CUENTOS E HISTORIAS DE TRADICIÓN ORAL DE PEGALAJAR
CUENTOS E HISTORIAS DE TRADICIÓN ORAL DE PEGALAJAR DEDICATORIA A mi madre, criada en una familia de pastores, que conservó, en su prodigiosa memoria, toda la cultura oral que le fue transmitida, y que me amamantó en el cariño hacia la misma, animándome constantemente a su recuperación definitiva. Prólogo:
– Diego Polo Aranda
Portada:
– Ramón Galiano Torres
Autores dibujos infantiles: – Encarna María Ibáñez – María Liétor – Daniel Marín – Mari Ángeles Morales – Ana Isabel Quesada
PRÓLOGO “Hace mucho tiempo, en un país lejano, existió un pequeño pueblo perdido entre montañas. Sus habitantes se dedicaban a la agricultura, la artesanía y la cría de ganado. Eran gente humilde, pero muy cultos y sabios. Leían mucho. En aquel pueblo había una gran biblioteca, heredada de tiempos antiguos, con libros que contenían la historia y la cultura de aquellla gente. Todos visitaban esta biblioteca, leían sus libros y se sentían muy orgullosos de conservar aquel hermoso tesoro. Un día llegaron noticias de que un ejército de bárbaros extranjeros se acercaba por las llanuras, ocupando pueblos y ciudades. Sus habitantes se preocuparon mucho y temieron por la biblioteca. Sabían que aquellos bárbaros la destruirían. Entonces pensaron que, si cada uno leía un libro y lo aprendía de memoria, lo conservaría en su cabeza y, aunque desapareciera la biblioteca, no perderían la ciencia y la sabiduría contenidas en ella. Así lo hicieron: cada habitante del pueblo leyó y aprendió un libro. Cuando llegaron los bárbaros, arrasaron la bilioteca y quemaron todos los libros. Pretendían mantener en la pobreza y en la ignorancia a la gente de aquel pueblo. Pero, cada persona había guardado en su cabeza una parte de su mejor tesoro. Gracias a la mayoría y al esfuerzo de todos, pudieron conservar su historia y su cultura y pudieron transmitirla de unos a otros, de padres a hijos y de abuelos a nietos. Aquel pueblo prosperó y reconstruyó su biblioteca. Sus habitantes siguen siendo humildes trabajadores, pero sabios y cultos. Así, de abuelos a nietos y de padres a hijos, es como se ha transmitido la Literatura de Tradición Oral a lo largo del tiempo en muchos pueblos y comunidades. Así, a través de la memoria y de la palabra de muchas generaciones, es como nos ha llegado el rico legado de canciones, cuentos, leyendas, retahílas, refranes, adivinanzas, trabalenguas, poemas, coplas y romances, que forman parte de nuestra historia y de nuestra cultura como pueblo, que reflejan nuestro modo de vida, nuestras fiestas y celebraciones, nuestros rezos y plegarias, nuestras costumbres y tradiciones, nuestra vida y quehacer diario.
La Tradición Oral ha sido un tesoro cultural transmitido de generación en generación hasta nuestros días. En Pegalajar tenemos una rica y variada Literatura de Tradición Oral, que ha perdurado y se ha conservado a través del tiempo. El carácter del pueblo, su medio rural y su difícil geografía ha permitido conservar un legado cultural de gran importancia. Sin embargo, en las últimas décadas, debido a los profundos cambios de la sociedad actual, se está produciendo un cierto olvido de este importante aspecto de la cultura popular, que puede perderse definitivamente de la memoria de las generaciones mayores. Por ello, siguiendo el ejemplo de los habitantes de la narración, en el colegio empezó a realizarse un importante trabajo colectivo para la recuperación, conservación y transmisión de la Literatura de Tradición Oral. Muchos compañeros, maestros y maestras, hemos contribuido en diferentes épocas a recopilar y trabajar en el aula los diferentes aspectos de nuestra Tradición Oral, con la colaboración de niños, padres y abuelos. Gracias a todos ellos, conservamos un importante archivo documental y sonoro. Con ello, la escuela ha realizado una importante función, rescatando los elementos de la cultura tradicional y utilizándolos como recurso didáctico. En este trabajo es de destacar la labor insistente e incansable de Joaquín, compañero maestro y amigo, a quien debemos la impresionante tarea de investigación, recopilación, ordenación y clasificación de todo el material del que es ejemplo esta publicación, compuesta por cuentos y narraciones populares. Uno de los aspectos más interesantes de la Literatura de Tradición Oral son los cuentos populares. Estos cuentos han llegado hasta nosotros a través de una larga historia de transmisión oral, en la que han participado muchas generaciones. La brevedad de sus relatos ha facilitado su transmisión y, aunque se repiten en diversos lugares, en cada sitio han sido adaptados según un habla, unas costumbres y unos espacios geográficos o ambientales. En algunos casos se cambian los personajes, incluyendo nombres y personas del propio lugar. Los cuentos populares son definidos como narraciones en prosa de unos hechos, generalmente fantásticos o insólitos. Tienen una trama muy elemental y participan pocos personajes, que sostienen diálogos breves con un lenguaje directo y sencillo.
Suelen clasificarse en tres tipos: cuentos de encantamiento, cuentos de costumbres y cuentos de animales. Todos tienen una intención didáctica, una enseñanza que hay que descubrir, analizar, aprender y llevar a la práctica. En Pegalajar se ha conservado una gran cantidad y variedad de cuentos y relatos populares. En este libro se recoge una amplia muestra. Con ello se devuelve al pueblo lo que pertenece a la mayoría colectiva de todos nosotros, lo que forma parte de nuestra cultura y de nuestra historia, para que se conserve viva y no desaparezca con los nuevos tiempos. Pero, además este libro debe tener una finalidad educativa. La Literatura de Tradición Oral puede contribuir a poner en práctica una enseñanza vitalista, activa, participativa y creativa. Así, el uso de este libro en la escuela servirá para leer, aprender, narrar, jugar, inventar e imaginar, recreando nuevas historias y desarrollando la creatividad. Con esta intención se edita este libro, con el deseo (tal como expresaba Rodari en su “Gramática de la Fantasía”) de que: “sus páginas puedan ser útiles a quien cree en la necesidad de que la imaginación ocupe un lugar en la educación; a quien tiene confianza en la creatividad infantil y a quien conoce el valor de liberación que puede tener la palabra”. DIEGO POLO ARANDA
¿QUIERES QUE TE CUENTE UN CUENTO? Los cuentos tradicionales han llegado hasta nosotros después de una larga historia de transmisión oral: abuelos, padres, viejos, caminantes... los contaron a través de días, años y siglos. Hay cuentos que siguen vivos por la fuerza de sus personajes, por sus temas, sus imágenes y sus sensaciones: La Cenicienta, La Bella Durmiente, Blancanieves y los Siete Enanitos, Pulgarcito, El Gato con Botas, El Flautista de Hamelín, Caperucita Roja, Alí–Babá y los Cuarenta Ladrones, Garbancito, Los Siete Cabritillos y el Lobo, La Ratita Presumida, Los Tres Cerditos... Pero, aparte de estos cuentos tan conocidos, nuestros pueblos están llenos de otros que también han pasado de padres a hijos desde tiempos inmemoriales, y que han sido recuperados en el colegio, haciendo partícipes a los niños de una importantísima cultura que pueden comprender y hacer suya. Con la edición del presente Libro de Cuentos e Historias recopilados en Pegalajar (dos de ellos también en La Guardia), se continúa recuperando parte de la memoria colectiva y auditiva de nuestro pueblo que, una vez escrita, podrá seguir transmitiéndose con mucha más facilidad a las generaciones futuras. Muchos cuentos e historias de nuestra Tradición Oral podrán servir de deleite de niños y mayores. Un tesoro antiquísimo de sabiduría popular ha sido incorporado definitivamente al acervo cultural de todos los pegalajeños... Mi agradecimiento primero a mis hermanos Juan y Encarna, que recuperaron y recrearon un buen número de cuentos, y realizaron (junto con José Liétor) el trabajo para mí más ingrato: ayudarme a pasar al ordenador, con dedicación y entusiasmo, todas y cada una de las versiones rescatadas. Mi agradecimiento posterior a todos los informantes (normalmente ancianos y personas de edad que contaron el cuento a sus nietos y nietas), y también a los recopiladores (casi siempre niños y niñas del colegio, que pasaron por escrito lo que les era transmitido). El nombre de unos y otros está fielmente recogido, como testimonio público y veraz del trabajo realizado. En algunos momentos ha sido necesaria la cotejación de varias versiones para poder completar todo el argumento del cuento... Al final se realizó la recreación de las referidas versiones, a las que dediqué, con enorme cariño, horas y horas de mi tiempo libre...
En las primeras páginas se incluye una metodología completa (que espero sea de gran utilidad), para la utilización adecuada del cuento tradicional en la escuela. JOAQUÍN QUESADA GUZMÁN MAESTRO JUBILADO DE EDUCACIÓN PRIMARIA
LA LITERATURA DE TRADICIÓN ORAL ¿Qué se entiende por Literatura de Tradición Oral? La Literatura de Tradición Oral está constituida por todo el conjunto de poemas, canciones, romances, refranes (cancionero, romancero, refranero), coplas, nanas, adivinanzas, cuentos, dichos populares... que, cantados o narrados, hemos heredado de nuestros antepasados por vía oral, por transmisión directa de padres a hijos, de abuelos a nietos. En otros tiempos, este conjunto poético estuvo vivo y constituyó la mayor manifestación de la riqueza cultural de un pueblo. Actualmente, se recuerdan y reviven algunas manifestaciones de Tradición Oral (los villancicos y los aguilandos por ejemplo), pero otros muchos aspectos de nuestra tradición se están perdiendo. Con el tiempo, puede suceder que desaparezca esta rica cultura oral, a no ser que nos preocupemos de ella. La cultura oral, que es como el alma de los pueblos, es muy rica y variada en toda España y en Andalucía. Parece imposible que núcleos pequeños de nuestra geografía (Pegalajar es uno de ellos), hayan podido transmitir oralmente una muestra tan extensa y variada, que es patrimonio de su cultura y de su ser como pueblos.
La Literatura de Tradición Oral y el Folklore Infantil Un aspecto fundamental de la Tradición Oral es el folklore y cancionero infantil, repleto de cancioncillas, canciones de cuna, acertijos, trabalenguas, juegos poéticos, fórmulas de sorteo, canciones de corro y comba, retahílas, cuentos... Este folklore infantil es una forma literaria digna de ser valorada y de ser tenida en cuenta. La educación de los niños en este folklore es más necesaria que nunca, sobre todo en la primera edad, que es cuando queda sembrada la semilla para todo lo bello. Desde la cuna los niños escuchan poesía. Las madres cantan canciones de cuna, nanas, que son pequeños y bonitos poemas con música. Y cuando sus brazos mecen a sus hijos, es a un compás musical y poético. (Los niños criados y educados sin canciones, sin cuentos, sin poesía, son más pobres espiritualmente que los demás).
Apenas empieza a crecer y a andar el niño, el riquísimo folklore poético sigue todos sus pasos. Con frases rimadas empiezan los niños a comer. Y comienzan a darse cuenta de cuáles son los dedos de la mano mediante el juego de la poesía. Para el juego de prendas, para tirarse al agua, para jugar a la comba, para pedir la lluvia, para columpiarse, para ocupar una silla... el niño recita y canta. Los actos más vulgares y cotidianos de la vida del niño se embellecen y se hacen originales mediante la poesía y la música, lo que demuestra que en el niño hay una predisposición innata para el verso y el canto.
La Literatura de Tradición Oral hay que recuperarla, conservarla y transmitirla Esta manifestación cultural y popular que nos acompaña desde hace tantos años, que nos pertenece, que es nuestra, hay que recuperarla, conservarla y transmitirla a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos. La poesía popular y sencilla de nuestros pueblos no debe perderse. Es necesario tomar conciencia de esta necesidad. Y porque es importante recuperar y mantener nuestra propia cultura popular, es por lo que el Colegio Público "Ntra. Señora de las Nieves" de nuestro pueblo ha trabajado en este sentido, disponiéndose ya de gran cantidad de material de Tradición Oral recopilado. El canto y los dichos de nuestros viejos y viejas, de los hombres y mujeres pegalajeños, de los niños y niñas que juegan en nuestras calles y plazas, que han escuchado poesía desde que nacieron, están siendo archivados y recuperados definitivamente. Y no sólo debe interesarnos el folklore infantil, sino cualquier tipo de Tradición Oral que sea transmitido de padres a hijos: adivinanzas y acertijos, canciones, coplillas, villancicos, aguilandos, romances, nanas, oraciones, refranes, juegos, dichos populares… y por supuesto, los cuentos. ¿Quién no siente nostalgia de sus tiempos de niño y recuerda con cariño las canciones de sus juegos preferidos? ¿Quién no ha memorizado los villancicos y aguilandos que, Navidad tras Navidad, ha sentido escuchar en el pueblo? ¿Quién no conoce los acertijos y los refranes que nos acompañan desde que nos levantamos hasta que nos acostamos diariamente? ¿Quién no ha sido dormido con cuentos, historias y leyendas en su infancia? ¿Quién no quisiera ser dormido con la misma nana que le cantaba su madre cuando era niño?...
Todos, sin excepción, sentimos nostalgia y cariño hacia esta manifestación cultural y popular, hacia esta Tradición Oral que nos acompaña, que nos pertenece, que es patrimonio de todos los pegalajeños. Y precisamente por ser nuestra, no queremos que se pierda y debemos hacer lo imposible por recopilarla y seguir enseñándola a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos. Este importante patrimonio cultural de nuestro pueblo no debe perderse…
Literatura Oral y Escuela En una escuela que se plantee un contacto directo y permanente con su entorno, es fundamental la investigación y asimilación de la cultura popular. Y un aspecto importante de esa cultura popular, lo constituye la Tradición Oral que es patrimonio de todos y, desde luego, de los niños. Los niños acuden a la escuela con un cierto bagaje cultural adquirido en la casa y en la calle, compuesto en gran medida por lo que han escuchado y aprendido de sus padres, hermanos y abuelos. Esto constituye algo personal y propio que los niños aportan (o deben aportar) en su comunicación con los demás. En la escuela podemos, a partir de esta realidad, empezar a conocer y a penetrar en el mundo de los niños. Por esto, es fundamental que la escuela incorpore a ella misma lo que los niños traen aprendido y escuchado, reviviendo vivencias y despertando la memoria. El folklore infantil, alegre, musical, sorprendente, debe ser la materia prima para una educación poética intensa. También el cuento de Tradición Oral puede ser utilísimo para la iniciación del niño en la composición escrita. Los primeros libros de la escuela deben ser orales. Deben basarse en el oído y la palabra, descubriendo los significados de la misma y jugando con la imaginación y la fantasía de los pequeños escolares. De esta manera estamos preparando a los niños para una completa formación literaria y cultural, y al mismo tiempo estaremos ayudando a sentar las bases de un mejor conocimiento e integración social de la escuela.
Literatura Infantil y Tradición Oral Uno de los orígenes de la Literatura Infantil hay que buscarlo en la Tradición Oral. Ya en el siglo XIX, la búsqueda de las leyendas populares dio origen a la creación de cuentos fantásticos para los niños. Posteriormente, las diferentes e importantes tendencias de la Literatura Infantil recurren con frecuencia a la Tradición Oral para la recreación literaria, basándose en los temas populares, sentimentales y didáctico–moralizantes. En nuestros días se está produciendo un gran auge en la llamada Literatura Infantil con producciones más antinormativas, y fundamentalmente fantásticas y humorísticas. La Literatura Infantil ha sustituido en parte a la Tradición Oral y en parte ha continuado la función de ésta: ser portadora de unos valores que responden a una determinada época y sociedad. En la escuela es, pues, interesante, al analizar la Tradición Oral, descubrir estos valores, seguir su evolución a lo largo de los años y compararlos con los de otras épocas y lugares. Añadir, por último, que el trabajo con la Tradición Oral en la escuela no debe ser algo aislado y disociado de otras actividades. Debe relacionarse íntimamente con las experiencias de literatura, investigación del medio, área social etc. Comunicación presentada por los Grupos Pedagógicos de Jaén en el Primer Congreso de Movimientos de Renovación Pedagógica (celebrado en Barcelona en Diciembre de 1.983), a cargo de Diego Polo Aranda y Joaquín Quesada Guzmán.
GUÍA DE RECOPILACIÓN DE LA LITERATURA ORAL 1.- Nanas: canciones de cuna. 2.- Dichos y juegos de primeros años: – Para mover manos y dedos. – Para mover brazos y piernas. – Para enseñar a andar y a saltar. – Para hacer cosquillas y risa. – Balanceos y galopes en las rodillas. – Otros dichos y juegos con sentido poético. 3.- Cuentos de nunca acabar, cuentos cortos y comienzos y finales de cuentos. 4.- Oraciones. 5.- Burlas de nombres, de defectos, de oficios, de lugares... 6.- Trabalenguas: – Dialogados. – De agudas y esdrújulas. 7.- Refranes infantiles. 8.- Adivinanzas y acertijos. 9.- Dichos infantiles. 10.- Juegos: – Juegos con manos, pies: saltar, correr, perseguir... – Juegos con objetos (prendas, cuerdas, piedras, bolas, pelotas, palos o chapas, cartones, plumas, trompos, otros objetos). – Fórmulas de sorteo para jugar. – Canciones de los juegos: – De corro y comba. – Al columpiarse y mecerse.
11.- Absurdos, mentiras y disparates. 12.- Fiestas: – De Navidad y Reyes. – Otras fiestas populares. 13.- Cuentos tradicionales: – De miedo. – De animales. – Novelescos. – Maravillosos. – Humorísticos. – Otros cuentos tradicionales... 14.- Romances: – Novelesco–moriscos. – Novelesco–guerreros. – Satíricos. – Líricos. – Religiosos. – De animales. – Disparates. – Otros romances. 15.- Canciones y coplillas populares. 16.- Refranes y dichos populares. 17.- Villancicos, aguilandos y canciones de Navidad. 18.- Oraciones, conjuros e invocaciones. 19.- Canciones específicas de fiestas populares tradicionales (Carnaval, Santa Cruz etc…). 20.- Otras formas poéticas tradicionales.
GUÍA PARA LA RECUPERACIÓN DE CUENTOS DE TRADICIÓN ORAL 1.- Nombre y apellidos del informante – – – – –
Edad Domicilio ¿Cuándo aprendió el cuento? ¿Dónde lo aprendió? ¿Quién se lo enseñó?
2.- Nombre y apellidos del recopilador – Edad – Curso – Profesor tutor 3.- Título del cuento 4.- Desarrollo del cuento (Introducción, nudo y desenlace) Nota: Todas estas formas de Literatura Oral han sido recopiladas en el Colegio, existiendo una amplísima muestra de cada una de ellas. Se editan en el presente libro sólo los cuentos, quedando pendiente de publicación el resto del material. La anterior guía de recopilación de la Literatura Oral fue presentada en el Primer Congreso de Renovación Pedagógica (celebrado en Barcelona en Diciembre de 1.983), por Diego Polo Aranda y Joaquín Quesada Guzmán.
EL TALLER DE CUENTOS Y LEYENDAS POPULARES INTRODUCCIÓN La cultura oral, heredada de nuestros antepasados por transmisión directa de padres a hijos, ha estado muy presente en Pegalajar, como en otros muchos pueblos de la geografía española y andaluza. El patrimonio cultural de Pegalajar es muy rico en cuentos, historias y leyendas populares, aparte de otras muchas manifestaciones de la literatura oral, de las que existe una importante recopilación en el colegio. Conscientes de que la escuela debía plantearse un contacto directo y permanente con su entorno y un enraizamiento con su medio social, el profesorado del centro vio fundamental la investigación y asimilación de la cultura popular, de la que los cuentos, historias y leyendas son una importante parte. La escuela ha intentado incorporar a ella misma lo que era cercano y directo a los niños: lo que habían escuchado y aprendido de sus padres, abuelos y vecinos, lo que habían vivido y guardado en su interior, y seguramente en su inconsciente, desde los primeros años de su vida. Se ha estado llevando a las aulas todas las manifestaciones de la Tradición Oral y del Folklore Infantil en general, y los cuentos, historias y leyendas populares en particular, intentando conseguir los importantes objetivos que a continuación se detallan.
OBJETIVOS DEL TALLER DE CUENTOS, HISTORIAS Y LEYENDAS POPULARES – Recuperar y conservar la cultura popular de Pegalajar, recordando y reviviendo aspectos de nuestra tradición que se están perdiendo. – Incorporar a la escuela la tradición oral cercana y directa a los niños, y partir del bagaje cultural que éstos llevan al colegio, adquirido en su casa y en la propia calle. – Lograr un contacto directo y permanente con el entorno y un enraizamiento con el medio social más cercano.
– Hacer una investigación local que trascienda a la escuela, interese al pueblo y relacione a ambos. – Recopilar, ordenar y clasificar la literatura oral de Pegalajar en general y los cuentos y leyendas en particular. – Realizar, a partir de los cuentos de nuestro pueblo, actividades escolares que desarrollen el área de lenguaje, en su doble vertiente de expresión y comprensión oral y escrita. – Recrear los cuentos recopilados, jugando con ellos e inventando otros nuevos. – Potenciar la creatividad infantil, partiendo de las técnicas de la “Gramática de la Fantasía”, para la elaboración de historias fantásticas. – Lograr, mediante la correspondencia escolar, el contacto con otros colegios que estén realizando trabajos como el nuestrro. – Procurar que en la clase exista un ambiente lúdico, ameno y distendido, para que los niños se lo pasen bien y aprendan jugando.
FICHA DE ACTIVIDADES ESCOLARES A PARTIR DEL CUENTO
Recopilación, ordenación y clasificación La primera actividad realizada ha consistido en: – Hacer un inventario mínimo de cuentos autóctonos de Pegalajar recordados por todos. – Realizar una investigación de los cuentos escuchados en nuestra infancia, pero ya olvidados. Dicha investigación se hizo en el entorno inmediato (padres, abuelos, vecinos, familiares, compañeros, amigos), anotando el nombre del informante, su edad y procedencia, la fecha de recopilación, el nombre del recopilador etc. – Ordenar los cuentos investigados: cuentos de animales, novelescos, de miedo, maravillosos, de risa... – Cotejar las versiones rescatadas con otras versiones. – Recrear el cuento, intentando ser fieles al texto primitivo.
Actividades de expresión oral y lectura Una vez recuperado un cuento concreto de la tradición oral del pueblo, lo inmediato era contarlo en clase y pasarlo por escrito a todos los niños, dando lugar a las actividades siguientes: – Narrar el cuento, ateniéndose lo más posible al texto. – Realizar una lectura individual del mismo (silenciosa o en alta voz). – Hacer una lectura colectiva, comentando el vocabulario y las expresiones. – Realizar ejercicios, orales o escritos, de comprensión lectora.
Actividades de Lenguaje Hacer girar toda el área de lenguaje y los distintos apartados de la misma alrededor del cuento:
Vocabulario – Seleccionar las palabras y expresiones difíciles y trabajar con ellas. – Ejercicios de derivación. Sinónimos y antónimos. – Familias de palabras etc…
Ortografía – Reglas ortográficas elementales que aparecen en el cuento. – Signos de puntuación. – Acentuación. – Separación de palabras. – Separación e identificación de sílabas etc…
Morfosintaxis – Singular y plural; masculino y femenino. – ¿Cómo son las cosas?: poner adjetivos. – ¿Cómo son las acciones?: poner adverbios. – ¿Qué hacen?: poner verbos y complementos. – ¿Quién lo hace?: poner sustantivos etc…
Análisis de la estructura del cuento – Descubrir los párrafos en los que haya descripción, diálogo o simple narración. – Elementos de la narración: – Descubrir los personajes más importantes, sus actitudes, su personalidad... – Las diversas acciones que se desarrollan. – Los lugares en los que se realizan dichas acciones. – El tiempo y la secuenciación de la acción.
Momentos de la narración – Presentación–comienzo de la intriga. – Nudo–desarrollo de la acción. – Desenlace–final. – Descubrir la estructura interna del cuento (Funciones de Propp).
Actividades de composición y recreación – Construcción de frases. – Resumen del cuento. – Descripción de personajes y de lugares. – Invención de nuevos diálogos entre los personajes. – Invención de poemas relativos a la acción o a los personajes. – Utilización del binomio fantástico y otras técnicas de la “Gramática de la Fantasía” (técnicas de Gianni Rodari). Partiendo de un cuento trabajado en clase, puede pasarse a la invención de otra historia, mediante un binomio fantástico que tenga las mismas secuencias y funciones que el primero. – Completar el cuento (cuento intermitente).
– Invención de historias fantásticas, mezclando cuentos e invirtiendo los roles existentes en los mismos. – Cambiar el final del cuento. – Invención de nuevos personajes. – Inventar un nuevo cuento, manteniendo la misma estructura. – Mezclar los personajes de varios cuentos. – Cambiar y jugar con los títulos de varios cuentos e inventar uno nuevo. – Analizar en los cuentos las Funciones de Propp e inventar nuevas historias que tengan la misma estructura. – Y otras muchas posibilidades de trabajo con los cuentos en clase…
Actividades de recreación artística Plástica – Ilustración de diversas escenas del cuento. – Secuenciación en viñetas y cómics. – Convertirlo en aleluyas. – Dibujarlo. – Realización de un mural colectivo. Dramática – Escenificación del cuento, con indumentarias adecuadas. – Mimo y guiñol. – Expresión corporal.
Musical – Unir la dramatización con el aspecto musical, mediante composiciones sencillas con flauta e instrumentos de percusión.
Conclusión La investigación y recuperación de los cuentos tradicionales de nuestro pueblo ha venido acompañada de la ordenación de dichos cuentos, del análisis de su estructura, de la cotejación de las versiones rescatadas con otras versiones de la literatura fantástica, con la recreación de esos cuentos en clase, con la realización de multitud de actividades en el área de lenguaje que han interesado enormemente a los niños... Han sido tantas las actividades realizadas en las aulas a partir del cuento, que ha merecido la pena dedicar tiempo y trabajo a esta actividad concreta... El colegio ha realizado una importante labor de recuperación de la tradición oral de nuestro pueblo, llevando a la práctica una metodología adecuada para tratar el cuento en la escuela y hacer partícipes a los niños de un acervo cultural que ya estaba perdiéndose... Todas las actividades anteriores del Taller de Cuentos y Leyendas Populares fueron presentadas en el Primer Congreso de Movimientos de Renovación Pedagógica celebrado en Barcelona en Diciembre de 1.983: Comunicación de los Grupos Pedagógicos de Jaén con el título "La Literatura de Tradición Oral en la Escuela", a cargo de Diego Polo Aranda y Joaquín Quesada Guzmán.
ESTRUCTURA INTERNA DE LOS CUENTOS En todos los cuentos hay personajes que realizan aventuras para divertirnos. De estos personajes, unos son buenos y otros son malos. Siempre suele haber un héroe que se enfrenta con el malo, o con monstruos o con brujas... Al final suele casarse con una princesa y viven felices, comiendo perdices. Todos los cuentos tienen la misma o parecida estructura interna. Este descubrimiento lo realizó un ruso, llamado Vladimir Propp, que analizó muchos cuentos del folklore de su país. En este análisis riguroso Propp se dio cuenta de que casi todos los cuentos tienen: – Un héroe que: – Se va de casa. – Tiene que hacer una misión difícil. – Posee algún poder mágico. – Se enfrenta con un malvado. – Lo vence. – Vuelve a casa después del combate. – Un malvado que: – Quiere hacer daño al héroe. – Posee unos poderes malignos. – Se enfrenta con el héroe. – Pierde la batalla. – Cuando el héroe vuelve a casa se encuentra que: – Alguien se quiere aprovechar de su ausencia. – Ese alguien es descubierto y castigado. – Se celebran las bodas o la recompensa del héroe. En todos los cuentos sucede algo parecido a lo anteriormente expuesto. Según Propp, un cuento fantástico tiene una estructura formada por elementos constantes, que siempre se repiten, llamados Funciones.
Estas funciones corresponden a todas las acciones posibles que puede realizar un personaje del cuento. El número máximo de funciones que pueden aparecer es 31, siendo su sucesión (aparezcan todas o no) siempre la misma. Conociendo las Funciones de Propp (al menos las más importantes) puede ser descubierta en seguida la estructura interna de cualquier cuento. De ahí que los niños, en la escuela, pueden estudiar y comprender dicha estructura interna e incluso inventar sus propios cuentos maravillosos, ya que todos cumplen unas reglas fijas. Cualquier niño, aunque sea de edad temprana, puede escribir e inventar cuentos (gracias al descubrimiento de Propp), siguiendo las reglas que utiliza cualquier escritor...
FUNCIONES DE PROPP Una vez presentado el héroe y su familia, y conocidas las coordenadas espacio–temporales en las que se desarrolla un cuento concreto (Situación Inicial), pueden existir, según Vladimir Propp, las 31 funciones siguientes: 1.- Alejamiento o ausencia El héroe o protagonista se aleja o ausenta de su casa. ("Caperucita se dirigió a casa de su abuelita a llevarle tortas y miel")... 2.- Prohibición Es impuesta al protagonista una orden o prohibición que le afecta directamente. ("No te entretengas por el camino ni hables con el malvado lobo")... 3.- Transgresión o infracción La prohibición hecha es desobedecida. ("Caperucita se entretuvo cortando flores del bosque y habló con el lobo")... 4.- Interrogación o investigación El protagonista es interrogado por el antagonista, el cual intenta obtener noticias suyas. ("El lobo preguntó a Caperucita dónde vivía su abuelita")...
5.- Información El antagonista recibe noticias sobre su víctima. ("Caperucita dice al lobo dónde vive su abuelita")... 6.- Engaño o trampa El antagonista intenta engañar al héroe, tendiéndole una trampa. ("El lobo indicó a Caperucita el camino más corto para ir a casa de su abuelita")... 7.- Complicidad El héroe se deja engañar, cayendo en la trampa. Aceptación del protagonista de la trampa que le han puesto, siendo cómplice de la misma. ("Caperucita se dirige a casa de su abuelita por el camino indicado por el lobo")... 8.- Fechoría o carencia inicial La función 8ª suele desdoblarse en dos, según sea el argumento del cuento: – Fechoría o daño: El antagonista daña o causa perjuicios al héroe o a algún miembro de su familia. ("El lobo se comió a la abuelita y después a Caperucita")… – Carencia inicial: Al héroe o a algún miembro de su familia le falta algo, carece de algo o desea poseer algo. ("El héroe carece de una flor misteriosa que puede curar la enfermedad de la princesa")... 9.- Mediación, momento de transición La mediación tiene como objetivo provocar la partida del héroe. Se divulga la noticia de la fechoría o de la carencia. Alguien ruega al héroe que se decida a intervenir y partir. ("Quien traiga la flor, se casará con la princesa y recibirá la mitad de mi reino")...
10.- Decisión del héroe–Principio de la acción contraria El héroe acepta o decide actuar. ("Yo partiré en busca de la flor y salvaré la vida de la princesa")... 11.- Partida El héroe abandona su casa e inicia la partida para conseguir su objetivo. ("Y se puso en marcha en busca de la misteriosa flor")... 12.- El héroe es sometido a prueba: primera función del donante El héroe sufre una prueba que le prepara para la recepción de un objeto o auxiliar mágico. ("Sé generoso conmigo y dame parte de tu comida")... 13.- Reacción del héroe El héroe reacciona favorablemente ante el futuro donante. ("Y le dio todo lo que llevaba en su zurrón, no quedándose con nada para él")... 14.- Donación o recepción del objeto mágico El héroe recibe un objeto mágico que le facilitará la consecución de su objetivo. ("Toma esta pluma de mi cola y, cuando digas Dios y águila, en águila te convertirás")... 15.- Traslado o desplazamiento del héroe El héroe es transportado cerca del lugar donde se halla el objeto de su búsqueda, o se le indica el camino que debe de seguir con todo lujo de detalles. ("Debes andar durante tres días y tres noches sin perder nunca el camino de la derecha. Al final encontrarás tres puertas")... 16.- Lucha o combate entre el héroe y el antagonista El héroe y el antagonista se enfrentan en un combate. ("Juan cogió su mazo y lo hundió en la cabeza del dragón más de tres palmos")... 17.- Marca del héroe El héroe recibe una marca. ("La princesa le cortó un mechón de cabello")...
18.- Victoria del héroe sobre el antagonista El antagonista es vencido por el héroe. ("El dragón murió en aquel mismo instante”)... 19.- Reparación de la fechoría o daño, o de la carencia inicial – La fechoría o daño inicial son reparados. ("El cazador disparó sobre el lobo, apareciendo sanas y salvas Caperucita y su abuelita")... – La carencia inicial del protagonista es repuesta o colmada. ("Y cogió con rapidez la flor que estaba colocada en lo más alto de la montaña")... 20.- Regreso o vuelta del héroe El héroe regresa. El regreso suele realizarse de golpe y, a veces, tiene carácter de huida. 21.- Persecución del héroe El héroe es perseguido y acosado en su regreso o huida. 22.- Salvación y socorro del héroe El héroe es auxiliado y salvado. (Las funciones de la 8 a la 14 suelen volver a repetirse entre la 22 y la 23). 23.- Llegada de incógnito del héroe El héroe regresa a su casa de incógnito. 24.- Pretensiones engañosas del falso héroe Un falso héroe reivindica para sí las acciones del héroe, haciéndose pasar por conquistador del objeto buscado. 25.- Tarea difícil Al héroe le es propuesta una tarea o misión difícil.
26.- Tarea cumplida–Ejecución de la misión La tarea propuesta es cumplida y ejecutada por el héroe. 27.- Reconocimiento e identificación del héroe El héroe es reconocido gracias a la marca o señal que le fue dada. 28.- Descubrimiento y desenmascaramiento del falso héroe El falso héroe, el antagonista, el agresor, el malvado, es desenmascarado. 29.- Transformación o transfiguración del héroe El héroe es ensalzado, recibiendo una nueva apariencia. 30.- Castigo del antagonista El antagonista y el falso héroe son castigados. 31.- Matrimonio–Boda o recompensa del héroe Boda o recompensa del héroe. Conclusión: El punto de partida de los cuentos maravillosos suele ser, por tanto, una carencia o falta de algo padecida por el héroe o su familia. El desenlace es, casi siempre, el matrimonio. Entre el punto de partida y el desenlace están las demás Funciones de Propp entre las que cabe destacar: el viaje o alejamiento del héroe, la prueba que ha de sufrir, la recepción de un objeto mágico, el combate entre el héroe y el agresor, la victoria del héroe, el viaje de vuelta con persecución incluida, la llegada del héroe a su casa de incógnito, el desenmascaramiento de un usurpador de los méritos de su hazaña, el reconocimiento y premio del héroe y el castigo del falso héroe.
Para que un cuento español sea auténticamente maravilloso es esencial que contenga las siguientes funciones de Propp: – La carencia inicial. – La existencia de un objeto mágico para reparar dicha carencia. – Las pruebas que deben ser realizadas por el héroe (al menos en una de las tres funciones previstas: 12, 16 y 20). – El resto de las funciones deben mantenerse en el orden establecido por Propp, o al menos que este orden pueda ser fácilmente restablecido. Puede comprobarse finalmente que, para adentrarse en el estudio de los cuentos, es totalmente imprescindible conocer a la perfección las 31 funciones de Propp sobre las leyes que rigen la estructura interna del cuento. Funciones estudiadas y aprendidas en el Grupo de Literatura Infantil de “Sierra Mágina” de los Grupos Pedagógicos (con el asesoramiento y conocimiento de Alfredo Infantes), y en el curso realizado con Víctor Garrido Alcalde, profesor de la Escuela Universitaria de Formación del Profesorado de Jaén.
APLICACIÓN DE LAS FUNCIONES DE PROPP A LA CREACIÓN LITERARIA EN LA ESCUELA Conocidas las leyes anteriores, los niños pueden inventar sus propios cuentos… Para la realización de este trabajo en la escuela, pueden ser ofrecidas a los alumnos las tres posibilidades siguientes: A) PRIMERA POSIBILIDAD – Introducción – Situación inicial. – Prohibición–Transgresión:
Funciones 2 y 3.
– Nudo – Fechoría o carencia: – Mediación: – Combate–Victoria:
Función 8. Función 9. Funciones 16 y 18.
– Desenlace – Reparación o castigo:
Funciones 19 ó 30.
B) SEGUNDA POSIBILIDAD – Introducción – Situación inicial. – Alejamiento: – Interrogación–Información: – Engaño–Complicidad:
Función 1. Funciones 4 y 5. Funciones 6 y 7.
– Nudo – Fechoría: – Partida del héroe: – Prueba del donante: – Reacción del héroe: – Recepción del objeto mágico: – Combate–Victoria:
Función 8. Función 11. Función 12. Función 13. Función 14. Funciones 16 y 18.
– Desenlace – Reparación:
Función 19.
C) TERCERA POSIBILIDAD – Introducción – Situación inicial. – Alejamiento: – Prohibición–Transgresión: – Interrogación–Información: – Engaño–Complicidad:
Función 1. Funciones 2 y 3. Funciones 4 y 5. Funciones 6 y 7.
– Nudo – Fechoría o carencia: Función 8. – Mediación: Función 9. – Decisión del héroe y partida: Funciones 10 y 11. – Prueba del donante: Función 12. – Reacción del héroe: Función 13. – Recepción del objeto mágico: Función 14. – Traslado del héroe: Función 15. – Combate–Marca del héroe–Victoria: Funciones 16, 17 y 18. – Desenlace – Preparación del desenlace: – Desenlace:
Funciones 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26. Funciones 27, 28, 29, 30 y 31.
Posibilidades aprendidas y practicadas en el Equipo Comarcal de Literatura Infantil de los Grupos Pedagógicos de Jaén; Grupos que, durante largos años de trabajo cooperativo entre docentes, han intentado llevar a la escuela metodologías activas y creativas que renovaron la enseñanza.
FEDERICO MARTÍN NEBRAS Fue precisamente en las Segundas Jornadas Pedagógicas organizadas por los Grupos, y escuchando a Federico Martín Nebras, al hablarnos de “Literatura Infantil”, cuando surgió en mí y en otros compañeros/as el deseo y la necesidad de investigar y recuperar la Tradición Oral de nuestros pueblos… Siempre estarán presentes en mi memoria las primeras palabras del Curso, ante un grupo de maestros/as, con nuestras manos enlazadas formando un círculo, recordando nuestros juegos de niños/as: “Comenzar en círculo, siempre en círculo, círculo–ojo, círculo–pozo, círculo–luna, círculo–sol, círculo–tierra, círculo… magia… juego… azar. Y en círculo marcamos un ritmo y lo pasamos de mano en mano, de gesto en gesto, de cuerpo en cuerpo; y desde el ritmo, el sonido; y lo silenciamos, y lo atronamos, y lo ocultamos, y lo asomamos, y lo sorprendemos (y nos sorprendemos), y saltamos, y… recuperamos el juego”… Y en aquel círculo recuperé en un momento, de improviso y sin esfuerzo alguno, la poesía de uno de mis juegos de niño preferidos: “Por ahí va mi gavilán, con las uñas afilás. ¡Como no me traigas uno, te arranco las tajás!”… También recuperé en aquel círculo mi cariño y mi dedicación hacia todas las manifestaciones de la Tradición Oral de mi pueblo. JOAQUÍN QUESADA GUZMÁN MAESTRO JUBILADO DE EDUCACIÓN PRIMARIA
LA TÍA MISERIA "En un lejano país, hace muchísimos años, vivía una anciana conocida como la Tía Miseria. En la puerta de su casa había un hermoso huerto y, en medio de él, un magnífico peral que echaba la fruta más apetitosa de aquellos contornos. Los niños, aprovechando los descuidos de la vieja, se encaramaban en lo alto del peral y se comían las ricas peras, atragantándose con ellas y llevándose bien llenos los bolsillos y hasta el forro de sus camisas. La Tía Miseria, dando grandes voces y con un palo en la mano, solía echar a los ladronzuelos, que cada día eran más numerosos. A decir verdad, la pobre mujer no sabía qué hacer, pues a pesar de sus voces y de su enorme palo (que más de una vez cruzó en las costillas de algún rezagado), éstos le birlaban las peras que era un primor. – ¡Este año ni siquiera he podido probarlas! – se lamentaba la Tía Miseria con profunda pena. Y se pasaba el día y la noche pensando y discurriendo, para encontrar la fórmula que impidiera aquellos robos tan descarados. Un día, ya anocheciendo, la lluvia azotaba la casa de la Tía Miseria y un fortísimo viento balanceaba el peral, haciendo que sus ramas casi llegasen al suelo. De repente, alguien llamó con fuerza a la puerta de la vieja. – ¿Quién será a estas horas y con el tiempo que hace? – refunfuñó mientras se acercaba a la puerta. Nada más abrir, se encontró cara a cara con un anciano, tal vez más viejo que ella, cuyo aspecto infundía lástima. – ¿Podría darme alojamiento al menos por esta noche? – le dijo con cara de tristeza –. La lluvia y el fuerte viento me impiden continuar mi camino. – Pase, pase, y no se quede en la puerta. Viene empapado y le vendrá muy bien la lumbre que hay encendida.
– ¡Se lo agradezco con toda mi alma! – añadió el anciano –. Ya no suelen encontrarse personas como usted. Sin ir más lejos, un poco más arriba acaban de darme con la puerta en las narices. La Tía Miseria no hizo honor a su nombre y se esmeró cuanto pudo en preparar una cena caliente y una cama mullida, en la que el viejo durmió de mil primores. A la mañana siguiente, nada más clarear el alba, el buen viejo se hallaba ya en la puerta, dando las gracias a la Tía Miseria y despidiéndose cariñosamente de ella. – Pídame en agradecimiento lo que quiera – le dijo –. Tengo poder de Dios para otorgarle todo lo que de mí solicite. La Tía Miseria no sabía qué pedir, pero de repente una luminosa idea alumbró su cerebro: – Deseo me conceda algo importantísimo para mí: que todos los que se suban a mi peral, a cualquier hora del día o de la noche, se queden pegados en él como las moscas en la miel. Y que permanezcan en esa situación, hasta que yo quiera soltarlos. Al buen anciano le pareció bien lo que le solicitaba y, sin más palabras, le concedió su petición, perdiéndose por el camino en pocos segundos. Es de suponer lo que disfrutó la Tía Miseria dejando pegados en el peral a tantos y a tantos niños de aquel pueblo y de los pueblos vecinos. Allí los tenía amarrados al árbol todo el tiempo que quería, y el palo entraba en funcionamiento antes de despegarlos, para que la idea de volver a robar sus peras desapareciera para siempre. Fue así como la Tía Miseria pudo por fin saborear sus ricas peras, bendiciéndose mil veces por la caridad que había tenido con el viejo. Un día que la Tía Miseria estaba peinándose el poco pelo blanco que le quedaba, se le presentó la Muerte, dispuesta a poner fin a sus días lo antes posible. – ¡Vamos, Tía Miseria! – dijo la Muerte nada más llegar –. ¡Prepárese en seguida, que ya ha llegado su hora!
– Déjeme unos minutos para vestirme y para preparar todo lo que necesito para el viaje. Le fueron concedidos los minutos que solicitaba y la Tía Miseria comenzó a acicalarse con tranquilidad, mientras la Muerte la esperaba con impaciencia. – ¡Vamos, vamos! – decía la Tía Miseria, mientras se ponía sus zapatos nuevos –. ¡No se impaciente, que ya mismo estoy preparada! A los pocos minutos, arreglada de arriba a abajo, ya estaba la vieja dispuesta a abandonar su casa y su querido peral. – ¡Por favor! – le dijo a la Muerte –. ¿Podría concederme mi último deseo? – ¡Si es algo rápido, está concedido! – ¡Rápido, no, rapidísimo!. Lo único que le pido es que se suba al peral y coja unas cuantas peras para el camino. Yo soy ya vieja y no puedo hacerlo, y no quisiera despedirme de este mundo sin saborear, por última vez, esa fruta que tanto me gusta. No había terminado la Tía Miseria de hablar y ya estaba la Muerte encaramada en lo más alto de las ramas del peral, quedándose pegada en él entre las risas y palmoteos de la vieja que decía: – ¡Come, come peras, que están muy ricas! Al cabo de cien años, la Muerte seguía tan tiesa en lo alto del peral de la Tía Miseria. Y rogaba todos los días a la anciana que la despegase de aquel maldito peral. Como la Muerte que era, tenía que seguir haciendo aún muchas visitas a personas que ya llevaban años esperándola. La Tía Miseria se encontraba muy bien en este mundo y no estaba dispuesta a que la Muerte siguiera haciendo aquellas visitas que ella tanto temía. Y sucedió que cientos de ancianos no podían morirse y buscaban a la Muerte por todas partes, hartos ya de estar en este mundo. Un día, después de mucho buscar y rebuscar por todos sitios, encontraron a la Muerte en las ramas del peral de la Tía Miseria.
Rápidamente, un buen número de abuelos (los que más gana tenían de morirse), se subieron en el peral para bajarla, pero todos se quedaron pegados en él, sin haber conseguido su propósito. La Tía Miseria oyó el ruido que la Muerte y los viejos hacían sobre el peral y, compadecida, dijo dirigiéndose a la Muerte: – Os soltaré a todos y a ti la primera, con una condición indispensable: que no vendrás por mí hasta que yo te llame tres veces. La Muerte prometió cumplir lo que la Tía Miseria le pedía y rápidamente quedó despegada del peral, dándose prisa en llevarse al otro mundo a tanto y a tanto abuelo que esperaban impacientes. Y cuentan que la Muerte no ha sido llamada todavía tres veces, y por eso la miseria existe siempre en el mundo". Y ha terminado el cuento contado.
Por no llamar a la muerte, la miseria está presente. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Francisco Gómez León.
– Recopilación:
– Mari Nieves Gómez Titos.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
EL CURA SIN CUIDAOS "Hace muchos años, en un pueblo andaluz como el nuestro, vivió un sacerdote que, nada más clarear el alba, tenía por costumbre rezar sus oraciones y decir su misa, en compañía de unos pocos fieles. A las siete de la mañana, ya había terminado sus quehaceres... Tan desocupado estaba que puso en la puerta de su casa un letrero con grandes letras, que llamaba la atención de todos los que por allí pasaban: “Aquí vive el cura sin cuidados”. El letrero pasó de boca en boca por todos los habitantes del pueblo, que criticaban con descaro la desocupación de su párroco. Y la frase se hizo famosa en todos aquellos contornos, llegando la noticia al mismísimo obispo el cual, como buen pastor de su rebaño, se dio cuenta en seguida de la mala fama que el dichoso cartel haría recaer sobre sus sacerdotes y, por consiguiente, sobre la misma iglesia. De ahí que mandó llamarlo con rapidez, antes de que la noticia se extendiera y el clero en general fuera injustamente catalogado. Y así fue como nuestro cura se presentó un día en el obispado, ajeno totalmente a la razón que podía haber motivado la urgente llamada de su Ilustrísima. – ¿Es cierto – empezó a decir el señor obispo – que en la puerta de su casa ha puesto un letrero que deja en mal lugar a todos los sacerdotes y a la Institución que usted representa? – ¡Cierto es en verdad! – respondió el cura sin cuidaos –. A las siete de la mañana ya he terminado mi trabajo, y no creo que a nadie pueda ofender por expresar que, durante el resto del día, no tengo cuidao alguno. – ¿Y la catequesis? ¿Y los enfermos de la parroquia? ¿Y el sacramento de la penitencia? – añadió el obispo con pena –. Por lo que a mí respecta, procuraré darle algún trabajo para que tenga al menos algún cuidadillo en qué pensar. – ¡Usted dirá! – dijo con preocupación el desocupado sacerdote. – Le ordeno que venga a verme dentro de un mes y, si no contesta bien a las preguntas que voy a formularle, lo destituiré de su cargo:
. ¿Cuánto pesa la tierra? . ¿Cuánto pesa la luna? . Si yo quisiera darle la vuelta al mundo, ¿cuánto tardaría? . Si yo quisiera venderme, ¿cuánto valdría? . ¿Qué cosa pienso yo como cierta, que no es verdad? Mientras escuchaba tan difíciles preguntas, al pobre cura un color se le iba y otro se le venía. Y, tras manifestar al obispo que no podía contestar por el momento a ninguna de ellas, se marchó triste para su casa, arrepentido de haber colocado aquel letrero que tantos problemas le estaba ocasionando. ¡Qué días pasó el pobre cura! Se metió en su biblioteca, tal vez por primera vez en su vida, y revolvió todos los libros una y mil veces, sin encontrar las soluciones de aquellas preguntas tan extrañas: ¿Cuánto pesaría la tierra? ¿Y la luna? ¿Cuánto podría tardar el señor obispo en darle la vuelta al mundo? ¿Cuánto valdría su Ilustrísima, en caso de ser vendido? ¿Qué cosa pensaba como cierta que no era verdad?... Echado en la cama durante todo el día, pensaba y repensaba y se desesperaba, sin atisbar el menor rayo de luz que le llevara a comprenderlas. Preguntó entonces al maestro del pueblo, al juez y al mismo comandante de puesto, pero ninguno supo darle norte sobre las mismas, a pesar de ser personas instruidas y estudiosas. Faltaban ya veinticuatro horas para tener que volver al obispado, y su desesperación crecía minuto a minuto. De pronto, llamaron a la puerta de su casa. – ¿Quién será, Dios mío? – exclamó el pobre cura que no tenía ganas de hablar con nadie. Al abrir la puerta, se encontró con Juanillo, el pastor de las vacas y ovejas de la parroquia que, como todos los meses, iba a darle cumplido parte de cómo marchaba la economía doméstica. – ¡Señor cura! – dijo Juanillo nada más entrar –. ¡Alegre esa cara que las ovejas han parío treinta borreguillos nuevos!
– ¡Para borreguillos estoy yo ahora mismo! – replicó desesperado el buen sacerdote –. ¡Menudos problemas tengo yo como para pensar ahora en chotos y en borregos! – Pero,... – dijo extrañado Juanillo, que nunca había visto al cura tan preocupado –. ¿Tampoco quiere que le hable de las cuentas que ajustamos todos los meses? – ¡Menuda cuenta tengo yo que resolver antes de mañana a estas horas! – ¿Puede usted decirme lo que le ocurre? – dijo de nuevo el pastor, acercándose al atribulado sacerdote e interesándose por ayudarle. – Nada que tú, con tu corta inteligencia, puedas solucionar – añadió el cura con desdén. – Si me da cuenta de su pena, es seguro que pueda ayudarle – insistió el pastor con cara alegre. El pobre cura no tuvo más remedio que contar al mayoral de sus ganados la causa de su preocupación y de su angustia. Éste, nada más escuchar las cinco preguntas, dijo con resolución y picardía: – ¿Y ésos eran los problemas tan difíciles que tenía que resolver? ¡Si lo hubiera dicho antes, se hubiera evitado tanto mareo! ¡Esas preguntas son tan fáciles, que hasta los niños de teta son capaces de contestarlas! – ¿Hablas en serio? – decía el cura sin cuidaos, que no daba crédito a lo que estaba oyendo. – ¿Que si hablo en serio? ¡Y tan en serio! ¡Yo me ofrezco a sacarle de esta situación tan embarazosa! – ¿Tú? ¿Tú que no sabes leer ni escribir, ni has visto un libro en tu vida? ¿Estás seguro de lo que me estás contando? – ¿Seguro dice? ¡Usted déjeme sus hábitos y quédese tranquilo, que yo lo arreglaré todo!
Y, tan seguro estaba de poder contestar las famosas preguntas que, cumplido el plazo dado por el señor obispo, se colocó la sotana del cura y se dirigió con rapidez al encuentro de su Ilustrísima. El señor obispo lo recibió con alegría, le hizo sentarse a su lado y, sin dar más tiempo a contemplaciones, fue directo a las preguntas: – ¡Veamos la primera!: ¿cuánto pesa la tierra? – Pues verá usted – dijo el astuto pastor –. Cuando le quite las piedras que tiene, no tendré problema ninguno en poder pesarla. Sonrió el señor obispo al descubrir la sagacidad de la respuesta y continuó: – ¿Y la luna? ¿Cuánto pesa la luna? – ¡Exactamente una arroba! – dijo el pastorcillo sin pensárselo dos veces –. Y como tal arroba, pesa cuatro cuartos. Volvió a reír el señor obispo, desconcertado ante la respuesta, y dijo seguidamente: – Y, si yo quisiera darle la vuelta al mundo, ¿cuánto tardaría? – ¡Según!... – replicó el pastor. – ¿Cómo se entiende ese según? – Pues, según con la prisa con que la que usted camine. Si camina tan de prisa como la tierra cuando da vueltas sobre sí misma, tardará solo veinticuatro horas. Pero si camina con la velocidad de la tierra cuando da vueltas alrededor del sol, tardará 365 días. – ¿Y si quisiera venderme? ¿Cuánto valdría? – Si usted quisiera venderse, el precio sería quince monedas de plata. – ¡Hombre! ¿Quince monedas tan sólo? ¿Y por qué razón vale un obispo tan poco?
– Porque Jesucristo Nuestro Señor era Dios y fue vendido por treinta monedas, y es justo que su Ilustrísima valga sólo la mitad que Él. El señor obispo, cada vez más aturdido por estas inesperadas respuestas, le hizo por fin la pregunta definitiva, que estaba seguro no contestaría: – ¿Qué cosa pienso yo como cierta que no es verdad? – Pues usted está pensando que habla en estos momentos con el cura sin cuidaos, y sin embargo está hablando con el mayoral de sus ganaos. El obispo dio un bote de asombro. Se quedó meditando un rato sin saber qué decir ni qué hablar, hasta que por fin pudo enhebrar estas palabras: – Vete ahora mismo y le entregas tus rebaños al señor cura sin cuidaos para que él los apaciente, y quédate tú en su puesto para siempre. Y así fue, gracias a Dios".
El obispo ha castigado al cura desocupado. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Catalina Guzmán López. – Tomás Guzmán López. – Ana García Navas. – María Antonia Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán. – Mari Gómez Cobo. – Recopilación: – Paqui García Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez. –Recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
EL PORQUERILLO DEL CARRETÓN “Cuando Antoñico Ramón era crío, se fue al Carretón de porquero, pues este oficio era el que más abundaba en Pegalajar en aquellos tiempos. La necesidad y el hambre eran tan grandes que las familias del pueblo se iban a los cortijos casi por la mantención, cuidando los niños el ganao: cabras, chotos, ovejas, pavos e incluso marranos, como ocurrió en la historia de este porquerillo. Antoñico Ramón se levantaba temprano y se iba a darle careo a la piara de treinta cerdos, que el amo del cortijo engordaba para venderlos en el tiempo de las matanzas. Una de aquellas mañanas pasaron por allí unos arrieros que le dijeron: – Porquerillo, ¿quieres vendernos todos los marranos? Te los pagaremos a muy buen precio. – No puedo venderlos, porque no son míos – contestó Antoñico –. Los marranos son del amo, y si a alguno de ellos llegara a pasarle algo, mi padre me pega una paliza que me mata. Pero, tanto y tanto le insistieron y le obligaron, que el pobre niño no tuvo más remedio que vendérselos todos por veinte mil reales. – ¿Y ahora qué le digo yo al amo? – dijo con preocupación Antoñico –. Entre él y mi padre me esloman cuando se enteren. – No tienen por qué enterarse – replicaron los astutos arrieros –. Vamos a cortarles los treinta rabos, y los hincaremos con cuidado en el cenaguero...Tú debes decirles que estaban comiendo tranquilamente y que de pronto se atascaron, no viéndose ya nada más que los rabos. Y así lo hicieron. Les cortaron los rabos a todos los cerdos, y los colocaron de tal manera en el cenaguero, que parecía que de verdad estaban allí enterrados... – ¡Papa!, ¡amo! – gritó Antoñico con sus 20.000 reales en el bolsillo –. ¡Venid corriendo, que los marranos se están ahogando!
– ¿Qué quieres, Antoñico? ¿Por qué das esos gritos tan fuertes? – contestaron a coro el padre y el dueño de la piara. – ¡Los treinta marranos se han metío en el fango y se han quedao tan pegaos en él que, cuando quiero sacarlos, me queo con el rabo entre las manos! – ¡Demonio de zagal! – decía el amo –. ¡Cogeos conmigo y tirad con todas vuestras fuerzas! Cogieron el primero y... – ¡A la una, a las dos, y a las tres! ¡Qué porretazo, Dios mío! ¡En todo el Carretón oyeron el golpe! Así fue ocurriendo con el resto de los inexistentes marranos ante la risueña cara del porquerillo, que lo que más sentía era los baquetazos que se pegaba su padre por quedar bien delante del amo... Y así fue como Antoñico Ramón y su familia fueron despedidos de su trabajo, trayéndose a cambio para Pegalajar veinte mil reales, que en aquel tiempo de escasez eran una auténtica fortuna. Y el que no se lo crea, que vaya mañana al Carretón, se meta en el cenaguero, tire de los rabos que quedan y lo vea".
En el Carretón pasó esta historia verdadera: cuando pases por allí cuenta los rabos que quedan. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Gonzalo Aranda Valero.
– Recopilación:
– Antonio Ramón González Aranda.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
LA ALBAHACA "Vivía hace muchos años, en una casa pequeña y bonita, una familia que tenía tres hijas. Y, justo en frente, había otra mucho más grande y lujosa, perteneciente nada más y nada menos que al mismísimo rey. Las tres hermanas cuidaban con esmero un pequeño jardín que siempre estaba repleto de toda clase de plantas. El olor de las mismas llegaba hasta el palacio del rey, dada la proximidad de éste. Y, en aquel jardín, destacaba un rincón escondido, lleno de luz y de albahaca. Cada mañana, nada más clarear el día, una de las tres hermanas salía a regar la albahaca y, cada mañana también, el rey se asomaba a una ventana del palacio con la pícara idea de incordiar y molestar a sus vecinas. Un día, como era habitual, salió la hermana mayor a regar la albahaca. El rey, asomado a su ventana, le dijo con superioridad: – Señorita que riega la albahaca, ¿cuántas hojitas tiene la mata? La muchacha, no sabiendo qué contestar, se entró a su casa llena de vergüenza. Una vez dentro, le contó lo ocurrido a sus hermanas. Al oírlo, la mediana se armó de valor y con gran valentía dijo: – Yo sabré contestarle. Mañana seré yo quien salga a regar la albahaca. Y efectivamente, a la mañana siguiente, fue la hermana mediana quien salió con decisión a regar la albahaca. El rey, asomado a la ventana, dijo nada más comenzar el riego: – Señorita que riega la albahaca, ¿cuántas hojitas tiene la mata? La hermana mediana se entró también colorada a su casa, sin saber tampoco qué contestar a aquel rey tan atrevido. También ella contó lo sucedido a sus hermanas, siendo en esta ocasión la más pequeña la que habló de esta manera: – Mañana seré yo quien riegue la albahaca. Estad seguras de que sabré contestarle como se merece.
Y, nada más amanecer, salió la hermana pequeña a regar. El rey, pensando que también se reiría de ella, pronunció las palabras que ya conocemos: – Señorita que riega la albahaca, ¿cuántas hojitas tiene la mata? – So tío calcucero, ¿cuántas estrellitas tiene el cielo? En esta ocasión fue el rey quien, avergonzado y molesto, cerró la ventana, exclamando entre dientes que se vengaría de ella. Al día siguiente, se vistió el rey de encajero y fue presuroso a la casa de las tres hermanas para ofrecerles su mercancía. Llamó con decisión a la puerta y le abrió la hermana menor, sin imaginar quién le vendía los encajes. El pícaro encajero le dijo: – Todos los encajes que llevo, te los doy a cambio de un beso. – ¡Ahí va el beso! – contestó la muchacha . Amaneció un nuevo día y salió de nuevo la hermana pequeña a regar la albahaca. El rey, asomado a la ventana, dijo con la sonrisa irónica de siempre: – Señorita que riega la albahaca, ¿cuántas hojitas tiene la mata? – So tío calcucero, ¿cuántas estrellitas tiene el cielo? – ¿Y el beso del encajero, cómo fue bonito o feo? Al oír estas palabras, la muchacha entró con rapidez en su casa, con el decidido ánimo de vengarse cuanto antes.
Y sucedió que el rey cayó enfermo, presentándosele la ocasión de la venganza antes de lo que ella imaginaba. Con mucha astucia se disfrazó de médico y se presentó en la casa del rey, diciendo que podría sanarlo. La única condición era que tenían que dejarlo a solas con él, sin espectadores que vieran la medicina que le daba. Una vez solos, el doctor abrió su maletín y, sacando de él un largo rábano, lo metió, como un cohete, en el real culo del enfermo. A los pocos días sanó el rey, no se sabe si por los efectos beneficiosos del rábano, y se asomó a la ventana en el mismo momento que la hermana menor regaba como siempre la albahaca. – Señorita que riega la albahaca, ¿cuántas hojitas tiene la mata? – So tío calcucero, ¿cuántas estrellitas tiene el cielo? – ¿Y el beso del encajero, cómo fue bonito o feo? – ¿Y el rábano por el culo, cómo estaba tierno o duro?”
El rey ha sido burlado por haber sido malvado. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Ana Garrido Cueva. – María Antonia Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán. – Mari Gómez Cobo.
