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Cómo la CIA cambió a la Iglesia
Juan Manuel Rozas Valdés
Introducción
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Hace más de cinco años que se publicó en los Estados Unidos de América un gran libro (grande porque voluminoso y, a la vez, importante) y que, sin embargo, entre nosotros, e incluso en una consideración más amplia, ha pasado casi inadvertido: John Courtney Murray, Time / Life, y la proposición americana: cómo el programa de guerra doctrinal de la CIA cambió a la Iglesia católica(1) .
Libro salido de la investigación y pluma de David Wemhoff, columnista de la revista Culture Wars (South Bend, Indiana), abogado y profesor universitario. Una obra sólida, documentada y muy notable, sobre la historia del catolicismo en los Estados Unidos del siglo XX y su influencia en las transformaciones sufridas por la Iglesia universal. ¿Sería inadecuado darle eco en estas páginas, por tratarse de un asunto demasiado singular o enfoque demasiado erudito, fuera de lugar en una modesta revista de apostolado, actualidad y formación como Tradición Católica? Me inclino a creer que no, por lo mucho que el libro de Wemhoff explica, aunque eluda reconocerlo a las claras, sobre el desastre que el concilio Vaticano II supuso para la Iglesia y sus relaciones con el mundo. Y por su intensa conexión con España, sobre la cual volveré más adelante.
Wemhoff dedica casi mil páginas de investigación minuciosa a demostrar su tesis: que una acción concertada de la Agencia Central de Información (la célebre CIA, fundada en 1947), y otros organismos gubernamentales y paragubernamentales de los Estados Unidos, junto con el jesuita de ese país John Courtney Murray, principalmente, y otros autores del liberalismo de signo católico a ambos lados del Atlántico, y junto con el magnate de la prensa Henry Luce, editor de las revistas Time, Life y Fortune, tuvo un papel muy influyente en lo que Wemhoff llama “la conquista de la Iglesia por el americanismo ” : esto es, el abandono de la doctrina tradicional sobre el Estado católico (o Ciudad católica, si tenemos cuidado de evitar la confusión entre la comu-
Cómo la CIA cambió a la Iglesia nidad política en general y su moderna forma estatal) y la conversión a la cultura política de la Ilustración. O dicho sea con otras palabras, que son las de la 80ª y última proposición condenada del Syllabus (1864) de Pío IX, la reconciliación del Romano Pontífice “ con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna ” (2) .
El jesuita John Courtney Murray
La Declaración de Independencia de los Estados Unidos, proclamada el 4 de julio de 1776, es un texto fundamental de la cultura política de la Ilustración, todavía entonces templada por la afirmación (después en gradual declive, hasta haber sido hoy aniquilada) de que existen “leyes de la naturaleza ” y existe “ el Dios de esa naturaleza ” .
Al modo de ver de esos padres fundadores, la vida en sociedad podía y debía organizarse sobre esos solos pilares naturales, esto es, sin aceptación política de ninguna religión en particular y por ello, nos toca añadir, sin sometimiento político, claro está, a la Iglesia católica como custodia de la Revelación y de la ley natural. Lo cual fue posteriormente explicitado en la primera enmienda (1791) a la Constitución de los Estados Unidos: “El Congreso no aprobará ley alguna por la que adopte una religión como oficial del Estado o se prohíba practicarla libremente… ” .
Puesto que existen “leyes de la naturaleza ” y existe “ el Dios de esa naturaleza ” , así se sostienen como evidentes en la Declaración de Independencia “ estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados ... ” .
Es la tesis o proposición americana: “Sostenemos como evidentes estas verdades… ” . Y fue por ello el título (We Hold These Truths: Catholic Reflections on the American Proposition) elegido
John Courtney Murray, S. J. (1904 - 1967), fue un sacerdote jesuita y teólogo estadounidense, especialmente conocido por sus esfuerzos por conciliar el catolicismo y el pluralismo religioso, centrándose en particular en la relación entre la libertad religiosa y las instituciones de un Estado moderno estructurado democráticamente. Durante el Concilio Vaticano II, desempeñó un papel clave para convencer a la asamblea de los obispos católicos de que adoptaran la innovadora Declaración sobre la Libertad Religiosa del Concilio, Dignitatis humanae.
