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CONCLUSIONES

La emergencia sanitaria desatada con la pandemia del COVID-19 afectó diferenciadamente a la población paraguaya en general, y a la población infantil y adolescente en particular. La identificación de los rasgos de la estructura social paraguaya se ha tornado imprescindible para analizar este escenario ya que su ocurrencia en una sociedad de marcadas diferencias sociales, la experiencia de la emergencia fue también diferente según el sector social. En efecto, los más afectados fueron los hogares de las clases sociales desfavorecidas, cuyas necesidades básicas ya estaban insatisfechas en etapas anteriores a la declaración de la emergencia sanitaria.

Los movimientos del mercado de trabajo, por ejemplo, observados desde un periodo inmediatamente anterior a la pandemia y durante el transcurso de la misma, dan cuenta de un incremento del desempleo y el consecuente aumento de los riesgos económicos. De igual manera, los efectos de la pobreza terminaron haciendo mella en la capacidad de las familias de acompañar a sus hijos en el proceso de escolarización, marcadamente trastornado con el cambio de modalidad de las clases pedagógicas, pasando abruptamente de las formas presenciales a las virtuales.

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El espacio geográfico condiciona las lógicas de distribución, jerarquización y organización de los servicios públicos y de infraestructura. Territorialmente, la dispersión y el alejamiento son los rasgos característicos que generan las condiciones de vulnerabilidad al riesgo de la pobreza, la exclusión y la violencia. Dos formas adquieren en el espacio estos factores, empujando las poblaciones a los efectos del riesgo: 1. la distancia entre los hogares, por lo tanto, el volumen de habitantes y la densidad de interacciones en un distrito; 2. La disponibilidad y el flujo de los servicios públicos.

Las estructuras sociales, en los distritos paraguayos, se asientan en un sistema de polaridad territorial que establece los criterios de distribución de los recursos y las oportunidades entre los habitantes. En aquellos espacios de mayor volumen y densidad demográfica, donde las actividades no están suficientemente diversificadas y las organizaciones, así como los flujos, dependen de la producción agropecuaria, la diferenciación social es menos marcada. Cuanto más elevada es la diversificación, que incluye actividades agroindustriales, mayor es la diferenciación social.

En lo que concierne a la educación durante la pandemia, el riesgo de deserción escolar debido a los costos de la modalidad virtual tuvo el signo de clase. En las zonas rurales, en mayor medida, el difícil acceso a la conectividad digital obstruyó las condiciones de un proceso educativo adecuado, donde las prácticas pedagógicas de enseñanza y el monitoreo regular del aprendizaje de los estudiantes estén asegurados. Lejos de eso, las clases virtuales han redoblado, dentro de una estructura social signada por la desigualdad, las distancias de logro académico entre una clase social y otra -incluso, entre fracciones al interior de una clase-. El desarraigo escolar, generado por la virtualidad constrictiva, adquirió entre las clases desfavorecidas la forma solapada de un mero ausentismo casual. Sin embargo, la desigualdad desalienta la continuidad escolar y la precariedad sienta las bases de las representaciones de futilidad de la educación.

El riesgo de la caída del aprendizaje afectó principalmente a los estudiantes de clases desfavorecidas debido al aislamiento digital. Debido a la escasa interacción entre docentes y estudiantes, estos factores comprometieron el rendimiento académico –de manera más crítica en las zonas rurales, donde el distanciamiento social se asocia geográficamente al confinamiento espacial–. En contrapartida, para las familias de clases medias y clases superiores, la integración digital significó un reto de reinvención y aggiornamiento en los procesos educativos.

