, propio de la mentalidad de los siglos XVI y XVII, siglos del despotismo y de las monarquías absolutas, les gustaba insistir en la dependencia total del hombre y en
la casi arbitrariedad de Dios. Insistían, como si fuera una virtud, en la disposición de pasividad total en manos de un déspota absoluto que sería Dios. En tal contexto la gracia era un don casi arbitrario, semejante a las donaciones que por capricho hacían los monarcas a sus favoritos. Tales dones puros eran recibidos con suma gratitud y con las más exageradas expresiones de servilismo. La gracia, ¿será esa gratificación de un monarca absoluto, según el beneplácito del príncipe? Los contemporáneos sienten mucha antipatía hacia cualquier manifestación de mendicidad y asistencialismo. No les gustaría recibir una limosna divina, menos todavía con el nombre de gracia. Les parece un concepto en contradicción con la dignidad humana. Más todavía, repugna a los contemporáneos un don que constituye una obligación. Pues entonces se trataría de un don que todos están obligados a recibir. ¿Qué es una «gracia» obligatoria? ¿Conviene todavía usar el vocabulario de la «gracia» si luego se añade que quienes no aceptan el don serán severamente castigados? Por eso conviene recalcar que la gracia de Dios nos viene según el modo de actuar del Espíritu Santo, como una energía, una fuerza, un movimiento interno que, lejos de hacer violencia a la persona, la despierta y la pone en movimiento. Dios tiene la iniciativa como la tiene en la creación. Pero no se trata de un don que le corta al hombre el camino de la libertad, que le orientaría en un camino contrario a su percepción del valor. La gratuidad de la gracia no puede fundamentar una espiritualidad del aniquilamiento del hombre, como sucedió en el pasado, particularmente en los siglos XVI y XVII. En aquella época se trataba de un fenómeno ligado a una cultura evidentemente superada y casi desaparecida. En las obras religiosas de aquella época hay un lenguaje que hoy día se hace insoportable. Claro está que Dios es Dios y la creatura es la creatura. Pero Dios no creó al hombre con el fin de humillarlo recordándole continuamente que es sólo una creatura y que sólo él es Dios. Sería atribuirle a Dios precisamente la psicología de los monarcas absolutos. Estos sí sentían la necesidad de que se les dijera siempre que eran los soberanos absolutos. Les faltaba seguridad personal. Podemos suponer que Dios no sufre de un complejo de inseguridad, y no necesita que se le recuerde siempre que sólo él es Dios. Por la creación y por la gracia, lo que Dios pretende es que el hombre exista y pueda participar de su libertad y autonomía. b) La divinización La teología griega ha hecho del concepto de divinización el centro de la soteriología. Los historiadores pueden mostrar las conexiones entre tal teología y el contexto religioso y filosófico del imperio bizantino. En tal concepto hay un patrimonio cultural inmenso. Los pueblos que no han recibido como herencia tal patrimonio no entienden fácilmente el contenido de la divinización. En todo caso hay algo que la divinización no puede significar: la idea de una elevación del ser humano fuera de su condición humana a un nivel diferente, que sería imaginado como nivel superior al de la condición humana. La divinización no puede significar que el hombre sale de la condición humana, y especialmente no puede significar que sale de la condición corporal para entrar en una pseudocondición puramente espiritual o inmaterial. No se trata, pues, de minimizar la condición corporal o las actividades corporales. La divinización del hombre sólo puede significar el acceso a una plenitud humana. Sólo se justifica si significa una mayor humanización. Hay en la actualidad un temor de que, en la divinización, el hombre desaparezca y llegue a perder su identidad. El hombre podría disolverse en una pseudodivinidad, como si estuviera asumiendo una pseudocondición divina. Los contemporáneos sospechan que en esa soteriología de la divinización se