en 1960 por el jesuita estadounidense John Courtney Murray (1904-67) para reunir en un libro los artículos que, durante una larga campaña de casi veinte años a favor de la libertad religiosa y la neutralidad religiosa del Estado, había
dedicado a exaltar esas tesis, en lugar de las verdades católicas sobre el reinado social de Cristo, y propugnar su plena adopción por la Iglesia. A propugnar pues el abandono de las enseñanzas tradicionales sobre las relaciones entre religión y comunidad política que, todavía en aquellos años 50 del pasado siglo, Pío XII reafirmaba sin vacilar en el terreno de los principios: que aquello “que no responde a la verdad y a la norma moral no tiene objetivamente derecho alguno ni a la existencia, ni a la propaganda, ni
a la acción ” (Ci riesce, 1953)(3) , y que la Iglesia “ mira como ideal la unidad del pueblo en la verdadera religión y la unanimidad de acción entre ella y el Estado ” (Vous avez voulu, 1955)(4) .
Murray había recibido la ordenación sacerdotal en 1933, se doctoró en teología en la Universidad Gregoriana en 1937 y desde entonces enseñó en los Estados Unidos en colegios y universidades de la Compañía de Jesús, y hasta brevemente en Yale, donde fue el primer sacerdote admitido como profesor.
En 1941 se hizo cargo de Theological Studies, una nueva revista de los jesuitas, y en sus páginas y otras publicaciones hizo enteramente suya, desarrolló con brillantez y divulgó con extraordinario acierto y éxito la afirmación nuclear del americanismo, en lo que toca a las relaciones entre religión y comunidad política, que León XIII había condenado: “ se evitará creer erróneamente […] que el modelo ideal de la situación de la Iglesia hubiera de buscarse en Norteamérica o que universalmente es lícito o conveniente que lo político y lo religioso estén disociados y separados al estilo norteamericano ” (Longinqua oceani, 1895)(5) . Pues bien, Murray sostenía, de modo diametralmente opuesto, que muy lejos de los caducos tiempos de la antigua Cristiandad, muy lejos de la alianza entre los tronos y el altar, “ el modelo ideal de la situación de la Iglesia ” ciertamente había de buscarse en los Estados Unidos, y que universalmente era lícito y conveniente que “lo político y lo religioso estuviesen disociados y separados al estilo norteamericano ” : no al modo francés de Estado preceptor y ajeno a todos los cultos, históricamente enfrentado a la Iglesia y cuyo lugar ha querido ocupar, sino al modo norteamericano de gobierno que no profesa ningún culto en particular pero descansa sobre todos y con todos coopera, no tanto secularista como basado en el pluralismo religioso.
De este modo tuvo Murray un papel protagonista, quizá sólo inferior a Jacques Maritain, en la preparación próxi-
El P. Murray hizo una importante contribución en el Concilio Vaticano II en la Declaración sobre la Libertad Religiosa: «Las declaraciones de Gaudium et Spes [La Iglesia en el mundo moderno], como las de Dignitatis Humanae [Declaración sobre la libertad religiosa], representan un aggiornamento. Y son programáticas para el futuro. Desde ahora, la Iglesia define su misión en el orden temporal en términos de realización de la dignidad humana, de promoción de los derechos del hombre, de crecimiento de la familia humana hacia la unidad y de santificación de las actividades seculares de este mundo».
Cómo la CIA cambió a la Iglesia ma del viraje o inflexión que se produjo en diciembre de 1965 con la aprobación por el concilio Vaticano II de la constitución pastoral Gaudium et spes y la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa: - Del ideal nunca renunciado (aunque sujeto a acomodamientos prácticos) de los deberes del Estado para con Cristo Rey y su Iglesia, sin perjuicio de la eventual tolerancia de los demás cultos; - A la Iglesia abrazada y sometida, sin ninguna reserva, al derecho común de la libertad religiosa en el Estado indiferente en religión y únicamente obligado, a ojos de la Iglesia, por la ley natural.
Aunque hasta la ley natural vendría a casi desaparecer en el lenguaje eclesiástico y diluirse en sus modernos sucedáneos: la dignidad de la persona y los derechos humanos o fundamentales, con cuya garantía ha pasado a confundirse el bien común.
