Heraldo de Aragón l Lunes 29 de agosto de 2011
ADELANTO
EDITORIAL
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Jordi Esteva emprende una expedición a las montañas de la remota Socotra, la isla del incienso y de la mirra; del ave Fénix y del ave Roc, acompañado del nieto del último sultán, derrocado por los comunistas de Adén, el ingenuo y joven Ahmed y varios camelleros en un periplo plagado de historias
AVANCE / ‘SOCOTRA’ / JORDI ESTEVA / ATALANTA
Magos, piratas e islas fabulosas
Jordi Esteva se da cuenta de que Socotra acaso sea su último sueño. ARCHIVO
Algunas noches, cuando el sueño tardaba en acudir, hacía girar la bola del mundo y la detenía con un dedo. Una madrugada, la paré en un punto minúsculo entre África y Arabia. La isla de Socotra. ¿Estaría habitada?, ¿qué animales albergaría?, ¿sería desértica o selvática? Pero en los libros no encontraba nada sobre la isla ni sobre sus pobladores. Aunque por aquel entonces, a finales de los años cincuenta, la Universidad de Oxford acababa de enviar una expedición de arqueólogos en busca del templo perdido de Zeus Trifilio y un equipo de paleontólogos que medía los occipitales de los «nativos» y les tomaba muestras de sangre para establecer el oscuro origen de los socotríes, que se seguían expresando, decían, en una lengua hija de la del Reino de Saba. El aislamiento de aquella isla del Índico, a doscientos cincuenta kilómetros del Cuerno de África y a casi cuatrocientos de las costas de Arabia, había preservado una flora y fauna singulares, con especies propias de otras eras. Aquél era el lugar donde crecían los árboles del incienso y de la mirra,ofrendados con prodigalidad en los rituales paganos e indispensables en las momificaciones de los antiguos egipcios. En la isla se encontraba el áloe socotrino, tan apreciado por los griegos para curar las heridas de guerra que, según la leyenda, Alejandro Magno, alentado por Aristóteles, invadió la isla para procurárselo. En Socotra abundaba, además, el árbol del dra-
LA FICHA
Socotra, La isla de los genios. Jordi Esteva: Texto y fotos. Atalanta. Gerona, 2011. Sale a mediados de septiembre.
gón, en forma de seta gigante, de savia roja como la sangre, que utilizaron tanto los gladiadores del Coliseo para embadurnar sus cuerpos, como los lutieres de Cremona para dar la pincelada decisiva a sus Stradivarius. Durante siglos, atraídos por la riqueza de sus resinas olorosas, indios, griegos y árabes del sur acudieron a Socotra. Tras ellos, los piratas. La isla lo reunía todo para soñar despierto, pero, durante los años en que me dediqué a vagar por el mundo, era un lugar prohibido. No muy grande, del tamaño de Mallorca, pertenecía al Estado marxista del Yemen del Sur y, según se decía, albergaba una base de submarinos de la Unión Soviética. Cuando, tras la Guerra Fría y la unificación del Yemen, se levantó la prohibición de visitar la isla, hacía años que yo había
concluido —a la fuerza, todo hay que decirlo— mi largo periplo de juventud, que me llevó a la India, al Sudán y al mar Rojo para recalar varios años en El Cairo. De nuevo en mi ciudad, tras ser encarcelado y expulsado por una infundada acusación de conspirar contra el Gobierno egipcio, el sueño de Socotra cayó en el olvido. Y allí permaneció hasta principios de este siglo, cuando recorrí las costas de Arabia y del África Oriental siguiendo el rastro de viejos capitanes y mercaderes árabes. En los puertos de Omán, tras disfrutar de un estofado de tiburón, los marinos contaban cientos de historias. La voz se les entrecortaba al evocar tempestades; sus ojos se iluminaban al recordar la camaradería entre navegantes y las amistades que tenían en Zanzíbar o en Mombasa. Cuando en una de aquellas conversaciones apareció por primera vez el nombre de Socotra, me quedé maravillado porque en mi imaginación hacía tiempo que aquella isla había dejado de ser real para tornarse en un lugar tan fabulado como la ciudad de Ubar, sepultada bajo las arenas del Cuadrante Vacío en Arabia, o el oasis de Zarzura, en las cercanías de Siwa, del que nadie regresaba cuerdo. Socotra existía. Aquellos marinos hablaban de ella. Recordaban la aparición repentina de su silueta en la galerna; una visión que les aterrorizaba. Durante meses, los vientos les impedían aproximarse a la isla, pues en caso de apuro, no era posible encontrar un solo abrigo donde fondear sus barcos. Los mismos monzones que propiciaban la navegación en el Índico, en las proximidades de Socotra lanzaban los veleros a la deriva contra los acantilados que se erguían desde las profundidades del océano. Aunque ninguno de los marinos había desembarcado en la isla, todos afirmaban con rotundidad que en Socotra sucedían hechos que, situados en otros lugares, les habrían arrancado una sonrisa condescendiente. Aseguraban que los socotríes eran maestros en el arte de lo oculto. La fama les venía de lejos. Según Marco Polo, los