La Historia del Arlequín

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Jean Paul Farell Baril

La Historia del Arlequín Ilustrado por JOSÉ J. CABRERA


Estaba de vacaciones en una pequeña villa de pescadores, caminaba por las callejuelas que llevan del malecón a la plaza principal cuando lo conocí. Al principio lo tomé por un indigente, con su barba y pelo largos y enredados y su ropa vieja. Vieja no sólo porque se veía tan desgastada como él, sino porque parecía de otro siglo, como si se hubiese disfrazado, hace muchísimos años, para una de esas ferias medievales. Cuando me vio, me tomó del brazo y me dijo, “Tengo que contarte mi historia”. Más que su mano, me detuvieron sus ojos – expresaban tal urgencia que tuve que detenerme. “¿Qué quieres?” Pregunté. “Necesito contarte mi historia,” dijo con más énfasis. Miré alrededor, creo que buscaba una excusa para huir de él, pero vi las mesas de un café en la plaza y por impulso le dije, “ven, te invito un café”. Nos sentamos y ordené dos cafés y un croissant para él. Él no dejaba de mirarme con una intensidad que empezaba a ponerme nervioso. ‘Seguro está loco,’ pensé. También pensé que más loco debía estar yo por sentarme a tomar un café con un loco de la calle. Pero algo en su intensidad me decía que tenía que escucharlo. En fin, lo peor que podía pasar era tomarme un café acompañado de una historia loca o aburrida. Mientras esperábamos yo trataba de sacarle plática preguntando sobre el pueblo, los pescadores, el faro. Él respondía distraídamente y con respuestas cortas, para tratarse de alguien quien le urgía hablar con quien fuera, parecía un sujeto muy callado. Cuando el risueño mesero nos trajo la orden, me quedé mirando al viejo sin decir nada. Si tenía algo que decirme, ahora era el momento. Por fin empezó a hablar, tenía una voz clara y un acento que no pude identificar, pero de inmediato me di cuenta que no se trataba de un simple pescador o del loco del pueblo, además de que resultó un maravilloso narrador, cosa que no me esperaba. Esto fue lo que me contó: Me llamo Tristán, y soy marinero. Lo he sido desde el día que tuve edad para contratarme de grumete en un barco. Desde entonces, sólo estaba en tierra para esperar embarcarme de nuevo. Me dediqué al mar en cuerpo y alma

hasta ser capitán de barco. Fui escogido para ser el capitán del Arlequín. ¿No lo conoce? ¿Nunca escuchó la historia del Arlequín? No, por su cara veo que no. Tal vez es algo que sólo los de aquí lo conozcan. El Arlequín era una nave de tres mástiles, esbelta y elegante, hecha por los navieros más destacados con tal pericia y arte, tan hermosa, que mucha gente vino desde lejos el día que la botamos. Todas las orillas del Cabo de las Tormentas rebosaban de gente, y se sentía un ambiente tan festivo que cualquiera diría que era la fiesta del patrono del pueblo. Tan pronto tocamos el agua, izamos todas sus velas y el Arlequín se lanzó hacia adelante tan ligero que parecía que volaba. Salimos como una exhalación por la entrada del puerto, pasamos frente al pueblo, junto al faro y en un abrir y cerrar de ojos estábamos en mar abierto. El Arlequín tenía que ser el barco más veloz del mundo, estaba seguro de ello. Habiendo terminado las maniobras de puerto u una vez establecido nuestro curso, me paré en la proa, que siempre preferí a estar junto al piloto. De pie en el castillo de proa el mar se abría ante mí a todo mi alrededor, y aún después de tantos años en el mar no me cansaba de contemplarlo.