expresaba algo del menosprecio del cuerpo que se encontraba de hecho en una cierta tradición monástica oriental. Para los pobres, una espiritualidad de rechazo del cuerpo, de exaltación de lo puramente espiritual es una tentación constante: sería una legitimación de la condición que les es impuesta por los dominadores. La divinización sólo se puede entender en el sentido de que el ser humano ha sido introducido en el diálogo de las personas divinas. Sus actos le hacen solidario con Cristo. Sus actos son inspirados por el Espíritu Santo. Por lo tanto son actos de diálogo con el Padre. El hombre ha sido introducido en el consorcio de las personas divinas. Por humanos, corporales y materiales que sean sus actos, son dignos de Dios y constituyen respuestas válidas a la palabra del Padre. c) El perdón de los pecados El Occidente ha vivido siglos de culpabilización. Los predicadores y los sacerdotes han hecho de la denuncia de los pecados el tema central de su mensaje. El pecado era visto esencialmente como el producto de la malicia humana. Para el predicador ésa era la ocasión que le permitía denunciar la malicia de los hombres, culpabilizarlos y humillarlos. El pecado del hombre hacía la felicidad de la Iglesia: le proporcionaba su público y dejaba a los hombres atados de pies y manos a la buena voluntad de los pastores. El pecado era el punto de partida del discurso culpabilizante. Siempre se suponía que el hombre tenía la culpa. Si el pecado era sólo venial le tocaba al pecador proporcionar la prueba. Hoy día se ve más que la culpa del hombre proviene de su miseria. El pecado es más consecuencia de su estado de miseria. El hombre es más víctima que autor del pecado. Es más digno de compasión que de culpabilización. Si bien el pecado procede de los hombres, procede de modo colectivo y anónimo, procede antes de estructuras consolidadas que de la malicia personal de los individuos. No se excluye que haya malicia individual, pero lo que se debe a ella no tiene comparación con la masa enorme de males que proceden de las estructuras de dominación y explotación en las que los hombres son más manipulados que manipuladores. El pecado es la expresión de una inmensa pasividad humana, de una falta de libertad. Por consiguiente, el pecado no necesita tanto el perdón que lo apaga, o le quita el castigo, sino más bien una liberación. Si los hombres son víctimas de un pecado que es más fuerte que su voluntad individual, necesitan ser liberados de su pecado. En ese sentido la gracia no consistirá en una sentencia de absolución que apaga el pecado y todas las penas previstas para el pecado. La gracia y el perdón serán el mismo movimiento de liberación por el que los hombres se emancipan de las estructuras que los aplastan y les quitan su libertad, y conquistan una verdadera libertad. La gracia será la liberación del pecado y el advenimiento de la libertad. El pecado oprime al hombre, dentro de sí mismo en primer lugar: por medio de presiones internas, de temores o angustias que paralizan la acción. El hombre puede saber que peca, puede querer no pecar, pero hay en su psicología fuerzas tales que no logra hacer lo que quiere. La liberación vence al pecado dentro del mismo hombre, haciéndole capaz de tomar decisiones personalmente y de actuar libremente. El pecado oprime al hombre desde fuera por medio de presiones exteriores. Las más fuertes le vienen de la educación, de la familia, del ambiente inmediato, del ambiente de la escuela, del grupo, o bien del
mundo cerrado de la vida de cada día. El pecado proviene también de las presiones de las fuerzas económicas, políticas, de las dominaciones del dinero o de las armas. El hombre se hace cómplice del pecado que le viene desde fuera. Comete el pecado y lo sufre a la vez. La gracia libera del pecado, es la liberación. Esta liberación es a la vez emancipación de la fuerza que viene del pecado de las estructuras y capacidad de resistir a la tentación del pecado que es personal. Este aspecto de dominación del pecado en el hombre no excluye que sea ofensa a Dios y que el perdón de las ofensas sea parte de la remisión de los pecados. Sin embargo, no podemos separar este aspecto del otro. II. LA GRACIA DESDE LA PERSPECTIVA DEL ACTUAR La gracia renueva el ser y el actuar del hombre. El actuar no puede separarse del ser. En realidad no tenemos palabras para nombrar un «ser» que no sea a la vez «actuar». La gracia de Dios entra en el seractuar del hombre. El ser humano existe en su acción y es su acción inseparablemente, como sucede en todos los vivientes. Sin embargo, los límites de nuestro lenguaje nos obligan a separar conceptualmente y verbalmente lo que está unido en la realidad. 