Miguel y Francisco -Republicanos al fin de la Guerra Civil Española-
Noroeste de España, límite con Francia, Argeles Sur Mer. Abril de 1939 – agosto de 1940
––¿De qué demonios de “derecho de Asilo”, te ha estado hablando ese soldado negro? ––preguntó Miguel en esa fría mañana de abril de 1939, cuando se hallaba en el noroeste de España, su país, en los límites con Francia, Argeles-Sur-Mer. ––Pues verás ––le respondió el hombre que se hallaba a su lado, un español ya entrado en años que hablaba y comprendía, aunque con cierta dificultad, el francés,– es la propuesta para quedarte como refugiado al menos por ahora, en este campo de internación ––terminó diciendo. Era el viejo un hombre afable y simpático que, requerido por sus precarios recursos idiomáticos del francés, hacía las veces de traductor. Estaba cansado ya de tanto trajinar, pues todos apelaban a él y, en el otro extremo del lugar, a una mujer joven, maestra de profesión que con iguales conocimientos, oficiaba haciendo lo mismo.
El problema del idioma creaba roces, y la mayoría no entendía las reglamentaciones y condiciones expuestas por los guardias de frontera quienes, a su vez, sufrían también de las dificultades idiomáticas. Entre ellos se contaban senegaleses, marroquíes y naturales de Francia, soldados que representaban al país vecino. ––¿Y dices tú que es una ley? ––preguntó Miguel, mientras dos azorados campesinos se acercaban a lo que ya estaba conformando un grupito. ––Así me lo ha dicho el soldado senegalés ––respondió el anciano. ––¡Vaya, vaya con los franchutes!, averigua más… por Dios, ¡vaya a saber dónde iremos a parar! ––dijo Miguel.
Al rato volvió el anciano; ambos restringidos y cabizbajos dentro de una carpa temporaria, conversaron un largo rato, y al fin Miguel salió convencido de que no tendría otra cosa mejor; sin pensarlo demasiado, se colocó en las filas establecidas para los hombres mayores de 20 y menores de 50 años. Francia no había perdido tiempo, construyó con cierta anticipación y apresuramiento las instalaciones que debieron ser ampliadas de inmediato, dada la cantidad de españoles que reclamaban asilo. El lugar destinado y donde se encontraban en ese momento, Argeles-Sur-Mer se hallaba en la costa mediterránea de Francia. Las posibilidades eran: servir por medio de algún arreglo privado; entrar al servicio de lo que se denominaba “Compañías de Trabajadores Extranjeros”; alistarse en la Legión Extranjera, o en otras unidades del ejército francés. La duración del compromiso no era exigua, y la falta de comprensión idiomática hacía las cosas más difíciles.
Se ofreció resignado, manifestando su condición de operario de imprenta, pero… o no lo entendieron, o bien creyeron más probable que serviría para otra actividad. Pensó entonces, ante las evasivas, solo por un instante, en retornar a España; luego recapacitó al oír las noticias acerca de que los franquistas suavizarían las penas a los republicanos que regresaran, con ligeras “excepciones”. No creyó en esas palabras y menos en la falange por lo que esa opción no era válida para él. Lo de “excepciones” le hizo sonreír, sin entender demasiado la política marxista revolucionaria, había inclinado durante la guerra su simpatía por el POUM, (Partido Obrero de Unificación Marxista) pero bastante tuvo durante la guerra como para seguir con esa línea de pensamiento. De saberlo los alemanes; sabía como lo tratarían, igual o peor que en España. Las condiciones de vida en el lugar, a medida que pasaba el tiempo, se hacían cada vez más extremas: la falta de agua potable, el estado de los lugares para pernoctar que desde un comienzo eran unas paupérrimas chozas con techos de paja. Luego, al sucederse los días, entre todos construyeron barracones con maderas procuradas por los franceses, y telas delgadas que poco protegían del frío, la lluvia y el viento.
Tuvieron que ingeniárselas para conformar los pozos que hacían de letrinas. La orientación del viento en un principio, y el hedor, los hizo trabajar bastante en ese aspecto. Del mismo modo, el agua que obtenían era salada y debían de perforar el suelo arenoso a profundidad respetable. A consecuencia de estas condiciones, sobrevinieron entonces las enfermedades, sobre todo el tifus, que hizo estragos entre los más débiles. Los víveres y la ayuda de la Cruz Roja y otras asistencias eran
insuficientes, y apenas mitigaban las circunstancias miserables de la vida y las condiciones del lugar.