Al anochecer y sin previo aviso, una violenta borrasca nos alcanzó con tal celeridad que apenas alcanzamos a arriar las velas y asegurar los aparejos. Mandé izar un tormentín para poder tener control del barco, pero el viento era ten violento que lo arrancó en un instante, y las botavaras crujieron de tal manera que decidí no izar otro, y mejor soportar la tormenta a la deriva. Las olas se alzaban muy por encima y barrían la cubierta, pero a pesar de ello y del fuerte viento el valiente Arlequín no escoraba en lo más mínimo, manteniéndose impertérrito ante los embates del mar. Los fuegos de San Telmo recorrían los aparejos y se proyectaban hacia arriba tan brillantes que parecíamos una enorme lámpara en el centro de la tempestad. El viento aullaba y gemía de tal manera que podía haber jurado que había voces en la tempestad, voces que gritaban, aullaban y lloraban en el viento. La tormenta parecía no tener fin, y la tripulación estaba agotada. Poco a poco la lluvia y las nubes fueron reemplazadas por nieve y niebla, y en varias ocasiones pudimos ver que pasábamos peligrosamente cerca de témpanos de hielo grandes como montañas. El frío se volvió tan intenso que con sólo pararse unos minutos en cubierta todo el calor del cuerpo se drenaba como succionado por el implacable viento. De pronto, tan repentinamente como había comenzado la tormenta se disipó, y en instantes el cielo estaba claro y sin una sola nube. Estábamos en medio de un interminable campo de hielo y nieve hasta donde alcanzaba la vista detrás y a ambos lados de la nave. Al frente, y abarcando desde un horizonte al otro, había una cordillera de gigantescas montañas de hielo. No podía creer que la tormenta nos hubiera arrastrado a la Antártica en tan corto tiempo. Parecía imposible, y sin embargo allí estábamos indudablemente. Todos estábamos en cubierta contemplando el helado yermo, donde no se veía el menor rastro de vida, ni de plantas ni animales, mucho menos gente. Sin ninguna razón aparente todos volteamos la vista hacia arriba, para ver una pequeña mota blanca en medio del profundo azul del cielo. Mientras la contemplábamos la mota giraba y descendía hacia nosotros. Era un ave blanca, imagino que alguna clase de albatros, ya que la envergadura de sus alas era de más de tres metros. El cocinero de la nave era un hombre enorme, fuerte como un toro y negro como el ébano,

cubierto todo su cuerpo de tatuajes, perforaciones y cicatrices que su tribu utilizaba Dios sabe para qué. Andaba siempre con el torso desnudo pues decía que sus tatuajes eran su ropa. Su nombre era Faraji. Al ver acercarse al ave, Faraji bajó corriendo a la despensa y subió con una macarela en cada mano, se paró en la baranda de estribor y las alzó en el aire ofreciéndoselas al ave. El gigantesco albatros se lanzó en picada y en un solo pase tomó ambos peces en su pico y los devoró. Giró una vez más alrededor del Arlequín y vino a posarse en la punta del palo de mesana. Una vibración empezó a sentirse en los pies, que provenía del hielo que aprisionaba al Arlequín. Escuchamos un pavoroso trueno y el hielo se partió – una gigantesca grieta que empezaba en la popa del barco y se extendía hacia el horizonte, dividiendo el yermo de hielo con un canal que se agrandaba rápidamente. Pronto la nave flotaba libremente con sólo algunos trozos de hielo alrededor. Una brisa comenzó a soplar y a arreciar. Saliendo de mi estupor, comencé a dar órdenes, izando todo el velamen, dando vuelta al barco y apresurándonos a recorrer el canal, no fuera que le diera por cerrarse de la misma forma en que se abrió. De nuevo, con ese robusto viento en popa el Arlequín casi volaba, y para el final del día casi habíamos perdido de vista las montañas de hielo. Para la mañana siguiente ya estábamos en mar abierto. Vi a Faraji de nuevo parado en la baranda ofreciendo peces al albatros, con una enorme sonrisa en su cara tatuada. “Faraji,” lo llamé. “Estamos muy lejos de casa, y debemos racionar las provisiones para el largo viaje que nos espera. Por favor deja de alimentar a esa ave.” “No, bosi,” me dijo poniéndose muy serio. “El ave nos cuida. Algo muy malo siguió al barco cuando zarpamos, está debajo de nosotros a la sombra del barco y aún nos acecha. Sólo espera la oportunidad de devorar nuestras almas y arrastrar nuestros huesos a sus frías aguas. Pero el ave nos protege del mal. Debemos cuidar al ave, es nuestro ángel.” Con los años aprendí que cuando se pasan meses navegando, es conveniente respetar y tratar de complacer las enraizadas supersticiones que los marineros tienen. Ayuda a mantener la paz entre hombres inquietos y revoltosos. Como el resto de la tripulación de turno estaba muy pendiente de mi reacción, decidí dejarlos con su espíritu