– Recopilación:
– Caty Garrido Garrido. – Joaquín Quesada Guzmán. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
CATOLI, MEDIOLI, APUROLI "Esto era una vez una zorrica y un lobo que se enteraron que daban una obrá de viña para cavarla en la Fuente del Albercón. – ¿Quieres que la cavemos nosotros? – dijo la zorrica a su compañero. – ¡Claro que quiero! – contestó el lobo –. Ganaremos algunos dinerillos que siempre vienen bien, y al mismo tiempo haremos ejercicio. Puestos de acuerdo, fueron y hablaron con el amo de la viña y contrataron la obrá en veinte duros. Entraba también en el trato una damajuana de vino del país, que les fue entregada para que se la bebieran entre los dos a lo largo del día. Estuvieron cavando toda la mañana y toda la tarde, pero iban muy lentos y no terminaron. Así que tuvieron que madrugar al día siguiente y manejar la azá más deprisa con el ánimo de acabar pronto. La zorrica quería beberse ella sola el rico vino que le habían regalado para la merienda, pero no sabía cómo. De pronto, empezó a ladrar el perro del amo de la viña, y ésta vio el cielo abierto mientras decía: – ¿Por qué ladrará el perro? ¿Quieres que vaya a dar una vuelta, para ver si alguien nos está robando el hato? – ¡Está bien, pero no tardes! – dijo el lobo –. ¡Ya sabes que tenemos que terminar pronto y esta maldita viña tiene la tierra muy dura! La zorra dio la vuelta, mientras el lobo seguía cavando, y se empinó la damajuana del vino que fue un primor. Cuando regresó donde estaba el lobo, éste le preguntó: – ¿Quién había por ahí? – ¡Catoli! – contestó la astuta zorra. Siguieron cavando y, a la hora poco más o menos, comenzó el perrillo a ladrar de nuevo.
–Oye, lobo, parece que ahora ladra con más fuerza. ¿Quieres que vaya otra vez? Seguro que nos están robando. – ¡Bueno, anda, pero ven pronto! Si te tardas, tendrás que cavar tú un ratillo sola. La zorrica aprovechó bien su segundo viaje y se empinó la damajuana otra vez, dejándola más de media. – ¿Quién había ahora? – dijo el lobo cuando la vio llegar. – ¡Medioli! – contestó la zorra con la boca hecha agua por el rico vino. Empezaron de nuevo a cavar y, a la media hora más o menos, ladró otra vez el perro. La zorrica volvió a pedir permiso a su compañero, y se fue de nuevo al hato donde apuró la damajuana nada más llegar. – ¿Y ahora, quién había? – dijo el lobo con cara ya de pocos amigos. – ¡Apuroli! – exclamó la zorra mirando a su compañero con el rabillo del ojo, ya un poco mosca por el efecto del rico vino. Fue entonces cuando el lerdo del lobo comprendió el engaño de su astuta compañera. Sin pensárselo dos veces, se dirigió corriendo al hato y encontró la damajuana en el suelo, sin una gota que llevarse a la boca. – ¡Ven aquí, Catoli! ¡No corras, Medioli! ¡Espérate un poquillo, Apuroli!... ¡Que si quieres arroz! La zorrica salió corriendo a cuatro patas y el lobo detrás pisándole los talones… Pero, al llegar a las terreras del Arroyo, consiguió meterse la raposa en su madriguera... El lobo, que había llegado al mismo tiempo, probó a introducir su mano intentando pillarla y consiguió agarrarle una de las patas. Pero, de nuevo hizo la zorra alarde de su astucia y, viendo a su lado una raíz de oliva, dijo con picardía: – ¡Huí, huí, por agarrar la pata, agarraste la raíz!
El tonto del lobo, creyendo otra vez a la astuta zorra, soltó la pata y agarró la raíz con todas sus fuerzas. La zorra pudo escapar, con su barriga llena del rico vino del país, quedando el lerdo del lobo nuevamente burlado. Y aquí se acaba mi cuento, con pan y rábano tuerto, porque la tunilla zorra se ha metío muy adentro”.
Zorrica matrera, al lobo ha burlado en su madriguera. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Catalina Valenzuela Ríos. – Antonio Ramón Gómez Ruiz.
– Recopilación:
– Juan López Gómez. – Encarna Gómez Valenzuela.
– Recreación:
– Joaquín y Juan Quesada Guzmán. – Encarna Gómez Valenzuela.
ANDE, LANDERA "Hace ya muchos años las cosas no podían marchar peor para los zorros: los animales que ellos solían cazar, habían salido más listos de la cuenta y no se dejaban comer tontamente. El zorro y la zorra de nuestra historia se pasaban horas y horas persiguiendo a los conejos y a las liebres, sin llegar a conseguir nunca su propósito... Y era ya tanta el hambre que tenían, que un buen día decidieron abandonar las alturas de Bercho y se bajaron a la campiña en busca de mejores vientos. No tardaron en darse cuenta de que, en un cortijo cercano, desayunaban todas las mañanas, nada más clarear el día, unas migas con chorizos y torreznos que alimentaban con sólo olerlas. ¡Cómo se les hacía la boca agua al pensar en un bocado tan apetitoso! Un día, no pudiendo aguantar más el hambre, la zorrica propuso a su compañero: – Si quieres que nos comamos las migas, no hay más remedio que poner en práctica el plan que he estdo pensando durante toda la noche: al lado del cortijo hay una bandada de pavos y gallinas muy grande y las tapias del corral están muy bajas. Tú, que eres más valiente, entrarás al gallinero, mientras yo me quedo escondida al lado de la casa. Como las gallinas harán mucho ruido, los pastores y los perros saldrán furiosos detrás de ti. Mientras tanto, yo entraré por las ricas migas, que luego nos comeremos a medias en nuestra madriguera. El zorro no puso peros a la propuesta que había escuchado atentamente, y ambos se dirigieron con cautela hacia el cortijo. Cuando llegaron, ya clareaba. Por la puerta, abierta de par en par, se veía la luz de un gran candil y el ir y venir de los pastores que ya se disponían a comerse las migas. El zorro, con mucha rapidez, dio la vuelta al cortijo y se metió con facilidad en el corral. Nada más entrar, las gallinas y los pavos huyeron a la desbandada, cacareando con fuerza y armando un escándalo de mil demonios. Los pastores, al escuchar el jolgorio, acudieron con horcas, palos y garrotes, seguros de que el zorro no debía andar muy lejos.
Tras de ellos se fueron también los perros, dejando el cortijo, con las puertas abiertas, totalmente abandonado. El zorro, que ya estaba preparado, comenzó la huida, pero con tan mala fortuna, que tropezó en una albarda dando con sus huesos en el suelo. Sobre él cayeron tal número de estacazos y de mordiscos, que si no llega a ganar la tapia con rapidez, allí hubiera dejado el pellejo. La zorrica, mientras tanto, había oído el cacareo de las gallinas y había observado a los pastores y a los perros encaminados hacia el corral. Momento que aprovechó para entrar en el cortijo y emplearse en la sartén de migas, atragantándose con ellas. Para despistar, se pintó un bigote en la cara con un tizón de la lumbre. La promesa hecha a su compañero había sido olvidada totalmente... Con la barriga llena de migas comenzó con rapidez la huida, alejándose de allí con ligereza. Al poco rato vio llegar a todo correr al hambriento zorro, caídas las orejas y erizado aún el pelo de los estacazos, el cual nada más verla dijo: – ¡Seguro que te has comío tú sola la sartén de migas! – ¡Calla y no digas tonterías, que había allí un abuelo muy viejo que no me ha dejao probarlas! ¡Cogió un tizón de la lumbre y mira cómo me ha puesto el bigote! Y, viendo que el lerdo de su compañero se tragaba el anzuelo, continuó diciendo: – ¡Qué malica estoy! ¡Me iban a matar a palos! ¡Mira cómo me han puesto la barriga a horquillazos! –¿A horquillazos dices? ¡No me los recuerdes! – contestó el zorrico aún asustado –. ¡Mira cómo tengo el cuerpo de estacazos y de mordiscos! – Pero..., tú al menos puedes andar y correr como te plazca – añadió la zorra –. En cambio yo... – Pues tenemos que huir sin remedio. Es posible que todavía nos estén buscando – replicó el lerdo del zorro.
– Yo no puedo moverme – dijo de nuevo la zorra –. ¡Vete tú y que Dios reparta suertes! – ¡De ninguna manera! Aunque estoy molido, sacaré fuerzas de flaqueza – contestó el zorro –. Súbete en mi lomo y yo te llevaré. Y así lo hizo: la astuta zorra se encaramó, con su barriga llena de migas, encima de su maltrecho compañero. Y cuando vio que no les perseguían y que el ambiente estaba ya tranquilo, empezó a cantar con alegría esta cancioncilla: – ¡Ande, landera, harta de migas y bien caballera! ¡Zorrica matrera, hartica de migas y bien caballera! – ¿Qué vas cantando, zorrica? –¡Nada!... ¡Un cuentecillo que me enseñó a mí mi abuela! Más adelante, la cancioncilla sonó otra vez encima del arrengado zorro: – ¡Ande, landera, harta de migas y bien caballera! ¡Zorrica matrera, hartica de migas y bien caballera! – ¿Qué es eso que cantas? – volvió a preguntar el zorro. – ¡Nada!... ¡Un cuentecillo que me enseñó a mí mi abuela! Y así continuaron el camino, cantando y volviendo a cantar la conocida coplilla... Al cabo de un rato, le dio sed a la zorrica y dijo: – ¿Quieres llevarme a aquel pozo a beber agua? – ¡Con mucho gusto! – replicó el zorro que ya estaba empezando a descifrar la cancioncilla...
Y, aunque estaba reventao tras la paliza y después de llevar a la zorra con la barriga llena durante tanto rato, aguantó hasta llegar al mismo brocal del pozo. – ¡Anda, zorrica! ¡Asómate por encima de mí, a ver si el pozo tiene agua! – ¡No lo veo bien! – exclamó la zorra –. ¡Agáchate un poquillo más y lo intentaré de nuevo! – ¿Un poquillo dices?... ¡Ahora lo verás!... Y empujando a la zorra con fuerza, la echó dentro del pozo mientras cantaba y palmoteaba con fuerza: – ¡Ande, landera, hínchate de agua por ser embustera!"
Zorrica matrera: hartica de migas y bien caballera, se ha hinchado de agua por ser embustera. Cuento de la tradición oral de Pegalajar Basado en los “Cuentos de Maricastaña” de Antonio Alcalá Venceslada, ha sido muy conocido y contado en Pegalajar a lo largo de varias generaciones. – Informantes:
– Catalina Quesada García. – Diego Morillas Martínez. – Asensio Liétor Torres.
– Recopilación:
– Antonia María Garrido Castro. – José Miguel Sánchez Molina. – Sandra León Valenzuela.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
CARASUCIA "Érase una vez un niño bueno e inteligente, que era la alegría de sus padres. Sólo tenía un defecto: su poca afición al aseo y a la limpieza, por lo que era conocido por el simpático apodo de “Carasucia”. A pesar de este problema, era el niño más listo y trabajador que pudiera imaginarse, ayudando siempre a sus padres en todas las tareas del campo y de la casa. Un día, una bandada de pájaros empezó a picotear el verde trigo recién sembrado por su padre. Éste, viendo perdida la cosecha, llamó con rapidez al remediador de todos sus males: – ¡Carasucia! ¡Carasucia! ¡Que se comen el trigo, si tú no lo remedias! Y así hubiera sucedido efectivamente, de no aparecer de inmediato el hijo que, nada más llegar, comenzó a cantar esta bien rimada canción: – Pajarillos, revolando, que habéis venido de lejos, cuidado, os estáis comiendo el trigo de Don Alejo. No os comáis, pues, el grano y marchaos para otras tierras, que, en invierno y en verano al que no come, lo entierran. El efecto de la coplilla fue fulgurante, ya que los pajarillos abandonaron de inmediato el sembrado, levantando el vuelo en aquel mismo momento. El padre, agradecido, gritaba: – ¡Ja, ja, ja, con que Carasucia!, ¿eh? ¡Como si fuera algo malo! ¡Hay niños con cara limpia, que no están tan bien criaos! Otro día, el padre necesitaba cargar el burro con paja para el invierno, pero el animal no se dejaba. Rebuznando y dando patadas, se resistía a que le colocaran el aparejo. Ni con la cadena del pozo, ni con la vara del arado podía hacer callar al alborotado jumento.
– ¡Carasucia! ¡Carasucia! ¡Que no puedo cargar el burro, si tú no lo remedias! Y he aquí de nuevo al querido hijo plantado delante del burro, dispuesto a solucionar una vez más los problemas del padre. – ¡Sooo, burrito, para el rebuzno un poquito! Y el burro, como si hubiera sido hipnotizado por su pequeño amo, dejó de dar pingos y rebuznos, siendo cargado con los sacos de paja como si tal cosa. El padre, entusiasmado, gritaba: – ¡Ja, ja, ja, con que Carasucia!, ¡eh? ¡Como si fuera algo malo! ¡Hay niños con cara limpia, que no están tan bien criaos! Otro día, estaba el pequeño jugando con sus amigos, cuando resonó con fuerza la llamada angustiada del padre: – ¡Carasucia! ¡Carasucia! ¡Que me muerde este perro, si tú no lo remedias! Un enfurecido perrillo tenía mordidos los pantalones del padre y tiraba de ellos con tanta fuerza, que estaba a punto de derribarlo. Carasucia se acercó con ligereza y tranquilizó al animal con las siguientes palabras: – Perrillo de mis amores, Carasucia yo me llamo. Deja de pegar tirones, porque te llama tu amo. Una vez más se había solucionado el problema y, como siempre, el padre lanzaba a los cuatro vientos su agradecimiento con la coplilla que ya conocemos: – ¡Ja, ja, ja, con que Carasucia!, ¿eh? ¡Como si fuera algo malo! ¡Hay niños con cara limpia, que no están tan bien criaos!”
Y aquí se acaba mi cuento que para ti me he inventao. Al bueno de Carasucia no lo tengas olvidao. Pues la vida nos demuestra que no importa el exterior, que importa más lo de dentro, como Dios nos lo mandó. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Rosa Cruz Gil.
– Recopilación:
– María del Mar Soler Cruz.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
LA PULGUITA QUE SE CAYÓ EN LAS GACHAS "Cierto día había una hormiga haciendo unas ricas gachas, que deseaba compartir con todas sus compañeras de hormiguero. Al lado de la sartén, una pulguita daba saltos de alegría, pensando en el banquetazo que también ella iba a darse. Y tantos y tantos fueron sus saltos, que se encaramó en el borde de la sartén para poder ver más de cerca lo que se cocía dentro. La hormiga, al ver los saltos de su amiga que cada vez eran más grandes, dijo preocupada: – ¡Pulguita, que vas a caer! – ¡Que no caigo! – ¡Pulguita que vas a caer! – ¡Que no caigo! – ¡Pulguita que...! La pulguita había dado un traspiés en su último salto y había caído toda entera en medio de las gachas. La hormiga, presurosa, fue a casa de la vecina, pidiéndole una cucharilla para poder sacarla. – Vecina, dame una cucharilla, para sacar a la pulguita de las gachas. – Cuando me traigas leche, te daré la cucharilla. – Cabra, dame leche, para que la vecina me dé la cucharilla, para sacar a la pulguita de las gachas. – Hasta que no me traigas pámpanos, no habrá leche. – Parra, dame pámpanos, para que la cabra me dé leche, para que la vecina me dé la cucharilla, para sacar a la pulguita de las gachas. – Hasta que no me des agua...
– Fuente, dame agua, para que la parra me dé pámpanos, para que la cabra me dé leche, para que la vecina me dé la cucharilla, para sacar a la pulguita de las gachas. – Hasta que no venga la hija del rey, no te daré agua. – Hija del rey, que te vengas conmigo, para que la fuente me dé agua, para que la parra me dé pámpanos, para que la cabra me dé leche, para que la vecina me dé la cucharilla, para sacar a la pulguita de las gachas. – Hasta que el zapatero no me haga unos zapatos... – Zapatero, que me hagas unos zapatos, para que la hija del rey se venga conmigo, para que la fuente me dé agua, para que la parra me dé pámpanos, para que la cabra me dé leche, para que la vecina me dé la cucharilla, para sacar a la pulguita de las gachas. – Hasta que el perro no cague cerote... – Perro, que cagues cerote, para que el zapatero me haga unos zapatos, para que la hija del rey se venga conmigo, para que la fuente me dé agua, para que la parra me dé pámpanos, para que la cabra me dé leche, para que la vecina me dé la cucharilla, para sacar a la pulguita de las gachas. Y por fin, el perro cagó cerote, el zapatero hizo los zapatos, la hija del rey se fue con ella, la fuente dio agua, la parra dio pámpanos, la cabra dio leche y la vecina le dio la cucharilla... Pero..., cuando la hormiga metió la cucharilla en las gachas, la pulguita, hecha un chicharrón, ya no podía contarlo”. Moraleja:
"Quien juega con lumbre, se quema". "Quien mal empieza, mal acaba". "Quien evita la ocasión, evita el peligro".
Quedó hecha un chicharrón, porque a las gachas cayó. Todo el que con lumbre juega, con seguridad se quema. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – María Antonia Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán. – Mari Gómez Cobo. – Recopilación: – Joaquín Quesada Guzmán. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez. – Recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
EL PAÍS DE LOS NECIOS "Érase una vez un padre que tenía tres hijos. Los crió como mejor pudo, dada su extrema pobreza. Lo único que entraba en la casa era lo conseguido con su humilde trabajo... Viendo ya a sus hijos crecidos y dándose cuenta de la imposibilidad de seguir alimentándolos, les dijo estas cariñosas palabras: – ¡Hijos míos!: nuestra pobreza es tan grande que no puedo continuar manteniéndoos. No os queda más remedio que ir por esos mundos de Dios en busca de trabajo y de fortuna. Y les repartió la única herencia que poseía, diciéndoles antes de despedirlos: – Ya sabéis que mi única riqueza son este gallo, este gato y esta hoz que me dejaron mis padres. Cogedlos y que cada uno lleve en su camino lo que sea de su agrado. ¡Quién sabe si os podrán ser útiles en cualquier momento! Los tres hermanos agradecieron el regalo del buen padre y se dispusieron a abandonar la casa, después de hacer el siguiente reparto: el mayor se quedó con el gallo, el mediano con el gato y el pequeño con la hoz, ya oxidada por la falta de uso. Con tan exigua herencia abandonaron la casa paterna, tomando cada uno un camino distinto. El hermano mayor, muy contento con su gallo, llegó a un país de tontos tras varios días de camino. Se hospedó en la posada y se dispuso a descansar, una vez terminada la cena. De repente, oyó un tropel de pasos y un gran murmullo que se acercaba. Abrió la ventana y cuál no sería su sorpresa al ver a una gran muchedumbre que rezaba, con rosarios y cruces en las manos, al tiempo que prorrumpía en ayes y en lamentos que daban pena ser escuchados. Le preguntó al posadero la razón de aquellos rezos, y se quedó helado ante la explicación que le fue dada: – Todo el pueblo se dirige hacia aquella montaña para conseguir que el sol salga mañana, apiadado por los lloros y los rezos. Así hacemos todas las noches, porque, si no sale el sol, morirán sin remedio todas nuestras cosechas.
El hermano mayor se quedó mudo ante aquella explicación y le dijo: – En mi país no es necesario rezar ni llorar para que salga el sol. Allí tenemos unos animales que son los encargados de despertarlo con sus cánticos. Apenas el sol oye el canto del gallo (que así son llamados estos animales), se dispone a salir, dando luz y calor para todos. El posadero no daba crédito a lo que estaba oyendo, pero tanto le insistió en la verdad de lo que afirmaba, que salió a la calle gritando con todas sus fuerzas: – Esperad un momento y no hagamos hoy nuestros acostumbrados rezos. Este muchacho tiene un animal, llamado gallo, que, con su cántico, despierta al sol, saliendo éste inmediatamente sin necesidad de oración alguna. Las autoridades del pueblo se dirigieron a la posada, para ver aquel extraño animal que era capaz de despertar al sol, y convencieron al pueblo, tras verlo, de hacer la prueba al menos por aquella noche. El dueño del gallo les prometió una y mil veces que no serían defraudados. La expectación fue enorme durante toda la noche. El pueblo entero miraba escéptico a la montaña, esperando con angustia el cántico del gallo. ¿Sería verdad que el sol escucharía a aquel insignificante animal, de cresta roja, que picoteaba los granos de trigo que su dueño le echaba? Pronto saldrían de dudas... Pasada la noche, el gallo se encaramó en lo alto de una tapia y lanzó al aire un esplendoroso kikirikí, que fue oído en todo el pueblo. Al poco rato, los primeros rayos del sol salieron por el horizonte, ante el alborozo de aquella pandilla de tontos que compraron el gallo por un montón de monedas de oro. El hermano mediano también había encontrado un país de bobos. Nada más llegar, vio a un sinnúmero de personas que, armados hasta los dientes, perseguían a un diminuto ratón que no se dejaba pillar por aquellos ignorantes. Todos temblaban, pues habían oído decir que aquel pequeño animal lo roía todo y, al ser tan veloz y escurridizo, era imposible cogerlo...
El hermano mediano se reía viendo el estrépito creado por el roedor y les dijo: – Yo tengo un animal que, en un abrir y cerrar de ojos, es capaz de atrapar al ratón y comérselo. – ¡No es posible! – le contestaron –. Pero si es verdad lo que cuentas, nos habrías devuelto la tranquilidad y te estaríamos agradecidos eternamente. – ¡Ya lo creo que es posible! ¡Convenceos por vosotros mismos! Y soltó inmediatamente al gato, el cual se comió al ratón en un instante, ante aquellos infelices que le miraban maravillados. Reunido el ayuntamiento en pleno, acordaron comprar el gato al forastero, a cambio de veinte bolsas de relucientes monedas. El pequeño, por su parte, llegó también, igual que sus hermanos, a un país de necios, y cuál no sería su sorpresa al comprobar que aquellos infelices hacían la siega con pequeñas leznas, que hincaban en los secos tallos de trigo, haciendo imposible la recolección. Ésta se prolongaba durante el día y durante la noche, estando el tajo siempre en el mismo sitio. – Yo tengo un aparato – les dijo – llamado hoz, que hace mucho más rápido el trabajo. ¡Mirad cómo corta los tallos! Y, en unos instantes, dejó el campo lleno de doradas y relucientes gavillas, ante el asombro de aquellos bobos agricultores. Como es de suponer, le compraron la hoz por una gran cantidad de dinero. Los tres hermanos volvieron felices y contentos a la casa de su padre, contando cada uno, entre risas, sus entretenidas aventuras. Y recordaron las palabras que habían escuchado en la entrega de la herencia, y comprendieron que hasta un gallo, un gato y una hoz pueden ser de gran provecho, si son utilizados con ingenio y con astucia".
Y aquí se acaba mi cuento con pan, rábano y pimiento. Me metí por un callejón, y me salí por otro. El que ha escuchao atento, que cuente otro.
Con una hoz oxidada, con un gallo, con un gato, con ingenio y con astucia. ¡Qué bien pasamos el rato! Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Pedro Garrido Pérez.
– Recopilación:
– Juan José Torres Garrido.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
JUAN CIGARRÓN "Érase una vez dos hermanos, uno rico y otro pobre, siendo conocido el último por el apodo de "Juan Cigarrón" en todos aquellos contornos. El hermano rico se dedicaba al estraperlo, debiendo al mismo todos sus bienes. En cambio, el pobre Juan trabajaba en el campo y vivía en la más absoluta de las miserias. Un día que no tenían nada que llevarse a la boca, le dijo a su mujer: – Todos los días pasan por nuestra puerta tres burros de mi hermano, cargados de trigo, que trae del pueblo vecino. He pensado que, para remedio de nuestra hambre, no nos queda más remedio que robar la carga de uno de ellos, aún a sabiendas de que no es de buenos cristianos quitar nada a nadie. – Estoy de acuerdo contigo – corroboró su mujer –. Él nada en la abundancia, mientras que nosotros estamos pasando gran necesidad. ¡Y dicho y hecho! El bueno de Juan Cigarrón se vio en la precisión de salir al paso de los tres burros y apoderarse de la carga del primero de ellos, la cual llevó con ligereza a su casa, después de esconder al jumento entre unos matorrales cercanos. Cuando el hermano rico descubrió la falta de uno de los burros, removió a toda la vecindad para buscarlo, pero nadie supo darle noticias de él ni de la carga... Así pasaron varios días, sin que se descubriera el paradero del desaparecido burro. A Juan le dio pena del pobre animal que ya debería estar hambriento, y se presentó en la casa de su hermano diciéndole: – Esta noche he estado soñando con tu burro y creo saber dónde poder encontrarlo. Está atado tras los matorrales que hay antes de entrar al pueblo, pero la carga de trigo ha desaparecido. En el sueño no me fue indicado quién es el ladrón, ni mi corta inteligencia llega a precisarlo. – ¡No me importa el trigo, porque los trojes están ya repletos! – dijo el hermano rico –. A mí sólo me interesa el burro. Y, dirigiéndose a los matorrales, encontraron efectivamente al hambriento animal, entre el contento y la alegría de los dos hermanos.
La fama de adivinador de Juan Cigarrón se extendió por todos los pueblos cercanos, llegando incluso a los oídos del mismo rey. Realizado un robo en palacio, mandó llamar al pobre labrador, que recibió asustado a sus mensajeros. – Hasta el rey ha llegado tu fama. Venimos, pues, para que descubras al autor o autores del robo. Todos esperan impacientes tu llegada. – ¡Sí, sí!... ¡Adivinar! ¡Adivinar! – le dijo su mujer entre dientes –. ¡Un adivinador de mierda es lo que tú eres! El pobre de Juan Cigarrón fue llevado temblando a palacio, ya que no sabía cómo podría desembarazarse de aquella situación tan problemática. – Es necesario que adivine, en el menor espacio de tiempo, quién ha robado las alhajas de la reina – le dijo su majestad nada más llegar. – Necesito estar tres días encerrado en una habitación para estudiar el problema con toda tranquilidad – contestó el falso adivinador, queriendo ganar tiempo. Efectivamente fue encerrado en una habitación del palacio, a la que sólo entraba un criado para llevarle alimento. El desayuno, la comida y la cena del primer día le fueron servidos por uno de los ladrones, el cual se puso blanco como la pared al escuchar a Juan Cigarrón, tras haber visto finalizado el día primero: – ¡Bendito sea el señor San Bruno, que de los tres, ya he visto uno! El criado entendió que él era el primero de los ladrones y se reunió rápidamente con sus compinches diciéndoles: – ¡Este adivinador lo sabe todo! ¡Ha dicho que yo soy el primero! Al segundo día, entró otro de los criados (también ladrón) y salió de la habitación más muerto que vivo, al escuchar las palabras del adivinador:
– ¡Bendito sea el Señor, que de los tres, ya he visto dos! El criado entendió que era el segundo de los ladrones y se reunió con sus compañeros, lleno de sorpresa y de miedo. – ¡Efectivamente lo sabe todo! ¡Ha dicho que yo soy el segundo! Al tercer día, fue otro de los criados (compañero también en el robo) y Juan Cigarrón dijo cuando le retiraba el plato de la cena: – ¡Bendito sea San Andrés, que ya he "conocío" a los tres! Los tres criados ladrones, al verse descubiertos, confesaron a Juan su delito y le informaron dónde se encontraban las alhajas robadas. – ¡No nos descubras, por favor! – le dijeron –. La reina tendrá todas sus alhajas sin faltar ni una. A cambio de tu silencio, te daremos todo lo que nos pidas. Y así fue como el buen agricultor salió de aquel atolladero, haciéndose de los dineros que los criados le dieron para comprar su silencio. Pasados los tres días, el rey se presentó y le dijo: – Veamos, señor adivinador, ¿quién ha robado las alhajas de la reina? – Majestad, las alhajas sé en qué lugar están todas sin faltar ni una, pero no he podido llegar a adivinar quién ha sido el ladrón. Al rey no le importó conocer el nombre de los ladrones, una vez recuperados los preciosos collares y los magníficos pendientes de su esposa. Ni que decir tiene que el falso adivinador fue recompensado con una enorme cantidad de dinero e invitado a pasar unos días en palacio. Paseando por el jardín cogió el rey un cigarrón que volaba a su alrededor y, escondiéndolo en su mano, quiso poner a prueba al bueno de Juan, diciéndole:
– Veamos, señor adivinador, ¿qué tengo escondido ahora mismo en mi mano? – ¡Ay, Juan Cigarrón, qué mal te veo en esta ocasión! El rey no daba crédito a lo que había oído, pero quiso seguir poniéndolo a prueba. Así que mandó a sus servidores llenar de excrementos un bacín, cubrirlo de olorosas flores y presentárselo. – Veamos de nuevo, señor adivinador. ¿Qué hay debajo de estas preciosas flores? – ¡Ay! – dijo Juan Cigarrón, que en su vida se había visto en tal aprieto –. ¡Con razón me dijo mi mujer al despedirme, que era un adivinador de mierda! El rey, cada vez más asombrado por las dotes de su súbdito, le dijo lo siguiente: – La reina y yo estamos esperando descendencia. No quiero que te marches, sin adivinar antes lo que hay dentro del vientre de mi esposa. ¿Será niño o será niña? ¡Ahora sí que se vio perdido el pobre Cigarrón! Pero intentó salir una vez más de tan difícil situación diciendo: – Majestad, para adivinar si la reina va a tener un niño o una niña, tendrá que pasearse desnuda delante de mí varias veces. La reina accedió a dar el paseo como su madre la trajo al mundo y el pobre Cigarrón decía a la ida: – ¡Niño! Y dudando de que pudiera ser varón, decía a la vuelta: – ¡Niña! Y quiso Dios que la reina trajera al mundo un varón y una hembra, quedando todos maravillados de la sabiduría de aquel hombre.
Y cuentan que Juan Cigarrón vivió feliz y contento el resto de sus días, disfrutando de su merecida fama como adivinador, la cual le permitió comer abundantemente sin tener que echar mano del trigo que seguían transportando los borricos de su rico hermano".
Y sin haberlo intentado, Cigarrón lo ha adivinado. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Teresa Cobo Quesada.
– Recopilación:
– María Francisca Cruz Cobo.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
LOS ANIMALES AGRADECIDOS "Érase una vez un hombre que se fue de su casa en busca de aventuras. Yendo camino adelante, se encontró con cuatro animales (un león, un galgo, un águila y una hormiga), que estaban peleándose, intentando comerse una cabra muerta que había en el suelo. – Yo como soy el rey de la selva, quiero para mí la mejor parte – decía enfadado el león. – Tú serás el rey de la selva, pero yo soy la reina de las aves y pienso que la mejor parte debe ser para mí – replicaba el águila con no menos enfado. – Yo no soy el rey de la selva ni la reina de las aves, pero soy el animal que más corre añadía el galgo – por lo que la mejor parte debe ser mía. La pobre hormiga apenas se atrevía a levantar la voz, pero pensaba entre sí que también ella se tenía merecido un trozo de cabra, al ser el animal más laborioso y trabajador de cuantos existen en la tierra. Cuando los cuatro animales vieron acercarse al hombre, le pidieron por favor que les hiciera el reparto. Éste cogió un cuchillo y entregó la carne al león, las tripas al águila, los huesos al galgo y la cabeza a la hormiga, diciendo estas palabras: – A ti león, que eres el rey de la selva, te entrego la carne, que estoy seguro será de tu gusto. Las tripas las dejo para el águila, que no tiene dientes. Los huesos serán para el galgo, pues conozco que los de su especie tienen fuertes dientes para comerlos. La pobre hormiga miraba hacia arriba, esperando pacientemente que le diera a ella su parte. El hombre, tras una pequeña pausa, dijo: – A ti, hormiga, te entrego la cabeza. Ahí tienes hueso donde roer y casa donde vivir. Los cuatro animales quedaron contentísimos con el reparto efectuado y se dispusieron a comer cada uno su parte. Cuando ya hacía un rato que el hombre se había marchado, dijo el galgo:
– ¡Hay que ver! ¡Después del favor que nos ha hecho, y ni siquiera le hemos dado las gracias! – ¡Es verdad. Deberíamos pedirle que volviera! – dijo el león –. ¡Que vaya el águila, que lo alcanzará más pronto! El águila echó a volar, alcanzó con rapidez al hombre y volvieron los dos hacia donde les esperaban el resto de los animales. Al llegar, le dijo el león: – Toma un pelo de mi melena y llévalo siempre contigo. Cuando quieras volverte león, no tienes más que decir "Dios y león" y en león te convertirás. – Cuando quieras convertirte en águila – dijo ésta entregándole una pluma de la cola – no tienes más que decir "Dios y águila" y en águila te convertirás. – Pues cuando quieras volverte galgo, no tienes más que decir "Dios y galgo" – añadió éste entregándole un pelo de su rabo. La pobre hormiga miraba y remiraba su cuerpo, intentando encontrar un regalo que obsequiarle, hasta que al final dijo: – Todo lo que tengo me hace falta, pero toma una de mis patas, y cuando quieras convertirte en hormiga, no tienes más que decir "Dios y hormiga" y en hormiga te convertirás. Finalizada la entrega de obsequios por parte de los animales en señal de gratitud, el hombre continuó tranquilo y satisfecho su camino. Andando, andando, se le ocurrió probar los dones que le habían entregado los animales, convirtiéndose sucesivamente en león, en águila, en galgo y en hormiga. A los pocos días de estar caminando, vio a lo lejos un castillo y una guapa muchacha en la ventana más alta del mismo, la cual le hacía señas para que se acercara. Sintiendo curiosidad por conocerla dijo "Dios y hormiga", y pasó sin esfuerzo alguno por debajo de la puerta.
Subió escaleras arriba, hasta que dio con la habitación de la joven. Diciendo "Dios y hombre", se convirtió en persona humana. La muchacha sintió en principio miedo de aquel desconocido, ya que llevaba encerrada mucho tiempo en la habitación sin ver a nadie más que al terrible gigante que la tenía prisionera. Más tarde se calmó, al comprobar las buenas intenciones del recién llegado. La princesa (pues de una princesa se trataba) comenzó a contarle que había sido encerrada por un gigante... En ese mismo momento se escucharon los fuertes pasos del mismo, que subía por las escaleras con gran estrépito: ¡Pon! ¡Pon! ¡Pon! ¡Pon!... El hombre se convirtió rápidamente en hormiga. El gigante entró en la habitación de la princesa pegando un portazo y diciendo con fuerte voz: – ¿Quién ha entrado en mi castillo? ¡A carne humana huele distinta a la tuya! ¡A carne humana huele! Indagó con rabia por toda la habitación, pero por mucho que buscó y rebuscó no pudo encontrar nada. Marchado el gigante, pudo por fin enterarse de cómo podía desencantar a la princesa: a catorce mil leguas del castillo había una laguna en medio del bosque, y en la laguna una serpiente. Había que matar a la serpiente y abrirla. De ella saldría una liebre. De la liebre había que sacar una paloma, y de la paloma un huevo, que contenía la vida de la princesa. El huevo debía ser estrellado en la frente del gigante, para que éste muriera y se acabara el hechizo. – Yo traeré ese huevo – dijo con decisión. Se puso en marcha con rapidez, y después de mucho andar y andar buscando a la serpiente, se encontró con una pastora que estaba cuidando unas cabras muy flacas. – ¿Por qué están tus cabras tan flacas? – le preguntó. – Porque cerca de aquí hay una laguna, y en la laguna una feroz serpiente que viene de vez en cuando y se come las más gordas. Él le pidió con agrado quedarse a cuidar el rebaño, contento por haber encontrado por fin el paradero de lo que estaba buscando.
Una tarde, apareció ésta entre fuertes silbidos que aterrorizaban nada más escucharlos. – "Dios y león" – dijo, convirtiéndose rápidamente en un fiero depredador. En seguida, comenzó a luchar con la serpiente, prolongándose los esfuerzos de ambos durante toda la tarde y toda la noche. Viendo que ninguno de los dos vencía, dijo la serpiente: – Si yo tuviera un vaso de agua fría, muy pronto la vida te quitaría. – Pues, si yo tuviera un pan caliente y el beso de una doncella, yo te daría la muerte, serpiente fiera. Así fue sucediéndose este diálogo una y otra vez, hasta que la pastora les escuchó un día, acercando al león un pan caliente que acababa de cocer y dándole un beso en su melena. En ese mismo momento acabó el león con la vida de la serpiente. – "Dios y hombre" – dijo con rapidez, abriendo con un cuchillo a la serpiente. Al momento salió una liebre, que echó a correr. Sin pensarlo dos veces, dijo "Dios y galgo", alcanzándola en un santiamén y matándola. Convertido de nuevo en hombre, le rajó la barriga a la liebre y salió de ella una paloma que echó a volar por el cielo. – "Dios y águila" – fueron sus palabras. Voló con gran rapidez y alcanzó a la paloma. Al decir "Dios y hombre", abrió su vientre y le sacó el huevo que tenía dentro. – "Dios y águila" – dijo, agarrando el huevo con las garras y dirigiéndose volando al castillo del gigante.
Al llegar, entró por el balcón que estaba abierto, no sin antes asegurarse de que el ogro no se encontraba por allí en ese momento. Llegó hacia la princesa y le entregó el huevo, convirtiéndose posteriormente en hormiga, y esperando pacientemente los dos a que llegara el gigante. A la mañana siguiente llegó éste a la habitación de la princesa, para que le quitara los piojos, como era su costumbre nada más levantarse. Ella se puso manos a la obra, como si tal cosa, y cuando más descuidado estaba el gigante, le estrelló el huevo en la frente muriendo el terrible ogro al instante. Al momento quedó todo desencantado. El castillo se convirtió en un palacio hermosísimo, y la princesa y nuestro protagonista se casaron y vivieron felices, y comieron perdices, y a mí no me dieron porque no quisieron".
Mi memoria aún recuerda lo que Ana a mí me cuenta. Al convertirse en león, quitó el huevo a la serpiente, muriendo el malvado ogro al estrellarlo en la frente. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Ana García Navas. – María Antonia Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán. – Mari Gómez Cobo. – Recopilación: – Joaquín QuesadaGuzmán. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez. – Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
JUANILLO EL HERRERO "Venía un día de Bercho Juanillo el Herrero, con un saco de carbón a cuestas, y se paró a descansar en la Fuente del Albercón, donde solía hacerlo siempre. Eran las tres de la tarde y hacía un calor agobiante. Los cuarenta y pico de grados de aquel día del mes de agosto, hacían que sudara la gota gorda. El pobre Juanillo se maldecía por su mala suerte: – ¡Mira que voy a pasar fatigas en este mundo! ¡Siempre cargao, llevando sacos de carbón a la herrería! ¡De buena gana le vendía ahora mismo mi alma al diablo, si éste se comprometiera a sacarme de apuros! Estando todavía en estas palabras, se le apareció el mismísimo demonio, montado en un hermoso caballo blanco. – ¿Quieres repetir lo que decías hace un momento? – le dijo –. ¿Es verdad que de buena gana me vendías el alma? Juanillo se asustó y casi llegó a arrepentirse de sus palabras, pero eran tantas las fatigas que estaba pasando en esta vida y estaba tan harto de traer y llevar carbón a cuestas, que dio su consentimiento a cambio de una larga vida sin estrecheces económicas. – ¿Cuánto tiempo quieres vivir? – dijo el diablo, relamiéndose de gusto. – Con dos o tres mil años creo que tendré bastante – contestó Juanillo el Herrero con alegría. Al diablo le faltó tiempo para sacar un papel que Juanillo debía firmar con la sangre de sus venas. Hecho el corte con un cuchillo, la firma quedó estampada en el papel y la venta de su alma fue apalabrada para siempre. – Yo, Juanillo el Herrero, vendo mi alma al diablo. A cambio, viviré tres mil años y no me faltará de nada. Terminada la siniestra firma, dijo con satisfacción el diablo: – ¡Deja el carbón en el camino y vete a tu casa! ¡Se acabaron para ti los trabajos y los apuros! Cuando llegues, subes al terrao y, en el arca vieja de tu abuela, encontrarás todas las monedas de oro que necesites.
Encaminóse Juan a su casa corriendo a toda prisa, sin descansar ni un minuto. – Juan – le dijo su mujer nada más llegar –, ¿dónde has puesto el carbón que tenías que traer? Llévalo pronto a la herrería y haz el almocafre que te habían encargado. Cóbralo y dame el dinero hoy mismo, que tengo que pagar en el horno el pan que nos comimos ayer. – ¡Calla, mujer, calla, y no te preocupes más, que pagarás el pan de hoy, y el que nos comimos ayer y aún sobrará para estar comiendo pan toda nuestra vida! Y, dejando a su mujer con las palabras en la boca, subió inmediatamente al terrao y... abrió con ligereza el arca vieja de su abuela, que estaba repleta de grandes y relucientes monedas de oro. – ¡Viva, viva! – gritaba Juanillo loco de contento –. ¡Se acabó la miseria! ¡Se acabaron los sacos de carbón a cuestas! Toma, mujer, y llévale esta monedilla al hornero para que no proteste tanto. La pobre mujer no salía de su asombro, pero no se atrevió a preguntar a su marido de dónde la había sacado. Con la moneda en la mano, se fue con rapidez a la casa del hornero y le pidió pan del día. – ¡De ninguna manera! – gritó el panadero –. ¿Aún me debes el pan de ayer y ya vienes exigiendo el de hoy? ¡Yo soy pobre como vosotros y no puedo adelantártelo! La mujer de Juanillo sacó su moneda de oro, ante la mirada atónita del panadero que no podía creer lo que veían sus ojos. – ¡Ya puedes llevarte de mi casa el horno entero, si lo necesitas! – dijo, estrechando la moneda entre sus dedos. Igual ocurrió con el tendero, con el lechero, con el carnicero... Al poco rato, llegó a su casa con la cesta de la compra repleta de manjares que en su vida habían comido. Juanillo, su mujer y sus hijos se hincharon hasta reventar y se acostaron como benditos, satisfecho el primero por los enormes beneficios que le reportaba una simple firma.
A las diez de la mañana del día siguiente se levantó Juan y fue en busca de los albañiles. Contrató con ellos que le hicieran la mejor herrería que un hombre pudiera soñar en su vida. ¡Y así fue! Le hicieron una magnífica herrería con los adelantos más modernos, y con todos los lujos que imaginarse uno pudiera. Juanillo buscó empleados para que trabajasen en su herrería y él, a quien ya llamaban D. Juan en el pueblo, se encargó a partir de entonces de dirigir los trabajos. Así pasó mucho tiempo. El capital de Juanillo aumentaba cada día más, por lo que tuvo que comprar grandes fincas y magníficas casas, convirtiéndose en el hombre más rico de aquellos contornos. ¡Vaya vida que se daba a cambio de haber firmado un papelillo con su sangre! Y, como el diablo le había prometido tres mil años de vida, murió su mujer, y se casó con otra más joven y guapa, que estaba encantada con ser la esposa de un hombre tan adinerado. Y Juanillo fue casándose y casándose una y cien veces, pues las mujeres morían y él seguía tan campante como si fuera un mozo... Un día, se presentaron en su casa dos pobres pidiendo, por el amor de Dios, una limosna. Juanillo echó mano al bolsillo y, como era muy generoso, les dio una brillante moneda de oro de las muchísimas que todavía quedaban en el arca. Aquellos pobres, que eran el Señor y San Pedro, pidieron por favor a Juanillo que les dejara pasar allí la noche, pues no tenían cobijo alguno. Juanillo aceptó gustoso y mandó a sus criados, que los tenía a cientos, que le apañaran la cama en una habitación de su casa. A la mañana siguiente, se levantaron los dos pobres y le dieron a Juanillo las gracias por el magnífico aposento que habían disfrutado. Al rato de haberse ido, llegó una criada a la habitación de su amo diciendo: – ¡Mire usted, D. Juan! Los pobreticos que han dormido aquí esta noche, se han dejado en este pequeño taleguillo todo el dinero que llevaban. Cogió Juanillo aquel talego lleno de dinero y salió corriendo en busca de los dos pobres. A la salida del pueblo, los divisó a lo lejos. – ¡Esperad, esperad! – gritaba con todas sus fuerzas –. ¡Os habéis dejado olvidado este talego que seguramente necesitaréis bien pronto! Una vez que se encontraron, San Pedro le dijo:
– Pídale usted algo a mi Maestro, que se lo otorgará en señal de agradecimiento. – Yo no necesito nada – contestó Juanillo –. De todo lo que quiero, tengo. Pero, tanto y tanto insistió San Pedro que le pidió lo siguiente: – Que el que se siente en una silla o sofá de mi casa, se quede pegado, sin poder menearse, hasta que yo se lo mande. – Pídale usted algo de más importancia – añadió San Pedro, que esperaba pidiese librarse de haber vendido su alma al diablo. – Que el que se asome a un balcón o ventana de mi casa, se quede pegado, sin poder menearse, hasta que yo se lo mande. – ¡Pero, por Dios, pida usted algo de más importancia! – añadió San Pedro –. ¡Lo que pida, le será concedido! Juanillo, que no se acordaba de la muerte ni de haber vendido su alma al diablo, dijo: – Que todo el que se suba al peral que hay en el huerto de mi casa, no pueda bajarse de él, hasta que yo se lo mande. Insistió San Pedro que solicitara algo de más importancia, negándose Juan a pedir nada más. Se despidió entonces de los dos pobres y regresó a su casa, sin darle importancia a lo sucedido. Pasado mucho tiempo, casado ya Juanillo con la mujer que hacía el número mil doscientos, el diablo mayor del infierno dijo a uno de sus súbditos: – ¡Ve mañana por el alma de Juanillo el Herrero! ¡Bastante ha disfrutado ya ese granuja! ¡Tráetelo sin contemplaciones, que le esperan hirviendo las calderas de Pedro Botero! Salió el demonio a toda prisa a cumplir su encargo, y llegó a la casa de Juanillo en menos que canta un gallo. – ¡Vamos! – le dijo al llegar –. ¡Ven rápidamente conmigo!
– ¡Con mucho gusto! – contestó el herrero –. ¡Ya estoy harto de estar en este mundo! ¡Niña, tráete la ropa que me voy de viaje con este hombre! ¡Pero..., siéntese usted un poco mientras baja mi mujer! El diablo se sentó tranquilamente en una silla, sin imaginar lo que iba a sucederle minutos después. Juanillo llamó inmediatamente a sus empleados, y les ordenó liarse a palos con aquel hombre que le había insultado de mala manera y quería llevárselo de su casa. Los criados se ensañaron con él y le dieron tal paliza que le quebraron todos los huesos del cuerpo. Uno le daba con un hierro, otro con un palo, otro con el martillo más grande de la herrería... El pobre diablo pegaba tirones y más tirones, sin poder levantarse de la silla en la que permanecía pegado. Viendo que estaba ya medio muerto, le pidió a Juan por favor que le dejara irse, prometiéndole mil veces que no volvería más por su casa. Juanillo, confiando en las palabras que pronunciaba llorando, dejó por fin que se levantara de la silla, faltándole tiempo al diablo para salir zumbando por la ventana. A los tres días, llegó al infierno y le preguntó el demonio mayor: – ¿Dónde está ese granuja de Juanillo el Herrero? ¿Es que no ha querido venirse? ¿Cómo es que vienes tú tan destrozado? Habiéndole contado con pelos y señales lo sucedido, dijo un diablo cojuelo que por allí rondaba, metiéndose en la conversación de ambos: – ¡Mañana iré yo! ¡A las doce en punto traeré a Juanillo, aunque sea de una oreja! A otro día al amanecer, salió el diablo cojuelo lo mismo que un rayo y llegó a la casa de Juanillo el Herrero, diciendo con palabras altas de tono: – ¡Vamos, Juanillo! ¡Ponte a caminar! ¡Ya está bien de disfrutar! ¡Se acabó tu tiempo en esta perra vida! – ¡Es verdad! – añadió Juanillo –. ¡Yo ya estoy harto de este mundo y deseo dejarlo cuanto antes! ¡Pero..., siéntese usted un poquillo, mientras mi mujer me baja la ropa! – ¡Yo no me siento nunca! – dijo el diablo cojuelo, que de malo que era se había quedado cojo.
Juanillo se vistió con rapidez, pero antes de emprender la marcha dijo: – Voy a pedirle un último favor. Déjeme usted despedirme de mis empleados. Tengo que darles los últimos consejos y pedirles que miren por mi mujer, que quedará muy triste con mi ausencia. – Bueno, vaya usted, pero vuelva rápido que el camino hasta el infierno es muy largo y vamos a llegar muy tarde. Juanillo corrió como un cohete y les dijo a sus criados y empleados que colocaran a uno de ellos un pellejo de carnero a las espaldas, que el resto se liara a pegarle palos con toda la fuerza del mundo, y que el del pellejo diera chillidos y lamentos como si lo estuvieran matando. Todo esto debían hacerlo justo debajo de la ventana donde se encontraba el diablo. El estruendo que armaron fue tan grande que el diablo, curioso por naturaleza, viendo que los chillidos y lamentos eran tan bárbaros, se asomó a la ventana a ver lo que pasaba. Lo que pasó bien lo esperaba Juanillo, pues a los pocos minutos ya estaban dándole tal paliza que no le quedó ni un hueso que no le doliera. – ¡Por favor, por favor! – gritaba el diablo que no podía despegarse de la ventana –. ¡Déjame que me vaya, que no volveré a molestarte en todos los días de tu vida! Un empleado, que estaba en la fragua con el hierro hecho ascuas, vino y se lo metió por el trasero... ¡Los gritos que daba el diablo cojuelo debieron sentirse en el mismo infierno! Prometió una y mil veces no volver jamás por aquella casa, y Juanillo lo dejó marchar entre las risas y burlas de todos los concurrentes. Al cabo de seis días llegó al infierno, donde el diablo mayor lo esperaba impaciente. – ¡Vaya par de inútiles! – exclamó el mismo Lucifer, al ver llegar al diablo cojuelo sin Juanillo –. ¡Mañana seré yo mismo quien vaya por él! ¡Seguro que lo traeré por el pelo, aunque sea arrastrándolo! Otro día de mañana salió Lucifer del infierno y, en un momento, estuvo en la casa de Juanillo.
– ¡Vamos rápido! – dijo nada más entrar –. ¡Date prisa, que ya es hora de que te vengas con nosotros! ¡Acuérdate del papel que tú mismo me firmaste con tu sangre! Juan, lleno esta vez de miedo, llamó a su mujer y le dijo que le bajara inmediatamente la ropa, mientras le ofrecía un asiento al diablo. Éste rehusó diciendo: – ¡El jefe mayor de los demonios no se sienta nunca! Vestido ya Juanillo, solicitó del diablo reunirse con sus criados y empleados, para despedirse de ellos y pedirles que cuidaran de su mujer en su ausencia. Concedido el permiso a regañadientes, bajó rápidamente y tramó de nuevo lo de la pelea, creyendo que Lucifer se asomaría a la ventana, igual que el anterior demonio. Dio comienzo la pelea y Juanillo, que estaba cepillándose el sombrero y los zapatos, le preguntó al diablo qué pasaría en la calle, dado el enorme tumulto que se escuchaba. – Alguien que se estará peleando – contestó el diablo sin moverse de su sitio –. Pero, déjalos que se peleen, que eso es bueno. Si matan a alguno, ya tengo más gente segura en el infierno. Terminó Juan de cepillarse y se despidió de su mujer tranquilamente, diciéndole que se iba a un largo viaje. Cuando pasaron por debajo del peral, le dijo al diablo: –¿Hay peras en el infierno? – ¡No! – contestó el diablo secamente –. Allí solamente hay calderas hirviendo, que te están esperando por haberme vendido tu alma. – Anda, niña, sácame una cestilla para llenarla de peras. Seguramente las necesitaremos para el largo camino que nos espera. La mujer trajo la cesta y Juanillo quiso encaramarse en lo alto del peral, escurriéndose adrede siempre que se agarraba al tronco del mismo.
– ¡Quítate de ahí, so inútil! – dijo el diablo cogiendo la cesta. Y de un salto se encaramó en lo más alto del peral... Al minuto ya estaban los criados y empleados de Juanillo el Herrero con sus escopetas cargadas, apuntando al blanco. Lucifer quiso bajarse, pero... los tiros llovían encima de su cabeza y de todo su cuerpo al que pusieron como una criba vieja. El diablo, dando lamentos, decía: – ¡Por favor, Juanillo, deja que me vaya, que no volveré más por aquí! ¡Te lo prometo yo, que soy el jefe mayor de todos los demonios! Juanillo no se fiaba de su palabra y ordenaba a sus criados que siguieran tirando. Lucifer se amargaba y maldecía, viendo que tendría que quedarse allí para siempre. Viendo que, si no salía del peral, no habría personas malas en el mundo, pedía y volvía a pedir a Juanillo que lo dejara libre, prometiéndole a cambio una vida sin límites. – ¡Bueno, vete! – dijo por fin Juan –. ¡Pero ya sabes lo que te espera, si vuelves por aquí! Pasados dos o tres años después de lo del peral, dijo el Señor a San Pedro: – ¿Qué pasará con Juanillo el Herrero? Mira a ver si está todavía por la tierra. Al comprobar San Pedro que Juanillo aún vivía, mandó a la Muerte, para que por fin le quitara aquella vida que había durado tantísimo tiempo. La Muerte fue y se trajo el alma de Juanillo el Herrero directamente a la gloria. – ¡No, Juan! – dijo San Pedro al verle –. ¡Tu lugar está en el infierno! ¡Puesto que vendiste tu alma al demonio, a él le perteneces!
Juan se encaminó hacia el infierno, de muy mala gana y temblando de pies a cabeza, pensando en el recibimiento y en la venganza que allí le esperaba. Cuando llegó a la puerta, llamó con todas sus fuerzas. – ¿Quién llama con tanta potencia? – dijo el demonio portero con rabia. – ¡¡Juanillo el Herrero!!... ¡La que se armó en el infierno!... Los demonios corrían de un lado para otro, escondiéndose y cerrando todas las puertas con uno y mil cerrojos. Todos los hierros y las calderas viejas fueron pocas para atrancar todas las entradas. ¡Hasta la chimenea del infierno fue tapada con toda la rapidez del mundo, para que Juanillo el Herrero no pudiese colarse por ella! – ¡Que no entre, que no entre! – gritaban todos –. ¡Cerrad puertas y ventanas, que ese granuja ya viene a exterminarnos! Fue así como Juanillo el Herrero tuvo que irse por fuerza a la gloria. El Señor y San Pedro vieron la trifurca que se había armado en el infierno y dejaron que Juan entrara en la mansión de los santos para siempre. Y allí continúa todavía, escapándose de vez en cuando para asustar a los demonios que, todavía hoy, tiemblan nada más escuchar su nombre". Y cataplán, cataplón, cataplún, cataplín. El cuento llegó a su fin.
Juanillo el Herrero soy y al infierno yo no voy. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Ramón Quesada Garrido.
– Recopilación:
– Rosa Generoso Nieto.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
CANTA, ZURRONCICO, CANTA "Érase una vez una niña muy caprichosa. Tan caprichosa que tuvieron que comprarle unos zapaticos de oro que había visto en un escaparate. Con sus zapatos nuevos puestos, se dirigió un día por agua a la fuente, desoyendo el consejo de su madre que temía se le estropearan por el camino. Durante todo el trayecto los llevó puestos, teniendo cuidado de quitárselos al llegar a la fuente para no mojarlos. Llenó el cántaro de agua y se lo colocó en la cintura, dejando olvidados los zapatos en un poyo cercano. Al llegar a su casa, quedó sorprendida por la pérdida y le dijo a su madre que estaba esperándola: – Me he dejado olvidados los zapaticos en la fuente. – ¡Ve corriendo, antes de que se los lleven! – replicó la madre, muy enfadada. Por mucho que corrió, sólo encontró en el lugar un anciano, con un saco a cuestas, al que preguntó con avidez: – ¿Ha visto usted, por casualidad, mis zapaticos de oro? – ¡En este saco están, mete tu manita y los hallarás! Al ver que desconfiaba, el viejo volvió a insistir: – ¡En este saco están, mete tu manita y los hallarás! ¡Si entras en mi morralico, te daré los zapaticos! La pobre niña no tuvo más remedio que meterse dentro del saco, escuchando, una vez dentro, el siguiente consejo: – ¡Cuando te dé con el palo, cantas!
El viejo, con la niña al hombro metida en el saco, pedía limosna de puerta en puerta al tiempo que decía: – ¡Canta, zurroncico, canta, o te doy con la palanca! La niña contestaba desde dentro del saco: – ¡Padre y madre yo tenía, en un zurrón moriré, por los zapaticos de oro que en la fuente me dejé! El viejo insistía: – ¡Canta, canta, canta, o te hinco la navaja! ¡Chilla, chilla, chilla, o te hinco la cuchilla! Y la pobre niña repetía cantando: – ¡Por los zapaticos de oro que en la fuente me dejé, en un zurrón voy metida, en un zurrón moriré! Así continuaba el viejo de casa en casa, explotando el amargo canto de la niña: – ¡Canta, canta, canta, o te la hinco en la garganta! ¡Chilla, chilla, chilla, o te hinco la cuchilla! Y en la puerta de más arriba: – ¡Canta, zurroncico, canta, o te doy con la palanca!
Y sucedió, por fortuna, que llegaron a la casa de la propia niña, repitiéndose la misma escena. La madre conoció rápidamente la voz de su perdida hijita: – ¡Madrecita de mi vida, en el morral moriré, por los zapaticos de oro que en la fuente me dejé! Entonces se acercó al viejo y, con toda la picardía del mundo, le dijo: – Por favor, buen hombre, ¿podría ir a la tienda y comprarme un poco de azafrán que necesito para la comida? No me puedo dejar la olla sola, porque se me quema. El viejo, que no sospechaba nada, fue por el azafrán a la tienda, rogándole que le guardara el saco hasta su vuelta. La madre, con toda la rapidez del mundo, sacó a su hija del saco (sin olvidar a los zapaticos de oro) y, en su lugar, colocó trapos y piedras de parecido peso. Agradeció mucho al viejo la compra del azafrán, cogiendo éste el saco sin sospechar absolutamente nada. Unas casas más abajo el viejo repetía su conocida cantinela: – Pido una limosna, por el amor de Dios. A cambio, el saco contará una bonita canción. Y comenzó la letrilla que tan bien conocemos: – ¡Canta, canta, canta, o te la hinco en la garganta! ¡Chilla, chilla, chilla, o te hinco la cuchilla! Al ver que no contestaba nadie, el viejo hincaba de verdad el cuchillo en el saco y decía furioso:
– ¡Canta, zurroncico, canta, o te doy con la palanca! Ni una sola voz salía de dentro del agujereado saco. – ¡Canta, chilla, canta, chilla!... Al ver que nadie respondía, abrió el saco con desesperación y conoció finalmente el engaño... Engaño que le cabreó muchísimo, pero que consiguió que la protagonista de esta historia no fuera caprichosa en adelante". ¡Pim, pan, pum, fuego! Otro cuento muy bonito he de contarte yo luego.
Unos zapaticos de oro en la tienda se compró, y por sus muchos caprichos, dentro del zurrón se vio. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Dolores Ortega Liétor. – María del Águila Romero Trigo. – Encarna Valenzuela López.
– Recopilación:
– Isabel Sánchez León. – Antonio Ramón López Valenzuela. – Guillermo Garceau Romero. – Inmaculada Garceau Romero.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
EL MOJINGANGO "Vivió una vez un niño, fuerte como un roble, que fue bautizado con el apodo de Juanillo el Oso. Juanillo rompía cristales, se peleaba con todos los compañeros de juego, se burlaba de los mayores y abusaba de su fuerza, siendo imposible cualquier tipo de convivencia con él. Aquella situación era insoportable y decidió buscarse la vida, no sin antes preparar un enorme mazo de hierro que encargó a su vecino el herrero. – Adiós, madre – dijo Juanillo al despedirse –. Me voy a recorrer el mundo. Con este mazo de hierro, que pesa cien quintales, no habrá nadie que se me resista. Y fue así como Juanillo el Oso se echó por esos caminos de Dios, llevando sobre el hombro su mazo de hierro como si tal cosa. Y anda que te andarás, se encontró con un hombre que arrancaba pinos a guantazos que era un primor. Juanillo le preguntó: – ¿Qué haces, buen hombre? – Ya lo ves, arrancando pinos con la mano. – ¿Cuál es tu nombre? – Todos me llaman Arrancapinos. – ¿Te pagan mucho por ese trabajo? – Un duro todos los días. – Pues, si te vienes conmigo, te pagaré dos duros y poco trabajarás. Y Arrancapinos se puso en marcha junto a Juanillo el Oso, que ya había encontrado un compañero tan fuerte como él. Andando, andando, llegaron a un profundo río que sólo podía ser atravesado a nado. Vieron allí a un gigantón, que estaba en la mitad de la corriente, pasando a la gente a la otra orilla sin apenas esfuerzo. Juanillo le preguntó: – ¿Qué haces, buen hombre? – Ya lo ves, pasando gente a la otra orilla.
– ¿Cuál es tu nombre? – Todos me llaman Cruzarríos. – ¿Te pagan mucho por ese trabajo? – Un duro todos los días. – Pues, si te vienes conmigo, te pagaré dos duros y poco trabajarás. Y Cruzarríos se puso en marcha junto a Juanillo el Oso y Arrancapinos, siendo ya tres los forzudos compañeros que el destino había unido en el camino. Siguieron avanzando y, de repente, vieron a un hombretón que estaba allanando montañas con las manos. Juanillo se acercó a él y le preguntó: – ¿Qué haces, buen hombre? – Ya lo ves, allanando montañas con las manos. – ¿Cuál es tu nombre? – Todos me llaman Allanamontañas. – ¿Te pagan mucho por ese trabajo? – Un duro todos los días. – Pues, si te vienes conmigo, te pagaré dos duros y poco trabajarás. Y he aquí a Juanillo el Oso, con su mazo de hierro al hombro, seguido de Arrancapinos, de Cruzarríos y de Allanamontañas en busca de aventuras. Caminando, caminando, vieron a lo lejos una cueva donde decidieron pernoctar, desconociendo totalmente que allí vivía el temible Mojingango que hacía estragos por todos aquellos contornos. Pasaron allí la noche y, a la mañana siguiente, dijo Juanillo el Oso a su primer acompañante – Arrancapinos, nosotros nos vamos de caza. Mientras tanto, haz tú la lumbre y prepara la olla para el almuerzo.