pobladores de Socotra eran «los magos y nigromantes más sabios que había en el mundo». Dominaban los vientos y podían cambiarlos a voluntad. Si un pirata había robado en la isla, lo retenían mediante conjuros. Por más que desplegara sus velas y enfilara el horizonte, los socotríes conseguían con sus sortilegios que un viento huracanado soplara en dirección contraria. En la isla de Lamu, donde acudía gente de toda la costa del África Oriental durante las fiestas del aniversario del Profeta, para honrarle con sus rezos y repetir al unísono los noventa y nueve nombres de Dios conocidos por los hombres, me contó un marino que en Socotra moraba el ‘Anja’, el ave Roc, el pájaro gigante de Simbad que apresaba elefantes y se los llevaba al nido. Quizá fuera el ave Fénix de griegos y romanos; el Simurg de los persas. Esa misma ave, aseguraban en las costas del Zufar, cogía a los niños y alimentaba con ellos a sus crías. Pero si uno conocía las palabras mágicas, podía invocar al ave y viajar sobre su lomo a la isla. Las historias de magos, aves fabulosas y piratas de la isla de Socotra me cautivaron. Sentado en una estera, ante un café perfumado al cardamomo, en el puerto omaní de Sur o a bordo de un velero árabe en la península de Musandam, a la entrada del Golfo Pérsico, oía a los navegantes bajar la voz pronunciando, invocando casi, el nombre de la isla en tres sonoros tiempos: Súqú-trá. Y aquel nombre tantas veces repetido acabó por despertar el viejo sueño.
Yemen Airways anunció retraso, traté de acomodarme y cerré los ojos. En lugar de volar a Socotra, hubiera preferido viajar en barco y contemplar cómo se dibujaban entre nubes aquellas montañas que tanto habían aterrorizado a los antiguos navegantes árabes. Pero ya no existían los ‘dhows’ de antes; tan sólo pequeños cargueros. Había intentado embarcar en uno de aquellos navíos. Tras un par de días en Saná, la capital del Yemen, cogí un avión a Adén, una de las ciudades más extrañas que he visitado. En el pasado había sido un importante puerto británico que dependía directamente de Bombay y desde el que se controlaba la entrada al océano Índico y al mar Rojo. La ruta de la India. Adén era uno de los lugares más cálidos y húmedos del planeta. Antes de la independencia, los británicos destinados en aquel remoto lugar esperaban con ansia el momento del reemplazo, castigando entretanto sus hígados a base de ‘pink-gin’ en el hotel Crescent. Todos consideraban a la colonia de Adén como un pozo en el que se caía y del que ya no se lograba salir. Arthur Rimbaud se vio atrapado en él cuando abandonó la escritura y pretendió lanzarse al mundo, quedando retenido en aquel puerto a las órdenes de un negociante francés de café, marfil y algodón. Desde Adén organizaba expediciones al otro lado del estrecho de Bab el Mandeb para mercadear en Harar, la muy secreta y musulmana ciudad de Etiopía. Y escribió Rimbaud: «En Adén no crece ni un solo árbol. Ni siquiera seco. No hay ni una brizna de hierba, ni un pedazo de tierra para cultivar, ni una gota de agua dulce. Adén es un volcán extinguido relleno de arena del mar. Los alrededores son desiertos absolutamente áridos. Las paredes del cráter impiden la entrada del aire y nos asamos en este agujero como en un horno de cal». Las palabras del poeta eran ajustadas. Lo que no sabía Rimbaud cuando llegó era que aquel lugar, que creía lleno de oportunidades y una mera etapa antes de proseguir con otros rumbos, sería para él un lugar maldito. Un profundo pozo cuyas paredes le resultarían imposibles de escalar. Hoy, desprovista de su capitalidad y reducida a un ‘cul de sac’ provinciano tras la guerra civil que enfrentó al Yemen del Sur con su hermano del norte por considerar que había perdido relevancia con la unificación, Adén languidecía bajo el sol implacable en uno de los climas más crueles del planeta, añorando los tiempos en que las banderas de medio mundo, al menos las de las democracias llamadas populares, ondeaban en las embajadas. Adén era castigada por la osadía de haber plantado cara a Saná. Por si fuera poco, su economía estaba paralizada por la inactividad casi total de su puerto desde los atentados de Al Qaeda contra un portaaviones norteamericano y un petrolero francés, que habían provocado la huida de los barcos a Yibuti, al otro lado del mar Rojo, o a Salalah, en Omán. Durante tres días intenté encontrar un barco a Socotra. Fui a oficinas de compañías navieras, pregunté a las autoridades, incluso alquilé una pequeña lancha y recorrí el puerto. Pero el inmenso cráter, con una pared que había cedido en parte, permitiendo la entrada de las azules aguas del mar de Arabia, apenas albergaba navíos: tan sólo un desvencijado barco con la bandera de Tanzania y otro con la bandera de Eritrea, en el que la ropa tendida al viento luchaba con violencia por escapar.
Y mañana... ‘Sadístico, esperpéntico e incluso metafísico’ de Terenci Moix