1. Acción de Dios y acción del hombre Acción de Dios y acción del hombre son inseparables. La acción de Dios se expresa por una acción del hombre. La acción de Dios, su gracia, no destruye, ni suprime, ni disminuye, ni reemplaza nada de la acción humana. Una acción humana dirigida por la acción de Dios no tiene ni menos iniciativa, ni menos espontaneidad, ni menos creatividad, ni menos autonomía que el actuar humano en general. Al revés, la presencia de la gracia de Dios hace al actuar humano más plenamente humano, con más iniciativa, más espontaneidad, más autonomía, que si la gracia no estuviera presente. No podemos entender el actuar del hombre animado por la gracia como una pasividad vivida como tal. Así como hubo un monotelismo en ciertas deformaciones de la cristología antigua, así también hubo y se mantuvo en toda la historia un cierto monotelismo antropológico de la gracia. En una cierta tradición monástica o mística, la gracia de Dios toma el lugar de la voluntad humana y hace del hombre un puro instrumento que se deja conducir. La pasividad, si es que tal palabra es adecuada, suele referirse a un nivel puramente abstracto y metafísico, sin contacto con la psicología y el comportamiento humano. Pero la gracia actúa como la creación. Así como la creación constituye al hombre como sujeto autor de sus actos, de la misma manera, y más aún, la gracia constituye al hombre autor de sus actos, más autónomo, más libre, más plenamente humano que sin la gracia. El Padre actúa por medio del Espíritu Santo y según el modo del Espíritu. El Espíritu penetra suavemente en el ser humano y le acompaña. No pretende forzarlo. Le confiere energía y dinamismo, lo restablece en la plenitud de sus capacidades. El Espíritu establece un largo camino de restauración del actuar humano, siguiendo todas las etapas marcadas por los obstáculos, la lentitud, los ritmos humanos. La vida individual es una historia análoga a la historia de las comunidades y los pueblos. El Espíritu se adapta a la lentitud de la historia. No produce saltos totales. Tiene momentos fuertes y momentos débiles. Tiene tiempos que parecen muertos y tiempos en los que la historia se acelera. Dios no hace violencia a la historia. Incluso su acción acompaña de tal modo el
desarrollo de la historia que la presencia de la gracia no se puede situar puntualmente. No hay fenómenos en los que se pueda decir: aquí está la pura gracia de Dios. El Espíritu actúa en la continuidad del actuar humano. 2. Gracia individual y social Si el pecado es a la vez personal y social, nunca puramente personal, ni puramente social, también la gracia es a la vez personal y social. El ser humano actúa socialmente. Aun los profetas que se anticipan y parecen hablar en el desierto, necesitan por lo menos un pequeño público que les escuche. Sin oyentes no serían profetas. Hay un núcleo inicial que es el comienzo del pueblo que el profeta quiere iluminar. La gracia que anima al profeta actúa al mismo tiempo en el núcleo de sus oyentes. La gracia del profeta sería inoperante si no estuviera ligada a la gracia del grupo que acoge la profecía. En realidad, ambas constituyen una sola acción. Lo mismo sucede en todas las manifestaciones de la gracia divina. Una sola gracia envuelve a la familia, a la comunidad, al grupo de creyentes, al pueblo cristiano y a la Iglesia entera. Sus efectos son correlativos. Hay una sola acción que actúa en una multitud de puntos de aplicación, todos conectados. La misma gracia puede actuar con intensidades diversas en sus diversos puntos de aplicación. Lo importante es tener en cuenta la solidaridad de las acciones de los seres humanos. Un acto puramente solitario no tendría ningún significado y sería imposible. Nadie inventa nada. Todos parten de inspiraciones, sugerencias, ejemplos, solicitaciones de otros. Aun los monjes más solitarios están dentro de una tradición monástica de solitarios y actúan conjuntamente con la tradición en la que viven. Esta solidaridad y continuidad de la gracia de Dios es simbolizada por los sacramentos que son actos de la comunidad, en los que la comunidad manifiesta en signos comunitarios que recibe la gracia del Espíritu Santo. 