Al poco rato y, al olor de la comida que estaba preparando Arrancapinos, llegó el Mojingango gritando a todo pulmón: – ¡Dame un poco de comida o te vuelco ahora mismo la olla! – ¡Ven tú por ella, si eres capaz de cogerla! ¡Y vaya que si fue capaz de ir por ella! Después de darle una terrible paliza, el Mojingango se comió toda la comida y se marchó corriendo, sin dejar ni rastro. Cuando llegaron los tres cazadores, Arrancapinos no sabía qué excusa poner, avergonzándose de que, por primera vez en su vida, le hubieran pegado. Los cuatro amigos tuvieron que acostarse aquella noche sin probar bocado. A la mañana siguiente, dijo de nuevo Juanillo el Oso: – Cruzarríos, hoy te toca a ti quedarte, mientras nosotros estamos cazando. Haz tú la lumbre y prepara la olla para el almuerzo. Al olor de la comida que estaba preparando Cruzarríos, llegó de nuevo el temido Mojingango. Enfadadísimo, exclamó a grandes voces: – ¡Dame un poco de comida o te vuelco ahora mismo la olla! – ¡Ven tú por ella, si eres capaz de cogerla! Cruzarríos fue apaleado como su anterior compañero, comiéndose el Mojingango toda la comida y marchándose corriendo sin dejar ni rastro. Cuando llegaron los tres cazadores, Cruzarríos no tuvo más remedio que avergonzarse, al recordar la terrible paliza que le había propinado el dichoso Mojingango. Por segundo día consecutivo, nuestros amigos tuvieron que irse en ayunas a la cama. Al amanecer del tercer día, dijo como siempre Juanillo el Oso: – Allanamontañas, hoy es tu turno. Mientras nosotros estamos cazando, haz tú la lumbre y prepara la olla para el almuerzo. Y, al olor de la rica comida que estaba preparando Allanamontañas, llegó por tercera vez el Mojingango gritando:
– ¡Dame un poco de comida, o te vuelco ahora mismo la olla! – ¡Ven tú por ella, si eres capaz de cogerla! En esta ocasión la paliza fue aún mayor que las dos veces anteriores. El temible Mojingango volvió a comerse toda la comida, marchándose corriendo sin dejar ni rastro. Cuando llegaron los cazadores, Allanamontañas estaba también enormemente avergonzado, al recordar el hato de palos que le habían dado. Nuevo ayuno de nuestros cuatro amigos por culpa del terrible Mojingango. Y fue así como amaneció el cuarto día desde que estaban viviendo en la cueva. Juanillo el Oso, muy cabreado, pronunció estas palabras: – Sois unos cobardes y veo que no sois tan fuertes como todo el mundo dice. Hoy me quedaré yo a poner la olla. Id vosotros tres a la caza. Aparecido por cuarta vez el Mojingango, ante el olor de la comida que estaba preparando Juanillo el Oso, le dijo sin más contemplaciones: – ¡Dame un poco de comida o te vuelco ahora mismo la olla! – ¡Ven tú por ella, si eres capaz de cogerla! Y, con su mazo de cien quintales, despanzurró al Mojingango, sin que éste tuviera tiempo de decir esta boca es mía. – ¡No me pegues más, Juanillo! ¡Está probado que tú eres el más fuerte! Y, cortándose una oreja, se la entregó diciendo: – Deja que me vaya. A cambio, toma esta oreja de Mojingango y, siempre que te veas en un apuro, la muerdes. Juanillo dio libertad al Mojingango, dejando éste un rastreón de sangre que salía de la oreja cortada. Habiendo vuelto sus tres compañeros de cazar, siguieron, junto con Juanillo, el reguero de sangre que había dejado en el suelo. Después de estar un rato caminando, llegaron a un pozo profundo y negro como la noche. Allí, en el brocal, se acababan las huellas, descubriendo que el reguero de sangre se había convertido en una larga soga que se adentraba en el interior del pozo.
– ¡Arrancapinos! – dijo con decisión Juanillo el Oso –. Átate la soga a la cintura y métete hacia dentro, a ver lo que encuentras. Llévate también esta campanilla. Cuando quieras bajar, la tocas y, cuando quieras que te subamos, tira con fuerza de la cuerda. Una vez atado Arrancapinos a la soga, comenzaron a bajarlo con sumo cuidado. Éste iba descendiendo, mientras escuchaban los sonidos de la campanilla. De golpe, sintieron un fuerte tirón y no tuvieron más remedio que subirlo con rapidez hacia arriba. – ¡Hace tanto calor ahí abajo, que no hay persona humana que lo resista! – Te toca el turno, Cruzarríos – dijo de nuevo Juanillo el Oso, dándole los mismos consejos que a su anterior compañero. Atado Cruzarríos a la soga, comenzó despacio su descendimiento. Logró cruzar la zona caliente del pozo, porque la campanilla se oía tocar en la profundidad del negro abismo. De repente, un nuevo y enorme tirón hizo que lo tuvieran que subir con rapidez a la superficie. – ¡Hace tanto frío ahí abajo, que no hay persona humana que lo resista! – Átate tú ahora, Allanamontañas – volvió a decir Juanillo el Oso –. Intenta resistir todo lo que puedas. Allanamontañas cogió su campanilla en la mano y se ató la soga a la cintura con todas sus fuerzas. Avanzó por la zona caliente, atravesó también la fría y la campanilla seguía oyéndose en la oscuridad del pozo. De pronto, un fuerte tirón de la soga lo devolvió de nuevo junto a sus compañeros. – ¡Hay navajas de punta en medio del pozo, y no hay persona humana que pase por ellas! – ¡Está visto una vez más que sois los tres unos cobardes! ¡Dejadme a mí la soga! ¡Veréis qué pronto estoy en el fondo! Atado Juanillo, comenzó el cuarto descendimiento, no olvidando su mazo de cien quintales por si las moscas. Atravesó sin problemas el calor, el frío y las navajas de punta, resistiéndolo todo. Sin dejar de tocar la campanilla para que sus compañeros siguieran dándole soga, descendió y descendió por aquella terrible oscuridad hasta que, por fin, sus pies alcanzaron el fondo del pozo.
Avanzando por el primer pasillo que encontró a su paso, divisó una misteriosa puerta. Llamó con fuerza a ella y le abrió una guapísima joven que le preguntó: – ¿Quién eres? ¿Qué haces en este lugar tan peligroso? – Soy Juanillo el Oso. ¿Y tú? – Yo soy la hija mayor del rey, y llevo aquí tanto tiempo encerrada que ya ni lo recuerdo. – Pues, prepárate en seguida, que ha llegado el momento de sacarte del pozo. No había terminado Juanillo de pronunciar estas palabras, cuando un enorme toro, guardián de la princesa, salió bufando, arremetiendo contra él con todas sus fuerzas. Juanillo cogió su pesado mazo y le propinó tal golpe en el testuz que lo dejó tendido en el suelo, muerto en el acto. Siguiendo pasillo adelante la princesa y su libertador, se encontraron con una segunda puerta, a la que Juanillo llamó también con fuerza. Le abrió una joven aún más guapa que la anterior que le dijo: – ¿Quién eres? ¿Qué haces en este lugar tan peligroso? – Soy Juanillo el Oso. ¿Y tú? – Yo soy la hija mediana del rey, y llevo aquí tanto tiempo encerrada que ya ni lo recuerdo. – Pues, prepárate en seguida, que ha llegado el momento de sacarte del pozo. En ese mismo momento, se oyó el terrible silbido de una serpiente de tres cabezas, que custodiaba a la princesa en aquel lúgubre lugar. – ¡Debes darle en la cabeza del medio, que es donde tiene la vida! – le advirtió la joven.
Cogió Juanillo su mazo de cien quintales y le aplastó sin piedad la cabeza del medio, entre la alegría y los abrazos de las dos hermanas que llevaban tantísimo tiempo sin verse. Continuaron el oscuro pasillo y encontraron una tercera puerta, que abrió la más hermosa princesa que Juanillo hubiera podido soñar en su vida. – ¿Quién eres? ¿Qué haces en un lugar tan peligroso? – Soy Juanillo el Oso. ¿Y tú? – Yo soy la hija pequeña del rey, y llevo aquí tanto tiempo encerrada que ya ni lo recuerdo. – Pues, prepárate en seguida, que ha llegado el momento de sacarte del pozo. Un terrible gigante, más grande que Arrancapinos, que Cruzarríos y que Allanamontañas juntos, apareció en aquel momento. Pero, su trabajo de guardián de la más pequeña de las princesas finalizó con el horrible mazazo que Juanillo el Oso le asestó en su gran cabezota. La más pequeña de las tres princesas abrazó con alegría a Juanillo y a sus dos hermanas, dirigiéndose todos hacia la salida del pozo. Tiró Juanillo con fuerza de la soga y la mayor de las hermanas fue izada hacia la superficie. Igual operación fue realizada con la hermana mediana y con la pequeña. Terminado el rescate de las tres jóvenes y guapas princesas, dijeron Arrancapinos, Cruzarríos y Allanamontañas: – Ya están arriba las tres princesas. Presentémonos en palacio diciendo que nosotros las hemos rescatado, y dejemos al sabeor de Juanillo el Oso que se muera dentro del pozo. Y, tirando de la soga, no dieron tiempo a que Juanillo se colgara de ella. Allí quedó sin posibilidad alguna de salir, al ser totalmente imposible la escalada por las escurridizas paredes del pozo.
Arrancapinos, Cruzarríos y Allanamontañas se dirigieron al palacio del rey con las tres princesas, manifestando públicamente que ellos eran sus libertadores, no sin antes amenazarlas con la muerte si decían a su padre la verdad de lo ocurrido. Mientras tanto, Juanillo permanecía en el fondo del oscurísimo pozo, muerto de hambre y de sed, y rabioso por la fea faena que le habían hecho sus amigos. De repente, se acordó de la oreja que se había cortado el Mojingango y se dispuso con rapidez a probar su eficacia: "siempre que te veas en un apuro, la muerdes"... Y, dándole un pequeño mordisco, se vio de repente fuera del pozo y se dirigió, más contento que unas pascuas, hacia el palacio de las tres princesas. Éstas lo reconocieron como su verdadero libertador, siendo condenados Arrancapinos, Cruzarríos y Allanamontañas a desempeñar sus antiguos oficios para siempre. Y, como era de esperar, Juanillo se casó con la más pequeña de las hermanas, celebrándose una boda que todavía es recordada en aquellas tierras. La madre de nuestro héroe también estuvo presente en la ceremonia y, por supuesto, el mazo de cien quintales, que todavía es conservado en palacio para espanto de los mojingangos del Reino". Y aquí se rompió una taza y cada cual a su casa.
Quisiera ser Juan el Oso recién salido del pozo… Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Juan Almagro García.
– Recopilación:
– Gema Quesada Almagro.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
LA MEDIA HABA "Esto era una vez un hombre que iba a misa y se encontró media haba en el suelo. La cogió con alegría y, con ella en la mano, se dirigió presuroso a la posada. – ¡Buenos días, posadera! ¿Podría guardarme esta media haba mientras estoy en misa? – ¡Claro que sí, buen hombre! ¡Dejadla ahí, junto a la puerta, y ahí la encontraréis al volver! Se marchó rápidamente a misa y la posadera se entró tan tranquila a su casa. El gallo de la posada, que andaba por allí picoteando, se comió en un santiamén la media haba. Al terminar la misa... – Vengo por mi media haba. – Ahí estará junto a la puerta, en el mismo sitio donde la dejara. – Aquí no está mi media haba. – Se la habrá comido el gallo. – ¡Pues, yo quiero la media haba o el gallo! ¡La media haba o el gallo! – Pero, hombre, ¿cómo quiere que le dé el gallo a cambio de media haba? – ¡Yo quiero la media haba o el gallo! ¡La media haba o el gallo! Y tanto y tanto insistió que la posadera no tuvo más remedio que entregarle el gallo. Cuando hubo andado un buen rato con su gallo a cuestas, oyó que tocaban a misa en otra iglesia. Corrió con ligereza a la posada más cercana y dijo: – ¡Buenos días, posadera! ¿Podría guardarme este gallo mientras estoy en misa?
– ¡Claro que sí! – contestó la buena mujer –. Dejadlo junto a la puerta y ahí lo encontraréis al volver. El hombre se marchó de nuevo a misa y la posadera se metió tranquilamente en su casa. Pero, el marrano de la posada se comió lindamente al gallo. Cuando regresó el hombre de misa, le dijo a la posadera: – Vengo por mi gallo. – Ahí lo tenéis, junto a la puerta, donde lo habéis dejado. – Aquí no está mi gallo. – Se lo habrá comido el marrano. – ¡Pues, yo quiero el gallo o el marrano! ¡El gallo o el marrano! – Pero, hombre, ¿qué podemos hacer si el marrano se comió el gallo? – ¡Yo quiero el gallo o el marrano! ¡El gallo o el marrano! Y tanto y tanto insistió que la pobre posadera terminó por darle el marrano. Cuando hubo andado un buen rato con él de reata, oyó que tocaban otra vez a misa. Ni corto ni perezoso, se paró delante de otra posada diciendo: – ¡Buenos días, posadera! ¿Podría guardarme este marranillo mientras oigo misa? – ¡Con mucho gusto, buen hombre! ¡Dejadlo en la cuadra y ahí lo encontraréis al regresar! El hombre se marchó a misa y la posadera se metió tranquilamente en su casa. En la cuadra, donde habían dejado el marrano, había un hermoso caballo que se asustó y... – Ya vengo por mi marrano – dijo al volver de misa. – ¡Ay, buen hombre! ¡Si viera usted lo que ha pasado! El caballo se asustó al verlo y lo ha matado de un pisotón.
– ¡Pues, yo quiero mi marrano o el caballo! ¡Mi marrano o el caballo! – ¡Bueno! – dijo la posadera –. Si tanto se empeña, le compraré otro marrano igual que el suyo, con tal de que me deje tranquila. – ¡No, no y no! – contestó el hombre enormemente enfadado –. ¡Yo quiero el mío! ¡Quiero mi marrano o el caballo! ¡Mi marrano o el caballo! Y tanto y tanto insistió y tan terco se puso, que la pobre posadera no tuvo más remedio que darle el caballo. Llevaba ya un buen rato andando, con su caballo de reata, cuando oyó otra vez tocar a misa. Se paró delante de otra posada y dijo: – ¡Buenos días, posadera! ¿Podría guardarme mi caballo mientras oigo misa? – ¡Claro que sí, buen hombre! ¡Sujetadlo ahí, junto a la puerta, y ahí lo encontraréis al volver! El hombre se fue a oír misa y la posadera se entró tranquilamente a su casa. Tenía ésta una hija que, al ver a un caballo tan bonito, le puso una gran espuerta de cebada para que se la comiera. Viendo que el caballo comía y comía sin parar, le fue trayendo más y más espuertas y... – Vengo por mi caballo – dijo el hombre nada más regresar de misa. – ¡Ay, buen hombre! ¡Si supiera usted lo que ha pasado! Mi hija le ha echado tanta cebada, que el caballo ha muerto de un reventón. – ¡Pues, yo quiero mi caballo o su hija! ¡Mi caballo o su hija! – Pero, ¿está usted loco? ¿Mi hija a cambio de un caballo? – ¡Yo quiero mi caballo o su hija! ¡Mi caballo o su hija! – ¡Eso ni hablar! – decía indignada la buena posadera –. ¡En todo caso, le compraré un caballo como el suyo! – ¡No, no y mil veces no! – gritaba enfurecido –. ¡Yo quiero mi caballo o su hija! ¡Mi caballo o su hija!
Y tanto y tanto insistió, que la pobre posadera no tuvo más remedio que darle su hija. El hombre llevó a la niña a lo alto de una sierra y..., cogiéndola con fuerza del brazo, la despeñó diciendo: – ¡De la media haba, al gallo! ¡Del gallo, al marrano! ¡Del marrano, al caballo! ¡Del caballo, a una moza! ¡Adiós, carita de rosa!”
Por darle tanta cebada, el caballo reventó. Lo cambió por una moza y este cuento se acabó. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Justa Valenzuela López.
– Recopilación:
– Francisco Marroquino Valenzuela.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
LAS NARANJICAS "Érase una vez una familia muy pobre y necesitada, formada por los abuelos, los padres y un niño y una niña de pocos años. Tan pobres y tan necesitados estaban que no tenían nada que llevarse a la boca... Un día, los abuelos y la madre decidieron matar al niño para paliar de alguna manera su hambre. – ¡Yo calentaré el agua! – dijo la abuela. – ¡Y yo afilaré los cuchillos! – añadió el abuelo. – ¡Y yo lo mataré! – apostilló con decisión la madre. Una vez finalizada la macabra acción, guisaron el aún caliente cuerpo del pequeño y llamaron a la niña, ajena totalmente a lo que acababan de hacer los mayores. – Llévale a tu padre esta cuajadera con carne. Al menos hoy podrá comer y le será más llevadero el trabajo. Cuando la pequeña iba camino del tajo donde se encontraba su padre, se le ocurrió levantar la tapadera de la cuajadera y pudo ver con terror cómo se movía un dedo entre la carne humeante. Comenzó a llorar y a hipar desconsolada, viendo que transportaba el cuerpo de su hermano para que sirviera de alimento a su padre. Cuando más desconsolada estaba, se le acercó una vieja que le dijo: – ¿Por qué lloras con tanta pena? – Porque mi madre y mis abuelos han matado a mi hermano, lo han guisado y me envían con esta cuajadera de carne para que sirva de merienda a mi padre. La vieja, compadecida, viendo que efectivamente el dedo del pequeño aún seguía moviéndose entre el resto de la carne guisada, le dijo:
– No llores más y vete tranquila a donde trabaja tu padre. Toma este pañuelo y, cuando vaya tirando los huesos al suelo, los lías en él y los guardas con gran cuidado. Al llegar a tu casa, los siembras en el corral sin que nadie te vea. – ¿Y si mi padre me pregunta por qué recojo los huesos? – Le dices que se los llevas al perro de la vecina, para que no te muerda. Y así sucedió. Cuando el padre comenzó a comerse la carne de su propio hijo, tiró los huesos al suelo como si tal cosa. La niña los recogió con sumo cuidado y los lió en el pañuelo que le acababa de dar la vieja. – ¿Por qué recoges los huesos del suelo? – le preguntó el padre. – Se los llevo al perro de la vecina, para que no me muerda – replicó la apenada niña, que sentía pavor con sólo rozar con sus dedos los huesos de su pobre hermano. Al volver a la casa, entró con cuidado en el corral y, sin que nadie la viera, hizo un profundo hoyo y sembró en él los descuartizados huesos que había transportado liados en el pañuelo. Al cabo de un tiempo, comenzó a brotar en aquel mismo lugar un precioso naranjo, que creció verde y frondoso como ningún otro. No tardó mucho en florecer y en ofrecer su apetitoso fruto. Estaban un día los abuelos, los padres y la niña viendo el magnífico árbol, cuando en el centro del mismo apareció el niño con sus manos repletas de naranjas. La abuela, el abuelo, la madre y el padre, le dijeron llenos de miedo: – ¡Niño, dame una naranja! – ¡No, que tú calentaste el agua! – ¡Niño, dame una naranja! – ¡No, que tú afilaste los cuchillos!
– ¡Niño, dame una naranja! – ¡No, que tú me mataste! –¡ Niño, dame una naranja! – ¡No, que tú me comiste! La hermana se decidió también a hacer ella la misma petición: – ¡Niño, dame una naranja! – ¡Tómalas todas, vida mía, que tú me salvaste”!
Cuando este cuento escuchaba, mucho miedo a mí me daba. Mas, como cuento que es, no debo pensar ya en él. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Francisca López Valenzuela. – Jacinta Generoso Torres. – Josefa Gila García. – Matilde López Moreno. – Manolita Martínez Garrido. – Recopilación: – Jerónimo Ibáñez López. – Magdalena Quesada Generoso. – Sergio Pulido Contreras. – Nicolasa Valenzuela López. – Manoly Quesada Martínez. – Recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
EL GRAJ0 Y LA ZORRA "Una zorra tenía su madriguera justo debajo del nido de un grajo. Tres polluelos tenía aquel nido, condenados a servir de comida a la raposa, cuya hambre no tenía hartura. Cuando los tres polluelos tuvieron un buen bocado, la astuta zorra discurrió la manera de conseguir su propósito y una mañana habló así al grajo: – Amigo mío, si no me das para el desayuno a uno de tus tres polluelos, subiré como pueda hasta el nido y me los comeré a los tres de un golpe. – ¡Ay, zorrica! – contestó el grajo con pena –. ¿Cómo quieres que te eche un hijo de mis entrañas para que lo devores? ¡Ten compasión de ellos y de mí que soy su madre! – ¿Compasión? – dijo la zorra con burla –. ¡O me das ahora mismo uno de tus hijos o me los zamparé a los tres al mismo tiempo! Y para que viese que era capaz de cumplir su palabra, comenzó a subir en dirección al nido, diciendo con grandes voces: – ¡Treparé, treparé y a tu hijo me comeré! El pobre grajo, atemorizado, le echó uno de los polluelos que, velozmente, fue devorado por la zorra. Pasados unos días, se repitió la misma escena: – Si no me das para el desayuno a uno de tus polluelos, subiré como pueda hasta al nido y me los comeré a los dos de un golpe. – ¡Ay, zorrica! – replicó el grajo con pena–. ¿Cómo quieres que te eche un hijo de mis entrañas para que lo devores? ¡Ten compasión de ellos y de mí que soy su madre! – ¿Compasión? ¡O me das uno de tus hijos o me los zamparé a los dos al mismo tiempo!
Y para que viera que no se andaba con chiquitas, comenzó a subir en dirección al nido al tiempo que exclamaba con grandes voces: – ¡Treparé, treparé y a tu hijo me comeré! Por mucho que lloró y suplicó el grajo, no pudo ablandar el duro corazón de la zorra. En vista de ello, dando grandes lamentos, le arrojó al segundo de sus hijos, que la raposa se comió en décimas de segundo. El pobre grajo, convencido de que muy pronto se vería obligado a entregarle el último polluelo, comenzó a pensar la manera de vengarse de su enemiga la zorra. Por fin, dio con una solución que le hacía reír nada más pensarla... Una mañana, aguardó a que saliera de su escondite y le habló estas amigables palabras: – Amiga mía, no creas que te guardo rencor por haberte comido a mis dos polluelos. Yo comprendo que el hambre no tiene hartura. Además, no puedo echarte nada en cara. También yo tengo que cazar para que mis hijos coman y me veo en la necesidad de traer a mi nido criaturas que también tienen su madre. Justo es que yo haya sido pagada con la misma moneda. La zorra miraba al grajo sin pestañear y se dejaba convencer, dada la profundidad de sus pensamientos. Éste continuó su largo discurso con las palabras siguientes: – Y como sé que, debajo de tu piel de raposa, hay un corazón noble y generoso, es mi deseo que echemos pelillos a la mar y lo olvidemos todo. Para celebrar las paces, te propongo que me acompañes a una boda que se celebra en el cielo, a la que yo estoy convidado. – ¿Una boda en el cielo? – dijo la zorra, relamiéndose de gusto al pensar en el banquete –. Pero..., ¿cómo podré ir yo, si no puedo volar? – ¡Eso no es ningún problema! – añadió el grajo con astucia –. Tú te colocas entre mis dos alas y yo me encargaré de remontarte hasta el cielo.
La zorra, fiándose de estas palabras y pensando en el banquetazo que le esperaba, aceptó de buen grado. El grajo se aplastó cuanto pudo, pegando su buche contra el suelo y la zorra, trepando desde la cola, se encaramó encima de las alas, agarrándose bien con sus cuatro patas. Cuando lo hubo hecho, el grajo despegó con gran empuje, emprendiendo un rapidísimo vuelo. Subía y subía sin parar, sin que la zorra supiese a punto fijo la altura a la que se encontraban. De vez en cuando, el grajo preguntaba a la zorra: – Zorrica, ¿ves todavía el suelo? – Sí, todavía lo veo. Y continuaba volando y volando mucho más alto. – Zorrica, ¿ves todavía el suelo? – le preguntaba de nuevo. – Ya casi no lo veo – contestaba la zorra llena de miedo. El astuto grajo subió aún mucho más arriba, volando con fuerza y diciéndole a la zorra que ya estaban a punto de llegar a la boda. ¡Hasta ellos llegaba ya el olor de los sabrosos guisos que se estaban cocinando en el cielo!... – Zorrica, ¿ya no verás el suelo, verdad? – No, ya no lo veo. – Pues, agárrate con fuerza, que tengo un grano en el culo y voy a arrascarme. Y, dando una rápida voltereta, volcó su carga en el vacío, satisfecho totalmente de su venganza. La zorra volaba en dirección al suelo a gran velocidad diciendo: – ¡Apartaos piedras, que os parto, apartaos piedras, que os parto, que si de esta escapo y no muero, no quiero más boícas en el cielo!
Cuando le quedaba poco para llegar al suelo, vio unos pastores cuidando un gran rebaño de ovejas. La zorra vio la posibilidad de salvar todavía su pellejo y gritó con todas sus fuerzas: – ¡Poned mantas y colchones, poned mantas y colchones, que baja la Virgen de los Dolores! Los pastores pusieron las mantas y los colchones, creyendo de verdad que era la Virgen la que bajaba a gran velocidad del cielo. Pero, al ver que habían salvado la vida de su enemiga la zorra, cogieron estacas y garrotes y se liaron a palos con la pobre raposa que murió en el instante, entre la risa de los pastores y la alegría del grajo que, satisfecho después de haber visto todo lo ocurrido, volvió a su nido con el único polluelo que aún le quedaba".
Ni imitar al grajo debo, ni ser vengativo anhelo. Cuento de la tradición oral de Pegalajar Basado en “Cuentos de Maricastaña” de Antonio Alcalá Venceslada, ha sido muy conocido y contado en Pegalajar a lo largo de varias generaciones. – Informantes:
– Andrés Cobo Marín. – Catalina Valenzuela Ríos. – Miguel Rentero Medina. – Josefa Ballesteros Mata. – Ana María Ruiz Carrascosa. –Emilia Morales Cano.
– Recopilación:
– Justa García Quesada. – Manuel Quesada Cueva. – Francisco Espinosa Cobo. – Francisca García Ballesteros. – Juan López Gómez. – Juan Jesús Rentero Alcaraz. – Rubén Antonio García Ruiz. – Francisco López Morales.
–Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
BLANCAFLOR "Existió cierta vez un príncipe muy aficionado al juego. Jugaba y jugaba, a todas horas y sin descanso alguno, por lo que perdía fuertes cantidades de dinero que le estaban arruinando por completo. En una ocasión, llegó a jugar tal cantidad, que desaparecieron definitivamente todos sus bienes. Al ver tan gran desastre, lloró amargamente y se lamentó de su triste suerte sin consuelo alguno. Era tan grande su pena y tan hondo su pesar que, en un momento de rabia, llegó a decir enfurecido: – ¡Nada vale para mí la vida! ¡Preferiría, antes de seguir así, que viniera el diablo y me llevara! No había terminado de decir estas palabras, cuando apareció el mismo diablo en persona, vestido de negro y montado en un hermoso caballo blanco. – No llores, príncipe – dijo el diablo bajando del caballo –. Toma esta bolsa llena de dinero. Con ella recuperarás todos los bienes que has perdido jugando y que ya nunca volverán a faltarte. – ¿Qué tengo que hacer yo a cambio del enorme favor que recibo? – Cuando pases muchos años de bienestar y de riqueza, encontrarás en tu cuadra un caballo negro. Monta en él y busca el Castillo de Irás y no Volverás donde yo vivo. Allí me devolverás, entregándome tu alma, el favor que acabo de hacerte. El príncipe asintió feliz a estas palabras del diablo, que se marchó muy satisfecho de su entrevista... Pasó mucho tiempo y el príncipe vivió completamente feliz, disfrutando de la bolsa de dinero que le había proporcionado el diablo... Pero, un buen día, uno de sus criados le dijo: – Hay un caballo negro en la cuadra y no sabemos de quién es. ¿Qué hacemos con él?
El príncipe mandó preparar un pequeño equipaje y comida para un largo viaje, así como aparejar el caballo negro a las primeras luces del alba. Al despuntar la mañana, ya estaba el príncipe montado en el lomo del animal en dirección al Castillo de Irás y no Volverás. Caminó y caminó durante todo el día y, al caer la noche, llegó a las puertas de un misterioso castillo. Llamó con fuerza y le abrió una anciana con un refajo verde que se quedó extrañada al mirarle. – ¿Es éste el Castillo de Irás y no Volverás? – ¡No! – respondió la anciana –, pero mi hijo el Viento Solano sabe dónde está. Espera que llegue y él te lo dirá. El príncipe aguardó un largo rato y, de repente, se sintió un aire caliente que llenó toda la casa. Era el Viento Solano que se acercaba... – ¡Madre, a carne humana huele! – dijo nada más entrar. – Sí, hijo. Es un príncipe que anda buscando el Castillo de Irás y no Volverás. ¿Puedes tú indicarle el camino? – ¡No! – respondió –, pero mi primo el Viento del Norte, que vive en el castillo vecino, se lo dirá. El príncipe dio las gracias, pasó allí el resto de la noche y, a la mañana siguiente, emprendió de nuevo el camino hacia el castillo del Viento del Norte. Después de un día cabalgando, llegó al castillo. Le abrió la puerta una vieja con un refajo azul que le preguntó: – ¿Qué quieres, muchacho? – Ando buscando el Castillo de Irás y no Volverás. ¿Podría usted indicarme el camino? – Yo no lo sé, pero mi hijo el Viento del Norte sabe dónde está. Espera que llegue y te lo dirá.
El príncipe esperó como la noche anterior y, al poco rato, sintió un frío intenso que le calaba los huesos. El viento del Norte acababa de entrar por la puerta. – ¡Madre, a carne humana huele! – Sí, hijo, es un príncipe que anda buscando el Castillo de Irás y no Volverás. ¿Puedes tú indicarle el camino? – ¡No!, pero mi primo el Viento del Sur, que vive en el castillo vecino, se lo dirá. El príncipe pasó allí la noche y, al amanecer del día siguiente, después de haber dado las gracias, montó en su caballo negro y se marchó en busca del castillo del Viento del Sur. Después de dos largos días de camino, lo encontró. Le abrió la puerta una anciana con un refajo rojo que le preguntó: – ¿Qué deseas, muchacho? – Estoy buscando el Castillo de Irás y no Volverás. ¿Sabría usted indicarme el camino? – Yo no lo sé, pero mi hijo el Viento del Sur sabe dónde está. Espera que venga y te lo dirá. Al rato de estar esperando, sintió un agradable aire, ni frío ni caliente, que invadió todo el castillo. Era el Viento del Sur que exclamó nada más llegar: – ¡Madre, a carne humana huele! – Sí, hijo, es un príncipe que anda buscando el Castillo de Irás y no Volverás. ¿Sabrías tú indicarle el camino? – De allí vengo ahora mismo! – dijo el Viento del Sur con agrado –. Debe seguir el curso del río hasta encontrar una adelfa que hay en la orilla. Allí verá tres vestidos: uno bordado en oro, otro en reluciente plata y otro en pobre hilo blanco. Escogerá el bordado en hilo y conseguirá llegar pronto al castillo que anda buscando.
El príncipe dio como siempre las gracias, pasó la noche en el castillo como ya era su costumbre y, al amanecer del día siguiente, montó en su caballo negro y se dirigió, río abajo, en busca de la adelfa que el Viento del Sur le había indicado. Al llegar a ella encontró, efectivamente, los tres vestidos que le habían anunciado: uno bordado en oro, otro en reluciente plata y el último, bordado en pobre hilo blanco. En el río, un poco más abajo, estaban bañándose las tres hijas del diablo. A ellas pertenecían los vestidos. Siguiendo el consejo del Viento del Sur, el príncipe escogió el vestido blanco bordado en simple hilo. Nada más cogerlo, dos de las hijas del diablo se fueron, alzándose en ese momento una gran ola de espuma del río. De ella salió una bellísima muchacha, de cabellos dorados como el sol, que le dijo: – Soy Blancaflor, la hija menor del diablo, dueña del vestido que has escogido. De ahora en adelante, te ayudaré en todo lo que se te ofrezca. Cuando necesites algo de mí, vete a un lugar oculto donde nadie te vea y gritas mi nombre. Yo acudiré a la llamada siempre que estés apurado. – ¡Gracias, Blancaflor! – dijo el príncipe muy satisfecho –. ¿Podrías conducirme al Castillo de Irás y no Volverás? – ¡Para eso estoy aquí! – exclamó la bella muchacha –. Yo te conduciré al castillo donde te espera impaciente mi padre. Al entrar, te ofrecerá sentarte en un trono de oro. Procura rehusar la invitación, si quieres que todo te salga bien. – ¡Así lo haré! Seguiré tus consejos al pie de la letra, tal y como tú me los digas en adelante. Al entrar al castillo, el diablo que estaba esperándolo, le ofreció un trono de oro para sentarse. El príncipe, cortésmente, rehusó la invitación, y se sentó en una de las sillas de madera de la entrada. Inmediatamente, el diablo llevó al príncipe a una habitación contigua y le dijo: – Si has conseguido llegar hasta aquí, es para devolverme el favor que te hice. – Mándeme lo que quiera, que yo, en agradecimiento, lo haré.
– En frente de mi castillo hay un monte. Deberás sembrarlo de trigo, segarlo, molerlo y hacerme un pan que me comeré bien caliente mañana por la mañana. El príncipe no dijo nada y cogió tranquilamente el trigo con intención de sembrarlo. En el primer momento que pudo, y acordándose de las palabras de Blancaflor, se dirigió a un lugar oculto donde el diablo no pudiera verlo ni oírlo, y gritó con todas sus fuerzas: – ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! Ésta apareció al instante diciendo: – ¿Qué quieres de mí? – Tu padre me manda hacer lo que nadie puede hacer. – Pues, si nadie puede, podré yo – añadió Blancaflor. – He de sembrar un campo de trigo, segarlo, molerlo y hacer un pan caliente que le sirva de almuerzo al amanecer de mañana. – Vete tranquilo al castillo, duérmete sin pensar en nada, que al amanecer tendrás con puntualidad lo que mi padre te pide. A la mañana siguiente, antes de que nadie se despertara, ya estaba Blancaflor en la habitación del príncipe. – Toma el pan y se lo llevas a mi padre, pero no se te ocurra decirle que me has visto. Él no debe saber nunca que yo te ayudo. –¡Así lo haré! – contestó el príncipe con el pan caliente entre las manos. Inmediatamente, le entregó el pan al diablo, que dijo refunfuñando: – ¡Está bien! ¡Está bien! ¿Pero has visto acaso a mi hija Blancaflor? – ¿A Blancaflor? No he vuelto a verla desde que la encontré en la adelfa y me indicó el camino del castillo. Entonces, el diablo llamó a su hija diciendo:
– ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! ¿Dónde estás? – ¿Qué quieres de mí? – dijo ésta apareciendo al instante. – ¡Nada, nada, sólo saber dónde estabas! Pasó un día y, a la noche, el diablo llamó de nuevo al príncipe: – Has cumplido bien lo que te dije, pero aún te quedan dos pruebas más que superar. – ¿De qué se trata en esta segunda ocasión? – Tendrás que ir a otro monte cercano, sembrar una viña, cavarla, pisar la uva y, al amanecer, traerme a mi habitación un poco de vino en una copa de oro. El príncipe no dijo nada de nuevo y se marchó. Cuando estuvo bien seguro de que nadie le escuchaba, gritó con fuerza: – ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! – ¿Qué quieres? – dijo ésta apareciendo al instante. – Tu padre me manda hacer lo que nadie puede hacer. – Pues, si nadie puede, podré yo – contestó sonriendo. – Tu padre me manda que siembre una viña, que la cave, que pise la uva y le traiga al amanecer una copa de vino para el desayuno. – Mañana, por la mañana, tendrás sin falta lo que mi padre te pide. Vete tranquilamente al castillo y espera... A la mañana siguiente, muy temprano, entró Blancaflor en la habitación del príncipe y le dejó el vino, recordándole que no se enterase su padre de su ayuda. El príncipe prometió no decir nada y llevó el vino al diablo, que ya estaba esperándolo. – ¡Muy bien! – dijo éste –. Pero, ¿has visto a Blancaflor? – ¡No! – contestó secamente el príncipe.
– ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! – gritó el diablo –. ¿Estás ahí? – ¡Sí! – dijo ésta apareciendo –. ¿Para qué me quieres? – ¡Para nada, para nada! ¡Sólo deseaba saber dónde estabas! Cuando hubo pasado otro día, el diablo llamó de nuevo al príncipe y le dijo: – Tengo una última prueba para ti. Si la haces como las dos anteriores, te casarás con una de mis hijas y podrás volver a tu reino. – ¿Y cuál es esa última prueba? – Deberás ir al río y sacar una sortija que mi mujer perdió en su fondo hace muchos años. El príncipe no dijo nada y, cuando estuvo seguro de que nadie lo escuchaba, gritó: – ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! De pronto, se formó una gran ola de espuma y apareció Blancaflor, más hermosa que nunca, y le dijo: – ¿Para qué me quieres de nuevo? – Tu padre me manda hacer lo que nadie puede hacer. – Pues, si nadie puede, podré yo – dijo como siempre Blancaflor. – En esta ocasión, debo sacar del fondo del río una sortija que perdió tu madre hace muchos años. – Te ayudaré de nuevo, aunque esta última prueba es mucho más difícil que las anteriores. Si quieres superarla, no tienes más remedio que clavar un puñal en mi pecho y recoger la sangre en una redoma, teniendo cuidado de que ninguna gota caiga al suelo. El príncipe, entristecido, le contestó:
– ¡Prefiero morir antes que hacer tal cosa! Pero Blancaflor insistió, diciendo que no le pasaría nada y que ésta era la única solución posible. El príncipe no tuvo más remedio que hundir el puñal en el pecho de la muchacha, recogiendo toda la sangre en la redoma y echándola después al río. Pero, en un descuido, cayó una gota de sangre en la arena... Inmediatamente después apareció Blancaflor con el anillo recuperado del fondo del río, notándosele en uno de sus dedos, más blanco que los demás, la gota de sangre que había perdido momentos antes. La hija del diablo volvió a hacerle al príncipe la misma recomendación de siempre: su padre no debía enterarse de la ayuda que le estaba prestando nunca jamás. El príncipe le llevó, a la mañana siguiente, el anillo al diablo quien dijo: – ¡Está bien! ¡Está bien!, pero... ¿acaso has visto a Blancaflor? – ¡No, no la he visto! – mintió el príncipe como siempre. – ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! – gritó el diablo. – ¡Sí! – contestó ella apareciendo –. ¿Para qué me quieres? – ¡Para nada, para nada! ¡Sólo deseaba saber dónde estabas! El demonio, al ver que el príncipe había resuelto puntualmente las tres pruebas que le había puesto, prometió cumplir su promesa, casándolo con una de sus hijas. – Voy a encerrar a mis tres hijas en una habitación. Te enseñarán los dedos de su mano, y te daré por esposa a la que pertenezca el dedo que tú escojas. Mostrados los dedos, el príncipe descubrió rápidamente el de Blancaflor por la aparente falta de la gota de sangre que había caído en la arena del río. Cuando el diablo vio que el príncipe había escogido el dedo de Blancaflor, se llenó de ira y prometió matarlos, pero no tuvo más remedio que dársela por esposa.
Al ver Blancaflor que su padre los miraba mal y deseaba acabar con ellos, le dijo al príncipe: – Ve rápidamente a la cuadra y ensilla a Viento que es el caballo más seco, pero también el más veloz de todos. El príncipe llegó a la cuadra y, al ver que la delgadez de Viento era excesiva, pensó que no podría resistir el peso de dos personas, y ensilló el caballo más gordo y lustroso. Al ver Blancaflor lo que el príncipe había hecho, se enfadó muchísimo y... – ¿Por qué te has traído el peor caballo? – El otro está demasiado seco y no podrá con nosotros – replicó el príncipe convencido aún de haber actuado bien. – Bueno, corre y vámonos con el caballo gordo antes de que nos descubra mi padre. Y, sin más tiempo que perder, montaron en el caballo no sin antes escupir Blancaflor tres veces: la primera en una habitación, la segunda en una ventana y la tercera en el campo. El diablo, escamado como siempre, llamó a su hija para ver si estaba en el castillo: – ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! ¿Estás ahí? – ¡Síiii! – contestó la saliva de la habitación. – ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! ¿Estás ahí? – ¡Síiii! – contestó la saliva de la ventana. – ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! ¿Estás ahí? – ¡Sí! ¡Sí! – respondió la saliva del campo.
Al rato, el diablo volvió de nuevo a llamar a su hija y, al no contestar nadie, comprendió que el príncipe y Blancaflor habían huido... Bajó rápidamente a la cuadra y, viendo que faltaba un caballo, ensilló con rapidez a Viento diciendo: – ¡Corre, corre, que no llegarán muy lejos! ¡No llego a explicarme cómo no te escogieron a ti! Al rato de estar cabalgando, ya divisaba el diablo, montado en el veloz Viento, a Blancaflor y al príncipe. La joven, viendo que el caballo de su padre los alcanzaría en poco tiempo, tiró al suelo la cinta de su pelo y... El príncipe se convirtió en una huerta, el caballo en verdes lechugas y ella, en una guapísima hortelana. Al llegar el diablo, le preguntó: – ¿Ha visto usted un hombre, una mujer y un caballo pasar por aquí? – Las lechugas aún están verdes y no puedo cogerlas – respondió la hortelana. – ¡Que si ha visto usted un hombre, una mujer y un caballo pasar por aquí! – Que ya le he dicho que las lechugas están todavía verdes y no puedo cogerlas. Furioso el diablo y, viendo que no podía alcanzarlos, regresó de nuevo al castillo. Por el camino se dio cuenta de la burla y emprendió de nuevo la marcha tras los fugitivos, a los que volvió a divisar en poco tiempo. Cuando Blancaflor vio de nuevo a Viento y a su padre que se aproximaban, tiró al suelo el puñal del príncipe e inmediatamente éste se convirtió en una ermita, el caballo en una lámpara de aceite y Blancaflor en un sencillo ermitaño. – Buen ermitaño – dijo el diablo –, ¿ha visto pasar por aquí un hombre, una mujer y un caballo? – ¿Que quiere usted confesar? Ahora mismo entro en la ermita para escuchar sus pecados.
– ¡Que si ha visto pasar por aquí un hombre, una mujer y un caballo! – Y yo le he dicho que ahora mismo entro en la ermita para escucharle en confesión. – ¡Demonios con el ermitaño! – decía el diablo completamente furioso –. ¡Que si ha visto pasar por aquí un hombre, una mujer y un caballo! – Y yo le digo que no tengo en estos momentos nada que hacer, y estoy dispuesto a escucharle en confesión. Y así fue como el diablo fue engañado por segunda vez. Regresando de nuevo al castillo, se dio cuenta de su burla y emprendió otra vez la marcha tras los fugitivos a los que, en poco rato, pisaba los talones. Cuando ya iba a darles alcance, escupió Blancaflor en el suelo, convirtiéndose su saliva en un enorme lago, tan grande, tan grande que el diablo no pudo cruzarlo por más que lo intentó a lomos de Viento. Y así fue como Blancaflor y el príncipe pudieron marcharse tranquilos y contentos. Y colorín colorado, el cuento de Blancaflor se ha acabado. Y se casaron y fueron felices y comieron perdices. A mí me dieron las patas y yo no las quise. Me dieron unos zapaticos de papel, cayeron cuatro gotas y llegué a mi casa descalza”.
Vendió su alma al diablo por el favor que le hizo, mas la bella Blancaflor deshizo todo el hechizo.
Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Ana García Navas. – María Antonia Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán. – Mari Gómez Cobo. – Fernando López Rentero. – Mónica Garceau Romero. – Manuel Herrera García.
– Recopilación:
– Joaquín Quesada Guzmán. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
EL ENFADO DE LA LUNA "Vivió una vez, en un pueblo muy pequeño, una niña llamada María que era muy avariciosa. Todo lo quería para ella... Un día le dijo su madre: – María, ve a la tienda por un ovillo de hilo blanco, para terminar de coserte el vestido nuevo. La niña fue a la tienda por el ovillo, pero jugando y jugando se le hizo muy tarde. Al volver a su casa, ya se había hecho de noche y la luna y las primeras estrellas resplandecían en el cielo. – María, ¿me das un poco de hilo para mi vestido blanco? – le dijo la luna para poner a prueba su avaricia. – ¡No, no y no! – replicó la niña muy enfadada –. El hilo es para mi vestido nuevo y no pienso dártelo. La luna, muy enojada, le contestó: – Esta misma noche recibirás el castigo que mereces por tu mala conducta. María regresó a su casa, sin hacer caso a estas palabras y sin dar importancia a la conversación que acababa de mantener. Pero, al acostarse, se acordó de las palabras de la luna y comenzó a tener miedo. La noche se hizo intensa y oscura, y María se arrebujó entre las sábanas, arrepentida de no haber dado a la luna el trozo de hilo que tan gentilmente le había solicitado. Cuando más miedo tenía, vio un resplandor blanco que se adentraba en su casa y escuchó con pánico las enojadas palabras de la luna: – ¡María, ya voy por la primera escalera! La niña se tapaba los oídos con sus dos manos, al tiempo que decía con un hilo de voz:
– ¡Ay, mamaíta, mía, mía!, ¿quién será? ¡Ay, mamaíta mía, mía, qué miedo me da! – ¡Calla, niñita mía, mía, mía, que ya se irá! – ¡Que no me voy, que por la segunda escalera ya voy! Así fue subiendo poco a poco la luna todos los peldaños, siendo el pánico y el terror de María cada vez mayor. – ¡María, ya voy por la última escalera! – ¡Ay, mamaíta mía, mía!, ¿quién será? ¡Ay, mamaíta mía, mía, qué miedo me da! – ¡Calla, niñita mía, mía, mía, que ya se irá! – ¡Que no me voy que, entrando en la habitación, ya estoy! La niña, sin pensárselo dos veces, saltó con rapidez de la cama y se escondió en un arca vieja que tenía en su cuarto, pero con tan mala fortuna que se dejó fuera su larga trenza de pelo. Cuando la luna entró en la habitación, lo primero que vio fue la trenza de María y, sacando unas enormes tijeras, se la cortó... La luna se marchó, sabiendo que aquel castigo había sido ya más que suficiente.
María lloraba con pena: – ¡Luna, lunita, dame mi trencita! ¡Luna, lunita, dame mi trencita! Pero la luna, que quería darle una lección, no la escuchaba. Así fue pasando el tiempo, repitiéndose todos los días el ruego angustiado de la niña: – ¡Luna, lunita, dame mi trencita! ¡Luna, lunita, dame mi trencita! Sólo cuando María cambió y dejó de ser avariciosa, la luna accedió a devolverle su larga trenza de pelo. Cada lágrima que caía de los ojos de la luna, hacía crecer uno de los cabellos de la niña. María recuperó su larga melena, junto con la generosidad que ya nunca llegó a faltarle. Y colorín, colorado, el enfado de la luna se ha terminado".
¿Egoísta o generoso? ¿Qué adjetivo tú prefieres? Ten corazón generoso en todas partes que fueres. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Recopilación: – Recreación:
– Guillermo Garceau Romero. – Juan Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Joaquín y Juan Quesada Guzmán.
LOS CALDEREROS "Érase una vez una mujer que tenía tres hijas: a una la mandó por rábanos, a otra por vinagre y a la última por pimiento molío. Al despedirlas, les rogó encarecidamente: – Traed pronto los encargos, que los necesito. Pero que no se os ocurra echaros por la calle de los caldereros, que son muy malos y pueden engañaros. Dos de las hermanas compraron con rapidez el vinagre y el pimiento molío, haciendo caso del ruego de su madre. Pero Mariquilla compró los rábanos y se dirigió a su casa por la temida calle. Nada más entrar a ella, salió un calderero gordo y feo que le dijo muy enfadado: – ¡Mariquilla, dame un rábano, que si no voy esta noche a tu casa y te como! La niña le dio el rábano más largo y hermoso que traía, y se puso en camino llena de miedo. Pero, otro calderero más gordo y más feo que el anterior, abrió su puerta y le dijo: – ¡Mariquilla, dame un rábano, que si no voy esta noche a tu casa y te como! La pobre niña soltó el segundo rábano, llorando de pena y corriendo. Pero no le dio tiempo. Un tercero, un cuarto, un quinto, un sexto... calderero (a cual más gordo y más feo) volvió a repetir lo mismo que los anteriores. Mariquilla se quedó sin rábanos. En sus temblorosas manos sólo quedaban ya las verdes hojas. Otro calderero abrió entonces la puerta de su casa, diciendo con gran enfado: – ¡Mariquilla, dame un rábano, que si no voy esta noche a tu casa y te como! – Sólo me quedan las hojas. El último rábano acabo de darlo ahora mismo.
– Pues las hojas... Mariquilla le dio las hojas y, con sus manos vacías, se dirigió corriendo a su casa. Pero, antes de terminar la calle, le salió al encuentro el más feo de los caldereros que, con cara de gran enfado, repitió las temidas palabras: – ¡Mariquilla, dame un rábano, que si no voy esta noche a tu casa y te como! – Ya no me quedan más rábanos – contestó la niña llorando y corriendo. – ¡Pues esta noche voy a tu casa a comerte!... Mariquilla llegó sudorosa y temblando a su casa, huyendo del calderero que creía oír detrás de sus talones. Le contó a su madre lo que le había sucedido por ser desobediente... – ¿Dónde puedo esconderte? – dijo la madre con preocupación –. Abriremos una raja en el colchón, te meterás dentro y lo esconderemos detrás de la artesa. Y así lo hicieron, esperando con ansiedad la visita que tanto temían. Al llegar las doce de la noche, entró el calderero en la casa y gritó con una voz que infundía terror y pánico: – ¡Mariquilla, ya voy por la primera escalera! – ¡Mariquilla, ya voy por la segunda escalera! Un perrillo que había detrás de la puerta, corría detrás del calderero mientras ladraba: – ¡Guá, guá, guá, detrás de la artesa está! ¡Guá, guá, guá, detrás de la artesa está! – ¡Mariquilla, ya voy por la tercera escalera! – ¡Mariquilla, ya voy por la cuarta escalera!
– ¡Guá, guá, guá, detrás de la artesa está! ¡Guá, guá, guá, detrás de la artesa está! – ¡Mariquilla, ya voy por la escalera ancha! – ¡Mariquilla, ya voy por la última escalera! – ¡Mariquilla, ya estoy en la puerta de la habitación! – ¡Guá, guá, guá, detrás de la artesa está! ¡Guá, guá, guá, detrás de la artesa está! – ¡Mariquilla, ya estoy al lado de la cama! – ¡Mariquilla, ya estoy llegando a la artesa! – ¡Mariquilla, ya estoy tentando tus pies! – ¡¡¡Mariquilla, que te como!!! El calderero devoró a la pobre niña en un santiamén, mientras el perrillo seguía ladrando cada vez con más fuerza: – ¡Guá, guá, guá, por no hacerle caso a mamá! ¡Guá, guá, guá, por no hacerle caso a mamá!"...
En los cuentos de la infancia siempre nos metieron miedo. Son de disculpar los padres que tanto celo tuvieron. El tío del saco le dicen, calderero gordo y feo, sacamantecas te lleva por no obedecerle a ellos. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Jacinta Generoso Torres. – Paqui León Gómez. – Josefa Gila García. – Catalina Guzmán López. – Mari Gómez Cobo. – María Antonia Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán. – Recopilación: – Magdalena Quesada Generoso. – Francisco Pérez León. – Joaquín Merino Gila. – Joaquín Quesada Guzmán. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez. – Recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
EL FRAILE FRAILÓN "Érase una vez dos hermanos muy buenos y obedientes, llamados Mariquilla y Periquillo. Todos los días, al salir de la escuela, ayudaban a su madre en los quehaceres de la casa: Mariquilla fregaba el suelo y hacía las camas, mientras su hermano Periquillo barría el corral y le echaba de comer a los animales. Un día, les dijo su madre: – Al que termine primero sus trabajos, le echaré un canto con miel. Al poco rato, ya estaba Mariquilla rogándole a su madre: – Yo he terminado la primera. Échame a mí el canto con miel, antes de que llegue mi hermano. Y madre e hija subieron con ligereza al terrao donde guardaban, como oro en paño, la rica orza de la miel. Pero, nada más llegar, les salió al encuentro el fraile frailón, que daba espanto nada más verlo. – ¡Yo soy el fraile frailón de la tierra de Aragón, y al que pillo por delante, me lo zampo de un tragón! Y, sin mediar más palabras, se comió a madre e hija de un solo bocado, sin que ninguna de las dos pudiera decir esta boca es mía. En esto que terminó Periquillo sus tareas y se encaminó al terrao en busca de su madre y de su hermana, que seguramente estarían agotando las reservas de miel que tanto le gustaban. No pudo llegar arriba. El fraile frailón le cortó el paso, diciendo con grandes voces:
– ¡Yo soy el fraile frailón, de la tierra de Aragón, y al que pillo por delante, me lo zampo de un tragón! Periquillo echó a correr escaleras abajo en busca de ayuda, pudiendo escapar de aquellas terribles fauces que intentaban devorarlo. Ninguno de los vecinos, una vez conocido lo sucedido, se atrevía a subir al terrao para hacer frente a aquel terrible fraile frailón que se comía de un tragón a todo el que se encontraba por delante. De pronto, sintió Periquillo una débil voz muy cerca de su oído: – ¿Qué te pasa? ¿Por qué tienes miedo? Miró y remiró a su alrededor, pero no logró ver a nadie. ¿De dónde podría salir aquella voz tan diminuta? Pero la vocecilla volvió a sentirse de nuevo, más cerca aún que la vez anterior: – No me busques fuera de ti, Periquillo, porque me encuentro ahora mismo encima de tu hombro. Miró Periquillo donde la voz le indicaba y, cuál no sería su sorpresa, al ver una pequeña hormiga que le prometió ayudarle. – ¿Tú, tan pequeña, te atreves a hacer frente al terrible fraile frailón de la tierra de Aragón, que al que pilla por delante se lo zampa de un tragón? No había terminado de decir estas palabras, cuando ya estaba la hormiga escaleras arriba, dispuesta a hacer cara al mismísimo demonio que se le pusiera por delante. Nada más llegar arriba, se oyeron las voces ya conocidas, con tal fuerza esta vez que retumbaron todas las paredes de la casa:
– ¡Yo soy el fraile frailón, de la tierra de Aragón, y al que pillo por delante, me lo zampo de un tragón! A lo que la hormiguita contestó: – ¡Y yo soy una hormiga de tierra, y al que le pico, revienta! – ¡Yo soy el fraile frailón, de la tierra de Aragón, y al que pillo por delante, me lo zampo de un tragón! – ¡Y yo soy una hormiga de tierra, que ha salío de su hormiguero, y al que pillo por delante, le hago un gran agujero! Y dicho y hecho, le pegó al fraile frailón un picotazo tan grande, tan grande, tan grande, que su enorme barriga reventó en ese mismo momento. Mariquilla y su madre salieron sanas y salvas, ante la alegría de Periquillo que no daba crédito a lo que sus ojos habían visto y sus oídos habían oído”. Y aquí se ha acabao el cuento contao, porque la pequeña hormiga les ha salvao.
Yo soy el fraile frailón de la tierra de Aragón… ¡Por muy aragonés que seas, junto a ti no tiemblo yo!
Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Andrés Cobo Marín. – Manuela Guzmán Gómez. – Catalina Guzmán López. – María Antonia Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán. – Mari Gómez Cobo. – Recopilación: – Francisco Espinosa Cobo. – Francisco Tomás Muñoz Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez. – Recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
LA ZORRA Y LA CIGÜEÑA "Un día, estaba una zorra comiéndose un conejo que acababa de cazar cuando, de pronto, se le atrancó un hueso en el gaznate. Se acercó a una charca a beber agua pero, por más esfuerzos que hacía para arrojarlo fuera, no podía conseguir su propósito. Viendo que el molesto hueso seguía metido en su garganta, comenzó a dar vueltas por los alrededores pensando en la forma de poder librarse de aquel estorbo. Andando por el campo, vio a una cigüeña encaramada en lo más alto de un árbol. Acercándose a ella, le dijo con astucia: – Amiga cigüeña, se me ha atravesado en el gaznate un pez muy hermoso. Si quisieras sacármelo con tu largo pico, sería todo entero para ti. La cigüeña aceptó el trato y bajó volando con rapidez, porque tenía mucha hambre. En un momento metió el pico en la boca de la zorra hasta topar con el hueso, lo agarró con soltura y lo sacó sin esfuerzo alguno. – ¿Ésta es la recompensa por ayudarte? – dijo la cigüeña al contemplar el engaño. – No te quejes – añadió complacida la zorra –. A ti no te ha costado ningún trabajo, y a mí me has librado del grave problema en que me encontraba. No le hizo ninguna gracia a la cigüeña esta respuesta y, sintiéndose burlada, le contestó: – Tienes razón, amiga mía. No me quejo en modo alguno.Y, en prueba de que no miento, quiero llevarte a mi casa donde tengo preparadas unas ricas gachas que nos comeremos las dos a medias. La cigüeña había encontrado la ocasión de vengarse del engaño sufrido y volcó las gachas en una estrecha alcuza. Metiendo su largo pico por la boca de ésta, saboreó el contenido completo, mientras la zorra tuvo que contentarse con lamer las gotas que iban saltando fuera.
– Gracias, amiga cigüeña, por la rica comida – dijo la zorra, pensando otra vez en vengarse –. Yo también quiero invitarte a comer migas en mi casa, para corresponder a tu amable invitación. Llegados a la casa de la zorra, ésta destapó la sartén de las migas y las apuró a lengüetazos en un momento, quedándose la cigüeña sin probar bocado alguno. Cuando finalizó el banquete, dijo ésta última: – Estoy muy agradecida por tu invitación y yo también quiero corresponderte. Me han convidado a unas bodas en el cielo, y me gustaría que me acompañases. La zorra comenzó a relamerse de gusto, pensando en el rico banquete que le esperaba. Pero al ver que no tenía alas, dijo: – No puedo ir contigo, pues volar es algo imposible para mí. – ¡Eso no es ningún problema! – añadió la cigüeña –. Tú te subes entre mis alas y yo te llevaré con mucho gusto. Así lo hicieron y emprendieron el vuelo, pensando la zorra en los ricos manjares que le esperaban y la cigüeña en una nueva y definitiva venganza. Al principio, la cigüeña voló muy bajo y la zorra iba encantada encaramada sobre su lomo. Pero después comenzó a elevarse por los aires y la raposa, asustada y mareada por la altura, decía con un hilo de voz: – ¡Ay, qué malica me estoy poniendo! ¡De buena gana me bajaba ahora mismo a la tierra, aún perdiendo el banquete que allí arriba nos espera! – ¿Has dicho que quieres volver, amiga zorra? ¡Pues, agárrate con fuerza, que voy a recernerme!... Y, dándose un vuelco en el aire, se deshizo, llena de satisfacción, de su odiada carga. La zorra, blanca como la pared, gritaba con fuerzas al tiempo que bajaba:
– ¡Apartaos, piedras que os parto, apartaos, piedras que os parto, que, si de esta escapo y no muero, no quiero más bodas en el cielo! El cuento de la zorra y la cigüeña nos enseña que "a to hay quien gane" y que "donde las dan, las toman", por muy zorra que se sea".
Si “donde las dan, las toman”, y los refranes son ciertos, aprende la moraleja como la zorra del cuento. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Antonio Ramón Gómez Ruiz. – Encarnación Torres Morillas. – Antonio Ramón Gómez Torres. – Ana María Ruiz Carrascosa. – Emilia Morales Cano. – Recopilación: – Encarna Gómez Valenzuela. – Rubén Antonio García Ruiz. – Francisco López Morales. – Recreación: – Encarna Gómez Valenzuela. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán.
LA VACA RABONA "En muchos pueblos de Andalucía existía la buena costumbre de regalarle al señor cura algún animal doméstico: un cerdo, una cabra o una vaca, como en el caso de esta historia. En uno de estos pueblos tuvieron la feliz idea de regalarle al cura una hermosa vaca, la cual era dejada suelta por el pueblo, siendo alimentada de casa en casa por todos los vecinos. Pero, había en el referido pueblo una familia de zapateros que vivía pobremente. No tenían nada que echarse a la boca, dados los escasos ingresos económicos del padre de familia. Un día, viendo pasar a la vaca que cada vez estaba más hermosa y lustrosa, decidieron cogerla para paliar de algún modo su apetito y su miseria. Y, ni cortos ni perezosos, comprobando que nadie los veía, metieron a la vaca dentro de la zapatería, y dieron vueltas, locos de contento, alrededor de ella. ¡La cantidad de pucheros que la zapatera iba a poder poner con la pobre vaca! ¡Al zapatero, a la zapatera y a la media docena de zapaterillos hambrientos se les hacía la boca agua nada más pensarlo!... Pero quiso el destino, que el más pequeño de los hijos del zapatero aprendiera de memoria la canción que sus padres y hermanos cantaban diariamente, al saborear los ricos guisos que alimentaban sus desnutridos estómagos. Y un día, mientras jugaba en la puerta de su casa, se le ocurrió cantarla a pleno pulmón, sin conocer el significado de sus palabras ni las consecuencias que éstas podrían acarrearles: – La vaca rabona del cura chiquito, la tiene mi madre en el cuarto bajito. Con ella nos pone buenos puchericos, y por eso estamos requetegordicos.
