Una mirada al cielo

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UNA MIRADA AL

CIELO Texto: Joaquín Mellado. Fotografías: Juan Manuel Mellado.


Una Mirada al Cielo.

Es de noche. La hojarasca cruje bajo mis pies. Mi camino me lleva por las lomas de una sierra desgastada y vieja. Vislumbro al mochuelo en su atalaya de piedra. Él también contempla. Sus anodinos ojos amarillos destellan en la sombra. Sobre nosotros,

el bosque susurra con las copas de los árboles. Mecidas

suavemente por la brisa fría, ellas susurran y cuchichean a mis oídos secretos indescifrables. Me siento incómodo, desprotegido, casi desnudo. Las cálidas ropas son insuficientes para mantenerme confortable. Quién sabe lo que acecha entre las sombras. Aún así, merece la pena retenerse un poco y contemplar el cosmos. Me tumbo en una rocalla sobresaliente y miro al cielo. Está precioso. Es precioso. Todas las estrellas resplandecen como diamantes. O más aún. Este espectáculo se merece una sinfonía. Puedo distinguir las constelaciones de los dioses, de nuestros padres griegos. Allí puedo ver a Orión enfrentarse a Tauro. En la constelación del gigante distingo perfectamente a Betelgeuse una vieja, fría y gigante estrella roja. En el lado opuesto le hace frente Rígel, azulada, caliente y joven. También veo al temible toro, con la ardiente Aldebarán en una de sus astas. Las Pléyades los contemplan, formando un cúmulo estelar abierto. Esto es, son todas estrellas hermanas. Para tener 100 millones de años de edad aún conservan toda su furia y belleza. Los cúmulos estelares son agrupaciones de estrellas que nacen de una misma nube molecular de gas. La nube de gas, constreñida y agobiada por su propia gravedad, pare de sus entrañas brillantes hijas que llamamos estrellas.


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Aspecto del cielo nocturno en una noche de invierno. Lovejoy es el nombre dado al cometa que, en aquel entonces, pasaba por allĂ­.


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Todas ellas siguen el curso de la Vía Láctea, una larga y gigantesca mancha clara que cubre casi todo el cielo y lo divide en dos. Es nuestra propia galaxia. Nosotros la vemos así porque estamos situados en la periferia de ella, a unos 27.700 años luz de distancia del centro. En él, que se vislumbra como una nube ardiente cerca de la constelación de Escorpión, dicen que gira una estrella tan masiva que la luz no puede escapar de su gravedad. Es una de las contradicciones del universo: es una estrella que no brilla. Los científicos lo llaman agujero negro. Apenas puedo ver el centro de la galaxia porque está casi bajo el horizonte, y las luces de las ciudades me estorban para apreciarlo mejor. Tal vez el mes que viene. Pero me llama la atención este comportamiento tan particular de la materia. Sólo por el hecho de existir, ésta posee una fuerza que llamamos gravedad. Y que afecta a todo lo que es material, incluso a la luz. El agujero negro está allí. Yo no lo puedo ver ni sentir y sin embargo existe. Otros lo han detectado con enormes telescopios y máquinas muy sofisticadas. Y es tal su masa que su fuerza de gravedad nos afecta, aunque no la sintamos. Nos atrae a una velocidad de 900 kilómetros cada segundo. No lo percibimos porque las distancias hasta el centro son muy grandes. Y además, no caemos en línea recta sino orbitando alrededor del centro. De hecho se calcula que tardamos unos 200 millones de años en dar una vuelta entera. Tal barbaridad nos resulta inconcenbible. Nuestra mente no está hecha para concebir esas magnitudes.


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Ësta es sólo una parte de nuestra galaxia. Miles de millones de estrellas se agolpan, junto con enormes nubes de polvo cósmico, para alumbrar las despejadas noches de verano.


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La galaxia de Andr贸meda, nos da una ligera idea de c贸mo puede ser nuestra propia galaxia: un remolino de estrellas que giran alrededor de un misterioso y refulgente centro, donde se oculta quiz谩s una estrella que no brilla.