Entre bambalinas del episcopado estadounidense, Murray llegó a participar en los debates conciliares. Y aunque sobrevivió poco más de año y medio a la clausura del último concilio ecuménico, pues murió en agosto de 1967, tuvo tiempo de expresar sus dudas sobre si él, y quienes habían pensado como él, no habrían errado ¡y tanto que se equivocaron! al dar por sentado que una laicidad benevolente a la manera norteamericana, no secularista sino basada en el pluralismo religioso, conservaría suficiente vigor como para que se mantuviera cierto respeto político por el orden natural. Si esas dudas le asaltaron entonces, cuando el divorcio causal era todavía, allí donde se había reconocido, por lo general difícil e infrecuente ¿qué habría llegado a pensar en un mundo como
el actual donde el divorcio por simple mutuo acuerdo, o incluso unilateral, ha desquiciado y casi destruido la institución familiar, y donde se han aceptado legal y socialmente el aborto voluntario, la sodomía y el sedicente matrimonio entre homosexuales, la fecundación artificial y la maternidad subrogada, los cambios de sexo y la eutanasia, y donde se vislumbra ya la fusión entre los hombres y las máquinas? Cuando hasta
Fueron los obispos americanos quienes defendieron el nuevo texto del P. Murray sobre la libertad religiosa, un texto liberal que vino a sustituir el esquema ortodoxo ya elaborado bajo la dirección del Card. Ottaviani sobre la tolerancia religiosa. El 7 de diciembre de 1965, la Dignitatis Humanae se convirtió en el último de los dieciséis documentos aprobados por el Concilio y en el documento que es como la corona del Concilio. Cuando el cardenal Bea había venido a Nueva York como delegado ecuménico del Papa para preguntar a los judíos de la B’nai B’rith qué deseaban como fruto de la celebración del Concilio, los judíos habían respondido: “Queremos la libertad religiosa” . En la fotografía, del 31 de mayo de 1963, el cardenal Augustin Bea se reúne en Nueva York con el rabino Abraham Joshua Heschel (1907-1972), representante de B’nai B’rith.
la jerarquía de la Iglesia ha renunciado al reinado social de Cristo y abrazado el naturalismo político, Dios permite que las sociedades se sacudan los últimos vestigios de respeto por la ley natural: como escribió Chesterton, “eliminad lo sobrenatural, y lo que queda es lo antinatural”(6), no lo natural.
Contra la Ciudad católica
Para León XIII “hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”(7). Y en palabras de San Pío X “la civilización no está por inventar, ni la ciudad nueva por construir en las nubes. Ha existido, existe; es la civilización cristiana, es la ciudad católica”(8). Pero para el americanista Murray los tiempos de la Ciudad católica no sólo habían pasado para siempre, sino que, sobre todo, no fueron nunca los más conformes al Evangelio ni los más favorables a la civilización.
Murray mantuvo por ello una polémica de muchos años contra la Ciudad católica, esto es, contra el Estado que reconoce la fe católica como única religión verdadera y se somete a Cristo Rey y su Iglesia. Y en esa polémica tuvo enfrente a algunos pocos teólogos que en los Estados Unidos se atrevían a defender, con sabiduría y firmeza, la realeza social de Jesucristo y los principios del derecho público cristiano. Entre esos defensores estadounidenses de la recta doctrina sobre las relaciones entre religión y comunidad política hay que recordar sobre todo a Joseph Fenton, alma de la American Ecclesiastical Review, y también a George Shea y el redentorista Francis Connell. Aunque incluso estos defensores de la verdad católica en el terreno de los principios no dejaban de trufarlos con homenajes a la democracia y libertades estadounidenses. Entre los católicos de esa inmensa nación, por mucho que se aceptase y profesara la tradicional doctrina católica cuando la Iglesia la poseía y enseñaba pacíficamente, o se la acepte y profese hoy por quienes, firmes en la fe, resisten en medio del marasmo postconciliar, ha sido siempre muy excepcional, apenas visto, que esa ortodoxia llegue hasta poner en duda la excelencia práctica de la constitución y el modo de vida norteamericanos.