La gente que pasaba comenzó a comentar lo escuchado y la famosa cancioncilla llegó a los mismísimos oídos del cura y del alcalde. Inmediatamente y con mucho sigilo, mandaron llamar al niño que, en su inocencia, les cantó la coplilla desde el principio hasta el final. – ¿Ve usted, señor alcalde, como son ciertas las habladurías? – explicó el señor cura, pensando en su vaca y relamiéndose de gusto por haberla encontrado –. Yo comprendo que al zapatero le hará mucha falta alimentar a su familia, pero... ¡mi vaca es mi vaca! Tras estas palabras convinieron con el niño que el domingo, en la misa mayor, cantaría la canción delante de todos los fieles... El vecindario en masa fue invitado a la misa, llenándose la iglesia como en el día de la patrona. Lo que no podían imaginar el cura y el alcalde, era que el zapatero había adoctrinado convenientemente a su hijo sobre la canción que debía realizar ante un público tan numeroso. – Prestad atención a lo que va a decir este inocente niño – dijo el cura –. Lo que él va a referir es el evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Y el zapaterillo, en lo alto del púlpito, comenzó su canción con la solemnidad y la fuerza que el caso requería: – El cura Pérez duerme con toas las mujeres, y a la del alcalde le toca esta tarde".
Haciendo bueno el refrán, debes tú de hacerme caso: dicen siempre la verdad los niños y los borrachos. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Recopilación: – Recreación:
– Juana Rentero Gómez. – Manolita Martínez Garrido. – Joaquín Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán.
EL LOBO LELO "Se levantó un día la marrana con sus siete marranillos, y se dirigió a un pozo cercano a darle agua a sus hijitos. Nada más llegar, se presentó a su lado un infeliz lobo que le dijo con muy buenas palabras: – Buenos días, señora marrana. ¡Qué placer encontrarte aquí tan de mañana! Prepárate y no llores, que voy a comerme ahora mismo a tus siete marranillos. – ¡Oh, señor lobo! – contestó la pobre marrana –. ¡Ten compasión de mí y de ellos! Espérate al menos que los bautice y después te los comes. Saca un caldero de agua y yo los iré bautizando. El bueno del lobo se acercó al brocal del pozo e introdujo el cubo en el interior, buscando el agua para el bautizo. Momento que aprovechó la marrana para empujarle con todas sus fuerzas, alejándose satisfecha con sus siete hijos. Al poco rato, para suerte del lobo, llegó un aguador al pozo y echó dentro el cubo, con idea de llenar los cántaros que transportaba su maltrecho burro. ¡Cuál no sería su sorpresa, cuando en el primer viaje apareció el lobo que había salvado su vida de milagro! Después de secarse al sol, el señor lobo siguió camino adelante y se encontró una yegua y un hermoso potrillo que le salieron al paso. – Buenos días, señora yegua – le dijo el lobo con buenas palabras –. Prepárate y no llores, que ahora mismo voy a comerme a tu hijito. – ¡Oh, señor lobo, ten compasión de nosotros! Espérate un momento que tengo una espina en la pata y sólo tú puedes sacármela. El lelo del lobo se dispuso a sacarle la espina a la yegua, la cual le dio una fuerte patada dejándole tendido en el camino, mientras se alejaba contenta con el potrillo. Breves instantes después, el malparado lobo se dispuso a continuar la marcha. Nada más atardecer, se encontró a dos blancos borreguillos que venían por el camino. – ¡Hola, borreguillos! – dijo el lobo con buenas palabras –. Preparaos y no lloréis, que ahora mismo pienso comeros.
– ¡Oh, señor lobo, ten compasión de nosotros! Ayúdanos a repartir una poca tierra que nos ha dejado nuestro padre y ahora después nos comes. Ponte tú de mojón y nosotros la partiremos. Y comenzaron los dos borreguillos a echar para atrás con disimulo y con astucia, marchándose a todo correr. El tonto del lobo quedó burlado por tercera vez. Se marchó entonces al monte y se sentó debajo de un pino, al tiempo que hacía estas serias y profundas reflexiones: – Cuando me encontré la marrana, ¡yo qué tenía que ver si los marranillos estaban o no estaban bautizados! ¡Con comérmelos de un bocado, hubiéramos acabado antes! – Y cuando me encontré con la yegua, ¡yo qué tenía que ver con la espina en la pata! ¡Con haberme comido el potrillo, hubiéramos acabado antes! – Y cuando me encontré con los dos borreguillos, ¡yo que tenía que ver con el reparto de las tierras! ¡Con habérmelos comido, hubié!... No pudo terminar sus palabras. Cerca de él había un leñador que le tiró el hocino, dejándolo muerto en el acto. El cuento del lobo lelo nos enseña que "la primera intención es la que vale", que "las apariencias engañan" y que "no debe dejarse para mañana lo que pueda hacerse hoy". Y cuento contado, se ha terminado".
Con este cuento tú aprendes la enseñanza que te doy: no dejar para mañana lo que puedas hacer hoy. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Antonio Ortega López.
– Recopilación:
– Cristóbal Ortega Cueva.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
EL HORTELANO TUERTO "Había una vez un hortelano tuerto, que estaba guardando (muy cerca del cementerio) su huerta repleta de hortalizas y árboles frutales de todas las clases. Y pasaron por el camino unos arrieros, que querían robarle los higos y las ricas peras que cultivaba... El hortelano los apedreó en varias ocasiones y, viendo que no podían quitarle nada, planearon una estratagema para poder cargar los vacíos burros que les estaban esperando. – Este hortelano es un hueso duro de roer. Tendremos que irnos sin probar ninguna fruta de la huerta – dijo uno de los arrieros. – ¡Efectivamente! En mi vida he visto yo un labrador que guarde con tanto esmero lo que otros quieren birlarle – le replicó su compañero. – La única solución que se me ocurre es darle un buen susto. Tal vez con el canguelo podramos conseguir que abandone la huerta durante unos minutos – volvió a decir el primero de los arrieros. – ¡Estoy de acuerdo contigo! Hay que darle un susto de muerte, si queremos probar hoy algún bocao. Y dicho y hecho, uno de los arrieros se vistió de cura y, entonando el cántico de la misa de difuntos, se acercó al poyato más cercano a la huerta y gritó a pleno pulmón, con la solemnidad que el caso requería: – ¡Cuando yo estaba vivo, venía a estas higueras a coger higos, y ahora que estoy muerto, vengo por el tuerto! El pobre hortelano echó a correr que se las pelaba, consiguiendo los arrieros su propósito. – El cántico de los curas nunca falla – decía el primero. – Con la iglesia hemos topao, amigo Sancho – apostilló el segundo, muriéndose de risa y atragantándose con la rica fruta de la huerta.
Y aquí se acaba mi cuento, con pan y rábano tuerto (nunca mejor dicho), y el que quiera más, que vaya al huerto".
Con el canto gregoriano lo pudieron asustar. A todos nos estremece cuando lo oímos cantar. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Alfonso Ruiz León.
– Recopilación:
– Juan Cordero Marín.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
EL QUE NO TE CONOZCA QUE TE COMPRE "Cuentan de unos estudiantes que se dirigían a Sevilla en el coche de San Fernando: unos ratillos a pie y otros ratillos andando. No era su situación económica muy privilegiada, por lo que no habían probado bocado desde que estaban en camino. De pronto, vieron a un arriero con cuatro burros cargados hasta los topes de riquísimas viandas: chorizos, morcillas, quesos, jamones y pan de pueblo, que se divisaban en los repletos serones. ¡La boca se les hacía agua al pensar en el banquete que podrían darse!... Para ello, era necesario desenganchar uno de los jumentos, sin que el buen arriero notara la falta. Uno de los estudiantes, más avispado que el resto de sus compañeros, logró descolgar al último de los burros, colocándose él en lugar del mismo. Con la jáquima del animal colocada en su cara y simulando el paso cansino de los borricos, siguió al arriero sin que éste notara el cambio. Parados a descansar, y viendo el arriero al asno convertido en hombre, dijo con estupor: – ¡Mi burro convertido en persona humana! – ¡Así es en verdad! – contestó con picardía el estudiante –. Durante una temporada fui condenado a ser asno por un pecado que cometí. Pero, finalizada esa triste etapa, he vuelto a mi primitivo estado en este mismo momento. El arriero se dejó engañar como un bobo por el pícaro estudiante y, quitándole la jáquima que le aprisionaba, lo dejó en libertad sin más contemplaciones. Le faltó tiempo al falso burro para volver donde estaban sus compañeros, atragantándose con los chorizos y las morcillas del pobre labriego. No sabiendo qué hacer con el burro, lo vendieron por dos mil reales en la feria del primer pueblo que encontraron a su paso. Pasando por la feria el arriero, reconoció a su antiguo rucio... Acercándose a él y pegando sus labios a la oreja del animal, le dijo con gran cariño:
– ¿Qué nuevo pecado has cometido en tan poco tiempo, para que vuelvas a ser burro? Y alejándose del lugar, suspiró con pena: – ¡El que no te conozca, que te compre!".
La picaresca en España sabemos que siempre ha sido causa de muchos engaños, de burlas y desafíos. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Catalina Guzmán López.
– Recopilación:
– Joaquín Quesada Guzmán. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
LOS ESTUDIANTES Y LOS SOLDADOS "Hubo una vez un rey y una reina que discutían constantemente sobre la sabiduría de los estudiantes y de los soldados. La reina argumentaba que los estudiantes eran mucho más listos, debido a sus estudios y a sus conocimientos adquiridos en los libros. El rey, en cambio, siempre defendía que los más listos eran los soldados, ya que adquirían su sabiduría en el cuartel y en el libro de la vida. Como no se ponían de acuerdo después de tantas discusiones, acordaron poner a prueba quién de los dos tenía razón, y mandaron llamar a los tres estudiantes mejores del país y a los tres soldados más pillos de un cuartel. Cuando los tres estudiantes y los tres soldados estuvieron ante sus majestades, la reina les encargó lo siguiente: – Debéis traernos al rey y a mí dos reales de nada, dos de no nada y dos de hay en el menor tiempo posible. Al salir del palacio, los estudiantes se dedicaron, sin pérdida de tiempo, a pensar y a repensar en el dichoso encargo real. ¿Dónde podrían encontrar dos reales de nada, dos de no nada y dos de hay? Cientos de libros fueron consultados por los tres estudiantes, sin que llegaran a encontrar el más mínimo indicio de lo que iban buscando. Viendo que eran incapaces de hallar la solución, se presentaron ante la reina diciendo compungidos: – Majestad, hemos buscado los dos reales de nada, los dos de no nada y los dos de hay en todos los libros del país, y no sabemos ni cómo ni dónde podríamos satisfacer su encargo. Pedimos perdón por nuestro fracaso, esperando no ser castigados por ello. Los soldados, en cambio, no se habían preocupado en absoluto de buscar solución al encargo real, y lo único que habían hecho fue meterse en una taberna y gastar en vino el dinero que los reyes les habían entregado para llevar a cabo su investigación.
Estando ya casi borrachos, el tabernero abrió una nueva botella y el corcho vino a caer en un pilón de agua que había cerca. Uno de los soldados, viendo el corcho flotar sobre el agua del pilón, dijo: – ¡Mirad!: ¡nada! Otro de los soldados se echó mano al bolsillo y sacando de él una bala que llevaba, la tiró al agua. Al verla hundirse, exclamó con alegría: – ¡Mirad!: ¡no nada! El último soldado, pensando qué podría llevar a palacio junto con el hallazgo de sus compañeros, se fue a la casa de un sastre y le pidió un buen puñado de alfileres que se colocó de punta en el bolsillo de su pantalón. Los tres soldados se presentaron ante los reyes muy alegres y dijeron: – Majestades, creemos traer los tres encargos. Sólo necesitamos para demostrarlo llenar una zafa con agua. Traída ésta inmediatamente, el primer soldado tiró el corcho encima de ella al tiempo que exclamaba: – ¡Nada! ¡Nada! El segundo soldado echó también la bala dentro del agua, diciendo al tiempo que se hundía: – ¡No nada! ¡No nada! Y el último soldado se dirigió al rey con picardía proponiéndole: – Meta la mano en este bolsillo y encontrará los dos reales de hay. – ¡Ay! – gritó el rey sacando la mano pinchada por cien alfileres. Sus majestades quedaron admirados de la sabiduría de los tres soldados y les ofrecieron cuantiosos regalos. La reina no tuvo más remedio que dar la razón a su marido, y aguantó con pesar su derrota, no volviendo a discutir más de ningún tema doméstico ni de estado.
Y desde aquel reinado quedó demostrado por siempre jamás que los soldados son más listos que los estudiantes, y que las mejores lecciones se aprenden en el libro de la vida".
Esta historia deja claro que el mejor libro es la vida, como prueban los soldados. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Juan José Cruz Chica.
– Recopilación:
– Pedro Morales Cruz.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
LA SERPIENTE DE SIETE CABEZAS "Érase una vez un arriero que se ganaba la vida de pueblo en pueblo, acompañado de tres fieles perros que acudían al nombre de Cuello de Oro, Gascón y Cuello de Plata. Su única riqueza eran un burro maltrecho y aquellos tres perros a los que quería como si fueran sus hijos. Llegó un día el arriero a una ciudad en la que todo era desconsolación y tristeza. Aquel ambiente callado presagiaba algún suceso que, sin duda, no era bien visto por sus habitantes. Todo el pueblo estaba vestido de luto y las puertas y las ventanas de todas las casas estaban cerradas a cal y canto... Preguntando por el motivo de aquellos lloros que escuchaba por calles y plazas, obtuvo la siguiente respuesta: – ¿Sólo tú desconoces lo que nos pasa? Cada año, por estas fechas, aparece una feroz serpiente de siete cabezas a la que hay que entregarle una moza para que la devore. – ¿Y quién saciará este año el apetito de la bestia? – preguntó el arriero, interesándose en gran manera por el problema. – Como nadie quiere ir, no nos queda más remedio que echar a suertes quién será la desgraciada que debe saciar el hambre de la culebra. Este año le ha tocado a la misma hija del rey, la cual ya está preparada para ese festín sangriento. – ¿Y no hay nadie capaz de matar a ese monstruo? – volvió a preguntar con preocupación el arriero. – Todos los que lo han intentado, han muerto entre sus dientes sin lograr su propósito. Por eso, el rey ha prometido la mano de su hija al valeroso caballero que sea capaz de cortar las siete cabezas de la fiera y librar de la muerte a la princesa. – Alguien habrá que mate a la serpiente – contestó el arriero, yéndose a la posada tranquilamente. A la mañana siguiente, ya estaba la princesa despidiéndose de su padre y de todos sus súbditos, dispuesta a servir de cebo para la sanguinaria serpiente. Colocada en el lugar conveniente, esperó con miedo y espanto la fatídica hora.
De pronto, vio venir a un arriero con su burro y sus tres perros, que se acercaron a ella como si tal cosa. – ¿Qué estás esperando? – dijo el arriero haciéndose de nuevas –. ¿Por qué estás sola en un lugar tan retirado? – Sabed que todos los años acude a este lugar una gran serpiente de siete cabezas a devorar a una moza del reino de mi padre. Existe la costumbre de echar a suertes quién servirá de comida a la fiera, y en esta ocasión ¡he tenido la desgracia de que me toque a mí! Marchaos, por tanto, que ya está al llegar y suele comerse todo lo que encuentra a su paso. – No os preocupéis, princesa, pues la serpiente morirá. Mis perros y yo daremos buena cuenta de ella. Y, en el caso de que no logre matarla, es mi deseo que se coma a este humilde arriero antes que a una princesa. No había terminado de decir estas palabras, cuando se oyó un terrible silbido que les puso la carne de gallina. Una serpiente enorme, con siete grandes cabezas, se acercaba furiosa. El arriero, sin pensárselo dos veces, salió en busca de ella con una gran vara de oliva y con sus tres perros, diciendo a grandes voces: – ¡Cuello de Oro, Cuello de Plata, Gascón, que nos matan! Al oír estas palabras, los tres valerosos perros se abalanzaron juntos contra la cabeza del medio, en donde se encontraba la vida del monstruo, y a los pocos instantes yacía muerto el feroz animal, ante la alegría de la princesa que no quería dar crédito a lo que había visto. Vuelta la princesa a palacio, el arriero cortó las lenguas de las siete cabezas y, guardándolas con cuidado en su bolsillo, se retiró tranquilamente a dormir en la posada. En esto que pasó un zapatero por el lugar de los hechos y, viendo muerta a la serpiente, cortó las siete cabezas y se presentó en el palacio, solicitando la anunciada recompensa: nada más y nada menos que casarse con la guapa princesa.
El rey, viendo las siete cabezas como prueba convincente de que aquel hombre había salvado a su hija, prometió casarla con él y organizó un banquete para celebrarlo. Estando sirviendo la cena, se presentó el arriero en palacio acompañado de sus tres perros, y le dijo al primero de ellos: – ¡Cuello de Oro, anda por el plato del novio! – ¡Picho! ¡Picho! – gritaban con fuerza los comensales, no pudiendo evitar que el fiel perro cumpliera la orden de su amo. Los criados repusieron el plato, pero el arriero volvió a repetir la orden: – ¡Cuello de Plata, anda por el plato del novio! – ¡Picho! ¡Picho! – volvieron a gritar los asistentes a la cena, pero de nuevo la orden fue cumplida al instante. Una vez más fue repuesto el plato, pero el arriero siguió terco en su decisión: – ¡Gascón, anda por el plato del novio! Ya llevaba el tercer perro el plato del novio entre sus dientes, cuando fue detenido por los avisados criados y por los asistentes al banquete. – ¡Detened también al dueño de los perros! – dijo el rey muy enojado. Y, al ver que le presentaban al bueno del arriero, gritó con todas sus fuerzas: – ¡Queda detenido, por mandar a los perros por el plato del novio! – Los perros vienen por lo suyo, majestad, ya que la serpiente la hemos matado entre ellos y yo. Entonces, el rey señaló al zapatero y dijo con autoridad:
– Este caballero fue quien la mató. Como prueba segura de ello, ha presentado las siete cabezas de la serpiente. ¿Tienes tú acaso alguna prueba más convincente? El arriero se quedó un rato pensativo, exclamando después con picardía: – Señor rey, ¿ha visto usted, en algún lugar del mundo, campanas que no tengan badajo? – ¿Qué es eso de las campanas y del badajo? – preguntó el rey sin entender lo que estaba diciendo. – Quiero decir que si ha visto usted en algún lugar del mundo cabezas de serpiente sin sus lenguas correspondientes. Mirad a ver si no son éstas las siete lenguas que faltan... El zapatero se echó a temblar y pidió perdón al rey y a su hija por aquel engaño. El rey anunció la boda de su hija con el arriero, la cual fue celebrada con solemnidad y gran pompa. Y no olvidaron poner un rico plato de comida a Cuello de Oro, Gascón y Cuello de Plata, que desde aquel día se convirtieron en las mascotas preferidas de la feliz princesa". Y se casaron, y fueron felices, y comieron perdices, y a mí me dieron con el plato en las narices.
El plato me pertenece, pues yo maté a la serpiente. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Recopilación: – Recreación:
– Matilde Sánchez León. – Isabel Sánchez León. – Francisca Martínez Sánchez. – Alonso Valenzuela Sánchez. – Joaquín Quesada Guzmán.
EL LENGUAJE DE LOS ANIMALES "Érase una vez un pastor, llamado Juanillo, que guardaba una manada de cabras y de chotos muy cerca de nuestro pueblo. Casi siempre estaba en la Sima, lugar donde solía mandarlo su amo. Un día de invierno estaba Juanillo en el monte con las cabras y, como hacía mucho frío, se dispuso a encender una lumbre. Ni corto ni perezoso le pegó fuego a la primera abulaga seca que encontró a su paso. Una vez encendida la abulaga, vio en medio de ella una serpiente que no podía salir y que iba a morir abrasada sin remedio. A Juanillo le dio lástima del pobre animal y le tendió su gancha para que se enroscara en ella. Fue así como pudo salvarla de la lumbre y de la terrible muerte que le esperaba. La sorpresa del pastor fue enorme cuando, una vez fuera, la serpiente se dirigió a él con estas palabras: – ¡Muchas gracias, Juanillo! ¡Me has salvado de morir quemada! ¡Me has salvado de la peor de las muertes! Juanillo se asustó enormemente al ver a una serpiente que hablaba, y echó a correr como alma que lleva el diablo. – ¡No tengas miedo, Juanillo! ¡Acércate, que quiero devolverte el favor que me has hecho! El pastor fue acercándose poco a poco y oyó de nuevo las siguientes palabras que lo dejaron sin aliento: – No te asustes porque me oigas hablar. Dios me concedió esta gracia por una buena obra que hice. Y ahora, por haberme salvado, te concedo un importante don que muchos desearían para sí: entender lo que hablan todos los animales. – ¿Comprenderé el lenguaje de mis ovejas? – preguntó el pastor con escepticismo.
– No sólo el de las ovejas, sino el de todos los animales. La única condición es que no debes contar a nadie la gracia que te concedo. En el momento en que alguien se entere, morirás sin remedio. – ¡Ten por seguro que no se le diré a nadie! – replicó el pastor con una gran alegría. Retirada la serpiente, Juanillo pudo comprobar que eran ciertas las palabras que acababa de escuchar, ya que entendía perfectamente el lenguaje de los perros, gatos, gallinas, mulos, perdices, canarios, conejos... y resto de los animales que salían a su paso. Un día que estaba dando careo a las cabras en el monte, pasaron por encima de él dos negros grajos que iban diciendo: – ¡Si el pastor supiera lo que hay escondido debajo de donde están acostados aquellos dos chotos rubios! – dijo uno de ellos. – ¿Y qué es lo que hay? – preguntó el otro. – ¡Pues nada más y nada menos que una enorme tinaja repleta de joyas y de monedas de oro! La escondieron ahí unos ladrones, que después no han venido a recogerla. Juanillo no sabía si creer o no creer las palabras de los dos grajos, pero se dijo a sí mismo: "por mirar que no quede"… Y comenzó a hacer un hoyo en el mismo sitio donde se encontraban acostados los dos chotos. Sólo llevaba ahondado medio metro, cuando topó con una tinaja de enormes proporciones, llena hasta rebosar de joyas y monedas de oro. ¡Nunca en su vida había visto tanta riqueza junta! Volvió a enterrar el tesoro y se fue contentísimo al cortijo de su amo. A otro día de mañana, se plantó delante de él y le dijo: – Quiero que me pague lo que me debe. Me voy a buscar trabajo a otro pueblo, pues ya estoy cansado de la penosa vida de pastor que he llevado estos años. – ¡Está bien, Juanillo! – replicó el amo –. ¡Ve y que te pague en mi nombre el manijero!
Efectivamente, nuestro protagonista cambió de trabajo y se decidió a vivir en un pueblo lejano donde no era conocido de nadie. Cuando reunió una buena cantidad de dinero, compró cuatro yuntas de mulos y se dirigió con rapidez al monte donde continuaba intacta la tinaja que ya conocemos. Cargó los ocho mulos hasta los topes y se dirigió contentísimo a su nueva casa. Pasado un poco tiempo en el que disfrutó de su dinero, se casó con una guapa muchacha y compró un enorme cortijo en el que vivieron felices y contentos. La felicidad se acrecentó al conocer que esperaban un hijo para fechas no muy lejanas. Un día le dijo Juanillo a su mujer: – Vamos a comprar otro cortijo que no sea de olivas como éste. Necesitamos grano para los mulos, los caballos, las ovejas y las gallinas, y teniendo tierra calma para sembrar, no nos faltará de nada. – ¿Has pensado en alguno? – preguntó su mujer con todo el interés del mundo. – El que está al otro lado del río, me gusta mucho. Así que mañana mismo iremos a verlo. Le diré al manijero que apareje la yegua torda para ti y el caballo negro para mí. – ¿No sería mejor llevar otra yegua? Ya sabes que la torda está preñada y no podrá resistir la caminata. – ¡Al contrario! – replicó Juanillo –. El ejercicio le vendrá bien y no habrá ningún problema. Dispuestas así las cosas, a otro día por la mañana ya estaban preparados para la marcha: Juanillo se montó en el caballo negro y su mujer en la yegua torda, como habían convenido, y se dirigieron sin más demora a su destino. Vieron el cortijo con detenimiento, se pusieron de acuerdo con su dueño y lo compraron por mil reales que pagaron con gusto. Cuando ya venían de vuelta, había una cuesta muy empinada después de cruzar el río, y el caballo que iba delante le dijo a la yegua:
– ¡Vamos más aprisa, que te estás quedando muy atrás! – ¡Claro, tú vas más aprisa porque sólo llevas a uno, pero yo llevo nada más y nada menos que a tres sobre mis lomos! – ¿Cómo has dicho? ¿Que llevas a tres? – ¡Sí! Tú llevas solamente al amo, pero yo llevo a su mujer y a lo que lleva dentro, porque está embarazada, y yo que también estoy preñada, pues son tres. Como Juanillo entendió lo que venían diciendo, miró a la yegua con cariño y se sonrió de buena gana. Su mujer se dio cuenta de esta inesperada sonrisa y le preguntó a su marido por el motivo de la misma. Pero él no estaba dispuesto a decírselo por las razones que ya conocemos, y discutió acaloradamente con ella. Ésta le dijo muy enfadada: – Te doy tres días de plazo para que me cuentes la razón de tu risa. Si no me lo dices en este periodo, me iré de contigo. Juanillo pensaba: "si se lo digo, me muero" y "si se va mi mujer, más vale que me muera". Así que, al segundo día de la discusión, le dijo: – Mañana mismo te lo diré, porque no quiero verte enfadada mientras esperamos un hijo. La conversación fue oída por las gallinas. Conocedoras éstas de que su amo moriría si contaba a su mujer el motivo de su sonrisa, se lo dijeron a los perros, los perros a los caballos, los caballos a los conejos... y así hasta que se cundió la noticia entre todos los animales. Todos llegaron a saber el problema: el amo iba a explicarle a su mujer que entendía su lenguaje y, por tanto, iba a morir irremediablemente.Y ningún animal quería comer, pensando en la próxima muerte de una persona tan buena para con todos ellos. Aquel día se levantó Juanillo temprano y fue al corral a echarle trigo a las gallinas, pero ninguna de ellas se acercaba a comer. Sólo el gallo comenzó a picotear el trigo, siendo encarado por el perro que le habló de esta forma:
– ¿No te da vergüenza ponerte a comer, sabiendo que hoy se va a morir el amo? – Pues si se muere, es porque quiere y porque es tonto – replicó el gallo sin dejar de picotear el trigo. – ¿Cómo que es tonto? – dijo intrigado el perro. – ¡Ya lo creo que lo es! Si tuviera veinte que engañar como tengo yo, sería difícil, pero él sólo tiene a una. ¡Que le cuente alguna mentirijilla y ella lo creerá! Y aquí acaba intencionadamente el cuento del pastor que conocía el lenguaje de los animales, gracias al don que le concedió una serpiente a punto de morir abrasada. Seguramente Juanillo engañó a su mujer, siguiendo las recomendaciones del gallo, para no morir tan joven. Seguramente continuó viviendo apasionadas historias, conociendo como conocía el habla de los animales. Seguramente, podrá continuar el cuento tu propia fantasía, narrando nuevas historias de Juanillo el pastor que jamás han sido escritas ni contadas... La rica y variada tradición oral de nuestro pueblo debe, sin duda alguna, seguir siendo aumentada"...
Seguro que la engañó y la vida no perdió. Esta historia de Juanillo la usaré todos los días: cuentos puedo yo inventar con mi propia fantasía. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Agustín Pérez Quesada.
– Recopilación:
– Antonio Jesús Pérez Fernández.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
LOS TRES DESEOS "Érase una vez un pobre leñador que no tenía nada que llevarse a la boca. Él y su mujer vivían en la más absoluta de las miserias en una pequeña y destartalada choza del bosque. Aquel año habían escaseado las ventas de carbón, aumentando el hambre del matrimonio que se maldecía continuamente por una situación tan triste y desesperada. Un día, estaba el bueno del leñador cortando un trozo de madera en la espesura del bosque, y se detuvo un instante para descansar y secarse las gruesas gotas de sudor que le empapaban el rostro. – ¡Qué pobre y desgraciado soy! – dijo con profunda pena –. ¡Hasta este momento, no me ha concedido el cielo ni uno solo de mis deseos! Apenas había terminado de hablar, tuvo una extraña e inesperada visión que lo dejó desconcertado. Un anciano de barba blanca se había colocado a su lado y le hablaba en tono amigable y bondadoso: – El cielo no trata mal a ninguno de los mortales y mucho menos a un leñador como tú, dedicado siempre a trabajar honradamente. Tengo poder de Dios para concederte los tres primeros deseos que solicites. ¡Piénsalos bien antes de decidirte, y no desperdicies ninguno de ellos!... El inesperado visitante desapareció tan misteriosamente como había venido, recogiendo el leñador el hacha y los pequeños trozos de madera que había estado cortando. Más contento que unas pascuas, se dirigió a su humilde cabaña para notificar a su mujer lo que acababa de ocurrirle. Ella, más juiciosa que él, sabría aconsejarle en una elección tan complicada. – ¡Viva! ¡Viva! – gritó con fuerza al entrar en su choza –. ¡Somos ricos! ¡El cielo, para remedio de nuestra pobreza, nos concede los tres primeros deseos que le solicitemos! Y, en breves instantes, contó a su mujer lo que le había sucedido en el bosque... Tenían que pensar bien antes de decidirse, no desperdiciando ninguno de los deseos que el cielo, tan inesperadamente, les otorgaba.
En ese momento llegó a la nariz del leñador un agradable olor a lentejas que su mujer estaba cociendo en la lumbre. Con la boca hecha agua, exclamó rendido por el hambre: – ¡Qué bien le vendría al potaje una sabrosa morcilla que tanto nos gusta! Antes de terminar sus palabras, ya estaba hirviendo en la olla una negrísima morcilla que alimentaba con sólo mirarla. – ¡Burro! ¡Animal! – gritó su mujer hecha una furia –. ¡Has desperdiciado el primer deseo con una petición que sólo a un necio como tú se le hubiera ocurrido! El pobre leñador, completamente aturdido por lo que había sucedido, seguía aguantando las protestas y las altisonantes voces de su esposa, que lo trataba de bruto y de majadero por no haber solicitado un hermoso palacio y vestidos para ella que deseaba deshacerse de sus harapos. Harto ya de tanto improperio, gritó también él, elevando su voz por encima de la de su consorte: – ¡Maldita morcilla y maldita la mujer que tanto me vitupera! ¡Quisiera Dios que se quedara pegada en tu nariz en este mismo momento! El segundo deseo fue escuchado con la misma rapidez que el primero, quedando la morcilla adherida en la nariz de la enfurecida leñadora. ¿Qué podrían hacer ante una situación como aquella? ¿Pedirían oro y plata para sacar provecho al último de los deseos?... El leñador y su mujer, después de pensarlo y repensarlo muy despacio, decidieron solicitar del cielo la desaparición de aquel maldito embutido. ¡Muy poco iban a aprovecharse del dinero y de las riquezas con aquella fea nariz, que casi llegaba al suelo y horrorizaba con sólo mirarla! Habían desperdiciado los tres deseos otorgados por el cielo, por lo que tuvieron que seguir viviendo, durante el resto de sus días, en su acostumbrada pobreza".
No le des quejas al cielo, ni maldigas de tu suerte. Es mejor la vida honrada que dineros y riquezas que a tu alma le atormenten". Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – María Antonia Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán. – Mari Gómez Cobo. – Recopilación: – Joaquín Quesada Guzmán. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez. – Recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
EL LOBO Y LA ZORRA SIEMBRAN A MEDIAS "Vivieron, en las alturas de Bercho, un lobo y una zorra que decidieron sembrar a medias. – Haremos los trabajos entre los dos y repartiremos la cosecha como buenos hermanos – aconsejó la zorra a su compañero. – Estoy de acuerdo con el trato que me propones – dijo el lobo, esperando sacar partida de la experiencia de la astuta raposa –. Sembraremos en primer lugar unas pocas patatas que tengo guardadas en la lobera. Y, puestos así de acuerdo, partieron las patatas en rodajas y las sembraron con gran cuidado, después de haber cavado y abonado con abundante estiércol. Cuando ya estaban las plantas bien crecidas, dijo la zorra con astucia: – Dime si prefieres la parte de arriba o la de abajo. Es mejor que lo tengamos claro antes de arrancarlas, y así nos evitaremos disputas innecesarias. El lerdo del lobo escogió de la mitad para arriba, pensando que se ahorraría trabajo al no tener que arrancar las raíces. Pero, a la hora del reparto, le correspondieron sólo las hojas, mientras que la zorra cargó con todas las patatas que habían engordado bajo la tierra. Cabreado el lobo por este chasco, propuso sembrar trigo, con idea de deshacer el entuerto y pagar a la zorra con la misma moneda. – Sembraremos ahora estos granos de trigo que me regalaron el verano pasado – dijo el lobo, pensando en la venganza. Hechos los surcos, sembraron el trigo y esperaron la lluvia como una bendición del cielo. Maduradas las espigas, la zorra volvió a preguntar a su bobo compañero: – Dime de nuevo si prefieres la parte de arriba o la de abajo. Es mejor decidirlo ahora, que tener luego disputas innecesarias.
El lobo, escarmentado con la siembra de las patatas, le faltó tiempo para escoger de la mitad para abajo. Y, a la hora del reparto, la zorra se quedó con las doradas espigas de trigo, y el pobre lobo tuvo que conformarse con el rastrojo". Moraleja:
"Las medias, ni para los pies son buenas". Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante: – Rodrigo Gómez Morillas. – Recopilación: – Mari Gómez Cobo. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez. – Recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
LOS MÚSICOS DE BREMA “Hubo una vez un borrico a quien su amo (un molinero sin conciencia) maltrataba continuamente. A pesar de ser ya viejo, se pasaba todo el día trabajando, pero los palos caían sobre su viejo lomo desde que se levantaba hasta que se acostaba. Transportaba sin poder sacos y más sacos de trigo al molino, llegando a faltarle las fuerzas. Como cada vez resultaba menos útil en este trabajo de carga y descarga que durante tantos años había llevado a cabo, el molinero decidió deshacerse de él, Antes de que lo vendiera para la carne, el pobre animal, que estaba ya cansado del mal trato que le daba, abandonó a su dueño. Se marchó mientras éste dormía, deseoso de recorrer mundo y buscarse la vida en la ciudad de Brema. A nuestro amigo le gustaba mucho la música y pensó que tal vez en esta gran ciudad encontraría trabajo como músico municipal. No había andado mucho camino cuando se encontró con un gato, de aspecto famélico, que lloraba tristemente. – ¿Qué te pasa, gatico? – dijo, acercándose a él. – Pues que me estoy volviendo viejo y me gusta estar todo el día junto al fuego… Hoy he tenido la mala suerte de comerme las sardinas que tenía mi ama preparada para la cena, y me ha echado de la casa para siempre. – No te preocupes y vente conmigo. Ya somos dos para pasar fatigas juntos. Desde hoy te incorporarás a la banda de música que estoy formando. El burro le contó con todo detalle las palizas que había recibido de su amo y su propósito de buscarse la vida por sí solo en la ciudad de Brema. El gato estuvo de acuerdo en irse con él y los dos emprendieron el camino, convencidos de haber encontrado el remedio a sus problemas. Andando, andando, recorrieron caminos y atajos y, cuando menos lo esperaban, se encontraron con un gallo que estaba malhumorado y pensativo. – ¿Qué te pasa, gallico? – dijeron a la par el burro y el gato.
– ¡De la que me he “librao”! – suspiró el gallo, a punto de echarse a llorar –. Todos los días he cumplido con mi obligación, anunciando puntualmente la salida del sol. Pero se acerca el Día de las Nieves y mis amos, sin tener en cuenta mis servicios, han pensado matarme y comerme para las fiestas. Pero yo he sabido huir con rapidez, antes de de que me hincaran el cuchillo en el pescuezo. – Pues, si quieres buscarte la vida, vente con nosotros que tenemos tu mismo problema. Caminemos los tres juntos, y que sea lo que Dios quiera. Vamos en dirección de Brema, a formar una banda de música y tú puedes pertenecer a la misma, dada tu buena voz. – ¡Claro que me voy con vosotros! – dijo el gallo lanzando a los aires un esplendoroso kikirikí. ¡Y dicho y hecho! El burro, el gato y el gallo caminaron sin descanso hacia la ciudad de Brema, huyendo de la mala vida que dejaban atrás y buscando otra sin tantos problemas. Anda que te andarás, se encontraron con un toro que se alejaba pesaroso de la casa de sus amos. – Torico, ¿qué haces por aquí? – le preguntaron nuestros tres amigos. – Pues que estaba "uncío" a la yunta y me he "salío" del "arao". Mi amo me ha "echao" a la calle, diciendo que ya estoy viejo y no valgo para el trabajo. – Anda, vente con nosotros y no te preocupes por tan poca cosa. Tú también puedes formar parte de nuestra banda. Hacía ya un rato que caminaban los cuatro amigos a buen paso, cuando se encontraron con un perro jadeante por una larga carrera. – Se diría que estás muy cansado – dijeron a coro nuestros cuatro amigos. – Vosotros también lo estaríais si hubierais corrido como yo, huyendo de un amo que quería matarme. – ¿Matarte? Pareces un buen perro – exclamó el burro.
– Sí, soy un buen perro, pero muy viejo. Cada día estoy más débil y ya no sirvo para la caza. – No te apures y vente con nosotros – volvió a decir el burro –. Vamos a Brema a ver si encontramos trabajo como músicos de la ciudad. Tú también puedes ser de la banda. El perro no se lo pensó dos veces y los cinco amigos siguieron caminando y caminando, hasta que se les hizo de noche. De pronto, divisaron una casa y decidieron refugiarse en ella. Una luz muy débil se filtraba por la ventana e iluminaba los alrededores. Se sorprendieron mucho al ver aquella luz, pues en un principio habían creído que se trataba de una casa deshabitada. De ahí que entraran silenciosos y con mucho sigilo, temerosos de encontrarse con algún peligro inminente. Pero, cuál no sería su sorpresa, cuando encontraron la casa totalmente vacía, a pesar de estar la luz encendida. – ¡Miau, miau! ¡Qué casa más maja! – dijo el gato –. Aquí pasaremos la noche divinamente. Buscaré en la cocina a ver si encuentro una sardinilla fresca para la cena. – Voy a la cuadra por un poco de paja – añadió el burro, relamiéndose. – ¡Kikirikí, kikirikí! – cantó alegremente el gallo –. Voy al corral a ver si encuentro un poco de trigo. – ¿Hay comida para mí? – preguntó el toro, que también se relamía de gusto después de todo un día de ayuno. – Yo también necesito mi ración. Unos huesecillos me vendrían la mar de bien – agregó el perro con la boca hecha agua. Pero, mientras buscaban comida por toda la casa, llegaron los amos de la misma: unos peligrosos ladrones que se sentaron a la mesa para planear el siguiente de sus robos. ¿Qué harían ahora nuestros cinco amigos? Tenían mucha hambre y no estaban dispuestos a quedarse sin comer.
El burro, muy serio y pensativo, reunió en la cuadra a sus cuatro compañeros, con la intención de idear un plan que les permitiera pasar allí la noche. – ¡Ya lo tengo! – dijo el gato –. Entre los cinco asustaremos a esos granujas. Seguid mis instrucciones al pie de la letra y conseguiremos nuestro propósito. Todos estuvieron de acuerdo con la idea del gato y decidieron ponerla en práctica al momento. A una orden suya los cinco se pusieron a cantar, cada cual a su manera, tan desafinadamente como pudieron. ¡Los gritos que salían de sus gargantas eran impresionantes y podían asustar al mismo miedo, mezclándose los rebuznos del burro, los maullidos del gato, los ladridos del perro y los mugidos del toro, con los desafinados kikirikís del gallo!… Los ladrones huyeron despavoridos, pidiendo auxilio y corriendo que se las pelaban. El plan del astuto gato había dado resultado… Muy contentos por el éxito obtenido, los cinco amigos se sentaron a la mesa y llenaron, entre risas, sus desnutridos estómagos. Antes de buscar un sitio donde dormir, dijo el burro a sus cuatro compañeros: – Seguro que esta misma noche vuelven otra vez. Debemos estar preparados, esperándolos. Tú, torico, colócate en el pajar. Tú, gallico, en el vasar. Tú, gatico, en las cenizas con un ojo dentro y otro fuera. Tú, perrico, detrás de la puerta. Yo me quedaré en la cuadra. La luz la apagaremos para que no sospechen nada. Y como estaban muy cansados por la larga caminata del día, los cinco miembros de la banda quedaron muy pronto profundamente dormidos. Sería ya media noche cuando… El astuto burro tenía razón. A las doce en punto, volvió a la casa uno de los ladrones enviado por sus compañeros, ya que deseaban refugiarse en ella cuanto antes.
Entró sin hacer ruido y sin echar la luz, y se dispuso a inspeccionar las distintas habitaciones. Fue, en primer lugar, a la cuadra. El burro, bien colocado y apoyado con fuerza en sus patas delanteras, le dio un par de pingos, dejándolo sin habla. Se dirigió después al pajar y el toro, que ya estaba esperándolo, lo corneó con fuerza en el trasero, derribándolo en el suelo con estrépito. El pobre ladrón, aturdido por los porrazos, quiso remojarse la boca y se dirigió al vasar a coger un vaso. ¡Nunca lo hubiera hecho! El gallo, que estaba encaramado encima de él, le picó con toda su fuerza en la cabeza... Fue entonces cuando vio algo que relucía entre las cenizas y, creyendo que era la llave de la luz, metió la mano en el escondite del gato. Éste, sin pensárselo dos veces, le saltó a la cara y le arruñó con saña, poniéndosela como la de un Santo Cristo. El ladrón pudo encontrar la puerta de milagro, donde le esperaba el perro para rematar, con un gran mordisco, el trabajo de sus compañeros. El ladrón abandonó la casa, espantado como alma que lleva el diablo. – ¡Corramos, corramos! – gritaba con toda su alma, más muerto que vivo –. ¡Huyamos y no se nos ocurra entrar más en este infierno! – Pero, ¿qué es lo que dice este miedica? – gruñó el ladrón jefe, con cara de pocos amigos. – ¿Que qué digo? ¡Entra tú en la casa y lo verás! – gritaba con fuerza sin dejar de correr –. ¡Hay un diablo "metío" en las cenizas, que me ha "arañao" la cara con las uñas de un gato! ¡Y hay otro en el vasar que me ha "hincao" una afilada lezna en la cabeza! ¡Y otros tres, uno en la cuadra, otro en el pajar y otro en la puerta de la casa, que dan pingos, horquillazos y mordiscos a diestra y a siniestra! Si alguno de vosotros quiere probar, ¡que entre, que entre!... Y fue así como los ladrones abandonaron definitivamente su casa, dejándosela a nuestros cinco amigos que vivieron en ella felices, sin tener que soportar a sus antiguos amos. Los músicos de Brema fueron dueños para siempre de la vivienda y tan a gusto estuvieron en ella, que ya no quisieron abandonarla”.
La orquesta dio resultado: los kikirikís del gallo, los rebuznos del borrico y los maullidos del gato. El torico dio mugidos que los dejó sorprendidos, saliendo todos corriendo con los ladridos del perro. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Ana García Navas. – María Antonia Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán. – Mari Gómez Cobo.
– Recopilación:
– Margarita Martínez Quesada.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
EL TONTO DE LA HARINA “Érase una vez un niño, llamado Periquillo, que vivía en un cortijo solitario. No había visitado nunca el pueblo ni la ciudad, por lo que sus luces y su ingenio se habían desarrollado muy poco. Una mañana, le pidió a su madre que le hiciera tortas, pues desde la última Pascua las tenía en deseo. – Ya sabes que no tengo harina – le dijo preocupada la madre que deseaba complacerle –. Si quieres tortas, tienes que ir al molino a comprarla. Tan pronto como vuelvas, amasaré y las coceré en el horno. El tonto de la harina (como se le conoce desde aquel día) ya saboreaba las ricas tortas que iba a prepararle su madre, y se dispuso con gusto a bajar al molino. – ¡Ven por el aire, hijo mío, que vengas volando!... El zagal compró la harina con rapidez y ya estaba de vuelta a su casa, cuando se encontró con varios niños del cortijo vecino. Como deseaba jugar con ellos un buen rato, se encaramó en lo alto de un cerro próximo y comenzó a tirar la harina por encima de su cabeza, al tiempo que decía con grandes voces: – ¡Harinica, volad, volad, que mi madre quiere amasar! Cuando terminó sus juegos, se dirigió veloz a su casa, saboreando ya en el camino las ricas y crujientes tortas que le aguardaban. Su madre, impaciente por la tardanza, lo estaba esperando con cara de pocos amigos: – Periquilo, ¿y la harina?
– ¡Desde aquel cerro la eché a volar! ¡La mandé por el aire, dándole muy bien el encargo!: ¡Harinica, volad, volad, que mi madre quiere amasar! Y ya lo creo que la madre "amasó" unas ricas y sabrosas "tortas" (de las que no se comen), que el pobre de Periquillo tuvo que "saborear" corriendo por el patín del cortijo".
Corriendo por el patín, una “torta” se comió. Las de trigo y las de harina, me las zampo sólo yo. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Luisa Morales Almagro.
– Recopilación:
– Alfonsa Lucía Cordero Morales.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
¿A QUÉ VINO JESÚS AL MUNDO? "Había una vez una familia de campesinos que vivía en un cortijo. Tenían un hijo, llamado Jesús, que todavía no conocía el pueblo y que estaba deseando se le presentara una ocasión para visitarlo. – ¿Cuándo me vais a dejar que vaya al pueblo? – decía a menudo el bueno de Jesús, que lo único que sabía hacer era ordeñar cabras y criar borreguillos. – Muy pronto te dejaremos – le contestaban sus padres –. Un día de éstos harás tú la compra, pues ya se está acabando el suministro. Y así fue. Jesús fue mandado al pueblo con el encargo de ir a la tienda a comprar veinte kilos de patatas, que escaseaban en el cortijo aquellos días del año. – ¿Dónde tengo que comprar las papas? – preguntó Jesús antes de ponerse en camino. – Donde veas que entra mucha gente, allí te metes y las compras – le explicó su madre al tiempo de despedirlo. Pero dio la casualidad que aquel día era domingo y, al llegar Jesús al pueblo, todos se dirigían, muy bien arreglados, a oír la misa de doce. Y hacia la misa que se dirigió él, pensando que la iglesia era la tienda donde podría comprar las patatas. Cuando entró en el interior, que estaba abarrotado de fieles, no sabía donde dejar la burra, y se le ocurrió atarla en la pila del agua bendita, entrando a mano derecha. Comenzó la misa con mucha solemnidad, y llegó el momento del sermón y de la explicación del evangelio. El sacerdote, encaramado en lo alto del púlpito, empezó su catequesis de todos los domingos preguntando con voz potente: – ¿A qué vino Jesús al mundo? – ¡Por veinte kilos de papas! – replicó Jesús con una voz tan potente como la del cura.
– ¿Dónde está ese burro? – contestó el prior aumentando el tono de su voz. – ¡Aquí mismo lo tengo atao, en la pila del agua bendita! – decía Jesús gritando con todas sus fuerzas. En esto que el sacristán empezó a tocar el armonio, y todos se santiguaban y decían amén, mientras Jesús hacía lo propio gritando: – ¡Eo, eo, para el pínfano, para el pínfano, que derriba el burro la mojaera!” Y aquí se ha acabao, el cuento contao.
Por veinte kilos de papas llegó Jesús a la iglesia. Predicando el evangelio pierde el cura la paciencia… Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – María López Generoso. – Mari Gómez Cobo. – Recopilación: – Mari Nieves López Gómez. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez. – Recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
¡ME CAGO EN EL CURA DE CÁRCHEL! "Había en Pegalajar un hombre que, cuando se enfadaba, se cagaba en el cura de Cárchel. Llegó la Semana Santa y subió a confesarse a la parroquia. – ¡Ave, María Purísima! – dijo arrodillándose. – ¡Sin pecado concebida! – contestó el sacerdote. – Me acuso, padre, de un pecado muy gordo: siempre que me enfado, y lo hago en muchas ocasiones y con mucha frecuencia, me cago en el cura de Cárchel. – ¡Hombre! – dijo el cura con cara de risa –. ¡Ese pecado tan gordo, no puedo yo perdonártelo! Tienes que ir a Cárchel y, puesto que te cagas en aquel cura, que sea él quien te perdone. Y así lo hizo. Nuestro hombre cogió su burro, se subió en él y se encaminó presuroso a Cárchel. Nada más llegar a la iglesia, se arrodilló en el confesonario muy devotamente y dijo con cierto miedo: – ¡Ave, María Purísima! – ¡Sin pecado concebida! – contestó extrañado el cura de Cárchel, al no conocer aquella voz entre la de sus feligreses. – Verá usted, señor cura, tengo un pecado que sólo puedo confesar con usted. – ¿Y qué pecado es ése, que no puede confesar con el cura de su pueblo? – contestó el prior de Cárchel cada vez más extrañado. – Pues..., que siempre que me enfado, tengo la costumbre de cagarme en usted. – Pues haga usted el favor, al enfadarse, de no cagarse en mí. Cáguese usted en su padre y en su madre, que los tiene más cerca, y así no tendrá que venir a cagar a Cárchel... ¡Amén!".
Un pecado gordo tengo que sólo en Cárchel confieso.
LOS TRES REGALOS “Hace muchos años los Reyes Magos visitaban las casas de todos los niños, igual que ahora. En una de ellas dejaron tres magníficos regalos: uno para cada una de las hermanas que componían aquella familia. Los Reyes habían echado la casa por la ventana y les habían traído nada más y nada menos que: . Una brillante sortija. . Unos bonitos pendientes. . Y un par de zapatos la mar de majos. Las tres hermanas estaban contentísimas y no sabían qué hacer para que todo el mundo conociera el regalo que llevaban puesto. ¡Ahora veréis lo que inventaron para llamar la atención! Apréndelo tú también y sabrás lo que tienes que hacer tú cuando los Reyes Magos se acuerden de ti, regalándote una brillante sortija, unos bonitos pendientes o un par de zapatos la mar de majos. – ¡Mira, mira qué bicho! – decía la hermana mayor estirando el dedo de la sortija cual largo era. – ¿Lo piso, lo piso? – replicaba la hermana de en medio, mostrando sus zapatos recién estrenados. – ¡No, no, que lo matarás! – añadía la hermana menor, moviendo fuertemente la cabeza, enseñando los pendientes”.
El día 5 de enero vinieron los Reyes Magos: ¡Qué sortija! ¡Qué pendientes! ¡Qué par de lindos zapatos!... Historia de la tradición oral de Pegalajar – Recopilación: – Recreación:
– Antonia María Garrido Castro. – Joaquín Quesada Guzmán.
LA MEDALLA “Como todos sabemos, las mujeres de mi pueblo barren la calle todos los días al amanecer de Dios. Algunas es todavía de noche y ya están, con la escoba en la mano, pasándola una y mil veces por el mismo roal… Durante un par de largas horas, escobas y escobones entran en acción, mientras sus dueñas le dan a la sin hueso que es un primor: – ¿Te has enterao del nuevo embarazo que hay en el pueblo? – ¿Uno nuevo? ¡Madre mía! ¡Con éste ya van siete en el mismo mes! – ¿Y ha sío con su novio? – ¡Qué va, hija mía! ¡Con un casao! ¡Con uno que ya tenía mujer pa entretenerse! – ¿A ónde iremos a llegar? Un buen día, tres vecinas barrían, como de costumbre, la puerta de su casa y se encontraron una reluciente medalla de oro. ¡La que se armó! – ¡Yo la he visto antes, así que es para mí! – ¡De eso ni hablar, yo la he visto primero! – ¡Me pertenece a mí, pues estaba al lao de mi portal! La discusión se prolongó un buen rato y la medalla pertenecía a las tres, pues ninguna estaba dispuesta a dar su brazo a torcer. En esto que llegan los maríos del aguardiente: – ¡Nena! ¿Están ya las migas hechas? – ¿Me has preparao ya la capacha? – ¡Ven y échame una mano pa aparejar el borrico! ¡Que si quieres arroz!... ¡La discusión de la medallita iba para rato! Viendo que aquello iba a terminar en pelea, se le ocurrió a la primera de las vecinas una idea que fue bien vista por sus otras dos compañeras:
– Vamos a echarnos una apuesta. La que la gane se llevará la medalla, sin que las demás podamos protestar ni poco ni mucho. – ¡De acuerdo! – contestaron las otras –. ¿Y en qué consistirá la apuesta? – ¡La que sea capaz de hacer más tonto a su marío, ganará! Y, puestas así de acuerdo, se fueron cada una a su casa. Durante todo el día pensaron y repensaron, buscando la mejor solución para hacer tontos a sus respectivos consortes. La primera vecina hizo lo siguiente: – ¡Niña! ¡Ponme ya las migas que tengo que irme a Bercho! – Pero… ¿todavía te dura la borrachera de anoche? ¿Acabas de comerte la sartén entera y todavía dices que te ponga las migas? El pobre hombre tuvo que subirse a Bercho sin probar bocao, convencío totalmente de que se había metío entre el cinto todo lo que su mujer decía. La segunda vecina actuó de la siguiente manera: – ¡Anda, nene, vete un ratillo al vino, que tengo que irme a hacer visitas! El buen hombre obedeció a su mujer, tomándose unos chatillos de vino con los amigos. Su mujer, mientras tanto, había convertido su casa en una tienda con ayuda de todas las vecinas. Cuando el marío dejó la taberna y volvió del vino, buscó y rebuscó, dando mil vueltas sin poder encontrar su casa. Cansado después de un largo rato, tuvo que pasar la noche al sereno, siendo la risa de todos los que conocían el engaño. A la mañana siguiente, encontró su casa en el mismo sitio de siempre. – Pero, ¡por todos los diablos! ¿Dónde has metío la casa durante la noche? – gritó cuando vio a su mujer. – ¿Y dónde quieres que la meta?... ¡Cómo se notan las borracheras que pillas, que cada día son más grandes!
El marío se convenció completamente de que había abusao del vino y que debía beber menos en adelante… La tercera vecina le dijo a su marío que iba a comprarle un traje nuevo para las fiestas. – ¡Ya mismo llega el Día de las Nieves y tendré que comprarte algo de lustre! – ¡Como quieras! – contestó el hombre sin imaginar lo que su mujer estaba tramando. Y, ni corta ni perezosa, se dirigió a la tienda y, al poco rato, volvía con un “traje” de fiesta envuelto en muchos papeles. – ¡Te he comprao un traje que es una maravilla! – le dijo nada más llegar de la tienda –. ¡Tápate los ojos mientras te lo pruebo! ¡Ya verás el buen gusto que tiene tu mujer para vestirte! Y, mientras el pobre hombre se tapaba dócilmente los ojos, ésta hizo como que le ponía el pantalón y la chaqueta (que en realidad no existían), dejándole en cueros como su madre lo trajo al mundo. – ¡Date una vueltecilla y vuelve para el almuerzo! ¡Ya verás qué envidia van a pillar las vecinas cuando vean tu traje nuevo! El lucimiento del traje no debe contarse en esta historia… Sólo hay que saber que el pobre marío recorrió medio pueblo, comentando los buenos reales que había tenido que pagar su mujer por un traje tan bien hecho… Y cuando volvió a su casa, su mujer ya tenía en su mano la medalla del litigio”.
Esta historia verdadera me la ha contado mi abuela. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– María del Carmen Braceros Valenzuela.
– Recopilación:
– Mari Carmen Quesada Cueva.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
EL INDIO GOLOSO "Cuéntase una vez que un señor español, que habitaba en una población de América, envió a un amigo suyo de un pueblo próximo, doce magníficas manzanas. Era el destinatario muy aficionado a la fruta que por allí no vendían, y de seguro que agradecería el regalo. Mandó las suculentas manzanas en una pequeña cesta con un criado suyo de aquellas tierras: con un indio, que así eran llamados antiguamente los americanos. A la mitad del camino, el indio se puso a curiosear la cesta y, al ver tan apetitoso contenido, le dio la tentación de comerse una de las manzanas. ¡Y vaya si se la comió, creyendo que una menos no sería echada en falta! Al fin de cuentas, bien se merecía él aquel rico bocado, dadas las dificultades y los problemas del camino... Pero no quedó aquí la cosa, ya que un poco más adelante volvió de nuevo a sentir la tentación y, cogiendo otra de las manzanas de la cesta, la saboreó con frenesí y con el mayor de los entusiasmos. Contenía el interior del envío una pequeña carta en la que el español le decía a su amigo, entre otras cosas, que le enviaba doce hermosas manzanas. Llegada la cesta a su destino y viendo sólo diez, comprendió que el indio había dado cuenta de ellas por el camino y le dijo: – Mira, la carta me dice que traías doce magníficas piezas, y yo sólo cuento diez. Es seguro que te comiste las dos que faltan. – ¡Pues, el papel debe ser embustero! – contestó el indio temblando de vergüenza y de miedo. Para sus adentros pensaba el infeliz nativo que era cosa misteriosa y de encantamiento que un papel fuera parlanchín y contara las cosas malas que él había hecho. Pero..., ¿tan ignorante era el criado que desconocía lo que era una carta? No debe chocarnos aquella manera de pensar, ya que esta historia es muy antigua y los indios de aquel entonces no estaban aún civilizados como los de ahora.
Todo lo que no comprendían lo achacaban a alguna fuerza sobrenatural o divina. Pues bien, al poco tiempo le volvió a mandar su amo con otro encargo para el mismo amigo. Se trataba ahora de doce magníficos racimos de uvas que robaban los ojos. Al encontrarse solitario en el camino, volvió el indio a sentirse tentado y acarició con sus dedos las ricas uvas con las que se deleitaba antes de comerlas. Y cuenta el narrador de la historia que en esta ocasión sí supo resistirse, llegando los doce racimos sanos y salvos a su destino. ¡Qué hubiera sido de ellos de no estar inventadas las cartas!"
El indiano conocía lo que en la cesta traía. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Antonio Ruiz Chica.
– Recopilación:
– Candelita Ruiz Chica.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
JUANILLO EL DE LAS CABRAS "Vivió una vez en Pegalajar un pastor llamado Juanillo el de las Cabras. Juanillo salía todos los días al campo con su ganao en busca de hierba fresca: unas mañanas subía a Bercho, otras bajaba al Río e incluso llegaba a la misma Guardia. En una ocasión, estaba Juanillo en un cortijo próximo a la Venta Matías con sus ovejas, y vio venir a unos gitanos con caras de pocos amigos. Pensando que le robarían el ganao y los dinerillos que llevaba encima, corrió a la cuadra y enterró entre el estiércol los pocos duros y pesetas que tenía en el bolsillo. Los gitanos llegaron al cortijo y preguntaron, sin contemplaciones, a la casera: – ¿Dónde está el granuja de Juanillo? – ¡Ahí está en la cuadra apañando la mula! Sin pensárselo dos veces, entraron dentro y pillaron al pastor con las manos en la masa. – ¿Qué es eso tan brillante que reluce en el estiércol? – dijeron los gitanos. – ¡Es..., mi mula que caga dineros! – contestó Juanillo, saliéndoles al paso. – ¿Que caga dineros la mula? ¡Te la compramos ahora mismo! – ¡La mula no se vende! Me hace falta para acarrear ramón para mis ovejas. – ¡La mula sí se vende! – dijeron a coro los gitanos, sacando de la faltriquera una larga y afilada navaja. El pícaro Juanillo no tuvo más remedio que venderles la mula, por la que consiguió un buen fajo de billetes. Los gitanos, locos de contento, se llevaron con rapidez al animal, le dieron de comer una buena espuerta de paja, y esperaron con impaciencia que cagara...
Tras largas horas de espera, pendientes del desahogo del pobre animal, descubrieron el engaño..., volvieron en busca de Juanillo y lo metieron en un saco. Para vengarse de él, decidieron tirarlo por lo alto de la Peña de los Buitres. Pero, antes de cometer la fechoría, se pararon a tomar un vasillo de vino en la Venta. En esto que acertó a pasar por allí un pastor del Río con una maná de cabras. Juanillo, a quien habían dejado en la puerta los gitanos, lo conoció por el habla y le dijo desesperado desde dentro del saco: – ¡Ay, riostro mío! ¡Sálvame, que me llevan a una boda a la fuerza y yo no quiero ir! ¡Si a ti no te importara, te metías en el saco y yo me llevaba tranquilamente tus cabras! El bueno del riostro se metió en el saco, pensando en el banquete que le esperaba. Los gitanos, que salían en ese momento, se echaron el saco a cuestas convencidos de que era Juanillo el que seguía estando dentro. Con él encima del hombro, llegaron a lo más alto de la Peña de los Buitres y lo tiraron sin contemplaciones, contentos por haber vengado el engaño de la mula. Nada más entrar a Pegalajar, lo primero que se encontraron fue a Juanillo con su piara de ovejas y cabras. – ¿Pero, qué es lo que estamos viendo? – dijeron a coro –. ¿No te has muerto después de caer desde lo alto de la Peña? – ¿Muerto yo? ¿Muerto estáis diciendo? He caído encima de la lana de unas ovejas que había debajo, y aquí me tenéis tan fresco. He cogido unas pocas, pero allí se han quedado todavía más de cincuenta. – ¿Vamos a ver si es verdad? – dijo uno de los gitanos. – ¡Vamos! – contestaron los demás. – Tened cuidado de tiraros por el mismo sitio que yo – dijo Juanillo con cara de risa –. Primero que pruebe uno, y si dice "hay" es que hay cabras y os tiráis los demás detrás, y si acaso dijera "no hay", os volvéis al pueblo. Y así lo hicieron. Se tiró el primer gitano y...