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Sin embargo, gracias a instrumentos como el telescopio hemos aprendido que hay muchas más cosas que no vemos allá fuera. El cielo de una noche es un buen ejemplo. Allá arriba hay nebulosas, galaxias, cúmulos de estrellas y más cosas que no percibimos si no es con instrumentos. De hecho, muchas nebulosas de gas son muy tenues, y sólo se pueden ver si se las fotografía con gran paciencia y habilidad. Charles Messier, allá por 1771 publicó un catálogo de objetos celestes. Listando aproximadamente una centena, el señor Messier había dedicado sus ojos a mirar cosas que su mente no podía concebir. De hecho, no sabía qué estaba viendo realmente. ¿Eran cometas?, ¿planetas quizás?. Con sus mediciones astrales concluyó que no eran “objetos errantes” del cielo y, por tanto, merecían una mención a parte de los cometas y planetas, los cuales sí eran errantes. Mis ojos saben que allá arriba todos esos objetos misteriosos se esconden entre las estrellas más brillantes. Pero no los veo. ¿Existirán más cosas en la realidad que no podamos ver o sentir?. Parece ser que sí. Hoy día los científicos debaten sobre la existencia de una materia aún más misteriosa que esa a la que estamos acostumbrados a tocar. Esta otra, a la que llaman oscura, parece que tiene gravedad, pero no refleja la luz. Tampoco interacciona con ella, ni con las ondas electromagnéticas. Ni con nada. Es tan oscura y enigmática que aún nadie ha concebido una manera adecuada de atraparla, manejarla, verla, medirla o percibirla de algún modo.


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He aquí una minúscula muestra de todos los objetos que se pueden observar en la bóveda celeste. M3, M5 y M13 son cúmulos globulares de estrellas. M 51, M101, M104 y NGC 6946 son otras galaxias. NGC 7318 es un cúmulo de galaxias. M57 y NGC 7662 son estrellas que explotaron en otro tiempo y ahora están envueltas en su propio gas. M8 es una nebulosa donde se están formando nuevas estrellas.


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Todo ello puede uno divagar estando tumbando en una roca fría, en medio de una noche fría. Con no más música que el silencio y la brisa acariciando los árboles. Pero aún hay más, mucho más. Las estrellas son los hornos cósmicos donde se fragua la materia. Las estrellas le dan forma, la configuran. Con sus elevadísimas temperaturas, tan inconcebibles como diez millones de grados o más, ponen a prueba los átomos, y los vapulean en una especie de juego de encaje entre protones, neutrones, electrones y otras partículas que se me antojan innombrables. Las estrellas “casi” crean la materia. Dan nueva vida a elementos químicos como el carbono, el oxígeno o el hierro. Luego, esos elementos se combinan entre sí para dar lugar a las rocas, las hojas, el aire o el agua. ¿Acaso es magia?. Dicen los científicos que en las estrellas, las partículas de gas hidrógeno alcanzan tal fricción entre sí que sus temperaturas llegan a cifras sorprendentes. Cientos de miles o millones de grados. En ese estado de excitación sublime, los átomos se funden entre sí en colisiones caóticas dando lugar a nuevos átomos. Es magia, sí. La magia de la materia. Mientras los científicos se afanan en comprenderlo, y hacen bien, yo me deleito con el espectáculo de esta noche. Es magnífico. Las estrellas dibujan un hermoso rosario de lágrimas diamantinas, nacaradas, de rubíes y de zafiros.


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Sus colores delatan su edad y su brillo, su tamaño o su cercanía. Las más brillantes deben ser las más grandes o las más cercanas. Y las más blancas o azules son las más jóvenes y calientes. Pero no importa. ¿No es acaso hermoso contemplar el cielo lleno de estrellas vivas, jóvenes o senescentes, radiantes y con sus corazones ardientes?. ¿No son acaso las estrellas seres vivos que nacen y mueren, se alimentan, se irritan o lloran lágrimas ardientes?. A veces veo una de esas otras, que llamamos fugaces, y con las que solemos desear sueños imposibles. Ya sé que no son estrellas. Son rocas. Fragmentos rocosos, vagabundos del cosmos, desterrados, quizás, de planetas ya desaparecidos o expulsados de cometas errantes, o tal vez parias del principio de nuestro sistema planetario. Brillan en un último aliento al enfrentarse a nuestra atmósfera. Qué pena que sean tan fugaces. Aunque tal vez sea mejor esa humildad. Cuentan que una de ellas era tan soberbia que acabó con los antiguos dinosaurios. Y aunque ahora no puedo localizarlos, sé que varios cometas se esconden por allá. Son demasiado tenues para verlos a simple vista. Están muy lejos. En los confines de nuestro sistema solar. En sus entrañas llevan agua primitiva. Tal vez el agua primigenia que se formara en el principio de los tiempos. También llevan sustancias químicas sorprendentes como los aminoácidos. ¿No es maravilloso?. Los cometas contienen sustancias de las que están hechas nuestras proteínas. Sí, así es. Es sorprendente.