El inicio de la guerra, al cabo de casi siete meses, hizo que todo cambiase, y Miguel cumplía su prestación provisoria en la construcción de una carretera que corría a lo largo de la playa. La confusión reinante hizo que muchos se internasen en Francia y se establecieran con sus familias, aprovechando sus conocimientos agrícolas; otros se alistaron, acomodándose con los franceses para luchar contra el Fascismo. Hitler y Mussolini no eran personalidades gratas para la mayoría; estos dos personajes habían generado un odio similar al que sostenían por el caudillo español. Miguel fue capturado por tropas alemanas, pues se había unido a un grupo de la resistencia francesa durante julio de 1940, y fue derivado de campo en campo hasta que, a principios del año siguiente, terminó en Mauthausen. La entrada al campo de Mauthausen en Austria fue, en su mayoría, de españoles; unos separados de sus familias, padres ancianos, niños y mujeres que habían quedado en Francia. No todos tuvieron esa posibilidad, algunas mujeres y niños y hasta familias fueron alojados en el campo. Los viajes en tren eran asfixiantes y no todos llegaron a resistirlo; la cercanía con los pueblos austriacos o alemanes de los campos, hacía incomprensible que sus pobladores ignorasen la existencia de los confinamientos y lo que allí sucedía, y eso generó resentimientos, pensando en la indiferencia que sufrían los prisioneros, aun cuando esto no servía de mucho. El contingente español era notable, y continuaba incrementándose. Junto a Miguel se hallaba un campesino de nombre Francisco Diego Sáenz, quien tiritaba de
frío: hombre rudo y poco conversador. El pobre ni se quejaba, y eso que se lo notaba enfermo, afiebrado. Durante la primera noche que pasaron durmieron ambos en el mismo lugar y a la intemperie, cada uno sobre una bolsa apenas rellena de paja; el ruido del castañear de los dientes de Francisco y algunos quejidos durante el mal sueño del hombre, no dejaron dormir a Miguel. Por la mañana, luego de hacerlos formar y sin darles nada de beber más que agua, alguien que parecía un oficial, con un uniforme demasiado ostentoso ––donde predominaba el color gris con cinturón y botas negras, y una banda oscura en su gorra luciendo la esvástica en su brazo izquierdo––, los iba separando y, luego de requisarlos, de inmediato les iba entregando una insignia de color que debía de adherirse a la ropa que les darían. Al rato vendría un tatuaje numérico en el brazo. ––Vaya vestimenta ––le comentó Miguel a Francisco, quien lo seguía en la fila con un harapo a rayas blancas y azul claras, igual que el peor de los mal vivientes, mientras señalaba parte del uniforme entregado. ––Con tal que abrigue ––dijo repitiendo por toda respuesta Francisco, quien ahora, más que pálido, estaba terroso y castañeando nuevamente. Miguel lo observó extrañado, pero comprendió de inmediato que sería una calentura, vaya a saber por qué enfermedad, la que le producía esos temblores que padecía el hombre; era evidente que tenía frío, de ahí que recibió con complacencia algo que lo abrigase, fuera del color o estampado que fuese. ––Esos viejos que están sentados cosiendo, se parecen a algunos sastres que he visto en negocios de Barcelona ––refirió Miguel observando a una media docena de hombres sentados y que, aguja en mano, se encargaban de coser los distintivos de color entregados ese día.
Luego, observando a Francisco quien no le había prestado atención a su comentario, le preocupó su estado pues parecía que iba a desplomarse de un momento a otro. Solo pedía de vez en cuando algo de beber, pedido que no era atendido. Un individuo se acercó al sitio donde ambos se encontraban, debido al reiterado pedido de agua de Francisco; llevaba un uniforme de un color medio, entre marrón y verde, empuñaba un bastón corto en su mano y hablaba español. Pronto supo por boca de algunos más avezados, que se trataba de un “capo”, un prisionero acomodado que hacía las veces de supervisor, sumisamente entregado a sus superiores alemanes, y a veces tanto o más cruel que ellos. Observó entonces a Francisco, quien por su aspecto desmejorado era notorio que se hallaba enfermo. ––¡Hey, tú! ––Dijo refiriéndose a Francisco––. ¿Te sucede algo?... ––Pues nada, solo deseo algo de agua ––respondió Francisco tratando de poner su mejor cara. Luego, sin decir nada, el capo se acercó a un oficial que dirigía a los soldados y le susurró algo. La acción pasó casi inadvertida para la mayoría, no así para Miguel, quien de cualquier manera pretendió despreocuparse de inmediato, tratando de no llamar la atención.
––Ahora, viene la inscripción ––comunicó Miguel mientras iban corriéndolos de lugar dos soldados con el extremo de sus fusiles, indicándoles una hilera donde había varios ya por delante: vislumbraron el final de la fila. Distante unos quince metros, se podía ver una mesa con dos soldados, un grueso libro y tarjetas donde realizaban anotaciones. A ambos lados del mostrador, otros dos soldados en posición de espera controlaban la retirada de los que ya habían sido atendidos.