– ¡Ay! ... – retumbó con fuerza en los Peñonares. Los demás, creyendo que había ovejas y cabras debajo, se tiraron en picado uno detrás de otro. Y el tuno de Juanillo se vino a Pegalajar con todas sus ovejas, contando a todo el mundo la historia de su mula caga–dineros y las cabrillas que aún quedaban debajo de la Peña. Y colorín colorado, así me lo han contado".
En recuerdo de Guillermo el cuento ha quedado así: vivió cual pegalajeño cuando pasó por aquí. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Guillermo Garceau García.
– Recopilación:
– Inmaculada Garceau Romero.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
EJEM, EJEM… "Érase una vez un viudo que, como es normal en los hombres de su estado, deseó casarse en segundas nupcias, dando madrastra al hijo único de su anterior matrimonio. Y, como también suele suceder en estos casos, la madrastra maltrataba y daba mala vida al infeliz muchacho, que no tuvo más remedio que huir de la casa una mañana cualquiera. Y el destino lo llevó a un caudaloso río en cuyas orillas no había barca alguna para poder cruzarlo. Un pobre viejo necesitaba hacer la travesía de inmediato y fue ayudado por nuestro joven protagonista. Poniendo a riesgo su propia vida, consiguió atravesar a nado el peligroso río, llevando al anciano sobre sus fuertes espaldas. Superado aquel difícil escollo, y mientras se secaban al sol en la orilla opuesta, el anciano le agradeció enormemente su ayuda y le dijo lleno de cariño: – Necesitaba urgentemente pasar este río y nunca podré agradecerte lo que has hecho conmigo, aún a sabiendas de que podías ahogarte y perder la vida. ¡Pídeme a cambio lo que quieras y yo te lo concederé! El pobre muchacho, que había realizado su buena acción sin interés alguno, no pidió nada para él. Pero, acordándose de los malos tratos que había sufrido antes de abandonar su casa, le contestó: – Lo único que deseo es que siempre que yo diga ejem, ejem, mi madrastra se tire un peo. También pido que, siempre que arroje una piedra a una liebre o a un conejo, pueda hacerme de ellos inmediatamente y sin problema alguno. – ¿Nada más que eso deseas? – le preguntó el viejo. – ¡Con eso me basta! No perdió el tiempo el muchacho... Al poco rato llevaba el morral lleno de conejos y liebres, que caían a sus pies con sólo tirarles las piedras pequeñas o grandes que iba encontrando en el camino. Muy feliz con este cargamento decidió volver a la casa de su padre, con idea de probar la segunda petición que acababa de hacer al buen viejo.
La madrastra, al verlo volver con aquella cantidad de carne aún fresca, lo acarició por primera vez desde que lo conocía, y le propuso lo siguiente: – Haremos un gran banquete para celebrar tu vuelta e invitaremos a toda tu familia y a la mía. Llegó la hora del almuerzo y la mesa estaba repleta de apetitosa carne, cocinada con las más diversas formas y sabores. Las respectivas familias estaban sentadas alrededor, esperando la hora del comienzo. La madrastra, para continuar las viejas costumbres, se había echado las tajás más pulpas y lustrosas, dejando para el muchacho los huesos y los pescuezos. Comenzado el convite, dijo éste con disimulo: – ¡Ejem, ejem, ejem! – ¡Bom, bom, bom! – sonó con estrépito en toda la casa. – ¿Pero qué haces tirándote peos en un momento tan inoportuno? – le replicó el marido. – ¡Déjala, hombre, que a cualquiera se le escapa un viento! Iba la madrastra a tirarle un bocao a una rica pechuga cuando: – ¡Ejem, ejem, ejem! – ¡Bom, bom, bom! – ¿Habráse visto mujer más guarra? – le insultaba su marido al tiempo que se tapaba, a dos manos, sus narices. – ¡Déjala, por favor! – decían los demás comensales –. Seguro que tiene aire en el vientre y es normal que lo expulse aún en tan críticos momentos. La madrastra estaba colorada como las sandías, ya que seguía repitiéndose con gran ruido el sonido que ya conocemos:
– ¡Ejem, ejem, ejem! – ¡Bom, bom, bom! – ¡Ejem, ejem, ejem! – ¡Bom, bom, bom!... Estaban ya al final de la olorosa comida cuando: – ¡Ejem, ejem, ejem, ejem, ejem!... – ¡Bom, bom, bom, bom, bom, rrrr, pon!... La reunión tuvo que suspenderse en los postres, ante la vergüenza de la madrastra y la huida despavorida de los que estaban a la mesa. Y refiere el autor del cuento que aquello terminó en divorcio forzoso, al sucederse sin interrupción sucesivos ejem, ejem y el consiguiente ruido posterior, volviendo el muchacho a disfrutar del necesario cariño de su padre. – ¡Ejem, ejem, ejem!... – ¡Bom, bom, bom!... – ¡Basta de fusilería, que el cuento ya ha terminao".
En Madrid los llaman pedos, pero huelen como aquí: en el convite narrado queda demostrado así. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Catalina Quesada García.
– Recopilación:
– Antonia María Garrido Castro.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
PERIQUILLO EL TONTO "El pueblo de la historia que voy a contaros era como todos los pueblos, pero su iglesia guardaba una auténtica joya: una antiquísima custodia de incalculable valor. Todos los habitantes del lugar estaban orgullosos de aquella bonita custodia, que paseaban el día del Corpus entre el fervor y la devoción. Hasta Periquillo, el tonto del pueblo, sabía apreciar el valor de aquella joya, haciendo guardia en la puerta de la iglesia para que nadie pudiese robarla. Con su media lengua alejaba de la puerta de la iglesia a todos los sospechosos. Pero, como aquel fiel guardián descuidaba su vigilancia en muchas ocasiones, ocurrió que unos ladrones robaron un día la preciada custodia. – ¿Quién habrá sido? – se comentaba en todo el pueblo. – ¿Quién habrá tenido valor de cometer un robo semejante? – añadía el párroco de esquina en esquina. – ¡Seguro que lo sabe Periquillo! – ¡Seguro que lo sabe Periquillo! ... Y el párroco y todos sus feligreses se dirigieron en busca de Periquillo, que no cogía en la ropa al ver a todo el pueblo pendiente de su persona. Efectivamente, Periquillo afirmaba una y mil veces que él sabía quién había sido el ladrón de la custodia..., pero que no estaba dispuesto a decirlo hasta que no le llevasen en procesión por todas las calles del pueblo. Y como, cuando un tonto pilla una linde, se acaba la linde y sigue el tonto, no tuvieron más remedio que hacer unas andas, montar en ellas a Periquillo y sacarlo en procesión como en los días de fiesta. El cura, vestido como en las procesiones solemnes, cantaba detrás de las andas:
– Dime, Periquillo el tonto, ¿quién ha robao la custodia? – ¡Yo lo lilé!, ¡yo lo lilé! – Dime, Periquillo el tonto, ¿quién ha robao la custodia? – ¡Yo lo lilé!, ¡yo lo lilé! Habían ya recorrido más de medio pueblo y Periquillo no soltaba prenda. – Dime, Periquillo el tonto, ¿quién ha robao la custodia? – ¡Yo lo lilé!, ¡yo lo lilé! – Dime, Periquillo el tonto, ¿quién ha robao la custodia? – ¡Yo lo lilé!, ¡yo lo lilé! La última parte del pueblo era muy empinada, pero el tonto dijo que la procesión tenía que ser completa. De no ser así, nadie podría arrancarle su secreto. Terminado el recorrido, y ante la expectación del cura y del vecindario, llegaron a la puerta de la iglesia. ¡Por fin Periquillo se manifestó dispuesto a poner fin a su secreto! La voz del cura, con aire más solemne que nunca, cantó con voz potente: – Dime, Periquillo el tonto!, ¿quién ha robao la custodia? – ¡Los lirones!, ¡los lirones!"
Periquillo adivinó al ladrón que les robó. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Ana García Navas. – Catalina Guzmán López. – María Antonia Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán. – Mari Gómez Cobo.
– Recopilación:
– Paqui García Guzmán. – María Agustina Gómez Valenzuela. – Joaquín Quesada Guzmán. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
HERMANO DESASTRE "Érase una vez dos hermanos, uno listo y otro tonto, que vivían en nuestro pueblo. Y resultó que el hermano listo se echó novia en La Guardia y se decidió a pedir la entrá, como era costumbre en aquellos tiempos. El hermano tonto se empeñó en acompañarle. – No puedes venir conmigo. Ya sabes que eres un completo desastre. Pero tanto y tanto insistió que no tuvo más remedio que dejarlo, aún conociendo los problemas que iba a acarrearle... Bajaban ya los dos hermanos por las Coberteras abajo en dirección a La Guardia, y al tonto se le hacía la boca agua al pensar en el rico banquete que le esperaba. De todos es conocida la hospitalidad de los guardeños con toda clase de gentes, pero sobre todo si es un novio pegalajeño el que desea hacerse de la familia. – Como sé que eres un desastre comiendo – empezó a sermonear el hermano listo –, no quiero que me dejes en ridículo. Así que estáte atento, y cuando yo te pise el pie, paras de comer inmediatamente. – Yo haré todo lo que me digas – replicó el tonto –, pero espero que tardes un buen rato en darme el pisotón... Fueron recibidos en la casa de la novia como el caso requería, aunque con las consabidas bromas entre pegalajeños y guardeños: – ¡De La Guardia y con cerón!... – ¡De pegalajar y con aguaeras!... El tonto miraba y remiraba la repleta mesa que habían preparado y deseaba terminaran los cumplidos para sentarse y ponerse las botas. Y como todo llega en esta vida, se aproximó la hora de comer y todos se sentaron alrededor de unos platos que olían de maravilla. Llevaban sólo las primeras cucharás, cuando pasó el gato por debajo de la mesa, con tan mala fortuna que pisó con fuerza el pie del hermano tonto.
Automáticamente, como si de una máquina se tratara, paró de comer muy a pesar suyo, acordándose de la prohibición tan tajante que le había hecho su hermano. – ¡Chiquillo, come! – decían los guardeños con cariño – ¡Chiquillo, come! ¡Sólo has probado dos o tres cucharás y el guiso está riquísimo! ¡Que si quieres arroz! Los ojos se le iban y se le venían detrás de los platos, pero no pudieron conseguir que continuara comiendo. Y llegó la hora de acostarse y los dos hermanos fueron convencidos para pasar allí la noche. La novia no estaba dispuesta a dejarles volver andando a aquellas horas, y preparó con cariño una cama para su flamante novio y para su futuro cuñado. Y, a media noche, el tonto, con la barriga totalmente vacía, no pudo aguantarse más y dijo: – ¡Nene, qué hambre tengo! ¿Qué hago para poder comer algo? – Anda despacio a la alacena. Allí está la sartén de las gachas que nos pusieron en los postres. Cómete las que quieras y me traes a mí unas poquillas. Y a la alacena que se dirigió el tonto, atragantándose con las ricas gachas guardeñas. Como no tenía cuchara, se las comió a puñaos, manchándose él y todo lo que había a su alrededor. No encontrando un plato para llevar unas pocas a su hermano que aguardaba en la cama, cogió una almorzá y, chorreando por las escaleras arriba, se dirigió al dormitorio. Pero, como estaba todo tan a oscuras, se equivocó de habitación y se metió, con las manos llenas de gachas, en el cuarto de la novia que dormía en lo alto del colchón, al ser la noche muy calurosa. El tonto le restregó a la novia las gachas por el trasero en el mismo momento que ésta ventoseaba. – ¡No soples, hermano, que no queman! – dijo el tonto riendo con todas sus fuerzas.
En ese momento se dio cuenta de su equivocación y se dirigió corriendo al cuarto de su hermano, que se maldecía mil veces por haberlo traído. – ¿Dónde me lavo ahora las manos? – decía, restregándose las gachas por los ojos y por la cara. – Baja rápidamente a la cantarera y, en un cántaro que hay lleno de agua, te las lavas. Primero metes una mano y luego la otra. Y de nuevo el tonto escaleras abajo en dirección a la cantarera. Encontró el cántaro repleto de agua, como le habían indicado, pero metió en él las dos manos a la vez y no podía sacarlas. De nuevo, escaleras arriba, esperando el consejo de su hermano. – Pero, ¡hombre de Dios! ¿Qué haces con el cántaro del agua a cuestas? Baja ahora mismo al corral y, en la primera piedra que encuentres, lo rompes con todas tus fuerzas. Mientras tanto, la novia se había despertado y, al verse el trasero lleno de gachas, le dijo a su madre: – ¡Mama!, ¿qué hago? – ¡Líate en la sábana y te lavas despacico en el corral, sin que tu novio se entere! Y estaba la pobre limpiándose las últimas gachas que le quedaban cuando... ¡Plom!... ¡El cantarazo que se llevó retumbó en toda La Guardia! El tonto vio relucir la sábana y, creyendo que era una piedra, dejó a la pobretica novia totalmente descalabrá. – ¡Me han matao, me han matao! – gritaba la pobre guardeña con el trasero aún lleno de gachas.
Y, con el alboroto, se despertó el resto de la casa y toda la vecindad, y los dos hermanos no tuvieron más remedio que salir corriendo en dirección a Pegalajar, antes de que se dieran cuenta de que eran ellos los causantes del estropicio. – ¡Tírate de la puerta! – dijo el hermano listo. ¡Y ya lo creo que tiró de ella! ¡Tal fue la fuerza que hizo, que la arrancó de cuajo, echándosela a cuestas tras de su hermano! – ¡Espérame, hermano, que no puedo más! – Pero, ¿qué haces con la puerta a cuestas? – ¡Pues qué voy a hacer! ¿No me dijiste que me tirara de ella?... Iba el tonto arrengao con la puerta a cuestas, cuando se encontraron de repente con una pandilla de ladrones. – ¡Rápido! Vamos a subirnos a esa oliva para que no nos descubran – aconsejó el hermano listo, harto ya de incidentes. Y en lo alto de la oliva que se encaramaron, puerta incluida. Los ladrones se pusieron a contar los dineros de su botín, justo debajo de ella y... – ¡Hermano que me meo! – gritó el tonto echándose mano a la portañuela. – ¡No grites y ponte a mear tronco abajo! ¡Sujeta bien la puerta, para que no se te caiga! Pero Hermano Desastre comenzó a mear a chorro, al tiempo que soltaba la puerta oliva abajo. Lo que pasó después es fácil de imaginar: fue tan grande el estruendo que se formó, que los ladrones huyeron como alma que lleva el diablo. El preciado botín quedó abandonado al pie del árbol, ante los palmoteos y las risas del tonto que no daba crédito a lo que había sucedido. Y fue así como volvieron al pueblo, Coberteras arriba, compuestos y sin novia guardeña, pero enormemente ricos gracias a las ocurrencias de Hermano Desastre”.
Y aquí se ha acabao la historia del tonto que me han contao.
Recorrí las Coberteras cuando a La Guardia marché. Los guardeños y nosotros siempre nos llevamos bien. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Antonio Ramón Valenzuela Cueva. – Antonio Ramón Chica Vázquez. – José María Rentero Valenzuela. – Mari Gómez Cobo. – Antonina Liétor Quesada – Recopilación: – Mari Nieves Lechuga Chica. – Antonio Ramón Rentero Moreno. – Francisco Tomás Muñoz Guzmán. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez. – María Ortega Lendínez. – Recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
CADA UNO BAILA COMO SE APAÑA "Esta historia sucedió en Pegalajar hace mucho tiempo. Su protagonista es un sencillo sacerdote, cuyos únicos defectos eran su afición a la buena mesa y su desmedida glotonería. – ¡Comer bien no hace mal a nadie! – solía decir a menudo el prior de nuestro pueblo –. ¿A quién puede perjudicar que saboree yo unos choricillos de más o de menos? Acostumbraba el buen cura, llegados los últimos días de noviembre o los primeros de diciembre, a matar uno o dos hermosos cerdos, después de haberlos criado y cebado con esmero durante largos meses. Con la carne de los mismos tenía repleta su despensa durante un buen tiempo y paliaba su hambre, que parecía no tener hartura. Estando él solo para un menester tan laborioso, avisó aquel año a una experta matancera, la cual realizó su trabajo con rapidez ayudada de los vecinos y amigos de la parroquia. Sacrificados los dos cerdos, se procedió a los ritos habituales de la matanza, los cuales finalizaban con los típicos chicharrones, acompañados de tortas, rosetas y buen vino del país. Derretida la manteca, saborearon los referidos chicharrones, con membrillos y camuesas cocidos al estilo más antiguo. Y llegó la noche del baile con el que finalizaba la matanza, estando concurridísima la casa del sacerdote. La matancera, que era pobre de solemnidad y que tenía hijos y nietos a los que alimentar, aprovechó un momento del baile en el que nadie se ocupaba de ella, y cogió a hurtadillas un buen número de tortas y de morcillas. No sabiendo dónde esconderlas y temiendo las represalias del cura, se le ocurrió colocar su larga toquilla sobre los hombros y esconder debajo de cada uno de sus brazos los manjares que deseaba llevarse. El hurto estaba muy bien disimulado y ya se le hacía la boca agua, al pensar en el banquete que iban a darse los suyos a costa del buen párroco. El cura, notando algo raro en la postura de la matancera y, viendo que ésta estaba ya despidiéndose de la concurrencia, dijo con picardía:
– ¡Espérese un poquillo, Mariquilla! La costumbre es echar un baile después de los chicharrones, y le invito a una pieza antes de que se vaya a su casa. Viendo que Mariquilla se disponía a echar el baile en la postura que ya conocemos, le dijo en un intento de recuperar las viandas que tanto le gustaban: – ¡Levante los brazos y no tenga cuidado alguno! ¡Después de una buena mesa, el baile alegra los corazones! Y, arremangándose la sotana, alzó los brazos y se señaló con ambas manos las axilas, al tiempo que cantaba y palmoteaba entre sus parroquianos: – ¡Aquí tortas y aquí morcillas! ¡Jesús de mi alma! ¡Jesús de mi vida! A lo que la matancera, sin quitarse la toquilla, y teniendo cuidado de no desparramar por el suelo lo que con tanto ahínco escondía, le contestó bailando con las manos fuertemente pegadas al cuerpo: – ¡Cada uno baila como se apaña! ¡Jesús de mi vida! ¡Jesús de mi alma!"
Guardo un recuerdo muy grande de esta historia de mi madre. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Catalina Guzmán López. – Pedro Quesada Morillas.
– Recopilación:
– Joaquín Quesada Guzmán. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
NO ES BUENO QUE EL HOMBRE ESTÉ SOLO "Érase un cura de pueblo que llevaba mal el celibato eclesiástico y era criticado por los vecinos, sensibles siempre a los pecados de la carne. Aunque el sacerdote era un hombre de Dios, bueno y generoso como él solo, estaba convencido del mandato bíblico que aconseja al hombre dejar a su padre y a su madre y unirse a su mujer, y hacía vida de matrimonio con el ama que arreglaba su casa. Los rumores de amancebamiento llegaron a oídos del obispo, el cual se dirigió presuroso al lugar del escándalo, deseando poner modo a aquella situación lo más rápidamente posible. Como pastor de la diócesis, no estaba dispuesto a que un subordinado suyo diese entre los fieles este mal ejemplo. Su Ilustrísima quiso convencerse por sí mismo de la verdad de los hechos y tuvo a bien pasar un día completo en la casa del buen párroco. Nada anormal pudo apreciar ni durante la mañana ni durante la tarde. El ama se limitaba a limpiar la casa y a servirles la mesa con toda la hospitalidad y naturalidad del mundo. – ¡Falsos son los rumores! – decía entre sí el obispo con cara de complacimiento. El ama del cura, que respondía al nombre de Paca, se despidió cortésmente de ellos, una vez llegada la noche. Con un "hasta mañana" que dejó plenamente feliz al señor obispo, Paca se fue a la casa de sus padres, quedando solos en el presbiterio ambos sacerdotes. Su Ilustrísima tuvo que dormir en la misma cama del párroco, al no existir otro acomodo en aquella humilde casa. Tras varias horas de amigable charla, conciliaron el sueño, no sin tener lugar antes estas profundas reflexiones internas del pastor de la diócesis: – ¡Verdaderamente las habladurías no son ciertas! A veces levantan calumnias los fieles, que dejan en mal lugar una profesión tan trascendente... Mañana mismo reuniré a los feligreses y les demostraré la falsedad de sus acusaciones... Y terminó diciendo en su interior antes de dormirse:
– ¡Si no estuviera yo viéndolo con mis propios ojos, podría poner en duda la castidad de un hombre tan ejemplar y tan bueno! Fue así como el sueño invadió por fin al obispo, arrebujándose entre las mantas por ser la noche de un frío intenso. Nada más clarear el alba, ya estaba el ama llamando a la puerta de la rectoral con decisión y con fuerza... Ante los aldabonazos, despertaron los del interior de la casa, vencidos aún por el sueño tras la larga plática nocturna. – ¡Paca! ¡Paca! ¡El lechero! – dijo con voz soñolienta el buen cura, sacudiendo al señor obispo para que saliera a abrir la puerta. Fue así como se descubrió el pecadillo de un cura bueno, que había encontrado su media naranja en el ama que le cuidaba”. “No es bueno que el hombre esté solo”. “Lo que Dios ha unido, no debe separarlo el hombre”.
¡Paca, el lechero! – le dijo, descubriendo su “pecado”. Pero el obispo comprende que el celibato es “pesado”… Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Catalina Guzmán López. – Pedro Quesada Morillas. – Juan y María Antonia Quesada Guzmán.
– Recopilación:
– Joaquín Quesada Guzmán. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
¡AY QUÉ LÁSTIMA DE MÍ Y DE OTRO! "Hubo una vez un matrimonio que siempre estaba discutiendo. Se llevaban muy mal por culpa de la mujer, la cual era enormemente tragona. Toda la comida se la chupeteaba ella sola, dejando para el pobre marido las sobras. Éste aguantaba día tras día, comiendo gustosamente lo que su golosa mujer no quería. Llegó el momento de la matanza y, tras descuartizar al marrano, hicieron tiras de lomo que les encantaban a ambos. – Yo me las comeré todas. Tú tendrás que conformarte con las costillas y con el tocino, que también están muy ricos. El pobre marido no se resignó por esta vez y replicó muy enfadado: – Yo también comeré tiras de lomo a partes iguales contigo. – ¡No, no y no! ¡Si yo no me como todas las tajás, me muero! Dejaron así la disputa, sin llegar a ningún acuerdo. Un día que el buen marido venía fatigado del campo dijo: – María, ¿qué vamos a comer hoy? – Voy a freír tres tajás de lomo: dos para mí y una para ti, haciendo una excepción a la que no debes acostumbrarte. – ¡De ninguna manera! – contestó el esmayao marío – ¡Hoy me toca a mí comerme dos, porque estoy reventao de trabajar en el campo! – ¡O me como yo las dos o me muero! – ¡Pues, muérete, pero esta vez no te sales con la tuya! – ¡Bueno, pues me muero! Y tendida en el suelo, como si estuviera muerta, seguía diciendo: – ¿Me las como las dos?
– ¡Que no y mil veces no! ¡Aunque te mueras de verdad, esta vez no te saldrás con la tuya! Y la terca de la mujer seguía tendida en el suelo, pensando en las ricas tajás de lomo que el marido trataba de quitarle. Y llegaron los vecinos al velatorio, sin que se produjera ningún cambio entre la pareja. El pobre marido se acercaba a la caja y le decía con voz baja, sin que nadie lo oyera: – ¡María, despierta, que mañana es ya el entierro! – ¡Me despierto, si me las como las dos! El mismo diálogo se produjo en la misa y en el cementerio. – ¡María, despierta de una vez, que vamos a tener que enterrarte viva! – ¡Me despierto, si me las como las dos! – fue la única respuesta que obtuvo. El pobre hombre, ante semejante aprieto, se preguntaba qué debía hacer. ¡Iban a enterrar viva a su golosa mujer!... Entonces se acercó a la caja para intentarlo por última vez: – ¿Me las como las dos? – preguntó con ansiedad la "difunta". – ¡Anda y te las comes, y revienta con ellas! – contestó vencido el pobre marido, viendo que una vez más había ganado su esposa. – ¡Bendito sea el Señor, que me voy a comer las dos! – gritó la mujer saliendo corriendo de la caja. Los que estaban en el entierro, huyeron despavoridos, mientras un pobre cojo que les acompañaba en el duelo decía lleno de miedo: – ¡Ay, qué lástima de mí y de otro! ¡Ay, qué lástima de mí y de otro"...
Esta divertida historia me la contaron a mí. ¡Mucho ojo con las hembras que nunca piensan en ti! Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Nieves Cruz Guerrero. – Pedro Morales Pérez. – Pedro Quesada Morillas. – Catalina Guzmán López.
– Recopilación: – María Agustina Gómez Valenzuela. – Antonio Gómez Medina. – María Belén Gómez Navarro. – Juan Quesada Guzmán. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez. – Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
ANDANDO QUE ES MÁS BARATO "Érase un matrimonio de Pegalajar, de avanzada edad, que tenía tres hijos. Como la muerte es ley de vida, cayó enfermo de gravedad el padre de familia y comenzaron su mujer y sus hijos los preparativos del entierro. – ¿Qué entierro le vamos a echar a padre? – preguntó llorosa la mujer que preparaba ya la mortaja. – Yo creo que el entierro mayor – dijo uno de los hijos –. En estas ocasiones no hay que escatimar el dinero y bien merece padre una buena despedida de todos los que le queremos. – Pues yo opino – interrumpió el segundo de los hijos – que con un entierro mediano sería suficiente. No hay que hacer alardes de grandeza, ni aún en la hora de la muerte. – ¡Eso mismo pienso yo! – continuó diciendo el más pequeño –. El entierro que tenemos que echarle a padre es el menor, ya que es en el que menos se paga. ¡De qué le sirven a uno honores y boato si ya está muerto! Interrumpió el enfermo la conversación y, con un hilo de voz, le pidió a su mujer los zapatos. – ¿Los zapatos? – replicó ésta –. ¿Para qué quieres ahora los zapatos? ¡Padre está delirando y ya no sabe lo que dice!... Pero el pobretico enfermo, con voz moribunda, pudo expresar también su opinión, rebajando aún más el costo de su propio entierro: – ¡Para irme andando, que os sale más barato!"
El entierro que prefiero te lo quiero yo contar: el cariño de los míos y ninguna cosa más. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Pedro Morales Pérez.
– Recopilación:
– Alfonsa Lucía Cordero Morales.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
LOS SIETE CUERVOS "Érase una vez un campesino que vivía feliz en su hacienda con su mujer y sus siete hijos. Esta felicidad se vio aumentada con el nacimiento de una preciosa niña, a la que toda la familia adoraba. Pero la felicidad duró poco, al comprobar que la recién nacida estaba muy enferma. Preocupado el padre, al pensar que su hija pudiera morir sin bautizar, dijo a sus siete hijos lo siguiente: – Coged un cántaro y traed en seguida agua del pozo. Venid cuanto antes y bautizaremos a vuestra hermana antes de que muera. Los siete hermanos cogieron el cántaro y se fueron presurosos al pozo, llenándolo de agua en un momento. Pero ocurrió que todos querían llevarlo y fueron tantos los tirones que le dieron que se rompió, derramándose toda el agua por el suelo. Al ver el cántaro roto, no sabían qué hacer y decidieron no volver a la casa, temerosos de las represalias del padre. Desesperado éste ante la tardanza de sus hijos y, viendo que la recién nacida moría sin el agua del bautismo, maldijo a los siete hermanos, pidiendo que se volvieran cuervos en aquel mismo momento. La maldición del enojado padre se cumplió y sus siete hijos se convirtieron en siete negros cuervos, que desaparecieron extrañamente de aquellos lugares. Y sucedió que la niña curó de su enfermedad, sin poder explicárselo los médicos, y creció normalmente como todas sus compañeras de edad. Y, como a todos los niños, le llegó la edad de asistir a la escuela. Sus amigos y amigas de clase no tardaron mucho en contarle la historia de un campesino con siete hijos, a quienes les nació una hermosa hermana..., que se habían convertido en cuervos por la maldición de su padre. Muy pesarosa por la historia que le habían contado en la escuela, volvió a su casa, comprendiendo que era ella la causante de la desgracia de sus siete hermanos. Aquella noche no pudo dormir la pobre niña y, ni corta ni perezosa, decidió ir en busca de sus hermanos, sin decírselo a sus padres. Antes de marcharse, escribió una carta explicándoles el motivo de su decisión.
Amaneciendo, salió de su casa, llevando como recuerdo el anillo de su padre, una sillita para descansar, un cuchillo para defenderse y un trocito de pan. Andando y andando, se le hizo de noche, quedando dormida en el suelo, mientras las estrellas cuidaban de ella. Y las mismas estrellas la despertaron, cuando llevaba durmiendo unas pocas horas, para preguntarle a dónde iba tan sola. La apenada niña les contó su triste historia y... – ¡No te preocupes! – dijo la más brillante de las estrellas –. El lucero te guiará a donde están tus siete hermanos. Toma este talismán, para que puedas abrir la montaña de cristal en la que se encuentran. Pero, cuélgatelo al cuello para que no lo pierdas. La niña hizo lo que le mandaban y, anda que andarás, llegó a la montaña de cristal. Pero, al ir a abrirla, comprobó que había perdido el talismán. Entonces, acordándose de que éste era igual que la punta de su dedo meñique, se lo cortó con el cuchillo y lo introdujo en la cerradura, consiguiendo abrirla. Ante sus ojos apareció una enorme mansión y un enanito que, nada más verla, le dijo: – ¡Vete, vete inmediatamente! ¡Ésta es la casa de los siete cuervos que están al llegar de un momento a otro! ¡Si llegan a verte, te destrozarán a picotazos! La niña no se asustó por estas palabras y bebió un sorbo de vino de las siete copas que el enanito había acabado de llenar. En el fondo de la última de las copas echó el anillo de su padre. Nada más terminar de echar el anillo, se oscureció el cielo y se oyó un gran ruido de alas que se acercaba. Los cuervos, nada más entrar, olieron la carne fresca de su hermana y protestaron por el vino que faltaba en sus copas. El último cuervo sacó el anillo en el pico... Nada más verlo, los siete cuervos lo reconocieron al instante y lloraron de tristeza. Momento que aprovechó la niña para besarlos a todos llena de cariño. Conforme iba besándolos, se deshacía la maldición, volviendo todos a su antiguo ser.
Fue así como los ocho hermanos volvieron a su casa felices y contentos, siendo recibidos con mucha alegría por su padre. Éste pasó el resto de su vida sin volver a maldecir a sus hijos, que lo respetaron y quisieron sin recordarle lo ocurrido en ningún momento".
Los siete cuervos me enseñan que no debo maldecir. En los cuentos siempre encuentro moralejas para mí. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Nieves Quesada Quesada.
– Recopilación:
– Juan Antonio Medina Quesada.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
MATRIMONIO POR APAÑO "Como ocurre en todos los pueblos, también en el nuestro se celebraban antiguamente matrimonios de circunstancias, en los que se buscaba el apaño o el dinero de uno de los cónyuges. Una guapa moza celebró uno de estos matrimonios y casó con un viejo adinerado, por darle gusto a sus padres. Al no existir amor entre ambos, no tardó en engañarlo con el sacristán del pueblo, aprovechando cualquier salida del esposo para verse a escondidas con el querido. Pero, en vez de que la historia sea narrada como en todos los cuentos, lo mejor será escuchar de los propios labios de la protagonista y en verso sus preocupaciones y sus cuitas: – ¡Qué desgracia ser mujer, casada en tan tierna edad con un hombre impertinente que no puedo tolerar! ¡Por darle gusto a mis padres, me casé yo con un viejo por un poco de caudal! ¡Pero, en fin, ya que lo hice, bien empleado me está! Una mañana que el marido se iba al campo, les descubrimos en este "amoroso" diálogo: – ¡Echa en la barja dos huevos, un limón y una tajá, y unas pocas aceitunas porque me voy a marchar! ¡Los obreros en la viña todo se les va en fumar, echar tragos y porfías sin pensar en trabajar!
– ¡Supuesto que se va al campo, pienso el tiempo aprovechar, divertirme cuanto pueda con mi amigo el sacristán! (Entre ella). ¡Pues yo me voy contigo, que sola no quiero estar! (Al marido). – ¿Pues no se queda ahí el gato, que te puede acompañar? – ¡Siempre tienes esas chanzas y ningún gusto me das! – ¡Como eres tan sencilla, nada tiene de extrañar! Marchado a la viña el marido, no tarda en aparecer el taimado sacristán, que se acerca de puntillas y sonriente a la puerta entreabierta... – ¡Gracias a Dios que se ha ido! ¡Pasos han sonado ya! ¿Si será quien yo deseo? ¡Ay, ya te iba yo a llamar! – ¿Yo aguardar que me llamaras, cuando estoy siempre esperando que se marche el gavilán, pa meterme yo en la jaula y decirte con afán que eres mi pan y mi queso, mi tomatillo temprano, mi perdiz y mi conejo?... De pronto, y cuando más animados están los dos enamorados, se oyen los pasos firmes del marido que vuelve... Con fuertes aldabonazos llama a la puerta, cerrada a cal y canto. La moza no tiene más remedio que esconder debajo de la mesa al sacristán, teniendo cuidado de taparlo bien con las faldillas. – ¡Abre, Luisa, la puerta, o entro por las rendijas!
– ¡La puerta del hospital quisiera que se te abriera, y para siempre jamás te llevaran entre cuatro para poder descansar!... – ¿Por qué te has tardado tanto? – ¡Porque le echaba a la llueca! – ¡Si me hubieras dicho al gallo, to pué ser que lo creyera, ya que llueca no hubo tal! Y, dirigiéndose al pobre sacristán, acurrucado tras los faldones de la mesa, le dice enarbolando en la mano un gran garrote de oliva: – ¡Y usted, señor escondido!, ¿qué busca por ahí abajo, arrebujao en la camilla, tapado con ese paño? – ¡Es que estábale rezando a las ánimas benditas para el día de la fiesta, que al descargar el garrote, que lo hiciera con clemencia!
¡No cases nunca con viejos, aunque sea grande el caudal, pues sabes que, al fin de cuentas, buscarás un sacristán!". Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Recopilación: – Recreación:
– Catalina Guzmán López. – Pedro Quesada Morillas. – Juan y María Antonia Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán.
A CADA TUMBO TUMBILLO, UNA CABRA Y UN CHOTILLO "Ésta es la historia de tres hermanos que se quedaron huérfanos. Sus padres sólo les dejaron en herencia un cortijo con unas pocas tierras y un rebaño de doscientas ovejas. Los dos hermanos mayores no tienen nombre en el cuento, pero el más pequeño respondía al nombre de Periquillo. – Si no viviera Periquillo – solían comentar –, tendríamos cien ovejas cada uno y podríamos vivir de ellas. No cuadra de ninguna manera repartir doscientas cabezas entre tres personas. Y era tanta la gana que tenían de hacer el reparto sin contar con Periquillo, que un buen día decidieron matar a su hermano pequeño. Estudiaron mil formas de deshacerse de él, pero todas las encontraban muy peligrosas... Una mañana, al levantarse, fue el hermano mayor quien habló estas palabras: – Ya he pensado la forma de quitarnos a Periquillo de en medio. Por fin podremos repartir las tierras y las doscientas ovejas entre los dos. – ¡Habla más despacio! – dijo el hermano mediano –. ¡Periquillo puede oírnos! – ¡Mira! – siguió diciendo el mayor –. Hoy mismo meteremos a Periquillo en un saco, lo llevaremos a la cima de aquella montaña y lo echaremos por lo alto de ella. Los buitres, que abundan por esa zona, darán buena cuenta de él. Si alguien nos pregunta por nuestro hermano, diremos tranquilamente que se ha perdido... ¡Y así lo hicieron! Metieron al pobre Periquillo en un saco y lo subieron a lo más alto de la montaña. Pero, cuando iban a despeñarlo, vieron a un pastor que se dirigía hacia donde ellos estaban. Los dos hermanos, temiendo ser descubiertos, salieron corriendo y se escondieron entre unas matas, dejando el saco abandonado en el suelo. El pastor fue acercándose con sus cabras hacia donde se encontraba aquel extraño bulto, que lloraba y daba gritos cerca del despeñadero.
Al oír el alboroto, el pastor desató el saco y... – Pero..., ¿qué haces ahí dentro? ¿Por qué lloras con tanta fuerza? – le dijo. – Es que... mis hermanos me llevan a casarme a la fuerza y a mí no me gusta la novia – replicó el espabilado Periquillo. El ignorante del pastor picó en el anzuelo y dijo: – Deja que me meta yo en el saco. Estoy siempre solo en el monte y cualquier novia, no me importa si fea o bonica, me haría muy bien el apaño... ¡Y así se hizo! Periquillo ató el saco con el pastor dentro y se marchó rápidamente, antes de que lo descubrieran sus hermanos. Cuando éstos vieron al que se alejaba, volvieron en busca del saco y lo despeñaron al instante, dirigiéndose presurosos hacia el cortijo en busca de sus doscientas ovejas. Pero, cuando iban comentando el buen reparto que les esperaba, vieron en la falda de la montaña a un pastor que, con un guitarrillo en sus manos, entonaba una rimada canción al tiempo que conducía un gran rebaño de cabras. – ¿No parece Periquillo? – dijo el hermano mayor. – ¡Sí! ¡Sí que parece! – replicó el hermano mediano. Salieron de dudas cuando se acercaron y vieron que, efectivamente, no se trataba de una visión, sino de su hermano menor en carne y hueso que reía de buena gana, al tiempo que cantaba en alta voz: – ¡A cada tumbo, tumbillo, una cabra y un chotillo! ¡Y, en el último tumbillo, me encontré este guitarrillo! – Pero, ¿eres tú, Periquillo? – dijeron los dos hermanos a coro. – ¡Ya veis que sí! – contestó con risa, al tiempo que volvía a su anterior cántico:
– A cada tumbo, tumbillo, una cabra y un chotillo! ¡Y, en el último tumbillo, me encontré este guitarrillo! Y los dos hermanos, al ver a Periquillo con más de cien cabras y otros tantos chotos, se morían de envidia y le preguntaban: – ¿Han quedado más cabras, Periquillo? – ¿Que si han quedado? ¡Hay todas las que queráis, esperándoos! Y los hermanos salieron corriendo, montaña arriba, encaramándose de nuevo en lo alto de la cima. – ¿Y si Periquillo nos ha engañado y nos matamos los dos? – dijo el hermano mayor –. Entonces se quedará él solo con las tierras, las doscientas ovejas y la piara de cabras. – Pues, echaremos suertes – replicó el hermano mediano – Al que le toque, se tirará primero. Si encuentra lo que Periquillo nos ha referido, dirá "hay" y se tirará también el otro. Si no dice nada, es que Periquillo nos ha engañado, y el que quede se encargará de matarlo... ¡Y así lo hicieron! Echaron suertes y le tocó tirarse al hermano mediano. Éste, sin pensárselo dos veces, se despeñó por el mismo sitio por donde habían echado el saco. A los pocos segundos... – ¡Ay!... – retumbó por todos aquellos alrededores. Al oírlo, creyó el hermano mayor que de verdad había cabras y se tiró también él desde lo alto del precipicio. Y fue así como Periquillo se quedó con las tierras y las ovejas de sus avariciosos hermanos, haciéndose muy rico y famoso con la canción que sirvió de risa en aquel pueblo durante cientos de años. – ¡A cada tumbo, tumbillo, una cabra y un chotillo! ¡Y, en el último tumbillo, me encontré este guitarrillo!"
Los envidiosos hermanos “mataron” a Periquillo. Pero perdieron las cabras y cuatrocientos chotillos… Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Rosa Generoso Nieto.
– Recopilación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
CATALINICA Y MIGUELICO "Hace muchísimo tiempo vivieron en Pegalajar la tía Catalina y el tío Miguel. Catalinica y Miguelico, como así eran conocidos, eran dos abuelos a cual más viejo. Vivían solos a las afueras del pueblo y su casa sólo era visitada de vez en cuando por los sobrinos, que esperaban impacientes la herencia. Todas las noches, los dos viejos se sentaban al calor de la lumbre, cada uno en un rincón del cerquillo. – Vete a cerrar la puerta, que entra mucha corriente y hace un frío que pela los huesos – dijo Catalinica nada más acomodarse en la silla. – ¿Yo voy a cerrar la puerta con el reúma que tengo? – replicó Miguelico enfadado. – ¿Entonces quieres que lo haga yo? ¡Bastante he trajinao durante todo el día para tener ahora que levantarme! Transcurrió un largo rato y el par de abuelos no se había movido, ni poco ni mucho, de sus asientos. La puerta, de par en par, se movía continuamente azotada por el viento. – ¡Por favor, Catalinica, anda y cierra la puerta! ¿No ves que no puedo moverme? – Si quieres, hacemos un trato – replicó la tía Catalina con ganas de arreglar el asunto –. El primero que hable, se levantará a cerrar la puerta. Los tercos abuelos estuvieron sin piar y sin levantarse de sus sillas toda la noche. Ni uno ni otro se atrevía a abrir la boca, sabiendo el castigo que les esperaba: nada más y nada menos que levantarse a echar la tranca. Era ya casi de madrugada y Catalinica y Miguelico no pronunciaban palabra. El frío se hacía ya notar y el rescoldo de la lumbre se estaba apagando, pero... ¡antes los mataban que decir una palabra! He aquí que, despuntando ya el día, se oyó una música que se acercaba a la casa de los dos viejos. Era una pandilla de mozos echando serenatas, según una vieja costumbre de nuestro pueblo. Al llegar a la casa, se extrañaron de verla abierta y se dijeron:
– ¿Qué les pasará a los abuelos que tienen a estas horas la puerta abierta? ¡Seguramente se habrán puesto malos y no tienen a nadie que los socorra! Y asomándose, exclamaron al ver a la pareja de zánganos, muertos de frío, alrededor del cerquillo: – ¡Buenas noches, abuelicos! No hubo respuesta alguna... – ¡Que hemos dicho buenas noches! – volvieron a decir todos los miembros de la panda. ¡Ni pío! Las bocas de los dos viejos seguían cerradas a cal y canto. Al ver que no salía ni una palabra de aquellos abuelos tan cabezones, decidieron irse con la música a otra parte. Pero, nada más salir por la puerta, se le ocurrió a uno de los mozos: – ¿Te apuestas algo a que hablan? Hay un sistema que nunca falla. – ¿Cuál es? – añadieron los demás con cara de risa. – ¡Venid a la bodega y lo veréis! ¡Cuando empecemos a comernos el jamón que tienen colgao, veréis como abren la boca! – ¡De acuerdo! – contestaron los demás con la algarabía de la juventud. Y en los mismos ojos de los abuelos se comieron un jamón entero entre risas y bromas. Tanto a Catalinica como a Miguelico se le iban los ojos detrás de cada taco de jamón que se echaban a la boca. Pero no fueron capaces de hablar, fieles al trato hecho y temerosos de tener que levantarse. Después del jamón vinieron los chorizos, las morcillas, el lomo y el rico vino del país que Miguelico tenía bien guardao para las ocasiones. A los dos abuelos se les salían los ojos, mirando y remirando a los jóvenes de las serenatas que acabaron, entre cantes y bailes, con todo el pan que había en la orza.
Inmediatamente después sacaron un saco y, llenándolo hasta los topes, acabaron de vaciar la despensa de los pobres viejos. Esperaban que uno u otro de los que seguían sentados sin decir esta boca es mía, les echara en cara lo que estaban haciendo, pero... ¡se quedaron esperando! Hartos de reír y de pasárselo bien, abandonaron a los dos viejos que seguían sin decir palabra, dejando la puerta abierta como la habían encontrado. Al poco rato pasaron los quintos, que habían sido medidos aquel mismo día para el servicio militar, y se encontraron con el panorama que ya conocemos... Entre ellos iba un aprendiz de barbero y... – ¡Habráse visto viejos más cabezones! ¡Tenemos que hacerles hablar antes de irnos! ¡Trae unas tijeras que voy a pelar al cero a la abuela! Acercándose a Catalinica comenzó a dejarla sin pelo. Ésta, sin rechistar, se encogía a cada tirón que le propinaba, pero no abrió la boca para quejarse... Hecha su fechoría y viendo que los dos abuelos seguían sin hablar, los quintos no tuvieron más remedio que irse, continuando su juerga. Catalinica y Miguelico casi lloraban, pero seguían tercos como mulas, sin querer romper el trato hecho. Al cabo de un par de horas y, no pudiendo aguantar ya más, el tío Miguel no tuvo más remedio que abrir la boca y decir: – ¡Ay, Catalinica, qué fea te han dejao! – ¡Pues, anda y cierra la puerta tú que has hablao!
Catalinica y el tío Miguel, por cabezones así se ven: pelá la abuela sin compasión, sin los chorizos y sin jamón. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Margarita Chica Torres. – Catalina Guzmán López. – María Antonia Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán. – Mari Gómez Cobo. – Dolores Fernández García. – Recopilación: – Joaquín Quesada Guzmán. – Andrés Jiménez Lombardo. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez. – Recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
EL PASTOR VERGONZOSO "Érase una vez un pastor que andaba siempre con sus ovejas. Durante el día, las acompañaba en el monte buscando hierba fresca y, durante la noche, descansaba al lado de ellas en la cuadra, procurando atender los partos que solían ser abundantes. El pobre deseaba con toda su alma echarse novia, pero era terriblemente corto y vergonzoso, debido a su permanencia constante en el monte y a su poco trato con las mozas del pueblo. Nada más pensar en una hembra se le ponía la carne de gallina y la cara blanca como la leche. Su madre le calentaba todos los días la cabeza, tratando de convencerle para que bajara al pueblo y pretendiera a su futura nuera. – Madre, ¡ya me he decidío! – dijo un día el bueno del pastor –. ¡Esta misma noche me echaré novia! – ¡Muy bien, hijo mío! Espero que tengas buen ojo, y no te aceleres al declararte. Cuando llegues, si es de día, dices buenos días, y si es de noche, dices buenas noches. ¡Que no seas bestia! Mira, te vas a poner las medias de tu padre, porque las tuyas no están compuestas. ¡Que no se te ocurra sentarte en el suelo, que te sientes en alto! El pastor bajó presuroro al pueblo dispuesto a poner en práctica los sabios consejos de su madre, y llamó con decisión a la puerta de su futura novia. Nada más abrir ésta la puerta, comenzó a decir sin dejar hablar a nadie: – Si es de día, buenos días, y si es de noche, buenas noches. Esto es hablar por no ser bestia. Las medias de mi padre las traigo puestas, porque las mías no están compuestas. Y dicho esto, pegó un salto con todas sus fuerzas y se encaramó en el vasar, siguiendo el consejo de su madre de no sentarse en el suelo, sino en alto. La moza que vio el talento de su futuro novio y los platos hechos polvo en el suelo, lo echó a la calle por donde había venido diciéndole:
– Si es de día, buenos días, y si es de noche, buenas noches. ¡Vete con tus cabras, y por aquí no asomes!".
Un pastor muy vergonzoso en el vasar se subió, y al hacer polvo los platos, la novia fue y lo espachó. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– María Luisa Morales Cueva.
– Recopilación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
JUANILLA LA LISTA "Cuentan que una tarde, ya anocheciendo, Juanilla la Lista estaba haciendo sus necesidades junto al camino que conduce a las cuevas del Romeral. Un labrador volvía del campo en su borrica, con el serón lleno de ricos pepinos y lustrosos tomates que acababa de coger en la huerta. El campesino, en una época en la que los relatos de apariciones de muertos y otras supersticiones eran habituales en nuestro pueblo, al ver a Juanilla en semejante postura, en la oscuridad de la noche, exclamó asustado: – ¡Dime si eres un alma en pena, o alguien que me está asustando! A lo que Juanilla, haciendo uso de su ingenio y pronta improvisación, contestó: – ¡Ni soy un alma en pena, ni te estoy asustando, que soy Juanilla la Lista que está cagando!”
Juanilla la lista soy, Juana la lista me llamo. Pero por lista que soy, en el Romeral yo cago. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Mari Nieves Lechuga Chica.
– Recopilación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
LA BRUJA CORUJA "Érase una vez un matrimonio feliz, cuya única desgracia era no tener hijos. Un día, estaba el marido en el huerto, al lado de su propia casa, y su mujer, asomándose a la ventana, le dijo: – Esteban, la comida está ya lista, pero nos vendría muy bien una ensalada. – Mujer, ya sabes que cogimos ayer las últimas lechugas. Tendremos que arreglarnos sin ensalada. – Pues, vete al huerto de la Bruja Coruja y coge una. – Ya sabes que las tiene contadas y, si llega a enterarse, se vengará sin duda de nosotros. – ¡Vete y no seas miedica! ¿Cómo podrá notar una lechuga entre tantas? El bueno de Esteban no tuvo más remedio que hacer caso a su mujer, pero nada más echar la mano a la verde lechuga... – ¡Oh, miserable vecino! ¿Cómo te has atrevido a arrancar la mejor de mis lechugas? – ¡Perdóname, Bruja Coruja! ¡Es que... no teníamos ensalada y mi mujer...!. – ¡Tu mujer! ¡Tu mujer!... – Ya te la devolveremos, y no sólo una sino veinte. – No quiero vuestras lechugas. Nunca podrán compararse con las mías, que son mágicas. ¡Mi venganza será horrible!... Cuando nazca tu primer hijo, me lo llevaré para siempre. El desdichado matrimonio tuvo por fin la descendencia que tanto tiempo llevaban esperando: una agraciada niña a quien pusieron el nombre de Lucerito. Pero, nada más nacer, se presentó en la casa la malvada Bruja Coruja y se llevó a la niña a una altísima torre. Allí creció Lucerito, convirtiéndose en aquella soledad en una guapísima joven.
Todos los días cantaba Lucerito en lo más alto de la torre: – En esta altura yo estoy, viendo el viento cómo corre, pero un príncipe vendrá a sacarme de esta torre. Sobre su caballo, ballo, el viento suave me empuja. Nos marcharemos muy lejos de la malvada Coruja. Un día, al terminar Lucerito su canción: – ¿Quién canta ahí? ¿Quién vive en la torre de la Bruja Coruja? ¿Quién canta? – Soy yo, príncipe. ¿Porque vos sois un príncipe, verdad? – Sí, soy un príncipe. Vuestro príncipe. Pero, ¿cómo se puede llegar hasta vos? – De ninguna manera, pues si la Bruja Coruja se entera, os dejará ciego. Pero, si no la teméis, os echaré mis trenzas y podréis trepar por ellas. Lucerito echó al aire sus largas trenzas y el príncipe subió a lo más alto de la torre. Nada más llegar... – ¿Qué ven mis ojos? ¿Cómo has podido llegar hasta aquí? ¡Mi venganza será horrible! ¡Ahora verás!... ¡Mejor dicho, no verás!... ¡Tegucillo, tegucillo, ciego tiene que quedar este indigno principillo! Coruja se fue, dejando ciego al príncipe, el cual se arrebujó sin vista en la falda de Lucerito. Ésta comenzó a llorar y... – ¿Qué es esto que mojan mis ojos? – Son mis lágrimas, príncipe. ¡Os amo tanto!
– ¿Pero, qué es esto? ¡Ya vuelvo a ver! ¡Vuestras lágrimas me han curado! – ¡Huyamos de este castillo maldito! – ¡Sí, sí! ¡Huyamos! ¡Mi caballo nos espera! Coruja apareció en este mismo momento y..., al ver curado al príncipe, desapareció en un instante, dejando tras de sí un nauseabundo olor a azufre. Lucerito y el príncipe se casaron, y el bueno de Esteban y su mujer acudieron a la boda, la cual llegó a celebrarse gracias a la verde lechuga robada del huerto de la Bruja Coruja".
Mi memoria recordaba lo que en la radio escuchaba. Cuento de la tradición oral de Pegalajar Escuchado en Radio Jaén en la década de los años 50, casi con estas mismas palabras. Ha pasado a formar parte de la memoria colectiva de nuestro pueblo. – Informantes:
– María Antonia Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán. – Manoly Cordero Cordero. – Mari Gómez Cobo.
– Recopilación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
EL ENANO SALTARÍN "Cierta vez existió, en un lejano reino, un honrado molinero que tenía una hija muy guapa. Deseoso de que todos la admirasen, informaba en todas partes que, además de ser muy bella, era tan habilidosa que podía hilar paja y convertirla en oro. Habiendo llegado la noticia a los oídos del rey, mandó llamar al molinero y a su hija y les dijo: – Bien cierto es, amigo molinero, que tu hija es muy hermosa, pero quiero comprobar por mí mismo si es cierto lo que por ahí andas diciendo. – ¡Cierto es, majestad! – dijo el molinero con miedo, al comprobar que ya no podía volverse atrás –. Mi hija, aparte de ser bien agraciada físicamente, es tan hábil que es capaz de hilar la paja y convertirla en oro. – ¡Veámoslo! – añadió el rey, al tiempo que conducía al molinero y a su hija a una habitación llena de paja –. Si eres capaz de hilar toda esta paja y convertirla en oro, me casaré contigo. En caso contrario, os castigaré a los dos por mentirosos. Y, cerrando la puerta, dejó sola a la pobre hija del molinero entre un gran montón de paja, sin más utensilios que el huso, la rueca y una banqueta para sentarse. – ¡Dios mío! – decía la pobre muchacha sollozando –. ¡Pobre de mí! ¿Cómo ha sido mi padre capaz de engañar al rey de esta manera? ¿Acaso puedo hacer otra cosa que llenar esta paja con mis lágrimas? Y, cuando los sollozos de la desesperada joven eran más fuertes, apareció en la habitación un gracioso enano que le dijo: – ¡Hola, hermosa niña! ¡Buenos días, molinerita! ¿Qué te pasa que lloras tanto? – ¡Qué desgraciada soy! – siguió sollozando –. Mi padre le ha dicho al rey que soy capaz de hilar la paja y convertirla en oro, y ya ve que no sé por dónde empezar. ¿Qué será de nosotros cuando descubra que todo es mentira?
– No te preocupes – dijo el enano –. Yo te ayudaré. Sólo te pido, a cambio, tu anillo. La hija del molinero dio su anillo al enano y, cuál no sería su sorpresa cuando vio, de repente, todo el montón de paja convertido en reluciente oro. Cuando, al día siguiente, llegó el rey y vio tan gran cantidad de oro, no salía de su asombro... Sin querer cumplir aún su palabra, llevó a la muchacha a otra habitación más grande que la del día anterior, llena de paja hasta el techo. – Mañana a estas horas volveré de nuevo. La escena del día anterior volvió a repetirse. Y, cuando era más desconsolado el llanto de la muchacha, apareció de nuevo el enano y le dijo: – Yo te ayudaré si, a cambio, me das tu collar. La paja volvió a convertirse en oro nada más tocar el collar las manos del enano, el cual se esfumó de la misma forma misteriosa que había venido. Al día siguiente, nuevo asombro del rey y nueva habitación de paja aún más grande que la de los dos días anteriores. – Ésta es mi última prueba – anunció el rey con seriedad –. Si mañana toda la paja está convertida en oro, me casaré contigo. Amargas lágrimas volvió a derramar la joven, antes de que apareciese el enano y le ayudase. – Yo te sacaré del apuro por tercera vez, pero a cambio de una promesa que deberás cumplir puntualmente: el primer hijo que tengas del rey, será para mí. ¿Qué remedio le quedaba a la atribulada muchacha sino prometer lo que el enano solicitaba? Hecho lo cual, la paja quedó convertida en un oro que relucía aún más que el de los dos días anteriores. El rey, viendo cumplido su deseo por tercera vez, se casó con la bella hija del molinero. Guiado por su codicia, pensó que el matrimonio era la mejor forma para poder asegurarse la riqueza para siempre.
Pero, contra todos los vaticinios de los cortesanos que desconfiaban de aquella unión, fueron un matrimonio muy feliz. Al cabo de un año, la cigüeña les trajo un hermoso niño. El rey estaba loco de contento al ver que ya tenía heredero y la reina, loca de alegría, sin acordarse de la solemne promesa que había hecho al enano. Un buen día, estando la reina jugando con su hijito, apareció el enano envuelto en humo, dando saltitos y alegres carcajadas. – ¡Buenos días, mi señora la reina! Vengo para que cumpláis vuestra promesa. ¿Acaso la habéis olvidado? – ¡Oh, señor, pedidme lo que queráis, pero no os llevéis a mi hijo! – ¡Está bien! – dijo el enano con risa –. Os dejo a vuestro hijo, pero en el término de tres días tenéis que averiguar mi nombre. Si no llegáis a descubrirlo en este plazo, me llevaré al niño sin compasión alguna. Y, diciendo estas palabras, desapareció dejando en la habitación un nauseabundo olor a azufre. La reina no pudo dormir en toda la noche, recordando cientos y cientos de nombres... A la mañana siguiente, ya estaba el enano en palacio riendo alegremente: – ¡Buenos días, mi señora la reina! ¿Acaso sabéis ya cómo me llamo? – ¿Os llamaréis Juan? – ¡No, no! – reía el enano. – ¿Os llamaréis Santiago? – ¡No, no! – decía saltando. – ¿Acaso os llamaréis Pedro? – ¡No, no! – palmoteaba alegre...
Al día siguiente volvió a repetirse la escena y la reina fue diciendo nombres y más nombres, ante la alegría indescriptible del enano, que comprobaba entre risas que su nombre no podía ser descubierto. – Recuerda que ya sólo os queda un día... La reina mandó aquel último día emisarios por todo el país, a ver si alguien lo conocía y podía averiguar su nombre... Uno de ellos, después de una jornada agotadora e infructuosa, llegó hasta lo más alto de una colina donde le sorprendió el sonido de una alegre melodía. Guiado por aquellas alegres notas, llegó hasta un claro del bosque. Allí vio, con asombro, una brillante hoguera y un hombrecillo, dando saltos a su alrededor, que cantaba esta rimada canción: – Yo doy unos saltos enormes, aunque soy muy chiquitín. Por eso la gente me llama el Enano Saltarín. – Mañana tendré yo al fin un príncipe que me sirva, pues del uno al otro confín, nadie sabrá que me llaman el Enano Saltarín. Y continuaba entonando: – Que salga el sol, y se oculte la luna, y que llore la reina, meciendo la cuna. Un niño que a mí me sirva, mañana tendré yo al fin, pues no saben que me llamo el Enano Saltarín. Al oír la canción, el afortunado emisario corrió veloz y le contó a la reina todo lo que había visto y oído...
A la mañana siguiente y, a la hora acostumbrada, se presentó de nuevo el enano con cara burlona. – ¡Buenos días, mi señora la reina! ¿Acaso habéis averiguado ya mi nombre? – ¿Os llamaréis Federico? – decía la reina sonriente. – ¡No, no! – palmoteaba muy contento. – ¿Os llamaréis Alberto? – ¡No, no! – decía saltando. – ¿Acaso os llamáis Enrique? – ¡Ja, ja, ja! – reía con fuerza. – ¿Acaso, acaso os llaman... el Enano Saltarín? La hasta ahora sonriente cara del enano cambió de repente. Sin saber qué contestar, hizo una profunda reverencia y desapareció lleno de rabia. Y cuentan que los reyes y su hijo vivieron alegres y felices durante un montón de años, no volviendo a ver más por aquellos contornos al Enano Saltarín".
Convertía la paja en oro la hija del molinero, y el rey se casó con ella por el ansia del dinero. La codicia llevada hasta el extremo, puede hacernos perder el mismo cielo.
Cuento de la tradición oral de Pegalajar Escuchado en Radio Jaén en la década de los años 50. Es también parte de la memoria colectiva de nuestro pueblo, habiéndose contado de padres a hijos con las mismas palabras aquí recogidas. – Informantes:
– María Belén Gómez Navarro. – Alfonsa Lucía Cordero Morales. – Antonia Rentero Gómez. – Matilde Sánchez Vico. – María Antonia Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán. – Mari Gómez Cobo.
– Recopilación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
EL PERRILLO “SISOBRA” “Érase una vez un campesino, de nombre Rafael, que estaba trabajando en el campo. Hacía mucho calor y las gotas de sudor le empapaban todo el cuerpo. De vez en cuando, cogía el pañuelo y se secaba la frente, la cara y las manos… Mientras arañaba la tierra con su vieja azada, pensaba: – ¡Qué ganas tengo de que llegue la merienda para descansar, comer y refrescarme con un rico gazpacho! Al llegar el mediodía, paró de trabajar y comenzó a preparar el almuerzo. De pronto oyó unos fuertes chillidos y… – ¡Oh, Dios mío! ¿Qué será eso? – dijo el labrador levantándose. Fue rápidamente donde se producían los lamentos y encontró un pequeño perro abandonado que estaba asándose de calor, tirado en el suelo. – ¡Qué pena de animal! ¡Está como si tuviera fiebre! Lo cogió con mucho cariño en sus fuertes brazos de labriego y se lo llevó consigo al hato. Allí pasó el animal lo que quedaba de tarde, siendo transportado a la casa del agricultor al terminar la jornada. Su mujer, nada más verlo, exclamó: – Pero bueno, ¿dónde vas tú con un perro? Estás viendo que no podemos comer nosotros, y traes una boca más a la casa. – Tengo una idea – respondió el campesino que ya había empezado a encariñarse con el pobre animal –. Nos quedaremos con él y le llamaremos “Sisobra”. Así, cuando comamos, si sobra le echaremos en un plato y si no sobra, lo dejaremos en ayunas. Al día siguiente, cuando el campesino se puso a comer, el perrillo se colocó al lado del amo y no paraba de mirarlo pensando: – ¿Sobrará o no sobrará? Si sobra, me hartaré de comer, pero si no sobra, me moriré de hambre.