El acompañamiento de los padres en la transmisión y explicación de los contenidos escolares resultó un principio diferenciador fundamental. Mientras que en las zonas rurales y más pobres la población adulta posee menos años de estudio, limitando en gran medida la capacidad de reproducción familiar de algún tipo de capital cultural, en las zonas urbanas, y sobre todo entre las clases favorecidas del área metropolitana con altos niveles educativos, los padres redefinieron los roles del hogar dedicando tiempo y esfuerzos a la enseñanza escolar. En algunos casos, inclusive, ese aggiornamiento impulsó a estas familias a contratar profesores particulares para reforzar, de manera más o menos eficaz, el proceso educativo de sus hijos durante el confinamiento. Consecuentemente, la demanda familiar a los establecimientos presentó carac-

terísticas relativamente similares en todas las localidades, aunque con signos contrarios. Las familias de clases desfavorecidas formularon demandas de enseñanza, mientras que las familias de clases medias y superiores demandaron la intensificación de las exigencias y la clarificación de las consignas. En unos y otros casos, empero, la tensión entre familias y escuela agudizó el malestar social generado por la emergencia sanitaria.

Otro sector de la institucionalidad pública que jugó un papel crucial en el escenario de emergencia sanitaria fue el sistema de salud. Su cobertura se caracteriza por la segmentación, fragmentación y descoordinación de los subsistemas, así como también por la desarticulación entre niveles de proximidad y complejidad. El sistema nacional de salud tuvo limitaciones en la prevención, tanto en la infraestructura como en la estrategia asistencial, para atender las implicaciones de la pandemia. Debido a la segmentación, el sistema de salud pública dispersa los recursos, segregando también socialmente la población y fragmentando la actuación de los agentes.

Las características territoriales y geográficas, sumadas a las condiciones sociales y económicas, han privado a determinadas poblaciones, como las comunidades indígenas, de acceder a la atención a la salud y a servicios públicos concretos que garanticen –en cierta medida, al menos– el cumplimiento de las medidas sanitarias de higiene direccionadas al fin de evitar la propagación del coronavirus. Cuando el acceso al agua es limitado, este cumplimiento de las medidas resulta prácticamente imposible. En consecuencia, las condiciones de hacinamiento y pobreza en las que estas comunidades se desarrollan las han puesto en un escenario de mayor vulnerabilidad, sumando el riesgo de contraer enfermedades prevalentes y contingentes.

Como se infiere, la asistencia de salud es uno de los aspectos más sensibles para la población, en especial aquellos sectores de baja capacidad adquisitiva para responder a la demanda que impone un escenario de incertidumbre, desnudando la situación de exclusión de las clases sociales con problemas serios de atención ante los riesgos, tanto de salud pública como de seguridad alimentaria. Todo indica que la recesión económica provocada por la pandemia, como la retracción en la atención médica en el sistema de salud pública, han delineado el terreno para el aumento y la profundización –en el orden de gravedad– de los casos de desnutrición en la población infantil.

La problemática de la salud pública, que se manifestó críticamente durante la pandemia, dio cuenta de una incapacidad para atender las múltiples situaciones que, aunque no ligadas al coronavirus, requirieron atención. Dada la extrema fragilidad de las familias de las clases sociales desfavorecidas que demandan

los servicios, su mayor vulnerabilidad debido a enfermedades preexistentes las predispone a caer en situaciones agudas que podían revestir gravedad en un periodo de segregación de las urgencias en los servicios asistenciales. En efecto, la pandemia puso a prueba al sistema público de salud de las localidades y la respuesta ante la emergencia requirió el trabajo coordinado con los municipios o entidades de emergencia, además de la adecuación de los hospitales, con los recursos disponibles en la crisis.

El impacto del confinamiento en la convivencia al interior de los hogares, conllevó enojos y desenfrenos frecuentes, situaciones que, en última instancia, se halló en la base de la más crítica forma de vulneración de los derechos de la infancia: la afrenta a la integridad física. Los casos de maltrato, abuso e incluso violación provinieron de las frustraciones subjetivas por la crisis económica y de los arrebatos propios de la anomia social, constituyendo la antesala de la violencia doméstica.