protector si eso levantaba la moral. “También el ave se atendrá a las raciones, Faraji. No quiero que muramos de hambre en medio del mar.” Pasaban los días y el Arlequín devoraba leguas ayudado por el fuerte viento que aún se mantenía en la popa, pero estábamos todavía muy al sur y muy lejos de cualquier tierra civilizada. Además de Faraji, otros marineros salían a alimentar al albatros, que parecía nunca estar satisfecho. Aunque de alguna manera la despensa no parecía mermar, me enervaba la obsesión que todos habían desarrollado por el ave. “Los suministros se están terminando muy rápido y nos falta mucho por navegar, dejen de alimentar a esa maldita ave,” le dije un marino que le estaba ofreciendo un gran trozo de carne ahumada. “El guardián tiene hambre, capitán. Él nos protege y si necesitamos quitarnos la comida de la boca para complacerlo, es un sacrificio pequeño a cambio de nuestras almas.” El tono belicoso del marino, y las expresiones retadoras que el resto de la tripulación adoptó me enfurecieron enormemente, pero me contuve para no tomar alguna decisión precipitada y bajé a mi camarote. A la mañana siguiente estaba lejos de haberme tranquilizado. Por el contrario, mi cólera había crecido mientras trataba de decidir cómo cortar esa incipiente rebeldía de la tripulación. Al salir a cubierta, Faraji y una docena de marineros alimentaban al albatros a manos llenas, con grandes risas ante las maniobras que el ave hacía entre los aparejos para atrapar los bocados que le ofrecían. Era demasiado. Perdí los estribos y bajé a mi camarote, tomé mi ballesta, la armé y subí a cubierta. En el primer descenso que vi hacer al ave hacia la mano de Faraji, apunté y disparé mi flecha, que atravesó al pajarraco justo en el pecho. En cuanto el ave cayó muerta sobre la cubierta, el viento que nos impulsaba cesó por completo. Otro viento, o una sensación de viento frío, me invadió y me heló hasta los huesos, aunque no tocó las velas ni por un instante. Todos se quedaron paralizados, pasando sus ojos de mí al ave muerta y de vuelta a mí. Faraji, con los ojos muy abiertos, dijo algo en su gutural idioma que por supuesto no entendí, pero después me señaló con su enorme mano y dijo: “Estás maldito, bosi. Maldito por siempre.” El cielo, antes tan brillante por la