Pero el labrador era incapaz de dejarlo en ayunas y siempre apartaba algo para su querido perro. Y su mujer, arrepentida de haberlo despreciado, también procuraba que sobrara, pensando que los animales tienen derecho a comer y a vivir lo mismo que las personas. Y el perrillo fue muy feliz con sus dueños. Todas las mañanas aparejaba Rafael su burro para ir al campo, siendo acompañado por “Sisobra” que, antes de amanecer, ya estaba haciéndole alegrías para que se lo llevara con él y no lo dejara en la casa. ¿Os ha gustado? Ésta es la historia del perrito abandonado, porque sus amos con cariño lo criaron”.
Rafael se llama el amo y “Sisobra” su perrillo. Los “Sisobras” que yo tenga contarán con mi cariño. Moraleja: El perro es el mejor amigo del hombre. Hay otros muchos “Sisobras” a nuestro lado, que piden de nosotros la misma lealtad y fidelidad que ellos continuamente nos ofrecen… Historia de la Tradición Oral de Pegalajar – Informante:
– Josefa Gila García.
– Recopilación:
– Josefa Gila García.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
LLUVIA DE ORO “Los habitantes de aquel pequeño pueblo se despertaron sobresaltados. Una fuerte tormenta había descargado sobre sus cabezas y un ruido extraño tintineaba sobre los tejados. Un vecino quiso comprobar de qué se trataba y sacó la mano por la ventana. Lanzando un fuerte gemido, tuvo que retirarla inmediatamente... Un doblón de oro había impactado sobre él, haciéndole un enorme cardenal. ¡La lluvia, que seguía cayendo con fuerza, no estaba formada por gotas de agua, sino por abundantes monedas de oro! Al amanecer, el pueblo presentaba un magnífico espectáculo. Todas las calles, sin excepción alguna, estaban sembradas de relucientes monedas que invitaban a ser recogidas como un milagro del cielo. Cientos de vecinos se lanzaron a la calle con palas y con espuertas, reogiendo todo lo llovido antes de la hora del almuerzo. A la noche, se acostaron felices y contentos, haciendo mil cábalas sobre el uso que darían a tantísimo dinero. Pero no todos habían recogido aquel regalo divino. Un sabio no recogió moneda alguna, teniendo cuidado de hacer provisiones de comida de todas las clases. Una vez repleta su despensa, se encerró en su casa, no volviendo a salir más de ella. Había un zapatero muy holgazán que recogió más monedas de oro que ningún otro vecino. Y, como no quería trabajar, puso un letrero en su zapatería en el que se leía: “cerrado por rico”. Aquella tarde cogió el zapatero un puñado de monedas y se fue a una tienda de víveres, dispuesto a comprar lo mejor para él y para su familia. Pero su sorpresa fue enorme, cuando la vio cerrada con un cartel, más grande aún que el suyo, que también decía: “cerrado por rico”. Viendo que, al menos aquel día, se quedaba sin comer, se fue a la peluquería a cortarse el pelo. Pero el peluquero, muy enfadado, le increpó diciendo: – ¿Acaso crees que, siendo rico, voy a aguantar a un público impertinente? ¡Ya he cerrado el local!
Desilusionado, se marchó el zapatero a su casa, dispuesto a acostarse sin cenar y sin cortarse el pelo. Pero cuando entró dentro, se encontró que su mujer lo había abandonado. Una simple nota rezaba sobre la mesa: “Como soy rica, no estoy dispuesta a seguir aguantando a un pobre zapatero como tú”. Al resto de los vecinos les pasó tres cuartas de lo mismo... Como todo el mundo era adinerado, nadie trabajaba ni producía, no existiendo alimentos ni provisiones para tapar tanta boca. La desesperación era tan grande que tuvieron que echar mano de los gatos y de las ratas para poder llenar sus vacíos estómagos. Sin saber qué hacer, decidieron ir a consultar al sabio. Éste seguía encerrado en su casa, esperando que pasara toda aquella locura que él había previsto el mismo día de la lluvia. Asomado a su balcón, dijo a la multitud que escuchaba con gran atención: – ¡Paisanos! ¡Si queréis la paz y la prosperidad que antes reinaba entre nosotros, arrojad el oro al sitio donde lo encontrasteis! ¡Que cada cual recupere su oficio y volveréis a tener cada uno lo que necesita! Y así lo hicieron, tirando al arroyo cientos y cientos de monedas y quitando de las puertas de sus casas los famosos letreros con los que no habían conseguido felicidad alguna. Y cuentan los que lo vieron, yo no estaba pero me lo dijeron, que hasta el zapatero, a pesar de su haraganería, se puso a trabajar como nunca lo había hecho, disfrutando de prosperidad a partir de aquel día”...
El chasco del zapatero nos hace reflexionar, que el dinero y la riqueza no dan la felicidad. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– María Estefanía Almagro Espinosa.
– Recopilación:
– Ana Belén García León.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
MELCHOR CASCARRABIAS “Érase una vez un zapatero remendón, de muy mal genio, conocido en el pueblo donde vivía como “Melchor Cascarrabias”. Tenía una mujer guapa y buena que no se merecía... Siempre que le salía mal un par de zapatos, las pagaba con ella, golpeándola sin consideración alguna. Cuando esto sucedía, acertaba a pasar por la puerta de la zapatería una vieja que solía decirle: – ¡No te desesperes, Melchor, que más padeció el príncipe Azafrán! Tantas veces le había repetido esta frase que un día, desesperado, le contestó: – ¿Y quién es ese principillo de a cuarto que sufre más que yo? La anciana le respondió: – Si quieres ir a verlo, toma este ovillo de hilo. Sube a lo alto de aquella montaña y lo arrojas pendiente abajo. Si sigues detrás de él, te llevará hasta el palacio del príncipe. Al día siguiente, bien temprano, se dirigió Melchor Cascarrabias a lo alto de la montaña que le había indicado la vieja. Tiró con fuerza el ovillo, que salió rodando pendiente abajo, siendo seguido por el zapatero, que corría jadeante detrás para no perderlo de vista. Al cabo de tres días llegó el ovillo a la puerta de un negro túnel. Al final del mismo se encontraba un hermoso palacio, protegido por una bonita verja de hierro. A través de la misma se divisaba un patio repleto de flores, con una mesa de mármol en el centro, donde se estaba sirviendo un rico banquete. Sentado a la mesa, se encontraba el príncipe, con cara de buena persona. En el extremo contrario estaba la princesa, su mujer, que era rematadamente mala. Durante la comida el príncipe no paró de obsequiarla, mientras ella le insultaba continuamente con feos improperios. El zapatero estaba indignado, al comprobar lo mal que era tratado el pobre príncipe, y murmuraba entre dientes: – ¡Si yo fuera, la mataba!
Trató Melchor de marcharse pero, al volverse, hizo un poco de ruido, advirtiéndoles de su presencia. Descubierto por los criados, fue llevado inmediatamente hasta el príncipe. Enterado éste de la razón de su viaje al palacio le dijo: – ¡Eres muy afortunado por tener a un ángel por mujer! Vete a tu casa y mira por ella... Pero, no quiero que te marches como has venido. Toma este saco lleno de oro y llévale a tu mujer un par de zapatos, un vestido y este espejo. El zapatero le dio las gracias y se marchó muy contento con los regalos recibidos. Al cabo de tres días, llamó con decisión a la puerta de su casa. – ¡Abre, animal, que traigo mucho dinero! – fueron sus primeras palabras. La pobre mujer abrió la puerta temblando, al ver que había vuelto el cascarrabias de su marido. Nada más entrar, le dijo Melchor que le trajera para la cena los mejores manjares que hubiera en el pueblo. Dio buena cuenta de ellos en un periquete, mientras la pobre zapatera tuvo que contentarse con un mendrugo de pan duro. Cuando terminó de comer dijo el zapatero: – Te he traído un hermoso vestido, unos zapatos y un espejo, pero no te los probarás hasta mañana. – Me los pondré cuando tú quieras – contestó dócilmente la pobre zapatera. – ¡Cuando yo quiera, no! ¡Ahora mismo! – replicó indignado. Puestos el vestido y los zapatos, se miró en el espejo. En ese momento, éste se convirtió en una nube que la transportó al palacio del príncipe Azafrán. En otra nube parecida llegó a la casa de Melchor la princesa. Melchor se había quedado profundamente dormido. Al despertar y no ver a su mujer, comenzó a llamarla a grandes voces. Viendo que nadie respondía, salió a buscarla, encontrándose cara a cara con la malvada esposa del príncipe Azafrán. Al ver a aquel monstruo en su misma casa se dijo: – Estaré dormido y viendo visiones. Me morderé el dedo meñique, a ver si despierto. – No te molestes, Melchor, que yo te lo morderé – contestó la princesa.
Dicho esto, le tiró un bocado que por poco se lo arranca... El zapatero, muy indignado porque estaba acostumbrado a la docilidad de su buena mujer, intentó golpearla. La princesa, por su parte, esquivó el golpe e intentó también sacudirle, acordándose del bueno del príncipe que aguantaba con paciencia todo lo que ella quería hacerle. Comenzada una pelea entre ambos, decía Melchor: – ¡Fea! ¡Más que fea! ¡Te tengo que hinchar a palos! – ¿Yo fea? ¡Pom! – y le daba un puntapié con todas sus fuerzas. Así corrieron toda la casa uno detrás del otro, pegándose e insultándose, hasta que el cascarrabias de Melchor no tuvo más remedio que hincarse de rodillas y pedirle perdón. Ella, cogiéndole de la solapa, le dijo con energía: – Te perdono, pero desde hoy tendrás que hacer tú todas las faenas de la casa. Al poco tiempo, y según relata el autor del cuento, murió de rabia el zapatero, al verse vencido por una mujer tan cascarrabias como él... La princesa murió también unos días después, al no tener ya con quien pelearse. En el palacio del príncipe Azafrán, mientras tanto, las cosas sucedían de manera bien distinta... Cuenta también el autor del cuento que la mujer del zapatero se convirtió en esposa del príncipe, viviendo los dos largos años de felicidad bien merecida”...
El cascarrabias Melchor se murió de un arrebato, porque en la princesa halló la horma de su zapato. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– María Estefanía Almagro Espinosa.
– Recopilación:
– Ana Belén García León.
– Recreación:
– Jaaquín Quesada Guzmán.
EL PADRE Y EL HIJO ESCARMENTADOS "Cuentan de una familia de campesinos que vivía pobremente, con un hijo ya zagalón, en edad de aprender oficio. Como escaseaba el trabajo en el campo, no tuvieron más remedio que dedicarse a la compraventa de trigo y harina, que escaseaba por aquellos contornos. Una mañana, salieron temprano de su casa padre e hijo para comprar mercancía en el pueblo vecino y transportarla al molino. Por delante de ellos caminaba, con paso cansino, un burro de su propiedad que iba a servirles para llevar la carga. Encontrándose con unos arrieros, oyeron con preocupación cómo se burlaban de ellos a su paso: – ¡El burro sin carga y los dos tontos andando! ¡Para ir a pie, no necesitaban jumento alguno! – ¿Has oído, hijo? – ¡Sí, padre! ¡Y llevan razón en lo que dicen! El burro va descansado, mientras nosotros, tras él, no podemos con nuestros talones... – Pues móntate tú en el burro y yo iré andando – dijo con enfado el bueno del campesino. Montó el hijo en el rucio y siguieron camino adelante. Al pasar por una viña, comentó uno de los agricultores que estaba cavando: – ¡Consiente el joven en ir montado, teniendo listas las piernas, mientras el padre, ya viejo, camina a pie detrás de él! – Hijo, ¿has oído lo que dicen ahora? – ¡Sí, padre! ¡Y llevan razón de nuevo! El que debe montarse es usted, y yo le seguiré andando. Se subió el padre en el borrico y el mozo les siguió a buen paso. No tardaron en llegar a un lugar donde unos jornaleros cavaban con esmero los pies de un olivar.
– ¡El padre montado y el hijo, que es casi un niño, andando! ¡Verdaderamente no hay vergüenza alguna en este mundo! – Hijo, ¿te has enterado de lo que dicen ahora de nosotros? – ¡Sólo nos queda montarnos los dos, y así no podrán ya criticarnos! – replicó con decisión el mozalbete. Así lo hicieron el padre y el hijo, y ambos se encaramaron en lo alto del burro, que comenzó a andar con lentitud el trecho que aún les separaba de su destino. No tardaron en pasar por una siembra, en la que había varios agricultores labrando. – ¡Hay personas sin consideración alguna que no hacen aprecio de los pobres animales! ¡Con lo flaco que está el pollino y van los dos a caballo sobre su lomo! – Y ahora, ¿qué te parece lo que dicen los sembradores? ¿Llevan de nuevo razón? – ¡Sí padre! ¡Es mucha carga la nuestra para un burro tan pequeño! ¿Pero qué podemos hacer ya que no sea motivo de crítica? – ¡Está visto que de ninguna manera lo hacemos bien! Todas nuestras acciones han parecido mal a los demás. De ahora en adelante, llevaremos a la práctica lo que nos parezca mejor, sin tener en cuenta para nada las opiniones ajenas. Hagamos siempre lo que nos dicte nuestra propia conciencia, sin tener en consideración lo que los demás opinen de nosotros”. Y la historia contada está terminada.
Por muy bien que te lo pienses, siempre serás criticado. Lo que dicte tu conciencia, dadlo por bien empleado.
Cuento de la tradición oral de Pegalajar Versión del “Conde Lucanor” del Infante Don Juan Manuel. Siglo XIV. – Informantes: – Encarnación Valenzuela Moraga. – Josefa Valenzuela Valenzuela. – Recopilación: – Encarna Gómez Valenzuela. – Recreación: – Encarna Gómez Valenzuela. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán.
LA PRINCESA Y EL DRAGÓN "Hace muchísimos años, tantos que apenas los viejos pueden recordarlo, vivió un rey con una hija guapísima a la que le había llegado la edad de casarse. Todo era felicidad en el palacio, en espera de un joven príncipe que aguardaban con la mayor de las ilusiones. Cuando más tranquilos estaban, hizo acto de presencia un enorme dragón que habitaba en un bosque a las afueras del reino y que tenía asustados a todos los habitantes del lugar, y se apoderó de la joven y bella princesa. El rey quedó muy triste con la pérdida de su única hija, y todos sus súbditos se pusieron de luto. No tardó el monarca en publicar un real bando que decía: – El caballero que rescate a la princesa de las garras del dragón, será colmado de riquezas, casándose después con mi hija. En el rincón más apartado de las tierras del rey, vivía un joven bien parecido y de buen corazón, al que el cielo le había regalado el don de la valentía. Como su familia era pobre y apenas podían comer, su padre reunió lo poco que tenían, lo vendió y le compró a su hijo un caballo, un traje y una lanza. Pertrechado de esta manera, lo envió a buscarse la vida, después de darle recomendaciones y buenos consejos. Andando, andando, llegó al palacio del rey y... – ¿Sólo tú desconoces la suerte de la joven princesa? Se encuentra en poder de un temible dragón que nos tiene atemorizados a todos. El rey ha prometido que quien consiga liberar a su hija, se casará con ella y será colmado de riquezas. – ¡Yo iré a rescatarla! – dijo el joven, nada más conocer la noticia. Preparó su traje, su lanza y su caballo, y se encaminó al bosque que le habían indicado. Muy pronto se encontró cara a cara con el dragón y se dispuso a matarlo. Antes de comenzar la lucha dijo con decisión y valentía:
– ¡Si un pan caliente, y un vaso de leche y el beso de una doncella tuviera, la muerte te diera! Nadie escuchó estas palabras del joven, con excepción de la guapa princesa que estaba asomada a una de las ventanas de la fortaleza. Comenzada la lucha sin el pan, sin la leche y sin el beso, poco podía hacer para rescatarla. El dragón, de un gran coletazo, derribó al muchacho del caballo, dejándolo sin conocimiento en el suelo. Con rapidez y, creyendo que había muerto, se marchó la fiera a su fortaleza para vigilar de cerca a la princesa. Al cabo de un buen rato y, tras pasarse los efectos del golpe, despertó nuestro héroe. Con la ayuda de su caballo pudo regresar al palacio del rey, donde permaneció convaleciente durante varios días. Poco a poco fue recobrando las fuerzas... Armado de valor, tomó la decisión de volver de nuevo a luchar contra el dragón para liberar definitivamente a la princesa. Ésta, desde el día del combate, se asomaba continuamente a la ventana, para ver si regresaba el caballero que tan valientemente había intentado salvarla. Por fin lo divisó a lo lejos y se dispuso a preparar el pan caliente y el vaso de leche, necesarios para derrotar a la fiera. Llegado el joven a las inmediaciones de la fortaleza, gritó con grandes voces: – ¡Si eres valiente, sal a luchar conmigo! El dragón, furiosísimo por lo que acababa de oír, salió dando bufidos a su encuentro. Tan alterado estaba, que no se dio cuenta de cerrar la puerta... La princesa, aprovechando el gran despiste del dragón, salió con rapidez de la fortaleza y se escondió entre los árboles. La lucha dio comienzo con las palabras que ya conocemos:
– ¡Si un pan caliente, y un vaso de leche y el beso de una doncella tuviera, la muerte te diera! La princesa se acercó al muchacho y le entregó el pan caliente y el vaso de leche, al tiempo que le besaba en las mejillas. El dragón, enfurecido por lo que había visto y oído, arremetió contra el joven con ímpetu desconocido, encontrándose con una lanza bien manejada que le atravesó el corazón de parte a parte. En aquel momento quedó muerto en el acto, ante la alegría de la princesa que no sabía cómo agradecer lo que había hecho por ella. Montados los dos en el caballo, se dirigieron presurosos al palacio del rey, abrazando éste a su hija con emoción y con cariño. – Has demostrado que eres el más valiente y mereces la recompensa que yo había prometido – dijo el monarca en tono solemne. Y así se hizo, porque las palabras de un rey siempre se cumplen. Desde aquel mismo día comenzaron a prepararse las bodas de la princesa y de su joven libertador. Informado el rey de la pobreza de su familia, no le importó en absoluto, mandando llamar a sus padres y hermanos para que vivieran también en palacio. A los pocos días se celebraron las bodas con mucha pompa y alegría... Y se casaron, y fueron muy felices y comieron muchas perdices, y no nos dieron porque no quisieron. Cuando nosotros comamos, tampoco les guardamos".
El dragón, dando bufidos, a su encuentro le ha salido, pero una lanza certera el corazón le ha partido. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante: – Antonio Ramón Gómez Ruiz. – Recopilación: – Encarna Gómez Valenzuela. – Recreación: – Encarna Gómez Valenzuela. – Joaquín y Juan Quesada Guzmán.
¡ME FALTA UN BURRO! "Había una vez un molinero que tenía a su servicio a un muchacho bueno y trabajador, pero muy simple e ignorante. Un día lo mandó con tres burros cargados de harina, para que se la entregara al hornero del pueblo vecino. – ¡Que no vayas a perder ninguno! – le recomendó el molinero antes de que partiera –. ¡Que no te entretengas por ahí! ¡Que vengas pronto! ¡Ojo con los burros! Iba el muchacho caminando detrás de los tres asnos, entonando canturriñas y contándolos de vez en cuando. – ¡Uno, dos y tres! – decía con contento –. ¡Están cabales! Seguía caminando alegre detrás de los rucios, volviendo a canturrear y a mirar a todos los sitios por donde pasaba, sin dejar de contarlos. – ¡Uno, dos y tres! ¡No falta ninguno! Como el horno al que se dirigía estaba todavía lejos, se cansó después de la larga caminata que ya llevaba y pensó: – ¡Me montaré en el último de los tres burros y descansaré un poco! Así lo hizo, continuando su camino sin preocupación alguna. Cuando llevaba un rato montado en el lomo del animal, se acordó que tenía que contarlos como anteriormente había hecho. – ¡Uno, dos y! ... ¡Ya me falta uno! ¡Los contaré otra vez, no vaya a ser que me haya equivocado! ¡Uno, dos y!... ¡Que no, que me falta uno! ¡Mi amo me mata a palos y mi padre también, cuando se enteren! El infeliz muchacho no sabía qué hacer ni qué decir cuando volviera. – ¡Los contaré otra vez, que me puedo haber equivocado! ¡Uno, dos y!... ¡Dios mío, que de verdad falta uno!
Se bajó del burro desesperado, pensando en el hato de palos que le darían si no aparecía el jumento. Miró por todas partes, a ver si se había quedado rezagado y... – Voy a contarlos otra vez! ¡Uno, dos y... tres! ¡Uno, dos y tres! ¡Que no he perdido ninguno! ¡Es que nunca yo contaba, al que tenía bajo el culo!”... Y aquí se acaba mi cuento con pan y rábano tuerto, y el que quiera más que vaya al huerto.
¡Que no has perdido ninguno! ¡Es que nunca tú contabas el que tenías bajo el culo! Cuando montes en un burro, pon cuidado por si aciertas. Al que tienes bajo el culo, debes de tenerlo en cuenta. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Antonio Ramón Gómez Torres. – Josefa Valenzuela Valenzuela.
– Recopilación:
– Encarna Gómez Valenzuela.
– Recreación:
– Encarna Gómez Valenzuela. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán.
SORPRESA PARA LA NOVIA “Hubo una vez un joven pegalajeño que vivía con su familia en un cortijo. Allí se dedicaba a labrar la tierra y a guardar el ganao del amo. El muchacho no había usado nunca ropa interior y su madre, una de las pocas veces que vino al pueblo, le compró lienzo moreno para hacerle unos calzoncillos. Éste, loco de contento con su nueva indumentaria interna, no paraba de decirse: – ¡Tengo que enseñarle los calzoncillos a mi novia! ¡La primera vez que vaya a verla, se los enseño! Pero, como el pobre no estaba habituado a aquel tipo de ropa, se quitó los calzoncillos un día que fue a hacer sus necesidades en el campo, los colgó en la rama de una oliva y allí los dejó olvidados sin reparar en la falta. Cuando, a la noche, llegó a ver a la novia, le dijo con contento: – ¡Voy a enseñarte una cosa nueva que tengo! – ¿Qué es? – preguntó intrigada la novia. – No te lo puedo decir… Para que sea una sorpresa, tienes que tocarla tú misma. – Pero, ¿dónde la tienes? – Aquí debajo – contestó el novio señalándose la portañuela. – ¿Y ahí tengo que tocar yo? – Sí, ya verás qué cosa tan bonica y tan útil. Y, cogiendo la mano de la novia para que le tocara los calzoncillos nuevos… – ¡Ay, qué hermosura de “tela”! – ¡Pues, en mi casa tengo tres cuartas más de lo mismo!...
Y desde aquel día, se dice en Pegalajar el refrán “En mi casa tengo tres cuartas más de lo mismo”, para referirse a alguna cosa que se tiene en abundancia”. Y todo es tan de verdad, que el novio de los calzoncillos aún estará vivo, si es que no ha muerto ya.
Tres cuartas más de lo mismo en mi casa me he dejao… No pienses en lo que piensas: de calzoncillos yo he hablao… Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Encarnación Valenzuela Moraga. – Josefa Valenzuela Valenzuela.
– Recopilación:
– Encarna Gómez Valenzuela.
– Recreación:
– Juan Quesada Guzmán. – Encarna Gómez Valenzuela. – Joaquín Quesada Guzmán.
LA HERMANDAD DE LOS ANIMALES "Hace muchísimos años, en los tiempos de Maricastaña, cuando los animales hablaban, se expresaron un día de este modo: – ¡Todos los días trabajando! Mi amo me lleva al campo y se me sube encima, sin consideración alguna. A la vuelta, me carga de leña o de aceituna y llego a la cuadra hecho polvo. Apenas me echan cebada, pero lo peor es que me venderán para el salchichón, cuando sea viejo, sin pensar en mis servicios – rebuznaba el burro. – Me tienen siempre encerrado en la hijaera y me engordan para después matarme, hacer chorizos y morcillas con mi carne y sacarme los jamones. ¡No estoy contento con mi suerte! ¡Soy un pobre cochino! – gruñía el cerdo. – Siempre vigilando el rebaño o la casa, y sólo me dan de comer un hueso de vez en cuando. ¡Quisiera cambiar de vida! – ladraba el perro. – Me tienen en la casa para que cace ratones, pero nunca me dan pescado ni carne. Y, si en un descuido cojo alguna tajada, me pegan y me persiguen como si fuera un ladrón miserable. ¡Nunca me dejan tranquilo! – maullaba el gato. – Todo el año poniendo huevos, siempre descalza. Yo no sé ese dinero dónde se gasta – cacareaba la gallina. ¡Todos se sentían explotados por el hombre! De ahí que decidieron formar una hermandad para ayudarse unos a otros. Juntos y unidos abandonaron sus aposentos y se fueron por esos caminos de Dios a buscarse la vida. Aquel día caminaron por el campo en total libertad, contentos de no depender ya de nadie. Cuando llegó la noche, se acomodó cada cual como quiso, en espera del amanecer y de nuevas aventuras. La gallina se acurrucó debajo de una noguera. A media noche, sopló una fuerte ráfaga de viento y cientos de nueces cayeron al suelo, con tan mala fortuna que la mayoría de ellas dieron de lleno en su cabeza. Ésta se despertó sobresaltada y asustada, cacareando con fuerza:
– ¡Huid, huid, que se cae el mundo! ¡Huid, huid, que se cae el mundo! Repetía sin cesar la cantinela, mientras corría de un lugar a otro totalmente desorientada. Sus compañeros le preguntaron: – ¿A quién se lo han dicho, hermana gallina? – ¡A mí, que me ha dado en la cucurruquina! El burro, el cerdo, el perro y el gato, asustados también y desconcertados con las voces de su compañera, volvieron cada uno con su amo, perdiendo la voz del susto que se habían llevado. Y cuentan que aún no la han recuperado y que, desde entonces, todo ha seguido igual hasta nuestros días, a pesar de sus nuevos intentos”. Y kikirikí, el cuento se acabó aquí. Y kikiriká, el cuento terminó ya.
Los animales del cuento se quejaban de sus amos. Pero la hermandad formada, se vino abajo temprano. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Antonio Ramón Gómez Ruiz.
– Recopilación:
– Encarna Gómez Valenzuela.
– Recreación:
– Encarna Gómez Valenzuela. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán.
EL PERAL DEL TÍO JUAN ROMÁN “Existió en Pegalajar un agricultor llamado Juan Román, que vivía de lo poco que dejaba el campo. Tenía un hermoso huerto y, en medio del mismo, un magnífico peral, que echaba las peras más ricas y apetitosas de todo el término. Solía colgar el preciado fruto en las vigas del terrao, disponiendo así de postre para todo el invierno. Desde hacía unos años no había podido probar lo que tanto le gustaba. Las peras eran robadas con descaro, sin dejar ni una, antes de que él pudiera cogerlas. En esta ocasión, reunió el padre a sus tres hijos, ya zagalones, y les dijo: – Todos los años nos quitan las peras y esta vez no podemos consentirlo. Como yo estoy ya viejo para quedarme por las noches en el huerto a vigilar el peral, he pensado que lo hagáis vosotros. Cada día le tocará el turno a uno, empezando hoy mismo. Las peras están poniéndose a punto y debemos descubrir al ladrón cuanto antes. – Así lo haremos – contestaron los tres hijos. El que robaba las peras, porque en el huerto no había vigilancia, se enteró de lo tramado y urdió una estratagema para continuar llevándose la sabrosa fruta. – ¡Ya lo tengo! – pensó para sí –. Fingiré que soy un muerto que viene del otro mundo, entonaré el cántico de la misa de difuntos y... La primera noche le tocó el turno al mayor de los hermanos. Se tumbó cerca del peral y, sin dormirse, esperó acontecimientos. A eso de la media noche, escuchó una canción que le puso los pelos de punta: – Andar, andar y andar, hasta el peral del tío Juan Román. Antes que estábamos vivos, andábamos por estos caminos. Ahora que estamos muertos, andamos por estos huertos.
Y sacando un saco, se acercó al peral y lo llenó del dorado fruto. El muchacho se meó del miedo en los pantalones y se fue del huerto corriendo que se las pelaba. Habiéndole contado a su padre lo ocurrido, éste decidió no referirlo a sus hermanos que esperaban su turno como si tal cosa. A la noche siguiente, le tocó ir al huerto al segundo de los hermanos. Se tumbó cerca del peral para no ser visto y aguardó en silencio a los posibles ladrones. De pronto... – Andar, andar y andar, hasta el peral del tío Juan Román. Antes que estábamos vivos, andábamos por estos caminos. Ahora que estamos muertos, andamos por estos huertos. Mientras cantaba la canción, con la entonación de los propios curas, sacó el saco y, al igual que la noche anterior, lo llenó de peras hasta los topes. El muchacho no pudo hacer nada, sino mojar los pantalones del canguelo y echar a correr como alma que lleva el diablo. También le contó a su padre lo que había pasado, aconsejándole éste que no dijera nada al tercero de los hermanos. A la noche le tocó vigilar el peral al más pequeño, que era listo y despierto como él solo. A eso de las doce, oyó el famoso cántico: – Andar, andar y andar, hasta el peral del tío Juan Román. Antes que estábamos vivos, andábamos por estos caminos. Ahora que estamos muertos, andamos por estos huertos. Vio como una sombra se acercaba al peral y comenzaba a echar peras en el saco. Tragó saliva, respiró hondo y se dijo:
– ¿Para qué querrán los muertos las peras, si ya no comen? ¡Esto me huele a chamusquina! Y cogiendo una larga vara de oliva que tenía preparada, se acercó por las espaldas del ladrón y le atizó un estacazo con todas sus fuerzas, al tiempo que decía: – ¡Con que, cuando estabais vivos andabais por estos caminos, y ahora que estáis muertos, andáis por estos huertos!... ¡Ahora verás! Y alzó de nuevo el palo para seguir dando candela al "muerto". En ese momento se oyó, desde el suelo, entre lamentos: – ¡No me pegues más, por favor! ¡No me pegues más, que prometo devolverte todas las peras que he robado, sin dejar ni una! – No me fío de ti – dijo el muchacho, enarbolando aún la larga estaca –. Te acompañaré al lugar donde las tienes escondidas, debiendo de traerlas todas antes de que sea de día. ¡Si no lo haces, te mataré a palos! Al amanecer estaban todas las peras en el peral, y el ladrón, muy bien atado alrededor del tronco. Cuando llegaron el Tío Juan Román y los dos hermanos mayores al huerto, se encontraron con un espectáculo que no esperaban. Abrazaron al muchacho y entregaron, sin más preámbulos, al ladrón a la justicia. Y cuentan que, desde aquel año, pudieron disfrutar, sin problemas y sin cántico gregoriano alguno, las exquisitas peras del huerto”.
Lo que criaba en el huerto se lo comía siempre el “muerto”. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Antonio Ramón Gómez Ruiz. – Encarnación Torres Morillas.
– Recopilación:
– Encarna Gómez Valenzuela.
– Recreación:
– Encarna Gómez, Juan y Joaquín Quesada.
EL ZAPATERO Y LA MATA DE HABAS “Érase una vez un zapatero remendón, bueno y trabajador, que vivía en la más completa de las miserias. Él, su mujer y sus hijos, media docena de zapaterillos hambrientos, no tenían nada que echarse a la boca. El pobre hombre estaba tan desesperado, que solía recurrir al auxilio divino para remedio de sus males: – Algún día tendrá en cuenta el cielo mi honradez y mi trabajo – decía a menudo el bueno del zapatero –. ¡Dios, que aprieta sin ahogar a nadie, me sacará pronto de apuros! Un día fue escuchada por fin su humilde petición. Cuando menos lo esperaba, se encontró una haba muy cerca de su casa. Aunque su primera intención fue comérsela para remediar su hambre, lo pensó mejor y se dijo: – La sembraré en el corral y la regaré‚ con cuidado. Así, cuando crezca, podré darle, al menos por un día, de comer a mi familia. El cielo estaba dispuesto a premiar el buen corazón del zapatero, y la haba germinó y creció muy deprisa. Tanto y tanto creció que, en sólo unos días, ya se perdía la vista mirándola. ¡Jamás en su vida había visto una mata de habas tan verde y tan frondosa! El zapatero sintió enorme curiosidad por descubrir su altura y comenzó a subir por ella. Trepó y trepó sin descanso, pero la planta, cada vez más tupida y entrelazada, parecía no tener fin. En su afán por descubrir el trozo que faltaba, continuó subiendo y subiendo: las casas se veían ya muy pequeñas, y las personas y animales sólo eran puntos diminutos que se movían en la tierra. ¿Dónde estaría el final de la mata? El zapatero no quería volver a su casa sin averiguarlo, y continuó trepando sin descanso. Al fin, después de varias horas de escalada, divisó a lo lejos un punto de luz que casi cegaba sus ojos. Acercándose al mismo, pudo comprobar que se trataba de una hermosa puerta de oro. Si sus ojos no le engañaban, se trataba de la mismísima puerta del cielo.
Aturdido por tanto esplendor y sin saber casi lo que hacía, se atrevió a llamar con fuerza. No tardó en abrirle un anciano de barbas largas y blancas, que tenía en sus manos un gran manojo de llaves. – ¿Quién eres y qué deseas del cielo? – preguntó San Pedro. – Soy un pobre zapatero con muchos hijos – contestó sin apenas atreverse a levantar la cabeza – y mi pobreza me impide alimentarlos como es debido. – El cielo no ha olvidado tus continuas peticiones y está dispuesto a ayudarte – volvió a decir el apóstol –. Toma este mantel, lo llevas a tu casa y lo colocas sobre la mesa. Cuando digas "componte mantel", se llenará de abundante comida para remediar vuestra hambre. Contentísimo, cogió el mantel que le regalaba y, después de darle las gracias a San Pedro, inició el descenso mata abajo. Tan deprisa quería bajar que, en la mitad del camino, pisó con fuerza en uno de sus brotes, con tan mala fortuna que la haba se partió, yendo a caer el zapatero en las puertas de una posada. Se levantó como pudo después del porrazo, y entró dentro para descansar y reponerse. – Buenas tardes, posadera – dijo el zapatero –. ¿Tenéis alojamiento para mí? – Naturalmente, buen hombre – contestó ésta. – Vengo cansado – continuó diciendo el zapatero – y necesito acostarme. Guardadme, mientras tanto, este mantel, pero que no se os ocurra decir “componte, mantel”, ya que podría sucederos alguna desgracia. – Así lo haré – replicó la posadera. Pero, apenas el zapatero se había metido en la cama, ésta entró en el comedor, cerró la puerta con llave para que nadie la viera, y, colocando el mantel sobre la mesa, dijo con gran expectación: – ¡Componte, mantel!
En aquel mismo instante aparecieron sobre él toda clase de manjares. La posadera y toda su familia comieron hasta hartarse, bendiciéndose mil veces por haber dado alojamiento al zapatero. Rápidamente y, antes de que éste se despertase, fue a la tienda y compró un mantel igual al que le había dado, guardando para sí el que acababa de alimentarles. Cuando se levantó el zapatero, pagó la habitación y le recordó a la posadera su encargo, dándole ésta el mantel falso que acababa de comprar en la tienda. El buen hombre emprendió el camino hasta su casa. Nada más entrar por la puerta, comenzó a dar voces, llamando a su mujer y a los seis zapaterillos: – ¡Mujer, hijos míos, acercaos a esta mesa y preparaos para comer todo cuanto queráis! Colocado el mantel, dijo el zapatero con la solemnidad que el caso requería: – ¡Componte, mantel! Ningún alimento apareció sobre la mesa vacía. – ¡Componte, mantel! – volvió a decir el pobre zapatero. Pero, por segunda vez, la mesa continuó como estaba, sin comida alguna que echarse a la boca. El zapatero, triste y apenado al no haber podido alimentar a sus hijos, no paraba de pensar en lo que habría podido suceder para que el mantel perdiera su poder mágico. A los pocos días, y gracias a los continuos riegos que le daba el zapatero, la mata de habas había vuelto a crecer de nuevo, poniéndose otra vez verde y frondosa. El pobre volvió a subir por ella, esperando un remedio definitivo para sus males. Presentado de nuevo ante San Pedro, le contó con detalle todo lo que le había pasado.
– ¡No te preocupes! – le dijo éste –. Toma esta bolsa y bájatela hasta tu casa. Cuando digas ¡componte, bolsa!, se llenará de monedas de oro. Con ellas podrás comprar toda la comida que desees para ti y para tu familia. Loco de contento, el zapatero le dio las gracias a San Pedro y comenzó a bajar apresuradamente por la mata de habas. Al llegar a la mitad, ésta se volvió a partir por el sitio de antes, y el pobre zapatero cayó otra vez a la puerta de la misma posada. – Buenas tardes, posadera. ¿Tenéis alojamiento para mí? – ¡Naturalmente, buen hombre! – repuso ésta. – Voy a acostarme, que vengo muy cansado – continuó diciendo el bueno del zapatero –. Guardadme, mientras tanto, esta bolsa, pero que no se os ocurra decir “componte, bolsa”, ya que podría sucederos alguna desgracia. – Así lo haré – contestó la posadera. Pero, apenas el zapatero se había metido en su habitación, ésta volvió a entrar en el comedor, cerró la puerta con llave para que nadie la viera y, colocando la bolsa sobre la mesa, dijo: – ¡Componte, bolsa! La bolsa se llenó inmediatamente de monedas de oro, no pudiendo la posadera dar crédito de lo que estaba sucediendo en su casa. Guardó las monedas, con cuidado de no despertar a su huésped y, corriendo, fue a la tienda a comprar una bolsa igual que la que le había dado. Cuando se levantó el zapatero, la posadera le dio la falsa bolsa, y éste emprendió presuroso el camino de vuelta a su casa. Nada más llegar, reunió a toda su familia, que lo miraba con recelo, y dijo igual que la vez anterior: – ¡Mujer, hijos míos! ¡Acercaos y preparaos para comer todo cuanto queráis!
Y, colocando la bolsa sobre la mesa, dijo de nuevo con la solemnidad debida: – ¡Componte, bolsa! Ninguna moneda apareció dentro de la bolsa vacía. – ¡Componte, bolsa! – volvió a insistir el pobre zapatero. Y, por segunda vez, la bolsa continuó igual que estaba, sin posibilidad alguna de comprar el alimento que tanto necesitaban. De nuevo se puso muy triste el zapatero, pues él y toda su familia continuaban hambrientos. Había puesto mucha ilusión en la bolsa de San Pedro, y no entendía lo que podía haber pasado, ni por qué había fallado por segunda vez aquel regalo divino. Nuevamente empezó a regar la mata de habas con todo el cariño del mundo, y ésta volvió a crecer y a crecer, poniéndose en poco tiempo igual de verde y frondosa que las dos veces anteriores. Y he aquí al zapatero, trepando otra vez por la mata, hasta llegar a las puertas del cielo. Llamó y salió a abrirle San Pedro. – ¿De nuevo por aquí, zapatero? Éste, muy apenado, le contó lo que había pasado con la bolsa, sin omitir detalle alguno... Él y su familia continuaban tan hambrientos como al principio. – Toma esta porra y ya no te será necesario subir más mata arriba para buscarme. Cuando digas ¡componte, porra!, comenzará a dar palos a todo el que se encuentre por delante, y no parará hasta que le digas que se descomponga. Le dio las gracias por tercera vez a San Pedro, le pidió disculpas por tanta molestia y comenzó a bajar mata abajo, sin entender del todo los beneficios que podría obtener con una simple porra. Y, de nuevo, cuando iba por la mitad de la mata de habas, se partió ésta, volviendo a caer en la puerta de la posada de marras.
– Buenas tardes, posadera. ¿Tenéis alojamiento para mí? – ¡Naturalmente, buen hombre! – repuso ésta, que ya se frotaba las manos al pensar en el nuevo objeto mágico que traería esta vez el zapatero. – Voy a acostarme, que vengo muy cansado – continuó diciendo con la porra en la mano –. Guardádmela mientras tanto, pero que no se os ocurra decir “componte, porra”, ya que podría sucederos alguna desgracia. – Así lo haré – contestó de nuevo la posadera. Apenas el zapatero se había metido en su habitación, la mujer volvió a encerrarse en el comedor, cerró la puerta con llave para que nadie la viera y, colocando la porra sobre la mesa, dijo con alegría: – ¡Componte, porra! Comenzó ésta a dar palos a la posadera, a izquierda y a derecha, por encima y por debajo, por delante y por detrás, por los pies y por la cabeza, sin parar en un solo momento. La pobre mujer comenzó a dar gritos, esperando que la porra parara de pegarle. Acudió la familia a socorrerla, pero el regalo hecho por San Pedro daba candela a todo el que se le ponía por delante. Ante aquel enorme alboroto, se despertó el zapatero y acudió a ver lo que estaba sucediendo. – ¡Haced que pare esta maldita porra! – decía llorando la posadera. El zapatero, habiendo descubierto por fin lo que había pasado en sus dos anteriores visitas a la posada, le dijo: – ¡No pararé la porra ni un solo momento, hasta que no me devuelvas el mantel y la bolsa que me quitaste! La posadera, dolorida por tanto porrazo, se apresuró en buscar el mantel y la bolsa y se los dio al bueno del zapatero. – ¡Descomponte, porra! – dijo éste al reconocer los dos primitivos regalos ofrecidos por San Pedro.
La porra paró de golpear a la posadera y el zapatero, loco de alegría, emprendió con rapidez el camino hacia su casa. – ¡Mujer! ¡Hijos míos! ¡Venid pronto! ¡Acercaos y preparaos para comer todo cuanto queráis! – gritaba el zapatero con contento. Reunidos todos alrededor de la mesa, colocó el mantel sobre la misma y dijo con más decisión que las dos veces anteriores: – ¡Componte, mantel! La mesa se llenó de los más exquisitos y variados manjares, comiendo hasta hartarse, por primera vez en su vida, todos los de la casa. Inmediatamente, después de bendecir una y mil veces a San Pedro y a la mata de habas que había sembrado, dijo de nuevo el zapatero: – ¡Componte, bolsa! Ésta se llenó, en ese mismo momento, de relucientes monedas de oro que repartió entre todos los de la casa. También, por primera vez en su vida, podían comprar ropas y calzados, sin necesidad de dejarlos fiados en la tienda. El zapatero advirtió a su mujer y a sus seis hijos que compraran sólo lo más imprescindible, sin derrochar el dinero, y guardó con cuidado los tres regalos del cielo, asegurándose antes de que nadie pudiese encontrarlos. Pero sucedió que sus vecinos, envidiosos al ver que comían y tenían ropa y zapatos nuevos, los denunciaron a la autoridad, asegurando que habían robado para su sustento. Apresaron sin más al pobre zapatero, sin creer en su inocencia y lo condenaron a morir en la horca, sin juicio previo alguno. Se encontraba ya el infeliz en el patíbulo, esperando la hora de su ejecución, cuando le dijeron que podía pedir, como se hace con todos los reos, su última voluntad. – Quiero – dijo astutamente el zapatero – que me traigan una porra que tengo en mi casa. Es una herencia de mis padres a la que tengo mucho cariño, y no me gustaría morir sin despedirme de ella.
Vieron que el reo tenía una última voluntad un poco rara, pero no tuvieron más remedio que concedérsela. Traída la bendita porra, el zapatero la besó con devoción y dijo: – ¡Componte, porra! ¡La que se armó en el patíbulo! La porra daba palos y palos a diestra y siniestra, entre el contento del zapatero que bendecía una vez más a San Pedro y a la mata de habas que había sembrado. – ¡Para esta maldita porra! – decían el verdugo y todos sus acompañantes. – No la pararé, hasta que creáis en mi inocencia – dijo con solemnidad el bueno del zapatero –. Yo no he robado a nadie y, sin pruebas, no podéis ajusticiarme. El juez no tuvo más remedio que prometerle la libertad que solicitaba. En ese momento se oyó la voz del zapatero que decía con más autoridad que nunca: – ¡Descomponte, porra! Ésta paró de dar golpes, interpretando todos lo sucedido como una señal divina de la inocencia de aquel buen hombre. El zapatero, su mujer y sus seis hijos siguieron disfrutando del mantel y de la bolsa, sin que nadie se atreviera ya a molestarlos... Y fueron felices con la abundancia que les había faltado en otros momentos, ayudando a sus vecinos necesitados con aquellos dos magníficos regalos. Y San Pedro los bendecía desde el cielo, pendiente siempre de otras matas de habas y de otros zapateros que pudieran llamar a su puerta”.
San Pedro le dio al instante una bolsa y un mantel. Con los regalos del cielo, pueden sus hijos comer.
Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Catalina Guzmán López. – María Antonia Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán.
– Recopilación:
– Juan Quesada Guzmán. – Encarna Gómez Valenzuela.
– Recreación:
– Encarna Gómez Valenzuela. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán.
¡QUE SALGA ALTO! “Érase una familia con un hijo simplón al que deseaban dar trabajo. Pensando en el oficio que podrían ofrecerle, decidieron que sería arriero. ¡Por muy simple que fuera, llevar de reata a un borrico, no era asunto tan complicado que él no supiera llevar a la práctica! Un día le dijo el padre al muchacho: – Vas a ir al molino a comprar harina. – Yo no quiero ir solo – contestó el hijo –. Me aburriré por el camino. – Para no aburrirte irás diciendo a voces: ¡Que salga alto! ¡Que salga alto! ¡El trigo debe salir bien alto, para que tengamos mucha harina el año próximo! Nuestro joven cogió el burro de reata y, siguiendo las instrucciones del padre, iba diciendo a voces por el camino: – ¡Que salga alto! ¡Que salga alto! ¡Que salga bien alto! En esto que se encontró con un arriero que iba vendiendo pellejos de aceite. Uno de ellos acababa de romperse y el chorro, aún balbuciente, ya llegaba al suelo. – ¡Que salga alto! ¡Que salga alto! ¡Que salga bien alto! – gritaba con fuerza el muy simple. – ¡Con que, que salga alto el chorro de aceite! – contestó, propinándole una enorme paliza –. Lo que tienes que decir es: ¡Que no salga ninguno! ¡Que no salga ninguno! El infeliz fue repitiendo desde aquel momento lo que acababan de indicarle. De pronto se encontró con otro arriero, al que se le habían metido los burros en un atascaero. – ¡Que no salga ninguno! ¡Que no salga ninguno! – gritaba con voz potente. – Con que no quieres que salga ningún burro del barrizal, ¿verdad? Pues ahora verás... Se lió a palos con él hasta que se hartó y le dijo:
– Tú lo que tienes que decir es: ¡Por donde saltó el uno, que salte el otro! Y ya tenemos de nuevo al pobre muchacho repitiendo al pie de la letra lo que acababan de decirle. Llegado al molino, arreciaron las voces: – ¡Por donde saltó el uno, que salte el otro! – decía, dirigiéndose al molinero. Éste, que era tuerto de nacimiento, le propinó la tercera paliza y le dijo: – Tú lo que tienes que decir es: ¡Que vea con los dos! ¡Que vea con los dos! Pero el muchacho, haciendo alarde de una inteligencia que los palos habían hecho brotar de golpe, pensó para sus adentros: – Lo que tengo que hacer, de ahora en adelante, es ir callado y no decir nada. Lo que a unos les viene bien, a otros les molesta, y es difícil contentar y agradar a todo el mundo. Así lo hizo, y en el camino de vuelta nadie se metió con él”... Moraleja:
"En callando no hay quimeras". "En boca “cerrá” no entran moscas". Y aquí se acaba este cuento, con pan y rábano tuerto y un poco de alcaravea, por si en la cama te meas.
Más vale andar muy callado, que hablando y apaleado. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Recopilación: – Recreación:
– Antonio Ramón Gómez Ruiz. – Encarnación Torres Morillas. – Josefa Valenzuela Valenzuela. – Antonio Ramón Gómez Torres. – Encarna Gómez Valenzuela. – Joaquín y Juan Quesada Guzmán.
EL VIAJE MÁS LEJANO “Hubo una vez en Pegalajar tres cazadores amigos, que se juntaban de vez en cuando para disfrutar de su afición. Una mañana se reunieron, apañaron las bestias y se subieron a Bercho con idea de trasnochar en una casilla de Peñablanca. El primer día no se les dio muy bien la caza y sólo pudieron atrapar un conejo pequeño. Al llegar la noche, lo desollaron, lo destriparon y lo frieron con ajos. Estaba la carne que se iba de la sartén y con un olorcillo que alimentaba... Los tres cazadores estaban relamiéndose de gusto, preparados para comérselo, cuando al más listillo de los tres se le ocurrió esta idea: – ¿Por qué no hacemos una apuesta para comernos el conejo? – ¿Qué apuesta? – respondieron los otros. – Como un animal tan pequeño es poca cosa para tres, propongo que nos acostemos y durmamos a pierna suelta. Mañana se lo comerá aquél que haya soñado irse de viaje al lugar más lejano de la Tierra. – ¡Aceptamos la apuesta! – respondieron los otros dos, pensando ya en el sitio que iban a visitar en sus sueños. Acostados los tres amigos, se pusieron a pensar como locos, a ver cuál de los tres inventaba el viaje más lejano y fabuloso. A la mañana siguiente, nada más amanecer, ya se encontraban, con hambre atrasada, alrededor de la sartén, que continuaba tapada sobre las trébedes en lo alto del cerquillo. – Yo he soñado – dijo el primero – con un viaje fantástico por La China... – Pues yo – añadió el segundo – he estado en Japón, el País del Sol Naciente...
El tercero de los cazadores, tenido por inculto por los otros, se expresó de este modo: – Pues yo, como os habiais ido tan lejos, me dije: cuando estos dos vuelvan de su viaje, la carne ya se habrá puesto mala. Lo mejor que hago es comerme el conejo yo solo, antes de que pueda estropearse... Y, levantada la tapadera que cubría la sartén, sólo encontraron restos de ajos y de aceite... Cuentan en Pegalajar que no tuvieron más remedio que aguantarse, al comprobar los dos listillos la astucia y la sagacidad del que consideraban analfabeto”. Y colorín colorado la historia de los cazadores burlados, se ha acabado.
En Peñablanca ocurrió esta historia verdadera: aceite y ajos encuentran al abrir la tapadera. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Antonio Ramón Gómez Torres. – Josefa Valenzuela Valenzuela. – Recopilación: – Encarna Gómez Valenzuela. – Recreación: – Encarna Gómez Valenzuela. – Juan Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán.
EL MUNDO EN SU SITIO “Hubo una vez un matrimonio que tenía dos hijos. El mayor, más listo y avispado, protestaba por todo, no se conformaba con nada y siempre conseguía para él la mejor parte. El menor, más inocente que su hermano, se conformaba con lo que le daban, nunca protestaba ni irritaba a sus padres y siempre le correspondía lo que el otro desechaba. Como ya se habían hecho mayores y el padre no tenía trabajo en qué invertirlos, pensó que lo mejor era que se fueran de la casa a buscarse la vida por esos mundos de Dios. Preocupado él y su mujer por el hijo menor, creían que, al ser tan bueno, iba a ser engañado en todos sitios. De ahí que inventaron un plan, intentando averiguar si estaba preparado para abandonarles... La madre mató un gallo del corral, se lo guisó a sus hijos con arroz, lo echó en una fuente y lo colocó encima de la mesa. En un lado del recipiente colocó todas las tajadas de carne y en el otro, sólo el arroz. Con toda la idea del mundo puso la carne en el lado donde estaba sentado el hijo menor, correspondiéndole el arroz al mayor de los hermanos. Cuando este último se dio cuenta del panorama, pensó entre sí cómo podría darle la vuelta al plato sin despertar sospechas y comenzó un discurso sobre su próxima marcha diciendo: – ¡Si yo pudiera darle la vuelta al mundo, como se la doy a esta fuente! A la vez que pronunciaba estas palabras, giró el plato de forma que toda la carne quedó en su lado. El hermano menor, que había observado la treta con gran atención, replicó muy tranquilo a la vez que volvía el plato a su posición inicial: – ¡Deja tú el mundo en su sitio, que está muy bien como Dios lo hizo! Así fue como el hermano mayor no tuvo más remedio que comerse el arroz pelao, sin probar la carne, mientras que el menor, por primera vez en su vida, dio cuenta de todas las tajás que había preparado su madre.
Los padres quedaron contentísimos al ver la reacción de su hijo pequeño, y apreciaron con alegría que sí estaba preparado para recorrer el mundo, a pesar de su natural bondad”. Y si el cuento te ha gustao, te lo comes bien asao, porque yo te lo he contao.
¡Si la vuelta al mundo diera, como se la doy a esta fuente! ¡Deja tú el mundo en su sitio, que de fuentes poco entiendes! Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Antonio Ramón Gómez Torres. – Josefa Valenzuela Valenzuela. – Recopilación: – Encarna Gómez Valenzuela. – Recreación: – Encarna Gómez Valenzuela. – Joaquín Quesada Guzmán. – Juan Quesada Guzmán.
¿SE ENFADA USTED, AMO? “Había una vez un campesino muy pobre que tenía dos hijos: Juan, el mayor, fuerte como un roble, y Perico, el menor, delgado y poco resistente, pero más listo que el hambre. Como no tenían qué comer, el padre dijo un día al mayor de los hermanos: – Juan, ya estás bastante crecido y yo soy cada día más viejo. Vete a recorrer el mundo. Seguramente encontrarás, en tierras lejanas, la fortuna que aquí se te niega. El mayor de los hijos, siguiendo los sabios consejos paternos, preparó su hatillo y se marchó de casa. Al cabo de unos días de viaje, pasó por las tierras de un labrador rico, pero tacaño y mezquino como pocos. Juan entró al cortijo y preguntó con decisión al amo: – ¿Necesita usted un mozo para trabajar en el campo? – Sí, me hace falta uno – contestó el labrador –. Precisamente ayer se marchó el último de mis criados y me van a venir muy bien tus servicios. – ¿Y qué debo de hacer? – volvió a preguntar Juan, contento por haber encontrado lo que andaba buscando. – Las condiciones del trabajo son dos: la primera que nunca nos enfadaremos ni tú ni yo. Si eres tú el enfadado y no estás contento, quedaré autorizado para arrancarte a tiras el pellejo del lomo. Pero, si soy yo quien no está contento, serás tú quien podrá arrancarme la piel de la espalda sin protestas por mi parte. – ¿Y cuál es la segunda condición? – dijo Juan bastante preocupado. – La segunda es que no podrás cobrar hasta que cante la cuquilla. ¿Aceptas el trato? – ¡Acepto! – dijo el muchacho, al no quedarle otro remedio –. Tanto usted como yo cumpliremos las condiciones y no tendremos que disgustarnos nunca. Entonces el labrador le dijo:
– Lo primero que tienes que hacer es arar la viña. Vete al tajo y allí se te llevará la comida para el almuerzo. Juan aró y aró sin descanso, pero a la viña no se le veía el fin nunca. Llegado el medio día, no se presentó nadie a llevarle el suministro. Con el cuerpo vacío y reventado de arar, volvió al cortijo gritando: – ¿Es que en esta casa no se come? – ¿Es que estás enfadado? – preguntó el amo –. Si lo estás, ya conoces las condiciones. ¿Estás contento? – ¡Claro que estoy contento! – replicó el muchacho sacando fuerzas de flaqueza –. ¡Estoy muy contento! – Pues si es así, vuelve al tajo y sigue arando la viña hasta que yo te lo ordene. Y a la viña que se dirigió el pobre Juan, sin probar bocado alguno. Allí permaneció, haciendo surcos con la yunta, hasta bien entrada la noche. Al día siguiente, le dijo el amo nada más comenzarse a ver: – Hoy tienes que sembrar todo el trigo de este saco. Vete tranquilo, que yo mismo te llevaré la comida para el almuerzo. – Hay mucho trigo en el saco – protestó el muchacho – y necesitaré más de un día para sembrarlo. – El trigo tiene que estar sembrado para la puesta de sol de esta noche. Ya conoces las condiciones. ¿O es que no estás contento? El infeliz Juan tuvo que dirigirse a sembrar el trigo, sin dar muestras de enfado alguno. Sembró y sembró sin descanso, pero al trigo no se le veía el fin nunca. Llegó de nuevo el medio día y, como era de esperar, no se presentó el amo con el almuerzo. Con el cuerpo vacío y cansado de tanto trabajo, se fue con rapidez al cortijo y gritó con más fuerza que el día anterior:
– ¿Es que en esta casa no se come? – ¡Claro que se come! – respondió el amo –. Pero, ¿acaso estás enfadado? – ¿Cómo quiere que no me enfade, si llevo trabajando dos días enteros con el cuerpo vacío? – Pues si estás enfadado, has perdido la apuesta y yo quedo autorizado para cumplir el trato que teníamos hecho... Y, cogiendo una navaja, le sacó, con decisión y a sangre fría, tres tiras de pellejo del lomo. ¡Los alaridos de Juan daban escalofrío con sólo oírlos!... Fue así como tuvo que volver a su casa, convencido de que su fortaleza física no le había servido para nada. Su hermano Perico pidió entonces autorización al padre: – ¡Dejad que sea yo ahora el que me marche en busca de fortuna! – ¿Tú, tan pequeño y tan flaco? Si tu hermano, fuerte y recio, ha fracasado, ¿cómo quieres correr tú sus mismas aventuras? Pero tanto insistió, que por fin lo dejó marchar, entre las burlas del hermano mayor que no auguraban nada bueno para el muchacho. Salió Perico de su casa con completa decisión, dirigiéndole sus pasos al cortijo del labrador rico donde Juan había sido despellejado. – ¿Necesita usted un mozo para trabajar en el campo? – ¡Claro que me hace falta! Precisamente ayer se marchó uno, por no haber sabido cumplir las condiciones del trabajo. – ¿Y cuáles son esas condiciones? – preguntó Perico –. Dígamelas también a mí y nos entenderemos con toda seguridad. – Las condiciones son dos... Y volvió a repetir las mismas palabras que ya conocemos...
– ¡Acepto el trato que me hace! – dijo Perico –. Usted y yo no tendremos que disgustarnos nunca. – Lo primero que debes hacer es arar la viña. Allí se te llevará la comida para el almuerzo. Perico se dirigió a la viña con la yunta de mulos pero, en vez de ponerse a trabajar, dio careo a las bestias, se tumbó debajo de una cepa y se echó a dormir a pierna suelta. Viendo el amo que era ya casi de noche y que Perico no se había presentado en el cortijo, fue a la viña a ver lo que el mozo estaba haciendo. Cuando descubrió que estaba tumbado durmiendo y que no había hecho faena alguna en todo el día, entró en cólera y le dijo: – ¿Cómo estás tumbado, en vez de trabajar y rendir el dinero que te pago? – ¿Y cómo quiere usted que trabaje con el cuerpo en ayunas? ¿Se enfada usted, amo? – No, no me enfado, pero esto no me gusta nada. Mañana te mandaré la comida sin falta. Al día siguiente, se tumbó de nuevo bajo una cepa y se echó a dormir como un tronco. Al medio día, apareció la criada con un puchero de sopa diciendo: – Que dice el amo que comas, pero sin destapar el puchero y sin partirlo. Perico se sentó en el suelo y, con una piedra afilada, fue raspando el barro de la base del puchero hasta que consiguió hacerle un agujerillo pequeño. Por allí chupó toda la sopa hasta acabarla. Cuando el amo se enteró, se dirigió a la viña muy cabreado. Perico, sacando la navaja del bolsillo, le dijo: – ¿Se enfada usted, amo? – No, no me enfado, pero esto cada vez me va gustando menos.
Al día siguiente, le dijo el amo a Perico: – Hoy vas a cambiar de trabajo. Tienes que vender en la feria esta reata de mulos. No te vuelvas a casa, hasta que no te den por ella ocho mil reales. Los mulos eran muy viejos y valían muy poco... Perico se encontró por el camino a unos tratantes y se los vendió por mil reales, teniendo cuidado de quedarse con uno de los animales. Se adueñó también de los cencerros, que no entraron en el trato. Mató después al mulo con el que se había quedado, y se retiró dejándolo en un descampado. Inmediatamente aparecieron los buitres, dando buena cuenta del pobre animal. Cuando se hartaron de comer carne y ya no podían volar, se acercó Perico a ellos y, colocando a cada buitre un cencerro, se encaminó al cortijo gritando: – ¡Señor amo, que los mulos se han convertido en buitres! ¡Milagro! ¡Milagro! ¡Que los mulos estaban encantados! El amo, con las tripas ardiendo, se acercó encolerizado al muchacho. Perico, al ver su enojo, le dijo: – ¿Se enfada usted, amo? – No, no me enfado – respondió éste –, pero las cosas se están poniendo cada vez más feas. El amo, viendo la sagacidad del muchacho, comenzó a discurrir la forma de deshacerse de él. Al día siguiente, lo mandó al monte a guardar las ovejas. Había allí un gigante con un solo ojo, que no permitía que nadie entrara en sus dominios. – ¿Cómo te atreves a molestarme? – le dijo a Perico nada más verlo. – Es que sólo soy un criado – contestó el muchacho – y tengo que obedecer lo que me manda mi amo.
– Está bien – repuso el gigante –. Voy a divertirme un rato contigo. Nos echaremos tres apuestas. Si me ganas las tres, te dejaré libre. Pero si pierdes, ya sabes lo que te espera... La primera apuesta es ver quién arroja má lejos una de estas piedras. Y, cogiendo un guijarro del camino, lo lanzó con fuerza, desapareciendo éste entre los árboles. Perico, que había atrapado un pájaro con su mano derecha, lo lanzó hacia el cielo con toda su energía... El animal, volando y volando, subía y subía sin parar, no dándose cuenta el gigante del engaño al tener un solo ojo. – Esta primera apuesta la has ganado, pero la próxima la ganaré yo. Veremos quién de los dos saca más agua de una piedra. Y, cogiendo el gigantón un nuevo guijarro del camino, lo apretó con sus dos manos, pero sólo consiguió que una única gota de agua cayera al suelo. Perico, por su parte, había cogido de su zurrón un trozo de queso, al que apretó, simulando que hacía fuerza, hasta convertirlo en numerosas gotas de líquido blanco... – Has ganado por segunda vez – dijo el gigante – pero te prometo que la tercera apuesta la ganaré yo. Veamos quién es capaz de comer más picantes. Vayamos a mi cueva donde tengo preparado un saco. Puestos a comer picantes, Perico introducía en su boca higos secos que iba cogiendo de su zurrón. Primero cogía el higo y se lo escondía en la mano, y luego metía ésta en el saco y sacaba el picante del que se deshacía con habilidad. El gigante, con un solo ojo, no se daba cuenta del truco de Perico y se atracó de coloradas guindillas, hasta que su estómago se le puso ardiendo. – !Ay, ay, no puedo más! ¡Me abraso! – decía. Y, metiendo la cabeza en un barril lleno de agua, se lo bebió entero, al tiempo que se dirigía al muchacho: – Has ganado también la tercera apuesta. Ya puedes salir de la cueva e irte, monte abajo, con tus ovejas. Eres libre, como te prometí. ¡Palabra de gigante! Cuando llegó al cortijo, el amo no salía de su asombro.