––Nombre ––preguntó el soldado que atendía la cuestión al llegar Miguel, quien ya comprendía el significado en alemán de algunas palabras. El lugar donde se hallaban era un gran solar o plaza de más de un centenar de metros, hundida en una especie de subsuelo al aire libre con una galería que la rodeaba en todo su perímetro. Una amplia escalera en uno de sus extremos permitía el acceso a la parte superior, donde en uno de los frentes a nivel de la tierra se extendía un edificio que, en sus extremos laterales, presentaba cada uno una torre que cumplía la función de mirador, equipadas con ametralladoras móviles y sustentadas por dos guardias. Un techo amplio aislaba del sol y la lluvia a los que se hallaban en su interior. Nada parecía ser provisorio; al menos a Miguel esa fue la impresión que le causaba lo que veía a su paso. El lugar tenía un vallado con alambres de púas electrificado a su alrededor. Luego venían los muros que, por cierto, eran altos y gruesos y había, además, muchos perros que acompañaban a los guardias. Al finalizar de dar los datos referidos a su nombre y apellido, origen, labor y edad, dejó el lugar a su recién conocido Francisco, quien parecía no entender lo que el soldado le solicitaba. Los gritos que comenzaron a escucharse, llamaron la atención de Miguel y otros tantos, quien giró para observar la escena. Uno de los soldados que los había hecho ingresar a la cola, se acercó al rudimentario escritorio y recibió órdenes de un oficial que, expectante, presenciaba la escena. Pudo entender solo lo que Francisco decía cada vez con más fervor. Ya Miguel, quien se había detenido, se encontraba a escasos diez pasos del sitio de la discusión. ––¡Nada de comunista, ni que rot… rot…spanier, o lo que sea, solo español, español, cabrón!
A todo esto el soldado a su lado obedeció las órdenes del superior y lo tomó de un brazo; Francisco comenzó entonces a forcejear, y otro soldado de inmediato se acercó tomándolo del otro brazo, al tiempo que Francisco gritaba ahora ya desaforadamente: ––¡Soy español, cabrón, español! ––prosiguió a los gritos, mientras se esforzaba por liberarse en un evidente estado de confusión y rebeldía. La respuesta no se hizo esperar por parte de los soldados que lo retenían y entonces, en la reyerta, fue empleada una rudeza mayor. El altercado ya había pasado de la discusión a la pelea, y los golpes que recibía, parecían exacerbar más a Francisco, quien pese a su estado continuaba bregando. Fue entonces que en una rápida acción, viendo lo que sucedía, se acercó el oficial a cargo, un SS; en un rápido movimiento desenfundó su pistola, la aplicó a la nuca de Francisco y disparó, cayendo el mismo de manera instantánea. Todo sucedió en segundos, ante la mirada estupefacta de los que estaban aguardando al frente de la mesa y en situación de espera, mientras otros parecían pretender abstraerse del lugar tratando de no demostrar emoción alguna. Hubo quien gritó sin poder contenerse, pero se recuperó de inmediato por temor a alguna represalia; otros… solo se taparon el rostro con ambas palmas. Sorprendido y asustado Miguel vio cómo caía Francisco, quien con los ojos abiertos aún boqueaba e iba desplomándose, mientras un hilo grueso de sangre se deslizaba por su espalda; ya en el suelo, una mancha roja iba agrandándose alrededor de su cuello y confundiéndose con el piso. El oficial de la SS, a todo esto se había sacado la gorra, observando unas gotas de sangre que lo habían salpicado manchando la visera, a la vez que con un pañuelo se limpiaba el mentón también humedecido. Su rostro no demostró emoción alguna.
Impávido, indicó con su diestra a los soldados que retirasen al cuerpo, cosa que hicieron arrastrándolo de ambos pies. El reguero fino de sangre que se desprendía del cuello del español fue surcando el suelo por unos metros, hasta que al fin desapareció. Mientras tanto, el oficial con su fusta hacía ademanes ostentosos, como alejando imaginables indeseables que hubiesen tenido la intención de acercársele.
Miguel, apesadumbrado, se alejó con paso confuso, sin saber exactamente hacia dónde ir; trataba de recordar la palabra que en alemán había mencionado Francisco… luego todo pareció volver a una pretendida normalidad, y entonces volvió a colocarse en la fila. Los hombres sentados al aire libre bajo una parte de las galerías de la plaza y que habían suspendido su labor asustados al escuchar el disparo, volvieron a su posición anterior y seguían cosiendo los distintivos en los uniformes, mientras a su lado, sumisos y apesadumbrados por lo que habían visto, esperaban quienes utilizarían las prendas correspondientes. Luego de unos días, no hubo más uniformes, al menos por un tiempo. Habían ingresado en las últimas semanas demasiados prisioneros. El día, caluroso por cierto, se hacía presente concordando con la época de esa mañana de agosto de 1940.