3. La gracia y la historia de los pobres La gracia de Dios entra en la historia de los hombres. Sin embargo, no se identifica con la historia de los imperios ni de las civilizaciones. La historia dominante y dominadora es hecha por los grandes, los más fuertes, los vencedores en la competición de los pueblos y de los grupos humanos. La gracia no interviene en las conquistas de los grandes ni en sus esfuerzos para mantener sus imperios. En otros tiempos, aun en el Antiguo Testamento, se pregonaba que Dios daba la victoria en los combates, que Dios estaba con el vencedor. Sabemos que eso es mentira. Se les explicó a los habitantes de las Américas que Dios había dado la victoria a los invasores y había entregado su reino en este mundo al rey de España o de Portugal. Lo creyeron los indígenas y aceptaron por temor la religión de sus conquistadores. Sin embargo no creemos que tuvieran razón. No es verdad que Dios sea el autor de las conquistas y de los imperios. Si Dios fuera el Dios de los vencedores, no habría permitido que su Hijo fuera crucificado y vencido por sus adversarios. La cruz nos muestra que Dios entra en la historia de los hombres, pero no por el lado que se suele creer. El Padre entra por el lado de los oprimidos y de los pobres. Es el Dios de la liberación de los pobres. Por lo tanto su gracia es la fuerza que despierta, anima y mantiene la lucha de los oprimidos, de las víctimas de la injusticia y del mal. La gracia es el mismo movimiento de liberación, o sea, el alma de ese movimiento. No se identifica con todo lo que sucede en tales movimientos, por supuesto. Sin embargo está presente según el modo del
Espíritu Santo en la raíz de la liberación de los pobres. La gracia produce una historia, no la que se escribe, sino la que se vive en la parte escondida del mundo. Produce una historia paralela, la de los que sufren en medio de los triunfos de los vencedores, la de los perseguidos. La gracia está presente en la historia escondida de los pobres. Ella produce la resistencia, la fidelidad, la esperanza. Produce en todos los pueblos algo semejante a la historia de los pobres de Israel tal como la Biblia la conservó. Esta historia de la liberación de los pobres tiene también sus victorias y no es pura paciencia. Tiene sus momentos de gloria. Conserva la memoria de sus glorias pasadas. Tales victorias son las conquistas de los derechos de los pobres, la ruina de los sistemas de dominación. Si bien los pobres no consiguen nunca justicia total en este mundo, tampoco podemos decir que están siempre sufriendo de la misma manera. Hay situaciones más insoportables y otras más tolerables. No sucede que porque nunca se logra justicia completa, ya no vale la pena luchar por la justicia, como si todas las luchas quedaran inoperantes. La gracia de Dios no es ineficaz. No permanece en un nivel puramente espiritual, alejado de esta historia terrestre. Sus efectos son sensibles aunque no realicen en este mundo lo que está reservado al fin de los tiempos. La gracia no destruye los determinismos, la inercia, el peso del pasado y de las estructuras. Sin embargo, introduce un elemento nuevo, una fuerza que reanima la esperanza de los oprimidos. Si no hubiera efectos sensibles, la gracia sería sólo un estímulo a la resignación. Nuestros contemporáneos son muy sensibles a todo lo que pudiera ser fuerza de paralización de la vida humana. Una gracia que produjera sólo resignación no podría ser del Dios de la vida. La gracia de Dios acompaña el desarrollo de la historia. Las necesidades de los oprimidos cambian según los tiempos. Hay tiempos de adversidad y de pura paciencia; hay tiempos de organización y de protesta; hay tiempos de insurrección y de iniciativa. Hay tiempos en que los dominadores están en el auge de su poder. En otros tiempos están divididos y permiten entradas para los más débiles. La gracia tendrá efectos diferentes según sean las situaciones. Lo que da oportunidades a los pobres son