A diferencia de los caballos, que fueron llevados a América por los españoles, había ya perros en el Nuevo Mundo antes de la Conquista. Lo más probable es que, como los mismos indios, estos perros llegaran desde Asia por mar o pisando los hielos que solidifican en invierno el estrecho de Bering. Mientras que el perro nativo, que para los conquistadores españoles se ganaron el adjetivo de “perros mudos”, porque no ladraban, aunque sí aullaban, gruñían y resoplaban, era más bien pequeño, grueso y doméstico, y fue usado principalmente como alimento, animal de compañía o era destinado al sacrificio ritual a determinados dioses, el conocido en el occidente cristiano como “mejor amigo del hombre”, pasó a ser en las tierras a conquistar un importantísimo aliado militar. Así, de la existencia de pequeños perros caseros, criados y consumidos por los indios, se pasa a la presencia de medianos o grandes perros criados y entrenados para matar y devorar indios. Las razas escogidas para tal efecto fueron el mastín, el alano y el lebrel, que ya habían demostrado en España su fortaleza, ferocidad, valentía y capacidad de agarre de la presa, como auxiliares en la caza mayor (ciervos, jabalíes,…) o enfrentamientos con toros bravos en espectáculos. A partir de 1492, los ladridos de los perros de guerra peninsulares, expertos en olfateos y persecuciones, luchas, desgarros y destrozos, despertarán definitivamente a un continente en donde había reinado hasta entonces el más absoluto de los silencios caninos, y que por su agresividad y fiereza horrorizaron a los indios.