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Un meteoro cruza el cielo de noche siguiendo la estela de la Vía Láctea. Se aprecian los distintos colores de las estrellas, lo que nos da una idea aproximada de su edad. Las más brillantes de la fotografía, que forman una diagonal con la estrella fugaz, son Deneb (por debajo del centro) y Vega (cerca del borde inferior).


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Y tal vez más asombroso por el hecho de que es más común de lo que imaginábamos. Cometas que transportan aminoácidos. Es como si llevaran una especie de simiente de la vida entre sus bloques de hielo y roca. Maravilloso. Sí, maravilloso. ¿O no lo es acaso, saber que somos parte de las estrellas, que los astros nos alumbran y nos han alumbrado, y que formaremos parte de esos astros tarde o temprano?. No estamos preparados para concebir tal cosa. Nuestra mente no nos permite encerrar entre neuronas tanto espacio ni tanto tiempo. Intentamos hacerlo. Desde los albores de nuestra existencia hemos procurado comprender el tiempo. Y para hacerlo siempre nos hemos basado en los astros. Gracias a que nuestro planeta rota sobre sí mismo tenemos alba y crepúsculo, oscuridad y luz. Es la división más básica, más inmediata y más palpable que podemos hacer del tiempo. Las mentes inquietas de nuestros principios humanos se dieron cuenta de ello. E intentaron sacarle provecho al movimiento de los astros. Podían ver al sol surcando el cielo, y que los objetos proyectaban sombras sobre el suelo. Se tiene noticia de los primeros relojes solares desde hace 7.000 años, cuando los hombres empezaron a manejar los metales. No sólo empezaron a diseñar tecnologías más sofisticadas. Empezaron a medir, a contar. Es curioso observar también, cómo la anatomía de la mano humana ha condicionado nuestra manera de contar. Aunque siga pasando frío aquí en esta piedra bendita que impide dormirme, merece la pena detenerme a recordarlo por su sencillez y potencia.


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Para ello, le pediría al lector que con el dedo pulgar de una de sus manos, empezara a contar las divisiones (o falanges) de los otros cuatro dedos de esa misma mano. Irremediablemente llegará hasta doce. Este número es bastante simple por dos razones: lo llevamos siempre encima y se puede repartir en partes iguales (dos partes de seis, tres partes de cuatro, cuatro partes de tres, o seis partes de dos). A partir de este descubrimiento las mentes inquietas pudieron medir cualquier cosa en función de este número. De una en una, de dos en dos, de tres en tres, de cuatro en cuatro, de seis en seis o de doce en doce. No resulta muy difícil pensar que una de las primeras cosas que empezaron a medir de esta forma fuera el recorrido de una sombra a lo largo del día. Haga de nuevo el lector un ejercicio de imaginación, o práctico, si quiere y tiene cerca una playa. Hinque en el suelo una vara de forma vertical en un suelo de arena de esa preciosa playa, y marque con un surco en la arena la primera sombra que la vara proyecte en el día, esto es, la sombra del amanecer a partir de la salida del sol. Luego, vuelva al lugar al atardecer, y justo antes de que el sol desaparezca por el horizonte, marque la sombra de la vara sobre el suelo de arena. Luego, con cierta meticulosidad, divida el espacio de la arena entre ambas marcas en doce partes iguales. Habrá hecho usted un reloj de sol (¡ojo, de sol, no de arena!). Tampoco sería muy descabellado suponer que si el espacio del día se puede dividir en doce partes, el de la noche podría cumplir esta misma propiedad.