los errores, las rivalidades y las locuras de los grandes. Los imperios, y todas las formas de dominación, se destruyen a sí mismos en gran parte. La acción de los pobres depende de los signos de los tiempos. La gracia de Dios también sigue los signos de los tiempos. Pues el mismo Espíritu envía los signos y la fuerza para actuar según lo que expresan. El Antiguo Testamento muestra cómo Dios retira su gracia a los poderosos, y cómo sus imperios se destruyen o por su misma falta de vitalidad, o por la rivalidad entre ellos. En medio de las luchas de los gigantes, los pequeños buscan su camino. Por eso los libros de la Biblia conservan su actualidad. Si la Biblia es la historia de los pobres, es también la historia de la gracia de Dios. La lectura del Antiguo Testamento es la lectura de la historia de la gracia de Dios en forma paradigmática. Lo que allí se encuentra escrito tiene significado en todos los tiempos. 4. La gracia de Dios y los desafíos de la historia En gran parte son los hombres quienes se hacen a sí mismos sus circunstancias. La gracia de Dios consiste también en colocar a los seres humanos en situaciones que les obligan a superarse, a superar sus limitaciones y a multiplicar sus fuerzas. Una circunstancia externa es el inicio de una conversión, de un nuevo camino. Los seres humanos que viven en un estado de protección o de superprotección no pueden producir efectos maravillosos. La gracia de Dios consistirá en quitarles sus protecciones, sus seguridades, su tranquilidad de cuerpo o de alma. La gracia de Dios consistirá en quitarle a uno sus bienes, a otro su
poder, a un tercero su salud, a un cuarto su familia. En tal situación el ser humano está llamado a realizar mucho más de lo habitual, a producir efectos más vigorosos. La gracia de Dios puede colocar a un ser humano ante el desafío de la persecución y del martirio. Allí aparece que lo que importa no es el número de años vividos, sino más bien la densidad y el valor de esos años. Jesús vivió sólo treinta y tres años, pero sus años valen más que los de quienes vivieron setenta u ochenta. Para muchos, gracia de Dios ha sido la prisión, el campo de concentración, el exilio, la renuncia de sus bienes, de su trabajo, de su carrera, de su posición social, aunque no siempre se reconozca en tales desafíos la gracia de Dios. 5. El Espíritu Santo y la gracia La teología escolástica puso más énfasis en el efecto, que es la gracia, que en su autor, que es el Espíritu Santo. Hoy día damos más valor al Espíritu Santo y a su actuación en la humanidad. El concepto de gracia, considerada como don objetivo situado dentro del hombre, insinúa la tentación de materializar la acción del Espíritu Santo. Corre también el peligro de llamar más la atención hacia el mismo hombre que Dios liberta que hacia el Dios liberador. La escolástica tiende a racionalizar y abre los caminos a la secularización. Orienta el pensamiento hacia el hombre más que hacia Dios. La alianza entre Dios y la humanidad es una relación viva, siempre renovada, es una comunicación constante, una comunicación inmediata. Lo que la Biblia proclama es ciertamente que Dios se nos hace inmediato. Si un cierto judaísmo multiplica los intermediarios entre Dios y el hombre, el evangelio los opaca para enseñar la comunicación directa de Dios. Más tarde, el peso y la inercia de la historia tendieron a reintroducir elementos judaicos de esas mediaciones. La doctrina escolástica tiene fundamentos porque el Espíritu Santo produce realmente cambios en el ser humano. Sin embargo, hay poca utilidad en contemplar separadamente al Espíritu Santo y los efectos que produce. Lo que realmente importa es que siempre recordemos la presencia activa del Espíritu Santo y no lo que sucede en nosotros. Espiritualmente, no es conveniente que dirijamos nuestra atención hacia nosotros mismos. Hay en la escolástica, sobre todo en la nueva escolástica que comienza en el siglo XVI, algo del antropocentrismo y del individualismo de la civilización moderna. Hoy día creemos más ventajoso volver a contemplar en primer lugar al Espíritu Santo que actúa en nosotros.
Texto tomado de: ELLACURÍA, I – J, SOBRINO, Misterium Liberationis II, Trotta, Madrid 1990, 77-92