– ¿Se enfada usted? – dijo Perico. – No, hombre, yo no me enfado. Pero has de saber que anoche llegó ya la cuquilla. Es, pues, hora de pagarte y de que te vayas. ¿No la oyes ahora mismo como canta? El amo se había puesto de acuerdo con su mujer para que se subiera en un árbol e imitara el canto del ave. – ¿Cuquilla en este tiempo? – dijo Perico al escucharla –. ¡Vayamos a comprobarlo! Y cogiendo una escopeta, apuntó hacia el árbol en el que se oía el canto. Al momento y, de un solo disparo, cayó la mujer del árbol y... – ¿Qué has hecho, granuja? – gritó el amo. – ¿Se enfada usted? – dijo Perico con cara risueña. – ¡Cómo no voy a enfadarme, si has matado a mi mujer y estás arruinando mi hacienda! Sacando Perico su navaja del bolsillo dijo: – ¡Pues, los tratos son los tratos! ¡Venga ahora mismo las tiras de pellejo que pienso arrancarle del lomo! Y fue así como Perico, después de cumplir las condiciones establecidas, volvió a casa de su padre, demostrando una vez más que la sagacidad y la astucia son mucho más importantes que la fuerza y la resistencia”. Y colorín colorado, el cuento de Perico se ha acabado. Y colorado colorín, el cuento de Perico llegó a su fin.
Como el trato no cumplió, su lomo despellejó. De nuevo lo demostré: sagacidad y mucha astucia en Perico yo encontré. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Antonio Ramón Gómez Ruiz. – Antonio Ramón Gómez Torres. – Encarnación Torres Morillas.
– Recopilación:
– Juan Quesada Guzmán. – Encarna Gómez Valenzuela.
– Recreación:
– Encarna Gómez Valenzuela. – Juan Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán.
BLANCAFLOR, LA HIJA DEL DIABLO “Hubo una vez un rey y una reina que no tenían descendencia. Vivían preocupados y tristes porque el cielo no les enviaba el heredero, que tanto tiempo llevaban esperando. La reina, sobre todo, deseaba tanto tener dicho heredero, que un día se atrevió a decir, sin medir el alcance de sus palabras: – Quiero tener un hijo, aunque a los veinte años venga el diablo y se lo lleve. El diablo, rey del país de Nunca–Llegues, le concedió lo que había pedido, pariendo la reina un hermoso príncipe que llenó de felicidad a todo el palacio. Lo criaron y lo educaron con esmero, mientras duró su niñez y su adolescencia. Pero, el día antes de que cumpliera los veinte años, la reina comenzó a llorar sin consuelo. – ¿Qué te ocurre, madre? ¿Por qué lloras de esta manera? – preguntó su joven hijo. – ¡Ay! – replicó la reina –. Era tan grande el deseo que tenía de que nacieras, que te ofrecí al diablo cuando llegaras a la edad de veinte años. – No temas, madre. Yo romperé mi destino. Al día siguiente, muy temprano, salió del palacio disfrazado de leñador. En medio del camino, se encontró con una vieja harapienta que le pidió limosna. El príncipe, al verla tan pobre y desaliñada, sintió compasión de ella y le dio todo el dinero que llevaba. Ésta le dio las gracias y le preguntó dónde iba. Conocida la historia, dijo la anciana las siguientes palabras: – Por la buena acción que acabas de realizar conmigo, te diré lo que tienes que hacer para librarte del diablo. Y, acercándose al príncipe que la escuchaba con gran atención, siguió diciéndole:
– Un poco má adelante encontrarás un río. Al mismo bajarán tres palomas que se convertirán en tres princesas. Cuando estén bañándose, esconde la ropa de la más pequeña, que se llama Blancaflor. Es guapa, tiene poderes y te salvará del diablo, su padre. Conocerás su vestido porque es más sencillo que el de sus hermanas. Todo ocurrió como la anciana había dicho. El príncipe, cogiendo el vestido de Blancaflor, se escondió entre unas matas. Cuando ésta quiso salir del agua, dijo: – Quien tenga mi ropa, que me la dé, que tendrá mi favor. Sólo pongo una condición... – ¿Cuál? – preguntó el príncipe, asomándose por entre la crecida hierba. – ¡Ah, con que eres tú! – dijo Blancaflor –. Primero dame la ropa. – No me fío – respondió el príncipe –. ¿Qué me das tú a cambio? – ¡Esto! – dijo la guapa muchacha, tirándole su anillo desde el agua. En ese momento le lanzó las ropas. Cuando iban éstas por el aire, se convirtieron en plumas, y Blancaflor en una paloma que emprendió el vuelo alto, muy alto. El príncipe la siguió con la vista y continuó andando en la misma dirección que ella. Al rato, divisó el país de Nunca–Llegues y el castillo del diablo. Acercándose el anillo a la cara, pronunció el nombre de Blancaflor. Ésta se le apareció en el acto y le dijo: – ¿A qué vienes aquí? ¿No sabes que mi padre te matará? – Tú eres la única que puede ayudarme – contestó el príncipe. – Te ayudaré – replicó la hija del diablo – si haces siempre lo que yo te diga. Si no me obedeces en todo lo que te proponga, serás vencido por mi padre. El príncipe aceptó gustoso la condición que le ponía Blancaflor, siguiendo hablando ésta en los términos siguientes:
– Cuando estés en su presencia, te ofrecerá sentarte en una silla de oro, muy confortable, y en otra negra y con pinchos. Siéntate en la negra con pinchos, si no deseas la muerte. Cuando me necesites, acércate el anillo a la boca y pronuncia mi nombre. Y, diciendo estas palabras, desapareció misteriosamente. El príncipe llamó a la puerta del castillo y salió a abrirle el padre de Blancaflor en persona, con cuernos, patas negras y risa diabólica... – ¿Quién te quiere tan mal que por aquí te envía? – dijo el diablo. – Mi suerte mala o buena, señor. Vengo detrás de una princesa volandera – contestó el príncipe. – ¡Ah! ¡Con que quieres casarte con Blancaflor! Tendrás antes que superar las tres difíciles pruebas que voy a ponerte. Y, entrándolo a la sala del trono, le dijo que tomase asiento. El príncipe escogió el sillón negro y con pinchos que la muchacha le había indicado. El diablo, al ver en dónde se había sentado, frunció el ceño y dijo: – La primera prueba es la siguiente: tienes que sembrar este trigo, segarlo, trillarlo, molerlo, amasar la harina y traerme un cesto de panes para mañana a estas horas. El principe se alejó muy apenado, pensando que nunca podría realizar el encargo que acababan de hacerle. Acercándose el anillo a la cara, pronunció bajito, para no ser oído, el nombre de la joven: – ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! En ese momento aparecieron veinte diablillos que le dijeron: – ¡Mándanos lo que quieras! El principe les explicó que tenían que sembrar el trigo, segarlo, trillarlo, molerlo, amasar la harina y traer, en un solo día, un cesto de panes para el diablo. Los enviados de Blancaflor se pusieron manos a la obra y, en el tiempo justo, trajeron la cesta repleta de panes calientes.
El príncipe se los llevó al diablo, que se quedó asombrado y dijo: – ¡Me parece a mí que Blancaflor está metida en esto! Y, dirigiéndose al príncipe, continuó diciendo: – La segunda prueba consiste en lo siguiente: debes plantar una viña, recoger las uvas, pisarlas y traerme un barril de vino para mañana a estas horas. Alejado el príncipe, se acercó el anillo a la cara y pronunció de nuevo el nombre de la muchacha: – ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! Aparecieron otra vez los diablillos y realizaron el trabajo en el tiempo justo solicitado. Presentado el príncipe ante el diablo con el barril de vino en la mano, éste movió la cabeza con aire preocupado y dijo: – ¡Seguro que mi hija Blancaflor está metida en esto! Y, dirigiéndose otra vez al príncipe, continuó: – La tercera prueba es que allanes aquella montaña que se ve a lo lejos. Quiero que la pongas como la palma de la mano para mañana a estas horas. El príncipe se acercó el anillo a la cara y pronunció otra vez el nombre de su salvadora: – ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! Aparecidos los diablillos, se pusieron manos a la obra, quitando piedras de un lado y echándolas al otro, como locos. El terreno estuvo allanado en el tiempo previsto. Presentado el príncipe ante el diablo, éste le dijo: – ¡Está bien! Has superado las tres pruebas y te casarás con mi hija Blancaflor.
Llegada ésta ante el joven príncipe, le dijo: – No te fíes de mi padre, que quiere matarnos esta noche. Ve a la cuadra. Allí encontrarás dos caballos: uno gordo, el Aire, y otro flaco, el Pensamiento. Coge el flaco y prepáralo para la marcha. Con él podremos escapar de la muerte que nos aguarda. El príncipe se fue a la cuadra, siguiendo los consejos de Blancaflor, pero, al ver el caballo tan flaco, pensó que no podría con los dos y ensilló el más gordo y lustroso. Mientras tanto, Blancaflor fue a sus habitaciones y escupió tres veces para que, cuando se fueran, la saliva respondiera por ella. Reunida con el príncipe, vio que había cogido el caballo más gordo, y le dijo enfadada: – ¿Por qué no has cogido el caballo que yo te dije? Ahora mi padre lo montará y averiguará con rapidez dónde estamos. El caballo flaco que has dejado en la cuadra es el Pensamiento. Piensas en un lugar y al momento te lleva. El que has escogido es el Aire. Corre mucho, pero no tanto como el otro. Como ya no tenían tiempo de cambiar el caballo, se montaron los dos en Aire y salieron a galope tendido. El diablo, que sospechaba algo, llegó a la habitación de su hija menor y la llamó rápidamente: – ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! El primer escupido respondió, al tiempo que se disipaba: – Aquí estoy, padre. Al rato llamó otra vez: – ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! – Sí padre, aquí estoy – contestó el segundo escupido, apagándose en ese mismo momento.
Al poco rato, volvió a llamar de nuevo: – ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! La tercera saliva estaba ya casi extinguida, y contestó con la voz muy apagada: – Aquí estoy, padre… Comprendió entonces el diablo que se habían escapado. Corriendo fue a la cuadra y, alegre de encontrar a Pensamiento, lo montó con rapidez y le dijo: – ¡Detrás de mi hija Blancaflor! Y, al instante, divisaron a los dos fugitivos. Blancaflor tiró un puñado de sal por la cola del caballo, y se formó un enorme pedregal que no podía ser traspasado por persona humana alguna. Pero el diablo, a lomos de Pensamiento, lo pasó en seguida, acercándose peligrosamente al príncipe y a su hija. Entonces Blancaflor tiró su peine, formándose un espesísimo bosque por el que era imposible la marcha. Pero el diablo lo incendió con el aliento de su boca. Cuando ya iba a darles alcance, Blancaflor tiró un espejo, formándose detrás de ellos un enorme lago, que el diablo no pudo atravesar. No queriendo dar un rodeo al agua para perseguirles, se volvió a su castillo, lanzando antes de retirarse la maldición siguiente: – ¡Ojalá que el príncipe olvide a Blancaflor! Antes de llegar al palacio de sus padres, dijo el príncipe a la guapa hija del diablo: – Espérame aquí, que yo vendré a recogerte en la carroza real como tú mereces. – Está bien – dijo la princesa –, pero procura que nadie te abrace. Si lo hacen, te olvidarás de mí en ese mismo momento. – ¡Que nadie me abrace! ¡Que nadie me abrace! – decía el príncipe al volver al palacio de sus padres.
Pero la abuela del muchacho, que era un poco sorda, llegó por detrás y lo abrazó. En ese mismo momento, se olvidó el príncipe de Blancaflor y desapareció el cariño que sentía hacia ella... Al cabo del tiempo, empezaron a preparar las bodas con otra princesa. Enterada Blancaflor, se presentó en palacio diciendo que tenía un teatrico de títeres y quería divertir a los novios. Con una muñeca y un muñeco comenzó a representar la función que tenía muy bien preparada. La muñeca, provista de una cachiporra, decía: – ¿No te acuerdas cuando me quitaste la ropa en el río? – ¡No, no me acuerdo! – respondía el muñeco, que iba vestido de leñador. – ¡Pues toma! – decía dándole un cachiporrazo. Al príncipe le dolió como si se lo dieran a él mismo... – ¿Te acuerdas cuando mi padre te mandó sembrar el trigo? – ¡No, no me acuerdo! – ¡Pues toma! – ¿Te acuerdas cuando mi padre te mandó plantar la viña?... – ¿Te acuerdas cuando mi padre te mandó allanar la montaña?... – ¿Te acuerdas cuando nos montamos en Viento, huyendo de mi padre?... El último cachiporrazo dado por la muñeca fue tan fuerte que el príncipe recobró la memoria y... Se casaron, y fueron felices, y comieron perdices, y a mí me dieron con las plumas en las narices.
Y todo lo que he contao, es porque de verdad ha pasao. Y el que no se lo crea, que vaya al palacio de Blancaflor y lo vea”.
Con un teatro de títeres me devolvió la memoria. No olvides la cachiporra, cuando cuentes esta historia. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Antonio Ramón Gómez Ruiz. – Encarnación Torres Morillas.
– Recopilación:
– Encarna Gómez Valenzuela.
– Recreación:
– Juan Quesada Guzmán. – Encarna Gómez Valenzuela. – Joaquín Quesada Guzmán.
DIOS GUARDE A VUESTRA MAJESTAD MUCHOS AÑOS “Existió una vez un rey muy viejo, que le gustaba sentarse a las puertas de su palacio a tomar el sol. Todos los días, cuando se encontraba en esta situación, se le acercaba un anciano todavía más viejo que él y le decía: – ¡Dios guarde a vuestra majestad muchos años! Por las mañanas, se acercaba el anciano y se dirigía al rey con el mismo saludo. Al principio, éste se sentía muy halagado y se ponía contentísimo, al pensar en lo mucho que lo querían sus súbditos. Incluso deseó hacerle algún regalo a aquel buen hombre para premiar su fidelidad. Pero cada vez, al repetirse el mismo saludo, se sentía más intrigado y deseaba averiguar la causa del mismo. Un día, como tantos otros, se acercó el viejo al rey y volvió a pronunciar las palabras que ya conocemos: – ¡Dios guarde a vuestra majestad muchos años! – ¿Qué significado tiene – preguntó el rey – que todos los días vengas y me saludes de la misma forma? El anciano se quedó un poco pensativo y dijo con su acostumbrada solemnidad: – El significado puede herir a vuestra majestad... – No te preocupes. Eres demasiado viejo para que yo pueda castigarte. Habla y no te cortes – dijo el rey que deseaba averiguar el enigma de aquel saludo. – Hace ya muchos años – continuó el anciano – reinó el abuelo de vuestra majestad, que fue un rey muy malo para sus súbditos. Al morirse, reinó vuestro padre, que fue todavía más malo y miserable para el pueblo.
Y, viendo que su argumento era seguido con interés por el monarca, finalizó diciendo: – Al morir vuestro padre, heredó vuestra majestad el trono, siendo todavía más malo que vuestro padre y que vuestro abuelo juntos. De ahí que tema que, cuando el actual príncipe herede el reino, sea todavía más malo que todos sus antecesores... Por eso, pido a Dios todos los días que guarde a vuestra majestad muchos años. El rey se quedó atónito ante las valientes palabras de su súbdito y montó en cólera al escuchar una respuesta no deseada. Pero, como había sido dada por un anciano más viejo que él y había prometido no castigarlo, no tuvo más remedio que darle las gracias, tragar saliva y quedarse con los tacos dentro del cuerpo”. Y si el cuento te ha gustao, es porque yo lo he contao. Si vas por la vida de preguntón, alguna vez puedes enterarte de algo que no sea de tu agrado.
Verdadero es el refrán: detrás de mí otro vendrá que bueno siempre me hará. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Encarnación Valenzuela Moraga. – Josefa Valenzuela Valenzuela. – Recopilación: – Encarna Gómez Valenzuela. – Recreación: – Juan Quesada Guzmán. – Encarna Gómez Valenzuela. – Joaquín Quesada Guzmán.
NO FALTARÁ QUIEN LAS VUELQUE “Hace muchos años vivió un pegalajeño, que llevaba una vida licenciosa de robos y asesinatos. Pero, como el que la hace, la paga, fue cogido por la justicia y lo metieron sin compasión alguna en la cárcel. Celebrado el juicio correspondiente, se le encontró culpable, siendo condenado a morir en la horca. Cuando estaba en el patíbulo, a punto de ser ejecutado, se le preguntó cuál era su última voluntad. Éste, acordándose de sus muchos delitos y viendo que le esperaba una muerte segura, dijo: – Es necesario se me conceda el indulto. ¡Debéis saber que vais a ahorcar al mejor vuelcamigas de España! A lo que el verdugo, metiéndole la cabeza en la soga, le contestó: – ¡No faltará quien las vuelque! Nadie es imprescindible en esta vida, por muy buen vuelcamigas que se considere”.
Aunque seas buen vuelcamigas, imprescindible no eres. No faltará quien las vuelque, cuando digan que te mueres. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Encarnación Valenzuela Moraga. – Josefa Valenzuela Valenzuela.
– Recopilación:
– Encarna Gómez Valenzuela.
– Recreación:
– Juan Quesada Guzmán. – Encarna Gómez Valenzuela. – Joaquín Quesada Guzmán.
LOS PAVOS A VOLAR “A principios de siglo, la miseria y la ignorancia hacían acto de presencia en todos los pueblos de Andalucía y de España. La mayoría de la gente era analfabeta... A las escuelas sólo acudían los hijos de algunas familias, trabajando la mayoría de los niños desde edad muy temprana. Una buena parte de los habitantes de Pegalajar vivía en cortijos, alimentándose de lo que daba el terreno y de unos pocos jornales del padre de familia al cabo del año. Los niños no podían asistir a la escuela y, desde pequeños, ayudaban en las tareas del campo o guardaban animales que después eran vendidos para ayuda de la escasa economía doméstica. Hubo en esta época una familia en Pegalajar que tenía todavía varios hijos en edad temprana. Como en el pueblo escaseaba el trabajo, arrendaron un cortijo en La Cerradura y se fueron allí para ganarse el pan. El padre buscó un oficio para cada uno de sus hijos, a pesar de su corta edad. Los mayores fueron empleados en el campo y los pequeños tuvieron que dedicarse a guardar animales del amo del cortijo. A José, el benjamín de la familia, le dieron el encargo de guardar los pavos. Todos los días se levantaba temprano, y se iba a los cerros cercanos a La Cerradura a darle careo a las aves. Para no aburrirse mucho, se juntaba con un amigo del cortijo cercano que guardaba una piara de cerdos. Los dos niños jugaban en el campo con lo que tenían a su alcance y mataban el tiempo hablando, contándose chistes y riendo. Como eran pequeños y les gustaba experimentar y conocerlo todo, el porquerillo le dijo un día a su amigo José: – ¿No te gustaría a ti ver los pavos volar? – ¡Claro que me gustaría! ¡Será muy divertido!... Y, cogiendo los pavos por las alas, los lanzaron hacia adelante, alegrándose mucho al ver cómo avanzaban, a pesar de que las distancias eran pequeñas al estar en terreno llano.
Al día siguiente, deseando divertirse de nuevo, dijo el porquerillo a José: – ¿Sabes lo que tenemos que hacer? – ¿Qué? – respondió su amigo. – Vamos a subirnos a lo alto del Cerrillo y desde allí tiramos los pavos volando hacia abajo. ¡Van a parecer águilas! ¡Ya verás qué bien nos lo pasamos! – ¿Qué dices? – replicó José –. Si los pavos se revientan, al caer desde lo alto, mi padre me mata. – ¡Que no, hombre! – dijo de nuevo el porquerillo –. Los pillaremos todos abajo y no les pasará nada. ¿No viste lo bien que volaban ayer? Tantos y tan buenos argumentos le dio que, al final, pudo convencerlo. Los dos amigos, con cara risueña, comenzaron a coger los pavos por las alas, tirándolos sin contemplaciones desde lo alto del cerro. ¡Qué maravilla ver los pavos volar desde tan alto! ¡Qué jaleo metían los condenados! ¡Cómo extendían las alas!... – ¡Gordo, gordo, gordo, gordo! – gritaban los pobres animales mientras trataban de agitar sus alas lo más deprisa que podían. La mayoría de ellos se despanzurraron en el valle, y sólo algunos rodaron cerro abajo, machacándose de dar tretas contra el suelo. Cuando los dos amigos terminaron de tirar los pavos y José se dio cuenta de lo que habían hecho, echó a correr cerro abajo, llorando e intentando coger vivos a los últimos que habían lanzado. Pudo recoger algunos, pero con las patas rotas y sangrando... La mayoría estaban muertos y una buena parte se perdieron. Los cortijeros de los alrededores se habían encargado de cogerlos y guardarlos para celebrar un buen festín con ellos. Cuando, a la tarde, se presentó José en su casa y su familia conoció la noticia de la volada, le llovieron los palos, quedándosele grabada la hebilla del cinto de su padre por todas las partes del cuerpo...
– ¡Granuja! ¿Por qué has tirado los pavos desde lo alto del cerro? ¿Es que no sabías que se iban a matar? ¡Ven aquí, que vas a volar tú igual que ellos! Así gritaba el indignado padre, mientras perseguía a José por el patín del cortijo... "Los pavos a volar" es otro refrán pegalajeño, sacado de esta historia verídica ocurrida en La Cerradura, que se sigue diciendo en nuestro pueblo, principalmente cuando los niños y niñas comienzan la adolescencia y entran en esa difícil edad en la que conviene que el "pavo" vuele alto y con las alas bien extendidas”...
Por culpa del porquerillo dieron volada a los pavos desde lo alto el Cerrillo. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Antonio Ramón Gómez Torres. – Josefa Valenzuela Valenzuela.
– Recopilación:
– Encarna Gómez Valenzuela.
– Recreación:
– Juan Quesada Guzmán. – Joaquín Quesada Guzmán. – Encarna Gómez Valenzuela.
EL CASTILLO DE IRÁS Y NO VOLVERÁS “Hubo una vez un campesino muy pobre. Cuando no tenía trabajo en el campo, lo cual ocurría con muchísima frecuencia, se dedicaba a la caza, buscando alimento para él y para su esposa. Cierto día que estaba en esta situación de paro y que no había en la casa nada que comer, salió a dar una vuelta. Después de recorrer el monte de arriba a abajo, logró cazar una liebre muy hermosa. Pero al cogerla, se llevó una gran sorpresa, al comprobar que ésta lloraba con pena y le decía: – ¡No me lleves y déjame marchar! ¡Ten compasión de mí! El campesino se extrañó de que la liebre hablara y, aunque tenía mucha necesidad, le dio pena del animal y lo devolvió al monte. Llegado a su casa, le faltó tiempo para contárselo a su mujer con todo detalle. – ¡Tú eres tonto! – dijo ésta con enfado –. Para una vez que cazas algo y podemos comer, lo dejas escapar. Mañana vas al mismo sitio y procura atraparla de nuevo. Al día siguiente, volvió otra vez a cazar y de nuevo tuvo la fortuna de coger la misma liebre. – ¡No me lleves! – volvió a decir ésta –. ¡Déjame marchar! ¡Te lo pido por favor! – No puedo, amiga. ¡Tú no conoces a mi mujer! – dijo el campesino. – Está bien – replicó la liebre resignada –, pero tú no comas de mi carne. Me repartes de la siguiente manera: mi cuerpo, para tu mujer; mi cabeza, para la perra; mi cola, para la yegua y los huesos los entierras en el corral. Así lo hizo el campesino y, al año siguiente, tuvo su mujer dos mellizos rubios; la perra, dos perritos rubios; la yegua, dos potros, también rubios y en el corral salieron dos lanzas doradas. Cuando los mellizos cumplieron veinte años, le dijeron a su padre que querían irse a buscarse la vida.
Primero salió el que había nacido antes. Su padre le entregó una lanza, un caballo y un perro. Luego le enseñó una botella de agua que tenía en la mano y le dijo: – ¿Ves esta botella de agua? Mientras esté clara, estaremos tranquilos; pero si se pone turbia es que te pasa algo malo. En ese momento saldrá tu hermano a socorrerte. Salió el muchacho y, después de mucho caminar, llegó a un pueblo donde todas las mujeres estaban llorando. – ¿Qué os pasa? ¿Por qué lloráis? – les preguntó. – ¡Que la serpiente de siete cabezas ha robado a la princesa! El rey ha prometido la mano de su hija al caballero que la libere, así como colmarlo de riquezas. Pero nadie ha podido salvarla. La serpiente los mata a todos. – ¡Yo la liberaré! – respondió el joven –. Tenéis que decirme el lugar en que está secuestrada la princesa. Lo llevaron al bosque donde la hija del rey estaba atada a un árbol y, al verla tan guapa, se enamoró de ella. – Márchate – dijo la princesa –. Pronto vendrá la serpiente y te devorará a ti también. En ese mismo momento llegó el animal dando feroces silbidos con sus siete bocas. – ¡Aquí mi perro, mi lanza y mi caballo! – dijo el joven. El perro empezó a dar mordiscos a las cabezas, mientras el muchacho acometió con su caballo y su lanza contra la serpiente. Logró hincarle la lanza en el corazón y la mató en décimas de segundo, antes de que ésta pudiera reaccionar. Liberó a la princesa y rápidamente se la llevó al palacio del rey. El joven había tenido cuidado de cortar con su cuchillo, antes de marcharse, las siete lenguas de las cabezas de la serpiente, guardándolas cuidadosamente en un pañuelo.
Un carbonero que pasó un poco después por allí, cortó las siete cabezas de la serpiente y se presentó en el palacio diciendo que él era el salvador de la princesa. El rey lo creyó porque llevaba las siete cabezas, y mandó que se hicieran los preparativos de la boda. Pero entonces llegó el muchacho y solicitó audiencia real. – Majestad – dijo el joven –. ¿Habéis visto alguna vez cabezas de serpiente sin lenguas? Y, desliando su pañuelo, dio muestras evidentes de ser el salvador de la princesa... Prendieron al carbonero y al poco tiempo se celebraron las bodas del valiente muchacho con la hija del rey. Una tarde que paseaban los recién casados por los jardines de palacio, él preguntó: – ¿Qué castillo es aquél que se ve en lo alto de la montaña? – No lo nombres siquiera – respondió la princesa –. Es el Castillo de Irás y no Volverás. El que va, no retorna jamás. No se te ocurra acercarte por allí. Pero el joven, como era tan valiente, salió a la mañana siguiente con su caballo, su perro y su lanza. Llegó al castillo, llamó a la puerta y salió a abrir una vieja hechicera que le dijo: – ¿Quién te quiere tan mal que por aquí te envía? – Mi suerte mala o buena. ¡Déjame pasar! – contestó el muchacho. – Está bien – replicó la vieja –, pero tienes que dejar el caballo en la puerta. – ¿Con qué lo ato? – preguntó el joven. – Con este pelo de mi cabeza – dijo la hechicera.
La vieja se arrancó un pelo, que se convirtió en una soga, y se la dio al muchacho. Nada más tocarla, el caballo, el perro y él se convirtieron en piedras de mármol. En su casa, el otro hermano vio como el agua de la botella se había puesto turbia y... – Ha llegado el momento de partir, padre. Cogió su caballo, su perro y su lanza y se marchó. Andando, andando, llegó al palacio del rey, mientras el agua de la botella se ponía cada vez más turbia. – ¡Viva el príncipe que ha vuelto! – gritaron al verlo, puesto que era igualito a su hermano. Hasta la princesa lo confundió. Pero él no le dijo nada. – ¿Qué es aquella fortaleza que se ve a lo lejos? – preguntó a la princesa. – ¡Qué mala memoria tienes, marido! ¿No te dije la semana pasada que es el Castillo de Irás y no Volverás? El muchacho no replicó palabra alguna. A la mañana siguiente salió con su caballo, su perro y su lanza y llegó a las puertas del castillo, con el agua de la botella negra del todo. Apareció la vieja hechicera y... – ¿Quién te quiere tan mal que por aquí te envía? – Mi suerte mala o buena. ¡Déjame pasar! – contestó el muchacho. – Está bien – dijo la vieja –, pero tienes que dejar el caballo en la puerta. – ¿Con qué lo ato? – preguntó el joven. – Con este pelo de mi cabeza. En ese momento se dio cuenta de que podía ser una trampa y no cogió la soga que le brindaba. Enérgico y decidido dijo a la hechicera:
– ¡Devuélveme a mi hermano sano y salvo, o te atravieso el corazón con esta lanza! La vieja le entregó un puchero con un ungüento mágico. Untó con él las tres piedras de mármol y al momento reapareció su hermano con su lanza, su perro y su caballo. Se abrazaron y volvieron a palacio, sorprendiéndose todos del enorme parecido entre los dos hermanos. El rey pidió para el hermano de su yerno la mano de la hija de un rey amigo y se celebraron las bodas con gran pompa y solemnidad. Los padres de los mellizos se vinieron al palacio y vivieron felices con sus hijos los años que les quedaron de vida, sin pasar necesidades como antes”. Unos dicen que sí, otros dicen que no. ¡Vaya usted a saber quién tiene razón!
Ha sido muy prevenido y las lenguas trae consigo. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Antonio Ramón Gómez Ruiz. – Encarnación Torres Morillas. – Recopilación: – Encarna Gómez Valenzuela. – Recreación: – Juan Quesada Guzmán. – Encarna Gómez Valenzuela. – Joaquín Quesada Guzmán.
LA MENTIRA MÁS GORDA “Cuentan en Pegalajar que, en los tiempos de hambre y de pobreza que siguieron a la guerra civil, tres agricultores de nuestro pueblo decidieron disputarse un arroz con carne ante la presencia de un juez. – Se comerá el arroz quien sea capaz de contar la mentira más gorda – acordaron unánimemente. El juez estuvo de acuerdo con la propuesta que le hicieron, preparó papel y pluma y se dispuso, con gran benevolencia, a escucharles. El primero de los agricultores comenzó su historia: – Un amigo mío de Las Infantas plantó este verano una semilla, desconociendo cuál sería su fruto. Nacieron con rapidez hojas y látigos, y en uno de ellos engordó una calabaza. Tanto y tanto engordó, que cruzó la vía del tren, ante el asombro de los curiosos que por allí pasaban. ¡Si sería gorda y hermosa, que un día se metió el tren dentro de ella y sólo al cabo del mes pudo salir por el otro lado! – Verdaderamente, es una de las mentiras más grandes que he escuchado en toda mi vida – sentenció el juez con cara de risa. El segundo pegalajeño añadió: – El otro día estuve yo en las Eras de la Ventilla y me metí en una herrería. Unos cien mil herreros estaban haciendo una enorme caldera. ¡Si sería grande, que ninguno de los obreros escuchaba los porrazos del vecino! – ¿Y para qué queríamos en Pegalajar una caldera tan enorme? – preguntó el primero de los agricultores. – ¡Para cocer tu calabaza! – contestó con alegría el segundo, sabiendo ya que ganaría la apuesta. Pero quedaba aún el tercero de los pegalajeños, el cual, con gran picardía, le guiñó al juez el ojo al tiempo que decía:
– Esta mañana iba yo a una huerta que tengo en Los Torrejones y pasé por el lavadero. Había unas cien mujeres lavando con el agua de La Charca. Estuve escuchando media hora y no sentí hablar a ninguna. Me quedé otros quince minutos, y a nadie oí decir "esta boca es mía". – ¡Alto ahí! – gritó el juez con voz autoritaria –. ¡El arroz con carne es para ti! ¡Ésa es la mentira más gorda que he escuchado en toda mi vida, porque cuando se juntan mi mujer y la vecina, que son sólo dos, me ponen en un minuto la cabeza como un bombo!... Y el tercero de los agricultores ganó con toda justicia el arroz con carne por la mentira tan gorda que había dicho”. ¡Y el que no se lo crea, que vaya mañana al lavaero y lo vea!
Esta historia, por machista, la borraré de mi lista… No quiero a nadie enfadar, pero dicen… que es verdad. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Dolores Fuentes Navas.
– Recopilación:
– Juan Gómez Hermoso.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
EL CURA Y EL SACRISTÁN “Hubo una vez, en un pueblo como el nuestro, un cura y un sacristán que vivían en la misma casa. Tenían ambos un magnífico huerto, que producía las frutas y hortalizas más ricas de aquella comarca. El bueno del sacristán cuidaba con esmero el huerto, siempre que sus deberes eclesiásticos así se lo permitían, pero ningún año llegaba a catar la apetitosa fruta que tanto le gustaba. – ¡Nunca llego a probar nada de lo que se cría en el huerto! – se lamentaba todos los días ante el sacerdote. – Seguramente serán los niños, que se saltan las tapias sin ningunn respeto hacia las propiedades de la iglesia – era la única respuesta que recibía continuamente de los labios del párroco. Harto ya el pobre del sacristán de los robos de fruta que se producían todas las noches, quiso dar un susto a los ladrones vistiéndose (nada más anochecer) de la siguiente guisa: se puso los primeros hábitos negros que encontró en la sacristía, se pintó la cara de blanco fosforito y se colocó en las encías unos colmillos de jabalí bien afilados. Finalizó su disfraz con una luz potente encima de su cabeza, escondiéndose después a la espera de acontecimientos. A eso de las once de la noche, apareció el cura con canastas y cestas roberas que llenó hasta los topes con la rica fruta que nunca había podido probar el del disfraz. Éste, con potente voz y simulando el cántico de la misa de difuntos, exclamó desde lo alto de la tapia donde estaba encaramado: – Cuando yo estaba vivo, venía a este huerto a comer higos. Y ahora que estoy muerto, vengo por el tuerto. Como la noche está oscura, me llevo ahora mismo al cura. El pobre sacerdote, cagaíco de miedo, soltó a toda prisa las canastas y las cestas, desapareciendo sin dejar rastro.
Y cuentan que el sacristán, quitándose con rapidez el disfraz, se atiborró allí mismo de manzanas, de peras y de higos, pudiendo probar por vez primera el fruto de su trabajo”...
Cuando el hambre aprieta, hasta el padre cura peca. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– María Rentero Díaz.
– Recopilación:
– Nuria Cobo López.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
EL ALMADÉN “Todos conocemos los picos más altos del término municipal de nuestro pueblo: . El Almadén . La Sima . El Morrón . Los Valientes . Mojón Blanco . El Moroche . Peñuelas . El Hoyo de la Sierra etc… El más alto de todos (con 2.032 metros) es el Almadén, perteneciente a Sierra Mágina y a la Cordillera Subbética. Pero seguramente no conocemos el origen de su nombre, transmitido oralmente de padres a hijos durante muchas generaciones: Cuenta la leyenda popular que, cuando los Reyes Católicos (Isabel I de Castilla y Fernando V de Aragón) conquistaron la ciudad de Granada (hasta entonces en poder de los moros), en el año 1.492, parte de sus tropas pasaron por nuestro pueblo. Cogiendo el actual camino de Bercho que entonces era camino real, atravesaron los campos y barrancos que tan bien conocen los agricultores de Pegalajar y casi llegaron hasta lo alto del Almadén. Fue en ese momento cuando las tropas y sus capitanes, cansados y exhaustos por la gran caminata que se habían dado, se quejaron a su jefe, un notable barón castellano: – Ni nosotros, ni los caballos en los que cabalgamos, ni las mulas que acarrean nuestras provisiones, pueden avanzar más. Nuestro cansancio ha llegado a su límite. Pero el señor barón que los mandaba, dándose cuenta de lo importante que era no llegar tarde a Granada, les animó, les arrengó y les ordenó en tono autoritario:
– Hay que seguir adelante, hasta que el alma den. Y desde aquel día, este famoso pico de nuestra geografía fue bautizado con el nombre de Almadén, en recuerdo de la frase de aquel ilustre castellano y de sus valerosas tropas.Y desde aquel día también fue bautizado como "La Fuente del Barón" el nacimiento de agua en el que saciaron su sed y abrevaron sus fatigados caballos".
Si subes al Almadén, Mágina verás muy bien: Torres, Jimena, Bedmar y también Pegalajar… Leyenda de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– José F. Gómez Pintado.
– Recopilación:
– José Ángel Gómez Chica.
– Recreación :
– Joaquín Quesada Guzmán.
EL CANTO CON MIEL O EL GIGANTE TRAGÓN “En un pueblo pequeño de sierra, vivió hace ya tiempo una abuela con sus tres preciosas nietas. La buena mujer quería que se acostumbrasen pronto a las tareas de la casa y les decía con insistencia: – Cada una de vosotras tiene que hacer todos los días una labor. Yo ya soy vieja y no puedo con todo. Pero las niñas ayudaban de muy mala gana, deseosas de reanudar cuanto antes sus juegos. Viendo la abuela que no eran muy amantes del trabajo, les comentó un día para animarlas: – Conforme vayáis terminando vuestra tarea, podéis bajar a la bodega a comeros un canto con miel. – ¡Qué bien! – gritaron las tres hermanas saltando –. Pensando en el regalo, terminaremos corriendo todo lo que nos mandes. El primer día fue la hermana pequeña la primera en acabar el trabajo encomendado por su abuela. Sin pensárselo dos veces, bajó con rapidez a la bodega, relamiéndose de gusto al pensar en el rico canto con miel que le esperaba. Cuando ya estaba en la puerta, oyó dentro una voz que cantaba: – ¡Pequeña, pequeñita, no vengas acá, tralarí, tralará! Pero la niña, que era muy curiosa, entró en la bodega sin hacer caso a la misteriosa voz que le prohibía el paso. En ese momento se le echó encima un gigante que estaba allí escondido, la agarró con fuerza y la metió en un saco muy grande que tenía entre las piernas. Ante los gritos de la pequeña que pedía socorro y auxilio con todas sus fuerzas, el gigante cogió una cuerda y cerró herméticamente el saco. Ya no podían oírse los gritos angustiados de la niña... Al poco rato, estaba la abuelita cosiendo en su cuarto y vio acercarse a su nieta mediana.
– ¿Has acabado ya tu tarea? – le preguntó. – Sí, abuelita, y bajo ahora mismo a la bodega a comerme el canto con miel. – Mira a ver lo que está haciendo tu hermana pequeña. La niña bajó rápidamente en busca de su premio, pero se detuvo al oír dentro de la bodega una voz que cantaba: – ¡Mediana, medianita, no vengas acá, tralarí, tralará! – ¿Quién será el que canta? – se preguntó. E intrigada, entró en la bodega igual que su hermana pequeña. Sin que le diera tiempo a pedir socorro, fue a parar al fondo del saco. Después de un buen rato, la abuelita dejó de coser y fue en busca de su nieta la mayor. – ¿Has terminado ya tu tarea? – Sí, abuela, acabo de finalizar ahora mismo. – Pues baja a la bodega y de paso que te comes el canto con miel, averigua por qué no suben tus dos hermanas. Al ir a empujar a la puerta de la bodega, la niña oyó una voz que cantaba: – Mayor, mayorcita, no vengas acá, tralarí, tralará! Tampoco hizo caso a la recomendación que escuchaba y... ¡Otra más al saco! La abuela, preocupada por la tardanza de sus tres nietas, decidió bajar ella misma a la bodega a echar un vistazo. Cuando se acercaba a la puerta, escuchó:
– Abuela, abuelita, no vengas acá, tralarí, tralará! – ¡Dios mío! ¡Es el Gigante Tragón! Mis desobedientes nietas deben de estar ya metidas en el fondo del saco... Y, viendo el enorme peligro que estaba corriendo, se fue a la puerta de su casa y se sentó a llorar su desgracia. ¿Qué podía hacer para rescatar a las tres hermanas? De pronto pasó una avispa y le preguntó: – ¿Por qué lloras, abuelita? ¿Puede esta pobre avispa hacer algo por ti? La abuelita le contó lo sucedido y la avispa prometió ayudarle. Fue en seguida en busca de sus compañeras de avispero y decidieron entre todas darle su merecido a aquel gigante tragón, que se entretenía en meter en el saco a todas las niñas desobedientes que encontraba. La nube de avispas voló hasta la bodega y se lanzó contra el gigante, el cual recibió cientos de picotazos por todo su cuerpo. Del susto se olvidó del saco y huyó aturdido y nervioso, entre gritos. Las avispas siguieron picándole hasta lo alto de un acantilado y... el gigante, sin darse cuenta del voladero, cayó al mar y desapareció para siempre. La abuelita, contentísima, sacó del saco a sus tres preciosas nietas y, para celebrarlo, hicieron una alegre fiesta con cuatro ricos cantos con miel. Y relata el autor del cuento que no olvidaron en su vida la lección que habían aprendido, siendo muy obedientes a partir de aquel momento”.
Esta lección la aprendieron y obedientes siempre fueron. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante: – Recopilación: – Recreación:
– Isabel Garrido López. – Gerardo José Hurtado Valero. – Joaquín Quesada Guzmán.
LA APARICIÓN DE LA VIRGEN DE GRACIA “Pegalajar es un pequeño pueblo de 3.000 habitantes, situado en la comarca giennense de Sierra Mágina, cercano a la capital de la provincia y a la importante población industrial de Mancha Real. Hablar de Pegalajar es hacerlo de la Charca, de la Fuente de la Reja que la ha alimentado desde siglos y de la Huerta que se regaba con el derrame de sus aguas. Desde los más antiguos documentos se hace mención de esta fuente, nacimiento natural de abundante caudal en torno al cual se fue configurando el casco urbano desde sus orígenes musulmanes. La Fuente y la Charca han sido siempre los auténticos símbolos del pueblo, sus señas de identidad más queridas y los elementos emblemáticos de su existencia como sociedad local. Pero la Fuente de la Reja, importante derrame natural de las aguas subterráneas del acuífero existente en el subsuelo de la Serrezuela (elevación montañosa sobre la que se asienta Pegalajar), y la Charca que recoge y embalsa sus aguas, no han estado siempre como en la actualidad las conocemos. Antiguamente, las aguas de la fuente se recogían en una enorme laguna, con una muralla al sur que servía de dique de contención. A sus espaldas se encontraba el Haza del Parral y entre ambos pasaba el Camino de Bercho. Alrededor se extendía la famosa Alameda de la Balsa... A esta gran laguna acudían diariamente las mujeres de Pegalajar para lavar la ropa, con sus piedras de madera sobre la cadera y sus canastas repletas de trapos. Cuenta la leyenda, sin esclarecer la fecha del milagroso acontecimiento, que un numeroso grupo de mujeres estaba lavando un día en el nacimiento. Era verano, hacía bochorno y no corría aire alguno. Los mulos, cargados de mieses, se dirigían a las Eras de la Ventilla a trillar la cebada y el trigo de la huerta, abundantes en aquellos tiempos.
Había ropa tendida en las riscas de alrededor de la fuente, la cual era soleada, regada y blanqueada por aquellas buenas mujeres según una vieja costumbre. De repente, y ante el asombro de las lavanderas, una ráfaga de viento arrastró a una de las sábanas tendidas, envolviendo con su blancura una risca cercana. El envoltorio semejaba la imagen de una Virgen, siendo considerado por todas las presentes como un milagro del cielo. El pueblo entero, con el consistorio municipal al frente, entendió aquel hecho como un deseo de la Madre de Dios de ser venerada en el nacimiento y decidió construir allí mismo la actual ermita de la Virgen de Gracia, encima de la risca donde se había producido aquel hecho portentoso. La Fiesta de la Virgen de Gracia (pequeña imagen de piedra de la que todo el pueblo es devoto) se celebra todos los años el primer domingo de mayo, siendo masiva la asistencia de cofrades y de vecinos... En la calles cercanas y en los aledaños de la Fuente de la Reja, origen de nuestro pueblo, se escucha desde aquel día este precioso himno que brota sincero de la garganta y del corazón de todo buen pegalajeño: – Tengo yo una madre, una madre chiquita, que tiene un tesoro al pie de su ermita. Se llama mi madre Virgen María, madre de Gracia del alma mía. Tiene unos ojos mi madre querida, que las penas calma cuando nos mira. No nos abandones, madre chiquita, y danos tu gracia, Virgen bendita”.
La Virgen de Gracia tiene un gran tesoro a sus pies: un tesoro que queremos verlo siempre como fue. Leyenda de la tradición oral de Pegalajar – Informante: – Ana María Rentero Cordero. – Recopilación: – Francisco Mengíbar Merino. – Recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
LA FUENTE DEL AMOR “Érase una vez una familia muy pobre (como ocurre en la mayoría de los cuentos) con tres hijos a los que sustentar. A pesar de su pobreza, disponían de una humilde casa como único patrimonio. Los tres hermanos pretendían tener el derecho exclusivo a recibir aquella "importante" herencia y discutían diariamente entre ellos: – Como hijo primogénito que soy, la casa debe ser para mí – solía decir a menudo el mayor de los hermanos. – Nosotros no entendemos de primogenituras – replicaban el mediano y el pequeño –. ¡Los tres somos hijos del mismo padre! Así las cosas, y como el dueño de tan disputada hacienda quería por igual a sus tres hijos, no tuvo más remedio que decirles un día: – Id por esos mundos de Dios y aprended en el libro de la vida. El que demuestre, gracias a su sagacidad y a su inteligencia, haber aprendido más cosas, recibirá con toda justicia la herencia... Y los tres hermanos abandonaron un buen día la casa paterna, dispuestos a poner en práctica el sabio consejo recibido. No habían recorrido mucho camino, cuando se encontraron en una encrucijada con tres vereas. El mayor hizo la siguiente recomendación: – Cojamos cada uno una verea. Al cabo justo de un año, nos encontraremos en la Fuente del Amor. Desde allí emprenderemos juntos el regreso hasta la casa de nuestros padres. Y así lo hicieron, sin poner obstáculo alguno los otros dos hermanos. Pasó con rapidez el año de tiempo que se habían dado, juntándose puntualmente en la Fuente del Amor según habían acordado. El pequeño contestaba con sabiduría las rebuscadas preguntas que le hacían los dos mayores y la envidia entró en el corazón de éstos, carcomiéndolos por dentro. – Matemos al sabeor de nuestro hermano y ya sólo seremos dos para la herencia – se dijeron.
Y asi lo hicieron. Con toda la sangre fría del mundo, mataron al pequeño y lo enterraron en una junquera que había cerca de la fuente... A los tres días de estar enterrado, llegó al lugar un pastor a dar agua a sus ovejas. Aburrido como estaba, le dio la idea de arrancar uno de los juncos y hacer con él un pequeño pito para distraerse. Nada más ponérselo en la boca, escuchó lleno de asombro: – ¡Tócame, pastorcito, tócame con amor. Por envidia me mataron en la Fuente del Amor! El pastor, muy ingenioso, pensó: "haré más pitos como éste y los venderé a muy buen precio". Y arrancando nuevos juncos de la junquera, se llenó el bolsillo con ellos. Una vez en el pueblo, empezó a sonar la cancioncilla que conocemos, vendiendo con rapidez su mercancía a todos los que por allí pasaban. Llegado a la calle donde vivían los dos hermanos, salió la madre a comprar uno y... – ¡Tócame, madre mía, tócame con amor, que tus hijos me mataron en la Fuente del Amor! Llamó la madre a los dos hermanos y... – ¡Tócame, hermano mío, tócame con amor, que vosotros me matasteis en la Fuente del Amor!... Desenmascarados los envidiosos hermanos, no pudieron disfrutar de una triste herencia manchada de sangre”...
En la Fuente del Amor lo mataron por envidia. Por la herencia se pelean los de la misma familia. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes: – Mateo Herrera Saavedra. – Gloria Marroquino Cueva. – Recopilación: – Francisco José Quesada Herrera. – Josefa Valero Marroquino. – Recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
EN EL TOSCÓN TE ESPERO “Hubo una vez en Pegalajar un agricultor que tenía un burro muy perro. Todos los días le zurraba la badana que era un primor, pero el borrico se negaba a andar aunque le rompían con toda justicia la vara en las costillas... Estaba un día en la huerta el bueno del hortelano y se le ocurrió cargar el jumento con dos capachos llenos de aceituna. El asno, más terco que nunca, clavó sus pezuñas en el suelo y se inmovilizó al lado de una oliva. De allí no había quien lo moviera, a pesar de los estacazos que le daba su amo para que iniciara la marcha... – ¿Qué te pasa, Manuel? – le preguntó el vecino alarmado, al oír las voces y el rocío de palos. – ¿Que qué me pasa? ¡Que el burro no anda! ¡Que es muy perro! – Pues yo tengo la solución. Tengo un picante en mi talega, que no le hará andar, sino volar. – ¡Te lo compro! – ¡Tuyo es! – ¡Dámelo! – ¡Tómalo! – Pero, ¿qué tengo que hacer con el picante? – ¡Tienes que metérselo por el culo! No se lo pensó dos veces el bueno de Manuel y aprovechó un descuido del burro para meterle todo el picante por el susodicho agujero. Cuando sintió el picor tan espeso, el borrico despegó las pezuñas del suelo y echó a correr como no lo había hecho en su vida. El agricultor, asombrado, exclamó: – ¡Buenas noches! ¿Qué hago yo ahora para pillar al burro? ¡Ya lo sé! ¡Me meteré yo otro picante en el trasero y lo pillaré!
Y así lo hizo. Manuel se metió el picante por donde amargan los pepinos y echó a correr más veloz que un gamo. Al adelantar al borrico, le dijo gritando y volviendo la cabeza: – ¡En el Toscón te espero!”
¡Con un picante en la talega, los burros no corren! ¡Vuelan!... Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante: – Ángel Jaraíces Morillas. – Recopilación: – Mari Carmen Medina Jaraíces. – José Luis Medina Jaraíces. – Recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
EL MATOCHO “La historia del burro y del matocho es conocida en toda la provincia y ocurrió en nuestro pueblo (según cuentan las malas lenguas manchegas y guardeñas) no hace tanto tiempo... Seguramente en la misma época de la albarda que se cayó una noche en la Charca y por la mañana era ya ballena, según el comentario unánime de todos los vecinos... Las referidas malas lenguas cuentan por todas las esquinas y rincones que, en la famosa torre de la iglesia (en otros tiempos Torre del Homenaje para los árabes), creció un enorme matocho que afeaba muy mucho su característica silueta. El alcalde, con el consistorio al frente, habló un día con el párroco y le propuso con enorme preocupación: – Es deseo de la corporación municipal arrancar cuanto antes el matocho de la torre. La autoridad no puede consentir que las malas hierbas sigan creciendo en un sitio tan histórico. – La iglesia que represento es de la misma opinión – añadió el sacerdote –. Todos los feligreses andan muy alborotados, esperando una solución ante un problema de gravedad tan extrema. Y el alcalde con todos sus concejales, acompañados del cura, del cabo y de todas las fuerzas vivas del pueblo, celebraron aquella misma noche consejo urgente en el ayuntamiento. El matocho no podía seguir hincado, como si tal cosa, en lo alto de la torre. La reunión se prolongó hasta la madrugada, sin que ninguna idea luminosa alumbrara aquellos pensativos cerebros. – Es imposible hacer un andamio, dado el gran desnivel del terreno. – Ningún albañil puede subir a lo alto del tejado, poniendo en grave riesgo su vida. – Poner una escalera en el campanario es también muy peligroso. – Ni siquiera desde la campana gorda puede alcanzarse el matocho. Estaban ya a punto de disolver la infructuosa reunión, cuando el señor alcalde, dio un grito de júbilo: – ¡Ya lo tengo! ¡Cómo demonios no se me habrá ocurrido antes! ¡Dentro
de unas horas habremos solucionado el problema!... Las fuerzas vivas escucharon con detención el plan del primer dignatario del consistorio y se dispusieron, llenos de alegría, a llevarlo a la práctica... El pregonero, cumpliendo con rapidez las órdenes recibidas, tocaba de esquina en esquina su trompeta y vociferaba aquella grata noticia: – ¡De orden del señor alcalde, hago saber!: ¡En el día de la fecha y a las doce en punto de la mañana, se va a proceder a arrancar el matocho! ¡La corporación invita a todos los vecinos a presenciar en vivo tan importante acontecimiento!... Un gran remolino de gente, subiendo por la Villa y por el Trascastillo, se fue agolpando junto a Las Peñuelas, llenando la explanada de la iglesia. Todos cuchicheaban sobre la sagacidad del señor alcalde que, contra todo pronóstico, habría sabido escoger un método indiscutible que iba a recibir el beneplácito de los presentes... Todos fijaron entonces sus ojos en el alguacil y en otros operarios del ayuntamiento que, con gran diligencia, colocaron una carrucha en lo alto de la torre y deslizaron por ella una gruesa soga hasta la misma explanada... El propio alcalde hizo un nudo escurridizo en el extremo de la soga y lo colocó en el pescuezo de un asustado burro, que acababan de llevar los municipales... Y sin dar tiempo a la reacción del gentío, comenzó a tirar de la soga con toda su fuerza ayudado por los presentes. A medida que el pobre burro era subido en dirección a la torre, iba sacando palmos y más palmos de lengua. El señor alcalde, satisfecho pos su magnífica idea, gritaba con júbilo: – ¡Míralo, míralo, cómo se ríe el borrico de ver el matocho!”
Sacando palmos de lengua el borrico se reía. Pero el alcalde es más burro que el que a la torre subía. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante: – Recopilación:
– Ana María Gómez Merino. – Jesús Herrera Gómez.
¡LA ERRÉ! “Cuentan de un hortelano de Pegalajar al que le gustaba más de la cuenta el rico vinillo del país, que antiguamente se criaba en nuestro pueblo. Tampoco le hacía guiños al vino manchego, que solía comprar en la taberna cuando se agotaban sus propias reservas. Tenía una viña en el Chorreaero que él mismo cuidaba con esmero, pensando en el rico fruto que año tras año sacaba de la misma... La puaba a su debido tiempo, la cavaba, la abonaba, la sulfataba y la mimaba como a la niña de sus ojos. – Debes vender la cosecha de este año – le decía con preocupación su buena mujer –. Te estás haciendo el hígado canela... Pero ya se sabe que un vaso llama a otro vaso y las jumeras del pobre agricultor se sucedían casi a diario. ¿Cómo iba a ponerle peros a un vino como el pegalajeño que, en su tiempo, formó parte de la mesa del mismo rey moro de Granada?... – ¡Quien no ha probao el vinillo de mi viña, no sabe lo que es vino! – comentaba a menudo con sus amigos. Tenía nuestro buen hombre una yegua que utilizaba para acarrear todos los años la cosecha. Se acercaba ya la recolección de la uva y decidió hacer un viaje a la capital para herrar la yegua... Su mujer comentó con sus vecinas: – Le encargaré unos recados de más para que se entretenga. Mientras le pone las herraduras a la yegua y hace todo lo que pienso mandarle, no dispondrá de tiempo para ir a la taberna... El agricultor aparejó su yegua y cogió algo de dinero para pagar al herrador y poder hacer frente a los muchos recados que acababa de hacerle su mujer... – ¡No tengas preocupación alguna! ¡Herraré la yegua y no olvidaré ninguna de tus recomendaciones! ¡Todo lo que me has encargao, lo tendrás sin falta esta misma noche! El pobre era sincero en sus propósitos, pero nada más entrar en Jaén se le hizo un charquillo en la boca y se dijo para sus adentros:
– ¡Probaré el vino de Jaén a ver si está tan rico como el de mi viña! ¡Cuando me beba unos vasillos, llevaré la yegua a casa del herrador y haré con puntualidad todos los encargos de mi mujer! Pero claro, el vino de Jaén no tenía nada que envidiarle al del pueblo y detrás de los primeros vasos vinieron otros y otros... Muy pronto dejó de pensar en la yegua, en las herraduras y en los malditos encargos que ya había olvidado por completo... A la noche ya estaba de vuelta en el pueblo, totalmente borracho, con la yegua sin herrar y con los encargos sin hacer. Su mujer, nada más llegar, dio comienzo al interrogatorio: – ¿Me has comprado las cajetillas de azafrán que te encargué? Ya sabes que aquí en el pueblo está muy caro y... – ¡La erré! – fueron las únicas palabras que pudieron salir de su boca. – ¿Y el kilo de carne que me tenías que traer de la plaza? – ¡La erré! – volvió a decir nuestro hombre muy compungido. – ¿Tampoco has traído el queso manchego que tanta falta nos hace? – ¡También la erré! – ¡Por lo menos no habrás olvidado las zapatillas para mi madre! – ¡Pues, también la erré! Y ante los sucesivos encargos, una única respuesta... – ¡La erré, la erré y la erré!... – Pero hombre de Dios, ¡al menos habrás herrado la yegua!... – ¡To lo erré, menos la yegua!”...
Aprendiendo ortografía: siempre escribirás con h herrar la caballería. Mas errar de equivocar, sin h la escribirás. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes. – Catalina Guzmán López. – Pedro Quesada Morillas. – Recopilación: – Joaquín Quesada Guzmán. – Pedro José Quesada Gómez. – Isabel María Quesada Gómez. – Recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
EL PESCADOR “Érase una vez un pescador que vivía pobremente con su mujer y sus tres hijos. Escaseaba por aquel entonces la pesca y pasaban estrecheces sin cuento. Una buena mañana quiso probar su suerte y echó sus redes al mar, aún a sabiendas de que no iba a sacar nada. Pero esta vez estuvo Dios de su parte. Un enorme pez había caído en la trampa y daba saltos en lo alto de su barca. Al intentar cogerlo, oyó con sorpresa que el pez le hablaba: – ¡Por favor, no me mates! ¡Devuélveme al mar o al menos déjame vivir en la alberca que tienes al lado de tu casa! El pescador, que estaba hambriendo al igual que su mujer y sus tres hijos, no escuchó en un primer momento la petición que le acababan de hacer, pensando en las futuras ganancias. – ¡Lo mataré ahora mismo! Con él podremos comer mi mujer, mis hijos y yo una buena temporada. Pero en el momento que iba a sacrificarlo, le dio pena y cambió de opinión. Y no viendo oportuno devolverlo al mar, lo dejó caer en la alberca que el pez le había indicado. No había pasado mucho tiempo, cuando el hijo mayor decidió abandonar la casa paterna en busca de trabajo. El pescador fue a pedirle opinión al pez, antes de que su hijo emprendiera el viaje. – Dale un caballo, una espada y este consejo: no debe pedir nada a nadie que se encuentre en el camino – fueron las palabras del pez, asomando su cabeza por encima de la alberca. El buen pescador entregó a su hijo mayor el caballo y la espada, y le dio el sabio consejo que acabamos de escuchar... En su primer día de viaje, se halló de pronto ante un castillo. Una vieja se encontraba en la puerta del mismo, esperando al muchacho. Éste, sediento por la larga caminata, no tuvo en cuenta el consejo del pez y le dijo: – Dame un vaso de agua, que estoy sediento. – Pasa al último patio del castillo y sírvete tú mismo.
Nunca lo hubiera hecho. Nada más pasar el umbral de la puerta, sintió un fuerte golpe en la cabeza y... El padre fue a preguntarle al pez cómo le iba a su hijo en el viaje y vio el agua de la alberca teñida de sangre. Señal de que le había ocurrido alguna desgracia por no haber tenido en cuenta su consejo... Lloraron él y su mujer al hijo mayor, pero se consolaron al saber que el mediano estaba decidido a buscar al hermano perdido. El pescador fue de nuevo a pedirle opinión al pez. – Dale un caballo, una espada y este consejo: no debe pedirle nada a nadie que se encuentre en el camino – volvió a decir el pez, asomando la cabeza por encima de la alberca. El buen pescador entregó a su hijo mediano el caballo y la espada, y le dio el sabio consejo que ya conocemos. En su primer día de viaje se encontró ante el mismo castillo y ante la misma vieja, que estaba esperándolo. Sin hacer caso al consejo de su padre, se acercó y le dijo: – Dame un vaso de agua, que estoy sediento. – Pasa al último patio del castillo y sírvete tú mismo. Nada más cruzar la puerta, sintió un fuerte golpe en la cabeza y... El padre fue de nuevo a preguntarle al pez cómo le iba a su hijo mediano y vio otra vez el agua de la alberca teñida de sangre. Alguna desgracia debía haberle ocurrido por no tener en cuenta su sabio consejo... En esta ocasión fue el hermano pequeño quien solicitó permiso al buen pescador para buscar a sus dos hermanos. – Dale un caballo, una espada y el mismo consejo de siempre – volvió a decir el pez por tercera vez, asomando la cabeza por encima de la alberca. Y he aquí al más pequeño de la casa en busca de sus dos hermanos. Y como ocurre en todos los cuentos, se encontró en su primer día de viaje con el castillo y con la anciana de siempre, que estaba esperándolo.
