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Editorial: Cuando la brecha no deja de abrirse
Editori al Cuando la brecha no deja de abrirse Por “conservadores” hay que entender los católicos que no aceptan hacer almoneda de nuestra santa fe pero, al mismo tiempo, abrazan, o se resignan a seguir, todas las reformas salidas del Concilio Vaticano II; algunos de ellos (los llamados ralliés) salvo únicamente la litúrgica, ya que, gracias a lo insoslayable para Roma de la resistencia tenaz de nuestro venerado fundador el arzobispo Marcel Lefebvre y su obra, han logrado mantener o recuperar la celebración de la misa y los sacramentos conforme al inmemorial rito romano. Todo lo cual les ha parecido posible, con algunas contorsiones, hasta el papa Francisco. Sin embargo desde los comienzos de este pontificado, y particularmente en ciertas ocasiones -como los dos sínodos sobre la familia, la exhortación postsinodal Amoris laetitia, el sínodo para la Amazonia y especialmente su instrumentum laboris, o el documento de Abu Dabi sobre la fraternidad humana- los conservadores se han sentido cada vez más incómodos. Esto se ha manifestado mediante críticas cada vez más frecuentes, y cuyo origen se ha situado cada vez más alto en la jerarquía eclesiástica: impugnación de Amoris laetitia por diversas peticiones, entre ellas la famosa Correctio filialis, así como por los Dubia de cuatro cardenales; ataques regulares contra documentos o actos romanos por prelados como los cardenales Müller, Brandmüller, Burke o Zen, o como ciertos obispos. Esta oposición es nueva. No hay apenas rastro antes de 2013 y la llegada del actual Sumo pontífice al trono de San Pedro. Hay pues un vínculo claro entre las dos. Todo esto es síntoma de un gran malestar creciente entre los conservadores, el cual sería posible describir con la siguiente imagen: un hombre cuyos dos pies estarían plantados en dos rocas diferentes sobre el abismo. A resultas de los movimientos del terreno, las dos rocas tienden a separarse. Llega un momento en que la brecha es tan grande que no quedan sino tres soluciones: caer al abismo; refugiarse en la roca de la derecha; o pasarse a la roca de la izquierda. Nada más inconfortable que este género de posición. Por desgracia los conservadores empedernidos quieren seguir creyendo que las peñas terminarán por acercarse, de modo que no estarán obligados a elegir. Ciertamente es una posibilidad, si nos situamos en el terreno físico. Una fuerza contraria puede acercar las dos rocas. Pero en el terreno de las ideas, y sobre todo en el terreno de la teología, es completamente distinto. No hay ninguna posibilidad de que el error se acerque a la verdad, o a la inversa. Querer mantener los dos al mismo tiempo nace de una distorsión de la inteligencia. Y si se tiene un mínimo de honradez intelectual, la violencia del desgarramiento resultará cada vez más intolerable. En efecto, desde el Concilio la grieta entre los errores modernos y la Tradición
Editorial: Cuando la brecha no deja de abrirse de la Iglesia no ha hecho sino acentuarse, con más o menos intensidad según la personalidad de los papas que se sucedían en la cátedra de Pedro. Por ejemplo, los actos escandalosos de Asís en 1986 bajo el exuberante Juan Pablo II habrían sido normalmente inimaginables bajo el sobrio Pablo VI, por mucho que la responsabilidad de este segundo en la revolución litúrgica fuera mayor que la del primero. Y ciertamente hay que reconocer que esta brecha se ha ampliado profundamente desde 2013, como se explica por el Superior General en la entrevista recogida en este número de nuestra revista.
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Esta situación tiene el mérito de mostrar con más evidencia que la posición de la Hermandad de San Pío X, que impugna y se alza contra todas las transformaciones padecidas por la Iglesia desde el Vaticano II, descansa sobre fundamentos sólidos. Esto, aunque sea a regañadientes, la línea conservadora no tiene más remedio que reconocerlo. Además, y aunque esto segundo sea todavía más desagradable y no llegue nunca a reconocerse, sin esa firmeza doctrinal de la Hermandad hace mucho tiempo que los conservadores habrían perdido pie sobre una de las rocas, y se habrían visto obligados a cerrar filas con la deriva postconciliar ¡o caer en el abismo! Puesto que si algunos pilares todavía subsisten -si, por recordar un ejemplo, la misa tradicional puede celebrarse hoy con cierta libertad- es gracias a la tenacidad de quienes rechazaron y seguimos rechazando toda componenda con el error. Es pues profundamente contradictorio continuar repitiendo que esta tenacidad nuestra, en realidad meritoria y salvadora, se asemejaría a una obstinación irrazonable o a una culpable falta de docilidad. Y es igualmente contradictorio relegarnos, a quienes hemos conservado la Tradición sin componenda alguna, a las frías tinieblas “fuera de la Iglesia”, de un manotazo o con un gesto de desdén, como siguen haciendo numerosos conservadores que temen ser tomados por extremistas.
Hay una sola manera verdaderamente eficaz e intelectualmente satisfactoria de abandonar una posición tan incómoda y decepcionante: tomar francamente partido y declararse incondicionalmente por nuestro Señor Jesucristo y por lo que la Iglesia por Él fundada ha hecho y enseñado siempre. Dando así, y es lo que importa, gloria a Dios y un insigne servicio a las almas.
Porque no son las peticiones ni las solicitudes de explicaciones las que restaurarán la Iglesia, sino la profesión pública de la fe, acompañada por los actos que de ella derivan. Con el cisma alemán en vías aparentes de consumación, la creciente puesta en cuestión de los fundamentos mismos de la vida moral, y los rumores cada vez más insistentes sobre la supresión o el ahogamiento de la relativa libertad reconocida por Benedicto XVI a la misa tradicional, la defensa íntegra de la fe es cada vez más urgente. Muy pronto, no habrá ya ni siquiera lugar para poner un pie sobre la roca del Concilio. m