mañana, de pronto se veía oscuro y ominoso. Faraji desvió su vista de mí hacia algo más, algo detrás de mí que vio por sobre mi hombro. El blanco de sus ojos ya muy abiertos creció aún más, contrastando con su negro rostro de una forma que me causó escalofríos. Toda la tripulación se encontraba en cubierta, y todos volteamos a ver lo que había asustado a Faraji de tal manera. En el horizonte, parcialmente oculta por la línea del mar estaba la luna llena, pintada de rojo como si se tratara de Sin el menor rastro de viento ese espectro de barco llegó a nosotros con una velocidad imposible, y cuando lo tuvimos enfrente pudimos ver a su tripulación. Todos, excepto una, eran esqueletos. Esqueletos antiguos, ennegrecidos y agrietados manchados de moho, cosas que debían haber estado descansando en el fondo del mar hacía siglos. El capitán estaba en el centro de la cubierta jugando dados con una mujer. Una mujer vestida de negro, con labios pálidos y finos, con la piel blanca de un leproso y ojos muertos, Dios, esos ojos. De alguna manera ella se veía más muerta que los esqueletos que la rodeaban. El capitán de los malditos tiró los dados y ambos los contemplaron por un instante. La mujer alzó la cara y aulló, un sonido inhumano que resonaba y calaba en el alma más que en los oídos. El capitán y todos los esqueletos cayeron, huesos rodando por cubierta, formando pilas de restos que no debían haberse movido nunca. La nave muerta quedó por fin quieta y en silencio. Despacio se ladeó y empezó a hundirse mientras la mujer, tras dar una mirada a su alrededor, se giró hacia el Arlequín, alzó su pálida mano y me señaló con su dedo mientras el mar la cubría y acompañaba a su horrible nave al fondo del mar. En el momento que la aparición me señaló, toda mi tripulación cayó en cubierta. Muertos. Doscientos hombres, mis hombres, en un instante fulminados, tendidos en cubierta con los ojos abiertos y en blanco, todos mirándome. Un millón de millones de creaturas en el mar que seguían vivas, y también vivía yo. Alcé los ojos al cielo y traté de rezar, pero mi mente y mi corazón estaban vacíos y no hallé plegaria alguna que rezar. Solo, totalmente solo en el ancho mar, tan perdido que ni Dios volteaba a verme. Una maldición que se llevó las almas de todos mis hombres, y aun así no tan terrible como la

maldición en los ojos de un hombre muerto. Yo veía esa maldición en los ojos de doscientos hombres muertos. Pasaron días y días y aún me maldecían sus miradas, y aun así yo no moría. Solo, solo en el mar en un barco muerto. Solo, por días y noches sin fin, sin viento, sin ir a ninguna parte, rodeado por mis muertos. Pasaban los días y estaban igual que cuando murieron, sin descomposición, sin cambio alguno y mirándome. Por días y días veía con envidia las cosas vivas del mar, que nadaban y bailaban felices, pero evitaban la sombra del Arlequín. Cuando se acercaban, cesaban sus bailes y juegos y se escurrían deprisa a donde les diera el sol. Una noche contemplaba el reflejo de la luna en el agua, una luz verdosa y fosforescente que se movía y cambiaba de forma: no era la luz de la luna, sino un cardumen de creaturas brillantes, fosforescentes que surgían del fondo. Más y más creaturas subían y rodeaban el barco, haciendo formas de luz a mi alrededor hasta que cubrieron el mar hasta donde alcanzaba mi vista. Tan hermosa era la visión que me olvidé por un momento de mi soledad, de mi maldición y de mis muertos, sonreí al mar y sin pensarlo bendije a las creaturas por iluminarme. Bendije a todas las creaturas del mar y bendije a mis muertos. Sin darme cuenta una plegaria me vino a los labios y recé por mi tripulación. No recé por mi perdón, por mi maldición, por mi soledad, no recé por mi sino por los hombres que murieron por mi causa. Vi que sus ojos se cerraban y vi sus almas alzarse de la cubierta, como hilos de luz que subían y danzaban imitando las luces del mar, brillando entre los aparejos e iluminando la noche. ¿Son entonces los fuegos de San Telmo las almas de marineros muertos en el mar, que acompañan a los barcos en las noches más oscuras? Contemplé con los ojos llenos de lágrimas las almas de mis muertos viéndolos subir y subir, por fin libres de la maldición que les causé, hasta que todos se hubieron ido. Estaba solo, solo en el mar pero ya me sentía en paz, ya no sentía esa mancha negra en mi alma que me invadió cuando, sin pensarlo, maté a un ángel. En el más absoluto silencio, en la más absoluta oscuridad de la noche escuché de pronto un golpe contra el casco del Arlequín. “Por las barbas de Poseidón,” dijo una voz. “¿Cómo puedes ser tan