En ese contexto se enmarcan la amistad, las intensas relaciones intelectuales y los empeños comunes que unieron a Murray con el magnate de la prensa Henry Luce, editor de las poderosas revistas Time, Life y Fortune, y con su mujer Clare, conversa a la fe católica y algunos años embajadora ante la República italiana en la Roma de la Democracia Cristiana, mucho antes de que los Estados Unidos abrieran embajada ante la Santa Sede. Tanto Murray como los Luce y sus influyentes revistas ilustradas fueron colaboradores de las campañas culturales urdidas durante la guerra fría por la CIA y otros organismos gubernamentales y paragubernamentales, en defensa de la posición mundial de los Estados Unidos y de su modo de vida inspirado por el espíritu capitalista, contra el comunismo soviético y chino, principalmente, pero también contra los vestigios eclesiásticos, políticos e intelectuales de la vieja civilización cristiana.
Contra el comunismo, la confluencia era total con la Iglesia de Pío XII. Pero contra la vieja civilización cristiana se produjo en cambio la llegada en 1960 del primer católico (por nominal que fuese), John F. Kennedy, a la presidencia de los
Cómo la CIA cambió a la Iglesia Estados Unidos, previa profesión expresa del credo americanista, sin reserva alguna, y promesa de que sus creencias religiosas no afectarían en nada a su acción de gobierno. Y fue precisamente Murray, a pesar de su preferencia por los republicanos y no obstante tener a Kennedy por demasiado secularista, quien estuvo tras su decisivo discurso en Houston, ante un grupo de pastores protestantes, cuando el candidato presidencial hizo esa profesión expresa y renuncia a toda sombra y cualquier atisbo de catolicismo político.
Aquella campaña contra la Ciudad católica no dejó de tener incidencia en el centro de la Iglesia. Hay que mencionar primero la resistencia romana (firme pero ineficaz) al americanismo doctrinal, que no a la hegemonía de los Estados Unidos (anticomunismo obligaba), en tiempos de Pío XII y grandes cardenales como el declinante Pizzardo y Ottaviani en su cénit. Vinieron después las aguas turbulentas del concilio Vaticano II, la constitución pastoral Gaudium et spes que Joseph Ratzinger llegará a definir como “ contra-Syllabus ”(9) , y la confusa(10) (y a la postre, en sus efectos, nefasta sin paliativos) declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, en cuya génesis y elaboración tanta parte tuvo Murray, aunque no llegara a conformarla totalmente. Hasta llegar al completo triunfo postconciliar del mismo americanismo antes condenado, pues nadie negará que prevalece hoy entre pastores y fieles la errónea convicción de que, con arreglo a las enseñanzas y los deseos católicos, “ el modelo ideal de la situación de la Iglesia ” debería “buscarse en Norteamérica ” ; y que universalmente sería lícito o conveniente que lo político y lo religioso estuviesen “disociados y separados al estilo norteamericano ” . Dado que el subtítulo del libro (Cómo el programa de guerra doctrinal de la CIA cambió a la Iglesia católica) rin-
Henry Robinson Luce (1898 - 1967) fue un magnate estadounidense de las revistas que fue llamado “el ciudadano privado más influyente de la América de su tiempo” . Lanzó y supervisó de cerca un conjunto de revistas que transformaron el periodismo y los hábitos de lectura de millones de estadounidenses. Time resumía e interpretaba las noticias de la semana; Life era una revista ilustrada de política, cultura y sociedad que dominaba la percepción visual de los estadounidenses en la época anterior a la televisión; Fortune informaba sobre los negocios nacionales e internacionales; y Sports Illustrated exploraba el mundo del deporte. Contando con sus proyectos radiofónicos y noticiarios, Luce creó la primera corporación multimedia. Preveía que Estados Unidos alcanzaría la hegemonía mundial y, en 1941, declaró que el siglo XX sería el “siglo americano” .
de tributo a lo simple y atractivo que se aconseja para semejantes cosas, alguien podría entender equivocadamente que el libro de Wemhoff pertenece al género conspiracionista. Pero no es así, ya que en modo alguno se pretende por el autor
que las transformaciones padecidas por la Iglesia desde el último concilio general hayan obedecido, ni exclusivamente ni siquiera de modo principal, a la acción cultural de la CIA. Lo que se relata y acredita es que esa acción cultural, en torno a personajes como Murray, los Luce (y las revistas gráficas Time y Life) y muchos más a ambas orillas del Atlántico (Walter Lippmann, C.D. Jackson, prelados como Spellman y Montini –después Pablo VI, Jacques Maritain, los jesuitas Leiber y Weigel, los dominicos Morlion y Bruckberger etc.), acompañó y contribuyó eficazmente a aquellas transformaciones, singularmente al abandono de la tradicional doctrina católica sobre las relaciones entre religión y comunidad política y la conversión al americanismo.