La desigualdad social se visualizó durante la pandemia. En los diferentes distritos, el emprendimiento de ollas populares despertó la conciencia de un límite posible de sobrevivencia sin la solidaridad social, lo que implicó dádivas contingentes de las clases acomodadas y un altruismo impuesto en las clases desfavorecidas. Las entidades públicas y la sociedad civil asistieron a las iniciativas contra la indigencia articulando una y otra forma de solidaridad, aunque, en muchos casos, la solidaridad contingente organizada desde el poder político tuvo carácter oportunista, con fines proselitistas. De todas maneras, se constató en algunos territorios una articulación de la solidaridad social que, con apoyo adecuado, podría apuntalar un microsistema de protección social.

Las poblaciones indígenas se vieron exigidas a afrontar el riesgo de la indigencia con labores precarias, para las cuales hubo una demanda menor durante el periodo más estricto de confinamiento. Asimismo, la población paraguaya de las fracciones más bajas de las clases desfavorecidas atravesó la angustia de la incertidumbre de alimentación, forzando a la mendicidad a niños y adolescentes, sobre todo en los espacios urbanos de Villeta, Santa Rosa y Asunción. Esta circunstancia, si bien se ha profundizado durante la emergencia sanitaria, es arrastrada históricamente en la sociedad paraguaya, por lo que su desnaturalización se impone como primera medida para la implementación y ejecución de políticas de incidencia y protección.

Durante la pandemia los niños atravesaron por situaciones de violencia y maltrato en sus hogares, lo que interpuso una especial atención en el escenario en cuestión. De acuerdo a testimonios de las Consejerías Municipales por los Derechos de la Niñez (CODENI), no hubo un incremento de denuncias durante la pandemia, aunque tampoco hubo un decrecimiento del volumen y la frecuencia habituales.

La fragilidad de las condiciones y de las instituciones de resguardo, por la pobreza, la precariedad e incluso la indigencia, deja vía libre a la afrenta contra la integridad personal, en especial de las niñas y las adolescentes, expuestas a los maltratos, al abuso sexual e incluso la violación, con consecuencias de embarazo precoz y daños duraderos en la salud mental y la afectividad, de ellas y de sus entornos. Esta desigualdad de género, añadida a la vulnerabilidad que el escenario de la emergencia sanitaria generó en el ejercicio de los derechos, desnudó las restricciones, por la carencia de una política de protección, de atenuación de los estragos de una sociedad estructuralmente violenta y condescendiente con los perpetradores, en sus formas subjetivas e institucionales.

En un abordaje mixto, tanto cuantitativo como cualitativo, este estudio intentó dar cuenta de las perspectivas y actuaciones de los actores públicos y los agentes particulares para comprender las prácticas y representaciones sobre la vida social en una situación de emergencia, sus repercusiones en los grupos sociales más vulnerables y la debilidad de las instituciones públicas, así como de la sociedad civil, para enfrentar los riesgos con sus diferentes niveles de incertidumbre. A través de una lógica de comparación, tanto estadística como histórica, los análisis expuestos componen, en su conjunto, instrumentos para la comprensión de un objeto de estudio situado y fechado. Así, las inteligibilidades sobre la situación de la infancia y la adolescencia en el marco de la pandemia se fundamentan en dos grandes ejes articulados, a saber, la estructura social paraguaya y las condiciones sociales y económicas configuradoras de existencias concretas de la población infantil y adolescente.

Los criterios exigidos al enfoque metodológico y analítico fundamentaron los actos de saber. La unidad sistemática que se ha buscado en la consecución de los hallazgos presentados, unidad cuyos nexos articulan, por un lado, la estructura social y el contexto territorial, para desplegarse luego en las dimensiones de educación, salud y protección, por el otro, ordena el conjunto de evidencias empíricas que sostienen el estudio. En sentido estricto, el alcance del saber, tal como se lo concibe en este trabajo, es el de las evidencias empíricas. Por lo tanto, la observación metódicamente reglada permite hablar, con propiedad, de las relaciones concretas por las cuales se despliegan las lógicas de la construcción social de la vulnerabilidad en escenarios de crisis. Toda política de incidencia debería hallar en dicha perspectiva sus fundamentos.

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