idiota para venir justo a chocar con un madero en medio de la nada?” Por primera vez en mucho, muchísimo tiempo, escuchaba la voz de alguien vivo. Me llené de emoción a tal grado que quedé paralizado, sin saber qué hacer. “¿Y cómo esperabas que lo viera?” Contestó otra voz. “Esto está más oscuro que la boca de un lobo. Mira que salir a pescar en semejante noche, y para complicarnos más no encender la lámpara porque eres demasiado tacaño para gastar un poco de aceite. Anda préndela antes que demos con una roca y allí sí que estaríamos fritos.” “Anda pues, ten la lámpara, como si nos fuera a… ¡PERO QUÉ DEMONIOS!” “Esto no es un madero, es un barco.” “¡Por las almas de todos los santos, Manuel, da la vuelta, da la vuelta, es un barco fantasma!” Al escuchar esto salí de mi estupor, y no queriendo que aquellas personas se fueran dejándome solo de nuevo, hice lo que cualquier capitán habría considerado impensable: abandonar su nave. Sin detenerme a pensar ni por un momento, preocupado sólo por no volverme a quedar solo, corrí a la baranda, vi el pequeño bote de remos, y sin más salté, cayendo en medio de los dos ya asustados pescadores. Uno de ellos dio un alarido y se desmayó. El otro me contempló unos momentos con una expresión de absoluta incredulidad. Me miró fijamente, miró al Arlequín, me miró de nuevo, y después de unos instantes comenzó a reír. No una risa alegre, sino la risa histérica de alguien que, enfrentado con algo inconcebible, simplemente deja que su mente se apague. El pobre hombre se había vuelto loco. Allí de pie en el pequeño esquife, volteé a ver a mi querido Arlequín, y se me heló la sangre, estuve a un pelo de perder la cabeza también yo. La hermosa nave que salió de puerto hace no sé cuánto tiempo en su único viaje, era ya sólo un esqueleto. El casco se había podrido y deshecho casi por completo, quedando sólo las vigas de su armazón. Sus velas estaban tan viejas y gastadas que eran apenas una gasa casi transparente. Mi hermoso Arlequín era la viva imagen de aquel otro navío en el que viajaba la Muerte misma. Y al igual que aquel otro barco, vi a mi nave ladearse y empezar a hundirse. Mi intrépido Arlequín que, tras mantenerme a flote durante

siglos y habiéndome dejado por fin en puerto seguro, se iba al fin a descansar en el fondo del mar como un héroe caído. Cuando mi nave se hubo hundido y las últimas ondas que dejó en el agua se hubieron disipado, miré por fin a mi alrededor. Reconocí de inmediato el faro y las luces que veía en la distancia: estaba de vuelta en el Cabo de las Tormentas. Me senté en la banca del bote, tomé los remos y dirigí la proa hacia el pueblo que hacía tanto que no veía. Remé y remé acompañado de la cantaleta del pobre pescador, que repetía: “El diablo sabe remar. ¿A dónde me lleva el diablo? El diablo sabe remar.” En cuanto la quilla tocó tierra, salté del bote y me arrodillé en la arena, besando el suelo y llorando. Estaba en casa. No he vuelto a pisar un barco desde entonces. Sólo camino por el pueblo y sé con sólo verlos cuando alguien me escuchará. Tengo que contarles mi historia entonces, porque casi nadie me escucha nunca. … Al terminar su historia, el viejo marino se quedó callado por un largo rato, y vi que durante toda su narración ni siquiera había tocado su café y croissant, de tan concentrado que estaba en contarme su aventura. “El Arlequín,” murmuró para sí mismo, mirando hacia la bahía. Volteé la cabeza hacia donde él miraba, casi esperando ver el gran velero anclado allí. Pero claro, no estaba. Cuando volteé de nuevo a mirarlo, su silla estaba vacía. Miré alrededor de la plaza buscándolo, pero no se le veía por ninguna parte. Llamé al mesero y le pregunté si había visto a dónde se fue el capitán. “¿El capitán? “ Preguntó, visiblemente haciendo un esfuerzo por contener la risa. “El anciano que estaba aquí conmigo,” le dije. “Señor, disculpe, pero llegó usted solo, y ha estado usted todo este tiempo hablando solo y mirando esa silla.”




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