España como contra-modelo: el Estado católico
España está presente, de manera frondosa y muy relevante, en las páginas del libro de Wemhoff, porque en aquellos años posteriores a 1945 la España del Generalísimo Franco constituía, frente a la proposición americana, el contra-modelo de Estado católico que era forzoso rechazar y derribar.
Las presiones norteamericanas (del gobierno y de la prensa) a favor de la propaganda protestante en nuestra patria; las pastorales del cardenal Segura en defensa de la unidad católica; el concordato de 1953 (un concordato de tesis en pleno siglo XX); las polémicas entre Murray y teólogos españoles de la Compañía de Jesús que no se apeaban entonces de la ortodoxia católica; la oposición, los recelos, las dudas, la claudicación final de los obispos españoles en relación con el cambio de paradigma político de la Iglesia; la introducción en España de la libertad religiosa en 1967, la apostasía constitucional de 1978, la consecuente ruina espiritual de nuestro pueblo; todo
ello desfila por las páginas del libro de Wemhoff.
No se subrayará bastante la importancia del caso español en esta historia. Cuando Murray tomaba las armas contra la Ciudad católica y a favor del americanismo, cuando los programas de guerra cultural de la CIA y las revistas de Henry Luce exaltaban y propagaban por el mundo el modo americano de vivir y gobernarse, ni la jerarquía de la Iglesia ni ningún católico sensato ha-
El debate sobre la cuestión de la libertad religiosa durante la tercera sesión del Concilio Vaticano II había sido tumultuoso. Al iniciarse la última sesión, el 14 de septiembre de 1965, se enfrentaron dos “bandos” opuestos e irreconciliables. El bando tradicionalista, liderado por el cardenal Alfredo Ottaviani, era una poderosa minoría que sostenía que el Estado estaba obligado a dar culto a Dios según la religión católica. Los reformistas, siguiendo el pensamiento de John Courtney Murray, S.J., sostenían que la Iglesia podía y debía apoyar la libertad religiosa en los Estados laicos. Los resultados de esa falsa doctrina no tardarían en aplicarse.
Cómo la CIA cambió a la Iglesia bían reclamado nunca el establecimiento inmediato de un Estado católico en la patria de Washington y Lincoln. Habida cuenta del abigarrado pluralismo religioso que caracterizaba desde sus orígenes a esa sociedad (la tierra incluso del “ church hopping ” - de iglesia en iglesia), la tradicional doctrina católica daba perfecta cuenta y razón de lo inevitable allí de un poder político no católico, el cual debería conformarse al menos a los preceptos de la ley natural.
Pero algunos protestantes se inquietaban por el crecimiento de la población católica en los Estados Unidos, tanto por la inmigración como por causa de su entonces mayor natalidad, y hasta llegaban a conjeturar con la espantosa hipótesis de una futura mayoría católica que aspirase a convertir aquel país en ¡horror! algo semejante a la España de Franco. El reproche clásico a los católicos era que invocaban y se acogían a la libertad religiosa donde estaban en minoría, como en los Estados Unidos, pero donde estaban en mayoría establecían regímenes católicos y a lo sumo concedían cierta tolerancia a los demás cultos. Hacía falta que la Iglesia renunciase a la Ciudad católica, hasta en el terreno de los principios, y que en una misma bandeja se ofreciesen al mundo, en lugar de la cabeza del Bautista, tanto la doctrina tradicional como la España católica.
Puede valer la pena señalar que hoy tanto el Presidente Biden como Nancy Pelosi, al frente de la Cámara de Representantes, y como la mayoría de los jueces del Tribunal Supremo, son católicos, algunos nominales, otros (como la juez Amy Coney Barrett) privadamente fervorosos y apegados a la antigua constitución en sus estrictos términos originarios, pero todos americanistas. Hace más de cincuenta años que, en palabras de David Wemhoff, la Iglesia fue conquistada por el americanismo; no América por la Iglesia.