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Ahora bien, si sigue usted tan inquieto como nuestro pensador antidiluviano, podrá observar que a medida que pasan días y días, esas sombras cambian de longitud. ¿Cómo es eso?.¿Es que acaso las sombras están vivas y crecen y decrecen a su antojo?. Si continua observando la sombra durante días y días se dará cuenta de que hay una pauta. Al principio, la sombra era más corta. Pero tras varios días la sombra es más larga (o viceversa). Pero no es por la sombra, es porque el sol estaba antes más alto en el cielo, y ahora está ligeramente más bajo. “¡Uff! ¡¿Cómo voy a estar aquí, en esta playa, todos los días para medir cómo cambia la sombra?!”. Pensaría nuestro afanado pensador. “Debo buscar una manera de volver a este lugar cada cierto número de días, por ejemplo cada 12 días”. Y nuestro primigenio científico volvería afanosamente a la playa cada vez que contara las doce falanges de sus dedos. Tal vez se cansara de ir tan repetidamente y en vez de cada doce, podría volver cada 24. No tardaría en darse cuenta de que, por poco, no acierta la salida de una nueva luna llena. Continuando su conteo de falanges pronto llegaría a la conclusión de que debía contar 28 de ellas (doce más doce más cuatro) para predecir las lunas llenas. Y sólo tardaría un año o poco más para darse cuenta de que cada 12 lunas llenas, las sombras de su reloj de sol coincidirán en longitud. Maravilloso, ¿no?. Todo empezaba a contarse sólo con las falanges de los dedos. Al mismo tiempo, podemos dividir también en seis partes o en doce la bóveda del cielo, o incluso en partes de 60 (contar cinco veces doce). Es entonces cuando


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tenemos nuestro sistema sexagesimal lo suficientemente desarrollado como para medir tanto el tiempo como los ángulos o las alturas. Tan bueno es este sistema que ha perdurado hasta nuestros días, y no parece que vaya a cambiar. Con esta herramienta tan buena, tan básica, tan sencilla y que siempre llevaban encima (a no ser que estuvieran mancos de las dos manos), los primeros seres humanos pensantes empezaron a contar y medir todo lo que observaban y tenían. Las cantidades de grano, de metal, de peces o de monedas. Las longitudes y alturas de los muros. Las posiciones del sol, la luna y las estrellas. El momento de sembrar, la temporada de lluvias, el momento de la cosecha, el período de sequía... Al parecer fue allá, entre el Éufrates y el Tigris, donde se desarrolló por vez primera el sistema sexagesimal, que no es, ni más ni menos, que contar las falanges de nuestros dedos. La otra variante existente es contar dedos enteros en lugar de las partes de los dedos. En este caso podemos contar hasta diez. No nos basamos entonces en docenas sino en decenas. Fue allá, en el Nilo, donde empezaron a desarrollar el sistema decimal, y llegaron a hacerlo tan bien que incluso construyeron pirámides de formidable belleza y exactitud.


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El Sol y la Luna, los astros mรกs inmediatos y con los que empezamos a medir el tiempo.


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Mi mente empieza a abrumarse. Todo está conectado por extrañas relaciones. Contamos y medimos con nuestra propia anatomía fenómenos astronómicos y nos aventuramos a predecirlos. Los primeros sabios llegaron a prevenir los solsticios y los equinoccios, fechas vitales para la agricultura pues marcan temporadas de lluvias y de sequías. Llegaron a ser más exactos observando las constelaciones, cuándo surgían por el horizonte o cuándo se ocultaban. Les dieron nombre a las estrellas y las acunaron junto a sus dioses en sus templos. Incluso siguieron las trayectorias de cometas en busca de señales divinas. El sol, la luna, las nebulosas, los planetas, los cometas, los asteroides... Uno podría preguntarse qué tan escurridizas relaciones puede haber entre todos ellos y nosotros. Y poco a poco las vamos descubriendo. Las grandes extinciones de seres vivos a lo largo de la historia de la Tierra parecen mostrar una pauta periódica, propia de algún fenómeno astronómico. En las noches de luna llena parece que hay más partos que en cualquier otra noche del mes. Las variaciones de presión atmosférica afectan a los oídos de las aves o incluso de los grillos. Y las intensas llamaradas del sol pueden inutilizar nuestros móviles. Es difícil adquirir conciencia de todo ello. Al fin y al cabo, hasta hace pocos años pensábamos que el Sol giraba en torno a nosotros, o quemábamos a aquellos que descubrieron las venas en nuestro cuerpo (si bien Miguel Servet hizo todo lo que pudo por cabrear a Calvino y a la Inquisición). Nos queda tal vez demasiado por aprender y no habrá suficientes vidas para acabar la tarea, si es que acaso tenga fin.



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