Iba sediento igual que sus hermanos, pero, acordándose del consejo del pez y de su padre, no se le ocurrió pedir el vaso de agua que su garganta tanto necesitaba. La vieja, viendo que no salía de su boca petición alguna, le dijo con picardía: – Si quieres un vaso de agua, pasa al último patio del castillo y sírvete tú mismo. El hermano pequeño, presintiendo que sus hermanos podían estar dentro, desconfió de la vieja y estuvo pendiente de todos sus movimientos. Nada más cruzar la puerta, vio por el rabillo del ojo que ésta le atacaba por detrás y... Sacó con rapidez la espada, que sus desobedientes hermanos no habían tenido opción de utilizar, y mató con rapidez a la malvada anciana... Dentro del castillo encontró encerrados a su hermano mayor y a su hermano mediano, que se abrazaron a él nada más verle. En la misma habitación había también tres jóvenes y bellas princesas, que quedaron libertadas por nuestro héroe. Como era de esperar, cada uno de los hermanos se enamoró de una princesa, siendo correspondidos con mutuo cariño. Y refiere el cuento que se casaron y vivieron muy felices... El pescador y su mujer se trasladaron a vivir al palacio del rey, sacando al pez de la alberca (que ya no estaba teñida de sangre) y devolviéndolo con cariño al mar donde lo habían pescado”. Y el que no se lo crea, que vaya mañana a la alberca, contemple el agua sin sangre y lo vea...
Al mar fue devuelto el pez, tras ser casados los tres. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– María Estefanía Almagro Espinosa.
– Recopilación:
– Teresa Garrido Torres.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
¡QUITA ZORRAS! “Cuentan de un padre y un hijo de nuestro pueblo, que eran pastores y cuidaban en la sierra un montón de cabras y ovejas. Un buen día tuvo el padre que bajar al pueblo a vender unos cuantos borreguillos y le encomendó a su hijo el cuidado del rebaño. El hijo le dijo que no había problema alguno, pues era ya un hombre y debía confiar en él plenamente. Pero, el muchacho era muy miedoso y cuando se vio sin compañía en la sierra, corrió hacia el pueblo, detrás del padre, que se las pelaba… – Pero, ¿qué haces aquí, hijo mío? – le dijo nada más verlo. – Es que…, cuando me quedé solo en el monte, vi por lo menos cien zorras. – ¡Quita zorras! – fueron las únicas palabras que salieron de la boca del padre… Vendidos los borreguillos, y ya de vuelta a la sierra por un camino que el hijo no conocía, comenzaron a oír un murmullo lejano. – ¿Qué es ese ruido tan extraño? – Es el famoso Puente de los Embusteros. Si el que lo cruza ha dicho alguna mentira reciente, se cae al agua y se ahoga en ella sin remedio. Al rato comentó el hijo preocupado: – Creo, que en vez de cien, eran ochenta las zorras que vi ayer en el monte. – ¡Quita zorras! – volvió a decir el padre. Continuaron andando y el ruido seguía creciendo. – Creo – dijo el niño – que en vez de ochenta, eran sólo cincuenta las zorras que vi ayer en el monte. – ¡Quita zorras!...
Siguieron su caminar padre e hijo y el ruido era cada vez más intenso. – Creo – rectificó el niño – que en vez de cincuenta zorras, fueron solamente treinta. – ¡Quita zorras!... Poco a poco el ruido se fue haciendo ensordecedor. Al fondo se comenzaba a ver el principio del puente. – Creo, que en vez de treinta, fueron veinte las zorras que vi ayer tarde en el monte. – ¡Quita zorras!... Continuaron andando, acercándose más y más al puente. El ruido era ya atronador. En el momento que el padre iba a poner el pie sobre el puente, el niño se quedó atrás temblando de miedo y... – Padre, yo vi un bultillo. Ya no sé si eran zorras, o era un tomillo. El buen hombre se alegró de la sinceridad de su hijo y lo abrazó con cariño, cruzando juntos el puente sin zorras ni tomillos a la vista”.
No conviertas en zorricas los tomillos que tú veas. Has de decir la verdad, para que yo a ti te crea. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– José Liétor Morales. – Josefa Ortega Sánchez.
– Recopilación:
– María Liétor Cruz. – Ángel Custodio Jaraíces Morillas.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
JUANILLO EL ASTUTO “Érase una vez un niño de nuestro pueblo, llamado Juanillo, que se fue al cortijo de La Sima en busca de trabajo. Nada más llegar, llamó a la puerta muy decidido y... Salieron a abrirle unos abuelicos muy viejos que, llenos de sorpresa, escucharon estas palabras de boca del muchacho: – No tengo ni padre ni madre y vengo buscando trabajo. ¡A ver si ustedes pueden colocarme en lo que sea! Los abuelos se miraron el uno al otro y, compadecidos al verlo tan niño, le dijeron: – Ahí tenemos unos marranillos en la hijaera. Si quieres, puedes llevártelos de careo desde hoy mismo... Te quedarás con nosotros por la mantención. ¡Otra cosa mejor no podemos ofrecerte! A otro día por la mañana se levantó nuestro protagonista muy temprano y se dispuso a dar careo a la piara de marranos de los dos abuelicos. – ¿Ves aquella charca de enfrente? – le dijo el abuelo antes de que se marchara –. Procura que no beban agua en ella, porque pueden ahogarse. Pero, como era el primer día y nunca había realizado un trabajo parecido, se le escaparon los marranillos y se metieron en la charca... En aquel momento pasó por allí un arriero que le dijo: – Porquerillo, ¿quieres venderme todos esos marranos que se están revolcando en el fango? – No puedo vendérselos, porque no son míos. Los dueños son dos abuelicos que viven en aquel cortijo. Pero tanto insistió que el muchacho tuvo que decidirse a vendérselos, pensando en los dinerillos que iba a apañar sin ningún trabajo. ¡Después de todo, para qué querían dos abuelos viejos tanto marrano!... – Estoy dispuesto a venderle los cerdos en treinta mil reales – dijo con sagacidad y esparpajo –, pero los rabos no entran en el trato.
El arriero pagó lo estipulado y ayudó al muchacho a cortar los rabos de los cerdos, sin imaginar lo que éste pretendía hacer con ellos... Una vez solo Juanillo, se embolsó los treinta mil reales y colocó los rabos en el cenaguero de forma que parecía que estaban los marranos enterrados. Inmediatamente después se presentó en el cortijo llorando: – ¡Ay, ay! ¡Qué lástima de marranillos! ¡Que se han metío en el atascaero y se han ahogao! ¡Sólo asoman los rabos! Salieron los abuelicos corriendo en dirección de la charca y... ¡Menudo cebollazo pegó el pobre viejo al tirar del más largo de los rabos, que correspondía al berraco de la piara!... Así fue sucediendo con el resto de los rabos, pegando más de una treta la pobre abuela que no se resignaba a quedarse sin un marrano para la matanza... Viendo que no había solución, regañaron a Juanillo por su dejadez y falta de cuidado y se volvieron llorosos al cortijo, desconociendo en absoluto la astucia demostrada por nuestro protagonista. – Nos hemos quedado sin cerdos, pero ahí tienes las cabrillas para que las lleves al monte – fueron las palabras del abuelo nada más clarear el día siguiente. – No tenga preocupación alguna, que yo sabré llevarlas a buenos pastos. – Puedes llevarlas a donde quieras, menos a aquel cerro. Hay allí un gigante que podría quedarse con todo el rebaño e incluso matarte. – No se preocupe, abuelo, que a mí no me dan miedo los gigantes. Y he aquí a Juanillo en dirección al cerro, llevando delante de sí todas las cabrillas de los abuelicos, sin olvidar de meter en su buchaca unas cuantas bolas de salvao para cuando le diera hambre al perro. Nada más coronar la cima, le salió al encuentro un gigante con un solo ojo que bramó nada más verle: – ¿Quién tan mal te quiere que por aquí te manda? – ¡Mi suerte mala o buena! – contestó Juanillo como si tal cosa. Y echando mano a la buchaca, sacó una de las bolas de salvao al tiempo que la apretaba con fuerza y desafiaba al gigantón con estas palabras:
– ¡Lo mismo que hago arenilla esta dura piedra, soy capaz de hacer con el que se me ponga por delante! – ¡Ay, muchacho, ya veo que eres muy valiente! – dijo el gigante mientras miraba de reojo los trozos de salvao por el suelo –. Vente conmigo, metamos las cabras en el corral y cenemos tranquilamente. Después nos acostaremos y podrás dormir tranquilamente en mi casa. – ¡Pues vamos! – contestó Juanillo con toda la decisión del mundo. Pensaba, sin embargo, para sus adentros: – Esta noche me mata... Nada más llegar, se oyó el vozarrón del gigante que bramaba: – ¡Vamos a cenar! – ¡Vamos a cenar! – replicó el astuto Juanillo. Y apañaron una sartén de carne que no se la saltaba un galgo, buena para dar de cenar a un regimiento. Juanillo, alardeando ante su voraz compañero, exclamó: – ¡Nos faltará carne! Yo solo soy capaz de comerme dos sartenes como ésta... Y, cogiendo un pellejillo de aceite que había cerca de la lumbre, se lo colocó con disimulo en la cintura, al tiempo que iba echando dentro de él las tajás de carne que menos le gustaban. Acabada la cena, dijo el gigante: – Ya veo que eres tan fuerte como yo. Acostémonos tranquilamente, que mañana te seguiré poniendo a prueba... Juanillo se pasó la noche en vela, esperando una mala reacción de su compañero. Pero éste, con el estómago llenico de carne, durmió como un tronco durante toda la noche... A la mañana siguiente se fueron al monte a cortar encinas. El gigante agarró una del cobollo y la arrancó de cuajo, al tiempo que se la echó a cuestas como quien lleva una paja. Juanillo, haciéndole cucamonas por detrás, se reía de su infeliz compañero al tiempo que decía en voz baja:
– ¡Tira con fuerza de la encina y vienes después a tirar de la mía!... Llegados a la casa del gigante se dispusieron a merendar una sartén de migas con torreznos. – Nos faltarán migas – dijo Juanillo señalándose el vientre –. Yo solo soy capaz de comerme dos sartenes como ésta. Y cogiendo el pellejillo de aceite que ya conocemos, se lo colocó de nuevo en la cintura, al tiempo que iba echando dentro de él las cucharás de migas que se le antojaban... Terminada la merienda, dijo el gigantón, admirado de nuevo por la panzá de migas que se había pegado el muchacho: – Vamos a probar de nuevo nuestras fuerzas. Coge esa barra de hierro y te colocas en aquel cerro.Yo me iré al cerro de enfrente. Tú me tiras la barra a mí y yo te la tiro a ti. ¡Demuéstrame que llegas más lejos! Colocados como había dicho el gigante, cogió éste la barra y la tiró con todas sus fuerzas. A escasos metros de donde estaba Juanillo se produjo el fuerte impacto, levantando una polvareda de mil diablos. – ¡Ahora voy yo! – gritó Juanillo. Y tiró la barra encima de un nido de perdices. Salieron éstas volando con todas sus fuerzas y pasaron por encima de la cabeza del gigante haciendo un gran estrépito. – ¡Si no me agacho, me mata! – gritó el gigante lleno de miedo –. Sigo viendo que tú eres el más fuerte. Y, cogiendo un hacha, se dirigió a un yunque de los herreros, al tiempo que gritaba: – ¡Veremos ahora quién es capaz de hincar el hacha en el yunque y de abrir la raja más grande! – ¡Usted primero! – fueron las palabras de Juanillo, con la boca llena de risa. El hachazo que pegó el gigante se oyó por todos aquellos cerros, haciendo un hoyo en el yunque que ponía los pelos de punta nada más verlo.
– Es una buena raja – dijo Juanillo – pero estoy seguro que la mía será mucho más grande. Limpie usted el yunque, mientras yo preparo el hacha. El gigantón, que tenía unas barbas que le llegaban por la cintura, se puso a limpiar con ellas el agujero que había hecho y... ¡¡Boon!!... Juanillo le había pillado la barba con el hacha y el gigantón no podía moverse, aunque tiraba con todas sus fuerzas. Y cogiendo un saco de guindillas que había colgado en la pared, se las fue metiendo una a una por el culo, a pesar de los gritos y pataleos del gigantón que no tuvo más remedio que darse por vencido por aquel ingenioso muchacho... Éste, una vez demostrada su superioridad, cogió sus cabrillas y se volvió contento al cortijo de los dos abuelicos. Una vez más había quedado demostrado que el ingenio, la inteligencia y la sagacidad son más importantes en la vida que la propia fuerza.”
Más vale la inteligencia que la fuerza y la violencia. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informantes:
– Mateo Herrera Saavedra. – José Garrido Pérez.
– Recopilación:
– María Herrera Torres.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
LOS OBISPOS NO TIENEN PADRE “Cuentan que, en un pequeño pueblo como el nuestro, no habían recibido nunca la visita pastoral del obispo de la diócesis… Éste estaba siempre muy atareado con sus quehaceres eclesiásticos y solía mandar a uno de sus vicarios a los municipios pequeños… Por fin un día, se puso en contacto con el cura del lugar, manifestándole que él, en persona, acudiría muy pronto a celebrar el Sacramento de la Confirmación entre los jóvenes de la parroquia. El pobre cura, asustado porque era la primera vez que recibía una visita tan importante, acudió presuroso al ayuntamiento para comunicar al señor alcalde y resto de autoridades tan gratísima nueva. – ¡No se preocupe, señor cura, que el obispo será recibido como se merece!... Pero los concejales del consistorio eran muy incultos… Preocupado el alcalde por esta circunstancia, que también a él le concernía, los reunió en su despacho y les dijo: – Mañana recibiremos la importante visita del obispo de la diócesis. Lo mejor que podemos hacer es acompañarle con el máximo respeto, desde el ayuntamiento hasta la iglesia, pero sin decir en ningún momento esta boca es mía. Por muy bien que le hablemos a una persona tan instruida, lo más seguro es que podamos meter la pata… Y así lo hicieron. Llegó el anunciado día, siendo recibido el señor obispo en la puerta del ayuntamiento, con el debido agasajo y boato… El sacerdote del pueblo los esperaba en la puerta de la iglesia, con la cruz parroquial de rigor y el agua bendita… Comenzado el paseo en dirección a la iglesia, a nadie se le ocurría abrir la boca, temiendo, con fundamento, pronunciar alguna palabra malsonante ante el remilgado prelado… Llevaban ya más de un cuarto de hora andando sin cruzar palabra alguna, cuando uno de los concejales no pudo aguantarse más y dijo, dirigiéndose a su Ilustrísima:
– ¿Su padre de usted también fue obispo? El alcalde dio un achuchón al pobre concejal, al tiempo que le decía a voces, intentando arreglar el desaguisado: – ¡Burro! ¡Animal! ¡Cuántas veces tendré que decirte que los obispos no tienen padre!”
¡Burro, animal! – le dijiste. ¡Burro, animal! – te dijeron, pues los obispos sin padre en ninguna parte vieron. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante: – Antonio Cobo Pulido. – Recopilación y recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
DIVINO SAN ROQUE “En torno a la vida de San Roque se han creado, a lo largo del tiempo, numerosas leyendas. Parece ser que nació en Francia e hizo numerosas peregrinaciones, especialmente a Roma, cuidando con amor a los afectados por la peste negra que encontraba en el camino. Su culto se extendió por toda Europa a partir del siglo XV, siendo invocado contra la referida peste y contra cualquier tipo de enfermedad contagiosa. Su fiesta se celebra en numerosos pueblos de España el día 16 de agosto. Se le representa acompañado de su inseparable perro y vestido de peregrino, dejando al descubierto su pierna para mostrar sus pestilentes llagas. San Roque es el venerado patrón de un pequeño pueblo de la Sierra de Segura (provincia de Jaén), llamado Siles. Y cuentan las malas lenguas que fue allí, y no en otros lugares de la geografía andaluza, donde ocurrió la siguiente historia. Invitaron los sileños, con el señor alcalde y autoridades del municipio al frente, a un afamado sacerdote para que predicara el día del santo. Acudió éste de mala gana, porque se había enterado, de muy buena tinta, que solían pagar muy mal los sermones… Antes de dar comienzo la solemne misa de aquel 16 de agosto, indagó nuestro cura sobre las razones que podía tener el ayuntamiento para pagar tan mal este servicio eclesiástico. – Mire usted, señor cura – le dijo una feligresa, al tiempo que le ayudaba a colocarse la indumentaria propia de las grandes celebraciones –. Pagan muy mal, porque los que vienen a predicar no mientan casi nunca a San Roque. Y continuó ante el extrañado sacerdote: – Siempre que viene algún cura el día del santo a echar el sermón, se coloca el alguacil debajo del púlpito con una hoz, y cada vez que mienta a San Roque, hace una raya en una pequeña caña. Terminada la ceremonia, se cuentan las rayas y se paga un duro por cada una de ellas.
Y llegó el momento de la explicación del evangelio… El cura, encaramado en lo alto del púlpito, exclamó con las dos manos en alto, ante las atentas autoridades, cofrades, hermanos mayores y feligresía al completo: – Hoy, 16 de agosto, es el día de San Roque. Y en este día de San Roque, todos los habitantes de Siles dan gracias a San Roque, porque San Roque es el patrón de todos los que veneran a San Roque. Ya llevaba el alguacil cinco rayas en la caña… Y continuó el cura ante la general devoción: – ¡Bendito sea San Roque! ¡Alabado sea el señor San Roque! Porque en el día de hoy, todos adoramos a San Roque. Todos aclamamos a San Roque. Todos gritamos: ¡Viva San Roque! ¡Viva San Roque! ¡Viva San Roque! Y hasta las ranas en las charcas, en vez de croar, dicen llenas de fervor: ¡Roque, Roque, Roque, Roque!... Al alguacil no le daba tiempo a hacer rayas en la caña… – Porque el señor alcalde le debe favores a San Roque, y los hermanos mayores también deben favores a San Roque, y los feligreses todos hacen promesas a San Roque… Tres nuevas rayas en la caña… – Un día llegó San Roque a un pueblo y todos salieron a recibir a San Roque, y las mujeres le besaban la mano a San Roque, y los hombres se quitaban la gorra ante San Roque, y los mozos y mozas pedían la bendición a San Roque, y los niños y niñas iban en procesión detrás de San Roque. Y todos gritaban: ¡Roque, Roque, Roque, Roque! En este momento, se oyó la voz potente del alguacil, gritando debajo del púlpito con su hoz en la mano: – ¡Alto ahí, señor cura, que se me ha acabao la caña! ¡Espérese un momento que coja otra! Y el señor alcalde gritó también, con voz aún más potente que la de su subordinado:
– ¡Eso, eso, pero pártesela al cura en las costillas como vuelva a nombrar a San Roque!”. Y si esta historia os agrada, os la coméis bien guisada.
¡Roque, Roque, Roque! las ranas decían. Un duro por raya él se merecía. Historia de la tradición oral de Pegalajar Esta historia, recogida por Antonio Rodríguez Almodóvar, es muy conocida en Pegalajar. Mis hermanos y yo la escuchamos muchas veces de boca de nuestra madre y de Ana la vecina. – Informantes: – Ana García Navas. – Catalina Guzmán López. – Recopilación y recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
EL ACERTIJO DEL PASTOR “Hubo una vez una princesa que estaba siempre aburrida. Nada ni nadie conseguía distraerla… Intentando su padre el rey solucionar el problema, decidió que ya era hora de darla en casamiento e hizo publicar el siguiente edicto por calles y plazas: – Daré a mi hija en matrimonio a aquél de mis súbditos que consiga entretenerla, proponiéndole un acertijo que sea incapaz de adivinar. Acudieron numerosos príncipes y nobles del reino, llevando difíciles acertijos a la princesa. Pero ésta, sin dudar ni un solo momento y con toda la rapidez del mundo, daba la solución de todos sin titubeos de ningún tipo. – Dos hermanos son: el uno va a misa y el otro no. – El vino blanco y el vino tinto – respondía con cara de risa. – Dime si lo sabes, qué cosa es aquella, que te da en la cara y no puedes verla. – El viento – contestaba feliz la princesa –. Sólo puede ser el viento. – En un huerto no muy llano hay dos cristalinas fuentes. No está a gusto el hortelano cuando crecen las corrientes. – Estoy segura – decía palmoteando – que esas cristalinas fuentes son las narices. – Guardada en estrecha cárcel por soldados de marfil, está una roja culebra que es la madre del mentir.
– Ese acertijo lo sé antes que ninguno: esa roja culebra que siempre miente, no puede ser otra que la lengua. ¡Sí, sí! ¡La lengua! – Iglesia chiquitilla, gente menudilla. Cuando entra el sacristán, todos se echan a temblar. Dudó esta vez la princesa, pero pronto dio con la solución, exclamando contenta: – Las aceitunas en la orza tiemblan y se menean cuando intentamos sacarlas con el cazo. – Mi comadre la negrilla fue por huevos a Sevilla, en un borrico a tres pies. Adivina lo que es. – Un borriquillo con tres pies… Un borriquillo con tres pies… ¡Las trébedes! ¡Las trébedes! – reía satisfecha. – ¿Qué cosa es aquella, que entra en el río y no se moja? No es sol ni luna, ni cosa ninguna. – La única cosa que puede entrar en el río sin mojarse, es la sombra… ¡De nuevo acerté! – Va al prado y no come. Va al río y no bebe, y con su cántico se mantiene. – ¡El cencerro! ¡El cencerro! ¿Cuándo traerán de una vez acertijos que sea incapaz de adivinar?
– Un convento muy cerrado, sin campanas y sin torres y muchas monjitas dentro, haciendo dulces de flores. – Ese convento cerrado donde se hacen sabrosos dulces de flores es la colmena y las monjitas que hay dentro son las trabajadoras abejas… La princesa respondía una y otra vez a todos los acertijos propuestos, dando fin a su aburrimiento… Estaba visto que ningún habitante del reino podría conseguir su mano. Un día se presentó un guapo príncipe, prometiendo una y mil veces que su acertijo no podría ser adivinado nunca… La mano de la princesa estaba, por tanto, asegurada para él. Nada más entrar en su presencia, le dijo con suficiencia: – Yo he visto mujer y media y un hombre vivo enterrao. Yo he visto trigo nacer y al mismo tiempo granao. Pero, tras unos minutos de reflexión, la aguda princesa respondió: – Se trata de una mujer haciendo media, y un hombre en el terrao de su casa viendo el trigo naciendo en la huerta y al mismo tiempo contemplándolo en el troje ya granao. Avergonzado tuvo que marcharse aquel presuntuoso pretendiente… ¡Si la princesa había adivinado un acertijo tan complicado, estaba claro que nadie podría desposarla! Pero un pastor se enteró de lo que ocurría y… – Madre, madre, prepáreme usted mi zurrón con comida, mientras yo voy por la burra. Me marcho a decirle un acertijo a la princesa, a ver si me caso con ella. – ¿Casarse un pobre pastor con la princesa, cuando han fracasado ya tantos y tan ricos príncipes? – Usted prepáreme el zurrón, que verá como no fallo en mi propósito…
La buena madre se quedó muy triste, y como prefería que su hijo muriera por el camino antes de que lo ahorcara el rey, envenenó tres panes y se los echó dentro del zurrón. El decidido pastor cogió su escopeta, se montó en la burra y se marchó la mar de contento en busca del palacio real. No llevaba ni media hora andando, cuando vio un hermoso conejo por el camino. Apuntó con toda rapidez con su escopeta, pero no consiguió darle. Sí le dio, sin embargo, a otro conejo que pasaba al lado, matándolo en el acto. – Ya tengo aquí la primera parte del acertijo: ¡Tiré al que vi y maté al que no vi! Y, viendo que era hembra y estaba preñada, le abrió la barriga con su navaja y se comió asados los pobres gazapillos que había dentro. – Y ésta es la segunda parte: ¡Comí de lo engendrao, ni nacío ni criao! Mientras daba cuenta de los gazapos, la burra se había comido los tres panes envenenados, muriendo en aquel mismo momento. Al poco rato, llegaron tres negros buitres que picotearon las entrañas de la burra, quedando también tendidos sin vida en el suelo. – Ya puedo terminar el acertijo – dijo el pastor con cara de risa –. Mi madre mató a la burra y la burra mató a tres. Llegado al palacio real, solicitó permiso del rey para hablar con la princesa… El acertijo que le propuso la dejó, totalmente desconcertada: – Tiré al que vi y maté al que no vi. Comí de lo engendrao, ni nacío ni criao. Mi madre mató a la burra y la burra mató a tres. ¡Adivina lo que es! La princesa, por primera vez y muy a pesar suyo, pasó largo rato pensando y repensando, no pudiendo encontrar solución alguna… ¡Menudo galimatías le había propuesto el inteligente pastor!
Éste concedió tres días a la princesa para adivinarlo, quedándose él a vivir en una habitación de palacio. La primera noche fue enviada una de las criadas a la referida habitación, con el encargo de sonsacar al pastor para que le revelara el acertijo. El pastor prometió decírselo al amanecer… Durmió con ella, pero no soltó prenda. A la noche segunda mandó la princesa a otra de sus criadas, ocurriéndole lo mismo que a la primera... – ¡Esta noche seré yo quien duerma con él! – decía la princesa –. Lo seduciré, utilizando todas mis artes y mi belleza. ¡No cederé hasta ver descifrado el difícil acertijo!... Pero el pícaro pastor, a pesar de haber dormido con la hija del rey, continuó en sus trece, manifestándole que era ella y sólo ella la que tenía que adivinarlo… También el rey intentó, por su parte, sonsacar al pastor y… – Le diré la solución del acertijo, si me da usted un beso en el ojo del culo. Pero, a pesar del oloroso beso, el astuto pastor continuó con sus engaños… Pasado el plazo propuesto, dijo el rey a su contrariada hija: – No has conseguido adivinar el acertijo y deberás casarte de inmediato con él. ¡Palabra de rey! Pero la princesa manifestó su disconformidad de casarse con un pobre y humilde pastor… – Sólo lo haré si es capaz de llenar un saco con embustes tan grandes, tan grandes, que nadie diga que pueden haber sido verdad. – Estoy de acuerdo – contestó el pastor, saboreando ya su victoria. E inmediatamente exclamó: – Estas dos criadas, que vayan entrando en el saco, pues dormí con ellas a cambio de nada.
– Y la princesa, que entre también, porque también dormí con ella sin tener que cumplir lo prometido. – Y su majestad el rey que también se prepare, pues me dio un beso en… – Basta! ¡Basta! – gritó el rey con todas sus fuerzas –. ¡Que ya está lleno el saco! ¡Que ya no cogen en él más embustes! Y ya no pudieron poner más obstáculos a que se casara con la princesa, no sin antes descifrar lo que, desde aquel día, vino en llamarse “el acertijo del pastor”… Y se casaron y fueron felices, y comieron perdices. Y a mí no me dieron porque no quisieron.
Un acertijo especial le propondré a la princesa, y si no me lo adivina le habré ganado la apuesta. Blanco es, la gallina lo pone, en la sartén se fríe y por la boca se come… –
¡Un avión!
¡Claro, porque le has visto las ruedas!...
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Historia de la tradición oral de Pegalajar Basada en su último acertijo en “Cuentos populares españoles” de Antonio Rodríguez Almodóvar, es también muy conocida en nuestro pueblo.
ÁLZALE EL RABO “Era una mañanita de invierno y salió un gallito a pasear contento. Andando, andando, pisó un carámbano que se había congelado por la noche y… hundió en él sus patitas, quedando preso entre el frío hielo. – ¿Por qué aprisionas mis patas? ¿Tan fuerte eres? – preguntó el gallo. – Más fuerte que yo es el sol, que me derrite – contestó el carámbano. – Más fuerte que yo es la nube, que me tapa – dijo el sol. – Más fuerte que yo es el aire, que me mueve – exclamó la nube. – Más fuerte que yo es la pared, que me detiene – sentenció el aire. – Más fuerte que yo es el ratón, que me agujerea – manifestó la pared. – Más fuerte que yo es el gato, que me come – expresó el ratón. – Más fuerte que yo es el perro, que me persigue – habló el gato. – Más fuerte que yo es el palo, que me pega – murmuró el perro. – Más fuerte que yo es el fuego, que me quema – aseguró el palo. – Más fuerte que yo es el agua, que me apaga – opinó el fuego. – Más fuerte que yo es el burro, que me bebe – concluyó el agua. – ¿Por dónde íbamos? – ¡Por el burro! – ¡Pues álzale el rabo y bésale el culo!”
Álzale el rabo y bésale el culo, pero dale el besito con disimulo. Historia de la tradición oral de Pegalajar Basada en “Cuentos populares españoles” de Antonio Rodríguez Almodóvar, es también muy conocida en nuestro pueblo (principalmente en su última parte). – Recopilación y recreación: – Joaquín Quesada Guzmán.
TÍO CAGANCHÍN “Tío Caganchín odia las papas guisás y anda siempre de gresca con tía María Antonia, su mujer. – ¡La próxima vez que pongas encima del hule la sartén de papas guisás, la cojo del rabo y la estrello contra la pared! – ¡Habráse visto un hombre más camulca que el mío! ¡En todas las casas del pueblo pueden catar una comida tan rica, menos en la nuestra! A la semana siguiente, nueva sartén de papas en el cerquillo, humeantes y diciendo “cómeme”, encima de las trébedes… Pero, ¡que si quieres arroz!... Se levantó rabioso nuestro hombre y… – ¡Esta María Antonia de mi alma todavía no se ha enterao quién es tío Caganchín! Y, cogiendo la sartén de papas por el rabo, la estrelló, sin contemplaciones, contra la puerta… En ese mismo momento pasaban por allí los hermanos de la estudiantina del carnaval y tía María Antonia, con el mandil lleno de papas, pidió auxilio diciendo: – ¡Hermanos, venid; hermanos, llegad y llevaros a Tío Caganchín, que no le gustan las papas guisás!” Y si así te lo he contao, es porque en mi pueblo ha pasao.
Si no las quieres guisás, haz como Tío Caganchín, y la sartén volcarás. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante:
– Andrés Garrido Medina.
– Recopilación:
– Alfonsa Marroquino Garrido.
– Recreación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
EL SAPICO DE BORNOS Y LA ZORRICA DE LA MATA “El sapico de Bornos y la zorrica de la Mata sembraron a medias una poca cebada, pero se crió muy mala. Como no podían partirla, se echaron entre los dos una apuesta: aquél que llegara antes a Cambil, volviera a la era y midiera media fanega, para ése sería la cebada. Puestos así de acuerdo, se colocaron en el canto de la era y dijo la zorrica: – ¡A la una, a las dos y a las tres! Y salieron corriendo que se las pelaban… El sapico, de un salto, se encaramó en el caliente lomo de su compañera. Ésta, a mitad del camino, volvía la cabeza una y otra vez y se preguntaba: – ¿Por dónde vendrá ese trepaterrones? Andando a veces y corriendo otras, llegó la zorrica a Cambil y volvió presurosa a la era, sin darse cuenta de la carga que llevaba... Estando segura de que el sapico no ganaría la apuesta, dada su torpeza al andar, se acostó tan tranquila en el canto de la era, sin tener la precaución de medir la media fanega convenida. Cuando roncaba a pierna suelta, se dirigió el sapo a la cebada y midió la media fanega en décimas de segundo… Aunque las zorras tienen fama bien ganada de tunas, en esta ocasión había sido burlada”…
La cebada para el sapo, ya está metida en el saco. Cuento de la tradición oral de Pegalajar – Informante: – Recopilación: – Recreación:
– Andrés Cobo Marín. – Francisco Espinosa Cobo. – Joaquín Quesada Guzmán.
EL TÍO CALASPARRAS “El tío Calasparras era famoso por las peas, castañas y borracheras que pillaba a diario… Le gustaba mucho el rico vino del país, pero tampoco le hacía guiños al vino manchego que se bebía casi sin respirar, como si fuera agua… Su pobre mujer había probado ya con todos los remedios y soluciones que las vecinas le daban, intentando devolver al buen camino a su descarriado marido. Nada ni nadie conseguían que el tío Calasparras abandonara, al menos por un día, la taberna. Una noche llegó a su casa a rastras, casi sin poder andar, y recibió el regaño de costumbre de su mujer. – ¡Me vas a enterrar! – dijo ésta sollozando. – ¡Para eso viene ahora el tío Calasparras, para hacer hoyos! Y, dándole una maruca, abrió la puerta diciendo: – ¡Ahora me voy otra vez! ¡Así aprenderás la lección y te dejarás de regaños! La pobre, llorando y con la cara hinchada, fue en busca de su hermano y le contó lo ocurrido. Éste salió corriendo en busca de su cuñado, con la idea de pegarle una buena paliza que le sirviera de escarmiento. No era de hombres haber sentado la mano a una buena mujer como su hermana… Al rato de buscarlo, se lo encontró tirado en una cuneta. Como estaba lloviendo, el agua le brincaba por encima de la cabeza… – ¿Qué le hago yo a este tío? Igual da que le pegue o que no le pegue. Total: ¡no se va a enterar! Entonces se le ocurrió la siguiente idea: tenían en su casa un hábito de un pariente suyo que había sido fraile y se lo colocó sin más al tío Calasparras, dejando la ropa que éste llevaba en medio de un charco. Lo llevó medio arrastrando a un convento cercano y llamó a la puerta. El fraile que había de guardia preguntó extrañado, al oír los aldabonazos: – ¿Quién llama a deshoras de la noche a la puerta del convento?
– Abra, por caridad. Me he encontrado este hermano embriagado, tirado en una cuneta, y me he dado prisa en devolverlo a su casa. Abrió la puerta el fraile y… – Este hermano no es de este convento, pero por la caridad que solicita, lo acogeremos al menos por esta noche. Mañana, cuando haya pelado la borrachera, averiguaremos de qué convento es. A otro día por la mañana llamó el fraile de guardia al padre superior y le contó lo ocurrido: – Anoche trajeron a este hermano borracho, le quitamos los zapatos y lo acostamos en la cama de esta habitación. – Abra, que vamos a verle – dijo el padre superior con cara de circunstancias. El tío Calasparras estaba totalmente dormido, pelando la pea. Lo zarandearon con fuerza, y al despertarse, se quedó totalmente extrañado mirándose el hábito. – ¿A qué convento pertenece, hermano? – le preguntaron. – Yo no pertenezco a ningún convento. Vayan ustedes a la Plaza de San Francisco, nº 15 y pregunten por el tío Calasparras el zapatero. Si no está allí, el tío Calasparras soy yo. Y si está, ¡que me maten, que no sé quién soy!... Y nuestro hombre, con su hábito de fraile al hombro, se fue a su casa una vez repuesto de la jumera y cuentan que no volvió a emborracharse nunca más… ¡Con razón dicen que los remedios de la iglesia nunca fallan!”...
Tío Calasparras no es nadie sin su hábito de fraile. Historia de la tradición oral de Pegalajar – Informante: – Recopilación: – Recreación:
– Ildefonso Fernández Merino. – Rosa Fernández Fernández. – Joaquín Quesada Guzmán.
LA DAMA DEL CASTILLO “Cuentan los viejos de La Guardia que…, antiguamente, hace de esto muchísimos años, todavía estaba el castillo en pie, con sus torres y sus almenas desafiando el paso del tiempo… Al llegar la medianoche y desgranarse por todo el valle y los cerros circundantes los graves sones de las campanas de la Iglesia de la Asunción, en la negrura y recogimiento del sueño de nuestro pueblo, se empezaban a escuchar voces y llantos estremecedores que ponían la carne de gallina a todos, incluso a Porrazo, que era tenido por el más valiente y arrojado del lugar. Alguien decía haber visto a una dama vestida de blanco, como un fantasma, paseando por las dependencias del castillo… Los llantos y las voces se extendían a lo largo de toda la noche, hasta que al alba, despuntando las primeras luces tras la serrezuela, iban apagándose poco a poco y, lentamente, quedaban en un simple susurro, hasta alcanzar el silencio total. Entonces y sólo entonces, cansados y soñolientos por una noche tras otra de vigilia, llena de pavor y de miedo, los habitantes del pueblo empezaban a salir de sus casas para marchar a sus diversos quehaceres. Pero, el cansancio y el agotamiento de noches y noches sin dormir poco espacio dejaban a la tarea diaria. Poco se trabajaba, menos se ganaba y casi nada se comía… El pueblo se iba empobreciendo cada día más y la gente se marchaba buscando lugares más tranquilos. Aquello no podía continuar así. Había que hacer algo… En la plaza se reunieron todas las personas mayores para tratar el asunto. – ¡No podemos continuar así! – ¡Nos estamos quedando solos! – ¡Cada día estamos más pobres, más hambrientos y más enfermos! – ¿Qué podemos hacer? Porrazo, envalentonado, les decía:
– ¿Quién se atreve esta noche a subir conmigo al castillo? Todos se quedaron parados, mirándole con fijeza y diciendo llenos de miedo: – ¡Está loco! – ¡El hambre y el miedo le han quitado la razón! – ¡Subir por la noche al castillo! ¡Ni hablar!... Pero Porrazo insistía: – Hay que hacerlo. Tenemos que descubrir qué ocurre allí arriba y ver con nuestros propios ojos quién es la dama de blanco. Si no lo hacemos, poco tiempo más podremos seguir así. O nos marchamos del pueblo o moriremos. Con estas y otras razones no menos sensatas (aunque no lo parecían así a muchos de los que lo acompañaban), fue despertando en sus amigos la necesidad de acabar con aquel espanto tan horrible. Y poco a poco, las gentes se fueron sumando a la idea: – Hay que subir al castillo. Hay que descubrir el misterio y acabar cuanto antes con esta horrible situación. Y dicho y hecho. Aquella noche…, noche de difuntos…, armados de hoces, horcas, cuchillos y palos…, Porrazo y todos los hombres se dirigieron, al oírse las primeras tenebrosas campanadas de la medianoche, hacia el portón del castillo. Mientras tanto, las mujeres y los niños, encerrados en sus casas a cal y canto, rezaban e imploraban por un final feliz para aquellos valientes. Ya los tenemos a todos delante del portón, cuyas puertas, movidas por el aire, se abrían y se cerraban como una profunda y negra boca. Y, como cada noche, los llantos y las voces sobrecogieron de nuevo el corazón de los hombres, que hasta vislumbraron al fantasma blanco entre una espesa y oscura niebla.
No se atrevían a traspasar las puertas, pensando que serían llevados a algún lejano infierno del que nunca más podrían volver. Dudas… Titubeos… Algunos empezaron a retroceder… Estaban despavoridos… Solamente Porrazo permanecía impertérrito y, olvidándose de los demás, penetró en el castillo… – ¡¡¡Aahhhhhhhh!!! Un horroroso grito se escuchó, atravesó las puertas de las casas, descendió al valle y llegó hasta los pueblos vecinos… Horrorizados, los hombres bajaron huyendo por el camino. Se atropellaban y se caían al suelo. Al llegar a sus casas, se encerraron en ellas y pusieron pesadas y fuertes trancas en puertas y ventanas… Se hizo el silencio. Un silencio desacostumbrado en la noche. Silencio pesado y oscuro, silencio de muerte… ¿Qué había pasado? Por la mañana nadie se atrevía a salir de su casa. Las calles del pueblo estaban vacías… Algún perro callejero aullaba en la lejanía… Y llegó la noche… Silencio, sólo silencio… Y otro día… Silencio… Y otra noche… Y otra… Siempre silencio… Al final, los más valientes decidieron una mañana salir de sus casas y subir al castillo… Allí, en la misma entrada, tras las puertas, encontraron el cadáver de Porrazo. Ya, nunca más, ni de día ni de noche, se volvió a escuchar llanto ni voz alguna. Ninguna dama vestida de blanco volvió a pasearse por las dependencias del castillo… Las viejas del lugar buscaron una explicación poco tranquilizadora: el alma de alguna mujer de épocas antiguas estaba condenada a vagar, hasta encontrar alguna vida que le ayudara a descansar en paz. La vida del valiente Porrazo había servido para conseguir dicha paz, junto con la de todos los vecinos que ya no volvieron a escuchar llantos ni voces nunca más”…
No escucho llantos ni voces, ni oigo echar los pestillos, porque el valiente Porrazo murió dentro del castillo. Leyenda de La Guardia de Jaén – Información, recopilación y recreación: – Alfredo Infantes Delgado. – Joaquín Quesada Guzmán. – Alumnos/as del CEIP “Real Mentesa”.
LAS UVAS BAILANDO Y EL AGUA RIENDO “En un lejano país vivió hace mucho tiempo un caprichoso rey, al que se le ocurrió pregonar el siguiente e inexplicable edicto: – Todos mis súbditos tienen la obligación de acostarse antes de las doce. Será castigado quien sea descubierto despierto al pasar la media noche. Y era el propio rey el que vigilaba el cumplimiento de su extraña orden, paseando diariamente por calles y plazas… Una noche, bien pasada la hora indicada, descubrió que alguien le desobedecía. Se acercó a la puerta de un sastre y pudo escuchar la siguiente y enigmática conversación de las tres hijas de éste: – Si me caso con el rey, le haré un traje que le quepa en la cáscara de una nuez – decía la mayor de las hermanas. – Pues si yo me caso con el rey, le haré un traje que le quepa en la cáscara de una avellana – replicaba la mediana. – Pues si soy yo la que se casa con el rey, tendré tres hijos suyos: dos niños con un lucero en la frente y una niña con una estrella en el mismo lugar de sus hermanos – finalizaba la menor. Al día siguiente, el rey hizo llamar al sastre y le dijo: – Me has desobedecido, pero no te castigaré como había anunciado. Muy sorprendido por la conversación que escuché anoche en la puerta de tu casa, te pido ahora mismo la mano de tu hija menor… A los pocos días se casaron con gran pompa y boato, quedando la reina en cinta al tiempo que su marido marchaba, muy triste y apesadumbrado, a la guerra con el país vecino... Cuando pasaron unos meses, la reina dio a luz. Y tuvo, en efecto, lo que ella había anunciado: dos hermosos niños con un lucero en la frente, y una preciosa niña con una estrella en el mismo lugar de sus hermanos.
Las hijas del sastre (la mayor y la mediana) sintieron envidia de la felicidad de su hermana y comunicaron al rey que su esposa había tenido un galgo, un perro y una mona. El rey, enterado de la noticia por un emisario, se enfureció mucho y dijo: – Que metan a la reina en una habitación pequeña y sin ventilación. Y a los niños, que se les ahogue inmediatamente. Recibida la orden, las hijas mayores del sastre se apresuraron a cumplirla, encerrando a su propia hermana, y ordenando a un leñador que matara a sus tres sobrinos. Pero éste, al tenerlos en sus brazos, los vio tan buenos y tan inocentes que no se atrevió a hacerlo. Y, sin que nadie lo supiera, se los llevó escondidos a su casa, contando a su mujer todo lo ocurrido... La pobre leñadora se compadeció también de ellos y les vendó la frente con un fajín rosa, para que nadie pudiera reconocerlos. Pasó mucho tiempo. Los tres hermanos fueron creciendo y cuidaban un pequeño jardín que había delante de la casa. En él cultivaban toda clase de plantas y flores, viviendo muy felices con su nueva y acogedora familia. Pero…, hasta sus envidiosas tías llegaron los rumores de la existencia de unos niños que tenían un extraño vendaje en la frente. Y, pensando que podrían ser sus sobrinos, mandaron a una malvada bruja para que averiguara si era o no era cierta aquella noticia. La bruja se acercó a la casa del leñador y reconoció al instante a los niños. Sin más preámbulos, les ordenó que se dirigieran al castillo de irás y no volverás, a por las uvas bailando y el agua riendo. Los dos hermanos varones (cada uno con su lucero en la frente) se dirigieron con rapidez al castillo que la bruja les había indicado. A la mitad del camino se encontraron con una viejecita que les preguntó: – ¿Adónde vais, queridos niños? – Al castillo de irás y no volverás, a por las uvas bailando y el agua riendo.
La vieja les recomendó que tuvieran mucho cuidado: cuando cogieran las uvas y el agua, no debían volver la cabeza hacia atrás ni hacer caso de las voces que oirían a sus espaldas… Cuando llegaron al castillo, cogieron con rapidez las uvas y el agua y, ya de regreso, oyeron las anunciadas voces que decían: – ¡Hijos del rey! ¡Hijos del rey! Con gran curiosidad y, sin hacer caso a las recomendaciones de la vieja, volvieron la cabeza, quedando convertidos al instante en dos estatuas de piedra. Pasados algunos días, viendo que no volvían, fue la niña (con su estrella en la frente) en busca de sus queridos hermanos. En mitad del camino se encontró con la misma viejecita que le preguntó: – ¿Adónde vas, preciosa niña? – Voy en busca de mis dos hermanos, que fueron al castillo de irás y no volverás, a por las uvas bailando y el agua riendo, y aún no han vuelto. – Toma este pincel. Cuando llegues a la puerta del castillo, verás dos estatuas de piedra. Haz una cruz sobre ellas y tus hermanos volverán a la vida. Toma también esta paloma y si os invitan a comer, no probéis nada de los platos sin que ella lo haga primero. Y continuó aconsejándole: – Cuando cojáis las uvas bailando y el agua riendo, oiréis unas grandes voces. No les hagáis caso ni volváis la cabeza, para que la maldición que recayó sobre tus hermanos no vuelva a repetirse de nuevo. Dicho lo anterior, la vieja desapareció al instante ante la desconcertada y agradecida niña, que repetía uno a uno los sabios consejos que acababa de escuchar: – Haré una cruz con el pincel sobre las dos estatuas de piedra, para que mis hermanos recobren la vida. Si nos invitan a comer, no probaremos bocado alguno sin que la paloma lo haga primero… Y continuaba con sus reflexiones:
– Una vez que hayamos cogido las uvas bailando y el agua riendo, oiremos unas grandes voces. No debemos hacerles caso ni volver la cabeza, para que la maldición no vuelva a recaer sobre nosotros… Y, llegada al castillo de irás y no volverás, realizó con precisión todo lo que le había sido indicado: tras hacer una cruz cn las dos estatuas de piedra, éstas quedaron convertidas al instante en sus queridos hermanos. Se abrazaron los tres con gran cariño, descubriendo con alegría que nadie les invitaba a comer y que no era necesario que la paloma probara bocado alguno antes que ellos… Sin perder tiempo, cogieron las uvas bailando y el agua riendo, al tiempo que oían que los llamaban a grandes voces… – ¡Hijos del rey! ¡Hijos del rey! Ninguno de los tres mostró curiosidad ni volvió esta vez la cabeza, pudiendo llegar a su casa sanos y salvos. El leñador y su mujer los recibieron muy contentos, abrazándolos con cariño como si fuesen sus propios hijos. Unos días más tarde (llevando en su poder las uvas bailando y el agua riendo) volvieron al palacio de sus padres con la idea de rescatar a la reina, que continuaba encerrada en una habitación pequeña, sin ventilación alguna. Sus tías, al ver lo que traían, no tuvieron más remedio que abrirles la puerta. Una vez delante de su madre, dijo el mayor: – ¡Que me traigan una taza de caldo. Y, ofreciéndosela a su madre, exclamó: – ¡Tome esta taza de caldo, y verán que no soy galgo! El hijo mediano ordenó: – ¡A mí que me traigan una copa de jerez! Y, ofreciéndosela también a su madre, sentenció:
– ¡Tome esta copa de jerez, y verán que no soy lebrel! Por último, la niña pidió una corona y pronunció también su sentencia: – ¡Tome, madre, esta corona, y verán que no soy mona! Y los tres se descubrieron la frente, quitándose el fajín rosa que continuaban llevando. La reina reconoció a sus hijos y se abrazó a ellos… Y el rey, que ya había vuelto de la guerra, comprendió el engaño en el que había caído, mandó sacar a su esposa de la habitación y desterró a sus cuñadas de su reino… El leñador y su buena mujer se fueron a vivir al palacio, siendo todos muy, muy felices a partir de entonces”.
No soy galgo, ni soy perro, y mucho menos una mona… Con mi tacita de caldo, demuestro que no soy galgo. Con mi copa de jerez, verán que no soy lebrel. Y demuestro no ser mona, con mi bonita corona. Cuento de La Guardia de Jaén – Información, recopilación y recreación: – Alfredo Infantes Delgado. – Joaquín Quesada Guzmán. – Alumnos/as del CEIP “Real Mentesa”.
LA VIDA DE UNA GOTA DE AGUA “La Protagonista de nuestra historia es una pequeña gota de agua que acaba de nacer. Los rayos del sol la han elevado, junto a otras muchas compañeras, a una nube blanca y esponjosa que surca el cielo de este a oeste. Junto a ella, otras muchas nubes de variados colores y tonalidades, se arremolinan y juguetean, dejándose dirigir por el viento. Comienza una vez más para ella y para sus amigas de viaje el ciclo constante y permanente que las convertirá en lluvia; lluvia que empapará los campos o discurrirá veloz por torrentes y arroyos en dirección al mar, o en nieve que el sol derretirá penetrando en profundos acuíferos. De ellos saldrá con fuerza por grietas y agujeros naturales, buscando siempre un río que las lleve al mismo lugar donde otras compañeras aguardan ser evaporadas, convirtiéndose de nuevo en polvo blanco lleno de vida fecunda. Nuestra gota de agua sólo tiene un día de vida. En las nubes de su alrededor hay otras compañeras de viaje mucho más viejas que esperan con ansiedad el momento de la lluvia. Mientras ésta llega, la gota de agua de nuestra historia es catequizada por las gotas veteranas: – Ve preparándote para vivir una gran aventura. La tierra ha atravesado un largo periodo de sequía y los hombres miran todos los días el cielo clamando por nuestra llegada. Este largo tiempo que llevamos sin hacer nuestro viaje ha sido desastroso para hombres y animales. Los campos no han podido regarse y las tierras, antes fértiles, se han desecado y no se han podido producir las esperadas cosechas. – ¿Tan importantes somos para los hombres? – preguntó nuestra amiga. – Somos imprescindibles para ese mundo de ahí abajo – contestó una gota sabia –. Formamos parte del 65% del cuerpo de los hombres y del 85% del cuerpo de los animales. Las ¾ partes del planeta hacia el que viajaremos muy pronto, están constituidas por agua. Servimos de alimento a las plantas, las cuales a su vez alimentan al resto de los habitantes de la tierra. Sin nosotras, las mamás humanas no podrían preparar la comida para sus hijos y maridos. Además, somos el mejor disolvente que existe y entramos a formar parte de la mayoría de las reacciones químicas que ocurren en la industria. – ¿Es cierto todo eso que me estás contando? Si es así como dices, estoy ya deseando de unirme a vosotras y convertirme en lluvia.
– Lo comprobarás por ti misma. Déjate llevar en este viaje sorprendente y maravilloso que vamos a realizar. La sabia naturaleza te dirá con el paso del tiempo cuál será tu destino: morirás, pero después te reencarnarás para vivir una nueva vida que no tendrá fin. – ¡Oh! ¿De verdad me reencarnaré en una gota distinta? – Sí. La madre naturaleza así lo tiene dispuesto. La niebla nos recoge cuando estamos muertas y nos revive de un modo fascinante, convirtiéndonos en gotas de agua como tú y como yo. El ciclo se repite indefinidamente, cumpliéndose así nuestra función: permitir que siga existiendo la vida en el mundo. – Gracias por tus sabios consejos. Ahora que sé el verdadero papel que me manda hacer la naturaleza, me dejaré llevar hacia mi destino. ¡Que ocurra como tú me lo has descrito! Desgraciadamente, esta vez las gotas de agua que acompañaban a nuestra amiga fueron arrastradas por un fuerte viento y lanzadas hacia el suelo con furia. Después de estar cayendo con fuerza durante dos horas, desbordaron ríos y pantanos e inundaron las tierras de labor. Los campesinos, que durante tanto tiempo habían esperado la lluvia, miraban angustiados hacia el cielo. ¡El ciclo beneficioso del agua ocasiona algunas veces importantes desastres para los hombres! Nuestra historia termina tristemente: la pequeña gota de agua que esperaba fertilizar los campos, ha arrasado los mismos empujada por sus compañeras de viaje. Pendiente de la angustia reflejada en los rostros de los hombres, sólo le cabe esperar una nueva reencarnación en la que pueda convertirse en mansa lluvia que endulce el mal sabor de este viaje”.
El ciclo del agua aprendo con este cuento de Pedro. Historia pegalajeña, original de Pedro José Quesada Gómez (ideada en sus estudios de magisterio para explicar en la escuela el ciclo del agua).
FINALES DE CUENTOS 1.- Se casaron y… Se casaron y fueron felices, y comieron perdices, y yo que estaba allí me dieron con las plumas en las narices. Se casaron y fueron felices, y comieron perdices, y a mí me dieron con el plato en las narices. Se casaron y fueron felices, y comieron perdices, y no nos dieron porque no quisieron. Cuando nosotros comamos, tampoco les damos. Se casaron y fueron felices, y comieron perdices, y a mí no me dieron porque no quisieron. Se casaron y fueron felices, y comieron perdices. A mí me dieron las patas y yo no las quise. Me dieron unos zapaticos de papel, cayeron cuatro gotas y me descalcé.
2.- Y colorín colorao… Y colorín colorao, este cuento se ha acabao. Y colorín colorao, el cuento se ha terminao. Y colorín colorao, así me lo han contao. Y colorao colorín, el cuento llegó a su fin. 3.- Y aquí se acaba mi cuento… Y aquí se acaba mi cuento con pan y pimiento, y el que quiera más, que vaya al huerto. Y aquí se acaba mi cuento con pan y rábano tuerto, y el que quiera más que vaya al huerto. Y aquí se acaba mi cuento con pan y rábano tuerto, y un poco de alcaravea por si en la cama te meas. Y aquí se acaba mi cuento con pan, rábano y pimiento. Me metí por un callejón y me entretuve un poco. El que ha escuchao atento, que cuente otro.
4.- Y el que no se lo crea… Y el que no se lo crea, que vaya y lo vea. Y el que no se lo crea, que vaya mañana a… y lo vea. 5.- Y aquí se ha acabao... Y aquí se ha acabao el cuento contao. Y aquí se ha acabao el cuento que me han contao. 6.- Y ha terminao… Y ha terminao el cuento contao. Y está terminá la historia contá. 7.- Y si el cuento te ha gustao… Y si el cuento te ha gustao, es porque yo lo he contao. Y si el cuento te ha gustao, te lo comes bien asao, porque yo te lo he contao. 8.- Otros finales… Unos dicen que sí y otros dicen que no. ¡Vaya usted a saber quién lleva razón!
Y si así te lo he contao, es porque así habrá pasao. Y cuento contao, se ha terminao. Y hasta aquí llegó y este cuento se acabó. ¡Uno, dos y tres! Si te ha gustao mucho, te lo cuento otra vez. Y kikirikí, el cuento se acabó aquí. Y kikiriká, el cuento terminó ya. Y es todo tan de verdad, que aún estarán todos vivos, si es que no se han muerto ya. Y lo que yo te he contao, es todo lo que ha pasao. Y todo lo que he contao, es porque de verdad ha pasao. ¡Pim, pam, pum, fuego! Otra historia cuento luego. Y si esta historia te agrada, te la comes bien guisada. Y aquí se rompió una taza y cada cual a su casa. Y cataplán, cataplón, cataplún, cataplín, el cuento llegó a su fin.
Y aquí se acaba mi cuento que para ti me he inventao, al bueno de… no lo tengas olvidao. Y así fue, gracias a Dios. ¡Amén! El cuento estará fetén, si al final termina bien. Y vivieron muchos años, sin penas ni desengaños. Y todavía vivirán, si es que no se han muerto ya. Finales de cuentos recopilados en Pegalajar – Recopilación: – Encarna Gómez Valenzuela. – Joaquín Quesada Guzmán.
CUENTOS CORTOS Esto era un padre que tenía tres hijas, y las metió en un canuto. ¡Mira qué bruto! Esto que era un soldao, se quitó la gorra y se quedó pelao. Esto que era una canasta y no digo más porque se me gasta. Esto que era un gato, que tenía los pies de trapo y la cabeza al revés. ¿Quieres que te lo cuente otra vez? Un padre tenía tres hijas, las metió en tres botijas, y las arrojó al tejao. ¡Este cuento se ha acabao! Esto que era una zorrica, que vivía en su madriguera, y cuando no estaba dentro, estaba fuera. Esto que eran tres: un blanquillo, un negrillo y un aragonés. ¿Quieres que te lo cuente otra vez? Un padre tenía tenía tres hijas las metió en tres botijas, y las untó con pez. ¿Quieres que te lo cuente otra vez?
Un padre tenía una hija, la metió en una botija, la lavó con estropajo y la achuchó río abajo. Un padre tenía tres hijas y las metió en una canasta. El cuento no continúa, pues la canasta se gasta. Esto que era un cojín, y no puedo continuar, porque ya ha llegado el fin. Esto que eran tres: dos ingleses y un francés. El fráncés sacó la espada y mató cuarenta y tres. ¿Quieres que te lo cuente otra vez? Cuentos cortos recopilados en Pegalajar – Recopilación:
– Joaquín Quesada Guzmán.
CUENTOS QUE NUNCA SE ACABAN Esto que eran tres, y se fueron a la taberna del Tío Andrés. Que si pagas tú, que si pago yo, que sacó una navajilla y lo mató. ¡Pero que no lo mató, que ahora verás tú lo que pasó! Esto que eran tres, y se fueron a la taberna del Tío Andrés… Esto que era un rey, que tenía tres hijas, y las metió en tres botijas y las tapó con pez. ¿Quieres que te lo cuente otra vez? – Sí. – Si yo no digo que digas que sí… Lo que digo es: esto que era un rey, que tenía tres hijas… Esto era una zorrica que vivía en su madriguera, y cuando no estaba dentro, estaba fuera. – ¿Dónde estaba la zorrica? – Dentro. – Pues no, que estaba fuera… ¿Quieres que te cuente el cuento del gallo pelao. – Sí. – Si yo no digo que digas que sí. Lo que digo es que si quieres que te cuente el cuento del gallo pelao…
¿Quieres que te cuente el cuento de pan y pimiento, que nunca se acaba? – Sí. – Si yo no digo que digas que sí. Lo que digo es… ¿Quieres que te cuente el cuento de pan y pimiento, que se fue a cagar y se lo llevó el viento? – No. – Si yo no digo que digas que no. Lo que digo es… ¿Quieres que te cuente el cuento de pan y pimiento, de pico de pava que nunca se acaba? – Sí. – Si yo no digo que digas que sí… Esto que eran tres: Un negrillo, un blanquillo yun aragonés. ¿Quieres que te lo cuente otra vez? – No. – Si yo no digo que digas que no… Esto que era un gato, que tenía los pies de trapo y la cabeza al revés. ¿Quieres que te lo cuente otra vez?... Esto que eran tres: dos ingleses y un francés. El francés sacó la espada y mató cuarenta y tres. ¿Quieres que te lo cuente otra vez?... Cuentos que nunca se acaban recopilados en Pegalajar por J.Quesada.
ÍNDICE CUENTOS E HISTORIAS DE TRADICIÓN ORAL DE PEGALAJAR TÍTULO DEL CUENTO 1.- La Tía Miseria 2.- El cura sin cuidaos 3.- El porquerillo del Carretón 4.- La albahaca 5.- Catoli, medioli, apuroli 6.- Ande, landera 7.- Carasucia 8.- La pulguita que se cayó en las gachas 9.- El país de los necios 10.- Juan Cigarrón 11.- Los animales agradecidos 12.- Juanillo el herrero 13.- Canta zurroncico, canta 14.- El mojingango 15.- La media haba 16.- Las naranjicas 17.- El grajo y la zorra 18.- Blancaflor 19.- El enfado de la luna 20.- Los caldereros 21.- El fraile frailón 22.- La zorra y la cigüeña 23.- La vaca rabona 24.- El lobo lelo 25.- El hortelano tuerto 26.- El que no te conozca, que te compre 27.- Los estudiantes y los soldados 28.- La serpiente de siete cabezas 29.- El lenguaje de los animales 30.- Los tres deseos 31.- El lobo y la zorra siembran a medias 32.- Los músicos de Brema 33.- El tonto de la harina 34.- ¿A qué vino Jesús al mundo? 35.- Me cago en el cura de Cárchel
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PÁGINA 36.- Los tres regalos 37.- La medalla 38.- El indio goloso 39.- Juanillo el de las cabras 40.- Ejem, ejem 41.- Periquillo el tonto 42.- Hermano desastre 43.- Cada uno baila como se apaña 44.- No es bueno que el hombre esté solo 45.- ¡Ay, qué lástima de mí y de otro! 46.- Andando que es más barato 47.- Los siete cuervos 48.- Matrimonio por apaño 49.- A cada tumbo tumbillo, una cabra y un chotillo 50.- Catalinica y Miguelico 51.- El pastor vergonzoso 52.- Juanilla la lista 53.- La bruja Coruja 54.- El enano saltarín 55.- El perrillo Sisobra 56.- Lluvia de oro 57.- Melchor Cascarrabias 58.- El padre y el hijo escarmentados 59.- La princesa y el dragón 60.- Me falta un burro 61.- Sorpresa para la novia 62.- La hermandad de los animales 63.- El peral del Tío Juan Román 64.- El zapatero y la mata de habas 65.- Que salga alto 66.- El viaje más lejano 67.- El mundo en su sitio 68.- ¿Se enfada usted, amo? 69.- Blancaflor, la hija del diablo 70.- Dios guarde a vuestra Majestad muchos años 71.- No faltará quien las vuelque 72.- Los pavos a volar 73.- El castillo de irás y no volverás 74.- La mentira más gorda 75.- El cura y el sacristán
PÁGINA 76.- El Almadén 77.- El canto con miel o el Gigante Tragón 78.- La aparición de la Virgen de Gracia 79.- La Fuente del Amor 80.- En el Toscón te espero 81.- El matocho 82.- La erré 83.- El pescador 84.- Quita zorras 85.- Juanillo el astuto 86.- Los obispos no tienen padre 87.- Divino San Roque 88.- El acertijo del pastor 89.- Álzale el rabo 90.- Tío Caganchín 91.- El sapico de Bornos y la zorrica de la Mata 92.- El Tío Calasparras 93.- La dama del castillo 94.- Las uvas bailando y el agua riendo 95.- La vida de una gota de agua 96.- Finales de cuentos 97.- Cuentos cortos 98.- Cuentos que nunca se acaban ---------------------