El triunfo de la libertad religiosa
¿Cómo escoger algunas citas notables en obra tan voluminosa? Me quedaré con dos: “Años más tarde, las ideas de Murray se abrirían camino en el concilio Vaticano II. Como resultado, el David A. Wemhoff Vaticano II lanzó una concepción del hombre que incluía la búsqueda de verdad y libertad, y una dignidad humana sin definir que llegó a validar cualquier deseo y la idea de que los Estados Unidos de
América eran realmente católicos en su corazón. Connell creía que los católicos podían ser buenos estadounidenses a pesar de la libertad religiosa y de la separación entre la Iglesia y el Estado, pero
Murray y Luce pretendían que un católico podía ser un buen estadounidense adhiriendo a esas ideas americanas ”(11) .
Y una triste reflexión de Fenton, el principal antagonista de Murray, en tiempos ya del concilio ecuménico, sobre la esterilidad de la condena de las tesis de Murray por el Santo Oficio en 1954, que se había mantenido siempre
Cómo la CIA cambió a la Iglesia 33 reservada: “No ha habido nunca nada menos eficaz en la Iglesia que una condenación secreta de un error ”(12) . Lo condenado reservadamente bajo Pío XII venía a ser públicamente aprobado por Pablo VI(13) y, a partir de él, por todos los papas y casi todo el episcopado mundial.
Una sola objeción importante a libro tan recomendable: su empeño por salvar a toda costa la pretendida continuidad entre Dignitatis humanae, al menos en su estricta literalidad, y el magisterio precedente, como si debiera constituir necesariamente, y de hecho lo constituyera a todas luces, un desarrollo homogéneo y accidental de la tradicional doctrina católica. Wemhoff afirma que no cabría otra interpretación católica, ya que, de admitirse que pudiera haberse deslizado algún error en la literalidad de ese documento, ello sería incompatible con la infalibilidad de la Iglesia. Por ello exculpa de todo error literal a la declaración, y carga las culpas sobre el así llamado espíritu del Vaticano II y la hecatombe postconciliar. Pero Dignitatis humanae no tiene la irreformable autoridad infalible de una definición solemne, ni del constante magisterio ordinario y universal, sino la ínfima de una declaración pastoral que ha llegado a calificarse como un sermón de los años 60 del pasado siglo. Un sermón confuso al margen de lo que la Iglesia había hecho y enseñado desde al menos el siglo IV, puesto que, como escribió dom Guéranger, desde aquel siglo la Iglesia no había “dejado de recordar a los Aprobada por una abrumadora mayoría, la príncipes la obligación en que están de declaración mienzo de Nostra Aetate fue si un nuevo capítulo en n duda el la historia code servir a la realeza de Jesucristo, emla Iglesia. En 1990, el entonces presidente del pleando su autoridad para proteger la America declaró n q Jewish ue, en lo Com que mittee, Sholom Comay, respecta a las relaciones religión ”(14) . entre católicos y judíos, el Vaticano II puso en De todos modos, esa interpretación marcha “uno de las grandes 2005, con motivo del 40º a éxitos del niversario sig de lo” . En dicha del autor sería más convincente si su declaración, el rabino Gilbert S. Rosenthal, direc- libro no terminara, justa y precisamentor del National Council of Synagogues, dijo que “los puntos principales de la declaración Nostra Aetate representan una revolución copernicana te, c XVI on a el la capital discurso Curia el 22 de de Benedicto diciembre de en el pensamiento católico sobre la religión y el 2005, donde se ocupó de Dignitatis hupueblo judío” . manae en gran armonía con las ideas de Murray, y a cuyo propósito escribe Wemhoff: “No entendió, sin embargo, que lo que acababa de decir era un cambio o una ruptura, o podía verse como tal. La interpretación de Joseph Ratzinger acerca de los asuntos y dinámicas más importantes, quizá, del concilio Vaticano II, era el resultado de la colaboración de John Courtney Murray con Time, Inc. y el programa de guerra doctrinal del gobierno de los Estados Unidos (espe-
34 Cómo la CIA cambió a la Iglesia cialmente, la CIA). Casi cuatro décadas después de las muertes de Henry Luce y John Courtney Murray, sus ideas, propagadas por las revistas Time y Life, así como por el programa estadounidense de guerra ideológica y su maquinaria de combate psicológico, se repetían con aprobación por el jefe de más de mil millones de católicos. La Iglesia católica había sido conquistada y se había acomodado a su cautividad americana. El éxito americano era, y permanece, verdaderamente fenomenal”(15) .
Porque ¿quién mejor que el teólogo Joseph Ratzinger, perito conciliar y largos años prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, después Benedicto XVI, para darnos la interpretación auténtica de Dignitatis humanae? Una interpretación contraria a la Ciudad católica y en concordancia, muy precisamente, con las ideas de John Courtney Murray. m (1) David A. Wemhoff, John Courtney Murray, Time / Life, and the American Proposition: How the CIA´s Doctrinal Warfare Program Changed the Catholic Church, Fidelity Press, South Bend, Indiana, 2015. (2) Pío IX, Syllabus, catálogo de errores modernos, 8 de diciembre de 1864, núm. 80 (Doctrina pontificia, II Documentos políticos, BAC, Madrid, 1958, p. 38). (3) Pío XII, Ci riesce, discurso del 6 de diciembre de 1953 a la Unión de Juristas Católicos Italianos, núm. 17 (Doctrina pontificia, II Documentos políticos, op. cit., p. 1013). (4) Pío XII, Vous avez voulu, discurso del 7 de septiembre de 1955 al X Congreso Internacional de Ciencias Históricas. (5) León XIII, encíclica Longinqua oceani (1895), núm. 6 (Doctrina pontificia, III Documentos sociales, BAC, Madrid, 1959, pp. 390-391). (6) G.K. Chesterton, Herejes (1905), ed. Acantilado, Barcelona, 2007, p. 74. (7) León XIII, encíclica Immortale Dei (1888), núm. 9 (Doctrina pontificia, II Documentos políticos, op. cit., p. 202). (8) San Pío X, Carta Notre charge apostolique sobre “Le Sillon” y la democracia (1910), núm. 11 (Doctrina pontificia, II Documentos políticos, op. cit., p. 408). (9) “El texto de Gaudium et spes desempeña el papel de un contra-Syllabus en la medida en que representa una tentativa de reconciliación oficial de la Iglesia con el mundo tal y como se presentaba desde 1789” (Joseph Ratzinger, Les principes de la théologie catholique, esquisse et matériaux, ed. Téqui, París, 1982, p. 427; hay versión española, Teoría de los principios teológicos, ed. Herder, Barcelona, 1985). (10) Al comienzo del documento se dice que se deja íntegra la “doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo“; se trata de una frase añadida por Pablo VI en la recta final de la deliberación. “Algunos Obispos hispanizantes que hasta ese momento habían votado non placet dijeron entonces: “¿Cómo no votar ahora placet? Además, el número 1 nos recuerda que queda a salvo la doctrina tradicional sobre los deberes del Estado hacia la Iglesia”. Monseñor Lefebvre protestó contra esa actitud: Sí –decía-, Pablo VI añadió esa breve frase, pero no tiene ninguna incidencia en el texto que dice lo contrario ¡Es muy fácil dejar pasar el error con una breve frase!” (Bernard Tissier de Mallerais, Marcel Lefebvre, la biografía, ed. Actas, Madrid, 2012, p. 435). (11) Wemhoff, John Courtney Murray…, op. cit., p. 459. (12) Wemhoff, John Courtney Murray…, op. cit., p. 682. (13) “¿Y qué pide ella de vosotros, esa Iglesia, después de casi dos mil años de vicisitudes de todas clases en sus relaciones con vosotros, las potencias de la tierra, qué os pide hoy? Os lo dice en uno de los textos de mayor importancia de su Concilio: no os pide más que la libertad: la libertad de creer y de predicar su fe; la libertad de amar a su Dios y servirlo; la libertad de vivir y de llevar a los hombres su mensaje de vida” (Pablo VI, Mensajes del Concilio a la Humanidad, Mensaje a los gobernantes, núm. 4, Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid, 1965, p. 732). Nada más que libertad para la Iglesia, ningún servicio del Estado a la realeza de Jesucristo. (14) Dom Prosper Guéranger, “Pour l´honneur du ChristRoi”, en la revista L´Ami de la Religion, 17 de marzo de 1860; artículo recogido en la reciente recopilación de sus artículos sobre Cristo Rey que lleva por título Jésus-Christ roi de l´histoire (ed. Association Saint-Jérôme, Saint-Macaire, 2005, p. 167). (15) Wemhoff, John Courtney Murray…, op. cit., p. 901.
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